La ciencia forense es una disciplina relativamente reciente. Por ejemplo, la genética forense tiene poco más de veinte años, el primer laboratorio de balística en España es de 1975 y el estudio de las huellas dactilares comenzó hace unos cien años. Por tanto, la ciencia forense, como tal, y entendida como la aplicación del método científico para resolver delitos o causas legales es muy joven, lo que no quiere decir que desde antiguo no se utilizaran diferentes métodos, más o menos efectivos, para tratar de determinar la culpabilidad o la inocencia de alguien sospechoso de haber cometido un delito.
Uno de los primeros antecedentes históricos de la ciencia forense se encuentra en China y en el trabajo de Tie Yen Chen en el siglo VII de nuestra era, durante el reinado de la dinastía Tang. En una aldea sucede un crimen y un hombre aparece degollado. El investigador hizo que se reunieran todos los sospechosos a mediodía en la plaza del pueblo con sus hoces. Las moscas se sintieron atraídas por el olor a sangre y se posaron en el apero que tenía restos, sirviendo esta estrategia para señalar al culpable. Así que, antes de Grissom, en China ya había entomólogos forenses. En el siglo XIII un manuscrito chino explicaba cómo distinguir un ahogamiento de un estrangulamiento. En el código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (siglo XIII), se impone al juez el deber de reconocer la naturaleza y forma de realización de algunos delitos,1 y el Reglamento Provisional (siglo XIX), en su artículo 51, ordenaba «asegurar los efectos del delito cuando hubiere huellas del mismo», lo que supone un claro antecedente del procedimiento que se sigue hoy en día en la investigación de un crimen. Y en el siglo XVI en Valencia había una figura llamada el desospitador que se encargaba de toda la medicina relacionada con asuntos de justicia.2 En 1643, en la obra del juez Antonio María Cospi titulada El juez criminalista, se señala ya la conveniencia de presentarse el juez en el lugar del suceso, así como de que se le «tomare inmediata declaración a los testigos y sospechosos». No obstante, hablamos de figuras aisladas, salvo excepciones, no de algo que tuviera continuidad. La ciencia forense no llega a las universidades europeas hasta el siglo XVII y siempre como materia subsidiaria de otras. El primer catedrático de Ciencia Forense fue el neoyorquino James S. Stringham, nombrado en 1813.
La realidad es que durante mucho tiempo, cuando la gente iba a juicio, la investigación sobre asesinatos se basaba únicamente en la declaración de testigos o se invocaba a poderes sobrenaturales. En la Edad Media eran frecuentes las ordalías o juicios de Dios, en las que la acusada de brujería o de otros delitos era tirada al río atada. Si flotaba, era bruja y se la quemaba; si se hundía, era inocente. El problema era que muchos inocentes se ahogaban. Esto se «humanizó» en el siglo IX gracias al obispo Hincmaro de Reims, que propuso atar a los reos con una cuerda para poder tirar y sacarlos más rápido cuando el tribunal estimara que eran inocentes. Peculiar sistema. Otras ordalías se hacían con hierros candentes (si la quemadura cicatrizaba inmediatamente, Dios decía así que eras inocente) u otros métodos similares. En muchos puentes de Europa Central todavía hay una especie de garita o capillita en mitad de ellos: era el punto desde donde arrojaban a las brujas. El libro Malleus maleficarum o Martillo de brujas, escrito por los monjes inquisidores dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger en 1486, recoge esta metodología, además de otros métodos de tortura y abusos para descubrir brujas.
Basarse únicamente en testimonios tiene su riesgo. La gente puede mentir, y de hecho lo hace. En la Edad Media, si tenías una vecina molesta o querías quedarte con su casa o con sus tierras a buen precio, siempre podías denunciarla por brujería para con toda probabilidad librarte de ella. Todo sea dicho, a pesar de la fama de la Inquisición española, los procesos por brujería durante el período medieval fueron escasos en España, en comparación con otros países, y en muchos casos se llegó a la absolución, a diferencia de lo que pasaba en el norte y el centro de Europa, donde se ajusticiaba a mujeres con la excusa de la brujería con muchísima alegría hasta el siglo XVII, sobre todo en el ámbito del luteranismo. Recomiendo ver la película Dies irae (Carl Th. Dreyer, 1943) para tener una idea de cómo eran los procesos por brujería. La mala fama de la Inquisición española se debe a que fue el último país en abolirla y a que, aun en el siglo XIX, llegó a ajusticiar a un profesor, Cayetano Ripoll, por sus ideas.
El problema de los testigos sigue vigente en la actualidad. Aunque no necesariamente mienten, también se equivocan. A veces no hay que ver maldad detrás de donde solo existe la facilidad para sugestionarnos y reinterpretar la realidad. Cuando la policía pide ayuda ciudadana en un caso que está atascado, todo el mundo piensa que ha visto algo. Por ejemplo, Andrés Mayordomo Bolta, de Pego, Alicante, salió con su bicicleta el día de Año Nuevo de 1993 y desapareció. Durante los meses que estuvo desaparecido, los testigos lo situaban en toda España, aunque finalmente se encontró su cadáver en una sima donde había caído y fallecido de manera accidental.
En otros casos, los testigos se pueden sugestionar o manipular para hacer que se equivoquen. Otro ejemplo reciente: el caso de Rocío Wanninkhof. Tenemos, por una parte, una menor asesinada, algo que siempre llama la atención de los medios de comunicación. La sospechosa es la expareja de la madre y el supuesto móvil del crimen era el despecho y la venganza. Obviamente la cobertura mediática está asegurada. Si a esto se le añade que el abogado de la madre se pasó por todos los platós y medios de comunicación hablando del caso y diciendo lo mala que era Dolores Vázquez, la principal sospechosa, ya tenemos que la opinión pública ha dictado sentencia antes de que tenga lugar el juicio. Si además este se celebra con jurado popular, cuyos miembros, por supuesto, han visto la tele, oído la radio y leído periódicos, está claro cuál será el veredicto. Vázquez fue declarada culpable porque varios testigos alegaban haber visto un coche del mismo color que el suyo en las inmediaciones del lugar del crimen. Con eso fue suficiente. Con eso y con que habían visto por la tele que la acusada era muy mala y odiaba a la madre de Rocío y por eso mató a la joven. En primera instancia fue condenada, pero la acusación se basaba en unas pruebas tan endebles que el juicio se mandó repetir. Mientras se preparaba el segundo juicio, se procesó una colilla encontrada en el lugar del crimen de Rocío y los restos de ADN pudieron relacionarse con el de un criminal convicto, Tony Alexander King. Por suerte esto pasó en los años noventa del siglo pasado, y no en los setenta u ochenta, cuando no existían las pruebas de ADN. Los analizadores de ADN no ven la tele ni son sugestionables. Lo que sale, sale... y punto. Gracias a eso se pudo solucionar la monumental injusticia que hubiera sido condenar a una inocente como Dolores Vázquez.
¿Mintieron los testigos? No. Simplemente ellos vieron algo y lo interpretaron en función de la información que tenían. En ocasiones un testigo está viendo algo, pero le falta el contexto y lo interpreta de forma equivocada. Muchas películas se basan en esta falsa interpretación de un hecho observado: Doble cuerpo (Brian de Palma, 1984) y La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), por ejemplo, aunque la que a mi juicio mejor refleja esta circunstancia es La conversación (Francis Ford Coppola, 1974). En esta última, Gene Hackman encarna a un detective privado que escucha un fragmento de conversación durante un seguimiento y la trama gira en torno a su interpretación de esas palabras y al contexto real de la conversación.
Una anécdota que ilustra cómo los pequeños detalles pueden alterar la percepción de un hecho es la de El ángelus, de Jean F. Millet (1857-1859). Este cuadro, pieza fundamental del realismo francés, fascinó a Dalí, que le dedicó varias pinturas o incluso un ensayo. En el lienzo se dibuja un ambiente rural en el que dos figuras están, en actitud de recogimiento, rezando el ángelus, una oración que se hace a mediodía y que recuerda cómo el ángel le anunció a María que iba a ser la madre de Dios. A los pies de la pareja hay una cesta con verdura, que parece indicar que han dejado sus labores de recolección para rezar. Realmente la historia es algo diferente. El cuadro representaba a un matrimonio de campesinos que estaba enterrando a su hijo, muerto al nacer. Trasmitía tal tristeza que el artista era incapaz de venderlo, de modo que Millet decidió pintar verdura sobre el cuerpo del bebé, con lo cual la escena cambió por completo de significado y la obra pudo venderse.
Hagamos un experimento sencillo para ver qué fácil es sesgar la percepción: ¿qué ves en el logotipo de Mitsubishi? Posiblemente un logotipo comercial. En realidad son tres diamantes, que es lo que significa Mitsubishi en japonés. ¿Y en el de BMW? ¿Otro logotipo comercial que parece sacado de una plantilla de dibujo lineal? Pues son las aspas de un helicóptero, ya que la compañía empezó fabricando vehículos militares. Y, por último, ¿qué ves en el logotipo de La Caixa? ¿Una flor? ¿Una estrella? ¿Un cuadro de Miró? Representa a un niño metiendo una moneda en una hucha, que los bancos van a lo suyo y no están para las ciencias naturales. La próxima vez que te fijes en alguno de estos logotipos notarás que ya nos los ves igual que antes, sino como diamantes, helicópteros y niños ahorradores. Por tanto, lo que vemos no es la realidad, sino la interpretación que hacemos de ella. Y esto tiene consecuencias reales. En un libro de ciencia forense leí que uno de los problemas en los casos de catástrofes o de atentados con muchas víctimas es la identificación de los cadáveres por parte de las familias. Aun en el caso de que no estén demasiado desfigurados, el shock emocional que supone perder a un ser querido anula la capacidad de pensar correctamente. Explicaba un caso en el que después de un accidente aéreo, al entrar en la sala donde estaban los cuerpos, un matrimonio reconoció a su hijo en el cadáver de una mujer; al señalarles el error, identificaron a otra mujer y, finalmente, a un hombre que tampoco era. Realmente, su hijo había perdido el vuelo y no estaba entre las víctimas. Al consultar esta historia con un forense, me confirmó que los familiares fallan muchísimo en las identificaciones de los cadáveres, debido a los cambios producidos por la muerte (lividez, hinchazón) y a su estado emocional, que no está para análisis profundos.
Otro problema que juega en contra de los testigos es la facilidad que tiene nuestra mente para crear falsos recuerdos. La memoria no es tanto una biblioteca donde archivamos los recuerdos, o las bolas brillantes que salían en Del revés (Pete Docter, 2015), sino algo que construimos nosotros, y como tal, subjetivo y sujeto a cambios y modificaciones basados en nuestra experiencia. Hay un experimento clásico en psicología, hecho por Elizabeth F. Loftus y Jacqueline E. Pickrell,3 en el cual se demuestra que alguien puede recordar un hecho traumático, como perderse en un centro comercial de pequeño, que no sucedió nunca. Un estudio posterior fue más sorprendente:4 se pidió a tres grupos de voluntarios que rellenaran una encuesta sobre su visita a Disneylandia. El primero lo hizo en una habitación con una decoración normal; el segundo, en otra decorada con fotos de Disneylandia; y el último, en una estancia con fotos de Disneylandia y una reproducción a tamaño humano de Bugs Bunny. Entre otras muchas cuestiones, a los encuestados se les preguntaba si durante su estancia en el parque se habían hecho una foto con Bugs Bunny, algo que es absolutamente imposible por cuestión de derechos y propiedad intelectual. Un porcentaje significativo de los grupos que contestaron la encuesta en la sala con Bugs Bunny como decoración contestaron afirmativamente. Así de fácil es crear un falso recuerdo. En mis clases trato de hacer una versión de bolsillo del experimento (si lo cuento aquí ya no podré repetirlo, pero ya se me ocurrirá algo para el curso que viene). Proyecto un collage de diferentes imágenes de Eurodisney o de películas de Disney. Entre ellas, como quien no quiere la cosa, cuelo una imagen de la película Quién engañó a Roger Rabbit (Robert Zemeckis, 1988) en la que comparten pantalla Bugs Bunny y Mickey Mouse. Pido que levanten la mano los que hayan ido a Eurodisney (que son mayoría); luego, que la mantengan levantada los que se hicieron una foto con Mickey Mouse; después, aquellos que se retrataron con Winnie the Pooh y, finalmente, los que se fotografiaron con Bugs Bunny. Siempre hay alguno que mantiene el brazo en alto, aunque pocos. No sirvo para fundar una secta o montar un partido político que engañe a las masas. En el cine esto se ha tratado muchas veces, en películas como Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) o Wonderland (James Cox, 2003), en la que Val Kilmer —cuando todavía hacía papeles de guaperas— interpreta al mítico actor John C. Holmes. Se basan en contar una historia no como pasó realmente, sino a partir del testimonio de sus protagonistas. La gracia es que todos cuentan versiones diferentes. Que John C. Holmes muriera sin ganar un Oscar es una de las mayores injusticias que ha cometido la Academia de Cine estadounidense.
Hay muchos casos reales donde la culpabilidad se determina por un falso recuerdo. El que más trascendencia ha tenido es el de Jennifer Thompson-Cannino, que fue violada por alguien que forzó la puerta de su apartamento. Su testimonio fue determinante para que Ronald Cotton fuera condenado a cadena perpetua y cincuenta años adicionales, hasta que una década después fue exonerado por las pruebas de ADN. Jennifer estaba absolutamente segura de que el hombre que la violó fue el que ella señaló en el juicio, pero, como en el caso de Rocío Wanninkhof, las pruebas genéticas determinaron que el autor de los hechos fue otra persona. Hoy, Jennifer y Ronald dan conferencias sobre lo falibles que son los testimonios y han creado The Innocence Project, una fundación para ayudar a personas acusadas injustamente.5
Por tanto, queda claro que basar el sistema judicial o el veredicto de los juicios en el testimonio de la gente tiene el altísimo riesgo de poder conducir a sentencias injustas, ya sea por mala fe y mentiras deliberadas de los testigos, por confusión o por mala interpretación o incluso por falsos recuerdos. Necesitamos métodos objetivos, es decir, evidencias, datos que no se vean afectados por ningún tipo de subjetividad y que no estén sujetos a condicionantes, de forma que nos permitan determinar sin ningún género de dudas quién hizo qué.
Uno de los motivos de este desarrollo tardío de la ciencia forense es que, en muchos aspectos, la ciencia forense no es tal, sino una mera aplicación de diferentes ramas de la ciencia con un objetivo muy concreto: pillar al autor de un crimen o delito. En la lista de capítulos de este libro verás que hablo de diferentes disciplinas —química, medicina, biología...— aparentemente muy distantes entre sí, de las cuales se aprovecha todo lo que pueda servir a un único objetivo: poner las pruebas delante de un juez para que pueda tomar una decisión más justa. Veamos un buen ejemplo de cómo la ciencia forense se nutre de los diferentes avances en las diferentes ramas de la ciencia: en 1655 Zacarías Jansen inventa el microscopio. En 1920 Philippe Gravelle y Calvin Goddard inventan el microscopio de comparación, una versión del invento original aplicada a la ciencia forense ya que permite, entre otras cosas, ver si dos balas diferentes han sido disparadas por la misma arma comparando las marcas que deja el cañón. No obstante, la aplicación de las técnicas científicas se ha implementado a medida que aparecían problemas.
Uno de las primeras dificultades que tuvieron que resolver los departamentos de policía y los juzgados fue el problema de la identidad. Antes era relativamente sencillo que un delincuente escapara, se instalara en otro pueblo, cambiase su aspecto y se hiciera con una nueva identidad o tratase de suplantar la identidad de otra persona. La película francesa El retorno de Martin Guerre (Daniel Vigne, 1982) se basa en la historia real de un habitante de un pueblo que huye al ser acusado de un robo. Al cabo de ocho años, regresa —interpretado por Gérard Depardieu— para heredar sus bienes y volver con su esposa, con la que tiene dos hijos más. No obstante, varios años después reaparece el verdadero Martin Guerre. Después de un juicio, se demuestra que el impostor era Arnaude Du Thil, alias Pansette. La película es interesante porque recrea cómo era un juicio en la Francia del siglo XVI, aunque adolece de algún fallo de documentación bestial, como que uno de los personajes diga «este vino mata los microbios» tres siglos antes de que el también francés Charles-Emmanuel Sédillot acuñara el término en 1878. Hay una versión estadounidense, Sommersby (Jon Amiel, 1993), con Richard Gere y Jodie Foster.
Una de las ventajas de los sistemas de identificación y de las bases de datos es que ayudan a la captura de los criminales errantes. Algunos de los peores asesinos en serie han sido gente sin domicilio ni trabajo fijo y con gran movilidad geográfica, por lo que no siempre ha sido fácil relacionar crímenes cometidos en lugares muy alejados. En España los criminales errantes recientes más famosos han sido Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, y Francisco García Escalero, conocido como el Matamendigos. Aunque para movilidad la de Francisco Javier Arce Montes, un gijonés que cometió violaciones y asesinatos en España, Francia, Alemania y Estados Unidos entre 1974 y 1997. Actualmente, cumple condena por la violación y el asesinato de la joven de trece años Caroline Dickinson, que tuvieron lugar cuando esta dormía en un albergue de juventud en la Bretaña francesa. En su momento, Arce no fue apresado ya que la policía detuvo a un mendigo que, después de un interrogatorio suficientemente intenso, confesó el crimen. No obstante, ocho años después, un agente de aduanas de Estados Unidos detectó muchas similitudes con un asalto producido en un albergue de juventud en Miami y vio la fotografía de Arce en una lista de sospechosos, lo que dio la pista definitiva para su detención y extradición.
Para solucionar el problema de la identidad, nada mejor que la ciencia. Disponemos, por ejemplo, de una tecnología diseñada con otro fin que ha sido aplicada a la ciencia forense: la fotografía. El primer caso documentado de aplicación judicial de la fotografía del que se tiene referencia sucedió en 1854, en Suiza. Gracias a un daguerrotipo, se pudo identificar al autor de numerosos robos en iglesias. Con esta herramienta en la mano, Thomas Byrne publicó en 1886 el Primer catálogo de fotos de rufianes para reconocer al delincuente en caso de atraco. En internet es relativamente fácil encontrar imágenes antiguas de detenidos o de ruedas de reconocimiento, denominadas mugshot en inglés y, en castellano, «ficha policial», en las que a mano, encima de la imagen, se anotaban diferentes características como peso, altura, edad o alguna marca de nacimiento o tatuaje.
En España se inauguró en 1895 el primer Gabinete Antropométrico y Fotográfico dependiente del Gobierno Civil de Barcelona. Ese fue el germen del posterior Servicio de Identificación Judicial.6 La primera fotografía de ficha policial se tomó en España el 21 de diciembre de 1912.
Y la fotografía, con infinidad de aplicaciones y utilidades tanto en la ciencia como sociales, ha tenido usos específicos en la investigación criminal, más allá de la identificación y catalogación de sospechosos. Obviamente, una fotografía de alguien mientras comete el delito es una prueba que, descartando retoques y manipulaciones, puede considerarse definitiva. No obstante, el uso de la fotografía puede ser más singular. En 1932 el médico escocés de origen pakistaní Buck Ruxton denunció la desaparición de su mujer y de su doncella, alegando que habían discutido, se habían ido de casa y no habían vuelto. A los pocos días, en una zona distante se encuentran dos cadáveres de mujer descuartizados, de los que se habían eliminado la nariz, los labios, las orejas y las yemas de los dedos, que en aquella época, antes del advenimiento del ADN, eran la única forma de identificar un cadáver. El criminal había planificado la forma de impedir la identificación, pero había caído en el detalle más tonto. Había envuelto los trozos de cuerpo en papel de periódico, pero, en lugar de utilizar el popular The Times, había utilizado un diario local de muy escasa distribución, lo que permitió a los investigadores relacionar los dos cuerpos con el pueblo de donde habían desaparecido ambas mujeres. Todas las sospechas recayeron en Buck, pero él, por supuesto, alegaba que aquellos dos cuerpos no tenían por qué ser el de su mujer y el de la doncella. Por tanto, sin una identificación concluyente, era complicado procesar al sospechoso. La policía cogió una fotografía del cráneo y la superpuso a otra de la desaparecida para comprobar que encajaban, lo que fue admitido como prueba de cargo. Con la evidencia delante, Ruxton confesó que había matado a su esposa por un ataque de celos y que la doncella lo pilló en un mal momento, por lo que acabó con ella también para que no le delatara. Viendo las fotos originales, está claro que el canon de belleza ha cambiado. Actualmente la superposición del cráneo con fotografías del desaparecido para ver si encajan es una técnica de identificación de cadáveres, sobre todo cuando no hay disponibles otras técnicas como el ADN. Los británicos, que son muy dados al coleccionismo y a los hechos históricos, guardan en el cuartel de policía de Hutton (Lancashire, Reino Unido) la bañera en que Buck Ruxton descuartizó a las dos mujeres, como recuerda una placa conmemorativa.
Los catálogos de fotografías pueden ser una ayuda, pero el aspecto exterior es fácil de modificar. Uno de los primeros en tratar de abordar esta problemática fue el francés Alphonse Bertillon, quien creó un método propio basado en una serie de medidas antropométricas que se suponía podían identificar a cualquier persona aunque esta cambiase su aspecto con cicatrices, tatuajes, tintes o cortes de pelo. El propio Bertillon calculó que la probabilidad de que dos personas diferentes tuvieran las mismas medidas era de 1 entre 4.194.304. En 1883 se identificó al primer delincuente utilizando este método y, cinco años después, se creó en Francia un Departamento de Identidad Judicial dedicado a hacer fichas de delincuentes mediante el procedimiento de Bertillon. El sistema, denominado bertillonage, estuvo en uso durante bastante tiempo y fue implantado en diferentes países. Simplemente consistía en hacer fichas de la persona, detallando una serie de medidas establecidas como el diámetro de la cabeza, la altura o la longitud del antebrazo. El método tenía el inconveniente de que la redacción de la ficha era larga y tediosa por el gran número de medidas necesarias, generalmente trece, pero estas variaban de un país a otro y, sobre todo, no siempre se hacían de la misma manera ni se utilizaban los mismos criterios a la hora de emplear la cinta métrica o el pie de rey, lo que implicaba que existieran numerosos errores y falsos negativos. De hecho, se dieron varios casos de diferentes personas con las mismas medidas, lo que ocasionó el rápido descrédito del método. No obstante, Bertillon dedicó toda su vida al tema de la identidad judicial y fue quien estableció las bases de cómo deben tomarse las fotos para las fichas policiales, basándose en el trabajo anterior del doctor Oidtmann, experto en antropología, que en 1872 propuso tomar las fotografías de frente y de perfil, la imagen arquetípica que tenemos de un detenido. Bertillon propuso un sistema para unificar los criterios a la hora de hacerlas e incluyó el segundo perfil. ¿Habéis visto en CSI que, cuando fotografían el lugar del crimen, utilizan una especie de regla? Esto permite tener una referencia del tamaño del objeto y fue un invento de Bertillon, que lo llamó «fotografía métrica».
Pero Bertillon, preocupado toda su vida por el problema de la identificación, no supo ver el potencial de una metodología nueva que venía a resolver el problema. Tuvo la solución en la punta de los dedos y la despreció públicamente, entre otras cosas porque uno de sus creadores había criticado su sistema antropométrico. A Bertillon le pasó como al del chiste, que se encuentra un Rolex de oro y lo deja en el suelo porque había ido a coger setas. El sistema que, literalmente, tuvo en la punta de los dedos eran las huellas dactilares.
Las puntas de los dedos dejan huellas debidas al sudor aceitoso producido por unas minúsculas glándulas y a que no son lisas, sino que tienen un relieve formado por las llamadas crestas papilares. Estas huellas son propias de cada persona, e incluso diferentes entre dos gemelos idénticos. El primero que comprendió la utilidad de las huellas dactilares fue un juez británico que ejercía en la India, William J. Herschel, nieto del famoso astrónomo que descubrió el planeta Urano. Uno de los problemas con que se encontraba en los contratos oficiales era que mucha gente alegaba que la firma no era suya, por lo que Herschel ideó que se utilizara la impresión de los dedos o de la palma de la mano en los documentos para que no pudiera alegarse la falsificación de la firma. En 1858 el contratista de obras Rajyadhar Konai tuvo el honor de ser el primero al que se le solicitó una impresión dactilar para firmar un contrato.
En paralelo a Herschel, y sin tener contacto con él, Henry Faulds, un médico y misionero presbiteriano escocés establecido en el hospital de Tsukiji (Japón), descubrió que en muestras de cerámica antigua quedaban marcadas las señales de las huellas dactilares de los alfareros, por lo que empezó a coleccionar las huellas de los diez dedos de todos los conocidos. Aunque el trabajo de Herschel en la India es cronológicamente anterior, Faulds tiene el mérito de haber sido el primero en darse cuenta de que las huellas dactilares halladas en el lugar donde se ha cometido el delito pueden servir para determinar la culpabilidad o inocencia de un sospechoso. Así fue como, en 1880, Faulds pudo demostrar que un convicto por robo era inocente, ya que las huellas halladas en el lugar no correspondían con las suyas. El trabajo de Faulds y Herschel, publicado en la revista Nature, llamó la atención de Francis Galton, primo de Charles Darwin y a su vez eminente científico interesado en diferentes campos de la ciencia.7 Galton pasó varios años tratando de sistematizar las impresiones de las crestas papilares y, finalmente, en 1892 publicó sus resultados en el libro Huellas dactilares. En él establece los tres patrones básicos de los relieves de los dedos: arco (el más infrecuente, solo en el cinco por ciento de la población), espiral o verticilo (en el veinticinco por ciento) y bucle o lazo, presente en el setenta por ciento restante. Describió también las minutiae, los pequeños detalles que siguen a las crestas como cruces, núcleos, bifurcaciones, fin de relieve, islas, deltas o poros. Galton sugirió que este sistema sería útil para identificar a criminales y viajeros, en los reclutamientos y en casos de cambio de identidad, pero falló en su propósito principal, que era relacionar las huellas dactilares con las características raciales o con rasgos mentales o físicos.
En el mundo hispano la adopción del sistema de huellas dactilares, llamado dactiloscopia —término introducido a finales del siglo XIX por el militar y científico austroargentino Francisco Latzina— o lofoscopia —denominación acuñada por Florentino Santamaría Beltrán, jefe de Identificación de la Guardia Civil española—, fue muy temprano, siendo pionero el trabajo de Juan Vucetich, argentino de origen croata. A partir del 1 de septiembre de 1891, Vucetich empezó a recoger de forma sistemática las huellas dactilares de todos los detenidos en su comisaría de La Plata, ampliándolo meses después a todos los reclusos, con lo que Argentina se convirtió en el primer país del mundo en establecer el uso policial de las huellas dactilares. La prueba de la validez definitiva de este método llegó cuando se identificó a Francisca Rojas como la asesina de sus dos hijos, de cuatro y seis años de edad, gracias a una huella del dedo pulgar. Esto permitió exculpar a su vecino, Pedro Ramón Velázquez, que hasta ese momento era el principal sospechoso debido a las acusaciones de la propia asesina. A Rojas se la considera la primera persona de la historia condenada por homicidio gracias a una huella dactilar. En 1892 también se utilizaron las huellas dactilares para contrastar los expedientes de los aspirantes a un puesto de policía, lo que permitió descubrir que setenta y ocho de ellos tenían antecedentes penales y que uno había falseado su identidad. En 1913 Vucetich fue a París para presentar su método, pero fue despreciado públicamente por Bertillon, conocedor de las críticas que había hecho a su método de medición. La historia ha puesto a cada uno en su lugar.
En España la adopción del sistema también fue temprana y se lo debemos al granadino Federico Olóriz Aguilera, catedrático de Anatomía en la Universidad Central de Madrid y amigo personal de Santiago Ramón y Cajal. Conocedor de los trabajos de Galton y de Vucetich, creó su propio método basándose en ambos. El sistema, con una nomenclatura propia, se adoptó oficialmente en 1911 y fue corregido y mejorado posteriormente por el discípulo de Olóriz, Victoriano Mora Ruiz. Desde el Real Decreto del 27 de diciembre de 1912 la identificación dactiloscópica se impone en España, por lo que a todos los detenidos se les rellenaba una ficha que incluía las huellas dactilares de los diez dedos. El primer caso famoso resuelto en España gracias al estudio de las huellas dactilares y al uso de fotografías fue el robo del Tesoro del Delfín en el Museo del Prado, ocurrido en septiembre de 1918.
En el ámbito angloparlante el sistema se implantó primero en la India gracias al trabajo de Edward Richard Henry, inspector general de policía en Bengala, y a la ayuda de dos colaboradores indios, Azizul Haque y Hemchandra Bose.
El estudio de las huellas dactilares se basa en tres principios: 1) no hay dos dedos iguales con las mismas huellas, incluso en gemelos idénticos; 2) las huellas no cambian durante la vida; 3) existen unos patrones reconocibles que permiten su clasificación. El segundo principio puede ser matizable. Una quemadura profunda o ciertos ácidos como el sulfúrico pueden dañar la piel y borrar las huellas, aunque en lesiones leves estas se regeneran. También pueden desaparecer temporalmente si, por ejemplo, tomas un fármaco anticancerígeno llamado capecitabina que produce una hinchazón de manos y pies que borra las huellas. También hay un proceso quirúrgico para cambiar las huellas que consiste en injertar piel del pie. En 2008 se procesó al doctor mexicano José Covarrubias por practicar este tipo de operaciones, que sirven para que los criminales eviten ser identificados al cruzar la frontera en Estados Unidos.
Las huellas dactilares son un sistema de individualización muy eficaz y las crestas papilares son una de las últimas partes del cuerpo en descomponerse, por lo que pueden servir a la hora de identificar cadáveres en descomposición. Para lograrlo, tienes que retirarlas, rehidratarlas y ponértelas por encima de tu dedo como si fueran un guante, algo que seguramente has visto varias veces en CSI.
No obstante, el estudio de las huellas también puede conducir a errores, sobre todo cuando se tienen huellas parciales o incompletas. El caso más sonado es el de Brandon Mayfield, también conocido como «the Madrid error». En los atentados del 11-M en Madrid, una de las huellas parciales encontradas en una de las mochilas fue cotejada con las bases de datos americanas y se encontró una correspondencia con Brandon Mayfield, un abogado y padre de familia de Portland (Oregón). El hecho de que se hubiera convertido al islam después de casarse con una mujer egipcia y de haber sido uno de los abogados de los Siete de Portland —un grupo de estadounidenses arrestados por haber manifestado que viajarían a Afganistán para luchar en favor de los talibanes— hizo recaer todas las sospechas en él. En virtud de la Patriot Act —la ley antiterrorista aprobada tras el 11-S por el Congreso estadounidense—, Mayfield fue arrestado durante dos semanas, aunque luego se demostró que no tenía ninguna relación con los atentados de Madrid. En caso de impresiones parciales, sí existe una probabilidad, bajísima pero no desdeñable, de que dos huellas diferentes coincidan.
El estudio de las huellas dactilares, con toda su historia, fue el primer método de identificación, pero si tenemos que buscar el origen de los laboratorios de ciencia forense modernos, llegaremos a Lyon para recuperar el trabajo de Jean-Alexandre-Eugène Lacassagne y de su discípulo Edmond Locard. Lacassagne era profesor de Medicina Legal en la Universidad de Lyon, cargo al que accedió después de escribir varios libros sobre medicina forense que le granjearon una gran reputación en el campo. Una vez allí, comenzó a investigar lo que les sucede a los cadáveres durante las primeras veinticuatro horas, haciendo descripciones detalladas de lo que hoy conocemos como fenómenos cadavéricos tempranos (véase capítulo 3). Pero su interés no se centraba solo en la medicina. En 1889 identificó a un asesino comparando las marcas que el arma había dejado en la bala, siendo el primero en utilizar esta técnica que actualmente sigue en uso. El segundo caso que le dio fama fue el de un cuerpo en descomposición encontrado cerca de Lyon. Lacassagne eliminó toda la carne e hizo un análisis de los huesos, con lo que pudo confirmar que el cuerpo pertenecía al secretario judicial Toussaint-Augssent Gouffé, cuya desaparición había sido denunciada. La investigación que hizo se considera el inicio de la antropología forense, y es muy similar a lo que se ve en un capítulo de la serie Bones. También fue el primero en analizar manchas de sangre y en tratar de realizar perfiles psicológicos de asesinos en serie, como en el caso de Joseph Vacher, acusado de la violación y el asesinato de once jóvenes. El estudio de Lacassagne concluyó que el reo trataba de hacerse pasar por enfermo mental y que era responsable de sus actos, por lo que Vacher fue ejecutado.
En paralelo a Lacassagne, el juez austríaco Hans Gross recopiló su experiencia durante treinta años investigando crímenes en el libro Handbuch für Untersuchungsrichter als System der Kriminalistik (1893), en el que introduce el término «criminalística» y también describe cómo utilizar el método científico en la investigación criminal. Gross fue profesor en las universidades de Praga y de Graz, donde en 1912 fundó el primer instituto universitario de criminología, que incluía un museo donde se exhibían armas utilizadas en crímenes. Más patriota que científico, a los sesenta y siete años de edad Gross se alistó como voluntario para participar en la primera guerra mundial y, en 1915, falleció en su Graz natal a causa de una infección pulmonar contraída en el frente.
Si el trabajo de Lacassagne fue importante, no lo fue menos el de su alumno y luego asistente Edmond Locard. La biografía de Locard hace cierto aquello de nihil novis sub sole (versión fina de «nada nuevo bajo el sol»), puesto que su vocación por estudiar la ciencia forense nació de la lectura de las novelas de Sherlock Holmes, de la misma manera que hoy muchos quieren ser policías científicos por ver CSI. En 1910 creó el Laboratoire Interrégional de Police Technique, considerado el primer laboratorio forense de la historia, aunque en realidad tenía más nombre que laboratorio, ya que eran dos habitaciones en los sótanos del tribunal de Lyon con un microscopio y un espectroscopio.
La especialidad de Locard fue identificar los restos de polvo o materiales que encontraba en los lugares del crimen, creando la primera base de datos sobre tipos de materiales y las trazas que dejan. En 1911 pudo desarticular una banda de falsificadores de monedas por los restos de metal encontrados en su ropa. Un año después, resolvió el asesinato de Marie Latelle a manos de su amante al encontrar restos de piel y maquillaje de la víctima debajo de las uñas del sospechoso.
Locard ocupó la cátedra de Lacassagne en 1920 y es el autor del tratado de criminalística, en siete volúmenes, que durante mucho tiempo fue el texto fundamental en la ciencia forense y que sentó la base del método científico aplicado a la investigación criminal. Para entender la visión de la ciencia forense que tenía Locard, nada mejor que sus palabras:
Cualquier cosa que pise, cualquier cosa que toque, cualquier cosa que deje, aunque sea inconscientemente, servirá como testigo silencioso contra él. No solo las huellas de sus pisadas o sus huellas dactilares. También su pelo, las fibras de sus pantalones, el vidrio que rompe, la huella de la herramienta que utiliza, la pintura que rasca, la sangre o el semen que deposita o que recoge. Todo esto y más son la prueba contra él. Son los testigos que no olvidan, que no se confunden por las emociones del momento y que no pueden ausentarse como la gente hace. Es evidencia factual. Las pruebas físicas no pueden equivocarse, no pueden cometer perjurio y no pueden desaparecer. Solo el error humano en encontrarlas, estudiarlas y entenderlas, puede hacer disminuir su eficacia.
Como vemos, quería quitar el peso del testigo y dárselo a la prueba física en la investigación de un crimen, y proponía que las pruebas son infalibles, pero los que las analizan no. El criminalista francés postuló el llamado «principio de intercambio de Locard», que viene a decir que «cada contacto deja una huella» o, en otras palabras, que el criminal siempre deja algo en el lugar del crimen y siempre se lleva algo de él. También desarrolló una mejora en el estudio de las huellas dactilares, la poroscopia, que basaba la identificación en los poros de las crestas papilares, aunque no acabó de triunfar. Para hacernos una idea de la juventud de la ciencia forense, solo hay que ver un detalle. Locard, creador de las bases de la ciencia forense moderna, falleció en 1966. Anteayer como quien dice. Durante su carrera resolvió cientos de casos, y posiblemente el más curioso fue uno que lo relacionó con uno de los personajes literarios que le sirvieron de inspiración. En Lyon tuvo lugar una serie de extraños robos. Las habitaciones aparecían muy revueltas. El ladrón no dejaba huellas de cómo había entrado o salido y, mientras que en unos casos robaba objetos de valor, en otros se conformaba con baratijas. Locard logró identificar unas huellas dactilares que le parecieron extrañas. Finalmente, el cerebro de la operación resultó ser un organillero y el autor material de los robos era su mono amaestrado, cuyas huellas dactilares sirvieron para inculpar a su amo. ¿Ya habéis pillado la relación?8
Cuando en CSI, NCIS o cualquier otra serie o película vemos a la gente con guantes y pinzas buscando trazas o huellas de pintura y recogiendo muestras, no están haciendo más que seguir el principio de intercambio de Locard y buscar los contactos del criminal en el lugar del crimen que permitan identificarlo.
La ciencia forense empezó antes en la ficción que en la realidad. En sus novelas, Arthur Conan Doyle había descrito a Sherlock Holmes realizando minuciosas inspecciones del lugar del crimen, recogiendo pruebas y haciendo experimentos para confirmar sus hipótesis, como puede verse en Estudio en escarlata, por ejemplo, donde el detective examina una habitación con cinta métrica y recoge muestras de polvo. Los padres de la ciencia forense Gross, Lacassagne y Locard eran grandes lectores y admiradores de Holmes y nunca escondieron que fue una fuente de inspiración para su trabajo. La figura de Holmes está inspirada en otro detective de ficción, Auguste Dupin, creado por Edgar Allan Poe, y en Joseph Bell, uno de los profesores de Conan Doyle en la facultad de Medicina de Edimburgo. Bell instruía a los alumnos en la observación y la deducción para identificar las enfermedades y el historial de los pacientes, tanto el que cuentan como el que esconden. Por tanto, involuntariamente, Joseph Bell hizo una aportación a la ciencia y dos a la cultura. A la ciencia, el que su método sirviera de inspiración para la investigación criminal. Y a la cultura, servir de modelo para dos personajes básicos en la ficción: Sherlock Holmes... y el doctor House (¿quién pensabais que inspiró su frase «Los pacientes siempre mienten»?).
Aunque en los próximos capítulos describiré cómo la última tecnología y los avances científicos más recientes ayudan a la resolución de crímenes, no olvidemos que, durante mucho tiempo, la ciencia forense de baja tecnología basada en deducciones e indicios, o en el interrogatorio a los sospechosos, también sirvió para resolver numerosos crímenes. Por ejemplo, en 1923 unos desconocidos asaltaron el tren correo de la Union Pacific Railroad para llevarse las nóminas de los mineros. Pusieron una bomba para hacer descarrilar el tren y asesinaron al personal. Pensando que les habían descubierto, huyeron precipitadamente sin llevarse el botín. Detrás de sí dejaron un mono de trabajo, un revólver, un detonador y fundas de zapato empapadas en creosota (un derivado del alquitrán que se utiliza para impermeabilizar las traviesas de ferrocarril y que los atracadores utilizaron para que los perros no pudieran seguirles el rastro). Con esto, el investigador Eduard Heinrich descubrió la talla de uno de ellos, que utilizaba gomina, que era zurdo (por el desgaste de los botones), que era leñador (por el desgaste del mono), fumador (olor y restos de picadura) y que trabajaba en el noroeste del estado por el tipo de restos de madera hallados en el mono. También se dejó un resguardo de un envío de dinero que se pudo trazar y permitió dar con un nombre. Cuatro años después, los tres hermanos D’Autremont fueron detenidos y condenados por los asesinatos. Dos de ellos trabajaban en una fábrica de Ohio y el tercero estaba con el ejército en Manila. En este caso, la concordancia de Roy d’Autremont con los rasgos predichos y las pruebas físicas fue determinante en la condena. Y esta es otra característica de muchos crímenes. Los criminales son listos a veces, otras comenten errores infantiles, como dejarse resguardos en un bolsillo, o ir a robar y dejarse la dentadura postiza en el lugar del robo. ¿Increíble? No tanto, pues he encontrado tres casos diferentes en los últimos años y todos en Gran Bretaña.9
Qué mejor ejemplo para ilustrar la historia de la ciencia forense que un caso histórico como el de Jack el Destripador, el criminal victoriano por excelencia, el que ha inspirado decenas de libros y películas. La primera obra que recogía este crimen fue The lodger, de Marie Belloc Lowndes, publicada originalmente en la revista McClure’s Magazine en una fecha tan temprana como 1911. Mi preferida es la película Los pasajeros del tiempo (Nicholas Meyer, 1979), con un delirante guion en el cual Jack el Destripador escapa al año 1979 con la máquina del tiempo de H. G. Wells y el propio escritor, interpretado por Malcolm McDowell, el malísimo Alex de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), va al futuro para matarlo. Saliendo de la ficción —o no del todo—, se han publicado miles de explicaciones, hipótesis y supuestos culpables, pero la realidad es que el crimen sigue sin resolverse y lo único cierto de toda esta historia es que cinco mujeres, como mínimo, fueron asesinadas de forma brutal sin que a día de hoy tengamos la certeza de quién fue el autor.
Estamos en Londres, en el barrio de Whitechapel, en la tradicionalmente pobre zona este de la ciudad. En los últimos años, este enclave había crecido muy rápido con la llegada de inmigrantes irlandeses, rusos y judíos centroeuropeos. La mayoría de las casas eran infraviviendas compartidas, existiendo incluso locales donde te permitían dormir por la noche sentado en un banco. Las prostitutas, los mendigos y el alcoholismo eran moneda oficial. En 1888 la policía calculaba que en el barrio existían sesenta y seis burdeles y mil doscientas prostitutas. En el período de 1887 a 1891 asesinaron a diez mujeres, todas meretrices, cinco de las cuales son consideradas las víctimas «canónicas» de Jack el Destripador: Mary Ann Nichols, de cuarenta y dos años, el 31 de agosto de 1888; Mary Chapman, el 8 de septiembre, encontrada a las seis de la mañana y cuyo cuerpo todavía estaba caliente; Elizabeth Stride, el 30 de septiembre; Catherine Eddowes, el mismo día, solo una hora después del hallazgo del cadáver de la señora Stride; y Mary Jane Kelly, de veinticinco años, el 8 de noviembre. Las victimas no oficiales serían Emma Elizabeth Smith y Martha Tambram, fallecidas antes de los crímenes, concretamente en abril y el 9 de agosto de ese mismo año. Más tarde, fueron asesinadas Rose Milet, en diciembre de 1888, Alice Mackenzie en 1889 y Frances Coles en 1891. No se las considera víctimas oficiales porque, a pesar de haber coincidencia de fechas y lugares, el patrón no coincide. No olvidemos que estamos hablando de mujeres muy vulnerables en un barrio muy peligroso.
El modus operandi en todos los casos era el estrangulamiento, el apuñalamiento y la mutilación de los órganos internos, especialmente de la cavidad abdominal, lo cual es lógico puesto que solo iba armado con un cuchillo de filo, un instrumento poco eficaz para cortar las costillas y acceder al interior del tórax. Siempre actuaba en fin de semana y todas las víctimas estaban en la cuarentena, excepto la última. Hay dos excepciones al patrón general. La noche del 30 de septiembre es conocida como «la del doble incidente». Elizabeth Stride no fue mutilada, puesto que la cercanía de un portero hizo que el asesino huyera, pero un rato después asesinó a la señora Eddowes con la crueldad habitual. Esa misma noche se encontró un mandil manchado de sangre y una pintada que decía «Los judíos son los hombres que nunca serán culpados de nada». El último asesinato difiere bastante del resto, ya que la víctima era mucho más joven que las demás y se cometió en una habitación, no en la calle. Quizá por este motivo la mutilación fue mucho más severa que en los otros casos.
Conviene tener en cuenta que todas las víctimas eran prostitutas y alcohólicas. Verlas en la calle con un hombre desconocido no despertaba ninguna sospecha. George Hutchinson, amigo de la última víctima, aseguró haberla visto esa noche con un hombre de aspecto distinguido y extranjero.
La investigación despertó mucho interés popular. Ya existía la fotografía y la prensa escrita. La cobertura mediática fue similar a lo que en su momento fue el caso Alcácer en España, solo que sin una policía científica. Como suele suceder en estos casos, la policía empezó a recibir cientos de cartas y declaraciones de testigos que habían visto algo, de gente que se autoinculpaba o que acusaba a un vecino. Sin embargo, cuatro de las cartas recibidas sí podrían ser obra del auténtico Jack el Destripador. En una de ellas, fechada el 17 de septiembre de 1888, el asesino da detalles que no eran conocidos. Por ejemplo, hace referencia al bonito collar que le regaló. Se refiere a que el intestino de la víctima apareció enrollado alrededor de su cuello. En esta carta firma como Jack el Destripador. La segunda carta, denominada Querido jefe por su encabezamiento, fue enviada el 25 de septiembre. Tiene muchas similitudes con la primera en el estilo y el tono, pero no en la caligrafía, por lo que se supone que fueron escritas por dos personas diferentes que estaban implicadas, o que una la escribió con la mano no dominante. El 1 de octubre, envió la postal Saucy Jacky —algo así como «Jacky el descarado»— después de cometidos los crímenes, pero antes de que se hicieran públicos. En ella, habla del doble asesinato y dice que no pudo rematar a Elizabeth Strider porque chilló. La caligrafía coincide con la segunda carta. La última carta, Desde el infierno, iba dirigida al jefe del comité de vigilancia de Whitechapel. Contenía un trozo de riñón, supuestamente de la señora Eddowes, y afirmaba que el resto lo había frito y se lo había comido (Hannibal Lecter no inventó nada) y la rúbrica decía «Atrápame si puedes» (Steven Spielberg tampoco). En aquella época era imposible determinar si ese trozo de riñón pertenecía a la víctima, pero se sabe que, como los restos hallados en el cadáver, presentaba síntomas de la enfermedad de Bright, relacionada con el alcoholismo.
El expediente policial se cerró en 1892, lo que no ha impedido que se siguiera especulando y dando vueltas al caso. Han llegado a contabilizarse más de un centenar de sospechosos, pero solo unas teorías han sobrevivido el paso del tiempo con un mínimo de plausibilidad.
La primera sería la teoría masónica, que es la que se recoge en el cómic y posterior película Desde el infierno (Alan Moore y Eddie Campbell, 1991-1997, y Albert y Allen Hughes, 2001, respectivamente), basada en los libros Jack the Ripper, the final solution (Stephen Knight, 1976) y Whitechapel, scarlet tracing (Ian Sinclair, 1987). Según esta hipótesis el príncipe Alberto Víctor de Clarence, nieto de la reina Victoria, se casó clandestinamente con una prostituta a la que dejó embarazada, y esto lo convertía en un posible objetivo de chantajes. Para evitar el escándalo, la monarquía dio la orden de eliminar toda traza del escándalo encargándolo a los altos cargos masones del Gobierno, entre ellos al primer ministro, lord Randolph Churchill. El brazo ejecutor habría sido William Gull, médico imperial, y las víctimas no habrían sido seleccionadas al azar, sino que conocían la historia de la boda. ¿Os suena a conspiración judeomasónica? Pues eso. Queda muy bien para una novela o una película, pero es difícil creer que se necesite una conspiración a tan alto nivel para matar a gente tan vulnerable y, además, hacerlo de forma tan ostentosa. Si la reina Victoria, la persona más poderosa del planeta en ese momento, hubiera querido que desaparecieran cinco prostitutas alcohólicas, al día siguiente aparecen flotando en el río Támesis y, una semana después, nadie lo recordaría. Que un miembro de la realeza deje embarazada a una prostituta puede ser creíble, pero casarse con ella no lo haría ni siquiera... (será mejor que no haga ninguna comparación). Solo diré que, para las realezas europeas, los hijos ilegítimos nunca han sido un problema y la solución no ha sido precisamente hacerse cargo de las consecuencias o preocuparse por la madre del niño.
No hay ni una sola prueba de la implicación de todos estos personajes históricos y con biografías conocidas en los crímenes. De hecho, lo que sustenta esta prueba son datos tan etéreos como que el lugar donde se encontraron los cadáveres forma una estrella de cinco puntas (muy irregular, por cierto), el símbolo mágico del demonio llamado Astaroth, y que las gargantas eran cortadas post mortem (no para matarlas) de izquierda a derecha, lo cual recuerda a un ritual masónico de entrada del aprendiz... ¿Os suena a El código Da Vinci? A mí también, con el contrasentido de que si la motivación era tapar un escándalo, para qué se entretuvieron en liturgias.
Una derivación de esta teoría es que el asesino fue el pintor Walter Richard Sickert, quien, en la teoría que culpabiliza a Gull, tiene el papel secundario de amigo del príncipe Alberto y conocedor de la trama. Sickert tenía veintiocho años de edad cuando ocurrieron los hechos. Nacido en Múnich y criado en Inglaterra, intentó sin éxito ser actor, pero luego decidió dedicarse a la pintura. En su época, sus obras se consideraban vulgares porque recurría a temas provocativos; hoy en día, no obstante, es uno de los artistas más representativos del impresionismo inglés. Con gusto por lo macabro, se interesó mucho por los crímenes de Whitechapel y realizó una serie de cuadros con la imagen de un hombre vestido junto a una mujer desnuda, unas veces viva, otras muerta, que evocaba el crimen de Mary Kelly. La escritora Patricia Cornwell, en su libro Retrato de un asesino: Jack el Destripador, caso cerrado (2002), describe la investigación que llevó a cabo personalmente para averiguar quién era el asesino. Cornwell compró treinta pinturas y una mesa del artista, para desmenuzarlas en busca de pruebas. También rastreó las cartas atribuidas al Destripador (unas seiscientas aproximadamente) en busca de restos de ADN y analizó las misivas de una de las tres esposas de Sickert. Llegó a asociar el ADN mitocondrial contenido en el adhesivo de uno de los sobres de la esposa de Sickert con el encontrado en una de las cartas de Jack el Destripador. Otras pruebas son que vivía en Londres, la imposibilidad para mantener relaciones sexuales por deformidad de nacimiento, que se interesó por los crímenes y que en sus cuadros refleja detalles que solo el asesino sabría. Todo parece cuadrar, pero no es así.
Las pruebas de ADN presentadas en el libro suscitan muchas dudas. No existe ninguna muestra de ADN de Sickert, ya que fue incinerado, y la mayoría de las cartas de Jack el Destripador son falsas. Ni siquiera se dan por seguras las que he mencionado anteriormente. Por tanto, tenemos un ADN del que no estamos seguros que sea de Sickert (no todo el mundo lame las cartas de su esposa) que coincide con otro del que no estamos seguros que sea el de Jack el Destripador, sin olvidar que, en las condiciones presentadas, hay entre un uno y un diez por ciento de posibilidades de que coincida por azar. Al margen de que no hay ninguna garantía de la cadena de custodia o de la contaminación. Esto no se sostendría ante ningún juez. El resto de los aspectos son más circunstanciales todavía. Incluidos sus supuestos problemas sexuales, puesto que tuvo tres esposas, pero se le conocen infinidad de amantes y algún que otro hijo ilegítimo, y las interpretaciones que hace de sus obras de arte son muy subjetivas. Y luego está el hecho de que la mayoría de los historiadores indican que, cuando se produjeron los crímenes, Sickert estaba en Francia, por lo que hasta tendría coartada. La investigación es bastante censurable, por la salvajada que supone destrozar obras de arte de uno de los autores británicos más importantes del cambio del siglo XIX al XX. ¿Imagináis que alguien destrozara treinta obras de Joaquín Sorolla? Pues eso.
También se ha hablado de Jill la Destripadora, es decir, de que hubiera sido una mujer. La hipótesis es que se trataría de una comadrona especializada en abortos que expresaba de esta manera su odio hacia las prostitutas, posiblemente porque alguna la había denunciado. Las pruebas serían que la última víctima estaba embarazada y las circunstancias en que fue encontrada sugieren que quizá no tendría una cita con un cliente, sino para someterse a un aborto. Como sospechosas estaban Mary Pearcey y Lizzie Williams. Muy imaginativa, pero poco factible.
Pero quizá sea un caso cerrado. Veamos a otro de los sospechosos. Aaron Kosminski, un zapatero judío de veintitrés años, residente en Whitechapel. Fue diagnosticado con sífilis en 1888, tratado en marzo y declarado como «curado» seis semanas después. La sífilis ataca al sistema nervioso y produce cambios en el carácter. El 7 de diciembre de 1888, Kosminski fue detenido por presentar signos de locura y admitido en un asilo, donde demostró ser terriblemente violento y murió en octubre de 1889, aunque otras fuentes afirman que falleció en 1919. Lo que se sabe con seguridad es que no salió del asilo. Las fechas de los asesinatos coinciden en fecha y en lugar con su época de libertad en la que presuntamente sufrió los ataques de locura, mientras que el final de los asesinatos coincide con su entrada en el asilo, pero eso, obviamente, no quiere decir nada. También fue detenido en el entorno de uno de los crímenes e identificado por un testigo, que después se desdijo, y fue puesto en libertad por falta de pruebas. No obstante, hay que tener en cuenta que el caso de Jack el Destripador fue un caso seguido mediáticamente en su época. Esto tiene cosas buenas y malas. Entre las primeras está que fomenta el coleccionismo. El ADN que podría incriminar a Kosminski se consiguió a partir del chal de Catherine Eddowes, que el policía que descubrió el cadáver se había quedado como recuerdo y que salió a subasta en 2007. A partir de ahí, el escritor Russell Edwards, con la ayuda del experto en ADN antiguo Jari Louhelainen, compararon las muestras con las de un descendiente de la hermana de Kosminski y hallaron concordancia. Me parece la hipótesis más plausible, aunque, por supuesto, seguimos teniendo el problema de la cadena de custodia, de la contaminación de la prueba de ADN y de que Edwards ha publicado sus resultados en un best-seller, no en un artículo científico, lo que levanta dudas sobre su veracidad. Sin embargo, en mi humilde juicio, esta hipótesis supera a las anteriores porque Kosminski ya era uno de los sospechosos principales y fue detenido, aunque liberado por falta de pruebas, mientras que en las otras versiones es criticable hasta que los presuntos asesinos se encontraran en el lugar del crimen en las fechas indicadas.
Otras teorías todavía son más aventuradas, como la que Discovery Channel propuso en un documental, en el que se decía que el verdadero asesino era James Kelly, quien huyó a Estados Unidos y continuó asesinando allí, o la del español Eduardo Coutiño, que habla de tres asesinos en colaboración. El problema es que las pruebas son tan laxas que es muy fácil construir una historia y amoldar las pruebas a posteriori. El misterio seguirá y dudo que se solucione de forma tajante nunca.