Viendo pues que, en efecto, no podía menearse, decidió acogerse a su acostumbrado remedio, que era pensar en algún pasaje de sus libros, y le llevó su locura al recuerdo aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto lo dejó herido en la espesura, historia sabida hasta por los niños, no ignorada por los mozos, celebrada y aun creída por los viejos, y, con todo, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el lance en que se hallaba, y así, con grandes muestras de dolor, comenzó a revolcarse por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen que decía el herido caballero del bosque:
¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y de esta manera fue prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos que dicen:
¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mismo pueblo y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; viendo a aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó quién era y qué mal sentía, que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó sin duda que aquel era el marqués de Mantua, su tío, y así, no le respondió nada y prosiguió con su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperador con su esposa, todo tal y como lo canta el romance.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos, de los palos, le limpió el rostro, que lo tenía cubierto de polvo; y apenas lo hubo limpiado, cuando lo reconoció y le dijo:
–Señor Quijana –que así se debía de llamar cuando tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante–, ¿quién le ha puesto de esta suerte a vuestra merced?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, le quitó lo mejor que pudo el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida, pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarlo del suelo, y con no poco trabajo lo subió sobre su jumento, por parecerle una caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y las lió sobre Rocinante, al que tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, oyendo muy pensativo los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que de puro molido y quebrantado no se podía sostener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó al labrador a preguntarle qué mal sentía.
Y era como si el diablo le trajera a la memoria los cuentos acomodados a lo que le había sucedido; porque en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, lo prendió y llevó cautivo a su fortaleza. De suerte que cuando el labrador le volvió a preguntar cómo estaba y qué sentía, le respondió las mismas palabras y razones que el cautivo abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, tal y como él había leído la historia en La Diana de Jorge de Montemayor, donde está escrita; y se aprovechaba de ella tan a propósito, que al labrador se lo llevaban los demonios oyendo tal montón de necedades; y se dio cuenta de que su vecino estaba loco, y le metía prisa para llegar al pueblo, con tal de librarse del fastidio que le causaba don Quijote con su larga perorata.
–Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez –prosiguió don Quijote–, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, ven ni verán en el mundo.
–Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo señor Quijana.
–Yo sé quién soy –respondió don Quijote–, y sé que puedo ser, no sólo esos que he dicho, sino los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.
Con estas pláticas y otras semejantes llegaron al pueblo, a la hora que anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más de noche, para que no viesen al molido hidalgo en tan mala caballería. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, que halló toda alborotada; estaban en ella el cura y el barbero de la aldea, que eran grandes amigos de don Quijote, a los que estaba diciéndoles su ama a voces:
–¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez –que así se llamaba el cura–, de la desgracia de mi señor? Hace tres días que no aparece él, ni el rocín, ni el escudo, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí! Estoy convencida, y esto es tan cierto como que nací para morir, que esos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer a todas horas le han volteado el juicio. Ahora me acuerdo de oírle decir muchas veces, hablando para sí, que quería hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. ¡Encomendados sean a Satanás y a Barrabás esos libros!, que así han echado a perder el entendimiento más fino que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mismo, y aún decía más:
–Sepa, señor maese Nicolás (que este era el nombre del barbero), que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y echaba mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había matado a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las heridas que había recibido en la batalla, y se bebía después un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el mago Esquife, un gran encantador y amigo suyo. Pero la culpa de todo es mía, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que los remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
–Esto digo yo también –dijo el cura–, y desde luego que de mañana no pasa sin hacer con ellos juicio público, y condenarlos al fuego, para evitar que quien los lea acabe haciendo lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con lo que el labrador acabó de entender la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a voces:
–¡Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, al que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera!
A estas voces salieron todos, y en cuanto vieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarlo. Él dijo:
–Conténganse todos, que vengo malferido, por culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho, y llámese, si fuere posible, a la maga Urganda, que cuide y examine mis feridas.
En este punto dijo el ama:
–¡Mira tú, enhoramala, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buena hora, que sin que venga esa Hurgada lo sabremos cuidar aquí. ¡Malditos, digo, sean una y cien veces esos libros de caballerías, que así le han puesto a vuestra merced!
Lo llevaron sin dilación a la cama, y examinándole las heridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haberse dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que pudieran hallarse en gran parte de la tierra.
–¡Ta, ta! –dijo el cura–. ¿Hay jayanes en danza? ¡Por la señal de la Cruz que yo los quemaré mañana antes que llegue la noche!
Le hicieron a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Se hizo así, y el cura se informó detalladamente por el labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los disparates que había dicho al hallarlo y al traerlo. Y eso puso más deseo en el licenciado de hacer lo que al día siguiente hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se llegó a casa de don Quijote.