En el curso de mi vida he conocido, en el área de la Europa occidental, cinco formas de cocido, todas prácticamente iguales pero de una matización tan acusada que no resisten la comparación. El hervido mayor de nuestro país, el plato más tradicional, arcaico y habitual que puede presentar, es la carn d’olla. En la actualidad esta afirmación quizá no sea del todo exacta. En cualquier caso, yo lo he comido desde la infancia, y por tanto he sido criado en la cocina tradicional. Por aquel entonces, la escudella i carn d’olla se comía seis días a la semana y el domingo se reposaba con el arroz dominical.
Con la carn d’olla ha ocurrido estos últimos años una cosa fantástica. Antes de la última guerra civil fue el plato accesible por definición, hasta el punto de que lo comió toda la población del país, con ese sentido del ahorro y del equilibrio social que siempre nos ha caracterizado. Después de la guerra se convirtió en una de las combinaciones culinarias más difíciles de hacer –en igualdad de condiciones, se entiende– y en gran medida tuvo que ser abandonada o reducida a tan poca cosa, a una mezcla tan precaria, que hoy, cuando se oye contar con detalle los cocidos que comieron el general Savalls y su Estado Mayor en alguna masía de Collsacabra en la época de la segunda guerra carlista, se queda uno viendo visiones y totalmente desarmado. Sí. Ha habido muchos cambios. Aunque a veces, a juzgar por el ruido de los motores de explosión, parece que progresamos mucho, en otros momentos parece que retrocedemos de una manera clara.
He esperado durante muchos años que los economistas dijesen algo sobre el extraño fenómeno que se ha manifestado en la alimentación, pero los economistas, por ahora, no han dicho nada claro. Lo que la experiencia, en una situación como ésta, parece demostrar es que la vida de los pobres es cada día más cara y la de los ricos –siempre en el terreno de la relatividad, por supuesto–, cada día más barata.
No me parece necesario describir el cocido catalán. El lector sabe perfectamente de qué se trata. Es un plato cuya difusión había sido tan vasta que ha perdido totalmente la solemnidad. Nuestro puchero contiene, sin embargo, un elemento de originalidad que no se encuentra en el resto de cocidos: la pilota. La pilota lleva una serie de ingredientes picados y luego consolidados de manera real pero ligeramente fláccida. La pilota no tiene forma de pelota, quiero decir que no es redonda sino que tiene más bien una forma tubular alargada. La pilota gusta a la ciudadanía; es un elemento que da facilidades al diente, cosa que siempre se valora. En nuestra escudella echamos un poco de todo sin que nada predomine demasiado. En el cocido castellano, por ejemplo, ponen muchos garbanzos, la presencia de garbanzos es considerable; en nuestro cocido, sin embargo, su número no es excesivo, sino equilibrado. Cada país aprovecha lo que tiene para realzarlo. Quienes vengan en busca del célebre seny catalán no harán el viaje en vano si se acercan a nuestra cocina, que es el lugar donde esta inclinación se ha impuesto de manera más visible. «En la cocina –solía decir mi madre–, se ha de poner de todo... ¡Pero poco!»
El resto es bastante similar: la gallina, los menudillos del pollo –el hígado y la molleja–, la ternera, el tocino –que nunca ha de ser rancio–, las patatas, la col, las zanahorias, los garbanzos, cuatro judías secas y, evidentemente, la butifarra negra o blanca, porque éste es el país ideal de las butifarras. Todo junto constituye un pequeño mundo muy apreciable. Ahora bien, cuando comparamos los cocidos que se comen hoy con los que se sirvieron en las grandes masías del siglo pasado, especializadas en la posesión de tantos cerdos en salazón o por matar, con las orejas, rabos, los morros, pies y carnes magras correspondientes, podemos hacernos un poco a la idea de cómo se ha ido adelgazando todo.
El potaufeu francés, aparte de las diferencias que proponen las legumbres del país vecino, aporta como novedad la presencia del buey en el plato. Nosotros tenemos una cocina sin buey, carencia de la que se resiente el cocido de una manera muy acusada. Formamos parte de un mundo de almas pálidas, más dadas a cantar que a razonar, y de cuerpos o muy gordos o demasiado escuálidos, sin que esto signifique la inexistencia de mujeres de gran belleza. Nos falta el buey –el clima, la lluvia, los prados– para llegar a obtener el punto de corpulencia deseado. Si tuviésemos el clima apropiado a la alimentación normal del ser humano, acaso seríamos más plácidos, más comprensivos y más tolerantes. Pasamos con mucha facilidad de la sempiterna indiferencia al desenfreno momentáneo. Estamos demasiado dominados por los nervios, por la impresionabilidad a menudo gratuita, por la angustia que nace del vacío del estómago cuando se ha comido de manera extravagante. Treinta días más de lluvia al año y el país sería mucho más agradable.
La potée flamande, el cuarto hervido a que hacía referencia, tiende a una simplificación mucho más visible y acusada: el buey, la ternera, nada de animales de corral y las legumbres del norte, que seguramente no son tan importantes como las de los países soleados y menos abundantes que en Francia, pero fácilmente importables. Todo esto conforma un plato sobresaliente que se suele acompañar de mostaza y regar, naturalmente, con cerveza, pues el vino, además de muy caro, no goza de una aceptación generalizada en los gustos del paladar y del corazón humano. De hecho, la potée flamande constituye en el norte de Europa la forma básica del cocido en aquellas hiperboreidades.
Huelga decir que se hace cocido en todos los países del mundo occidental. Existe incluso en Italia, donde la pasta –los spaghetti en sus variadas formas– es el gran primer plato. El bollito italiano se presenta muy al norte, en las faldas alpinas, y consiste sobre todo en carne hervida de manera admirable. El puchero hace verdaderas filigranas: comed una gallina entera y gorda hervida, bien hervida, y ya me daréis alguna noticia, si os complace, claro.
Del puchero de nuestro país y de todos los cocidos en general he hablado con médicos eminentes y me he hallado ante una inusual unanimidad: la ciencia médica es más bien refractaria al cocido, no solamente en su forma sólida, sino al caldo mismo. Los facultativos creen que desde el punto de vista nutritivo el caldo es un engañabobos. Sostienen que el arrasamiento y la devastación de los alimentos a través de la ebullición los desbarata, despojándolos de toda sustancia. No deja de ser curioso que un plato tan viejo y tan arraigado, que ha servido durante tantos siglos para alimentar a la gente, sea considerado insustancial y escasamente apreciable por la expresión más actual de la ciencia médica.
Cuando estuve en Madrid por primera vez, en 1920, me acercaba a veces al Senado, que era entonces la Alta Cámara de la monarquía constitucional. Era una institución muy atildada, llena de personajes impresionantes: obispos, arzobispos, generales, condes, duques, barones, marqueses, grandes propietarios, banqueros, financieros, ex embajadores, altos funcionarios, etc., y los senadores electos que en definitiva eran, por discreción, los más adaptados al tono general de la casa. Todos tenían una elevadísima categoría; la mayoría era gente de venerable ancianidad, algunos eran muy conocidos, muchos creían que el recuerdo histórico que quedaría de ellos sería indeleble, y todos, que el vacío que dejarían con su marcha no lo podría llenar nadie por muchos años que pasasen. Era un establecimiento callado, discreto, de absoluta respetabilidad, muy envarado, aunque en ocasiones se produjesen allí piezas oratorias más bien saladas y poco convencionales. Casi todos lucían barba, unas barbas bien cuidadas pero que les hacían representar más años de los que seguramente tenían. Algunos eran achacosos, otros mostraban buena presencia y acudían allí enjoyados, muchos llevaban bastones magníficos; el sombrero de la casa era el sombrero de copa alta. Lo que solían decir era inefable.
En un momento determinado, hacia el final de la tarde, aquellos señores, que casi todos eran amigos, se hacían una señal, se ponían el sombrero de copa, salían del hemiciclo de dos en dos y uno decía al otro:
–Sí, vamos a tomar una taza de caldo.
Iban a tomar una taza de caldo con lunas –esas lunas de la grasa de las gallinas–, porque el caldo del Senado tenía reputación de ser el mejor que se hacía en España y uno de los más respetables que se podían obtener en cualquier parte del mundo. El caldo de los mejores restaurantes del país, de Madrid o de Barcelona, era tenido en bien poco si se comparaba con el del Senado. Era éste un dogma de la casa, un dogma real e incuestionable. Aquellos señores tomaban su caldo muy poco a poco, con el borde de los labios, y lo degustaban con gran interés. A tales horas el estómago de aquellos señores estaba agrio, triste y crepuscular, y la presencia del líquido los entonaba. El caldo presentaba unas lunas amarillentas, grandes, redondas y flotantes. Nunca más he visto, en ninguna otra parte, unas lunas comparables. Cuando la taza se había agotado, los senadores volvían al salón de sesiones, ocupaban su escaño personal y parecían escuchar con interés un discurso considerable, o iban a la reunión de una comisión, o prestaban la debida atención a la lectura de un documento largo, difuso y seguramente aproximado. Aquellas tazas de caldo tenían la virtud de resucitar un poco cada día a aquellos venerables padres de la patria, de salud tan delicada.
La ciencia médica moderna ha destruido, por lo que veo, la teoría del cocido. Si quieren crecer, las criaturas han de comer platos de arroz hervido y buenos trozos de carne a la brasa. Los adultos tendrían que hacer lo mismo, sería lo más conveniente y eficaz. La poule au pot, el célebre caldo de gallina tan exaltado por Enrique IV de Francia, es un brebaje, según los facultativos, insustancial y melancólico. El cocido propiamente dicho carece de realidad auténtica, es un plato devastado. Todo en él tiene el mismo gusto, el mismo gusto insustancial. Yo siempre he creído en la verdad científica, en el supuesto de que la medicina sea una ciencia, que no lo es. Por otro lado, las señoras no tienen tiempo de cocinar, están atareadas, no están para estas cosas... Pues sí, cuando pienso en los cocidos que se comían en las grandes masías de Collsacabra, en la época del general Savalls, unos pucheros en los que abundaban los productos del cerdo, quedo deslumbrado.