El miedo parece existir tan sólo para ser superado, y es precisamente esta superación la que le permite al niño crecer y adquirir la autonomía que le servirá para la vida adulta.
JAN–UWE ROGGE
En primer lugar vamos a definir qué es el miedo, pues para atajarlo hemos de saber qué es y de dónde viene. Si lo consideramos un enemigo, nos interesa descubrir cuáles son sus puntos débiles. Según el Diccionario ideológico de la lengua española, el miedo es un «sentimiento de angustia ante la proximidad de algún daño real o imaginario». Éste desencadena una serie de reacciones físicas, como palpitaciones, sudoración, abertura de las pupilas, etcétera. Desde el punto de vista biológico, es una reacción adaptativa para la supervivencia y, desde el enfoque neurológico, es el resultado de la activación de la amígdala cerebral, que forma parte del sistema límbico en el lóbulo temporal.
En cada idioma existen varias palabras para referirse al miedo, ya sea grande o incontrolado, como pánico o fobia, y otros términos, como aprensión, desasosiego, temor... Sin embargo, lo peor es cuando tenemos miedo a sentir miedo.
Otras definiciones de miedo proceden de personajes históricos. William Shakespeare dijo: «De lo que tengo miedo es de tu miedo.» Y el filósofo Schopenhauer señaló que «el miedo es la principal motivación de los hombres. El miedo a la soledad es la base de su instinto social».
Todas estas enunciaciones tienen su parte de verdad, pero no alcanzan a comprender la totalidad. Es, como dijo Giorgio Nardone, como si cada uno de nosotros tocáramos con los ojos vendados a un elefante en diferentes partes. En ese caso, cada uno tendríamos una sensación diferente de lo que es un elefante. Para el que ha tocado la trompa sería algo alargado y flexible, para el que ha tocado el costado algo inmenso y recio. Ambas ideas son contrapuestas y, sin embargo, las dos forman parte de la verdad, aunque están incompletas.
Ante todo, hemos de desterrar el concepto ampliamente extendido que contempla el miedo negativamente: el miedo es negativo, es necesario no tener miedo, el miedo no sirve para nada, la persona miedosa es débil... Todas estas ideas forman parte del imaginario colectivo, lo cual no quiere decir que sean ciertas, así que vamos a averiguar qué se esconde detrás de estas afirmaciones.
¿El miedo es un sentimiento o una emoción? ¿Cuál es la diferencia? Las emociones son la base neurológica de los sentimientos y son, por tanto, el sustrato más primitivo de éstas.
Todos los organismos vivos desde el más simple gusano hasta el ser humano nacen con dispositivos diseñados para resolver de forma «automática», sin que se requiera un razonamiento básico, los conflictos o problemas básicos de la vida: esto serían las emociones.
Tenemos un ejemplo muy claro cuando nacen nuestros hijos. Los bebés reaccionan de forma instintiva con el reflejo de succión, buscando el alimento para sobrevivir. Nadie les ha enseñado cómo hacerlo y, sin embargo, cualquier cosa que les pongas en la boca la chupetean sin cesar, rechazándola si no obtienen alimento para calmar el hambre. También lloran si se quedan solos. Se trata de una especie de sistema de alarma. Poco a poco, a medida que van creciendo van ampliando el espectro de automatismos necesarios para desarrollarse convenientemente; cuando estos automatismos o emociones pasan a ser experiencias personales se convierten en sentimientos.
El miedo forma parte de las emociones básicas orientadas a promover la propia supervivencia, como la tristeza, la vergüenza, el asco, la satisfacción, la alegría, el nerviosismo. El miedo nos alerta sobre peligros inminentes o desconocidos, y activa nuestras funciones de adaptación. Pero también se puede convertir en un sentimiento en el momento en que forma parte de nuestra interpretación personal de las emociones vivídas.
Es probable que estas reacciones que a menudo pueden parecer negativas o tienen una connotación peyorativa en nuestra sociedad se hayan mantenido en la evolución, porque apoyaban la supervivencia automáticamente. Todavía lo hacen, y ésta es probablemente la razón por la que siguen siendo parte esencial de la existencia humana y de la de otras especies.
El origen del miedo es tan antiguo como la humanidad y su función ha sido y es de vital importancia para la supervivencia del ser humano como especie en este complejo mundo en el que vivimos. El miedo es lo que nos impulsa a ser prudentes y a no fiarnos de los extraños.

Fuente: Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Crítica, 2006, Barcelona
Si comparamos nuestra mente con un ordenador, el miedo sería un microchip insertado en el disco duro, que aparece para evitar cortocircuitos en los momentos en los que no se puede razonar y hay que actuar de forma instintiva. Ya los hombres primitivos huían o se escondían al oír un rugido o un trueno; esa descarga de adrenalina activaba su sistema para salir huyendo, de la misma forma que lo hace en la actualidad.
Llegados a este punto, entendemos que la funcionalidad del miedo no es fortuita. La señal emocional del miedo tiene reflejos físicos: palpitaciones, aumento de la actividad respiratoria e impulso de huida o paralización de los movimientos en función del caso. La activación de los reflejos es instantánea, no actuamos reflexivamente, sino automáticamente.
A partir de esas señales físicas sentimos miedo; el sentimiento es posterior a la emoción física o visceral del miedo. La señal emocional del miedo puede alterar nuestra toma de decisiones en un momento determinado, orientando nuestra elección hacia la acción que con más probabilidad conducirá a la mejor consecuencia posible, según los datos que almacena nuestra experiencia previa.

Fuente: Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Crítica, 2006, Barcelona
El objetivo principal del miedo es, paradójicamente, el de defendernos. Un niño que no tuviese sensaciones desagradables, como es el caso del miedo, sería un niño pasivo separado del mundo que le rodea, indiferente a los estímulos e incapaz de actuar.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que las emociones suministran al niño cierto poder sobre el adulto y que, por tanto, son utilizadas a menudo de forma inconsciente para verificar la disponibilidad del adulto.
Las funciones esenciales del miedo se pueden resumir así:
— Salvaguarda del yo: Los miedos favorecen la formación y estructuración de la persona, así como de los sistemas de vigilancia.
— Garantía de supervivencia: En ambientes hostiles, los miedos permiten al sujeto elaborar estrategias de adaptación o de adecuación.
— Preparación para el peligro: Los miedos son un entrenamiento psicológico basado en las experiencias que poco a poco van constituyéndose.
— Aumentar la prudencia.
— Desarrollar las capacidades racionales de elaboración.
Caso práctico de unos gemelos adoptados
Las experiencias previas condicionan las emociones infantiles, así pues, si un bebé no ha experimentado el alivio de la soledad en la cuna, se ha sentido desamparado o se ha tardado mucho en consolarlo y ha llorado hasta quedarse sin fuerzas antes de ser reconfortado —como ocurre con niños que han pasado su primera infancia en orfanatos o han sido abandonados—, tiene mayores probabilidades de ser un niño «miedoso».
Veamos a continuación un ejemplo demostrativo de cómo la primera experiencia negativa de un niño influye para que sienta miedo o pánico la siguiente vez que le ocurre lo mismo.
Tomás, un niño de dos años y medio, y su hermano Pablo acuden a la consulta con sus padres, ya desesperados por la conducta temerosa de ambos, según ellos injustificada. Son dos niños bolivianos, gemelos, adoptados cuando tenían un año y medio. Siempre han tenido problemas para conciliar el sueño, pero ahora la situación está fuera de control. En mitad de la noche, tal como nos relatan sus padres, se ponen a chillar y se esconden debajo de la cama sin que haya forma de poderlos calmar. La desproporción de su actitud y la expresión de sus caritas revelan un auténtico pánico.
La única explicación es la coincidencia de estos episodios con algunos ruidos del vecino de arriba, movimientos de sillas o muebles alrededor de las doce de la noche, cuando los niños hace tres horas, aproximadamente, que duermen.
Aunque los padres les han explicado que no hay ningún peligro, ellos continúan con sus sobresaltos y su tendencia a esconderse debajo de algo. El problema se va agravando, puesto que ahora tanto Pablo como Tomás están empezando a desarrollar una fobia al hecho de irse a dormir.
Todo se complica, los padres están agotados por tantas noches sin dormir y poco a poco están perdiendo la paciencia. Aparecen las discusiones; no se ponen de acuerdo en lo que hay que hacer y la relación de pareja también empieza a verse afectada.
El panorama es el peor para iniciar cualquier terapia, si queremos que los resultados sean positivos. Sin embargo, nos falta averiguar algunos datos. Los niños son adoptados y por tanto desconocemos qué les ocurrió en el primer año y medio de vida: en qué condiciones afectivas desarrollaron sus primeros vínculos de cariño, cómo los cuidaban, si estaban juntos o separados... y cuáles fueron los motivos del abandono.
Eran muchas las incógnitas para un caso de miedos nocturnos. Sin embargo, es necesario hacer averiguaciones, porque en alguno de estos interrogantes puede encontrarse la solución. Y así fue.
Tras varias pesquisas, los padres me explicaron que por la época en que vivían en Bolivia hubo un fuerte terremoto en su ciudad.
Desgraciadamente, los niños lo habían sufrido en primera persona, ya que quedaron sepultados bajo los escombros y se salvaron gracias a que una mesa les hizo de parapeto. Tardaron algún tiempo en encontrarlos entre los cascotes, y los niños desarrollaron un instinto de miedo y terror ante cualquier circunstancia que les pueda recordar aquella situación.
Son muy pequeños y aún no tienen estrategias cognitivas ni emocionales para afrontar esta situación solos; necesitan a sus papás. Esta información, sin embargo, permitió a Ana y Carlos, sus padres, comprender su reacción ante los ruidos extraños.
En su memoria más reciente habían grabado una experiencia traumática, por la edad que tenían entonces y por el sentimiento de soledad y falta de protección que debieron de sentir en aquel momento.
Conocer este hecho fue un bálsamo para los padres, porque les permitió entender su actitud y sus miedos. A ellos en algún momento se les había pasado por la cabeza que los niños les estaban tomando el pelo. También habían llegado a pensar que era una manera de llamar la atención, algo sobre lo que les habían insistido sus amigos y familiares.
Ése fue el primer paso para solucionar la situación. La actitud y predisposición de Ana y Carlos cambiaron radicalmente, pasaron de la crispación a la comprensión. Ahora estaban predispuestos para iniciar la terapia, seguir los protocolos y empezar a intervenir de forma estratégica.
El primer paso fue que Ana y Carlos se pusieran de acuerdo para actuar de la misma manera y establecer una única rutina: comportarse siempre de igual forma frente a la misma reacción de los niños.
Lo importante al principio es reestablecer el control de la situación.
Los niños han de sentir y experimentar que sus padres saben qué hacer y están seguros, que controlan la situación. Al respecto vamos a utilizar la metáfora del barco. La vamos a usar en diversas ocasiones, porque creo que es muy útil para visualizar las situaciones de pérdida de control.
La familia es como un barco, todos confían en su capitán. Cuando el barco se enfrenta a una tormenta, el capitán coge el mando con seguridad y lo dirige hacia un puerto seguro sin perder el control. Con firme resolución, seguridad y sin flaquear delante de su tripulación. Sus dudas no las comenta con los marineros, porque entonces dejarían de confiar en él y sería el principio del fin. Así es como se tenían que comportar Ana y Carlos: habían de aprender a manejar este tipo de situaciones con seguridad y firmeza. Ellos dos eran los capitanes y no debían flaquear ni mostrar sus dudas ante la tripulación —sus hijos—. Para ello siguieron las pautas que se muestran en la segunda parte de esta obra y que todos podemos aplicar en situaciones similares.
Las funciones adaptativas del miedo tienen como referente determinados cambios de conducta con una expresión psicosomática visible. Las estrategias de evitación de la fuente del peligro se dan tanto en personas como en animales y van desde la inmovilidad total hasta los ataques de pánico o la huida respecto a lo que les causa el miedo.
Junto a estas reacciones puramente físicas aparecen asociados sentimientos más o menos desagradables que van desde el simple malestar al terror, o las ganas de escapar y gritar.
Entre los cambios bioquímicos que el miedo produce se encuentra la secreción de adrenalina (epinefrina) en las glándulas adrenales y noradrenalina (norepinetrina) en las terminaciones periféricas de los nervios del sistema autónomo. Se incrementan asimismo las tasas de corticoesteroides en el plasma y los ácidos grasos libres.

• Malestar
• Ganas de escapar
• Tendencia a gritar
• Irritabilidad
• Agresividad
• Sensación de irrealidad
• Percepción espacio-temporal perturbada
• Falta de concentración
• Pensamiento alterado
• Terror
Si este estado se mantiene durante un cierto periodo de tiempo, se causa una gran fatiga en el sistema nervioso y neurovegetativo, lo que traería consecuencias en otras áreas importantes de la esfera fisiológica del niño.
La situación se asemeja a los efectos de una onda expansiva. De repente el afectado empezará a tener problemas de sueño, insomnio, pesadillas, no querrá quedarse solo y le costará irse a la cama. También afectará a su conducta alimentaria, perderá el apetito o empezará a comer de forma compulsiva. Su estado de ánimo será lábil, inesperado, con tendencia a sobresaltarse con cualquier cosa. Padecerá irritabilidad, mal genio y una marcada costumbre cada vez más arraigada de evitar enfrentarse a la situación que le produce miedo o temor.
• Ritmo cardiaco acelerado
• Sudoración excesiva
• Tensión muscular
• Sequedad de garganta y boca
• Sensación de náusea en el estómago o ganas de vomitar
• Urgencia por ir al lavabo
• Dificultad en respirar
• Respiración rápida y entrecortada
• Temblores
• Dilatación de las pupilas
• Erizamiento del pelo
• Aumento de la presión arterial
Cuanto más pequeños son más se altera su conducta ante los cambios, ruidos o imprevistos más nimios. Lloran y gritan cuando se sienten desprotegidos, sin la presencia materna o porque perciben algo nuevo en sus rutinas; las improvisaciones los alteran profundamente.
Una de las conductas más habituales en los recién nacidos es la de despertarse a medianoche con un llanto inconsolable, simplemente porque se han dormido protegidos y seguros en los brazos de su madre y se encuentran en la oscuridad solos en su cuna. Todas éstas son reacciones adaptativas, que les ayudan a sobrevivir y los defienden ante posibles peligros o descuidos.
A partir del octavo mes, como ya explicaba la eminente psicóloga Melanie Klein, el bebé ya empieza a distinguir lo familiar de lo extraño y aparecen en su repertorio de conductas las de evitación o miedo concreto a personas u objetos desconocidos.
Alrededor del primer año de vida, estas conductas se vuelven más patentes, ya que, al empezar a andar, el niño o la niña puede exteriorizar su temor escapando de aquello que le atemoriza y refugiándose en las faldas de la madre.
Durante el siguiente año, los miedos se van acrecentando a medida que aumenta su capacidad de explorar el mundo que le rodea, ya que se incrementan también las posibilidades de sufrir una caída, un susto; aparecen personas extrañas que invaden su espacio personal, tiene sus primeros contactos con animales que no son de peluche y tienen dientes, o incluso se puede asustar con las bocinas de los coches. Situaciones peligrosas que pondrán en marcha su sistema de alarma.
Al irrumpir en la esfera cognitiva la expresión lingüística, se producen varios cambios en el desarrollo cognitivo del niño, lo que también afecta a la naturaleza de sus miedos. Empiezan a aparecer los miedos de carácter imaginario o fantástico y un poco más adelante los miedos de carácter social.
Siempre nos ha parecido que las niñas son más miedosas que los niños y que éstos son más valientes, pero ¿se trata de una percepción real o de una influencia educativa?
El miedo está mal visto, es algo que nos hace sentir débiles y vulnerables, y se asocia por tanto en nuestra sociedad al rol femenino. Tanto en los cuentos o libros de aventuras como en las películas, el valiente aparece como el que no teme a nada ni a nadie, pero eso no es cierto.
Todos tenemos miedos y, además, como ya he explicado, se trata de una reacción defensiva que nos hace ser prudentes y nos puede sacar de muchos apuros en nuestra vida cotidiana. El valiente, pues, no es aquel que no teme a nada (éste sería más bien un imprudente).
Por otro lado, los niños y las niñas, según su edad y estadio evolutivo, temen las mismas cosas. Lo que ocurre es que a las niñas se les consiente que lo exterioricen y a los niños se les insta a que lo controlen. Como se ve, la expresión del miedo varía según el rol de género asignado.
La educación diferencial recibida en el entorno social es lo que marca las diferencias. Las niñas tienen una permisividad mayor para exteriorizar sus sentimientos que los niños, aunque sientan lo mismo. Una niña que llora, miedosa ante una lagartija, es protegida por la madre, mientras que un niño debe cazarla, ya que si no lo hace, será regañado por el padre, sobre todo si muestra algún síntoma de miedo. En ese sentido, cuanto más superprotegido esté nuestro hijo o hija, más miedos irá acumulando.
Desde el punto de vista psicoanalítico, el niño posee unas figuras de referencia que suelen ser los padres, abuelos o educadores más próximos con los que vive una estrecha relación afectiva y sobre los que vuelca todas sus emociones, positivas o negativas. De manera que cuando tiene miedo a un monstruo no hace más que desplazar sobre un objeto imaginario el temor a que una de sus figuras de referencia pueda convertirse para él en una fuente de peligro o amenaza.
El niño transforma un peligro real, como el enfado de un padre autoritario o de una madre muy exigente, en un peligro simbólico, es decir la agresión por parte de un monstruo.
¿La tendencia al miedo es hereditaria? ¿Existe la personalidad miedosa? ¿Se trata de una reacción a una experiencia traumática? ¿El miedo se contagia de padres a hijos? ¿Podemos tener varios hijos miedosos? Éstas son algunas de las cuestiones más comunes que los padres me plantean cuando acuden a mi consulta. Y sí, la respuesta a todas ellas es afirmativa. Es muy frecuente, realmente, encontrar niños que imitan totalmente las actitudes de inseguridad y de miedo de sus padres. En ese caso son los padres los que «contagian» el miedo a sus hijos. Por otra parte, como ya sabemos, el miedo puede ser también la reacción a una experiencia traumática.
Los niños son grandes imitadores y aprenden emulando las conductas con las que se identifican. No aprenden lo que se les dice, sino lo que se hace en su entorno y cómo se hace, y también, por otra parte, en función de sus intereses y personalidad. Por eso cada hijo es diferente, porque aprende cosas y aspectos diferentes de los mismos padres y circunstancias. Veamos a continuación cómo influye el carácter del niño o la niña en su propensión al miedo.
No todos los niños tienen la misma predisposición a ser miedosos. Además de las influencias del entorno familiar o social, de las que hemos hablado en el apartado anterior, un factor determinante es su personalidad y, sobre todo, el control de sus propias emociones.
Los perfiles psicológicos más proclives a desarrollar conductas miedosas son:
• el temeroso
• el ansioso inhibido
• el ansioso obsesivo
• el ansioso impulsivo
• el introvertido
• el extrovertido
• el inseguro
• el que posee una baja autoestima
• el prudente
El grado de intensidad en que se siente el miedo es variable. En los niños, los miedos pueden ser leves o muy intensos, y hacer referencia a objetos determinados o a situaciones concretas, o a escenarios o personajes imaginarios, por lo que es difícil, en un principio, hacer una valoración racional de esas emociones. En un estudio realizado a nivel mundial con niños entre los 4 y los 12 años, el 43% ha demostrado tener al menos siete miedos entre leves y moderados. Un 21% padece miedos intensos y paralizantes, lo que constituye un problema para ellos y los padres, ya que la mayoría necesita atención especial (son miedos que no se suelen solucionar o desaparecer por sí solos).
Los miedos se pueden clasificar del siguiente modo según el grado de intensidad:
— Leve o fisiológico: Es el miedo «natural», propio del tipo de personalidad del niño.
— Normal: Se trata de temores relacionados con cada etapa del desarrollo infantil.
— Moderado o de vigilancia: Es el que favorece la capacidad de reacción del niño.
— Intenso o paralizante: Clase de miedo que bloquea la habilidad de respuesta.
— Muy intenso o patológico: Es el que impide desarrollar una vida cotidiana normal.
El niño no siempre exterioriza sus miedos cuando éstos son reales, ya que le es difícil, en la mayoría de los casos, interpretar sus propias sensaciones. Cuando el niño es muy pequeño puede confundir los nervios, la ansiedad o el mismo frío con el miedo. Puede decir que se encuentra mal y que le duele la tripa, cuando en realidad está asustado.
Psicosomáticas: La ansiedad se manifiesta en tics, como morderse las uñas, carraspeo o guiños.
Fisiológicas: Se produce una pérdida del control de esfínteres, del apetito o del sueño.
Proyectivas: Son las que demuestra a través de sus relatos o dibujos.
Psicológicas: Se trata de reacciones inexplicables en las que el niño manifiesta comportamientos que no forman parte de su habitual modo de actuar. Pueden ser regresiones; tendencia al aislamiento, a la pasividad, indiferencia, susceptibilidad, impulsividad; suele ponerse muy pesado; tiene tendencia a la agresividad, a la violencia inmotivada o muestra comportamientos anómalos, obsesivos o caprichosos.
Aunque la mayoría de las veces se confunden ambos términos, miedo y ansiedad no son dos caras de la misma moneda. El miedo es una percepción subjetiva que desencadena una emoción que, a su vez, genera una reacción psicofisiológica. La ansiedad es sólo el efecto psicofisiológico de esta percepción-emoción.
La ansiedad activa el organismo hasta cierto nivel para permitirle hacer frente al miedo. Sólo cuando se atraviesa el nivel umbral, por otra parte distinto para cada persona, las reacciones psicofisiológicas se transforman en pérdida de control y se pueden producir ataques de pánico. Sin embargo, si conseguimos reducir la sintomatología ansiosa, se puede controlar la situación, aunque seguimos teniendo miedo.
Lo que nos pone en alerta es la percepción de un peligro; no obstante, lo que hay que cambiar para que desaparezca el miedo no es la reacción ansiosa, sino la percepción de la situación que desencadena en nosotros la sensación de incapacidad para manejar la situación o para salir airoso de ella.
Los niños se muerden las uñas, se ponen colorados, les duele la barriga o se esconden para mostrar su ansiedad. Pero no conseguiremos que un niño deje de morderse las uñas a no ser que consigamos que perciba que puede con la situación que le produce la percepción del miedo o la incapacidad.
Según Giorgio Nardone «las fobias surgen a través de una secuencia gradual de intentos fallidos por controlar y manejar los propios miedos, hasta la total sensación de incapacidad». Dicho de otra manera, las fobias muestran un tipo de interacción circular entre miedo, ansiedad y pérdida de control.
El carácter patológico de las fobias, pues, viene dado por el grado de incapacitación al que se ve sometida la persona; podría decirse que son miedos que no se pueden controlar.
Con esto quiero señalar que, mientras uno pueda convivir con sus miedos sin dejar de hacer nada de lo que haría si no los tuviera, estamos dentro de los límites de la normalidad. Por el contrario, nos encontramos frente a un caso patológico en el momento en que una persona deja de ir a divertirse, de quedar con sus amigos o incluso de ir al trabajo. Eso ya no es normal.
En el ámbito infantil se trataría de niños y niñas que dejan de ir a campamentos escolares por diversos miedos, que no quieren ir al cole o dormir fuera de casa, dejan de frecuentar a sus amiguitos o se pierden las clases de baile o los entrenamientos de fútbol. Cuando nos enfrentamos a estas situaciones, hemos de ser conscientes de que hay un componente fóbico y de que el niño no está sabiendo manejar ni controlar su ansiedad ni su miedo.
Miedo: Es la percepción de peligro ante una situación que no controlamos ni podemos predecir cómo se resolverá, y que nos produce inseguridad y ansiedad.
Ansiedad: Reacción psicofisiológica (sudor frío, nervios, taquicardia...) producida por la percepción del miedo.
Fobia: Falta de control del miedo, con incapacitación social.