CAPÍTULO 1

Una ideología y una filosofía en común

¿No habrá detrás de todos estos movimientos algo mucho más temible, algo que sus jefes ni siquiera conocen y de lo que no son, por lo tanto, más que simples instrumentos?

RENÉ GUÉNON, Le théosophisme, historie d’ une pseude-religion

Cuando se desvanecía el siglo XIX, extrañas sectas y escuelas esotéricas, que pasaban inadvertidas trabajando en las penumbras, insuflaban peligrosas ideas a la sociedad. Sería ingenuo pensar que se trataba de un accionar fanático pero inocente o desinteresado. Nunca es así.

Al respecto, la historia nos cuenta acerca de las tenebrosas afinidades que existían entre distintos grupos de poder imbuidos de alocados pensamientos. Esas relaciones entre cofradías y hermandades secretas terminarían siendo parte del caldo de cultivo de grandes tragedias, tal como lo fueron la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

En ese entonces cobraba cada vez más fuerza la teoría de la Evolución de las especies, de Charles Darwin, que revolucionó el pensamiento científico. La entonces novedosa idea de la “selección natural” — que establece que las especies más aptas son las que sobreviven mientras las más débiles desaparecen— impactaría también en las ideologías de la época. Ese pensamiento — inicialmente concebido para explicar de algún modo que el hombre desciende del mono, y éstos a su vez de especies menos evolucionadas— sería aceptado y luego dramáticamente aplicado a los humanos, por sectores intelectuales reaccionarios. Con esa visión distorsionada de la realidad, las personas quedarían clasificadas en “fuertes”, elegidas para gobernar el mundo, y “débiles”, cuyo destino era ser dominadas y sometidas por las primeras.

En sintonía con estas ideas — que constituían una especie de “plan cósmico” determinado, liderado por tiranos desquiciados que fueron seguidos por millones de fanáticos—, aparecerían, además, algunas escuelas filosóficas como la existencialista atea, en la cual abrevarían los futuros dictadores.

Entre los existencialistas, Hitler fue seducido por las ideas de Friedrich Nietzsche, filósofo y poeta alemán cuyo pensamiento es considerado uno de los más radicales del siglo XIX. Uno de los argumentos fundamentales de Nietzsche era que los grandes valores (en Occidente representados especialmente por el cristianismo) habían perdido su importancia y su poder en la vida de las personas, opinión respaldada con su tajante y escandalizadora frase: “Dios ha muerto”.

El filósofo germano estaba convencido de que los valores tradicionales representaban una “moralidad esclava”, a la cual en La genealogía de la moral define como una moralidad creada por personas débiles y resentidas que “fomentaban comportamientos como la sumisión y el conformismo porque los valores implícitos en tales conductas servían a sus intereses”.

Nietzsche — muy cercano al compositor alemán Richard Wagner— afirmó el imperativo ético de crear valores nuevos que debían reemplazar los tradicionales. De este modo nació el ideal del hombre futuro: el superhombre (Übermensch).

La influencia de la cultura griega —en especial los aportes de Sócrates, Platón y Aristóteles—, el pensamiento de Nietzsche, influido a su vez por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, y la teoría de la evolución fueron algunos de los ingredientes que ejercerían su influencia de cara a las nuevas ideologías.

Con todas estas vertientes — y algunas otras disparatadas variantes— se preparaba y fortalecía el soporte intelectual que sustentaría a los déspotas del siglo XX, justificando con falsas verdades su despreciable accionar.

Entre otros, los fermentos fueron: racismo exacerbado, falsas religiones, sociedades secretas, magia, ocultismo, mitos y leyendas antiguas, y hasta el culto a talismanes, considerados objetos de poder. Era un cóctel explosivo con elementos altamente inflamables. Tarde o temprano tendría que reventar.

La idea de la superioridad racial de ciertos “grupos elegidos” — destinados a conducir los destinos del mundo— estaba planteada desde los albores de las primeras grandes sociedades (griegos, romanos, etc.) pero ahora renacía fortalecida. Restaba aplicarla hasta sus últimas consecuencias.

Las afinidades de los poderosos — hablamos de ideología, filosofía y negocios— trascienden las fronteras nacionales y se extienden como raíces entrelazadas de un bosque subterráneo, desconocido para el común de los mortales. Por eso es importante destacar que, detrás de esa realidad que preparaba las grandes guerras, se vislumbraba la presencia escondida de personajes influyentes que integraban sectas exclusivas. Se trataba de quienes manejaban los grandes negocios, como la comercialización del petróleo o la industria bélica. Por tal motivo en esa época, tal como acontece hoy, varios líderes mundiales proclamaban la paz pero, en realidad, buscaban el conflicto armado y la destrucción. ¿La razón? Millones de dólares se ganan en cada guerra, aunque esto signifique la muerte de grandes masas de inocentes. Para la cosmovisión de dichas personas, las aniquilaciones humanas — generalmente perpetradas contra pueblos de una “cultura diferente”— son consecuencia de sus propias ideas segregacionistas, y en el mejor de los casos justificadas como “daños colaterales”.

Con ese marco como telón de fondo, veremos más adelante que Hitler fue una pieza útil de una enmarañada red de intereses. No estaba solo. Por eso, tras ser un humilde pintor de Viena, pudo llegar al máximo del poder. Por el mismo motivo, porque sus amigos eran fuertes, permaneció como jefe de una Alemania nazi que llegó a tener el dominio absoluto de casi toda Europa. También, y aunque resulte increíble, merced a esos vínculos pudo escapar ileso de Berlín cuando se desmoronaba el Tercer Reich.1

La concepción ideológica de Hitler, a diferencia de lo que se piensa habitualmente, no era original. Él, simplemente, desde su mocedad, se embriagó con las teorías en boga. Pero, a diferencia de otros fanáticos, no se quedó con una mera especulación intelectual sino que aplicó esas creencias en extremo y las llevó a la acción política sin ningún tipo de miramientos o contemplaciones. Además, Hitler tuvo la suerte de hallar importantes financistas para sus planes, y éstos, a su vez, tuvieron la habilidad de “encontrar” al líder nazi.

Cuando Hitler era un adolescente, varias mitologías, con las más diversas variantes interpretativas, impregnaban la intelectualidad europea. El futuro Führer no fue ajeno a esas influencias. Desde su juventud, Hitler — nacido en Austria el 20 de abril de 1889— alimentó su fantasía con las óperas de Wagner, cuya sugestiva música sería utilizada durante las ceremonias esotéricas de varias escuelas ocultistas.

Entre las primeras obras de Wagner se destacan Der Fliegende Holländer (El holandés errante) y Tannhäuser. En 1864 el rey Luis II de Baviera se convirtió en su mecenas. De ese período datan, entre otras composiciones, Tristán e Isolda y sus óperas Los maestros cantores de Núremberg y el Idilio de Sigfrido, también Parsifal, su última obra.

En Das Judenthum in der Musik (El judaísmo en la música), un ensayo publicado en 1850, se manifestó el antisemitismo de Wagner. Allí lamenta la “judaización” del arte moderno. También afirma que “el judío” es incapaz de expresarse artísticamente.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX había cobrado fuerza el denominado “racismo biologizante”. Uno de sus máximos exponentes en Europa fue el francés Arthur de Gobineau, que impresionó a Wagner, y el inglés — alemán por adopción— Houston Stewart Chamberlain. Ambos difundieron la idea de la superioridad de la “raza aria” frente al judaísmo. Chamberlain se casó en 1908 con Eva, la hija de Richard Wagner.

En las composiciones de Wagner se describían antiguas leyendas como el Anillo de los nibelungos o la historia del Santo Grial, la supuesta copa de la cual bebió Cristo durante la Última Cena. En relación con esta última — cuando el siglo XX despuntaba y Hitler se estaba formando intelectualmente—, el gran maestre Joris Lanz, jefe de la Orden de los Nuevos Templarios (ONT), dijo que el Santo Grial era:

[...] una especie de acumulador de energía del cual la raza aria (indoeuropeos venidos del Este, fundadores del pueblo alemán) extrae sus poderes y su legitimidad superior. En tanto que “hijos de los dioses”, los arios, han recibido el Grial para mantener sus facultades superiores (intuición, clarividencia, poder para dominar las energías y fuerzas de la naturaleza, etcétera).2

Un dato interesante es que Lanz estudiaba en la biblioteca del monasterio Heiligenkreuz (la Sagrada Cruz) y en la de la abadía de Lambach. Algunas de las obras que leía habían sido llevadas desde la India por el prior Theodor Hagen, quien había quedado muy impactado tras un extenso viaje realizado por Oriente. Por esa razón, Hagen — impresionado por la filosofía de esa región del mundo— llenó su iglesia de cruces esvásticas, el símbolo solar hindú de la fuerza y la buena suerte.

Justamente para ese entonces el joven Hitler formaba parte, con gran entusiasmo, del coro de la abadía de Lambach. Así, el futuro líder alemán, mientras cantaba con devoción, observaba la cruz esvástica que luego adoptaría como símbolo para la bandera nazi. Posteriormente, cuando llegara al poder, ese signo se convertiría en el central de la nueva enseña nacional alemana.

De esos tiempos de su formación, el mismo Hitler contaba:

Fue sin duda en aquella época cuando forjé mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el largo camino de la escuela y la camaradería que mantenía con muchachos robustos, lo cual era motivo frecuentemente de hondos cuidados para mi madre, pudieron haberme convertido en un poltrón. Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea de mi profesión futura, sabía en cambio que mis simpatías no se inclinaban en modo alguno hacia la carrera de mi padre. Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentos con mis condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo, que aprendía bien y con facilidad en la escuela, pero que no se dejaba tratar fácilmente. Cuando, en mis horas libres, recibía lecciones de canto en el coro parroquial de Lambach, tenía la mejor oportunidad de extasiarme ante las pompas de las brillantísimas celebraciones eclesiásticas. De la misma manera que mi padre vio en la posición del párroco de aldea el ideal de la vida, a mí la situación del abad me pareció también la más elevada posición. Al menos, durante cierto tiempo así ocurrió.3

Como miles de adolescentes, Hitler se formaría escuchando fascinado la teoría de la magia de las runas, la ascendencia cuasidivina de las tribus germánicas, el poder de los símbolos ocultos, la astrología y la alquimia y, además, leyendo literatura antisemita, de gran difusión durante esa época. Era una mezcla de ideas afiebradas con pociones excitantes de racismo, wagnerismo y ocultismo.

El futuro líder nazi — que dedicaba varias horas a la lectura y a la pintura— reconocería a Schopenhauer como “maestro intelectual”. Schopenhauer fue el primer filósofo occidental que — además de proclamarse ateo— puso en contacto los pensamientos de Occidente con los de Oriente. La fusión de las filosofías de Platón y Kant con las doctrinas brahmánicas y búdicas se convirtió en el corazón del sistema schopenhaueriano.4 Además, Hitler solía citarlo con frecuencia en sus conversaciones y se asegura:

[...] en la Primera Guerra Mundial llevaba en su mochila una edición barata de El mundo como voluntad y representación. Preguntado por Leni Riefenstahl sobre cuál era su lectura preferida, contestó sin dudar: “Schopenhauer, siempre ha sido mi maestro”. ¿Cómo? ¿No es Nietzsche? Hitler aclaró que a éste lo apreciaba como escritor, poeta y artista, pero como filósofo su modelo había sido Schopenhauer. A través de Schopenhauer, Hitler llegó también al Bhagavad-Gita, otra de sus lecturas preferidas; de ese modo remontó el origen de la raza aria a los hindúes incorporándolos así a la doctrina del nacionalsocialismo.5

En varias obras el filósofo alemán había dejado plasmados sus sentimientos antisemitas. Por ejemplo, decía:

[...] lo esencial de una religión en cuanto tal consiste en el convencimiento que nos da de que nuestra auténtica existencia no se reduce a esta vida, sino que es infinita. Pero la miserable religión judía no nos proporciona tal cosa; es más, ni siquiera lo pretende. Por ello es la más tosca y la peor de todas las religiones... la religión judía es totalmente inmanente, y no transmite más que un grito de guerra que llama a la lucha contra otros pueblos.6

Schopenhauer pensaba que los judíos podían llegar a tener derechos civiles pero jamás la conducción del Estado. Así lo expresaba:

Es de justicia que los judíos disfruten de los mismos derechos civiles que los demás ciudadanos, pero darles parte en el Estado es absurdo: son y serán siempre un pueblo oriental extranjero, por lo que no deben tener otra consideración que la de extranjeros residentes.7

El filósofo admirado por Hitler calificaba a los judíos como “los grandes maestros en el arte de mentir”, entre otros duros epítetos que alimentaban el sentimiento racista de los intelectuales de la época.8

Y así como el futuro Führer tuvo la influencia de determinados pensadores, también estuvieron aquellos intelectuales que — como, por ejemplo, el filósofo Martin Heidegger— se “convirtieron” al nazismo. Este último se integró al Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei), y su adhesión a las ideas nazis fue manifestada en el discurso que pronunció en la toma de posesión del rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933, cargo que ocupó por poco tiempo. En 1945, tras la caída del Tercer Reich, fue destituido como docente de dicha casa de estudios por su simpatía con el nazismo.

Después de la Primera Guerra — que terminó con la derrota de Alemania—, Hitler, que había sido cabo del Ejército durante dicha contienda, se vinculó con la Sociedad Thule, un círculo místico conformado por profesionales, especialmente abogados, militares, nobles y aristócratas.

En la mitología germana, Thule era un paraíso perdido — ubicado en el océano Atlántico— donde vivieron superhombres de raza aria. Para ingresar en el mencionado grupo místico era condición indispensable acreditar la “pureza de la sangre”, aria por supuesto, por lo menos hasta la tercera generación. El primer director de dicha secta fue Rudolf von Sebottendorf — su verdadero nombre era Rudolf Glauer—, quien estaba convencido de que los esoterismos islámico y germánico tenían una raíz común. El emblema era una cruz esvástica rodeada de guirnaldas y espadas.

El segundo líder, sucesor de von Sebottendorf, fue Johann Dietrich Eckart (1869-1923) quien hizo entrar a Hitler en la Sociedad de Thule en 1922. Eckart se desempeñó como periodista para publicaciones antisemitas y de extrema derecha. Fue uno de los primeros “filósofos” y oradores del partido nazi junto a Gottfried Feder. Además de haber ejercido una importante influencia en Hitler, lo introdujo en los círculos burgueses de Baviera y de Berlín, que luego se convertirían en financistas del caudillo nazi.

La difusión y aceptación de estos extraños pensamientos vinculados con el ocultismo no se daba solamente en Alemania. Por el contrario, estas ideas fluían con gran aceptación en los círculos del poder mundial incluso más allá del Atlántico, en los Estados Unidos.

Para entonces la Sociedad Thule mantenía vínculos directos con el grupo esotérico Golden Dawn (Aurora Dorada) de Inglaterra, así como con otros círculos herméticos de distintas naciones. Por otra parte, varios de los que luego serían dirigentes nacionalsocialistas — como Rudolf Hess, Max Amann, o el filósofo del nazismo, Alfred Rosenberg, entre otros— fueron integrantes de la Sociedad Thule.

Un hombre que impresionó a Hitler, y con quien trabó amistad, fue el esotérico judío Erik Jan Hanussen, quien estuvo relacionado con su ascenso al poder.

Hanussen, cuyo nombre verdadero era Klaus Schneider, apoyó al nacionalismo hasta que fue asesinado en un bosque cercano a Berlín. Era famoso en la capital alemana porque hacía exhibiciones públicas de sus presuntas facultades paranormales, espectáculos que cautivaban a cientos de fanáticos seguidores. Entre sus adeptos se encontraban Rudolf Hess, Joseph Goebbels y Reinhard Heydrich, quienes luego se convertirían en jerarcas del Tercer Reich.9

Se asegura que Hanussen además fue el astrólogo personal de Hitler, y que la camarilla nazi no tomaba decisiones sin consultarlo, hasta que fue asesinado en 1933.

Durante una reunión privada — realizada en el Palacio del Ocultismo, el 25 de febrero de ese año, a la que asistieron dirigentes del Partido Nacionalsocialista y personajes importantes de Berlín—, Hanussen cayó en trance y vaticinó:

La multitud... una gran multitud en las calles... Todo un pueblo aclamando los desfiles de nuestros SS... Es de noche, desgarrada de fuego... Veo los reverberos iluminados, las luces de la alegría, la cruz en su vorágine de fuego... Es la llama de la liberación alemana, el fuego sobre las viejas servidumbres, el fuego que canta la gran victoria del partido... Ahora alcanza una gran casa... ¡Un palacio! Las llamas salen por las ventanas..., se extienden... Una cúpula pronto, va a derrumbarse... ¡Es la cúpula del Reichstag que flamea en la noche!

Dos días después de la predicción de Hanussen, el Reichstag, el Parlamento alemán, se incendiaba como consecuencia de una acción terrorista que ningún grupo reivindicó.

Los nacionalsocialistas culparon a los comunistas por el atentado y usaron ese hecho para conseguir el poder absoluto en Alemania. Hitler, que en ese entonces era canciller, aprovechó la situación, declaró el estado de emergencia y exhortó al presidente Paul von Hindenburg a firmar el “Decreto del incendio del Reichstag”, mediante el cual se abolieron varios derechos civiles. Esa misma norma fue utilizada por el partido nazi para detener a opositores políticos al régimen y para controlar la prensa.

Lo cierto es que, casi un mes después de haberse producido el incendio del Parlamento, el 24 de marzo de 1933, un grupo de asesinos encabezado por el nazi Karl Ernst — quien fue diputado nacionalsocialista entre 1931 y 1933— detuvo a Hanussen (algunos rumores involucraban a Ernst y a otros nazis en el incendio del Reichstag). Unos días más tarde, los diarios informaban que su cuerpo había sido encontrado por unos leñadores en un bosque ubicado en las afueras de Berlín. La muerte del astrólogo de Hitler nunca fue esclarecida.10

Sin lugar a dudas, una de las influencias esotéricas más fuertes para Hitler fue la del profesor universitario Karl Haushofer, también miembro de la Sociedad Thule. Haushofer estaba vinculado con las logias secretas Sociedad Vril y Sociedad del Dragón Verde, quizá por entonces las dos más importantes del mundo.

Los integrantes de la Sociedad Vril tenían como símbolo una cruz esvástica, que representaba el sol, a la que saludaban con el brazo extendido. El mismo gesto que, durante la Antigüedad, hacían los romanos y que luego adoptaron los nazis. Se trataba de una organización que tenía como propósito alcanzar la “fuerza vril”, inspirada en la mitología nórdica. Para ellos, el vril “sería una especie de energía vital que circunda a toda materia viva y que se encuentra en el principio de toda acción humana trascendental”.11 Sus miembros creían en la existencia de una raza superior y en la posibilidad de contactar otras civilizaciones avanzadas mediante viajes galácticos.

La Sociedad Vril practicaba sesiones espiritistas, y sus integrantes empezaron a creer que los supuestos mensajes que recibían eran enviados por inteligencias extraterrestres, y no por entidades espirituales tal como lo pensaban otros grupos ocultistas. Llegaron a la conclusión de que se trataba de civilizaciones muy avanzadas y que era posible visitarlas viajando por el espacio interestelar. Con esa idea, que se transformó en una obsesión, sus miembros concibieron planos de naves espaciales, e incluso algunos expertos piensan que pudieron llegar a construir prototipos. Trabajaron en proyectos de aeronaves diferentes de las convencionales, circulares, al estilo de los platos voladores, calculando que éstas podrían despegar y volar utilizando una desconocida tecnología antigravitacional. La mayor cantidad de los diseños fue concebida en el marco del Proyecto Haunebu, dirigido por el científico Viktor Schauberger.12 Este círculo habría persuadido a Hitler sobre la necesidad de desarrollar iniciativas espaciales durante la Segunda Guerra Mundial.

En tanto, la Sociedad del Dragón Verde, originaria del Japón, trabajaba junto con el misterioso Grupo de los 72, una secta que reunía entre sus miembros a poderosos personajes del planeta, en especial reconocidos empresarios, militares y políticos (algunos investigadores creen que el Grupo de los 72 aún hoy está activo). No se sabe bien dónde terminaba una de las cofradías y en qué punto comenzaba la otra, ya que estaban interrelacionadas, realizando tareas secretas que permitieran alcanzar objetivos comunes.

El 24 de junio de 1922 se produjo la primera víctima judía del incipiente nazismo: el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Walther Rathenau, quien murió en los brazos de su compañera Irma Staub. Ella recogió sus últimas palabras, que aludían a los autores intelectuales del atentado: “Los 72 que dominan el mundo...”.13 Al parecer, Rathenau había descubierto los movimientos que realizaba la secta y estaba dispuesto a desenmascarar a sus integrantes.

Según Jean Robin, y de acuerdo con su libro Hitler, el elegido del Dragón, estos grupos estaban conformados por un círculo del poder mundial, con capacidad para elegir a dictadores o caudillos a los efectos de que éstos respondieran a los intereses de Los 72 y de la Sociedad del Dragón Verde. Además:

[...] ciertas investigaciones revelaron que uno de los miembros de este centro de decisión oculta (la Sociedad del Dragón Verde), dependiente de la autoridad de Los 72, era, en 1929, el barón Otto von Bautenas, consejero privado exterior de la República de Lituania y brazo derecho del presidente del Consejo, Waldemaras, jefe del movimiento fascista de los Lobos de Acero, propietario de un yate que llevaba el nombre de Asgärd (denominación de una mitológica ciudad nórdica).14

Haushofer — catedrático de la Universidad de Munich, considerado el inventor de la geopolítica— sería un guía clave, se podría decir, el principal maestro espiritual de Hitler. Se trataba de un miembro importante de la Sociedad Thule, amaba la sabiduría oriental y, por esta razón, pasó tres años en círculos esotéricos de Japón y cinco en monasterios del Himalaya. Fue también integrante de las sociedades Vril y del Dragón Verde. En Alemania, fue Rudolf Hess — lugarteniente de Hitler y adepto de la Sociedad Thule— quien se lo presentó a Hitler. Al parecer, Haushofer, además de brindarle conocimientos ocultos, le enseñó a Hitler las dotes de la oratoria, que tan bien supo manejar el líder nazi durante sus discursos. Detrás de Haushofer, los personeros del poder mundial — unidos por el esoterismo y por los negocios— veían con agrado cómo se preparaba al hombre que ellos necesitaban, quien el 30 de enero de 1933 llegaría al poder al ser nombrado canciller de Alemania.

Ahnenerbe

La enseñanza de ocultismo entre los nazis estaba a cargo de Friedrich Hielscher y Wolfram Sievers. También se destacaban dos importantes colaboradores: el escritor Ernst Jünger y Martin Buber, famoso filósofo judío.

Buber se desempeñó en la Universidad de Frankfurt, en Alemania, como profesor de religión y ética hebrea desde 1923 hasta 1933, y a partir de ese año como docente para enseñar Historia de las religiones hasta 1938. Pero también a partir de 1933 ocupó en Alemania el cargo de director de la Oficina Central para la Educación de Adultos Judíos. En 1938 emigró a Palestina en el marco de un plan de erradicación de judíos de Europa, oportunamente acordado entre los nazis y los líderes sionistas tal como se verá más adelante.15

Al empezar la guerra, un misterioso maestro Hielscher — considerado un “mago negro” de la Sociedad Thule— desplazó a Haushofer en las preferencias de Hitler. Para el jerarca Heinrich Himmler, Hielscher era el hombre más importante de Alemania después de Hitler.

Los hombres de Thule, en el anonimato, siguieron trabajando durante el conflicto bélico, en especial con referentes de la organización en el exterior y otros grupos esotéricos amigos que tenían sede en países que conformaban el bando aliado. Esto les permitió mantener una relación fluida y oculta con importantes personajes de aquellas naciones que formalmente estaban enfrentadas a la Alemania nazi.

En la medida en que crecieron en poder, los nazis terminarían conformando su propia secta. En 1935, Himmler, fanático de las ciencias ocultas, creó la Sociedad de Estudios para la Historia Antigua del Espíritu (Deutsches Ahnenerbe), también conocida como “Herencia de los ancestros”. La flamante orden nazi se dedicó a la investigación en distintas áreas de la cultura y la ciencia — lingüística, espeleología, historia de las tradiciones, simbología, etc.— y concretó varias expediciones a diferentes partes del mundo para encontrar “reliquias sagradas”.

Los grupos de estudio de la Ahnenerbe estaban conformados por universitarios que investigaron en las más variadas áreas del conocimiento, incluyendo artes orientales y distintas disciplinas esotéricas. En particular se buscó rescatar y exaltar la historia de la raza germana y fomentar su cultura y tradiciones.

En 1934, Himmler se hizo cargo del castillo medieval de Wewelsburg, que se encontraba semiderruido en Westfalia, con el fin de convertirlo en el centro esotérico del nazismo. En el ala sur del edificio se encontraban los aposentos privados de Himmler, otras habitaciones estaban reservadas a Hitler pero, según se cree, el Führer nunca visitó el lugar.

En la cripta se encontraba la Sala de los Muertos, donde — después de una ceremonia funeraria— se colocarían las urnas con las cenizas de algunos elegidos pertenecientes al círculo hermético de las SS. En la segunda planta estaba el salón destinado al Tribunal Supremo de las SS, con una gran mesa redonda de madera y doce sillones que tenían los blasones de quienes debían ocuparlos. Ése era el centro neurálgico de la orden, el sitio de las reuniones y la toma de decisiones. En toda la propiedad los mejores tapices y cuadros colgaban de las paredes, mientras que valiosas alfombras y cortinados contribuían con la fastuosa decoración del edificio. Casi veinte mil libros sobre ocultismo, elementos considerados mágicos, talismanes y una gran cantidad de valiosísimas obras de arte eran parte de los bienes que se encontraban en la fortaleza.

Himmler se creía la reencarnación de Enrique I, rey de Germania y emperador de Alemania en el 910, razón por la cual todos los años él y sus hombres conmemoraban, con rituales esotéricos, el aniversario de la muerte del monarca.

Este jefe nazi dirigiría el cuerpo de las SS (Schutzstaffel), concebido como una orden moderna de caballeros templarios, también llamados los “monjes-guerreros”, que tenían distintos grados y jerarquías. El primer “círculo” de la orden, el externo, estaba formado inicialmente por diez mil afiliados, que tenían como talismán un anillo de plata con una calavera. Los integrantes del segundo círculo, una menor cantidad, tenían como distintivo una daga con las runas de la victoria. El “corazón” de las SS estaba conformado por doce miembros, “los elegidos”, quienes se sentaban a la luz de las antorchas, alrededor de Himmler, en la mesa redonda del castillo de Wewelsburg.

Esta docena de privilegiados sumaba sus propios blasones a los dos talismanes anteriores (el anillo con la calavera y la daga con las runas). En ese lugar — donde también se acumularon tesoros robados por los nazis en la medida en que avanzaban por Europa— se planificaba cada paso a dar, se aprobaba el ingreso de nuevos integrantes en la secta, así como el “ascenso” de los mejores. Allí se evaluaba cómo la raza aria gobernaría el mundo luego de haber eliminado todos los obstáculos que pudieran cerrar el camino elegido.

Las SS crearon una simbología y un calendario pagano, con sus propias fiestas y ritos, en todos los casos desplazando la liturgia y festividades cristianas. Así, durante el 25 de diciembre — la conmemoración del nacimiento de Jesús para los cristianos— los nazis festejaban la Julfest, el día del “nacimiento del Sol Invencible”, mientras que la Pascua cristiana se transformó en la fiesta de Ostara.

La Julfest recordaba la fiesta romana del Sol Invictus, que representaba el nacimiento del dios Mithra. En tanto la fiesta de Ostara se celebraba durante el equinoccio de la primavera (en el hemisferio norte, el 21 de marzo). El nombre se debe a la diosa teutónica de la fertilidad: Eostre. En este último caso, al igual que en el cristianismo, la celebración se realizaba durante la primera luna llena.

Objetos de poder

Con ese marco de ocultismo, los nazis se dedicaron a buscar con tesón misteriosos objetos, amuletos y talismanes. En particular se realizaron costosas expediciones a distintas partes del planeta, para obtener especialmente el Arca de la Alianza, la Piedra del Destino, el Santo Grial y la Santa Lanza de Longinos. Los dos primeros relacionados con la religión hebraica y los otros dos, con la cristiana.

El Arca de la Alianza, según la Biblia, fue construida por Moisés por mandato divino. De acuerdo con los relatos bíblicos se trataba de un cofre tallado en madera de acacia y revestido de planchas de oro, que tenía un poder enorme. A pesar de que se han tejido múltiples versiones sobre su destino, nunca fue hallada.

La Piedra del Destino aparece citada por primera vez en la Biblia cuando Jacob apoya su cabeza en una piedra, encontrada en Harán, y como consecuencia tiene sueños proféticos. La reliquia pétrea — que pesa 152 kilos y tiene grabada una cruz— fue pasando de mano en mano y se la utilizó durante cientos de años en la coronación de los reyes celtas, hasta que la robó Eduardo I de Inglaterra, en 1296, y la trasladó a la abadía de Westminster, en Londres. Allí, a su vez, se la empezó a usar durante la ceremonia de coronación de los reyes ingleses.

En 1996 el gobierno británico devolvió la piedra a los escoceses, y actualmente es posible contemplarla en la abadía de Scone, en Escocia.

Por otra parte, de acuerdo con la tradición y el Nuevo Testamento, el Santo Grial era la copa de la cual bebió Cristo en la Última Cena. Además fue utilizado por José de Arimatea para recoger la sangre de Jesús crucificado, cuando el soldado romano Longinos lo hirió con una lanza en un costado. El destino de esta reliquia está asociado al mítico rey Arturo y a los Caballeros de la Tabla Redonda, quienes la habrían resguardado. No se sabe a ciencia cierta, si realmente existió y qué pasó con el Santo Grial.

También se cree que Hitler pudo adueñarse de la Santa Lanza de Longinos, arma que habría estado en manos de varios caudillos históricos como Otón, Constantino “El Grande”, Alarico, Carlomagno y Federico “Barbarroja”. En 1938, Hitler anexó Austria al Tercer Reich y uno de sus primeros actos fue ir al palacio de Hofburg, en Viena, donde aparentemente estaba guardada la Lanza de Longinos, para apropiarse de la reliquia y de otros objetos que habían pertenecido al Sacro Imperio Romano Germánico, como la corona y el cetro del emperador.

Se dice que la mítica lanza, que fue guardada por Hitler en la caja de seguridad de un banco en Nüremberg, finalmente habría quedado en manos de los Aliados cuando Alemania perdió la guerra.

En Sudamérica, los nazis también intentaron apropiarse de las Calaveras de Cristal de la Diosa de la Muerte, encontradas en la década del veinte en una ciudad maya, en la península de Yucatán. El intento de robo de la pieza — de excepcional valor y de un origen aún desconocido, resguardada en un museo de Brasil— fue frustrado cuando los agentes enviados por Hitler quedaron detenidos y confesaron ese propósito.

Los nazis, además, buscaron en el continente joven el Martillo de Wotan — símbolo del dios nórdico de la guerra— también conocido como el “Bastón de Mando”. Como curiosidad, dice la leyenda que, en este caso, alguien se le adelantó a los nazis. Se trataría del intrépido Orfelio Ulises Herrera, un metafísico hispano-argentino que durante ocho años recorrió templos budistas en el Tíbet. Ulises habría obtenido, de parte de lamas, el dato exacto para encontrar el Martillo de Wotan. Por esta razón buscó en un lugar preciso en el cerro Uritorco, en la provincia argentina de Córdoba. En 1934, al excavar en esa zona, habría encontrado tres objetos antiguos que, de acuerdo con su parecer, eran el preciado bastón, una piedra circular y un tercero que, según se dice, fue dejado en el mismo sitio en el que fue encontrado. Estos elementos antiguamente habrían sido protegidos por los indios comechingones, quienes luego los escondieron allí en el cerro. El supuesto bastón, de 1,20 metros de largo, habría quedado en poder del antropólogo filonazi argentino Guillermo Alfredo Terrera, discípulo de Herrera. Al fallecer este último, habría pasado a manos de uno de sus hijos, según una extraña versión que circula en la Argentina.

Los nazis buscaban demostrar la existencia de una raza superior prearia, originaria de un continente perdido. Ahora a ellos, hijos de esos superhombres, les tocaba conquistar y dominar el mundo. Ése era su destino.

Esas ideas eran compartidas por escuelas esotéricas radicadas en los Estados Unidos e Inglaterra, entre otros países, conformadas por ciudadanos que tenían la misma ascendencia. En esta concepción intelectual se consideraba a los judíos y a otros grupos —por caso, los gitanos— razas inferiores, incluso “subhumanas”.

Hitler heredó un sentimiento antisemita histórico — con fuertes expresiones en los círculos intelectuales de los siglos XVIII y XIX— y llegó a la conclusión de que “los pueblos tienen un alma mientras los judíos ninguna”.

En la década del veinte el líder nazi decía:

El espíritu de sacrificio del pueblo judío no va más allá del simple instinto de conservación del individuo. Su aparente gran sentido de solidaridad no tiene otra base que la de un instinto gregario muy primitivo, tal como puede observarse en muchos otros seres de la Naturaleza. Notable, en este sentido, es el hecho de que ese instinto gregario conduce al apoyo mutuo únicamente mientras un peligro común lo aconseje conveniente o indispensable. La misma manada de lobos que, en determinado momento, asalta en común a su presa, se dispersa de nuevo tan pronto como acaba de saciar el hambre... El judío sólo conoce la unión cuando es amenazado por un peligro general; desaparecido este motivo, las señales del egoísmo más crudo surgen en primer plano, y el pueblo, antes unido, de un instante al otro se transforma en una manada de ratas feroces.16

Los nazis, con conceptos provenientes de diferentes vertientes, llegaron a un sincretismo muy especial. Se puede afirmar que el pensamiento de Hitler no era novedoso. En realidad, encarnaba un cúmulo de ideas e intereses de grupos de poder — los que se enumerarán más adelante— que se encargarían de ayudarlo en el marco de un proyecto político internacional que no tenía precedentes. Estaban seguros del camino que debía construir y transitar Hitler, quien luego, con firme paso marcial y con sus cañones tronando, lo recorrería a una velocidad vertiginosa.