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MI BARRIO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero.

ANTONIO MACHADO,

«Retrato»

Uno de los pocos espacios vitales que se conservan tal como eran en la Granada de mi infancia, aparte de la Alhambra y de otros edificios emblemáticos, es mi barrio. El Cercado Bajo de Cartuja. Si hago el recuento de los lugares más importantes en los que transcurrieron mis primeros años, además del barrio, el colegio y el primer trabajo, todo ha desaparecido o se ha transformado sustancialmente. Excepto mi placeta. Claro que el progreso del país en las décadas de los fondos Feder la ha pintado con el lustre que da la subida de la renta per cápita y le ha permitido un lavado de cara. La democracia municipal hizo brotar más árboles y pequeños jardines donde solo había polvo y aridez. Cambiaron tierra por asfalto y ordenaron el espacio para que aparcaran los coches.

A la altura de mis ojos de niño, los edificios de tres pisos parecían mucho más elevados de lo que hoy los veo. En los bloques en forma de U, las imágenes de Franco y José Antonio, separadas por el yugo y las flechas estampadas en la pared, vigilaban, desvaídas por el tiempo y sus inclemencias, los pasos cotidianos del vecindario. Al Cercado se llega por la antigua carretera de Murcia. Aquella carretera era una suerte de río, un soplo de lo inesperado que rompía la monotonía cotidiana, por el que vi desde el desfile de la «serpiente multicolor» de la Vuelta Ciclista de España hasta el raudo paso del Generalísimo Franco y su comitiva de motos cromadas y negros coches en gira por las tierras de España. Por ahí llegaban los escasos, y exhaustos, turistas que por entonces visitaban la ciudad procedentes del Levante. Venían a conocer la Alhambra y las maravillas orientales que los viajeros románticos habían cantado en sus celebrados libros de viajes. Para nosotros, niños ignorantes de la fama planetaria de nuestra ciudad, todo coche que asomaba por la Cuesta de los Cerdos con matrícula extranjera era francés y le caíamos encima al grito de «¡Alhambra, Albaicín!», con la mano extendida pidiendo la propina por nuestra valiosa información. Igual que hoy hacen los niños del Magreb.

Mi barrio era la última frontera de la ciudad con el campo y estaba poblado en su mayor parte por familias numerosas. Sin ir más lejos, debajo de nuestro piso, en casa de mi amigo Lolo, eran quince, contando a sus padres. Gentes de todas las profesiones, mayoritariamente obreros de la construcción, mecánicos, dependientes, funcionarios, oficinistas, ebanistas, carpinteros y algún empleado de banca.

Los servicios de los que disponíamos sin tener que bajar al mercado del centro se limitaban a una bodega y un par de tiendas de ultramarinos, donde encontrabas casi de todo, y una modesta peluquería de señoras. Nosotros teníamos cuenta, es decir, que nos fiaban, en la tienda de Carmela. Ahí hacía mis habituales mandados, y alguna vez ayudé a Manolo, el dueño, a descargar sacos de patatas o bidones de aceite, cuando me hice mayorcillo, a cambio de una propina. Carmela y Manolo tenían una hija llamada María Cristina, y no sé cómo mis hermanas se enteraron de que me gustaba. Las muy pesadas se reían de mí cantando un bayón muy popular que decía: «María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo, le sigo la corriente, porque no quiero que diga la gente, que María Cristina me quiere gobernar». María Cristina acabó casada con Ramiro, un prometedor futbolista del filial del Granada C. F. que, después de una serie de lesiones, volvió a trabajar al taller de chapa y pintura de su padre, hasta que lo heredó. Otro de los sitios donde me refugiaba, de vez en cuando, era la carpintería de Pepe Avilés. Me fascinaba verlo meter el escoplo en un trozo de madera que giraba a gran velocidad en el torno, y sacar la pata de una mesa camilla como por arte de magia. También teníamos un cine de verano, el cine Maravillas. Ponían películas del Gordo y el Flaco y del Oeste, y españolas de Manolo Morán, Tony Leblanc, los hermanos Ozores y otras populares fuera del circuito de estreno. Luego lo cubrieron y daban cine de sesión continua, pero eso fue cuando ya estaba en Madrid.

Hubo una cantante muy guapa y muy famosa en los años sesenta que nació, o vivió, en mi barrio. Se llama Gelu, empezó muy joven y se retiró demasiado pronto. Antes de que sus discos sonaran y triunfaran en las radios de toda España con canciones como «Los gitanos» o «Siempre es domingo», estuvo haciendo galas por los pueblos de la provincia. Algunas noches, en las que me desvelaba el calor, desde mi ventana la veía llegar en un coche negro con matrícula PMM, o sea, del Parque Móvil. Su padre trabajaba en la Policía Armada y decían que hacía de representante. Con sus increíbles ojos verdes, un estilo vocal «a la italiana» y un gritito con el que cerraba las frases de sus primeras canciones, se convirtió en la primera chica yeyé nacional. Para mí fue un acicate, y ver sus discos en las tiendas, una señal que me decía que yo también podía. Se retiró cuando yo empezaba a vender discos en serio. Se casó con un cantante que, en vez de hacer un dúo, la retiró del oficio. Durante un corto tiempo hizo discos con mi amigo Tito Mora, pero a su padre, representante y policía, no le gustaba. Demasiado obstáculo para Tito, que quedó hecho polvo.

La carretera estaba tan poco transitada en los años de escasez que muchas tardes nos permitía, con escaso peligro según nuestras luces, cabalgar en unos rudimentarios ingenios, construidos con tres cojinetes atornillados a una tabla con manillar. Nos tirábamos cuesta abajo sentados sobre la tabla y, si aparecía un coche o un camión cargado de remolacha o de caña de azúcar, los productos estrella del campo granadino, sacábamos el pie y frenábamos con la suela. Nunca tuve un patinete propio. Montaba en el de un vecino de escalera conocido por el mote de Bene chico. Su padre, el Bene, era mutilado, había perdido una pierna en la guerra y se dedicaba a arreglar los instrumentos de la banda de música de Infantería. Tenía el taller en el recibidor del piso, y siempre estaba desabollando trompetas, ajustando llaves de saxofones, soldando y limando piezas rotas, rodeado de cajas y bombos desconchados. Me pasaba muchas tardes, cuando el frío o la lluvia nos impedían salir, viendo cómo se fundía el estaño, recogiendo con un imán brillantes virutas metálicas o intentando sacarles sonido a las boquillas que tenía el maestro para probar los instrumentos que pasaban por su enfermería.

El Bene chico consiguió que su padre le hiciera el patinete más chulo de la placeta y me dejaba montarlo a cambio de cierto trato. Resulta que el lutier de trompetas de vez en cuando cogía unas trompas monumentales. Como no podía mantenerse de pie con sus muletas, allá íbamos su hijo y yo, ese era el trato, con un carro de ruedas de goma donde se echaba, apoyado en una barandilla que le impedía caer. Nuestro hombre tenía muy mala bebida y peor boca. Subíamos la cuesta arrastrando el carro desde el que el adorador de Baco, como un tribuno móvil, le mentaba la madre a medio barrio. Por entonces no estaba mal visto emborracharse, pero en una época en la que todo el mundo guardaba sus miserias en casa, aquel espectáculo hundía en la vergüenza al primer amigo de mi vida.

El barrio de Cartuja, al que pertenece mi placeta, está a la espalda de la fábrica de cervezas Alhambra, de fama nacional. El olor a lúpulo y cebada tostada me acompañó durante años como el aroma identificativo de mi infancia. Una de las ventajas de ser vecino de la fábrica, que le daba trabajo a mucha gente del barrio, era que podías pedir chapas sin usar. Así, planas, sin la hendidura que se les queda al abrirlas, les sacabas el corcho, las forrabas con una tela muy fina, les pegabas el cromo con la cara de los jugadores de tu equipo con un poco de engrudo, pedías un botón y ¡a jugar! En el suelo del portal de mi casa me hice del Real Madrid.

Fue por casualidad. Uno de los hermanos mayores de un vecino, creo que de Paco Urbano, que era mecánico y había emigrado a Barcelona para trabajar en la Seat, le mandó los cromos del Barcelona, cuyas estrellas eran Ramallets y el húngaro Ladislao Kubala. Para poder jugar con él, me agencié los del Real Madrid. Un soberbio Alfredo Di Stéfano se deslizaba por las pulidas losetas de mi portal, para, con un golpe magistral, darle al botón y colarlo en la meta del gran Ramallets. Desde esas largas tardes de verano, pegado a un fresco suelo de humildes baldosas, he seguido las hazañas del Real. Primero en el No-Do y más tarde siguiéndolo in person por algunos de los mejores estadios de Europa. A aquellos jugadores, a los que yo aprendí a amar en los cromos infantiles, tuve la suerte de demostrarles mi admiración y el honor de compartir su amistad y un balón en pachangas inolvidables, durante algunos de los mejores años de mi vida. Ni en el más desaforado de mis sueños habría tenido la osadía de verme jugando al fútbol con Santamaría, Puskas, Marquitos, los hermanos Atienza, Mateos, Pérez Payá, Rial y, sobre todo, con mi ídolo indesbancable, la Saeta Rubia, don Alfredo Di Stéfano. No se me olvidará contar con más detalle la peripecia gloriosa que me llevó de las chapas a la Ciudad Deportiva del Real Madrid.

En los días de mi infancia llovía constantemente. En las tardes frías, desapacibles y sobrecogedoras de mis inviernos granadinos era muy difícil que nos dejaran bajar a jugar a la placeta, entonces sucia, solitaria y sombría, iluminada por bombillas de cincuenta vatios. Sentado en la mesa camilla, al calor del brasero, hacía los deberes intentando no rascarme los temibles y odiosos sabañones, mientras la radio transmitía Ama Rosa. Los seriales que llenaban el ambiente de dramas en blanco y negro tenían enganchada a la España femenina, la que trabajaba en casa (toda), en sus labores, como mis hermanas, bordando mantillas o haciéndose el ajuar. Yo escuchaba, enmarcado en músicas sobrecogedoras, el exótico nombre de Rafael Trabucchelli, quien, cosas de la vida, años después produciría el éxito más internacional de mi carrera.

El invierno clausuraba todo tipo de diversión. El frío, la lluvia, la escarcha, las nevadas, los pantalones cortos, los sabañones..., todo se volvía en contra nuestra. En la gélida Granada, el barrio se encogía como una mimosa al ser acariciada y al anochecer la ciudad parecía abandonada. Las casas no tenían calefacción y, tan pronto te levantabas del brasero, un frío siberiano se te metía en los huesos.

Sin embargo, en las noches de los largos y cálidos veranos de entonces, mi placeta se llenaba de sillas y se convertía en el punto de encuentro y celebración de unos vecinos generalmente bien avenidos. Se sentaban al fresco y contaban historias que los niños escuchábamos embobados, bajo la luz añil de la luna llena. El olor a jazmín, romero, hierbabuena, albahaca, geranios, cultivados en los jardines de las casas unifamiliares que rodeaban nuestros bloques, se esparcía por el aire como un regalo de la madre naturaleza. El despertar a la sensualidad, esa sensación desconocida que se te metía como un puño en el estómago y te pintaba la cara de rojo con solo rozar la mano de una niña que unos meses antes no era más que un incordio, hizo de aquellas noches las primeras en que aprecié eso que los mayores llamaban vida. El verano traía el regalo de estar todo el día en la calle y, en vacaciones, parte de la noche. Lo que más nos gustaba era jugar al escondite. La excitación de esconderte con la chica de tus recién estrenados sueños —la mía se llamaba Pepita, la de doña Águeda—, con el trote del corazón tan en la boca que te impedía tragar la saliva producida por ese deseo todavía desconocido, mientras escuchabas la cuenta que iniciaba la búsqueda de los escondidos y cruzabas los dedos para que tardaran en encontrarte y así esa sensación turbadora —de la que nadie, ni ella, sabía nada, porque no sabías cómo expresarlo— se alargara para siempre. Esas noches de verano, cuando estaba estrenando los sentidos que me definirían como hombre, mucho antes de estrenar mi primer pantalón largo de tergal, compensaron con creces los duros y solitarios inviernos.

Hasta que me puse a trabajar, esa placeta fue el lugar central de mi existencia y la primera referencia de mi pequeña popularidad local, que llegó de la mano del locutor Juan María Mansera, de Radio Granada, cuando gané el concurso Cenicienta 1960.

Aún recuerdo Granada
en la bruma de mi niñez.
Yo era Boabdil
jugando a perder...

MIGUEL RÍOS,
«Boabdil el Chico (se va al norte)»