En la calma de una agradable noche de verano, bajo una luna llena que parecía una moneda de luz flotando en el espacio, un sapo y una rana conversaban junto a la laguna donde vivían.
—¿Has visto cuántas y cuántas estrellas? —dijo el sapo, después de haber estado un buen rato mirándolas—. Es imposible contarlas. No sé cómo puede haber tantas.
—Son ascuas de luz que nunca se apagan —dijo la rana.
—¿Y si soplásemos? —bromeó el sapo.
—Aunque apagáramos alguna —dijo ella siguiendo la broma—, no iba a notarse.
Había bastante silencio en los alrededores de la laguna, pero los grillos lo llenaban con sus cítaras. En el agua aún se producían murmullos y remolinos. No todos los peces estaban dormidos, y algunos renacuajos se perseguían entre dos aguas.

La rana y el sapo seguían contemplando el firmamento. Nunca habían estado tanto tiempo con la mirada fija en las estrellas.
—¿Tú crees que alguien nos está viendo desde alguno de esos mundos tan lejanos? —preguntó de pronto el sapo.
—Si miran hacia aquí, no nos ven, como nosotros no los vemos a ellos.
—¿Cómo serán esos seres? —preguntó el sapo, sin quitar ojo del cielo—. ¿Puedes imaginártelos?
—Serán de muchas maneras —razonó la rana—. De tantas como quieras.
—Ya, pero ¿muy distintos a nosotros?
—Me figuro que sí. Pero también tendrán ojos para ver.
—¿Tan grandes y abultados como los nuestros? —se interesó el sapo.
—Igual los tienen más pequeños pero ven mucho mejor.
El sapo le dio la vuelta a aquella respuesta y dijo:
—Si tan buena vista tienen, ¿quién dice que no nos están viendo en este momento?
Los dos se encogieron un poco.
Casi se sentían como si muchísimos ojos desconocidos, lejanos, extraños, estuvieran observándolos des de enormes distancias.
Les vinieron ganas de zambullirse en la laguna para esconderse bajo el agua o de dar un par de saltos para ocultarse entre los juncos de la orilla.
Pero no lo hicieron. Se acercaron más el uno al otro y, muy juntos, aguantaron sin moverse ante la inmensidad de la noche.
Pero la sensación de que miles y miles de ojos los observaban no cesó. Casi notaban en la piel el peso de tantísimas miradas.
Los dos al mismo tiempo, sin ponerse de acuerdo ni decirse nada, saludaron con las patitas superiores, cautivados por el misterio de los espacios oscuros y estrellados.