Prólogo[1]
El interés por los refranes (paroimíai en griego, prouerbia, adāgia o prouerbia en latín) comenzó —¡cómo no!— en Grecia. Aristóteles consagró un libro a los proverbios, que también fueron estudiados por su discípulo Teofrastro, Clearco —otro peripatético—, el estoico Crisipo, etc., y gramáticos como Aristófanes de Bizancio y Dídimo, entre otros. De su labor dan fe colecciones de paremias como las realizadas por Zenobio y Diogeniano (s. II d. C.) en la Antigüedad clásica y, ya en la Edad Media, las llevadas a cabo por Gregorio de Chipre (s. XIII), Macario Crisocéfalo (s. XV) y Miguel Apostolio, obispo de Monembasia (s. XV).
En latín no existió la misma curiosidad por el tema, aunque Apuleyo escribió un libro sobre los refranes y en la Antigüedad tardía se recogieron acertijos, glosados en verso. El estudio científico de los refranes se inició con Erasmo (1466-1536), el educador de Europa, quien, además de escritor incansable, fue un gigantesco colector de proverbios: más de 4000 reunió en sus Adagia, publicados una y otra vez en el siglo XVI. Esta obra pasmosa puso otra vez de moda el estudio de los proverbios, en los cuales se quiso ver, siguiendo a Aristóteles, restos de una filosofía antigua, ya perdida, que se había salvado del cataclismo gracias a su brevedad y agudeza. En nuestra patria fueron los gramáticos los que hicieron con más empeño colecciones de refranes (Hernán Nuñez, Alonso de Barros, Gonzalo Correas), aunque nunca se perdió de vista su trasfondo moral; el título que dio Juan de Mal-lara a uno de sus libros dedicado a este tema lo dice todo: Filosofía vulgar.
Ni los paremiógrafos antiguos ni Erasmo distinguieron bien entre refrán y dicho. No es tarea fácil, reconozcámoslo, trazar la línea divisoria entre uno y otro. La propia Academia ha variado en sus definiciones con el paso del tiempo. Veamos lo que dijo en el primer y en el último diccionario:
Dicho (1732): «Expresión que en una o en pocas palabras incluye algún concepto o sentencia». (2015): «Ocurrencia chistosa y oportuna».
Refrán (1737): «El dicho agudo y sentencioso, que viene de unos en otros, y sirve para moralizar lo que se dice o escribe». (2015): «Dicho agudo y sentencioso de uso común».
En estas palabras suena todavía la definición de Erasmo: «El proverbio es un dicho muy usado, que destaca por alguna aguda novedad» (paroemia est celebre dictum, scita quapiam nouitate insigne).
Me parece que, en ambos puntos, estuvo más acertado el criterio de los académicos del s. XVIII, los padres fundadores. En efecto, el refrán se distingue por tener una forma fija (eso quiere decir «que viene de unos en otros»; no en vano está a menudo en verso o se busca una rima) y, sobre todo, por encerrar un mensaje moralizante, características ambas que faltan en la definición actual. El dicho también tiene una forma fija, pero carece de toda intención moralizadora.
Erasmo incluyó en sus Adagia infinidad de expresiones estereotipadas, asimismo desprovistas de moraleja, que la gramática moderna calificaría de «modismos». La Academia define hoy el término modismo,inexistente en el s. XVIII, como una «expresión fija, privativa de una lengua, cuyo significado no se deduce de las palabras que lo forman», poniendo como ejemplo a troche moche. Quevedo, que más castellanamente llamó a los modismos «modos de decir» (Pregmática que este año de 1600 se ordenó), llegó a escribir una obrita hilvanando estas expresiones por puro placer, mas no sin cierta oculta ironía (Cuento de cuentos). Escojo un párrafo que contiene siete modismos, entre ellos el mencionado por la Academia: «Pues el diablo del mozuelo (que estaba más enamorado que otro tanto), como se vio señor del armandijo, no hacía más de a trochimochi escribirla billetes y más billetes; y ella, leer que leerás, a tontas y a locas». Un verdadero tour de force.
Pues bien, a mi juicio, los dichos, en su inmensa mayoría, se pueden encuadrar entre los modos de decir. Estos modos de decir, sin embargo, no son siempre privativos de una lengua determinada, pues muchos de ellos tienen manifiestamente un origen extranjero o son una simple traducción. Por ejemplo, la expresión un mirlo blanco, atestiguada solo en el s. XX,parece venir del francés un merle blanc (en italiano se dice un corvo bianco). Más adelante daré otros casos muy claros de dichos que hunden sus raíces en la Antigüedad grecolatina y que tienen su exacto equivalente en todas las lenguas occidentales, como canto de sirenas, chant de sirènes, canto delle sirene, siren song, Sirenen Gesang.
Pero el dicho es algo más que un modismo. Una frase pronunciada por un personaje histórico a veces se graba de manera perenne en la memoria popular: así ocurrió con el Delenda est Carthago, ‘Cartago ha de ser destruida’, de Catón el Censor o el Veni, uidi, uici, ‘Llegué, vi, vencí’, de César (→ TU QUOQUE, VAE UICTIS). Recuérdese que ya Plutarco (s. II d. C.) se interesó por recopilar apotegmas, ‘frases célebres’, de los romanos y de los lacedemonios, dos pueblos guerreros y, por ello, de gran brevedad y contundencia en sus palabras.
Una sentencia breve (nosce te ipsum) o el título de una fábula (el cuento de la lechera)pueden ser también un dicho. «Proverbio es una sentencia sin autor», dijo el gramático latino Donato; y como «Frase, modismo o proverbio popular» entendió dicho el estupendo Diccionario de Seco y Andrés, una definición que juzgo plenamente aceptable si, en vez de «proverbio» —el refrán es otra cosa—, ponemos «sentencia».
A estas particularidades del dicho —fijación formal, brevedad y, en su caso, agudeza— se añade otro rasgo fundamental: su carácter popular, que lo hace especialmente adecuado a la conversación y, por tanto, a la literatura parenética (la fábula o la parábola). No extraña, en consecuencia, que se sirvieran de este recurso dos personajes a primera vista tan diferentes como Platón y Jesús.
Por último, el dicho, en tanto en cuanto expresión fija, tiende por naturaleza a la compresión. No es necesario enunciarlo en su totalidad: basta con decir A buen entendedor… para que todo el mundo entienda la intención del hablante.
Pero dejémonos de teorías y vayamos al grano. Ya Erasmo señaló que el origen de los dichos es muy diverso. Unos proceden de la jerga técnica de ocupaciones muy comunes, como la navegación (a palo seco, ir viento en popa), la guerra (zafarrancho de combate, dejar en la estacada), la caza (estar a la que salta), la ganadería (mezclar churras con merinas), la medicina (dorar la píldora, la purga de Benito), la política (cambiar de chaqueta, fondo de reptiles), la curtiduría (zurrar la badana) y hasta el toreo (dar una larga cambiada, coger el toro por los cuernos). Otros vienen de actividades de la vida cotidiana: la comida (dar gato por liebre) o los funerales (dar vela en este entierro). Estos surgen de gestos y ademanes que expresan una disposición del ánimo (fruncir el entrecejo, ‘mostrar disgusto’); aquellos, de la percepción de los sentidos, tomada metafóricamente (me huelo, ‘sé’, oír campanas y no saber dónde).
No es raro que los dichos expresen cosas imposibles (estar en misa y repicando), necesarias (mientras brille el sol), absurdas (pedir peras al olmo, confundir el tocino con la velocidad) y contrarias (mirlo blanco).
A menudo, sigue enseñando Erasmo, el dicho se basa en una metáfora. Esta se produce por denominación (otro Aristarco), por comparación (más forzudo que Hércules), por semejanza (como una leona) y por epítetos (voz estentórea). A su vez, dentro de la comparación la metáfora puede partir:
i) de la propia cosa que se compara: más pobre que la pobreza;
ii) de cosas parecidas: más dulce que la miel, más negro que la pez;
iii) de personas o animales: más parlanchín que una mujer, más lento que una tortuga;
iv) de los dioses paganos: más casta que Diana, más hermosa que Venus;
v) de los personajes míticos: más cruel que el cíclope, más loco que Orestes, más engañoso que Ulises, más elocuente que Néstor;
vi) de los personajes de la comedia: más jactancioso que Trasón, más avaro que Euclión;
vii) de los personajes históricos: más rico que Creso, más envidioso que Zoilo, más severo que Catón;
viii) de los pueblos: más pérfido que un cartaginés, más muelle que un sibarita;
ix) de los oficios y cargos: más perjuro que un alcahuete, más violento que un tirano.
A esta completa disección temática hecha por Erasmo solo le falta que le añadamos una breve organización de los dichos de acuerdo con su estructura gramatical. Procedamos a ello muy brevemente.
En principio, los dichos pueden dividirse en dos grandes grupos: nominales y verbales. Los primeros (en construcción de sustantivo + sustantivo o sustantivo + adjetivo) encubren normalmente una misma realidad lingüística, dado que el genitivo (la construcción de pertenencia) y el adjetivo indican por regla general lo mismo: cabe sustituir espada de Damocles por espada damoclea, y victoria pírrica por victoria de Pirro, si bien en ley draconiana y voz estentórea el adjetivo no indica la identidad, sino la semejanza: ‘ley parecida a las leyes de Dracón’ o ‘voz igual a la de Estentor’.
Vienen a continuación las frases nominales. Que eso es la expresión ni una mosca queda probado por su correspondencia en latín, que conocemos por una anécdota. En efecto, cuenta Suetonio (Domiciano, 3, 1) que Vibio Crispo, una vez que se le preguntó si estaba alguien con Domiciano, un emperador a quien gustaba matar moscas, replicó: Ne musca quidem, ‘ni una mosca [hay]’.
Las locuciones verbales son muy variadas, por lo que no es posible entrar aquí en su casuística. Sí conviene señalar que, cuando se establece una comparación, el segundo miembro puede ser un sustantivo (un nombre propio o una expresión genérica) o una frase:
Ser más tonto que
Abundio, Perico el de los palotes, Pichote, etc.
el bobo de Coria
el que asó la manteca
Las expresiones que funcionan como un complemento no se pueden emplear sin verbo. En efecto, a manos llenas y a cántaros equivalen en latín a un ablativo instrumental (manibus plenis)y a un adverbio (urceatim), respectivamente; en una y otra lengua se usan con verbos que significan ‘dar’ o ‘llover’.
Doy a continuación un pequeño elenco de dichos, tomados de la Antigüedad clásica o de la Biblia, que presento ordenados según la clasificación establecida más arriba.
Sustantivo + sustantivo. Antigüedad clásica: caja de Pandora, canto de sirenas, canto del cisne, cuerno de la abundancia, espada de Damocles, lágrimas de cocodrilo, manzana de la discordia, parto de los montes, talón de Aquiles.
Sustantivo + adjetivo. Antigüedad clásica: calendas griegas, ley draconiana, nudo gordiano, paz octaviana, risa sardónica, victoria pírrica, voz estentórea. ‖ Biblia: trampa saducea.
Frases nominales.Antigüedad clásica: ni una gota, ni una huella, ni una mosca, ni mu.
Locuciones verbales. Antigüedad clásica: abrir la caja de Pandora, caerse el alma a los pies, cantar la palinodia, clamar al cielo, dar coces contra el aguijón, darse ínfulas, echar una filípica, estar en brazos de Morfeo, estar más callado que una estatua, no tener pies ni cabeza, pasar el Rubicón, pasar por las horcas Caudinas, prometer montes de oro, salir a la palestra, ser el rey Midas, ser un beocio, ser un caco, ser un mecenas, sonar la flauta, tirar la piedra y esconder la mano. ‖Biblia: armarse un toletole, clamar en el desierto [no se refiere, como dice Alberto Buitrago, a los cuarenta días que Jesucristo hizo penitencia en el desierto, sino a la predicación de Juan el Bautista, equiparado por Mateo 3.3 a la «voz de quien clama en el desierto» de Isaías, 40.3], echar margaritas a los cerdos, ir de Herodes a Pilatos, lavarse las manos, llorar como una magdalena, ser el chivo expiatorio, ser el sursuncorda, ser más falso que Judas, ser más malo que Caín, ser un adefesio, sin faltar una jota.
Frases proverbiales. Antigüedad clásica: aquí fue Troya [quizá tomada de Virgilio, Eneida, III 11, mejor que de Eneida, II 325], un clavo saca otro clavo, la ocasión la pintan calva.
Expresiones de complemento. Antigüedad clásica: a manos llenas, a cántaros.
II
La inclusión de algunos dichos latinos en este libro no creo que requiera ni larga ni prolija justificación. En efecto, desde tiempo inmemorial el latín se introdujo en el habla común del pueblo. Así lo atestiguan los versos de Berceo, un poeta que escribió «en román paladino» y que, sin embargo, no hizo ascos a la inserción de frases latinas en sus maravillosas historias de santos; señal de que el pueblo las entendía, aunque fuera a medias.
El auge del Humanismo no hizo sino impulsar esa antigua tendencia. En tiempo de Cervantes ya se habían hecho castellanos compuestos cultos como maremagnum (mare magnum, ‘gran mar’, y, de ahí, ‘muchedumbre confusa de personas o cosas’), península (paene insula, ‘casi isla’), turbamulta (turba multa, ‘gran muchedumbre’) y vademecum (vade mecum, ‘ven conmigo’). Después se incorporaron a nuestro léxico muchos compuestos más, normalmente venidos de fuera, como exabrupto (ex abrupto, ‘de golpe’, ‘de repente’), exvoto (‘a causa de un voto’), facsímil (fac simile, ‘haz igual’), factotum (fac totum, ‘haz todo’), penumbra (paene umbra, ‘casi sombra’), posdata (post data, ‘después de terminada [la carta]’), sinecura (sine cura, empleo ‘sin preocupación’), solideo (soli Deo, ‘solo para Dios’), viceversa (uice uersa, ‘cambiada la vez’), etc. Hoy a pocos se les ocurriría pensar que son palabras latinas álbum (‘lista’ ‘registro’), alias (‘de otra manera’), ego (‘yo’), ómnibus (‘para todos’), placebo (‘agradaré’), quídam (‘cualquiera’) y superávit (‘sobró’).
El Derecho, estudiado durante largo tiempo en la lengua del Lacio, ha suministrado un buen arsenal de latinismos. La formulación actual de la máxima in dubio pro reo —‘en la duda, a favor del reo’— parece deberse al jurista milanés Egidio Bossi (1487-1546); pero su esencia data de muy antiguo, pues se remonta al Derecho romano: ya Gayo juzgó que debía gozar de más favor el demandado que el demandante (Digesto,L 17, 125). Fuera como fuese, la doctrina de que, en igualdad de pruebas, no se puede condenar al inculpado fue cosa archisabida en el siglo XVI, sin necesidad de que viniera Bossi a enseñarla a los europeos. El buen Sancho Panza, haciendo de juez durante su mandato de gobernador, se acordó de un áureo precepto que le había dado don Quijote, y este era «que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia» (Quijote, II 51). De antiguo datan también frases archisabidas: cui prodest? (‘¿a quién aprovecha?’), fiat (‘hágase’), in articulo mortis (‘en el momento de la muerte’), non bis in idem (‘no dos veces contra lo mismo’), summum ius, summa iniuria (‘sumo derecho, suma injusticia’), testis unus, testis nullus (‘un solo testigo, ningún testigo’), etc. (→ SUUM CUIQUE).
De la Biblia o de la liturgia proceden expresiones muy comunes (→ ECCE HOMO, URBI ET ORBI, VÁNITAS UANITÁTUM). Las oraciones, rezadas antes en latín, han dejado profunda huella en castellano; como que se las conoce todavía por su comienzo latino: avemaría (‘[Dios te] salve, María’), confiteor (‘confieso’), credo (‘creo’), salve (‘[Dios te] salve’). Igual ocurre con los himnos: dies irae (‘el día de la ira [del Señor]’), magnificat (‘exalta’), tantum ergo (‘por tanto, tan gran [sacramento]’), ueni creator (‘ven creador [Espíritu]’). Se hacen misas de requiem (‘descanso’, eufemismo por ‘muerte’) o se celebra un tedeum de gracias (‘a ti, Dios, [alabamos]’). La inmensa sensación de culpabilidad que embarga al pecador cristiano no se puede expresar sino por medio de un rotundo mea culpa (‘por mi culpa’, palabras tomadas del Confiteor), una locución que se emplea, por haberse lexicalizado, con una falsa concordancia: «Entonó el mea [se esperaría sua] culpa».El pecador arrepentido pide perdón de profundis (‘desde el abismo [te llamé Señor]’ [así comienza el salmo 129, 1], título de una confesión sobrecogedora de Oscar Wilde, escrita en la cárcel de Reading). La secular censura eclesiástica nos ha familiarizado con fórmulas como nihil obstat, ‘nada empece [es decir, nada es contrario a la religión]’, o imprimatur, ‘imprímase’. La elección de Pontífice se anuncia con el jubiloso y proverbial Habemus Papam.
Hasta algunas siglas se han hecho populares gracias a la Iglesia o —en menor medida— a las cofradías: A. M. D. G. (ad maiorem Dei gloriam, ‘a mayor gloria de Dios’, el emblema de los jesuitas que dio título a una novela de Pérez de Ayala, muy crítica con la Compañía de Jesús), D. O. M. (Deo optimo maximo, ‘A Dios, el mejor y el más poderoso’), I. N. R. I. (Iesus Nazarenus rex Iudaeorum, ‘Jesús Nazareno rey de los judíos’, la leyenda que se puso en la cruz), R. I. P. (requiescat in pace, ‘descanse en paz’) y S. P. Q. R. (senatus populusque Romanus, ‘el senado y el pueblo romano’). También se abrevian de esta manera los nombres de las órdenes religiosas: O. F. M. (Ordinis fratrum minorum, ‘de la Orden de los frailes menores’), O. P. (Ordinis praedicatorum, ‘de la orden de los predicadores’), S. I. (Societatis Iesu, ‘de la Compañía de Jesús’), etc.
En el Siglo de Oro todos quisieron alardear de sus conocimientos en la lengua del Lacio, hasta caer en extremos ridículos. Quevedo, en su Disparatario, registró las palabras que debería usar una mujer para hacerse culterana: «La riña llamará palestra, al espanto, estupor, supinidades las ignorancias»; por caldo sustancial tenía que decir licor quiditativo, por rebanadas de pan planicies y por ruido estrépito. Tanto fue así, que un perro filósofo como Berganza se permitió hacer una advertencia a los cultos latiniparlos: «También se puede decir una necedad en latín como en romance, y yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo no una, sino muchas veces».
El correr del tiempo fue apagando esa pasión por la Antigüedad. Para colmo, a partir del siglo XVIII la aristocracia española abdicó de sus funciones y deberes como clase dirigente. En 1852 William Thackeray presentó como protagonista de su novela Henry Esmond a un noble inglés capaz de conversar en correcto latín[2]. Ninguno de los personajes que pululan por los Episodios nacionales de Galdós podría presumir de lo mismo, salvo el párroco don Celestino Santos del Malvar de El 19 de marzo y los seminaristas que chapurrean un latín macarrónico en Un faccioso más y algunos curas menos. Puede argüirse que Quintín García Roelas, un enamorado de Horacio, pretendió ser «un cerdo de la piara de Epicuro»; pero Quintín, que tiene algo de personaje de ópera, había estudiado ocho años en Eton (Pío Baroja, La feria de los discretos, cap. 5). Poco a poco, el conocimiento de la lengua del Lacio, en nuestra patria, acabó por convertirse en patrimonio casi exclusivo de la Iglesia, al igual que en el Medievo.
Con rezos en latín comenzaron y acabaron sus sesiones las Academias creadas en el siglo XVIII. Y, al parecer, con invocaciones en latín dio inicio a sus reuniones, una centuria después, la sociedad absolutista llamada «El Ángel Exterminador». En su novela Los recursos de la astucia, el incansable investigador de rarezas y curiosidades que fue don Pío Baroja nos ha transmitido el protocolo que se siguió en el juicio sumario hecho a un «traidor», el canónigo Sansirgue (Primera parte, 17). Al abrir la causa, los cinco jueces, enmascarados, pronunciaron, empezando por el presidente, sendas invocaciones: Dominus regnat (‘El Señor reina’), Dominus imperat (‘El Señor impera’), Angelus vincet (‘El Ángel vencerá’), In gladio (‘Con la espada’), indignationis eius (‘de su indignación’). Las frases están tomadas de una jaculatoria medieval: Christus uincit, Christus regnat, Christus imperat (‘Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera’). En cuanto al ángel exterminador, es una figura del Antiguo Testamento, recuperada en el Apocalipsis: David vio a un ángel que estaba entre el cielo y la tierra, con la espada desenvainada y la cara vuelta hacia Jerusalén, cuando ya habían muerto de peste setenta mil hombres (I Par. 21, 16). Ni que decir tiene que Sansirgue, un pájaro de cuidado, fue ahorcado sin contemplaciones; los realistas no se andaban con chiquitas.
De la apropiación paulatina de los estudios latinos por parte del clero hay abundantes testimonios en nuestra producción literaria, desde luego muy anteriores al fatídico 1936, un año todavía no bien sepultado en la memoria (¡con la falta que hace que sea enterrado de una vez!). Permítaseme que presente algunos ejemplos.
En las novelas románticas no es raro que algún personaje sea o se haga pasar por religioso; en este último caso, la manera más fehaciente de probar que es verdadera su simulada identidad consiste en decir latines a troche y moche. Un caso de suplantación típica nos ofrece Larra en su única novela. Dos hombres, decididos a poner en libertad a Macías, prisionero del marqués de Villena, se presentan ante la fortaleza donde está aherrojado el doncel disfrazados de franciscanos. El alcaide, el malvado juglar Ferrus, no advierte su impostura y les da acogida en el castillo, restando importancia a su entrada: «Todo el peligro que podemos recelar de los santos varones…», comenta a un ballestero, «es que nos echen algún sermón en latín que no entendamos». Y efectivamente, uno de los falsos frailes no para de soltar frases tomadas de la misa o de la Biblia, aunque en un aparte confiesa a su compañero, en palabras que casi son versos: «Alguna palabra entiendo… de cada ciento que digo»[3] (El doncel de don Enrique el Doliente, cap. 34 y 35, respectivamente).
Del Medievo pasemos a otro Medievo de la modernidad. Una escena de las guerras carlistas, tan estrambótica como hilarante, describe Pío Baroja (Los recursos de la astucia, I, prólogo, 1). Sus protagonistas son Sancho, un cabecilla guerrillero apodado el Fraile de la Esperanza, y un cristino, Fermín Leguía, comandante del fuerte de Moya. «El Fraile envió a Leguía un oficio exhortándole a rendirse, con frases en latín, que creía le llegarían al alma. Leguía le contestó diciéndole que él no se rendía, y añadió que don Carlos era un babieca… y el latín, un idioma ridículo para quien no lo entendía». Como se ve, aún había entonces almas ingenuas convencidas de que podrían impresionar con latiguillos latinos a un militarote.
En cualquier caso, adobar su discurso con citas latinas fue, hasta hace muy poco tiempo, un rasgo característico de los hombres de la Iglesia. Así lo dice con su gracejo y desparpajo característicos Pío Baroja: «Dantchari hablaba en castellano con esa pedantería clásica de los curas y seminaristas, que creen indispensable, para mayor claridad, decir de cuando en cuando alguna palabra en latín entre personas que ignoran en absoluto este idioma» (Zalacaín el aventurero, II, cap. 4)[4].
No solo los religiosos gustaron de mostrar su sabiduría soltando oportunamente frases en latín. También en ese vicio —o virtud, según se mire— incurrieron los laicos. Plagados de latines están los escritos de Galdós, uno de nuestros escritores más empapados de clasicismo. Tampoco es raro que Clarín, sobre todo en sus artículos periodísticos, deslice de cuando en cuando algún apotegma clásico, ya que un dicho de este porte proporciona la concisión y contundencia esperadas en el momento debido. Un ejemplo. Critica Clarín la poesía del argentino Calixto Oyuela, que ha tomado por modelo al laureado Quintana, y concluye: «El Sr. Oyuela debe de admirar mucho a Quintana y su manera de decir y a otros vates españoles que siguen el estilo de Quintana. Y esto no lo paga Dios. Intelligenti pauca» (Paliques, 07/06/1892).Después del irónico «Y esto no lo paga Dios», el sobrio y lapidario intelligenti pauca, ‘al inteligente pocas palabras [bastan]’, viene a cerrar la frase con un broche de oro; el dicho encaja mucho mejor con el tono cáustico empleado que su correspondiente en castellano «a buen entendedor, pocas palabras bastan».
Pero no siempre, por desdicha, acude la cita a la memoria. Oigamos el irónico lamento que Pío Baroja atribuyó al conspirador paradigmático que fue don Eugenio de Avinareta (1792-1872): «Aquí vendría bien un latinajo sentencioso, de esos que expresan con gran elegancia una vulgaridad conocida por todos; pero yo no recuerdo ninguno… ni falta» (El escuadrón del brigante, I, Lamentación carcelera). En ayuda de esas personas olvidadizas se hicieron muy pronto colecciones de frases célebres. Uno de los primeros libros de esta clase publicados en nuestra patria fue el Diccionario citador de José Borrás (Barcelona, 1837), un libro que, traducido del inglés, suministró un arsenal de dichos en latín, inglés, francés e italiano a quien, como el grajo de la fábula, quisiera adornarse de plumas ajenas y fuese de flaca memoria.
Donde el uso del latín se conservó durante más tiempo fue en las inscripciones de los monumentos. Carlos III inundó de leyendas latinas sus nuevas construcciones en Madrid (ahí están para demostrarlo la Puerta de Alcalá o el Jardín Botánico). El pueblo madrileño expresó su amor a Fernando VII reduci, ‘regresado’ —¡nunca hubiera vuelto!—, en la Puerta del Rastro. Y hasta el general Franco, concluida la guerra civil, no se privó de erigir a su victoria un arco de triunfo a la entrada de la Ciudad Universitaria de Madrid. Pero aquí se echa de ver cómo en el bando de los vencedores flaqueaban ya los conocimientos latinos, pues se grabó un letrero un tanto frailuno: aedis studiorum Matritensis florescit in conspectu Dei. Con esta leyenda se quiso decir ‘la casa de los estudios de Madrid [i. e., la Universidad] florece bajo la mirada de Dios’, mas, en vez de ‘casa’, lo que se escribió en realidad fue ‘templo’ (aedis en singular significa ‘santuario’, y en plural, aedes,‘casa’); una cosa, «santuario de los estudios», que nuestra Universidad no era ni por pienso en los años cincuenta, por mucho que la bendijeran los obispos. Más inscripciones latinas se pusieron en otros edificios de la dictadura (por ejemplo, en la sede central del CSIC, en la calle Serrano), probablemente inspiradas y redactadas por algún sacerdote. La más célebre y divertida fue, sin duda, la que decoró uno de los muros de la catedral vieja de Salamanca, donde hasta hace muy pocos años se podía ver un víctor de Franco acompañado de dos palabras, Miles gloriosus,que, aunque parecen elogiar al ‘soldado glorioso’, significan realmente ‘soldado fanfarrón’: un dicho de pura cepa plautina. No sé quién fue el autor de tamaña sutileza; pero merecería un buen premio por su ingenio… o, si lo hizo de buena fe, por su incultura.
En conclusión, durante los primeros años de Franco pudo identificarse el cultivo del latín con la Iglesia y la dictadura; un binomio poco gratificante, después de que la guerra civil fuese calificada de «cruzada» por la jerarquía católica. Dichos latinos se ponen en boca de un anónimo «hombre vestido de riguroso negro», como cifra y paradigma de aquella época no menos negra (Luis Landero, Juegos de la edad tardía). Paradójicamente, uno de los primeros ministros del general, Pedro Sáinz Rodríguez, favoreció los estudios clásicos al hacer obligatoria la enseñanza del latín y del griego en el bachillerato; gracias a esa medida surgió la más brillante generación de helenistas que haya tenido jamás España. En los últimos años del franquismo cambiaron las tornas. Un ministro, «la sonrisa del régimen», llegó a preguntarse para qué servía el latín; y alguien, muy oportunamente, le contestó que para saber que los nacidos en Cabra, de donde era natural aquel prohombre tan risueño, se llamaban «egabrenses».
De 1976 acá ha llovido mucho. Siguiendo la tendencia marcada ya en Trento, el Concilio Vaticano II ha liberado su liturgia de las ataduras del latín. A su vez, las humanidades han sufrido un aparente naufragio, pues con la cultura se ha alzado otras profesiones que nada tienen que ver con los antiguos studia humanitatis. Con todo y con eso, el latín, libre ya de su relación con la Iglesia, sigue conservando todavía un cierto halo mágico, como si fuera la llave de un paraíso perdido lleno de secretos arcanos. La universidad (la alma mater, ‘madre nutricia’)otorga la calificación cum laude (‘con alabanza’)a una tesis bien hecha o concede a un sabio un doctorado honoris causa (‘por honor’); el Gobierno da el placet (‘me agrada’) a la propuesta de embajadores; un pleito no sustanciado está sub iudice (‘bajo el juez’); en la jerga editorial se utilizan vocablos como addenda et corrigenda (‘adiciones y correcciones’), cf. (confer, ‘compara’), ibidem (‘en el mismo lugar’), passim (‘en todas partes’) y sic (‘así’); el médico nos habla del delirium tremens (‘delirio tembloroso’), del rigor mortis (‘rigidez de la muerte’) o del cólico miserere (‘[Señor,] apiádate’), cuando no nos aturde con diagnósticos tomados del griego; un jurado da un accessit (‘se aproximó’) a una obra notable pero que no es la mejor de las presentadas al concurso; hay algún pesado que sigue hablando ex cathedra (‘desde la cátedra’); y algunas veces, los que compiten en un deporte llegan ex aequo (‘igualados’). Hasta en expresiones populares muy recientes aparece el latinismo: «Tiene un ego que se lo pisa».
Además, desde hace algún tiempo, gracias al inglés se están incorporando al español nuevos términos latinizantes. El problema surge cuando a estos anglicismos —llamémoslos por su verdadero nombre— se les tiene que dar un plural. Hay personas que hablan de curricula (los méritos) y de referenda (los plebiscitos), una terminación correcta que suena un tanto redicha; otros prefieren decir referendos y currículos, lo que estaría de perlas si el singular fuera siempre referendo y currículo (pero ¿qué hacemos entonces de vitae?).La misma duda plantea el plural de campus (ciudad universitaria): a nadie se le ocurriría decir campi (el plural latino), y normalmente se trampea recurriendo a campos, a un invariable campus o a un horrible cámpuses. En un aprieto parecido nos pone sponsor: el plural esperado sería sponsóres, si bien entonces cambiaría el acento con el número, una anomalía rara pero tampoco desconocida en español (cf. carácter, caractéres). Y, en fin, ¿para qué hablar de la parafernalia, un híbrido grecolatino (‘los bienes extradotales’: del griego parà, ‘fuera de’, pherné, ‘dote’, y el sufijo latino -ālis)? Cuando menos, convendría devolver la horrenda palabreja a su antiguo género, el plural neutro, un plural al que nosotros, en nuestra ingenua ignorancia, hemos aplicado la regla de «todo lo que acaba en a es singular y femenino»; y punto.
No para aquí el influjo foráneo. Gracias al derecho anglosajón se ha implantado la exigencia del hábeas corpus, ‘tengas el cuerpo’; algunos hablan ya del affidavit (‘certificó’). También nos llegó en buena hora la ratio (‘proporción’), aunque vestida de pantalones por la incultura de nuestros economistas. El inglés, en suma, está imponiendo nuevas siglas latinas, como a. m. y p. m. (ante y post meridiem, ‘antes’ y ‘después del mediodía’), e incluso ha hecho cambiar de sentido una palabra: uersus, ‘hacia’, significa ‘contra’ en la nueva latinidad. Prodigios del imperio. Claro es que la reina de Inglaterra, con cierto sentido del humor, supo alterar el dicho annus mirabilis en annus horribilis, cuando las desgracias se sucedieron sobre su corona; dudo mucho de que nuestros gobernantes hubiesen sido capaces de jugar de la misma manera con una expresión latina. Pronto en vez de ‘salida’ diremos exit (‘sale’), en correspondencia con el plantón tan brutal como inesperado del Brexit (Br-itannia exit, ‘Gran Bretaña sale’).
En resumidas cuentas, por muy diversas razones el latín sigue teniendo glamour. Y mucho. Las páginas de nuestros periódicos todavía nos brindan estupendos neologismos latinizantes. Abro uno de ellos, y me deja sobresaltado que un docto artículo verse sobre «las narraciones circadianas, es decir, las que “transcurren” en un solo día» (Babelia 1.283, 15). Circadiano no existe en latín; es un término usado sobre todo por los psicólogos y acuñado por Franz Halberg (1919-2013), un «cronobiólogo» (otro neologismo inventado ad hoc). La formación es correcta (cf. coti-diana), pero derivada de un circa que en inglés se emplea como equivalente a ‘en torno a’ para indicar que una fecha es poco segura (los más viejos recordarán el estupendo catálogo Circa 1492, editado por la Smithsonian Institution con motivo de su no menos memorable exposición dedicada al Quinto Centenario del «encontronazo» nada casual con América). Entonces ¿quién ha dicho que el latín es una lengua muerta? A quien afirme tal cosa, bien se le podría responder aquello de «Los muertos que vos matáis gozan de buena salud». Se trata de una salud algo macarrónica, a decir verdad, pero salud, al fin y al cabo.
JUAN GIL
DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA