Fue acogido por los cabreros con buen ánimo, y habiendo acomodado Sancho lo mejor que pudo a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que estaban hirviendo al fuego en un caldero. Y aunque él hubiese querido en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron a toda prisa su rústica mesa y convidaron a los dos con lo que tenían, con muestras de muy buena voluntad.
Se sentaron a la redonda de las pieles seis de ellos, que eran los que había en la majada, habiendo rogado primero con rústicas ceremonias a don Quijote que se sentase sobre una artesa que le pusieron vuelta del revés. Se sentó don Quijote, y se quedaba Sancho de pie para servirle la copa, que estaba hecha de un cuerno. Al verlo de pie su amo, le dijo:
–Para que veas, Sancho, el bien que encierra en sí la caballería andante y qué cerca están de ser en breve tiempo estimados y honrados del mundo los que en cualquier ministerio de ella se ejercitan, quiero que te sientes aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente, y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebo, porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que se dice del amor: que iguala todas las cosas.
–¡Gran merced! –dijo Sancho–; pero tengo que decir a vuestra merced que como yo tenga bien de comer, tan bien y mejor me lo como de pie y a mis anchas que sentado junto a un emperador. Y aun, a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso masticar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser servidor y adjunto a la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más utilidad y provecho; que a estas, aunque las doy por bien recibidas, renuncio desde aquí hasta el fin del mundo.
–Con todo y con eso, te has de sentar, porque a quien se humilla, Dios lo ensalza.
Y asiéndolo por el brazo, lo forzó a que se sentase junto a él.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajos como puños. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y pusieron al lado un medio queso, más duro que si estuviese hecho de argamasa. No estaba, a todo esto, ocioso el cuerno, porque como cangilón de noria andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, que con facilidad vació uno de los dos pellejos de vino que estaban a la vista. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puñado de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó su voz en este soliloquio:
–¡Dichosa edad y dichosos siglos aquellos a los que los antiguos pusieron nombre de dorados! Y no porque en ellos el oro, que tanto se estima en esta nuestra edad de hierro, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que vivían en ella ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. En aquella santa edad eran comunes todas las cosas: para alcanzar su diario sustento, a nadie le era necesario tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas, que generosamente los estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, les ofrecían sabrosas y transparentes aguas. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los corpulentos alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sustentadas sobre rústicas estacas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: la pesada reja del corvo arado aún no se había atrevido a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra madre tierra; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, con sus trenzas o el cabello al aire, sin más vestidos que aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, de encarecida púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda, sino de algunas hojas verdes entretejidas de lampazos y yedra, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se manifestaban simple y sencillamente los conceptos amorosos del alma del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para embellecerlos. Fraude, engaño y malicia no se habían mezclado con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que ahora tanto la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje o del amaño aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, solas y señeras por doquier, sin temor a que las menoscabasen la ajena desenvoltura y lascivo intento, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y encierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo del vil celestinaje, se les entra la amorosa pestilencia y las hace dar al traste con todo su recogimiento. Y para su seguridad, al andar más los tiempos y crecer más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, con el fin de defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, y os agradezco el agasajo y buena acogida que me hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural todos los que viven están obligados a favorecer a los caballeros andantes, sin embargo, por saber que me acogisteis y agasajasteis sin saber vosotros esta obligación, es razón que con la voluntad a mí posible os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien evitar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trajeron a la memoria la edad dorada, y se le antojó hacer aquel inútil discurso a los cabreros, que, sin responderle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho asimismo callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo pellejo, que, para que se enfriase el vino, lo tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo:
–Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que lo agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; es un zagal muy entendido y muy enamorado, y además sabe leer y escribir y toca el rabel, que no se puede pedir más.
Apenas había acabado el cabrero de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que lo tañía, que era un mozo muy agradable de unos veintidós años. Le preguntaron sus compañeros si había cenado, y al responder que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:
–En ese caso, Antonio, bien podrás darnos el gusto de cantar un poco, para que este señor huésped que tenemos vea que también por los montes y bosques hay quien sabe de música. Le hemos dicho tus buenas habilidades y deseamos que las muestres y vea que son verdad; y así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores, que te compuso tu tío el cura, que en el pueblo ha parecido tan bien.
–Con mucho gusto –respondió el mozo.
Y sin hacerse más de rogar se sentó en el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo de esta manera:
–Yo sé, Olalla, que me adoras,
aunque no me lo hayas dicho
ni con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Pues no ignoro que lo sabes,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser como imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mismo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme pulido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, me hacen
ser por algunas mal visto.
Teresa del Berrocal,
al alabarte, me dijo:
«Hay quien cree que adora a un ángel,
y viene a adorar a un simio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo».
La desmentí y se enojó;
salió en su favor su primo:
me desafió, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero al buen tuntún,
ni te pretendo y te sirvo
para hacerte barragana,
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que tienen de seda el hilo;
acerca tu cuello al yugo,
verás cómo pongo el mío.
Y si no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
que no saldré de estas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto. Y aunque don Quijote le rogó que cantase algo más, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones, y así, dijo a su amo:
–Bien puede vuestra merced acomodarse ya donde vaya a reposar esta noche, que el trabajo que tienen estos buenos hombres todo el día no permite que pasen las noches cantando.
–Ya te entiendo, Sancho, que se me trasluce muy bien que las visitas al pellejo piden más recompensa de sueño que de música.
–A todos nos sabe bien, bendito sea Dios.
–No lo niego, pero acomódate tú donde quieras, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo, estaría bien, Sancho, que me volvieras a curar esta oreja, que me está doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que se sanase fácilmente. Y tomando algunas hojas de romero, del mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no era menester otra medicina, y así fue en verdad.