Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo para poner en práctica su pensamiento, acuciándole la falta que pensaba que cometía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, entuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que corregir y deudas que satisfacer.
Y así, sin dar parte de su intención a ninguna persona y sin que nadie le viese, una mañana, antes de hacerse de día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó con todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su escudo, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Pero apenas se vio en el campo, le asaltó un pensamiento tan terrible, que estuvo a punto de dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no se había armado caballero y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía cruzar armas con ningún caballero; y aunque ya lo fuese, como caballero novel tendría que llevar armas blancas, sin divisa en el escudo, hasta ganarla por su esfuerzo.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; pero pudiendo más su locura que ninguna otra razón, se propuso hacerse armar caballero por el primero que topase, a imitación de otros muchos que lo hicieron así, según había leído él en los libros que lo traían loco. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas en cuanto pudiese de tal manera, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se aquietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que quería su caballo, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo:
–Quién duda que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, el sabio mago que los escriba no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintones pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que, dejando la blanda cama del celoso marido, se mostraba por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y en verdad por él caminaba. Y añadió:
–¡Dichosa edad y dichoso siglo aquel en el que salgan a la luz las famosas hazañas mías, dignas de tallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro! ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser el cronista de esta inaudita historia!, te ruego que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y veredas.
Y acto seguido volvía a decir, como si verdaderamente estuviese enamorado:
–¡Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habéis fecho al despedirme y reprocharme con la rigurosa obstinación de mandarme no aparecer ante la vuestra fermosura. ¡Complázcaos, señora, acordaros de este vuestro esclavo corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece!
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que le habían enseñado sus libros, imitando cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan deprisa y con tanto ardor, que habría sido suficiente para derretirle los sesos, si tuviera alguno.
Caminó casi todo aquel día sin acontecerle cosa digna de ser contada, de lo cual se desesperaba, porque estaba deseando topar cuanto antes con quien probar el valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le sucedió fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que, mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y donde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella que le encaminara, no a los portales, sino a los alcázares de su redención. Se dio prisa en caminar, y llegó a ella al tiempo que anochecía.
Estaban casualmente en la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman de la vida, que iban a Sevilla con unos arrieros que acertaron a hacer una parada en la venta aquella noche, y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía estar hecho y pasar tal y como lo había leído, en cuanto vio la venta se le figuró que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y hondo foso, con todas las demás cosas que suelen tener esos castillos.
Se fue llegando a la venta que a él le parecía castillo, y a poco trecho de ella tiró de las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señales con una trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que tardaban y que Rocinante se daba prisa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta y vio a las dos distraídas mozas que estaban allí, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que se estaban solazando delante de la puerta del castillo.
En esto quiso la suerte que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman) tocó el cuerno con cuya señal se recogen ellos, y al instante se le figuró a don Quijote lo que estaba deseando, que algún enano avisaba de su llegada; y así, con extraordinario contento, llegó a la venta y a las damas, quienes al ver venir a un hombre armado de aquella suerte, con lanza y escudo, corrieron a meterse en la venta llenas de miedo; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, se alzó la visera de cartón y descubrió su seco y polvoriento rostro, y con gentil talante y voz reposada les dijo:
–Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, pues a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facérselo a ninguno, y menos aún a tan nobles doncellas como vuestro aspecto demuestra.
Le miraron las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que le encubría la mala visera; pero al oír que las llamaba doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron contener la risa, de manera que don Quijote se irritó y acertó a decirles:
–Bien sienta la discreción en las fermosas, pero es mucha sandez y está de más la risa que procede de leve causa; y non vos lo digo por que os aflijáis ni mostréis mal talante, que el mío non es otro que el de serviros.
Este lenguaje, no entendido por las señoras, y el mal aspecto de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo, y habría pasado a mayores si no hubiera salido en ese momento el ventero, hombre que por ser muy gordo, era muy pacífico; y viendo aquella extraña figura armada con armas tan desiguales como eran la brida, lanza, escudo y coselete, estuvo a un tris de acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Pero, en fin, por temor a tantos y tan aparatosos pertrechos, decidió hablarle comedidamente:
–Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, aparte del lecho, porque en esta venta no hay ninguno, todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que eso le parecieron a él el ventero y la venta, respondió:
–Para mí, señor castellano, cualquier cosa basta, porque «mis arreos son las armas, mi descanso el pelear», etc.
Pensó el ventero que el haberle llamado castellano había sido por parecerle de los honrados de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que uno de esos pajes resabiados que se las saben todas; y así, le respondió:
–Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y diciendo esto fue a sujetar el estribo a don Quijote, que se apeó con mucha dificultad y trabajo, como quien había ayunado todo el día.
Dijo luego al ventero que cuidase mucho de su caballo, porque era la mejor bestia comiendo pan en el mundo. Lo miró el ventero, y no le pareció tan bueno como decía don Quijote, ni aun la mitad; y tras acomodarlo en la caballeriza, volvió a ver lo que mandaba su huésped, al que estaban desarmando las doncellas, ya reconciliadas con él; y aunque le habían quitado el peto y el espaldar, no supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes que era menester cortar, por no poderse deshacer los nudos; pero él no lo quiso consentir de ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pueda imaginar; y al desarmarlo, como él se imaginaba que aquellas trasteadas mozas que le quitaban la armadura eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
–Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas cuidaban de él;
princesas, de su rocín
o Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que aunque no hubiese querido descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la necesidad de acomodar en las presentes circunstancias este romance viejo de Lanzarote ha sido la causa de que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
–Cualquiera yantaría yo –respondió don Quijote–, porque, a mi entender, me vendría muy al caso.
Casualmente, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta más que unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo y en otras truchuela. Le preguntaron si por ventura comería su merced truchuela, porque no había otro pescado que darle para comer.
–Con tal que haya muchas truchuelas –respondió don Quijote–, valdrán por una trucha, porque me da igual que me den ocho reales sueltos o en una pieza de a ocho; sin contar que podría ser que esas truchuelas fuesen como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga rápido, que el trabajo y peso de las armas no se puede sobrellevar sin el gobierno de las tripas.
Le pusieron la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y el ventero le trajo una porción del mal remojado y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era cosa de mucha risa verlo comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si alguien no se lo daba y ponía; y así, una de aquellas señoras servía para este menester. Pero al ir a darle de beber, no fue posible, ni lo hubiese sido si el ventero no hubiera horadado una caña, y, puesto un extremo en la boca, le iba echando el vino por el otro. Y todo esto lo sufría con paciencia, con tal de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó casualmente a la venta un castrador de puercos, y nada más llegar, hizo sonar su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual don Quijote acabó de confirmar que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música y que el abadejo eran truchas, el pan candeal y las rameras damas y el ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien emplea da su determinación y salida. Pero lo que más le afligía era el no ver se armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería.