CAPÍTULO 6

Las ideas son muy malas

Al español medio, y no digamos al que está situado de medio para arriba, le preocupa el futuro. ¿Qué ocurrirá después de Franco?, se pregunta.

La ignorancia del español en materia política es conmovedora tras decenios de rígida censura y de propaganda oficial contra los sistemas democráticos. Muchos españoles creen que España es ingobernable sin una autoridad represiva y temen por su futuro. ¿Sabrán caminar en un mundo libre, fuera del corsé del franquismo?

Los extremistas residuales de izquierdas sueñan con barricadas; los de derechas, con borricadas, pero esta vez la sangre no llegará al río porque entre ellos ha crecido, como propicia tierra de nadie, una clase media mastodóntica, amorfa, plural y apolitizada de funcionarios, pequeños industriales y asalariados más o menos fijos; gentes con pisito propio, sala de estar con televisor, tresillo y cortinas de cretona, cocina alicatada hasta el techo con hornillo de gas, frigorífico y lavadora. Y cochecito utilitario aparcado en la calle para escaparse de la ciudad los domingos o ir en vacaciones a la playa o al pueblo de los abuelos. Gente de medio pelo, gente callada y pacífica, gente a lo suyo, cafelito y quiniela, a la que no faltan cien duros en la cartera, una clase cuyo principal remanente político es ser numerosa. Suficiente, por su sola inercia acomodaticia, por su sola ausencia de ideales, para conjurar, de una vez por todas, el fantasma de una posible guerra civil.44

Una importante facción de esta clase media se siente cómoda con Franco, al que cree deberle su prosperidad, y recela del cambio hacia la democracia que vienen exigiendo líderes obreros e intelectuales. En los obreros se entiende, pues andan maleados con derechos de huelga y mejoras salariales que los equiparen a los de otros países de Europa, pero lo de los intelectuales se entiende menos. Casi todos proceden de las clases privilegiadas; incluso, algunos, de la aristocracia, como ese Nicolás Sartorius, que es hijo de los condes de San Luis y sin embargo se ha metido a comunista y milita en Comisiones Obreras.

—Picando piedra en una carretera, así es como deberían estar para que se les quiten de la cabeza tantas tonterías —como dice el Chato Puertas.

Del mismo modo, aunque lo exprese con menos vehemencia, piensa la numerosa clase de los colocados o enchufados en sindicatos y otros viveros de la Administración. Temen que su pesebre peligre si se acaba el franquismo y el pandero patrio pasa a manos de los rojos. Casi todos se han criado con el sonsonete de que eso es lo que ocurrió en tiempos de la República.

La abuela de Vicentito, el hijo de Teófilo y Visi, que estudia en Granada, se lo tiene dicho:

—Niño, tú a estudiar y no le hagas caso a nadie, que las ideas son muy malas.

—Descuida, abuela.

Peridis dibuja las elecciones Generales de 1982.

Desde hace meses, incluso años, las distintas facciones del Gobierno (falangistas, monárquicos, democristianos, socialdemócratas, etc.) discuten si sería prudente permitir un cierto «pluralismo ideológico» (la expresión «partidos políticos» es todavía tabú). Los que aspiran a fundar partidos hablan de «asociaciones políticas». Los periódicos, como no quieren problemas con la censura, denominan «familias» del Régimen a los grupos ideológicamente opuestos que aspiran a suceder al franquismo cuando ocurra el «hecho biológico inevitable», el rebuscado eufemismo con el que se alude a la muerte de Franco. Mucho no puede tardar: es un decrépito anciano de ochenta y un años, aquejado del mal de Parkinson, que anda a pasitos cortos, tan consumido de carnes que se las ve y se las desea para llenar el uniforme.

Los que están cerca del poder se la cogen con papel de fumar. Los que están lejos son más propensos a llamar al pan, pan, y al vino, vino, pero a éstos apenas se les oye todavía. Los que están a medio camino, quince o veinte demo(crata)cristianos confesos que pretenden reformar el sistema desde dentro, fundan una sociedad secreta, el grupo Tácito, y así firman colectivamente sesudos artículos en el diario católico Ya.

Apenas repuesta la ciudadanía de los sobresaltos del magnicidio de Carrero, llega el 24 de diciembre, Nochebuena, esa entrañable fiesta que reúne a las familias españolas en torno a una cena opípara. Luces navideñas, bullicio de calles comerciales, gentes que vuelven a casa por Navidad, abrazos, reencuentros, lágrimas gozosas de madres y abuelas, vomitonas en las aceras, cantos de villancicos, altercados familiares, odios de cuñadas.

En la plaza de Santa Ana, Cosme Tosar, Pajarito, y Fulgencio Aparicio, Engañabaldosas, soportan el helor de la noche madrileña detrás de un puesto en el que venden zambombas a comisión, las pequeñas a tres duros y las grandes a cinco, con el veinte por ciento de ganancia neta. El socio capitalista, Amador Vázquez Expósito, Secretario, les ha advertido que no se escupan en la mano para humedecer el carrizo, que los clientes escrupulizan y no compran el género. Ellos, que tontos no son (en la cárcel se aprende latín, suele decir el Pajarito), fingen unas toses y se llevan la mano a la boca cada vez que tienen que lamerse la mano para humedecer el palo.

Pasa una señora con un niño de la mano, los dos embutidos en sendos abrigos, el niño con un gorro de lana.

—Mamá, cómprame una zambomba.

—No, hijo, en otro sitio. A ésos, no, que son pobres y tísicos, ¿no ves cómo tosen?

Esta noche Pajarito y Engañabaldosas no cenarán caliente.

Sus colegas Eusebio Cifuentes Lopera, Burro Mojao, y Elías Fontán Arbejo, Mediopeo, han tenido más suerte y sí lo harán, aunque sea sopa carcelaria, en la comisaría de Las Ventas. Los guardias los han detenido por vender, sin licencia, de puerta en puerta, champán falsificado marca Codorniz, etiquetado con una razonable imitación del legítimo Codorniú.

El guardia que ha quedado de guardia, valga la redundancia (los otros se han largado a pasar la Nochebuena con las familias después de dejarle el teléfono de algún vecino, por si tuviera que avisarles), se acerca a las rejas del calabozo y les pregunta:

—Oye, ¿y esto con qué lo hacéis?

—Mejor que el de verdá es, señor guardia —asevera Burro Mojao—. Eso no lleva malicia ninguna: un vaso de blanco de Valdepeñas, un chorro de anís, un poco de colorante autorizado de ese de las paellas y lo otro es agua con burbujas que le echamos con la máquina de sifones del mercado de la Cebada.

—¿Y en el mercado os dejan?

—Bueno, señor guardia, yo es que soy cuñao del que tiene el puesto de casquería y le he cogío la llave. Más vale que no se entere porque, si se entera, mi hermana me mata.

El guardia curiosea una de las botellas decomisadas, dos cajas de doce.

—¿Y habíais vendido muchas?

—¡Qué va!

—Podríamos probarlo —titubea el servidor de la ley.

—Pruébelo usted y verá lo rico que está. Mejor bouquet tiene que el Moët Chandon ese de los cojones. Lo que pasa es que la gente es muy ignorante y no entiende. La gente en este país no tiene paladar, se lo digo yo, que empecé de camarero en el Pasapoga. ¡Estos cangrenas están acostumbrados al whisky de garrafón y a cuatro porquerías y no saben apreciar lo bueno!

El guardia se decide, finalmente, y descorcha la botella. Como está algo pasada de gas, el taponazo suena como un disparo de la reglamentaria pistola Star. Alarmado, el guardia se asoma a la puerta de la comisaría y encuentra la calle desierta y oscura pues a esa hora temprana todavía no se han producido los lesionados por corte inexperto de jamón o por reyerta familiar. Mira el guardia la farola, la única que no se han cargado los mierdas de los niños a pedradas. A su débil luz amarillenta se delata una lluvia fina.

El guardia se sirve un poco de falso cava, olfatea el vaso antes de llevárselo a los labios, lo prueba, lo paladea. Los fabricantes miran desde su reja, aguardando el veredicto del sommelier.

El guardia chasquea la lengua.

—Oye, pues no está mal.

—Ya se lo dije, señor guardia. Si no hacemos mal a nadie.

Suena el teléfono. Es el comisario, que pregunta si hay novedad.

—Ninguna, señor comisario.

—¿Y los manguis?

—Aquí, tan tranquilos, haciéndome compañía.

—Anda, lárgalos, que es Nochebuena, pero las botellas que no se las lleven, que están decomisadas.

—A sus órdenes. Permítame decirle que tiene usted un corazón de oro, señor comisario. Póngame a los pies de su señora.

—No des coba, Delgado.

El guardia Delgado libera a sus presos.

—Venga, iros. Las botellas se quedan aquí.

—Gracias, señor guardia, que Dios se lo pague.

Antes de que los dos detenidos alcancen la esquina vuelve a llamarlos. Vuelven ellos recelosos a la puerta de la comisaría. Delgado les entrega dos bollos de pan y una barra de mortadela decomisada por la mañana a un vendedor ambulante desprovisto de cartilla sanitaria.

—Venga, iros y que no os vea más por el barrio.

Nochebuena. Fiesta entrañablemente española en la que aflora lo mejor de nosotros mismos. Reuniones familiares en las que se evoca a los que ya no están —«¿Te acuerdas del tío Vicente, el muy cabrón, qué capones daba?»—, se desentonan villancicos, se hacen proyectos que al día siguiente, cuando se disipe la borrachera, quedarán olvidados.

En la residencia del Chato Puertas, la mesa del comedor de lujo alberga a toda la familia y a los abuelos, los de Dora, traídos de provincias, como todas las Navidades, para que constaten que su hija vive como una reina.

—Nani, sírveles Moët Chandon a mis suegros —le indica el Chato a la doncella.

—Pero si tenemos todavía —protesta la suegra.

—Ése ya no os lo bebáis, que está caliente. Nani, les cambias las copas y les pones otras con champán frío. Eso sí que está rico, ¿eh, Gertrudis? Aunque a ustedes les gustará más la sidra El Gaitero, por la costumbre, ¿verdad?

Eso dice, simpático, alardeando de bonhomía, pero en realidad piensa: «¡Jodeos, par de desgraciados, que no queríais que la niña se casara conmigo porque os parecía poco para ella!»

En la mesa, sobre manteles de Holanda bordados por las monjitas de la Encarnación, hay dos candelabros de plata maciza con velas rojas, que traen suerte, y adornos centrales de espumillón y acebo. También media docena de fuentes de plata con jamón de Jabugo, otras con cigalas y confit de pato francés, del más caro, comprado en la delicatesen La Retozona Extremeña.

—No le falta un perejil —comenta el Chato Puertas antes de sentarse a bendecir la mesa.

Porque en las fiestas señaladas, que son la Nochebuena y las onomásticas, en la casa del Chato Puertas se reza y se bendice la mesa, una moda que impuso Dora, de verla en las películas americanas y aquella vez que el sargento negro Blackascoal, el de la base de Torrejón, que hacía negocios con Fonso, los invitó a almorzar en su casa:

—Te damos gracias, Señor, por estos alimentos y por la protección que dispensas a este hogar. Amén.

También lo ha visto en las monterías, donde nunca falta un obispo que bendiga el taco aunque vaya vestido de cazador estilo Fraga Iribarne, con botas, zahones y sombrero con plumita.

Han terminado el primer plato. Tres chachas de uniforme y cofia retiran los restos del besugo y sirven el pavo, que es enorme, relleno de cebolla picada, nueces, aceitunas y orejones, inyectado de brandy y con las patas envueltas en unos adornos de papel antes de ponerlo a la mesa para que lo trinche el padre de familia.

Paquito se ha recortado un poco el pelo y la barba para complacer a su padre. Lleva unos días intentando ablandarlo para que le ceda alguna de las multicopistas de la oficina. Para editar los apuntes de la facultad —le dice.

España en paz. Nochebuena. Calor de hogar adecuado a las posibilidades de cada cual. Unas casas disponen de calefacción central, otras de estufa de butano, otras de brasero de erraj bajo la mesa camilla (mañana aparecerá en la prensa alguna noticia de intoxicación por emanaciones de gas). También habrá mendigos que se calienten con un lingotazo de anís o de coñac.

En la ciudad provinciana, en el hogar de Teófilo González (de la razón social Comestibles González), Visitación, la madre, ha llenado la mesa de manjares: fiambres variados, ensaladilla rusa, patatas fritas, almendras, aceitunas rellenas... Mientras la familia lo devora todo, ella prepara en la cocina los flamenquines sobre base de lechuga y sus celebradas croquetas de jamón, que sólo elabora en las grandes ocasiones.

¡Cómo celebran su aparición con las fuentes humeantes!

—Hay cinco croquetas y dos flamenquines por cabeza —advierte—. Y si faltan frío más, que tengo el frigorífico lleno.

Como tantos otros españoles, los González cenan con la tele puesta. La primera cadena emite un especial Nochebuena. El cantante Raphael, en blanco y negro, canta El pequeño tamborilero, afectadamente, ahuecando la boca como si le hubieran introducido el huevo de madera de zurcir calcetines. En la segunda cadena dan el consabido programa sobre la misa de Nochebuena en Belén de Judea. Un coñazo que ponen todos los años, como si le importara a alguien.

Nochebuena sobre los campos de España. «¿Qué nos deparará el futuro?», se pregunta el presbítero don Próculo Orbaneja Ceba asomado a la ventana parroquial, mirando llover. ¿Qué va a ser de España? ¿Consentirá Dios que salga del largo amparo en que la ha mantenido el providente Caudillo para deslizarse por la resbaladiza senda de la democracia que promete el asociacionismo político? Corren malos tiempos. Los nuevos curas están llevando a un extremismo indeseable, la apertura del segundo Concilio Vaticano. Algunos hasta trabajan de albañiles —«¡Con las manos que después han de consagrar la Hostia!»—, y en lugar de apaciguar al obrero, como es su obligación, le dan alas para que se enfrente al patrono.

Chiste de Forges.