Por CARLOS MARTÍNEZ, director de deportes de Canal Plus
Hay gente que nace con buena estrella y luego está Maldini. La primera vez que comentó un partido desde una tribuna de prensa fue en Wembley. No está mal el comienzo para alguien que apenas cinco años atrás se dedicaba a insertar anuncios por palabras donde proponía intercambios de vídeos de fútbol en tebeos infantiles de la época, tipo Mortadelo o Zipi y Zape. Lo sé porque yo estaba a su lado narrando aquel Torneo de Wembley que adquirió Canal Plus, allá por agosto de 1990, y que enfrentaba a Real Sociedad, Arsenal, Sampdoria y Aston Villa. En aquel dúo yo ejercía el papel de veterano, y eso que mi experiencia se limitaba a haber sido un meritorio de la sección de deportes de la SER, con un éxito bastante discreto. Cuando terminamos el partido me rogó —tampoco hizo falta demasiado— que bajáramos al terreno de juego. Si había suerte, podríamos colarnos en el césped y pisar la hierba de Wembley. Lo hicimos y, aunque la experiencia era mágica para dos periodistas imberbes que no se habían ganado el derecho a pisar semejante templo, recuerdo mucho más nítidamente la cara y las expresiones de todo tipo que soltaba Maldini que lo que yo sentí. Era tal su alborozo que no creo exagerar un pelo si pienso en aquello como una especie de éxtasis místico.
Visto así, parece hasta lógico entender que a Julio siempre le haya parecido fácil esto del periodismo deportivo. Creo que su secreto es que nunca ha abandonado el parque de bolas infantil en el que vive desde entonces. Puede currar doce horas, ver tres partidos y presentar un par de programas el mismo día y no perderá en ningún instante su entusiasmo. Sin necesidad de pensarlo mucho, sabe que es un privilegiado que ha tenido la fortuna de convertir en medio de vida su mayor, casi única, afición. De ese ardor infantil por el juego proviene su inagotable energía para el trabajo.
Ha pasado una eternidad desde aquel verano del 90, pero es posible que no conozca a nadie que haya cambiado menos que él en este largo período. Una de sus características señas de identidad es su absoluto desconocimiento de todo lo que sea práctico. No tiene curiosidad alguna por saber cómo funcionan las cosas, cómo se fríe un huevo o cómo organizar una maleta para un campeonato de treinta días. Así que, si compartes con él un Mundial, debes saber que, a pesar de que en tu propio hogar tengas bien ganada la fama de desastre para lo cotidiano, terminarás ocupándote de elegirle la ropa para el programa de la noche; soportarás, mientras conduces atravesando Alemania, cómo grita sobresaltándote desde el asiento del copiloto por el golazo de un checo cualquiera que acaba de ver mientras repasaba partidos de la pasada Eurocopa Sub-21 en su inseparable DVD; y es probable que termines, mitad enfadado, mitad apiadado de él, demostrándole que, con un poco de método, en su equipaje sigue entrando, aunque parezca imposible, todo lo que metió su mujer hace un mes. Aclaro, como probablemente ya imaginaréis, que ninguna de estas últimas situaciones pertenece al territorio de la hipótesis.
Maldini es, en mi opinión, uno de los fenómenos mediáticos más destacados de los últimos veinte años; y a pesar de ello, en todo este tiempo no lo he visto nunca enfermar de importancia. Hay dos cosas que con él siempre son seguras: no te dirá que no a hacer una retransmisión más, por bacalá que sea el partido; y no lo oirás hablar mal de nadie. Y así otros veinte años, ahí, feliz, retozando en ese parque de bolas que para él es el fútbol.