En griego, dafne significa «laurel». «Dafne» fue el nombre del primer amor de Apolo. Un amor imposible. Y, aunque la ninfa prefirió transformarse en árbol antes que caer en los brazos del hermoso Apolo, el dios la honró tomando el árbol en que se había convertido como su planta sagrada y uno de sus atributos.
El enfrentamiento entre Eros y Apolo
A comienzos de los tiempos mitológicos, una serpiente gigante llamada Pitón se dedicaba a causar estragos entre los pueblos acabados de crear. Tan grande era el espacio que cubría con su cuerpo cuando se movía que las gentes vivían en permanente terror y clamaban a los dioses.
El dios Apolo decidió enfrentarse con el temible reptil. Sin embargo, tenía muy poca experiencia. Hasta aquel momento solamente había luchado contra los gamos y las cabras a las que arrojaba sus flechas. Combatir contra el áspid era, obviamente, un reto de mayor envergadura. A causa de ello, cuando tuvo a la bestia a tiro siguió la técnica de exterminarla sepultándola bajo miles de saetas. Y lo consiguió. Vació todo su carcaj y no paró hasta que el animal dejó de moverse y la sangre manó de sus heridas negras.
Tras esta primera gesta, el dios Apolo se sintió tan orgulloso de sí mismo que pensó que aquello no podía quedar en el olvido y fundó los Juegos Píticos (por Pitón, claro). Cualquier joven que venciera en ellos con sus manos, sus pies o su carro era premiado con una corona de encina (porque todavía no existía el laurel).
Aun así, no parecía haber suficiente espacio en la tierra y en el cielo para Apolo y para su ego. En otras palabras, que al dios se le subieron los humos a la cabeza. Fue entonces cuando vio al jovencísimo Eros doblando su arco para tensar la cuerda y cometió la temeridad de exclamar:
—¿Qué haces, tú, pequeño insolente, manejando armas tan poderosas? Estos artefactos son para dioses como yo, capaces de herir con tiros certeros a bestias salvajes y a enemigos prodigiosos. No hace tanto que abatí con una lluvia de flechas a la temible serpiente Pitón, que destruía la tierra aplastándola con su vientre putrefacto. Tú confórmate con encender pequeños amores con tus diminutas saetas y no intentes alcanzar grandes triunfos.
Eros, el hijo de Afrodita, replicó furioso:
—Puede que con tu arco atravieses todo lo que desees, pero el mío te atravesará a ti.
Pronto descubriría Apolo que había sido más osado al retar a Eros que al matar a la serpiente. Porque el dios jamás se había enamorado y fue Eros quien determinó su primer amor. Y, en venganza, decidió hacerlo desgraciado y lo engendró con flechas de distinto signo. El dios del amor subió al monte Parnaso, y con fría premeditación tomó una flecha que hacía nacer la pasión y una flecha que la ponía en fuga.
Dirigió la flecha del amor, hecha de oro y con la punta afilada, al pecho de Apolo y ésta le atravesó los huesos hasta la médula. En cambio, apuntó con la flecha del desamor, despuntada y fabricada con plomo, a la bellísima ninfa Dafne, hija del dios-río Peneo.
La decisión de Dafne
Dafne estaba decidida a seguir los pasos de la diosa Ártemis, que permanecía virgen, ajena al amor y que valoraba por encima de todo la vida en el bosque y la caza. Dafne también recorría incansable los bosques en busca de presas que capturar. No cuidaba su aspecto. Vestía una simple túnica y una venda recogía su cabello despeinado. Sin embargo, ni aun así podía ocultar su intensa belleza. Y, a pesar de que la ninfa prefería la inaccesibilidad de los bosques a la alegre vida de las ciudades, siempre había alguien dispuesto a ofrecerle su amor.
Ella los rechazaba a todos, insensible como una piedra. Sólo se sintió turbada cuando, en una de las pocas ocasiones en que visitaba a su padre, éste le dijo:
—Hija, me debes un yerno.
Su bello rostro se ruborizó avergonzado y la ninfa acertó a murmurar:
—Padre, ya sabéis que jamás me casaré.
—Hija, me debes unos nietos.
Dafne lo miró entristecida. ¿Cómo podía hacer entender a aquel anciano obstinado que aborrecía el matrimonio, que no sabía lo que era el amor ni deseaba conocerlo?
Finalmente, rodeando el cuello de su padre con sus tiernos brazos, le dijo:
—Permíteme gozar, padre queridísimo, de una perpetua virginidad. Así se lo concedió Zeus a su hija Ártemis.
—Hija, aunque lo lamente, puedo aceptarlo. Pero tu propia belleza será la que te impedirá obtener lo que deseas. Eres demasiado hermosa para permanecer sola.
Una persecución desesperada
Así estaban las cosas cuando la flecha del airado Eros impactó de lleno en Apolo. Inmediatamente, el dios se sintió loco de amor por la muchacha. Su pecho ardía como arden las espigas de trigo si alguien se acerca demasiado con su antorcha. Así, la deidad se consumía en llamas por un amor imposible. El gran dios, hermoso, alto, admirado en todas partes por su larga cabellera negra cuyos bucles tenían reflejos azulados, temblaba como una hoja pensando en ella.
Miraba a Dafne desde la lejanía, veía los cabellos que le caían en desorden sobre el cuello y pensaba:
—Con qué gusto se los peinaría.
Observaba sus ojos, que brillaban como las estrellas y susurraba:
—Con qué gusto se los besaría.
Veía sus labios voluminosos y gemía.
—Con qué placer se los mordería.
Contemplaba sus dedos, sus manos, sus antebrazos desnudos y lloraba.
—Con qué pasión los acariciaría.
Y, dejando volar la imaginación en torno a lo que no veía, se lanzó a la caza de la joven ninfa. Dafne escapó, más veloz que la leve brisa, pero él la persiguió gritando:
—¡Te lo ruego, Dafne, hija de Peneo, detente! No te persigo como enemigo. No huyas de mí como los corderos lo hacen del lobo, los ciervos del león o las palomas del águila. No es la hostilidad la que me impulsa hacia ti, sino el amor.
Y continuó con su perorata, que parecía tan imposible de detener como su rápido paso.
—¡Desdichado de mí cuando pienso que por mi causa puedes caerte o pueden arañarte las zarzas! Tu cuerpo perfecto no lo merece. Son demasiado abruptos los lugares que estamos atravesando, hermosa Dafne. Te ruego que no corras tan de prisa. Yo te prometo que también te seguiré más despacio.
Pero ella no bajó el ritmo ni le respondió. Apolo no se sintió desanimado y continuó con su discurso:
—¡No sabes de quién huyes, Dafne! No soy ni un cazador rudo ni un pastor ignorante. Zeus es mi padre y me honran como a su señor en Delfos, Claros, Ténedos y el reino de Pátara. Yo revelo lo que ha sido y lo que será. Yo hago que armonicen los versos y la música. Yo he inventado la medicina y me llaman «sanador». Sin embargo, aunque mis flechas son certeras, otra más poderosa se ha hundido en mi pecho y ni siquiera mis medicinas pueden luchar contra ella. ¡Ay de mí! ¡No existen hierbas que puedan curar el amor!
Apolo deseaba continuar hablando, pero Dafne, lejos de sentirse convencida, aceleró el paso. El dios contuvo la respiración al ver cómo el viento desnudaba sus miembros y sus ropas temblaban agitadas por el esfuerzo. La propia huida aumentaba la belleza y la sensualidad de la mujer.
Así que el dios olvidó sus monólogos y comenzó a correr de verdad, igual que un perro cazador avanzaría tras su presa, mientras ella se apresuraba en pos de su salvación. Atrás quedaban los halagos y las súplicas. Como el sabueso a punto de atrapar a su víctima, Apolo esperaba alcanzarla al cabo de un momento, y ya la rozaba con los dedos y dejaba que ella sintiese su respiración en el cuello. Mientras, Dafne, al saberse superada, corría más rauda usando sus últimas energías. A él lo impulsaba la esperanza, a ella, el miedo.
No obstante, el más veloz era el perseguidor y no daba tregua. La ninfa palideció ya sin fuerzas y, vencida por el cansancio de la veloz fuga, hizo un último esfuerzo al ver las aguas del río Peneo y gritó:
—¡Ayúdame, padre! ¡Si los ríos tenéis algún poder, transfórmame y haz que desaparezca para siempre la figura por la que he sido demasiado amada!
Apenas había terminado su ruego cuando la pesadez y la torpeza invadieron sus miembros, una fina corteza recubrió su pecho blanquísimo, sus cabellos comenzaron a convertirse en hojas y sus brazos en ramas. Sus pies, antes tan veloces, se anclaron en el suelo con poderosas raíces. Dafne se había transformado en un árbol.
Apolo se detuvo horrorizado. Sin embargo, aun así la amaba. Posando su mano sobre el tronco, sintió palpitar el corazón de Dafne bajo la nueva corteza y no pudo evitar abrazar el árbol como si fuera el cuerpo amado. Y besó la madera y, aunque parezca imposible, el leño intentó rehuirlo.
Entonces, Apolo dijo:
—Ya que no puedes ser mi esposa, serás mi árbol. Siempre te llevaré conmigo. En mi cabello, en mi cítara, en mi carcaj... E, igual que mi cabeza conserva siempre joven su larga cabellera, tú llevarás el perenne adorno de tus hojas.
Así Apolo puso fin a sus palabras, y el laurel movió todas sus ramas acabadas de nacer como si celebrara el honor que se le concedía.