A mediados de 2015, descubrí algo que hasta entonces ni siquiera podía sospechar: que no sólo mi fecha de nacimiento era distinta a la oficial, sino también parte de mi familia.
En este libro me proponía volver sobre los descubrimientos científicos que más me han impactado, aquello que ha provocado cambios reales en nuestra forma de ver el mundo, en nuestra aspiración a la felicidad... Y de repente, casi a los ochenta años, todo cambiaba en mi propio pasado. Mis orígenes eran distintos de lo que habían creído mis padres y hermanos.
Debo hablar de una familia desdoblada: por una parte, mi abuelo oficial, el agricultor escapado de la guerra de Cuba, que sólo de vez en cuando consigue retener en Granollers a su mujer, Magdalena, la diosa de la belleza y de la locura, para cuidar a sus tres hijos: José, Segundo y Juan. Luego llegaron dos hijas más: Catalina y María, mi madre; alguien en la vecina Barcelona aceptaría la paternidad de esas dos hijas tardías.
María, mi madre, vivió convencida de que la diosa de la belleza y de la locura había fallecido mientras ella asomaba la cabeza al mundo. Su santo padre guardó el secreto, pero en realidad la apartaron del mundo con algún pretexto que ocultaba otra relación. La única que sabía algo era Catalina, resguardada demasiados años en el internado de las Salesianas; aunque nunca se topó de frente con su auténtico padre y benefactor, sí lo quiso en silencio.
Nunca acepté del todo el sentimiento de reina destronada que embargaba a mi madre, María, con relación a su hermana Catalina. Era más guapa, más joven y se parecía más a su padre misterioso. Pero a María —que había empezado unos años más tarde que su hermana la formación en las Salesianas— le pesaba como un tronco sacado del río el calificativo de sopera. Soperos se llamaba a los alumnos incorporados a la institución más tarde y pagando mucho menos que los demás, algo que la muerte del padre benefactor había impuesto.
Así pues, no tenían padre ni madre. María estaba convencida de que su madre había fallecido en el parto que la trajo al mundo, junto a una melliza que también murió. Catalina, aunque supo lo que estaba ocurriendo, guardó silencio. Ni Catalina ni María, en cualquier caso, revelaron nunca a sus hijos la identidad de su padre cuando la descubrieron; tampoco es seguro que ellas mismas fueran conscientes de ello durante muchos años.
La enfermera María Casals Roca, nacida el 3 de diciembre de 1910, y el doctor Eduardo Punset Alegrí, tres años más joven, se casaron en Barcelona poco antes de que estallara la guerra civil española. Asumidos los sinsabores de la contienda, se trasladaron en 1941 a la Vilella Baixa, cerca de Falset, en el Priorat, donde el doctor Punset prodigó sus cuidados médicos, montado en una mula, por los pueblos de La Figuera, La Vilella Alta, La Vilella Baixa, Cabacés y Gratallops.
Ella no tenía, por lo tanto, padre conocido y él no tenía madre, fallecida, ella sí, durante el parto. Ninguno de los dos había heredado nada e iniciaron la lucha por la vida con lo puesto. Empezaron desde cero en un entorno diezmado por la guerra, que no consiguió nunca abatirles ni disminuir su optimismo y ganas de trabajar.
Curiosamente, sí pude detectar los restos de un odio canibalesco en lo poco que había sobrevivido de la guerra civil, y como muestra del antianarquismo visceral de algunos. Joan Llarch recuerda en su obra La muerte de Durruti una anécdota reveladora y entrañable: un mendigo se hizo con el grupo que rodeaba a Durruti extendiendo la mano para pedir con la voz truncada una limosna. Era un hombre joven pero con gesto vencido, como corresponde a todo mendigo; el desdichado se quedó de piedra cuando la voz inconfundible de Durruti, después de sacar una pistola, se la tendió diciendo: «¡Vete! ¡Busca un banco y ve a por dinero!». El mendigo salió corriendo. Alguien interpeló al líder anarquista para decirle que su intervención no tenía justificación alguna. «A lo mejor tienes razón, pero es un hombre demasiado joven para ir pidiendo limosna a los demás», fue su respuesta. Nunca comprendí hasta entonces por qué un liberal ateo y reconocido como mi padre, debió esconderse en el zaguán de una terraza del acoso atávico e impredecible de los cuatro anarquistas que no le habían perdonado nunca que su protector más celoso fuera un suboficial militar retirado, marido de Pazita, la madre adoptiva de mi padre, durante su permanencia en el barrio de Sants de Barcelona. En su mente resonaría el eco de la conversación de Durruti increpando al mendigo que se había atrevido a pedir ayuda.
En los tiempos de mi infancia en el pueblo, las tres hijas de una pareja de anarquistas se llamaban Libertad, Ilusión y Primavera. Lo que sus nombres evocaban algunos años después era el cerebro indomable de los llamados maquis, atropellados por la guardia civil en las montañas vecinas.
¿Por qué aparece de súbito Catalina en la Vilella Baixa en busca de sosiego y amor? Fue una decisión fruto del carácter altruista del doctor Punset, pero que no se tomó con el acuerdo total de María. La soledad y la tuberculosis que Catalina sufría sola en Granollers fueron el origen de la invitación para que pasara una temporada en la Vilella Baixa; al poco tiempo de su llegada se casó con un músico y campesino que, por cierto, poseía una de las casas más bellas del pueblo.
La entrada de aquella nueva morada estaba escondida en una calle empedrada, pero la balconada en el lado opuesto daba a un barranco profundo y denso por el que fluía al final el riu Petit, afluente unos pocos metros más allá del riu Gran, que configuraba el pueblo. Catalina se afincó en aquel rincón del Priorat pocos años antes de que María y Eduardo, mis padres, se marcharan a Vilaseca de Solcina, a unos diez kilómetros de Tarragona, en busca de un centro de enseñanza secundaria para sus hijos.
Entre Vilaseca y Tarragona había entonces una carretera solitaria, que a los nueve años el autor de estos recuerdos recorría todos los días en bicicleta. Eran diez kilómetros de recorrido, que daban tiempo suficiente para ahondar en el significado del tiempo y poco más. Lo mucho que aprendí en el colegio de La Salle fue el fruto, sin embargo, de aquellos diez kilómetros, a menudo fríos y ventosos, perdidos en la mente de las poquísimas personas que pasaban por allí muy de vez en cuando. ¿A quién le podía suscitar una búsqueda neuronal y atrabiliaria aquel recorrido fuera del tiempo y del mundo de los homínidos? Tampoco llamaba entonces la atención La Canonja, una aldea de quinientos habitantes colocada a mitad de camino.
Me he entretenido muchas veces pensando cómo habría reaccionado la diosa-abuela Magdalena con Eduardo, Pedro, José y Alberto, es decir, mis hermanos y yo. En el desorden característico del momento, el registro de mi acta de nacimiento se retrasó hasta el 20 de noviembre de 1936, a pesar de haber nacido once días antes. La verdad es que María y Eduardo no habían podido casarse hasta entonces.
Empecemos por mí mismo, Eduardo. Economista internacional y escritor, residí veinte años en el extranjero y disfruté luego de una gran aventura: durante quince años buceé en el conocimiento científico, leyendo e interrogando a algunos de los hombres más sabios de la Tierra, para contárselo a todo el mundo. Este libro quiere ser el testimonio de lo mejor de todos ellos, de lo que se me antoja más útil para mí, para mis nietas y para todos mis lectores.
El segundo fue Pedro, cuya infancia transcurrió durante más de seis años con los abuelos paternos en Barcelona, que también habían cobijado y protegido a mi padre en el barrio de Sants. Me acuerdo de la frase: «Ha pasado Don Pedro camino de Suiza y dice que está muy bien». Se trata del tipo de mensajes que recibía el doctor Punset procedentes del aeropuerto del Prat. Pedro se casó con Helga, una alemana tierna y de otro mundo con la que sentó la cabeza durante un tiempo. Tuvo una hija y un hijo, un ingeniero muy brillante, en Suiza. Dedicó varios años de su vida a la sección de presupuestos de la Organización Internacional del Trabajo, primero en Ginebra y después en la delegación en Turín. Allí se casaría tiempo después, pero una irremediable enfermedad degenerativa le conduciría, lenta e inexorablemente, hacia la muerte.
El tercer hijo, José, vivió muy poco, acosado por una insistente fibrilación auricular paroxística diagnosticada en Washington, que acabó con su vida poco después de una operación cardiovascular.
El cuarto y último hijo fue Alberto, que emigró una larga temporada a Santo Domingo, donde se dedicó a la explotación agraria. En la actualidad vive con una maestra catalana a la que le encanta su profesión, y la vela que practica Alberto.
Como se ve, la diáspora nunca ha sido ajena a nuestra familia. Pues todavía hay más: si permitís que me remonte a la generación de mi padre, os contaré que uno de sus dos hermanos se alistó en el ejército francés, donde ejerció de suboficial en la paz y en la guerra. Escribía cartas a sus hermanos desde tierras lejanas como Dien Bien Phu, en Vietnam. A todos se les había inculcado la idea de que tarde o temprano sería mejor emigrar de un país cerrado y totalitario como España.
Pero situémonos a comienzos de la década de los cincuenta. Asomaban la cabeza en las costas españolas los primeros turistas europeos. España estaba iniciando una cierta apertura al exterior, a pesar de la política cerrada, cuando no cerril, de nuestros augustos dirigentes. Los pacientes extranjeros del doctor Punset pagaban los servicios sanitarios recibidos y pedían toda clase de ayuda, desde remedios para las heridas causadas por insolación o para paliar los efectos de unas borracheras de órdago que dejaban boquiabiertos a los indígenas, hasta asistencia por fracturas óseas resultantes de esfuerzos físicos estrafalarios... Incluso asistencia a partos inesperados. Así pudo sufragar su primer aparato de rayos X.
La primera ayuda recibida por los hijos del matrimonio que había salido de la nada —esto es, mis padres— fue cobijar durante unos años a mi hija, su primera nieta, Nadia, llegada de París. El nombre de Elsa —la segunda nieta— fue en recuerdo de Elsa Triolet, la esposa del escritor francés Aragon. La tercera fue Carolina, que nació en Washington.
En aquella época se empezaba a intuir la posibilidad de que las emociones acabaran incidiendo sobre el futuro personal y empresarial. Faltaba poco para que se llegara a pronunciar la frase: «Con esta cara de pocos amigos vas a llevar a tu empresa a la bancarrota; vale más una sonrisa que un fármaco».
Pienso en mi padre y en sus desvelos antes de volar hacia el contenido de este libro. ¿Cuáles son los cimientos de una buena salud? Cuando contemplo a una persona, a menudo mujer, llenar su bolso con la lista interminable de productos farmacéuticos que le han recetado sus médicos, sé que todavía no ha descubierto lo que pueden hacer por ella esas mentes lúcidas que han indagado en los procesos físicos y mentales que nos rigen. Y es que catedráticos como John Bargh, de la Universidad de Yale, han desarrollado durante estos últimos años la idea de que en algunos aspectos la intuición puede ser mejor que la razón a la hora de curar. Las terapias orientadas a curar los desajustes emocionales han obtenido ya unos resultados hasta ahora desconocidos en la lucha contra esas enfermedades que quedaban en mano de la química pura y dura. Hablamos de la plasticidad cerebral.
Walter Mischel, junto a otros como él, ha explicado a lo largo de más de veinte años que es preciso preparar el cerebro de nuestros hijos durante su infancia para la redistribución del trabajo, que en el siglo XXI preponderará sobre la redistribución de la riqueza. Porque tenderá a desaparecer la dicotomía actual entre trabajo y descanso y se reformará la organización del trabajo para que resulte innecesario separar los dos periodos, y hay que estar preparado para asumirlo.
En lugar de pasar la vida preguntándose si hay vida después de la muerte, será mejor constatar que hay vida antes de la muerte. Con el conocimiento del genoma humano, hemos empezado a adquirir el control de nuestra vida, de nuestra especie y de todas las demás. Ahora se sabe que el pasado ha sido una fuente constante de ignorancia y diferenciación social, lo que ha llevado a científicos como Steve Pinker a proclamar que cualquier tiempo pasado fue peor. No sólo hay que aprender para ser feliz, sino también desaprender.
El cerebro consolida su sistema defensivo para protegerse, y corre un riesgo cierto cada vez que debe adaptarlo. De ahí la resistencia de los humanos al cambio, aunque sin cambiar es imposible salir de la crisis para ser feliz. No me cansaré de repetir a mis queridas nietas ni a mis queridos lectores que si hasta la estructura de la materia cambia, ¿cómo no vamos a poder cambiar nosotros de opinión? Diversos experimentos demuestran que incluso los primates cambian de opinión más fácilmente que los humanos; de cara al futuro, la rigidez es insostenible.
Las diversas dimensiones de la felicidad, comprobadas mediante experimentos que han cifrado la correlación de los distintos factores responsables de ella, pueden expresarse en una ecuación matemática: los hay que reducen la felicidad, como el miedo o las mutaciones lesivas, que se colocan todas en el denominador de la ecuación; mientras que en el numerador aparecen todos aquellos factores que nutren la felicidad, como las relaciones personales, la emoción invertida en cada proyecto o la empatía aparecida hace unos cincuenta mil años y que muestra la capacidad de cada uno para saber colocarse en el lugar del otro. Por eso puedo afirmar, y me gusta hacerlo, que no hay proyecto sin emoción.
Durante años he conversado con científicos que contestaban a mis inesperadas preguntas desde sus laboratorios, microscopio en mano. He pensado muchas veces en dos cosas: primero, en por qué, a lo largo de casi veinte años, cuando he entrevistado a un científico en televisión sobre misterios que a él le parecían de todo menos misteriosos, agradecía la curiosidad ajena; y en segundo lugar, en cómo se maravillaban ellos tanto como yo mismo de que las preguntas y respuestas semanales estuvieran creando algo nuevo.
Por primera vez en España se están conjuntando la ciencia y la divulgación científica. Los muy jóvenes primero, y los mayores después, están creando una forma nueva de conocimiento. Gracias a las redes sociales, la gente se puede expresar y entrar en relación con otras personas, estén donde estén, algo inaudito en un país donde apenas hay ejemplos de revolución científica.
Como intento explicar en mi último libro, El viaje a la vida. Más intuición y menos Estado, el humano ya ha salido de las cavernas: al iniciarse el siglo XXI, por fin, ha conseguido aumentar su esperanza de vida, algo que no ha logrado ninguna otra especie. Cuenta ahora con un cerebro sobredimensionado, lo que le permite innovar de forma abrumadora, explotando las redes sociales y no sólo sus genes. Pero, sobre todo, ha empezado a aprovecharse de su plasticidad cerebral. Esto le confiere un poder insospechado para mejorar la sociedad.
¿Cuáles fueron los cimientos de esa revolución cultural? El descubrimiento, primero, de que mucho antes que la razón la propia intuición había ido elaborando la manera de pulir y elaborar el conocimiento. Tradicionalmente, se había considerado que nada ni nadie podía compararse con el poder de la razón. Cuando yo era pequeño, al salir de la escuela, en casa, se estaba únicamente interesado en escuchar los hallazgos de la razón. Nadie se interesaba demasiado en los vericuetos milenarios de la intuición.
La investigación científica no desembocó en el descubrimiento de la intuición hasta que unos pocos científicos, como Gerd Gigerenzer, director del Centro para la Conducta Adaptativa y la Cognición del Instituto Max Plank, llamaron la atención de sus colegas sobre este asunto. La mayor parte de la psicología moderna sigue tratando de demostrar que las intuiciones fallan; y el propio premio Nobel Daniel Kahneman pasó muchos años intentando demostrar que uno no podía fiarse de la intuición.
El segundo gran cimiento del nuevo conocimiento fue constatar que, a veces, hay que saber prescindir de determinada información. Recuerdo muy bien cuando Gigerenzer me contó su propio experimento. Preguntaron a sus alumnos cuál de las dos ciudades —Milwaukee o Detroit— era la más poblada. Se produjo una clara división de opiniones: el 60 por ciento se inclinó por Detroit, que era la respuesta correcta, pero el resto optó por la otra. Prosiguieron con el experimento cambiando de país; en Alemania, con el resultado de que la mayoría ni siquiera había oído hablar de Milwaukee y conocía poco o casi nada de Detroit. ¿Qué creéis que pasó? ¿Qué proporción de alemanes acertó la respuesta? Lo sorprendente es que prácticamente todos.
¿Y cómo es posible que las personas con menos información realicen sistemáticamente mejores inferencias que las que saben más cosas? Aquí se aplica una regla general muy sencilla, que se denomina heurística de reconocimiento: escoge lo que conozcas. Hemos hecho experimentos similares con campeonatos de fútbol y el resultado fue parecido: sistemáticamente, las predicciones de los que no sabían eran igual de buenas que las de los expertos, y a veces mejores, porque disponían de conocimiento parcial, y, por lo tanto, podían basarse en esas reglas sencillas y poderosas que sustentan el acierto.
Y vuelvo, con todo el amor, a mi padre. Llegó un día muy doloroso en que pude descubrir en mi propio cerebro lo que me iba a dictar la heurística del reconocimiento: esa mañana, al acariciar el dedo gordo del pie helado de mi padre supe que la vida se había ido a otra parte. Padecía las consecuencias de un ictus desde hacía tiempo, y a él, que había ayudado y curado a tantos, se le fue su propia vida de las manos.
Recuerdo que Nadia y yo encabezamos el entierro de mi padre, un hombre cuyo lugar de nacimiento nadie recordaba. A partir de entonces, todo iba a ser distinto: sólo dos de los cuatro hijos le sobrevivieron, uno de ellos en Santo Domingo, muy lejos de aquí; y el otro, yo mismo, en Washington.
En realidad, mi padre y yo estuvimos juntos en la Vilella Baixa hasta mis diez años. El primer alejamiento serio se produjo al ingresar yo en el Internado de los Hermanos de La Salle; de después no recuerdo nada, de antes lo recuerdo todo. Los huevos recién puestos por las gallinas, que el amor materno y paterno nos traían todos los fines de semana al colegio... Nunca los he probado tan frescos. Era la gran fiesta mayor. Desde entonces, y hasta que conocí a Suzel Bannel, mi mujer, nacida en Francia, jamás había sentido tan cerca el amor familiar, ni me había sentido tan agradecido en lo más profundo del alma.
Nunca como entonces me he sentido tan seguro de tener justo el padre y la madre que necesitaba. Esta tarde, al salir de un restaurante en Sarrià, me he encontrado en la calle con una persona treinta años más joven que yo a quien mi padre había curado el dolor que no le dejaba dormir, porque en cualquier momento la menstruación desbarataba su organismo. «Su padre era genial, bueno y optimista. Supo cómo hacerme olvidar los dolores provocados por la regla», me ha dicho. Esto me ha hecho pensar que gracias a mis padres fui capaz de desarrollar la ilusión y el interés por la ciencia que me han impulsado a escribir este libro y tantos otros.