Dejamos en la primera parte de esta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas en alto y desnudas, en actitud de descargar dos furibundos tajos, tales que, si se acertaban de lleno, se dividirían y tajarían como poco de arriba abajo y abrirían como una granada. Y en aquel punto tan incierto se paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor de dónde se podría hallar lo que faltaba de ella.
Me causó esto mucha pesadumbre, porque el gusto de lo poco leído se volvía en disgusto al pensar el mal cariz que tomaban las cosas para hallar lo mucho que faltaba a mi parecer de tan sabroso cuento. Me pareció cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún mago que se ocupara de escribir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno de ellos tenía uno o dos magos a medida, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y detalles, por más escondidos que estuviesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que le sobró a Platir y a otros parecidos. Y así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, que, o la tenía oculta, o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado algunos tan recientes como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, tampoco su historia debía de ser muy antigua y que, aunque no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus fustas y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que como no fuese algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante el que las forzara, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, y sin haber dormido ni un solo día bajo techado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el azar y la fortuna no me hubiesen ayudado, el mundo se quedaría falto y sin el pasatiempo y gusto que podrá tener durante casi dos horas el que la lea con atención. Pasó, pues, que la hallé de esta manera:
Estaba yo un día en el alcaná de Toledo, y llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y lo vi con caracteres que conocí eran arábigos. Y como, pese a conocerlos, no los sabía leer, anduve mirando si aparecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque lo hubiera buscado incluso de otra lengua más clásica y antigua lo habría hallado. En fin, la suerte me deparó uno que, al decirle mi deseo y ponerle el libro en las manos, lo abrió por la mitad, y leyendo un poco en él, se empezó a reír.
Le pregunté yo de qué se reía, y me respondió que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen como anotación. Le dije que me la dijese, y él, sin dejar la risa, dijo:
–Está, como he dicho, aquí en el margen: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo para salar puercos mejor mano que ninguna otra mujer de toda la Mancha».
Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque al punto se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le metí prisa para que leyese el principio, y haciéndolo así, traduciendo sobre la marcha del arábigo al castellano, dijo que decía: «Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo». Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro, y, saltándome al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que si él hubiese tenido más perspicacia y sabido lo que yo los deseaba, se habría podido prometer y llevar más de seis reales de la compra. Me aparté después con el morisco al claustro de la catedral, y le rogué me tradujese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, a lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Se contentó con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió traducirlos bien y fielmente y con mucha presteza. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no perder de vista tan buen hallazgo, lo traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mismo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que cuenta la historia, levantadas las espadas, el uno cubriéndose con su rodela, el otro con el cojín, y la mula del vizcaíno tan a lo vivo, que estaba mostrando a tiro de ballesta que era de alquiler. Tenía escrito al pie el vizcaíno un rótulo que decía «Don Sancho de Azpeitia», que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía «Don Quijote». Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan tísico confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta justeza y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía «Sancho Zancas», y debía de ser que tenía, por lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres lo llama algunas veces la historia. Había algunas otras menudencias que advertir, pero todas son de poca importancia, y no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, porque ninguna es mala siendo verdadera.
Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido arábigo su autor, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan enemigos nuestros, antes se puede entender que ha quedado en ella de menos que de más. Y así me lo parece a mí, pues cuando habría podido y debido extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que las pasa en silencio adrede: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y en absoluto parciales, sin que el interés o el miedo, el rencor o la amistad les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de los hechos, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En esta sé que se hallará todo lo que se acierte a desear en la más apacible. Y si algo bueno faltase en ella, tengo para mí que fue por culpa de un autor tan perro, antes que por falta de materia. En fin, su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba de esta manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al mar: tal era el denuedo y aspecto que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, y lo dio con tanta fuerza y tanta furia, que de no habérsele desviado la espada en el camino, aquel solo golpe habría sido bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas lo tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja, que todo ello se vino al suelo con espantosa ruina, dejándolo muy maltrecho.
¡Válgame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose tratar de aquella manera! No se diga más, sino que primero se alzó sobre los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, descargó con tal furia sobre el vizcaíno, que le acertó de lleno en el cojín y en la cabeza, y no obstante tan buena defensa, fue como si cayera sobre él una montaña, y comenzó a echar sangre por las narices y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde hubiera caído sin duda si no se le hubiese abrazado al cuello; pero, aun así, sacó los pies de los estribos y al punto soltó los brazos, y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y tras unos corcovos dio con su dueño en tierra.
Lo estaba mirando don Quijote con mucho sosiego, y en cuanto lo vio caer, saltó de su caballo, y con mucha ligereza se llegó a él; y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese, y que si no, le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra; y lo habría pasado mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces habían mirado la pendencia con gran desmayo, no hubiesen ido adonde estaba y le hubiesen pedido con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel escudero suyo. A lo cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
–Por supuesto, fermosas señoras. Con sumo gusto haré lo que me pedís, mas ha de ser con una condición y acuerdo: y es que este caballero me ha de prometer ir al pueblo del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin considerar lo que don Quijote pedía ni preguntar quién era Dulcinea, le prometió que el escudero haría todo aquello que le fuese mandado de su parte.
–Pues fiado de esa palabra yo no le haré más daño, aunque bien merecido me tenía yo el hacérselo.