V

AGUA

San Gangulfo fue un caballero de Borgoña, del siglo VIII, hermoso de cuerpo y de lindo rostro. Y tenía unos ojos almendrados con los que sabía sonreír, mejor incluso que con los labios.

Durante algún tiempo, fue mayordomo de palacio, en la época de Pipino el Breve. Se casó con una joven de la alta nobleza, que, tras muchos años de matrimonio, lo engañó con un clérigo. Evidentemente, se separó de ella «por adúltera y fornicaria».1 Un día, habiendo sido descubierto in fraganti, el clérigo asesinó a san Gangulfo, de ahí que a éste se le venere como mártir.

Dice la leyenda que san Gangulfo se llevó a Borgoña, su tierra natal, una fuente que, desde el origen de los tiempos, había brotado en la Champaña. Parece que esto sucedió de la siguiente forma:

Bolvía una vez de cierto negocio a que le embió el rey, [...] vido una hermosa fuente que le agradó mucho, y assentándose junto a ella con sus criados para comer, vino el dueño [...]. Estando comiendo y mostrando el contento que tenía de gustar la agua de la fuente, dixo [...] que de muy buena gana se la compraría para passarla a su tierra si él se la quisiesse vender. [El dueño le tuvo por] hombre loco y sin juicio, [...] y díxole que se la vendería si le dava por ella cien sueldos. Gangulfo los contó y se los dio. [De vuelta a casa], y faltándole agua para lavarse las manos, mandó a un criado a que fuesse donde estaba su báculo hincado [...]; fue el criado, sacó el báculo y salió un grande golpe de agua y se hizo una fuente que era de la misma traça que la que había comprado, donde el que la vendió se quedó sin ella, porque nunca más pareció agua en aquel lugar.2

Después del trasvase, se cuenta que estuvo aún un tiempo brotando agua llovida en la Champaña; acabada ésta, sólo manaba agua procedente de Borgoña. Como, por otra parte, era lógico y natural, pues sabemos que cuando ya se ha desvanecido el efecto de cualquier milagro, las leyes de la física vuelven a desempeñar su papel de costumbre. No hemos conseguido, sin embargo, desentrañar cómo llegó a saberse que el agua que brotaba ya no era de la Champaña, sino de Borgoña, y cuándo ocurrió esto exactamente.

La habilidad de los santos para hacer brotar fuentes en donde sólo había un terreno árido, y para conseguirlo sin ayuda de zahoríes, es algo relativamente frecuente. Normalmente les bastaba, como en el caso anterior, con unos golpecitos de su bastón o cayado. El don de trasvasar fuentes, en cambio, sólo lo hemos encontrado en san Gangulfo.

San Gangulfo es patrono de los curtidores, de las fuentes, de los zapateros y de los niños; protector de los caballos, en los humanos alivia el dolor de las rodillas y sana las enfermedades de la piel y de los ojos. Y es un santo al que invocar en caso de problemas conyugales.

A este grupo de santos acuígenos, al que pertenecen aquellos que han hecho brotar agua allí donde no la había —al menos de forma visible—, pertenece san Magín, también conocido como sant Magí de la Brufaganya, que vivió a finales del siglo III e inicios del IV.

Su sobrenombre se debe a que, tras abandonar —gracias a la ayuda de un ángel— la prisión en que se hallaba, se retiró a vivir como ermitaño en una cueva de la sierra de Brufaganya, en la Conca de Barberà (Tarragona). Allí permaneció durante treinta años, a lo largo de los cuales fue alimentado exclusivamente por ángeles —a los que sin duda tenía de su lado—, hasta que murió a manos de unos soldados romanos.

Sant Magí hacía las cosas a lo grande: no se limitó a crear una fuente, sino cuatro y, además, a partir de ellas, un río entero. Cansado ya de que los fieles no cesasen de pedirle agua, un día lanzó, tan lejos como pudo, su cayado mientras decía: «On el meu gaiat caurà, un riu hi naixerà» (que quiere decir «Donde caiga mi cayado, nacerá un río»).

Y así fue, y al río se le llama hasta hoy el Gaià, que quiere decir cayado —gaiato— en recuerdo a su origen y desemboca junto a Altafulla, cerca de la capital tarraconense. 3 Un río que, por cierto, casi siempre está seco, pero tampoco podemos hacer responsable a sant Magí de la Brufaganya del régimen de lluvias de la región, ni del pantano que se construyó río arriba siglos más tarde. Él hizo lo que pudo, que ya fue portento suficiente.

Muchos siglos después de muerto, sant Magí seguía haciendo milagros, siempre con el agua como materia prima.

Al retirarse las tropas napoleónicas de Tarragona, a inicios del siglo XIX, quedó en pie únicamente un lienzo de la muralla oriental, en la parte alta de la ciudad. Y si aguantó fue porque, por tres veces, sant Magí apagó desde el cielo, echando agua con su botijo, la mecha que habían encendido los franceses para hacer saltar ese trecho de muralla por los aires.

Sant Magí es el primer santo del que consta que, al irse al cielo, no descuidó llevarse un botijo entre sus pertenencias. Porque, aunque nada dice a ese respecto la doctrina de la Iglesia, no creemos probable que en el cielo haya botijos.4

A este grupo de santos pertenece también el beato Gracias de Cátaro, del siglo XV. Este beato tenía una cisterna en la que nunca faltó el agua, incluso tras años de sequía, y un estanque, cuya agua siguió dulce y potable en una ocasión en que el mar había llegado hasta él, anegándolo.

Y junto a él, el papa Clemente I, del siglo I, que atendió los ruegos de sus sedientos fieles haciendo nacer una fuente allá donde un corderito se la había señalado con la pata.

Clemente I creó de la nada agua dulce, pero fue la salada el instrumento de su martirio, ya que los paganos estaban irritados por el alud de conversiones que provocaban estos prodigios y decidieron atarle un ancla al cuello y arrojarlo al mar Negro. En cuyo fondo estará anclado el papa Clemente desde entonces.

Y cuenta la tradición que todos los años, en el día de su martirio, el mar se retiraba y permanecía reverentemente apartado del lugar durante siete días, para que los devotos del santo pudiesen venerarle en una ermita construida por los ángeles con este fin (lámina 2).

Traer hasta aquí un detalle de los santos que, con su báculo, con su pie, con su caballo5 o de muchas otras formas, han convertido tierras de secano en regadíos excede en mucho el propósito de esta obra.6 Por eso, aquí hablaremos apenas de uno: san Isidro Labrador, que nació en Madrid y vivió entre los años 1082 y 1171. De él destacan sus habilidades como taumaturgo, empezando por los milagros «con agua», que es el tema central de esta sección.

Cuando su hijo san Illán era aún un bebé, lo llevaban un día en un canastillo,7 que dejaron sobre el brocal de un pozo; el niño hizo un movimiento brusco y, ¡zas!, se fue pozo abajo. Su madre se puso a llorar, y su padre a orar. San Isidro consiguió así subir paulatinamente el nivel de las aguas del pozo, rescatando a su hijo sano y salvo (lámina 3).

San Illán, que era el inquilino de la canasta, era hijo de santos por partida doble, pues su madre, y esposa de san Isidro, era santa María de la Cabeza. Aunque ésta, en realidad, se llamaba María Toribia. El cambio de nombre tuvo lugar más adelante, por la costumbre de sacar la reliquia de su cabeza, en procesión, en las rogativas organizadas para combatir los períodos de sequía.

Pero, por muy santa que fuese la madre, es nuestro deber reprenderla por haber tenido la peregrina idea de dejar un canastillo con un bebé dentro al lado de la sima de un pozo, mientras trabajaban en la hacienda de don Juan de Vargas. El haberse caído el futuro san Illán a un pozo pudo haberle traído funestas consecuencias si su padre no llega a estar en las proximidades en aquel momento. Y aunque hubiese estado si no hubiera sido quien era.

Este suceso nos recuerda la leyenda8 de aquella niña, a la que «se le cayó la muñeca en un pozo seco, adonde no podía bajar a buscarla, y se puso a llorar, a llorar, a llorar; y lloró tanto, que se llenó el pozo con sus lágrimas, y salió flotando la muñeca en ellas».

También san Teodosio, confesor, salvaba a niños caídos en un pozo; en este caso en Alejandría, Egipto, en el siglo VI. Tras despeñarse un pequeño a su profundo interior

baxando gente por él, para llevarle a su madre muerto, hallaron que estaba sentado sobre las aguas y sustentado como si estuviera sobre tierra; y como le preguntasen quién le tenía que no se hundiesse y ahogasse respondió que un monge, que traía un hábito que se correspondía con el de san Teodosio.9

Una técnica diferente para salvar a niños caídos a un pozo fue la empleada por san Juan de Sahagún, en uno situado en la calle que aún hoy se llama del Pozo Amarillo, en Salamanca. Alertado por los gritos desesperados de la madre en petición de ayuda, tomó la correa de su hábito y, empezando de inmediato a subir el nivel del agua, el niño pudo agarrarse al extremo de ésta y salvarse.

La Virgen ha acudido también, cuando ha sido preciso, al socorro de niños caídos al agua, como, por ejemplo, Nuestra Señora de Araceli, en la localidad andaluza de Lucena, de quien relataremos más adelante otros muchos prodigios. A éste se le conoce como el milagro del pozo:

En la calle que llaman de la Fuentevieja, en la casa que está en la esquina que desemboca en la calle Ancha, a la parte vaja, un hijo de Juan Zabán y de María Candelaria, el qual trabeseando como chicuelo cayó en el pozo.

Y estando la madre en la cocina de su casa, hilando, oyendo el golpe, salió asustada y viendo a su hijo ahogarse en el agua, ciega con el amor natural de madre, invocando el auxilio divino de la Sacratísima Reina de Araceli se dejó caer al agua y asió al chicuelo en sus brazos.

¡Rara maravilla!; al imperio de la sagrada invocación de Araceli, subieron las aguas de más de ocho varas de profundidad hasta derramarse por cima del brocal del pozo, manteniendo sobre sí el líquido elemento a hijo y madre, sobre la boca de dicho brocal, hasta que los vecinos, acudieron conmovidos a los clamores que la madre dio al arrojarse al pozo, los tomaron en brazos de sobre las aguas que se estaban vertiendo al patio.

Cuyo suceso fue público y hoy viven algunas personas que lo vieron, como son los hijos de Francisco López Contreras, compadre del chicuelo, y el que llevó a su casa aquel día a su comadre y ahijado, y a su costa hizo pintar el caso, y él con toda su familia, ahijado y compadres, lo trajeron a colocar a este santo templo, y hizo fiesta de acción de gracias a la Sacratísima Imagen.10

A algunos santos, como Ignacio de Loyola, no se les ha caído ningún anillo por rescatar a otros seres animados, con valor inferior a un niño, tras haberse caído éstos a un pozo. San Ignacio consiguió que, en el año 1602, se recuperase ilesa e intacta a una gallina que se le había deslizado de entre los brazos a una niña, yendo a parar a lo más profundo de un pozo11 en la calle de Sobrerroca, en Manresa.

También hay pozos de carácter bondadoso como protagonistas de algunos portentos.

Uno de ellos interviene, por ejemplo, en el milagro de santa Genoveva, que devolvió la vista a su madre tras lavarle los ojos dos o tres veces con agua de su pozo de Nanterre. Para explicarlo todo, hay que recordar que la perversa madre se había quedado ciega en el momento de darle a su hija una bofetada por haberle pedido ir a la iglesia.

Otro más fue el caso del pozo de san Madern, en Cornualles. Resumida, la historia comienza un día del año 1641, cuando un muchacho de doce años, de nombre John Trelille, que jugaba al foot-ball12 se apoderó de la pelota y salió corriendo con ella. Una chica que jugaba con él, irritada, le dio un bastonazo tal en la columna vertebral que se la rompió, y John tuvo que moverse a partir de entonces como un inválido, arrastrándose por el suelo.

Inciso: Aunque Alban Butler, nuestra fuente para este episodio, utiliza la palabra foot-ball, no debemos por ello imaginar que, con John Trelille, estaban otros veintiún jugadores, más los del banquillo, el árbitro y los jueces de línea. En esa época, el foot-ball, tal como lo conocemos ahora, estaba aún en proceso incipiente de gestación.

Reemprendamos la historia: Habiendo oído de las maravillas del pozo de san Madern, John se fue hacia allí, o le llevaron, no se sabe.

En pocos días, con un tratamiento combinado de inmersión en la corriente de agua que manaba del pozo, y de reposo en una colina cercana, a la que hoy se llama la «cama de San Madern», regresó a su casa perfectamente curado y dispuesto a jugar al foot-ball de nuevo.

Aunque atento siempre, y tomando las debidas precauciones, por si acaso aparecía por allí la niña del bastón.

Happy end, podría pensarse. Pues no, señor.

Al verse de nuevo tan lozano, se alistó en el ejército, donde se comportó siempre con gran valentía. Hasta que unos tres años más tarde murió en combate en Lime, Dorsetshire.13

Se curó, y pudo combatir. Y murió por combatir. Veleidades de la Divina Providencia.

Reflexionemos:

Hay quien dice que todo está escrito.

Pero otros opinan que somos nosotros los que escribimos.

Parece que, en la realidad, nuestras vidas se mueven como las bolas de una mesa de billar.

Las reglas físicas por las que las bolas van a moverse sí están escritas; no hay quien las cambie.14

Pero por dónde y cómo se van a mover exactamente las bolas depende de la habilidad de cada uno al lanzarlas y al hacerlas percutir las unas contra las otras.

Alegra pensar que nosotros escribimos las carambolas. Aunque también los desgarros en el tapete verde de la mesa en la que jugamos.

Alguien ha llamado a esto libre albedrío.

Tras todas estas reflexiones, desencadenadas por el triste destino final de John Trelille, volvemos a san Isidro, para recordar que otro de sus prodigios más afamados es el haber hecho brotar, durante una gran sequía, —al parecer, también con su cayado o con su aguijada— una fuente de agua cristalina.

Si este milagro fue o no superior al de sant Magí de la Brufaganya, es difícil asegurarlo.

Sin embargo, alguna versión, como la recopilación de milagros de la madrileña R.M.I.P. Congregación de San Isidro, dice textualmente que «salió tanta agua de allí que pudo abastecer toda la ciudad de Madrid».15

Por cierto que R.M.I.P. significa «Real, Muy Ilustre y Primitiva». Entiéndase aquí «primitiva» en el sentido de antigua, original o genuina.

Otras fuentes —nunca mejor dicho— reducen el caudal generado por el milagro: unas sostienen que apenas sació la sed del señor de la hacienda para quien trabajaba san Isidro; otras, que sirvió para regar todos sus campos. Sea como fuere, que salga agua de un secarral, a golpe de cayado, es un milagro altamente estupefaciente.

Y no excluimos de ese calificativo al ejecutado por la beata aragonesa María Pilar Izquierdo, que creó un charco de la nada, a inicios del siglo XX, con ocasión de un desplazamiento suyo en automóvil a Santander.

El vehículo se quedó parado por haberse agotado toda el agua del radiador. Entonces, como relata María Pilar:

El mecánico llevaba un cuarto de hora por aquí y por allí y el agua por ninguna parte aparecía. Con toda mi alma tuve que decirle a Jesús que convirtiese la tierra en agua, pues si no, no se podía salir. Sin saber cómo, a la izquierda del coche, a quince pasos, apareció un charquito, tan escaso e insignificante que tuve que decirle al pobre conductor que mirase a la izquierda. Allí encontró lo que te digo, pero ¿con qué se iba a coger, si no había nada? Con una botella hubo que replegar el charquito, y ¡vaya si salió!, lo justico para llenar el depósito y, al terminar, desapareció.16

Dejando el agua de lado por un rato, otro portento famoso de san Isidro es el de sus bueyes, que araban por su propia iniciativa y sin acompañamiento —o guiados por un ángel, según otras versiones— mientras el santo atendía sus oraciones.

Estos bueyes pueden considerarse un precedente de esos pequeños robots que, hoy en día, limpian, fijan y dan esplendor a nuestras casas mientras nosotros estamos en el trabajo, o haciendo cualquier otra cosa, o no haciendo nada de nada.

Y todo ello sin que los tales robots sean guiados por ángel alguno, al menos que se sepa. En todos ellos, la acción milagrosa de un santo ha sido reemplazada por una prosaica energía eléctrica. De la que es difícil averiguar si ha sido generada por un curso fluvial de origen natural o prodigioso. Aunque si, por lo menos, fuese prodigioso, podríamos husmear un residuo de fascinación y de poesía en el infatigable ratonear de esos diminutos artefactos.

Siguiendo con los aperos de labranza, san Procopio de Sázava, en el siglo XI, fue aún más lejos. Porque a quien puso este santo a tirar del arado fue al mismísimo Satanás. ¡Ni más ni menos!

Aunque ha habido santos que se han especializado en un tipo u otro de prodigio, san Isidro, en cambio, es a los milagros lo que un hombre orquesta a la música. O lo que el pegamento universal UHU o el Imedio, aptos para problemas diversos y manualidades del hogar. Es decir, que los hacía de todas clases.

Según la Congregación de San Isidro, se le han contabilizado un total de más de cuatrocientos milagros; de ellos, cincuenta y cinco fueron post mórtem, con la distribución siguiente:

Por medio de uno de ellos, curó al rey Felipe III —de una gravísima enfermedad que había contraído estando en Casarubios del Monte, en la provincia de Toledo— tan pronto como sacaron las reliquias del santo, en una urna, del templo donde se encontraban.

De hecho, los restos de san Isidro tuvieron poco descanso, pues su cuerpo incorrupto fue trasladado a Palacio, al encontrarse enferma la reina María Ana de Neoburgo, en el año 1691, mejorando también su salud de forma inmediata.

En 1693, postrada doña Mariana de Austria, probaron de nuevo la misma medicina, y trasladaron de nuevo el cuerpo de san Isidro a la iglesia de Santa María en solemne procesión, pasando por Palacio para que la reina lo venerara. No hemos llegado a saber si se reprodujo, en tal ocasión, el efecto acostumbrado.

Tres años más tarde, en 1696, una enfermedad de Carlos II hizo trasladar, una vez más, el cuerpo de san Isidro a Palacio durante unos días. Publicada la mejoría del rey, se hizo una solemne procesión de acción de gracias el 1 de octubre, con salida desde la iglesia de Santa María y regreso a su Real Capilla.

Con ocasión de estos tránsitos, y durante el reinado de Carlos II, el cerrajero real, llamado Tomás, extrajo ocultamente un diente del santo. El suceso sólo salió a la luz cuando le ofreció la reliquia al rey, quien lo agradeció mucho, teniéndolo bajo su almohada durante su última enfermedad. De donde tal vez se lo llevase el ratoncito Pérez.

Cerraremos esta página dedicada a san Isidro Labrador con una información que puede resultar del mayor interés.

El papa Benedicto XIV17 otorgó a la Congregación de San Isidro Labrador diversas gracias e indulgencias que, según nuestra fuente, continúan siendo válidas para todos los congregantes de ambos sexos:18

El día del ingreso en la congregación, habiendo antes confesado y comulgado: indulgencia plenaria.

In articulo mortis, si el moribundo invoca, con la boca o con el corazón, el Dulce Nombre de Jesús: indulgencia plenaria.

El día 11 de diciembre, desde las primeras vísperas y hasta el ocaso del sol, confesando, comulgando y visitando el altar donde estén los santos: indulgencia plenaria.

Los días 15 de mayo, 16 de julio, 9 de septiembre y 8 de diciembre, desde las primeras vísperas y hasta el ocaso del sol, habiendo confesado y comulgado: siete años y siete cuarentenas de perdón.

Por cualquiera obra pía o de misericordia que ejerciten, dentro y fuera de la Congregación —perpetuamente—: sesenta días de perdón.

Además, se celebrarán seis misas rezadas por el alma de cada congregante que fallezca. Pero ¡ojo!, sólo para quien se halle al corriente en el pago de las cuotas de socio de la congregación.

Recordemos que las indulgencias se aplican para condonar penas de purgatorio, y no de infierno. Invertir en ellas para conmutar la estancia en el infierno equivale a invertir en preferentes.19

Y también conviene tener presente que, hasta el Concilio Vaticano II, cada indulgencia reducía en un cierto número de «días» la penitencia de una persona en el purgatorio. Se confundía así a la gente, dándoles la impresión errónea de que en el purgatorio seguía existiendo el tiempo y era posible calcular el «tiempo de descuento» de una manera matemática.

Para solucionar esta confusión, Pablo VI emitió una revisión del Manual de indulgencias. Hoy ya no se asocian cantidades de días con las indulgencias. Simplemente pueden ser plenarias o parciales.

Dado que tampoco se tiene información sobre la duración de las penas del purgatorio que trae consigo cada tipo de pecado, sólo Dios sabe exactamente lo eficaz que puede ser una indulgencia parcial.

Es posible también que reunamos indulgencias parciales en exceso, es decir, que la suma de las penas perdonadas supere la duración de la acumulada por nuestros pecados. Aquí debemos decir, con toda solemnidad, lo siguiente: en este tema siempre es mejor pecar por exceso que por defecto.20

Para cerrar por segunda vez nuestras notas sobre san Isidro Labrador, diremos que su cuerpo se conserva, incorrupto, aunque a falta de un diente,21 en la catedral de Madrid.22

Profundizando en el tema de las indulgencias, no estará de más recordar las ventajas del uso del cordón de Santa Filomena.23 Aprobado por la Sagrada Congregación de los Ritos, usualmente se coloca por dentro de la ropa. No se necesita una ceremonia especial, pero antes de llevarlo por primera vez o de sustituir uno usado por otro nuevo, el cordón tiene que ser debidamente bendecido. El santo Cura de Ars bendecía los cordones en honor a santa Filomena y los distribuía en grandes cantidades a sus fieles.

Al ponerse el cordón, los que lo usan se proponen honrar a la santa —y, así, merecer la protección de cuerpo y alma— y guardar perfecta castidad. Porque santa Filomena es la patrona de tal virtud.

La cinta o cordón de Santa Filomena ha sido el instrumento de innumerables favores. Se recomienda especialmente que los niños hagan uso de él, ya que es una protección maravillosa para las muchas desgracias que los amenazan. Sin embargo, es útil para todos, pues otorga indulgencia plenaria:

El día en que se usa por primera vez;

el 25 de mayo, aniversario de la apertura de la tumba de santa Filomena;

el 11 de agosto, fiesta de Santa Filomena;

el 15 de diciembre, aniversario de la aprobación del cordón por la Santa Sede;

y en el momento de la muerte, en las condiciones ordinarias.

Con la excepción del último, para ganar estas indulgencias es necesario ir a confesarse, recibir la Sagrada Comunión, hacer una visita a una iglesia y, allí, orar por las intenciones del Sumo Pontífice.24

El cordón de Santa Filomena ha dado nombre a una acreditada marca de polvorones de la Estepa, en Sevilla. Aunque si se observa atentamente la etiqueta de este producto, surge la idea de investigar si, por una tremenda casualidad, se debe a que la propietaria se llama Filomena Cordón —viuda de Montoya— y los polvorones, Santa Filomena, a secas. Polvorones, mantecados, alfajores o roscos de vino, que de todo hay. Pero, como en otros casos, no hay que hurgar en el asunto; a veces es más hermoso dejar las dudas tal como están, o incluso regarlas para que crezcan un poquito.

Una opción alternativa al cordón de Santa Filomena es el escapulario de la Virgen del Carmen. Ésta se le apareció a san Simón Stock, carmelita, el 16 de julio del año 1251, le entregó un ejemplar y le dijo que quien muriese llevándolo no sufriría el fuego eterno.

Y no sólo garantiza eso, sino también la salida del purgatorio lo antes posible: a más tardar, el sábado siguiente a la fecha de la muerte acudirá la Virgen en persona a sacarlos de allí, según ha sido reconocido por el papa Pío XII.

El escapulario, como objeto de devoción, está aceptado por la Iglesia desde hace ya más de siete siglos. El de la Virgen del Carmen puede ser sustituido también por una medalla, pero debe llevar siempre, en una cara, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y, en la otra, una de la Santísima Virgen. Para obtener sus favores deben rezarse un mínimo de tres avemarías al día.

Hay muchos milagros que Dios ha hecho por medio de María para proteger a los que llevan con fe el escapulario. Uno de ellos lo cuenta el beato Manuel González, obispo de Palencia:

En 1903, siendo capellán del asilo de ancianos de Málaga, había un anciano, a quien todos llamaban «el judío» por su carácter reservado y hosco. Siempre se quejaba y estaba molesto con todo el mundo. Tampoco asistía a misa ni comulgaba nunca. Pero una mañana, después de tanto hablarle, conseguí que me aceptara el escapulario de la Virgen del Carmen y que siempre lo llevara consigo.

Un buen día recibo aviso urgente de que «el judío» se había tirado por las escaleras; miro hacia arriba, al último piso, y veo a un grupo de ancianos, tirando de un hombre, amarrado a la cintura y colgando sobre el hueco de la escalera. ¿Qué había pasado? «El judío», en un arranque de desesperación, se había tirado de la parte más alta de la escalera; pero, cuando ya su cuerpo estaba todo en el aire, se salió el cordón del escapulario y, como si fuera una cadena, se enredó entre sus dedos y la muñeca, formando un círculo con el brazo alrededor de uno de los hierros de la baranda y lo había retenido y dejado colgado en el vacío del último piso de la escalera. No hay que decir que «el judío» dejó de serlo y el poco tiempo que después vivió fue un buen cristiano.

El papa Juan Pablo II lo llevaba cuando lo fueron a operar después del atentado —al parecer también cuando éste ocurrió— y, aunque no sirvió para impedirlo, evitó al menos que tuviese consecuencias fatales.

¡Atención! En ningún caso deben confundirse un escapulario o una medalla con un amuleto, un talismán o cualquier otro objeto al que otras creencias atribuyen poderes mágicos.25 Decimos esto a pesar de estar convencidos de que nadie va a tener la peregrina idea de meter en un mismo saco la religión católica y las supersticiones de tribus de indios salvajes, de papúas o de cafres,26 por citar algunos.

Tras haber visto un santo que mueve fuentes de sitio y otros que las crean de la nada, sólo nos faltan encontrar santos para las variedades de milagros acuáticos restantes: la tercera consiste en modificar el curso de corrientes de aguas ya existentes; la cuarta, en hacer desaparecer una fuente, dejando en su lugar y alrededores un árido terreno de secano.

La tercera variedad la pusieron en práctica, por ejemplo, san Amancio, obispo de Rodez, al sur de Francia, y san Frigidiano, obispo de la diócesis toscana de Lucca.

Un día, uno de los jefes de Rodez le dijo a san Amancio que no dejaría de ser pagano mientras no viese un milagro con sus propios ojos, y le propuso que hiciese que el río Laterne discurriese por encima de las murallas.27 El obispo no solía dejar pasar una oportunidad como ésa de convertir a un infiel, por lo que aceptó la apuesta. Amancio invocó a Dios y el milagro se llevó a cabo.

Por su parte, a san Frigidiano acudieron en el siglo VII los habitantes de Luni, una localidad próxima a Lucca, para que les ayudase tras infructuosos intentos de desviar el río Serchio, que les inundaba un año sí y el otro también. Según san Gregorio Magno, el santo se fue a la orilla del río y trazó un surco con su rastrillo, marcando así el nuevo cauce deseado para el río. Éste, obediente, lo siguió hasta su nueva desembocadura, en Migliarino.

La desaparición de una fuente ha sido también ejecutada por san Gregorio Taumaturgo, en el siglo III. Hay santos para todo.

A san Gregorio le fueron un día a exponer su pleito dos familias que se disputaban un naciente de agua. Viendo que la pelea no iba a acabar nunca, el santo cortó por lo sano: oró, e hizo que el manantial cesase.

Con lo que el conflicto cesó también en aquel mismo instante.