EL COMERCIANTE Y EL GENIO

Noche 1

Se cuenta, majestad, que un acaudalado comerciante, dueño de múltiples propiedades, bienes y esclavos, al que no faltaban mujeres e hijos y que contaba con una importante red de negocios, incluyendo préstamos y deudas acumuladas a lo largo y ancho del país, tuvo que viajar a otra región. Hizo los preparativos necesarios, llenó las alforjas de panes dulces y dátiles, ensilló la montura y partió. Al cabo de varios días de viaje, y con la ayuda de Dios, llegó sin contratiempos a su destino.

Solucionados los asuntos que le habían llevado lejos de su hogar, emprendió sin más demora el regreso a casa y, al cuarto día de viaje, el calor le agobiaba de tal modo que, desviando la montura del camino, resolvió descansar un rato bajo las sombras de una arboleda cercana. Al lado de un frondoso almendro manaba una fuente de agua cristalina y fresca y el comerciante, después de apearse y apagar su sed en ella, sacó unos panes dulces y dátiles de la alforja y se sentó tranquilamente al pie del árbol para dar buena cuenta de ellos. Mientras comía, distraídamente, iba arrojando los huesos de los dátiles a derecha e izquierda y, cuando hubo terminado, se lavó en la fuente y se dispuso a rezar.

Acababa de realizar la última genuflexión cuando, al levantar la cabeza, se percató con horror de que un enorme genio, cuya cabeza rozaba las nubes, se le acercaba espada en mano y con actitud amenazante.

—¡Levántate! —rugió el genio, espada en alto— ¡Morirás como mereces!

—Pe... pero... se... señor genio... —balbució el pobre hombre, terriblemente asustado—, ¿por qué queréis matarme?

—¡Te mataré tal como has matado a mi hijo! —contestó el genio sin contemplaciones.

—¿Vuestro hijo?,¿muerto?, pero ¿y yo qué tengo que ver con la muerte de vuestro hijo?

—¡Tú le has matado!

—¡Dios mío!, ¿qué decís? ¡Os juro que yo no le he matado!

—¿Ah no?, ¿no eras tú el que comía dátiles aquí hace un momento?

—Sí, pero ¿y qué tiene que ver esto con la muerte de vuestro hijo?

—¿Y no arrojabas los huesos al aire sin miramientos?

—Sí...

—Entonces tú le has matado, ¡sin duda! Mi hijo pasó por aquí volando, con tan mala fortuna que uno de los huesos que tú arrojabas le dio de lleno y el pobre murió al instante.

—Señor, no sabía... ¡ha sido sin querer!

—¡Silencio! La sangre con sangre se paga:has de morir así como mataste.

—¡Que Dios me ayude! Piedad, señor, piedad, os juro por lo más sagrado que ha sido sin querer, nada más lejos de mi intención que matar a vuestro hijo, os lo ruego, tened piedad de mí.

—¡No hay perdones que valgan! Tienes que pagar por lo que has hecho. ¡Prepárate a morir!

El malhadado comerciante no cesaba de invocar el auxilio de la Divina Providencia e imploraba perdón llorando a lágrima viva, pero el genio, haciendo caso omiso de tales ruegos, le atrajo hacia sí, le obligó a arrodillarse y dijo:

—Aunque lloraras sangre tendría que matarte, desgraciado.

—¡Pero si ha sido sin querer! —exclamaba, entre sollozos.

Sintiendo el aliento de la muerte tras el cogote, recordó a su esposa e hijos y recitó melancólicamente:

El tiempo son dos días: uno tranquilo y otro movido,

la vida tiene dos caras: una despejada y otra turbia.

Y a quien no comparta este juicio, dile:

¿acaso nos ampara el tiempo sin exponernos al peligro?

¿No ves que cuando sopla el vendaval

de los árboles sólo quiebra las ramas más altas?

Verdes o secas, las diferentes tierras,

sólo las vitupera el que de ellas se alimenta.

De las incontables estrellas del cielo,

sólo el sol y la luna llegan a eclipsarse

Los días propicios merecen tus elogios,

sin temor a la suerte que te depara el destino.

Con las noches conciliadoras te equivocas,

pues de su engañosa placidez nacen las desdichas.

—Tengo que matarte, en justa venganza por mi hijo —insistió el genio, insensible al llanto y a los versos.

Entonces levantó la espada...

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. «No, no la mataré, al menos hasta haber oído el desenlace de esta historia», resolvió Shahrayar.

Durante el día siguiente, el rey Shahrayar se dedicó a sus tareas de gobierno y el visir, por su parte, se sorprendió agradablemente por el hecho de no verse obligado a matar a su hija Shahrasad. Por la noche, a la hora de costumbre, el rey se retiró a sus aposentos y, una vez hubo gozado de la unión con su esposa, oyó que Dinarsad decía: «Por favor, hermana, si no tienes sueño, distrae nuestro insomnio con alguno de tus cuentos».

Noche 2

Así pues, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que cuando el genio estaba a punto de dejar caer la espada sobre el cuello del comerciante, éste, resignado ya a su suerte y lo más serenamente que pudo, atinó a decir:

—¡No me matéis todavía, señor! Comprendo vuestros motivos, pero antes de morir permitid que me despida de mi esposa y de mis hijos.

—¿Pretendes que te suelte y te deje ir con ellos?

—Permitidme que vaya a mi tierra, dicte testamento y resuelva los asuntos pendientes. Os juro que después volveré y me pondré en vuestras manos.

—Me temo que si te suelto ya no volverás.

—Os juro que volveré, señor, pongo a Dios por testigo.

—¿Y cuánto tiempo necesitas para resolver tus asuntos?

—Concededme un año. Os aseguro que pasado este tiempo, ni un día más ni un día menos, volveré a este lugar y podréis hacer conmigo lo que queráis, por Dios Todopoderoso.

—Bien, te concedo un año de plazo, ni un día más ni un día menos —se ablandó finalmente el genio—, Dios es testigo.

—Dios es testigo —repitió el comerciante y, suspirando con cierto alivio al ver que el genio envainaba su espada, añadió—:pasado un año, exactamente, me tendréis de nuevo aquí, sin falta.

—Eso espero.

Después de prestar otra vez juramento, y cuando el genio hubo desaparecido, el comerciante, con aire triste y pensativo, montó y emprendió el camino de vuelta. Al llegar a su casa, su mujer y sus hijos le recibieron con grandes muestras de alegría, pero al verle cariacontecido, su esposa le recriminó:

—¿A qué se debe esta cara de difuntos? ¿No celebramos hoy tu vuelta? ¡Parece que hayas venido a dar el pésame!

—Verdaderamente he venido a dar el pésame —dijo él, compungido—: Me queda un año de vida.

—Pero ¡qué disparate! —exclamó la mujer.

Nada más informar a la familia de lo ocurrido, la alegría del recibimiento se tornó en pena y desolación. Sin embargo, el comerciante estaba tan decidido a acatar su destino que ni los sollozos ni los lamentos consiguieron hacerle desistir.

En los días y meses siguientes se dedicó a zanjar los asuntos que tenía pendientes, redactó el testamento, legando a sus hijos y a su esposa lo que les era pertinente y, cuando ya faltaba poco para que se cumpliera un año desde su encuentro con el genio, lo dispuso todo para partir y acudir al fatídico lugar. Hechos un mar de lágrimas, esposa e hijos se resistían a despedirse de él para siempre.

—Hijos míos: así es el destino y hay que aceptar la voluntad de Dios —les dijo, también con lágrimas en los ojos—. El hombre ha sido creado para morir.

Después de tan dolorosa despedida, el comerciante, con el corazón partido, salió al encuentro de su terrible destino. Al cabo de unas jornadas de viaje, llegó a la arboleda donde un año atrás le había jurado al genio que regresaría, se sentó al pie del almendro y, cabizbajo y acongojado, se dispuso a esperarle.

El saludo de un caminante, un anciano que llevaba una gacela atada a su lado, interrumpió su ensimismamiento.

—¿Qué hacéis aquí, amigo? —le preguntó—. ¿No sabéis que este lugar es peligroso?, está infestado de genios y demonios. Mejor haríais levantándoos y yendo a descansar a otro lado, que por aquí más de cuatro han perdido la vida.

El tono afable del anciano movió al comerciante a contarle la verdad y, sin más dilación, le explicó el motivo de su presencia por aquellos andurriales.

—Realmente sois hombre de palabra —dijo, asombrado, el anciano después de escucharle atentamente—, si no tenéis inconveniente, me gustaría acompañaros y esperar con vos al genio. La verdad, tengo curiosidad por saber cómo acaba este asunto.

El comerciante, de hecho, se mostró encantado de contar con su campañía y, para mitigar los nervios de la espera, se puso a conversar con él.

Mientras hablaban...

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.

Noche 3

Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey Shahrayar, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que mientras el comerciante y el dueño de la gacela hablaban, se acercó a ellos otro viajero: un hombre que conducía dos perros negros. El recién llegado les saludó y, al preguntarles qué se les había perdido a ambos en la arboleda de los genios, el dueño de la gacela se encargó de ponerle al corriente de los hechos.

—El genio ha jurado matar a nuestro amigo —acabó el anciano—, y yo he jurado que no me iré de aquí hasta ver cómo acaba todo esto.

—A mí también me gustaría quedarme —manifestó enseguida el dueño de los perros.

Y el comerciante, más bien aliviado de sentirse acompañado en tan mal momento, le invitó a que se sentara con ellos.

Al poco tiempo, se les acercó un tercer viajero, quien, una vez informado por los otros de lo que ocurría, mostró igual interés por quedarse en el lugar. Con el beneplácito del comerciante, se unió al grupo, que había iniciado una animada conversación.

De pronto, un aterrador estruendo interrumpió la charla, la tierra se agrietó y apareció el genio. Sin mediar palabra, el monstruo se acercó al comerciante, que lo contemplaba petrificado de miedo, y lo atrajo hacia sí.

—Llegó tu hora: voy a matarte —dijo, escuetamente, al tiempo que desenvainaba la espada.

El comerciante lanzó un gemido y sus tres acompañantes empezaron a deshacerse en lamentos.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. «No la mataré hasta que no haya terminado la historia», pensó Shahrayar, decidido a no perderse el final.

Noche 4

Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que el anciano dueño de la gacela, cuando vio brillar la espada del genio por encima de la cabeza del comerciante, se dejó de lamentos y, en un instante de inspiración, dijo al genio:

—Un momento, señor y rey de los genios, antes de proceder, permitidme que os haga una propuesta: os puedo contar una historia realmente maravillosa relacionada conmigo y con esta gacela. Si tenéis a bien escucharla y os place, quisiera pediros que me concedierais a cambio un tercio de la sangre de este comerciante.

—De acuerdo —aceptó de inmediato el genio, ante la sorpresa de todos.

—Sabed, señores, que hace más de seis lustros que me casé con mi prima de doce años —contó el anciano—. Durante treinta años conviví con ella y a pesar de que, desgraciadamente, no me dio ningún hijo, ni varón ni hembra, siempre la respeté y la honré. Sin embargo, y tan sólo a causa de su esterilidad, decidí tomar una concubina. Al fin, pues, conseguí tener descendencia: un precioso hijo varón. Pero mi esposa, que, dicho sea de paso, es experta en artes mágicas, no compartió mi alegría, más bien al contrario: desde el principio se sintió terriblemente celosa de la concubina y el niño.

Como sea, mi hijo creció sano y hermoso. Justo acababa de cumplir los diez años, cuando tuve que ausentarme de casa durante largo tiempo con motivo de un ineludible viaje de negocios. Por ello, durante mi ausencia, dejé a la concubina y a mi querido hijo a cargo de mi esposa.

Al volver, recuerdo que lo primero que hice fue preguntar por ellos.

—La concubina ha muerto —contestó mi esposa, secamente—. En cuanto a tu hijo, hace dos meses que se escapó y desde entonces no hemos sabido nada más de él. Lo siento.

Mi corazón se rompió en pedazos al oír semejante noticia y durante casi un año anduve de luto, sin poder recuperarme del disgusto. Así las cosas, llegó el día de la fiesta de la pascua y, con la intención de ofrecer una de mis mejores reses para tal evento, fui a ver al pastor que cuidaba de mi ganado y le pedí que escogiera la vaca más gorda del establo para el sacrificio.

Pero cuando me disponía a degollarla, ¡qué sorpresa la mía y la de los presentes!: unas lágrimas enormes se deslizaron por sus mejillas. Me dio tanta pena verla llorar que me sentí totalmente incapaz de matarla.

—Tráeme otra —pedí de nuevo al pastor.

—¡No! —gritó entonces mi esposa, que estaba a mi lado—, ¡mata a ésta! ¿No ves que es la más gorda del establo? Si la sacrificas, tenemos carne asegurada para una buena temporada.

Para complacer a mi esposa, lo intenté otra vez, pero tampoco tuve corazón y se la entregué al pastor para que lo hiciera por mi. Él la mató, peró ojalá no lo hubiera hecho, porque, al descuartizarla, la vaca más gorda del establo se convirtió simplemente en un montón de piel y huesos. Me arrepentí entonces de haberla sacrificado y dije al pastor que hiciera con los despojos lo que quisiera y, en su lugar, me trajera un ternero para cumplir con el sacrificio como Dios manda.

El pastor, tal como yo le había indicado, trajo un ternero del establo. Pero el animal, nada más verme, rompió la cuerda con que le sujetaba, se me acercó, se echó a mis pies y me acarició las piernas con la cabeza. Como es de suponer, esto me enterneció y pedí al pastor que trajera otro ternero. La firme oposición de mi esposa y su empeño en sacrificar a aquél precisamente me desconcertaron.

—Ya te hice caso con la vaca y mira lo que ocurrió, he decidido conservar la vida de este ternerito y no se hable más —le dije, enojado.

Pero ella, erre que erre, insistió tanto que, finalmente, hecho un manojo de nervios, agarré el cuchillo, me acerqué al ternero...

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.

Noche 5

Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que el anciano dueño de la gacela siguió explicando:

—... agarré el cuchillo, me acerqué al ternero decidido a degollarlo y el animalito, ¡criatura de Dios!, se echó de nuevo a mis pies llorando y lamiéndome de tal modo que me impidió seguir adelante con mi propósito. Entonces le dije a mi esposa que, si tanto lo deseaba, sacrificara ella al ternero. Pero a la hora de la verdad tampoco ella se atrevió a hacerlo y quedamos en guardarlo para la temporada próxima.

Recuerdo que al día siguiente, el pastor vino a verme y me dijo:

—Señor, mi hija me ha confesado un secreto terrible. Si os lo cuento, ¿me daréis albricias?

—Cuéntamelo y te las daré.

—En primer lugar, sabed que mi hija es una experta conocedora de la brujería y las artes mágicas. Os lo digo porque, al conducir el ternero de nuevo al establo y pasar casualmente junto a ella, se quedó unos instantes absorta mirándolo, después rió y acabó llorando. Yo, extrañado, le pregunté qué le pasaba y ella me explicó que el ternero no era tal, sino que, en realidad, era el hijo del amo que había sido embrujado por su esposa y que su risa era debida a que no lo había sacrificado y, su posterior llanto, al hecho de que la vaca no era más que la madre del niño, que también había sido embrujada. Imaginaos mi desazón, señor, al saberlo. Enseguida que ha amanecido, he venido a contároslo

Sus palabras, naturalmente, me dejaron conmocionado. Me precipité al establo, busqué al ternero, lo besé y lo acaricié y él, mirándome con dulzura, sacó la lengua y me lamió con una ternura impropia de un animal de su clase.

Inmediatamente fui a ver a la hija del pastor, le supliqué que, por las artes mágicas que conocía, liberara a mi hijo del embrujo y le prometí que, a cambio, le regalaría lo que quisiera de mi hacienda. La joven, no obstante, dijo que no le desembrujaría por dinero ni por propiedades, sino bajo dos condiciones: que la casara con él y que le permitiera ejercer la magia con mi esposa, condiciones ambas que acepté sin titubear. Además, le prometí que todas mis riquezas serían para ellos.

La muchacha, con un recipiente de agua en la mano, se acercó al ternero.

—¡Ternero, ternerito! —exclamó al tiempo que lo rociaba—: ¡Transfórmate en la persona que habías sido!

Y así fue como recuperé a mi hijo. Pasada la emoción del reencuentro, me contó lo que mi esposa había hecho con él y con su madre.

—Dios ha querido que la verdad saliese a la luz —sentencié no sin amargura.

De modo que, señor genio, tal como había prometido, casé a mi hijo con la hija del pastor y fue ella misma la que convirtió a mi esposa en la gacela que aquí veis. Me dijo que, al fin y al cabo, es una bella forma para un animal de compañía. Posteriormente, mi nuera falleció y mi hijo se trasladó a otra región, hacia la que me dirigía para hacerle una visita cuando me encontré con este comerciante. Y esto es todo, señor.

—¡Te has ganado un tercio de su sangre! —aprobó el genio.

Prestamente se puso en pie el hombre que conducía los perros y dijo:

—Señor genio, si os cuento una historia más extraordinaria que la que acabamos de escuchar, ¿me concederéis otro tercio de la sangre de este comerciante?

—De acuerdo —aceptó el genio.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.

Noche 6

Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que el anciano dueño de los perros explicó al genio:

—En nuestra familia éramos tres hermanos varones, señor genio, y cuando mi padre murió nos dejó en herencia tres mil dinares. Con la parte que me correspondió decidí abrir una tienda para ganarme la vida y lo mismo hicieron mis hermanos. Pero no pasó mucho tiempo hasta que mi inquieto hermano mayor vendió todo lo que almacenaba en la suya y partió hacia otras tierras en busca de mayor fortuna.

Había pasado un año, más o menos, desde su partida, cuando un transeúnte de mal aspecto se paró delante de mi tienda.

—¡Ande usted con Dios! —le dije para que se fuera prontamente.

—¿Ya no me conoces? —replicó él, con voz temblorosa.

Entonces, con gran estupor, me di cuenta que se trataba de mi hermano. Sin dudarlo un momento me precipité a abrazarlo y, entre aturdido y emocionado, le pregunté cómo es que había llegado en aquel lamentable estado.«El hombre propone, y Dios dispone», contestó lacónicamente. A buen entendedor, pocas palabras bastan y, sin requerir más explicaciones, le llevé a los baños, le di ropa limpia y le acogí en mi casa.

Enseguida que tuve oportunidad, conté el capital que tenía disponible y resultó que ascendía a dos mil dinares. Sin vacilar, le entregué mil a mi hermano, como si no hubiera pasado nada, y él, feliz y contento, olvidó lo pasado y los invirtió en abrir una tienda de nuevo.

Poco tiempo después, sin embargo, mi segundo hermano vendió todas sus posesiones y, desoyendo nuestros consejos, sin que la mala experiencia del mayor le sirviera de escarmiento, se fue sabe Dios por qué vericuetos. Y de lo temido, lo peor, señor genio, porque regresó al cabo de un año hecho un harapiento.

—¿No te advertí que no te fueras? —le reproché al verlo.

—Así es el destino —dijo él, encogiéndose de hombros, y, apesadumbrado, añadió—: Soy tan pobre que no tengo ni para vestirme, ni tan siquiera llevo un dirham encima.

Igual que había hecho com mi hermano mayor, le acompañé a los baños, le proporcioné ropa y, una vez adecentado, fuimos juntos a mi tienda, comimos algo y, a continuación, conté las ganancias que había acumulado durante el año. En total, había ganado dos mil dinares con el negocio, que, gracias a Dios, era próspero. Dividí por dos la cantidad y le di mil dinares a mi hermano, que con esta suma abrió otra tienda.

Pasó el tiempo y mis hermanos, que al parecer habían olvidado sus anteriores fracasos, quisieron convencerme para que me uniera a ellos en una nueva aventura comercial lejos de nuestra tierra. Como es lógico, me mostré muy reticente a semejante proyecto y les recordé que nada habían ganado en sus viajes para que valiera la pena arriesgarse. Pero ellos no se dieron por vencidos y siguieron insistiendo, año tras año, hasta que al cabo de seis años de porfía, lograron que accediese a su propuesta.

Una vez hecho a la idea, les pregunté cuánto dinero tenían para invertir en la empresa y resultó que no tenían ni un dirhem, habían dilapidado todas sus ganancias. Sin embargo, guardé los reproches para otro momento y me puse manos a la obra por mi cuenta. Vendí todo el género que tenía en la tienda y saqué seis mil dinares, que dividí en dos partes:tres mil para el viaje y tres mil que dejé enterrados en casa, por lo que pudiera suceder. Los tres mil disponibles los repartí entre nosotros equitativamente, a mil por cabeza, y compramos distintos artículos apropiados para hacer negocio en cualquier parte. Cuando todo estuvo dispuesto, yo mismo me encargué de alquilar una embarcación, cargamos en él mercancías y equipajes y, por fin, nos hicimos a la mar.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.

Noche 7

Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:

Cuentan, majestad, que el dueño de los perros siguió explicando al genio:

—Al cabo de un mes de navegar atracamos en un puerto, desembarcamos y vendí mis mercancías en la ciudad por un precio excelente, llegando a ganar nueve dinares por artículo.

Me encontraba en el muelle, dispuesto a embarcar de nuevo, cuando una desvalida muchacha se me acercó, me besó la mano y me dijo dulcemente:

Señor, os ruego que me hagáis un favor y os aseguro que procuraré recompensaros.

—Pídeme el favor que sea —acepté, gratamente sorprendido—, aunque no puedas recompensarme.

—Casaos conmigo —me pidió sin remilgos— y llevadme a vuestro país. La providencia os ha puesto en mi camino y, si Dios quiere, tendré ocasión de pagaros por haberme rescatado de la miseria.

Sus palabras me llegaron al alma y, sin hacerme de rogar, accedí a sus deseos. Después de haber formalizado el contrato matrimonial, le regalé un precioso vestido, subí con ella al barco y le preparé un colchón al lado del mío procurando que se sintiera lo más cómoda posible.

Reconozco que mi afecto por la muchacha aumentaba día a día y, mientras la nave seguía su curso sin contratiempos, yo estaba tan pendiente de ella que no me apercibí de los malos sentimientos que contra mí abrigaban mis hermanos. Envidiosos de mi buena suerte, tramaban su mezquina venganza y una noche, sin duda inspirados por el diablo, aprovecharon que mi esposa y yo dormíamos profundamente y nos arrojaron al mar.

Imaginaos mi sobresalto al encontrarme de sopetón a merced de las aguas, pero en aquel momento de terror y desesperación, sentí que algo me agarraba con fuerza, tiraba de mí y me llevaba volando por los aires. Y cuál no fue mi asombro al darme cuenta de que mi esposa, convertida en un ser alado, era quien me transportaba. Entonces supe que aquella candorosa muchacha con la que me había casado era, en realidad, un genio.

Volamos hasta divisar tierra firme y allí nos posamos.

—Te he devuelto el favor antes de lo previsto —dijo ella—, ya ves cuál es mi verdadera naturaleza, soy de la especie de los genios, aunque de los genios creyentes. Desde el primer momento que te vi supe que tú eras el hombre que me había sido predestinado y por eso me dirigí a ti de manera tan espontánea y sin titubeos. Claro que también tú me aceptaste sin poner obstáculos y me has ofrecido tu amor de forma pura y sincera —y añadió en tono airado—: ¡Y ahora estoy dispuesta a matar a tus hermanos por lo que han hecho!

—¡No, no lo hagas! —reaccioné, asustado—, por nada del mundo quisiera comportarme como ellos.

Y acto seguido le conté qué clase de comportamiento habían tenido mis hermanos en el pasado.

—¡Pues con más razón merecen la muerte! —se encolerizó después de haberme escuchado—. ¡Provocaré el naufragio del barco, maldita sea!

—¡No, por favor! —intenté disuadirla--, No lo hagas, por lo que más quieras. Como dice el refrán: «Haz bien y no mires a quién», que al bueno le compensa pagar mal con bien y además, a pesar de todo lo que han hecho, ¡son mis hermanos!

Tras mucho suplicar logré apaciguarla y, finalmente, algo más calmada, me agarró de nuevo y me llevó volando a mi casa.

A la mañana siguiente, después de un sueño reparador, abrí puertas y ventanas para ventilar la casa y desenterré el dinero que había escondido antes del viaje. Me fui al zoco, saludé a los conocidos y preparé la tienda con vistas a reemprender el negocio. Por la tarde, al llegar a casa, encontré en ella a dos perros negros, los mismos que aquí veis, señor genio, que nada más entrar, y ante mi sorpresa, se echaron a mis pies gimiendo.

—Son tus hermanos —dijo, lapidaria, mi esposa.

—¡Dios Santo! —exclamé—,¿mis hermanos?,¿qué dices?,¿cómo es posible?

—Así como lo oyes, su mala acción no podía quedar impune y mi hermana los ha embrujado —explicó—. No se librarán del embrujo hasta que no pasen diez años.

Dicho esto, mi esposa se despidió de mí, no sin antes indicarme el lugar donde residía y en donde podría encontrarla. Y aquí me tenéis, señor, diez años después de los hechos, de camino a casa de mi esposa para pedirle que libere del hechizo a mis hermanos. Si no hubiera sido por este comerciante, no me hubiera parado en la arboleda y no os lo hubiera contado.

—¡Maravilloso! —se entusiasmó el genio—, te has ganado un tercio de su sangre.

—Más asombroso es lo que puedo yo contaros —intervino prestamente el tercer viajero—, si tenéis a bien escucharlo y os complace, ¿me concederíais también un tercio de la sangre del comerciante?

—Adelante, cuenta, cuenta.. —consintió el genio.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.