Hacer algo a matacaballo es hacerlo ‘precipitadamente, muy deprisa’. En este caso la expresión es transparente. Y más aún si se opta por la forma más tradicional, a mata caballo, también aceptada por la Real Academia y presente en su diccionario desde la quinta edición, de 1817, aunque usada al menos desde el siglo XVI, como se documenta, por ejemplo, en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Y es que los caballos, pese a su fuerza y velocidad, son animales particularmente delicados, y no es infrecuente que mueran por sobreesfuerzo o agotamiento. Tal es su grado de nobleza.
La veneración que han despertado estos equinos en el ser humano desde época prehistórica es notoria. Así, el caballo (del latín caballus, ‘caballo de carga’; el nombre latino para el caballo de monta es equus) es el animal más representado en la iconografía del arte paleolítico. Su domesticación, sin embargo, no se produjo hasta mucho después, en torno a 3500 a. C. en las estepas de Asia central, más concretamente en Kazajistán. Fue precisamente este hecho el que permitió la rápida expansión de los pueblos indoeuropeos. El caballo se convirtió en poderosa arma de guerra. La imagen de Alejandro Magno, por ejemplo, está asociada a la de Bucéfalo, probablemente el corcel más célebre de la historia, que fue homenajeado por su dueño dando su nombre a una ciudad: Alejandría Bucéfala. Aún más lejos llegó el emperador romano Calígula, quien, en su delirio, hizo nombrar a su caballo, Incitato, a quien construyó su propio palacio, miembro del colegio sacerdotal y cónsul.
La literatura ha ensalzado también la figura del noble bruto. Basta pensar, en suelo patrio, en Babieca, la montura del Cid Campeador, o, en sentido bien distinto, en Rocinante, el humilde penco de don Quijote. Este último, por cierto, nos acerca a la otra realidad del caballo. No hace falta ir muy lejos para atestiguarla: así, por ejemplo, son bien conocidas las cifras de los que fallecen cada año en la célebre romería del Rocío. Y eso que el camino no se recorre precisamente a matacaballo.
FRANCISCO DELICADO
¿Quién son aquellos que me miraron? Para ellos es el mundo, ¡y lóbregos de aquellos que van a pie, que van sudando! Y las mulas van a matacaballo, y sus mujeres llevan a las ancas!
La lozana andaluza, 1528.
FERNANDO CHUECA GOITIA
El auge de Madrid como capital de un Imperio —el más importante de la Tierra en su época— coincidió con el de la circulación rodada, y, por lo tanto, en la modesta villa carpetana, desarrollada luego a matacaballo […].
El semblante de Madrid, 1951.
Atar a un perro con longanizas se interpreta como un signo de especial abundancia y esplendidez. Y tal es el significado de la locución, que, no obstante, se usa casi siempre en sentido irónico, porque, aunque cualquier can estaría encantado con semejante idea, no deja de ser una ocurrencia que pondría en cuestión el buen juicio de su amo. La longaniza (del latín vulgar lucanicia, influido por la voz latina longus, ‘largo’) es un embutido de forma estrecha y alargada, elaborado con carne de cerdo picada y adobada. Al parecer, su antecedente se encuentra en Lucania —de ahí su nombre—, región del sur de Italia que se correspondería aproximadamente con la actual Basilicata.
Se ha situado el origen del dicho, que se recoge por vez primera en el diccionario académico en su quinta edición, de 1817, en Candelario, un bello pueblo serrano de Salamanca con gran tradición charcutera. Según esta teoría, el responsable de la ocurrencia fue don Constantino Rico, a la sazón fabricante de embutidos, o uno de sus trabajadores, quien no hallando a mano nada mejor para amarrar a un perro que andaba merodeando por el taller, decidió emplear para ello una ristra de longanizas. La noticia, lógicamente, habría corrido después como la pólvora entre los vecinos de Candelario, que no podían sino ponderar la opulencia del tío Rico. La cosa, sin embargo, es harto difícil de creer y, dado que la anécdota se sitúa a principios del siglo XIX, las fechas no acaban de coincidir (la expresión se utiliza ya en la centuria anterior). No obstante, y aunque bien podríamos decir eso de «a otro perro con ese hueso», no seremos nosotros quienes hagamos de ello un caballo de batalla.
BENITO PÉREZ GALDÓS
Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna […].
Misericordia, 1897.
JUAN J. GUIBELALDE (ENTREVISTA)
—¿En el mundo empresarial se atan los perros con longaniza?
—Lo fácil por desgracia no existe en el mundo de la empresa competitiva.
Cambio 16, 22/01/1990.
En este negociado es inevitable buscarle tres pies al gato, es decir, enredarse en complicaciones aparentemente inútiles y a veces carentes de fundamento. De hecho, esta es una buena oportunidad para ello, porque lo de los tres pies del gato es un asunto controvertido. Y es que, puestos a buscar imposibles, ¿por qué no cinco pies? Cinco dice que eran Covarrubias en su Tesoro (1611), donde el modismo se define así: «Se dice de los que con sofisterías y embustes nos quieren hacer entender lo imposible; nació de que uno quiso probar que la cola del gato era pie». Vista desde este punto de vista, la cosa tendría algo más de sentido.
Cinco dice también Gonzalo Correas que eran en su Vocabulario de refranes (1627). Y la verdad es que a lo largo de todo el siglo XVI se documenta muy mayoritariamente esta versión, de modo que es más que probable que se produjera una «corrupción», como señala José María Iribarren. Ahora bien, si esta tuvo lugar fue muy tempranamente, porque desde principios del XVII se emplea ya con normalidad la locución actual. Hasta el punto de que el propio Cervantes la recoge en el Quijote: «Váyase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante y enderécese ese bacín que trae en la cabeza y no ande buscando tres pies al gato». Hay quien le ha atribuido a don Miguel la autoría del cambio del dicho, pero —aunque no negamos que pudiera tener su influencia— la realidad es que la versión de tres pies circulaba ya bastante antes.
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
[...] ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante y enderécese ese bacín que trae en la cabeza y no ande buscando tres pies al gato.
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 1605.
JOSÉ LUIS MARTÍN VIGIL
—Estos curas de ahora se empeñan en buscar tres pies al gato —dijo don Cosme, de profesión «sus consejos», con un buen paquete de acciones en la empresa de Francisco.
Los curas comunistas, 1968.
Como es sabido, el canto del cisne es la ‘última obra o actividad de alguien, especialmente si esta es valiosa’. Y ello se debe a un lugar común frecuentado por los poetas desde la Antigüedad, que situaron la escena del canto del cisne en los ríos de Asia Menor, el Meandro y el Caístro, es decir, en parajes más o menos exóticos. Sobre la cuestión es suficientemente elocuente Fernando de Herrera, el Divino, en sus Comentarios a Garcilaso (1580): «Que cante el cisne a su muerte se trata desde Esquilo entre poetas y pintores, y lo mismo piensan Platón, Aristóteles, Crisipo, Filóstrato, Tulio y Séneca». Y, en efecto, el canto melodioso del cisne en el momento postrero —tan opuesto a su ordinario y vulgar graznido— se convertirá en símbolo de inspiración poética y, a un tiempo, en imagen de la muerte.
Pero como bien señala el propio Herrera: «Plinio, y después de él Ateneo y la experiencia, tienen por fabuloso lo que se escribe del canto del cisne». El testimonio de Jerónimo de la Huerta en su Historia Natural de Cayo Plinio Segundo resulta particularmente clarificador: «Turnero la comparó [la voz del cisne] al rebuzno del jumento, aunque dice ser más breve. Y esto sin duda es más cierto (como dice Luciano) que lo que fabularon mucho de su canto». De modo que esta es, desgraciadamente, la realidad, alejada de cualquier romanticismo; pero para el caso que nos ocupa poco importa, puesto que el tópico, verdadero o falso, dejó su huella no solo en la poesía, sino también en el lenguaje común, aunque la expresión se extendiera solo tardíamente (no parece documentarse antes del siglo XIX).

BARTOLOMÉ JOSÉ GALLARDO
Que llores por mí no quiero,
aunque muerto tú me veas:
solo te pido que creas,
mi vida, que por ti muero.
Y este llanto lastimero,
señora, no te moleste;
que el canto del cisne es este,
dulce tierno y postrimero.
El criticón, c. 1835.
JUAN MARSÉ
[…] el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada […].
Últimas tardes con Teresa, 1962.
El mochuelo es un ave rapaz nocturna semejante al búho, aunque de menor tamaño, muy común en España. Pero no es este el significado que toma el término aquí, donde viene a significar ‘asunto o trabajo difícil o enojoso del que nadie quiere encargarse’. A primera vista, se nos escapa la relación entre ambas acepciones. Pero la cosa viene de antiguo, porque en el Diccionario de autoridades (1734) se recoge ya la frase tocar el mochuelo, «con que se explica que uno lleva siempre lo peor en un repartimiento».
Según una tradición, dos estudiantes, un andaluz y un gallego, buscaron acomodo en una posada. Era ya tarde y la comida escaseaba. «Cuanto queda es una perdiz y un mochuelo», dijo el posadero. A lo que el andaluz contestó que sirviera lo que pudiera, que ya se apañarían entre ellos. Pero mientras esperaban la comida se giró hacia su compañero y le espetó: «Por lo que se ve, solo tenemos dos posibilidades: o tú te comes el mochuelo y yo la perdiz, o yo doy cuenta de la perdiz y tú cargas con el mochuelo».
Y es que, desde siempre, el mochuelo ha sido un ave poco valorada y, además, de mal agüero («es de mala significación, según los adivinadores», dice Fray Vicente de Burgos [1494] haciéndose eco de san Isidoro) y «aborrecido de las otras aves» (según recoge Jerónimo G. de la Huerta en su traducción de Plinio). Con estos antecedentes, ¿quién querría quedarse con el mochuelo? Casi dan ganas de cambiar de locución y cargar con el muerto.
FRAY MARTÍN SARMIENTO
Al punto dije: «no mas visitas en esta casa; pues a la corta o a la larga yo habré de cargar con el mochuelo» […].
El porque sí y porque no, 1772.
BENITO PÉREZ GALDÓS
—Para, hijo, para —dijo doña Lupe amoscándose—, que para esas convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Fortunata y Jacinta, 1885-1887.
MAX AUB
Rogelio, consciente de su responsabilidad, desesperado. Desechó cualquier reconcomio acerca de la paternidad, prueba de que los tuvo, vencidos en aras de la verdad. Cuando el abultamiento se hizo patente, los dueños echaron a la fámula. El muchacho cargó con el mochuelo.
La calle de Valverde, 1961.
La expresión, cuyos primeros registros datan de mediados del siglo XIX
—aunque entonces la mosca estaba en la oreja, no detrás—, no aparece recogida por la Real Academia hasta la decimoctava edición de su diccionario, de 1956: «se aplica al que está receloso y prevenido para evitar alguna cosa». Por ediciones anteriores sabemos que la mosca no es solo un tipo de insecto, sino también la ‘desazón picante’. Y es que la presencia de este insecto, como la de otros de su clase, resulta casi siempre molesta. No extraña, por tanto, que genere desazón, inquietud o tensión. Y, si nos ronda la oreja, con doble motivo: permanecemos entonces alerta —como las caballerías—, prevenidos para ahuyentarla, como si sospecháramos que su impertinente zumbido puede tornar en cualquier momento (piénsese en un mosquito en una noche de verano).
No son pocos, sin embargo, quienes sostienen que la expresión alude a la mecha con que los soldados prendían arcabuces y mosquetes en tiempos de guerra, y que, entre disparo y disparo, dejaban preparada detrás de la oreja, ese socorrido soporte de útiles de trabajo en más de una profesión. La idea resulta atractiva, porque visualiza muy bien la idea de prevención y alerta, pero un dato parece avalar nuestra primera propuesta: la existencia en otros idiomas de expresiones semejantes, aunque con actores o emplazamientos diferentes. Se trata, por ejemplo, del caso del francés, donde avoir la puce à l’oreille (‘con la pulga en la oreja’) tiene idéntico significado. ¿No es como para mosquearse?
EMILIA PARDO BAZÁN
—Lleva la mosca en la oreja —dijo Gonzalvo—. Va a seguir a su mujer... Realmente es raro... ¿A dónde habrán ido? Porque, a estas horas...
El niño de Guzmán, 1897.
RAMÓN MARÍA DEL VALLE INCLÁN
—Ese aviso ya me ha llegado y estoy con la mosca en la oreja, sin poder aburrir al mochuelo.
La corte de los milagros, 1927-1931.
MIGUEL DELIBES
Yo no sé por qué ni por qué no, pero la manera de ser de la tía no me gusta un pelo y ando ya con la mosca en la oreja con este asunto.
Diario de un emigrante, 1958.
JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD
—Es que yo sé lo que me digo. Don Gabriel ya está con la mosca detrás de la oreja y a mí no me agarra.
Dos días de septiembre, 1962.
CARLOS RUIZ ZAFÓN
—¿Y qué quiere que le diga? Ya hace tiempo que anda con la mosca detrás de la oreja.
—Dígale que va a por pipas o a por polvos para hacer un flan.
La sombra del viento, 2001.
El modismo se usa para expresar despectivamente ‘muy poca gente’, de modo que, por ejemplo, decimos que leyeron el libro cuatro gatos cuando lo hizo un número muy reducido de personas. La Real Academia lo registra tardíamente, ya que solo se incorpora a su diccionario en la decimoquinta edición, de 1925. Puede que por este motivo circule por ahí una versión que afirma —un tanto disparatadamente— que su origen está en el hostal Els Quatre Gats de Barcelona, en el que se reunían, siempre en pequeño número, algunas de las más importantes personalidades del modernismo catalán. Pero la realidad es que la expresión tiene larga tradición en español y la encontramos ya en la segunda mitad del siglo XVI.
El gato, que une a su condición doméstica un carácter enigmático, es uno de los animales más presentes en las frases proverbiales. Aquí, sin embargo, su presencia es casi anecdótica, pues la clave significativa descansa en el número cuatro. ¿Cuatro son muchos o pocos? En nuestra lengua, donde la cifra se emplea frecuentemente para expresar con valor indeterminado escasa cantidad, pocos: por ello decimos que han caído cuatro gotas, que algo nos costó cuatro cuartos o cuatro reales, o que apenas cruzamos cuatro palabras. Y más aún si se trata de un animal pequeño como el gato, que ocupa poco espacio. No obstante, como afirma José Luis García Remiro, parece estar en la frontera de la abundancia. Y se ha empleado desde antiguo (se recoge ya en el Diccionario de autoridades, donde cuatro, por cierto, se escribe todavía con q) la locución más de cuatro en el sentido de ‘muchos o un número grande de personas’: «Más de cuatro quisieran verse en tu lugar», escribe Galdós en El Grande Oriente.
JUAN RODRÍGUEZ FREILE
[…] no faltaron murmuradores que dijeran que guerrilla de cuatro gatos, pero yo digo que hartó aquella guerra más sangre que toda la conquista del Nuevo Reino de Granada […].
El Carnero o Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada, 1638.
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
—Soficiente, creo. Acortaremos detallamientos. Ostí sabe: Mancilla era presidente, elegido por cuatro gatos. Abusos cometía a cada. Cinco soles para arreglo huellas pista calles, cinco soles para arreglo campo deporte estadio […].
El zorro de arriba y el zorro de abajo, 1969.
Hay pocos actos tan sociales como la comida. Y tan determinados culturalmente. Por ejemplo, son varios los pueblos que abominan del consumo de conejo. La razón es clara: este es considerado una mascota y la carne de las mascotas es tabú. En España —en la mayoría de los países occidentales— ocurre esto mismo con el gato. No obstante, hay constancia histórica de su consumo. Así, el maestro Robert, en su Libro de guisados, escrito en catalán en el último cuarto del siglo XV y traducido después al castellano (1525), incluye una receta muy particular: «Gato asado como se quiere comer». Todavía se consume gato, de hecho, en algunas áreas de Perú.
En todo caso, la locución, que se usa en el sentido de ‘engañar dando algo por otra cosa de peor calidad’, deja constancia de que este felino ha sido siempre más valorado como animal de compañía —o como cazador de ratones— que por sus virtudes gastronómicas. Se documenta muy tempranamente vender gato por liebre (a mediados del siglo XV), variante que recoge también Covarrubias, quien, por si acaso, aclara que esto de la liebre y el gato no era una mistificación única en la época: «engañar en la mercadería: tomado de los venteros, de los cuales se sospecha que lo hacen a necesidad, y echan un asno en adobo y lo venden por ternera». Aunque, si atendemos a Quevedo, habrá que convenir que la costumbre debía de estar bastante extendida: «Pastel hubo que aruñó / al que le estaba mascando; / y carne que oyendo “¡Zape!” / saltó cubierta de caldo».
BALTASAR DEL ALCÁZAR
Tus cabellos, estimados
Por oro contra razón,
Ya se sabe, Inés, que son
De plata sobredorados.
Pues ¿querrás que se celebre
Por verdad lo que no es?
Dar plata por oro, Inés,
Es vender gato por liebre.
Poesías, c. 1550-1606.
FERNÁN CABALLERO (CECILIA BÖHL DE FABER)
—¿Es posible, Rita —dijo el duque—, que hayáis rehusado veinte mil libras de renta?
—No he rehusado la renta —contestó la joven con soltura, sin dejar de mirar el juego—, lo que he rehusado ha sido al que la posee.
—Ha hecho bien —dijo el general—. Cada cual debe casarse en su país. Este es el modo de no exponerse a tomar gato por liebre.
—Bien hecho —añadió la marquesa—. ¡Un protestante! ¡Dios nos libre!
La gaviota, 1849.
RÓMULO GALLEGOS
Una tarde, paseando en su macho por los alrededores de la población, se encontró de camino con un forastero mal trajeado y cara de pícaro hipócrita, pero de las que a él ya no le metían gato por liebre.
Camaina, 1935.
BEGOÑA AMEZTOY
Y esta confusión masculina crece y va en aumento, sobre todo, ahora que la cirugía plástica ha homologado considerablemente, no solo el nivel de exigencia y perfección estética, sino la virtualidad de dar gato por liebre, pues nunca como hasta hoy lo auténtico se ha cotejado con lo falso, y lo natural con lo siliconado, para «salvación» de la mujer y «perdición» de los hombres.
Escuela de mujeres, 2001.
Cualquiera que haya tenido que enfrentarse a un hijo en la edad del pavo —la edad de entrada en la adolescencia— estará de acuerdo en que no es tarea fácil. De manera que, al menos, démonos el pequeño gusto de saber de dónde procede el modismo. Porque lo del pavo (el término deriva del latín tardío pavus, ‘pavo real’: el pavo o guajolote, originario de América —como «gallo de las Indias» lo define Covarrubias—, era desconocido para los romanos) no resulta demasiado clarificador. La expresión no se recoge en el diccionario académico hasta su decimonovena edición, de 1970. Pero en este caso la docta casa se tomó su tiempo, porque el uso está atestiguado ya en el último cuarto de siglo XIX.
Si buceamos un poco en el diccionario, comprobaremos que una de las acepciones de pavo es ‘persona sosa o poco desenvuelta’. De hecho, de aquellos con escasa gracia decimos que son pavisosos. Y así pueden ser percibidos los jóvenes que se hallan en la primera adolescencia, arquetípicamente desgarbados, inseguros y poco estables emocionalmente. Además, pavo
—aunque aquí quepa la duda de si fue antes el huevo o la gallina— se emplea en el sentido de ‘timidez o tontuna’. La idea está bien reflejada en este fragmento de Los trabajos del infatigable creador Pio Cid, de Ángel Ganivet: «Fueron al baile con ánimo de divertirse cuanto pudieran, excepto Martina, a quien a última hora le entró el pavo, como decía su mamá, disgustada por tener que estar al lado de la niña, que ni quería bailar ni que la dejasen sola».
Por añadidura, existe una locución como subírsele (a alguien) el pavo, que se define como ‘ruborizarse’. El vínculo con el animal resulta en este caso evidente, puesto que el pavo se caracteriza por el color rojo intenso de las carnosidades que cuelgan de su cabeza. Ahora bien, ¿tienen alguna relación entre sí las dos expresiones? Es muy probable que sí, porque ruborizarse resulta frecuente entre los adolescentes. Y se emplea estar con el pavo subido para hacer referencia a los comportamientos propios de este periodo de la vida. En definitiva, que los adolescentes, de una u otra manera, recuerdan, por sus actitudes o reacciones físicas y conductuales, al pavo. Y, en algunos momentos, también al pavón o pavo real.
JUAN VALERA
Ahora —dijo D. Diego—, baila el chico peor que el año pasado, porque está en la edad del pavo:edad insufrible, entre la palmeta y el barbero.
El comendador Mendoza, 1877.
E. ORÚE Y S. GUTIÉRREZ
[…] había niñas que te escribían que estaban enamoradas de Figo, que lo querían conocer... Es normal, están en la edad del pavo.
Locas por el fútbol. De las gradas al vestuario, 2001.
La frase, que se emplea para expresar la insignificancia de una cantidad en relación con el ahorro o el gasto que se pretende hacer, se emplea desde época más o menos reciente, pues no encontramos textos anteriores a la década de los setenta del siglo XIX. De hecho, la Real Academia lo incorpora a su diccionario en 1956, en su decimoctava edición.
Ahora bien, ¿chocolate para el loro? Pues sí: al parecer era esta una costumbre extendida. Al menos así se atestigua en Un capricho de veinte ingenios (1953), de Agustín Gaspar: «cuánto más bello es oír trinar el ruiseñor entre el espeso follaje de las selvas, y el arrullo de la inocente tortolita, que sufrir el continuo graznido de este sucio loro que todo el día está comiendo chocolate y garbanzos», o en Doña Perfecta (1876), de Galdós: «Luego cogió con su propia venerable mano algunos garbanzos del cercano cazuelillo y se los dio a comer [al loro]. El animal empezó a llamar a la criada pidiéndole chocolate y sus palabras distrajeron a las dos damas y al caballero», o en los Cuentos del General (1896), de Vicente Riva Palacio: «El loro recorría la percha de arriba abajo […] y se colgaba de las patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño le llevaba D. Lucas».
Esto, claro, debía de ser solo habitual entre las familias de cierto poderío, pero justifica el origen de la expresión. La realidad es que no se sabe exactamente de dónde procede esta. Se relaciona con una dama de alta alcurnia algo venida a menos, que no habría tenido mejor idea para hacer economías que prescindir del chocolate del loro. O con un indiano, uno de esos emigrantes que regresaron a España enriquecidos tras hacer las Américas. Lo mismo da, porque con independencia de su veracidad —suenan más bien a chiste— estas historias explican muy bien el significado del dicho.
JAIME CAMPMANY
¿Cómo vamos a comparar la grande y próspera España con la pérfida y emprobecida Albión? No me sean avaros, ciudadanos. Esos dieciséis mil millones de pesetas, a la postre, son el chocolate del loro. Y, claro, ellos están al loro.
«Escenas políticas», ABC, 19/04/1986.
JUAN PEDRO APARICIO
¿Qué censuran pues? ¿El dinero? ¿Los cuarenta y cinco millones de pesetas que ha costado el viaje? Eso es el chocolate del loro. ¡No! Censuran lo que nos censuramos todos, lo que no nos perdonaremos jamás: no haberle podido entregar la medalla de hijo predilecto de la ciudad a Chacho.
Retratos del ambigú, 1989.
Con el paso de los años uno empieza a estar maltrecho, deteriorado, en mal estado; es decir, hecho unos zorros. La construcción, que se aplica tanto a personas como a cosas, tiene alguna tradición, pues —aunque hubiera que esperar hasta 1992 para que fuera registrada en el diccionario académico— existe documentación de principios del siglo XX. Hoy hemos perdido la referencia de la palabra clave, pero su origen, que alguna relación tiene con las raposas, es bastante evidente. Los zorros eran la «cola o colas de zorra» usados «para sacudir el polvo y limpiar los cuadros, las sillas, etc.». El texto entrecomillado procede del Diccionario de autoridades (1739), donde se recoge ya la acepción. Pero, en definitiva, se empleaban los zorros —que después evolucionaron y fueron incorporando nuevos materiales— a modo de plumero o trapo: «En un rincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con que limpiaba algunos muebles que necesitaban tales disciplinas», puede leerse en La Regenta (1884), de Clarín. Y si ya nuevos debían tener un aspecto no demasiado estiloso, imaginemos después de unos cuantos usos. Vamos, que se entiende lo de los zorros y el modismo. Y hablamos de modismo, no de moda, aunque haya también quien guste de lucirlos en el cuello.
RAMÓN J. SENDER
Pues aquí ya han sacao por cuarta vez de la tierra a un pobre moro, y si haces la descubierta esta madrugá lo verás a un lao de la carretera hecho unos zorros.
Imán, 1930.
JUAN GARCÍA HORTELANO
José María me obligó a regresar desde la puerta, para preguntar si me interrumpía.
—No. Además, estoy hecho unos zorros y no puedo dar golpe.
El gran momento de Mary Tribune, 1972.
BEGOÑA AMEZTOY
Páginas y páginas soltando el mismo rollo. Que si ellos son unos cerdos que me dejan el baño hecho unos zorros. Que si ellas tienen derecho a ser multiorgásmicas, a mucha honra y usted que lo vea.
Escuela de mujeres, 2001.
Cuando detrás de algo existen manejos ocultos o percibimos una causa o razón secreta, no cabe duda: hay gato encerrado. Con este mismo sentido se utilizaba ya hacia mediados del siglo XVIII esta expresión, que quedó recogida por vez primera en la edición de 1884 del diccionario de la Real Academia. ¿Y qué tiene que ver en todo esto el animal doméstico? Pues la verdad es que poca cosa. Aunque pueda resultar tentador iniciar la explicación elucubrando acerca del carácter de este enigmático felino y de su proceder cauteloso, nos vemos obligados a tomar otra derrota. El diccionario recoge todavía una acepción del sustantivo
—registrada ya por Covarrubias a comienzos de siglo XVII— que remite a una suerte de bolsón amplio, a modo de talego, fabricado inicialmente con el pellejo del gato y utilizado para guardar el dinero en su interior. Así la cosa cambia, naturalmente, porque a partir de aquí se intuye la posibilidad de entender el «gato encerrado» no en sentido literal, sino como ‘talego o zurrón escondido’, pues a buen recaudo conviene siempre tener los dineros, y si el gato estaba oculto, dentro estaba el parné. La expresión debió de tener su origen en el lenguaje de germanías, el propio de los pícaros y ladrones de la época. Y la existencia de diversos derivados viene a corroborar esta teoría, pero el tiempo hizo caer la referencia original en el olvido y ha ido borrando toda huella; solo queda el modismo, indescifrable, más allá de su significado, para los hablantes actuales.
MARIANO JOSÉ DE LARRA
D. Lino.— No sé; sin embargo, su conducta no me parece muy clara. [...] Hoy es... Van a dar las once, el día de la boda... pues aún no ha aparecido.
D. Carlos.— (Aparte). Vaya, el suegro tiene razón, aquí hay gato encerrado y aún no pierdo la esperanza.
Los inseparables, primer apunte de Scribe, 1835.
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
«Tigre Juan se inclina ante Carmina —pensaba doña Iluminada— como ante el ojo de una cerradura; para ver a través de él algo que los demás no vemos. Hay gato encerrado».
Tigre Juan, 1926.
JAVIER TOMEO
Si quieren que les diga lo que pienso, todo esto empieza a parecerme sospechoso. Aquí hay gato encerrado.
La mirada de la muñeca hinchable, 2003.
La locución se documenta desde antiguo. La emplea ya Quevedo en los albores del siglo XVII y se recoge en el Diccionario de autoridades (1726): «Es hablar lo que otro le sugiere para que lo diga, apuntándoselo o enseñándoselo a este fin en secreto, o antes, para que esté prevenido cuando llegue el caso de hablar». Cuando alguien habla por boca de ganso, por tanto, lo hace siguiendo las sugerencias de otra persona. ¿Pero qué tiene de particular la boca —el pico, más bien— de ganso?
Covarrubias señala que se llamaba también gansos «a los pedagogos que crían algunos niños, porque cuando los sacan de casa para las escuelas, u otra parte, los llevan delante de sí, como hace el ganso a sus pollos». Basándose en ello, Iribarren sugiere la posibilidad de que el modismo haga referencia a los chicos o jóvenes que hablan por boca de su ayo o preceptor, conformándose con su opinión y criterio, o repitiéndolos mecánicamente. De hecho, una de las acepciones de pedagogo incluidas en el diccionario académico dice así: «Persona que anda siempre con otra, y la lleva a donde quiere o le dice lo que ha de hacer». «Y lo que ha de decir», añadiríamos nosotros.
Así que la cosa tiene sentido. Aunque hay otras teorías, claro, como la de Julio Cejador, que, ciñéndose más a la literalidad animal del refrán, señala que los gansos, «cantando uno, cantan todos, y tal es el vulgo, que repite sin reparar en lo que oye y dice». Este defecto, por cierto, sería siempre considerado virtud por los romanos, porque los graznidos de los gansos sagrados que habitaban en el templo de Juno dieron la señal de alarma cuando los galos, en el 387 a. C., intentaban asaltar el Capitolio tras saquear la ciudad. Pero la realidad es que el ganso canta mal, muy mal, y es por ello símbolo del mal poeta (al contrario que el cisne, que lo es del bueno, pese a que no cante mucho mejor [" CANTO DEL CISNE]).
BALTASAR GRACIÁN
No os admiréis quando viéredes los reyes rodeados de locos y de inocentes, que no lo hazen sin misterio. No es por divertirle, sino por advertirle, que ya la verdad se oye por boca de ganso.
El Criticón, tercera parte. En el invierno de la vejez, 1657.
FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA
Yo no puedo hablar mucho; pero hablo siempre por boca de ganso; siempre digo cosas que para otro deben ser de mucha miga, y de las cuales me quedo en ayunas.
Doña Urraca de Castilla, 1849.
SILVINA BULLRICH
En cualquier ministerio estaría bien, es un hombre excepcional... No lo conozco personalmente, pero todo el mundo sabe que es excepcional. No, no hablo por boca de ganso, tampoco conocí a Mahoma y sé que fue excepcional, ni conozco a Khruschev...
Los burgueses, 1964.
La gallina de los huevos de oro no es ave ni vuela, como dice una conocida adivinanza, sino ‘aquello de lo que se obtiene un gran beneficio o ganancia’. La expresión, que se documenta a mediados del siglo XIX, se incorporó al diccionario académico en la edición de 1925, la decimoquinta. En honor a la verdad el citado repertorio de la Real Academia se hace eco de «matar la gallina de los huevos de oro», aunque el grupo nominal se empleaba ya en otros contextos. En todo caso —pese a que en esta ocasión no resulte necesario— no deja de ser una pista. Porque la frase, como otras semejantes, tiene su génesis en una fábula popularizada por Félix María de Samaniego en la segunda mitad del siglo XVIII. El escritor alavés se inspiró en la versión de Babrio, que adaptó el tema de la fábula de Esopo convirtiendo la oca original en una gallina. La cosa comienza así: «Érase una gallina que ponía / un huevo de oro al dueño cada día». Pero es conocido que la codicia hace estragos, de modo que el amo del ave, decidido a enriquecerse de una vez por todas, determinó sacrificarla para extraer el oro de sus entrañas. Y quedó chasqueado, como es natural. Como toda fábula tiene su moraleja: la avaricia rompe el saco. Pero mejor lo cuenta Samaniego: «¡Cuántos hay que teniendo lo bastante, / enriquecerse quieren al instante, / abrazando proyectos a veces de tan rápidos efectos, / que solo en pocos meses, /
cuando se contemplaban ya marqueses, /
contando sus millones, / se vieron en la calle sin calzones!». La realidad es que hoy es difícil verlos sin calzones
—para algo existen jardines del edén donde si hay parné se hace la vista gorda hasta del pecado original—, pero sí los vemos cambiar el traje de chaqueta por el pijama de rayas, aunque solo sea por unos días.
LEOPOLDO ALAS, «CLARÍN»
El que descansa en este momento, porque acaba de repartir las cartas, y juegan cuatro, es la gallina de los huevos de oro del Procurador y de don Basilio.
La Regenta, 1884-1885.
ÁNGEL PALOMINO
—He visto la factura un poco por encima. Creo que no hay errores pero lo encuentro todo carísimo. No sé dónde van ustedes a parar. Están matando la gallina de los huevos de oro.
Torremolinos, Gran Hotel, 1978.
«¡Esa es la madre del cordero!», se dice a menudo cuando creemos haber encontrado la clave de algo, su razón de ser. Madre solo hay una, ya lo sabemos. Pero ¿y corderos? Pues también, porque el cordero de Dios es Jesucristo, la víctima ofrecida en sacrificio por los pecados del hombre, a semejanza del cordero sacrificado por los judíos durante la conmemoración de la Pascua. Y debemos su existencia
—hubiera o no hubiera ayuntamiento carnal con José, lo mismo tiene— a su madre, a María. En ella, en la Madre del Cordero, descansa nada menos que la misión redentora de Jesús, el cristianismo, en definitiva. La expresión, que se documenta ya a mediados del siglo XVIII y se recoge en la quinta edición del diccionario académico, de 1817, podría explicarse de distinta forma, claro. Hay quien remite a los pastores y los rebaños, a juegos populares… Cada cual arrima el ascua a su sardina. Y funciona igual si pensamos en una simple oveja y un borrego, porque detrás del hijo está siempre la madre (una de las acepciones figuradas de este término es precisamente ‘causa, raíz u origen de donde proviene algo’). Pero la verdad es que se interpreta mejor desde la perspectiva religiosa. Especialmente porque la imagen de la Madre del Cordero, del Agnus Dei, está muy presente en nuestra tradición: «vio la Paloma, Madre del Cordero, en el sepulcro su hijo prisionero», escribe, por ejemplo, Quevedo.
FRAY ÍÑIGO DE MENDOZA
Quel pecado original
nos tiene tan corrompidos
que jamás hombre mortal
de la culpa venial
fue librado en los nacidos,
aunque por ser verdadero
una sola en este mundo
fue la madre del cordero,
ajena de lo primero
y lo segundo.
Cancionero, c. 1507.
JOSÉ FRANCISCO DE ISLA
Mas no es esta la madre del cordero. Con el sobrescrito del método, su verdadero intento es desterrar del mundo la teología escolástica, como él mismo confiesa sin rebozo […].
Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas alias Zotes, 1758.
MIGUEL DELIBES CASTRO
Dicho más claramente, si los humanos nos apropiamos de mucha de esa producción primaria, quedará muy poca para fabricar leones, por ejemplo. ¿Estará ahí la madre del cordero?
Vida. La naturaleza en peligro, 2001.
Las lágrimas de cocodrilo son aquellas que resultan fingidas, que no se corresponden con un sentimiento real. El cocodrilo no es un animal vinculado a la geografía española, por lo que podría pensarse que estamos ante una expresión relativamente reciente. Y sin embargo se documenta desde finales del siglo XVI y se incluye en la cuarta edición del diccionario académico, de 1803. En realidad, se trata de una tradición procedente de la antigüedad. Ya resulta curiosa la historia del nombre del reptil. Covarrubias señala que «el vocablo está corrompido de crocodilo». Y así es, el término etimológico —sobre el que hay abundante documentación hasta mediados del siglo XVII— fue el que acabó olvidándose: la voz latina original era crocodīlus, tomada a su vez del griego krokódeilos, de króke, ‘canto rodado, guijarro’, y drĩlos, ‘gusano, lombriz’; literalmente, por tanto, ‘gusano de los cantos’.
El origen de la expresión lo deja ya claro Plinio el Viejo en su Historia natural, parcialmente traducida por Jerónimo de Huerta (1599): «También dicen de estos [de los cocodrilos], que en viendo al hombre desde lejos, lloran derramando lágrimas, y en acercándose le despedazan». Y sobre ello ahonda el propio Covarrubias: «tiene un fingido llanto con que engaña a los pasajeros, que piensan ser persona humana afligida y puesta en necesidad, y cuando ve que llegan cerca del los acomete y mata en la tierra». Lo de los sollozos simulados no está tan claro —parece más bien una invención legendaria—, pero las lágrimas de cocodrilo existen, aunque no están originadas por el dolor, la pena o el remordimiento. Tienen como función lubricar el ojo del animal fuera del agua y reducir el crecimiento bacteriano, y son especialmente perceptibles cuando está comiendo.
MATEO ALEMÁN
Porque la gracia de esta bula solo la concedió el uso a los hermanos mayores de la cofradía de ricos y poderosos, a los privados, a los hinchados, a los arrogantes, a los aduladores, a los que tienen lágrimas de cocodrilo […].
Guzmán de Alfarache. Primera parte, 1599.
CARMEN GURRUCHAGA / ISABEL SAN SEBASTIÁN
Pues el día que un tío del PSOE o PP, PNV va al funeral de un txakurra y se llena la boca de palabras de condena y lágrimas de cocodrilo, no ve en peligro su situación personal y asume ese tipo de ekintza pues están hechos una piña.
El árbol y las nueces, 2000.
Es sabido que el gato no es demasiado amigo del H2O, así que lo de llevarlo allí no es tarea fácil; aunque sí muy reconfortante si se logra, pues quien se lleva el gato al agua es quien consigue algo pretendido por varios. La expresión se documenta al menos desde mediados del siglo XVI (una centuria antes se recoge en Seniloquim [c. 1450] el dicho «El que menos puede, lleve el gato al agua»). Y Covarrubias explica así la frase «Veamos quien se lleva el gato a agua»; esto es, ‘quien se sale con la suya’: «Antiguamente debieron usar cierto juego en la ribera del río con un gato, y ganaba quien lo metía dentro de él; pero como se defiende con uñas y dientes era dificultoso y peligroso».
La verdad es que el ilustre toledano solo sugiere, no afirma. Y hace bien, porque va algo desencaminado. Es Rodrigo Caro quien nos da la clave en Días geniales o lúdricos (1626): «Ese es juego muy usado, aunque yo no lo he visto jugar poniendo palo en medio horadado, sino en su lugar una tirante o viga de las casas donde se suele hacer; y el que tira más [de la soga o cuerda a cuyos extremos están atados los chiquillos] da con el otro en la viga, con mucha risa de los que miran. Otras veces lo hacen sin echar la soga por la tirante o viga, sino en el suelo, cerca de algún charco o lodo; y porque el que más puede lleva al otro yendo a gatas para echarlo en el agua, le llaman “llevar el gato al agua”». Así que llevarse el gato al agua es en realidad —y usamos aquí la expresión en sentido literal, no figurado, ¡ojalá fuera tan fácil!— un juego de niños. Aunque eso sí, un juego serio, con larga historia, pues era ya practicado por griegos y romanos, como señala también Rodrigo Caro: «Llamáronle los griegos scaperda; los latinos, funis contentiosus; los españoles le llamamos: “llevar el gato al agua”, que aun viene a ser proverbio del que vence a otro en contienda». Y no deja de ser una variante del juego de la soga o tira y afloja (nos gusta más en euskera: soka-tira, pues), que llegó a formar parte del programa de los primeros Juegos Olímpicos.
FRANCISCO CERVANTES DE SALAZAR
Pues al peligro os fuistes, no es razón que ya que salí del, seáis vos mi Capitán, […] y si por fuerza queréis selo, aquí estamos para ver quién llevará el gato al agua [...].
Crónica de la Nueva España, 1560.
JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD
—Y el que se lleva el gato al agua es el que no pierde ni el paso. Si es que no hay otro remedio: aprovechar lo que caiga, un ojo aquí y otro allí —se bajaba un párpado—, ¿tengo razón o no?
Dos días de setiembre, 1962.
A veces sentimos la necesidad imperiosa de ingerir algún alimento para matar el gusanillo; es decir, para ‘apaciguar el hambre’. Tal es el sentido en que se emplea hoy de forma generalizada la expresión, que sin embargo aparece por vez primera en la decimocuarta edición del diccionario académico, de 1914, con el significado de ‘beber aguardiente en ayunas’ (lo que se denominaba también tomar la mañana).
La idea de la existencia de un gusanillo especialmente revoltoso en ayunas que hacía del hombre un ser venenoso es antigua. Y Pasteur llegó a demostrar su existencia «científicamente», al inocular la saliva de un muchacho a un conejo con resultado fatal para el roedor: «Según Pasteur, se debe este resultado [la muerte del conejo] a la presencia en la saliva de los párvulos de un parásito, que introducido en la circulación de algunos animales produce accidentes mortales. Dicho parásito está igualmente en la saliva del hombre, pero desaparece de la boca tan pronto como cesa el ayuno», podía leerse en 1881 en La Ilustración Española y Americana.
El artículo continuaba así: «Al leer la interesante conferencia de M. Pasteur, recordaba yo la frase popular que sirve de pretexto a los que en nuestra tierra rinden culto al Baco de Chinchón». Y, en efecto, con tal motivo —acabar con el gusanillo— se justificaba popularmente esa costumbre tan hispánica del aguardiente en ayunas. Sin embargo, existe documentación bastante anterior que atestigua que lo de matar el bicho (matar o bicho dicen los portugueses) podía hacerse también mediante la ingesta de alimento, pese a que el diccionario académico no recoja la acepción hasta hace, como quien dice, dos días (1992): «En ayunas salimos de casa y quisiéramos almorzar, y pues ha llegado a tan buen tiempo, guíe adonde se pueda matar el gusanillo, que por parecernos tarde aún no tomamos chocolate» (Día y noche de Madrid [1663], de Francisco Santos). Así que el supuesto gusanillo no parece ser otra cosa que el hambre matutina, que roe el estómago del famélico igual que el gusano de la conciencia roe insidiosamente las almas de los arrepentidos. Claro que lo primero es lo primero. Y cuando el hambre aprieta…
JULIÁN ZUGASTI Y SÁENZ
El sereno tomó su correspondiente copa de aguardiente para matar el gusanillo, como él decía, mientras que el inglés pidió una taza de café y un rosco […].
El bandolerismo. Estudio social y memorias históricas, 1876-1880.
JAVIER TOMEO
Acabo la sopa —lo hago, como siempre, con largos y sonoros sorbos— y luego, para acabar de matar el gusanillo, le pido un par de huevos fritos con jamón.
La mirada de la muñeca hinchable, 2003.
«¡Menos lobos!», decimos para expresar que pensamos que lo que se nos cuenta es una baladronada. Y es que el exceso y la exageración son costumbres patrias bien arraigadas. En ellas descansa el siguiente chistecillo, que encontramos en un ejemplar de 1929 de la revista satírica Gutiérrez: «Mañana, festividad de Santa Lucía, no celebra su santo la Marquesa de Menos Lobos, nacida Encarnación Potes y Gallego». El modismo, por lo que se ve, tiene cierta tradición en nuestra lengua, aunque no parece existir documentación muy anterior. La Real Academia, por su parte, lo incorporó a su diccionario hace relativamente poco, en la vigesimoprimera edición, de 1992.
Su origen remite intuitivamente a los cuentos infantiles. De hecho, se emplea en ocasiones un remate inequívoco: «menos lobos, Caperucita». Pero no es Caperucita Roja la fuente de la frase ni tampoco Pedro —el pastor guasón que gustaba de dar falsas voces de alerta—, sino el protagonista de otra narración popular, el Tío Pinto. Este humilde campesino andaluz se jactaba en una venta de haber visto más de cien lobos en una sola mañana. «No exageres, Tío Pinto», le afeaban los parroquianos entre bromas. Y la cifra se fue reduciendo, reduciendo… hasta llegar a un solo lobo: «La verdad es que no lo vi bien —acabó reconociendo el Tío Pinto—. Solo el rabo. Y bien pudiera ser de raposa».
ANTONIO DE VALBUENA
—Lo menos media fanega de pan habéis dejado ir con la paja —dijo el tío Blas sin parar de tirar bieldadas al alto.
—¡Quiá!... Menos lobos, tío Blas
—dijo Martín.
—Menos lobos sí, pero más trigo, porque lo menos tiene una fanega —replicó […].
Rebojos. Zurrón de cuentos humorísticos, 1901.
JUAN BONILLA
[…] en ese océano de tinta arrojado a las estanterías por quienes sí cobran 300 000 pesetas por su novela ya pueden darse con un canto en los dientes. O sea, que menos lobos.
«Menos lobos», El Mundo, 05/10/1996.
Esta frase alerta sobre la inconveniencia de mezclar cosas de naturaleza diferente. Y tiene su razón de ser, porque churras y merinas son ovejas muy distintas. De hecho, es difícil confundirlas: la merina es, pese a su etimología (el nombre proviene del latín maiorīnus, ‘de mayor tamaño o extensión’), algo más pequeña, tiene el hocico grueso y ancho, y la cabeza y las extremidades cubiertas, como todo el cuerpo, de lana muy fina, corta y rizada; la churra (voz de origen prerromano, emparentada con la portuguesa surro, ‘sucio, suciedad’), por el contrario, carece de lana en la cabeza y las patas, y la que cubre su cuerpo es más larga y basta que la de la merina.
También su explotación es muy diferente. Mientras las merinas son más delicadas y se dedican a la producción de lana, las churras son resistentes y sobre todo interesantes por su carne y su leche. Y aunque la fama sea sobre todo de las merinas, que en tiempos de la Mesta proporcionaron pingües beneficios a los ganaderos castellanos, cualquiera que haya probado un buen lechazo en tierras de Castilla, de donde son originarias, convendrá en que las churras tienen también sus virtudes. Cada una en lo suyo roza la excelencia. Así que mejor no mezclarlas, porque la mixtura solo puede empeorar la calidad de la lana, en el caso de las merinas, o de la carne, en el de las churras.
MANUEL MARTÍNEZ MEDIERO
Nosotros no podemos hacer distingos, Felipe. Tenemos una corte que vaya con Dios... Aquí se han juntado las churras con las merinas… Qué país es este que todo el mundo habla de todo menos de lo que importa…
Juana del amor hermoso, 1982.
DOMINGO YNDURÁIN
[…] afirmar que no se pueden sumar peras con manzanas ni mezclar churras con merinas es una decisión de quien suma o de quien mezcla, tan caprichosa como cualquier otra […].
Del clasicismo al 98, 2000.
No ser moco de pavo equivale a ‘ser importante, tener valor, no ser despreciable o insignificante’. Se trata de una expresión con larga tradición, pues la Real Academia la recoge ya
—por entonces se empleaba también en frases no negativas— en el Diccionario de autoridades (1734), que además proporciona un ejemplo de uso de finales del siglo XVII. El moco de pavo es, en sentido literal, parte de la carúncula; es decir, la membrana carnosa que cubre el cuello y la cabeza de esta ave, y que cuelga ostensiblemente sobre el pico. Resulta muy llamativo y en apariencia no tiene ninguna función, por lo que no es de extrañar que asumiera el sentido figurado que hoy conocemos. Sí parece tener alguna significación en el cortejo sexual y, de hecho, ha habido autores, como Félix María de Samaniego, que aprovechando una cosa y otra —es también eréctil— lo han empleado metafóricamente con intención festiva: «Empeine con empeine compitieron, / el choque repitieron, / y al golpe la erección del moro bravo / vino a quedar en un moco de pavo» (El jardín de Venus [a. 1797]). Pero cambiemos de tercio, porque circula, y está ampliamente extendida, una teoría que relaciona el modismo con el lenguaje de germanías, el de los ladrones, pícaros y maleantes; según esta, el moco de pavo no sería sino la cadena del reloj del incauto desplumado —es decir, del pavo—, que queda colgando igual que el apéndice carnoso del animal: sin valor alguno, por tanto.
FRANCISCO FLORES ARENAS
Doña María.— […] Tengo
una hija: los partidos
ni son muchos, ni son buenos:
hay maulas en abundancia,
hay muchísimo embustero,
y no es un moco de pavo
el casarse. Este es el cuento.
Coquetismo y presunción: comedia original en tres actos, 1831.
JOSÉ MARÍA GUELBENZU
Y entonces, al volver, comencé a recordar muchas cosas y acontecimientos vividos desde la familia y, lo que no es moco de pavo, es sentirme, por primera vez en muchos años, verdaderamente bien alimentado.
El río de la luna, 1981.
MANUEL LEGUINECHE
La contribución española se reduce, lo que no es moco de pavo, a los navegantes que pasaron de largo, los misioneros, los cortadores de caña en Queensland, las ovejas merinas, que tan buena lana han dado, las cepas de vides, los benedictinos.
La tierra de Oz. Australia vista desde Darwin hasta Sidney, 2000.
Por tradición, en todas las familias existe una oveja negra; es decir, alguien que se distingue desfavorablemente del resto. Estas cosas son siempre subjetivas, claro, pero a efectos lingüísticos lo mismo da. Así que mejor no entrar en disquisiciones. Se trata de una expresión sin larga tradición, pues no parece documentarse antes del último cuarto del siglo XIX y la Real Academia la incorporó a su diccionario en el suplemento de la decimoséptima edición, de 1947. Sin embargo, la idea negativa de la oveja negra es muy antigua. En una de las fábulas del Libro de los gatos (c. 1400) ya puede leerse lo siguiente: «Dijo la oveja negra: “Yo soy de fuera negra, menos preciada; mas de dentro soy fermosa”». El color blanco de la lana de las ovejas no es natural, ha sido seleccionado de forma progresiva por los criadores (aunque de vez en cuando la genética depare alguna sorpresa) a lo largo de la historia. Hasta tal punto que la raza merina negra se considera en peligro de extinción. Y la cosa tiene su razón de ser, porque la lana negra no admite el tinte, por lo que resulta mucho menos cotizada. Habría que sumar a ello, además, el valor simbólico del color negro, nunca demasiado halagüeño (piénsese en la expresión «garbanzo negro», de idéntico sentido). De modo que no hace falta incidir demasiado en el tema, como tampoco en la identificación del rebaño con la comunidad, presente ya en el texto bíblico (basta recordar la parábola de la oveja perdida). Y así, con el color negro de la sotana —símbolo no de la oveja, sino del pastor—, nos despedimos.

RAMÓN PÉREZ DE AYALA
—Despidámonos como hermanos; todos hijos del mismo Padre.
—Pero yo soy la oveja negra.Llevadme al matadero —suspiró Herminia.
El curandero de su honra, 1926.
MARCOS AGUINIS
—¿Qué dirá a todo esto su tío?
—¡Aah!... ¡El R. P. Fermín Saldaño es un santo varón! ¡Este Torres debe ser la oveja negra de su familia!
La cruz invertida, 1970.
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Aunque se descontaba que las riendas las llevaba la Mejicana, claro. Imposible imaginar a la oveja negra de los O’Farrell montando ese negocio ella sola.
La Reina del Sur, 2002.
La expresión pagar el pato, que se emplea en el sentido de ‘cargar con culpas ajenas o no merecidas’, tiene larga tradición, pues se documenta ya en la primera mitad del siglo XVI y se incluye en la quinta edición del diccionario académico, de 1803. ¿De dónde procede? Si hemos de creer el testimonio de Casiodoro de Reina en su Biblia del oso (1569), una de las primeras traducciones del texto bíblico al castellano, la cosa tiene su miga: el monje jerónimo apunta directamente al judaísmo y hace referencia a los vocablos Torá y pacto, «usados por los judíos españoles, el primero por la ley y el segundo por el concierto de Dios, por los cuales nuestros españoles les levantaban [acusaban de] que tenían una tora o becerra pintada en su sinagoga, que adoraban; y del pacto sacaron por refrán: “Aquí pagaréis el pato”».
Así que la alianza del pueblo de Israel con Yahvé acabó convertida en ánade. O al menos este es el origen comúnmente aceptado del modismo, pues parece corroborarse con la versión que da Gonzalo Correas acerca de la Torá —el texto de la ley de los judíos— en relación con otra expresión caída en desuso, el pregón de Codos, población zaragozana donde se corría un toro «fingido con una manta y cornamenta […] como se suele hacer la tora en burlas y disfraces de judíos». No nos resistimos a dar la explicación de este dicho burlesco, recogido también por Iribarren, que no es otra que la advertencia municipal de que «nadie tirase garrochas al toro, porque era hombre». ¡Más vale prevenir!
DIEGO SÁNCHEZ DE BADAJOZ
No tengo bancal ni prato
que no me leven por prenda.
¡Do al diabro la molienda
que ha de gormar cada rato!
Cuatro mil mañas le cato
para esquitalle las nueces,
mas préndanme tantas veces
que hacen pagar el pato.
Farsa del molinero, c. 1525-1547.
EDUARDO GALEANO
En 1993, la marca del racismo estaba subiendo. El olor a peste ya se sentía, como una pesadilla que vuelve, en toda Europa, mientras se sucedían algunos crímenes y se promulgaban leyes contra los inmigrantes de los países que habían sido colonias. Muchos jóvenes blancos no encontraban trabajo y la gente de piel oscura empezaba a pagar el pato.
El fútbol. A sol y sombra, 1995.
Conocida también como musgaño en algunas áreas, la musaraña (del latín mus araeneus, literalmente ‘ratón araña’) es un pequeño roedor semejante al ratón, pero con el hocico prolongado y puntiagudo, y que se alimenta fundamentalmente de insectos, lombrices y algunos arácnidos. No deja de ser sorprendente que haya alcanzado tal celebridad, aunque bien mirado tiene su razón de ser, porque hay que estar realmente distraído —tal es el significado de la expresión— para pensar en un animal tan insignificante. Y por ahí parece venir el origen de la frase, que se incluye ya en el Diccionario de autoridades (1734).
Casi dos siglos antes, Pedro Vallés recoge mirar las musarañas en su Libro de refranes (1549), construcción que se documenta profusamente en la época: «Que me pelen las pestañas, / si al cielo no se ha volado, / que siempre andaba abobado / mirando a las musarañas», puede leerse, por ejemplo, en el Coloquio de Moisés, de Hernando de Ávila, (1587). Sobre ella añade Gonzalo Correas: «Dícese al que donde va no lleva cuidado y va mirando las musarañas, las nonaderías y cosas fútiles que ve por las paredes. “Musarañas” parece que son los hilos de telaraña que se ven volando». Casi en paralelo, Covarrubias recoge otro sentido del término: «unas nubecillas que imaginamos en el aire». Pero sean lo que sean, son insignificantes, fútiles, de escaso valor. Y así, en una frase nada políticamente correcta, Alonso de Villegas dice en el Fructus sanctorum y quinta parte del Flos sanctorum (1594): «El gasto de los hombres suele ser en cosa de provecho, en posesiones y preseas, mas el de mujeres es todo en aire, porque ni vale, ni luce: en guantes y en volantes, en pebetes y cazoletas, en azabaches, vidrios y musarañas». La cosa parece clara: no perdamos más tiempo, pues, pensando en las musarañas, mirándolas o hablando de ellas. ¡A otra cosa, mariposa!
CRISTOBAL DE TAMARIZ
No llamaré a las Musas, ni aun espero
que vengan a tan gran desasosiego,
que para escribir gracias tan estrañas,
es mejor invocar las musarañas.
«Novela de las monas». Novelas en verso, c. 1580.
FRAY FRANCISCO ALVARADO
¿Recuerda Vd. cuando en la mesa de S. Luis Rey de Francia se puso a pensar en las musarañas, y dio aquel golpe sobre la misma mesa, diciendo conclusum est contra manicheos?
Cartas críticas del Filósofo Rancio, II, 1811-1813.
JUAN APAPUCIO CORRALES
Con motivo de la gripe que me agarró he quedado tan desmadejado que no tengo ganas sino de estar todo el día tumbado sobre la cama, mirando las musarañas.
Crónicas político-doméstico-taurinas, c. 1908-1930.
MARIO VARGAS LLOSA
En esas mesas de falso mármol, en las terrazas que miran al Luxemburgo, no soñaba con las musarañas ni hacía frases como los bohemios sudamericanos de la Rue Cujas [...].
La verdad de las mentiras, 2002.
Para poner el cascabel al gato, esto es, arriesgarse a hacer algo peligroso, no suele haber voluntarios. La expresión se documenta desde antiguo y la recoge ya Covarrubias (1627) (en realidad, don Sebastián hace referencia a la frase «¿Quién echará el cascabel al gato?»), que la glosa así: «Hay algunos que dan consejos impertinentes contra los que son más poderosos, que no les darán lugar a que los ejecuten». El propio Covarrubias nos informa de la fuente, que por otra parte es bien conocida: el cuento del gato y los ratones. Su origen es muy antiguo —Iribarren cita la primera versión que nos ha llegado, incluida en el Libro de los gatos (siglo XIV)—, pero alcanzó enorme popularidad gracias a Félix María de Samaniego, que lo retomó en su fábula «El congreso de los ratones»
(1781-1784). En ella, reunidos los ratones en Ratópolis, buscan una solución para librarse de Miauragato: «Propuso el elocuente Roequeso /
echarle un cascabel, y de esa suerte / al ruido escaparían de la muerte. / El proyecto aprobaron uno a uno, / ¿quién lo ha de ejecutar? eso ninguno». Y ya antes lo había puesto en verso Lope de Vega en La esclava de su galán (c. 1626), donde el equivalente de Roequeso es un «ratón barbicano, colilargo, hociquirromo» que habla culto al senado romano «encrespando el grueso lomo». Pero en estas fechas electorales (casi todas las fechas son electorales, sea esto bueno o malo: nos lo tomaremos como señal de «buena salud democrática») merece la pena reproducir el remate de la fábula de Samaniego: «Proponen un proyecto sin segundo. / Lo aprueban: hacen otro. ¡Qué portento! / Pero ¿la ejecución? Ahí está el cuento».
JERÓNIMO DE BARRIONUEVO
Bien lo puede pagar, que tiene el riñón muy cubierto, si es que quiere; que si no, qué ratón ha de echar el cascabel al gato.
Avisos, 1654-1658.
MARIANO JOSÉ DE LARRA
Sus amigos convienen con él,
y en su ausencia se les oye decir:
—Yo lo dije; esa comedia no podía gustar; pero ¿quién se lo dice al autor? ¿Quién pone el cascabel al gato?
«Una primera representación». Fígaro, 1835.
MARIANO AZUELA
Somos cerca de quince: unos actúan de frailes, otras de monjas y no falta el diablo que le ponga el cascabel al gato.
El tamaño del infierno, 1973.
ALBERT BOADELLA
En aquellas inacabables veladas, las disquisiciones dogmáticas de los militantes políticos iban siempre dirigidas a determinar dialécticamente quién pondría el cascabel al gato.
Memorias de un bufón, 2001.
Quienes hacen algo por si las moscas lo hacen ‘por si acaso, por lo que pudiera suceder’, así que no erramos si los tachamos de previsores. Una tradición popular remite el origen de la expresión a la segunda mitad del siglo XIII, cuando las tropas de Felipe II de Borgoña asediaron Gerona y profanaron la tumba de su patrón, san Narciso, probablemente pensando que encontrarían en ella grandes riquezas. Lo que encontraron fue una gran nube de moscas que propagó la peste entre sus soldados. Aunque el milagro explica muy bien la precaución frente a estos molestos insectos —no vaya a ser que se repita el acontecimiento—, la cosa resulta poco creíble, en particular porque no existe documentación de la frase anterior a la primera mitad del siglo XX. No es casualidad que la Real Academia no la incorporara a su diccionario hasta 1970.
Aunque resulte más prosaico, cabe pensar que alude a las medidas de prevención que se toman frente a las moscas, en particular a la de tapar o guardar los alimentos en verano, cuando son especialmente numerosas. Claro que las moscas de que hablamos también podrían ser de otro jaez: sujetos molestos, impertinentes y pesados; moscones, en definitiva. La verdad es que no lo sabemos. En todo caso, es muy probable que en la difusión del dicho —ya en uso— influyera el éxito de un vodevil protagonizado por Celia Gámez: Por si las moscas (1929). En él se popularizó el «Chotis de la Manuela», que nada tiene que ver, por cierto, con el que con motivo de su elección se dedicó a la actual alcaldesa de Madrid. Aunque no resulta difícil imaginar a alguna conocida política de la capital entonando su letra: «Tienes, Manuela, desatendida a toda la clientela…». En tono chulapón, naturalmente.
RAMÓN J. SÉNDER
—¡Tonterías! ¿Dicen que pué que salgamos mañana? Pues me gasto ahora ocho perras que tengo, por si las moscas. Yo creo que cada «quisque» hace otro tanto.
Imán, 1930.
CARLOS FUENTES
En política, contactos con los gringos, pero también, en tiempos de Cedillo, con los Camisas Doradas y los nazis, por si las moscas.
La región más transparente, 1958.
RUBÉN BAREIRO SAGUIER
Porque, finalmente, el juez no se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas...
Ojo por diente, 1972.
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Ya que se empeña en ir esta vez, lo que me parece un riesgo innecesario y una locura [...], permítame al menos organizar un poco su seguridad. Ya sé que todo el mundo está bien pagado y tal. Pero por si las moscas.
La Reina del Sur, 2002.
Cuando alguien nos sale rana nos sentimos defraudados, porque o bien no ha cumplido nuestras expectativas, o bien nos ha traicionado. La expresión, que se emplea también aplicada a cosas, se documenta desde finales del siglo XIX, aunque la Real Academia no la recoge hasta muy tardíamente, en la vigésima edición de su diccionario, de 1984. La imagen popular de la rana no es precisamente positiva. Esta es la idea que subyace, por ejemplo, en la frase tradicional no ser rana (‘ser hábil y apto para algo’). Y basta pensar en los cuentos infantiles, donde se oponen simbólicamente la rana y el príncipe.
Otro tipo de oposición, más realista, es la que desde antiguo establecía
—indirectamente— la expresión «salga pez o salga rana», cuyo significado aproximado es ‘salga lo que salga, pase lo que pase’: «Acá me toca, y ofrezco, / salga pez o salga rana / sacudirle de lo bueno» (La batida [1760], Ramón de la Cruz). Se trata de un acortamiento del dicho «salga pez o salga rana, a la capacha», que el Diccionario de autoridades (1739) define así: «Refrán que advierte la codicia de los demasiadamente aprovechados, que todo cuanto hallan lo recogen con fin de aprovecharse, aunque no haya de servir después». Los ecos de esta construcción están todavía presentes en el párrafo siguiente de Fortunata y Jacinta (1885-1887): «Pero a saber cómo vienen las cosas... porque una dice: “esto deseo”, y después se pone a hacerlo y ¡tras! lo que una quería que saliera pez sale rana». Pero el cambio es
evidente, pues los dos conceptos se contraponen ya abiertamente: estamos en plena transición y el pez no tardará en desaparecer. De modo que —quizá porque el beso de la dama no produzca aquí la metamorfosis deseada— nos quedamos con la rana.
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN
Don Friolera.— ¡Mi mujer piedra de escándalo! […] Me reconozco un calzonazos. ¿Adónde voy yo con mis cincuenta y tres años averiados? ¡Una vida rota! En qué poco está la felicidad, en que la mujer te salga cabra. […] ¡Soy un mandria! ¡A mis años andar a tiros!... […] ¿Qué culpa tiene el marido de que la mujer le salga rana? ¡Y no basta una honrosa separación!
Los cuernos de don Friolera [Martes de carnaval], 1921-1930.
MERCEDES SALISACH
—Espero que no te salga rana como nos salió el padre Antonio. Poco le faltó para ser terrorista de la ETA. Es curioso: ¿quién iba a decirnos que ser cura y ser terrorista iba a parecerse tanto?
La gangrena, 1975.
Con cierta frecuencia actuamos desprevenidamente y percibimos el riesgo de forma tardía, cuando es ya inminente; le vemos entonces, según expresión muy extendida, las orejas al lobo. Esta se documenta ya a mediados del siglo XVI, por lo que es realmente antigua, y se recoge en el Diccionario de autoridades (1734). Se sustenta en un simbolismo evidente, pues si somos capaces de verle las orejas al lobo su cercanía es manifiesta, y resulta proverbial la identificación de este animal con el peligro. Se trata de una tradición arraigada, propia de las sociedades pastoriles, en las que el lobo —el lobo salvaje; el otro, el domesticado, acabaría siendo el «mejor amigo del hombre»— es concebido como un peligro para el ganado. Está muy presente, como cabe esperar, en el lenguaje y en las narraciones tradicionales, pero se deja sentir incluso en el pensamiento filosófico, y así Hobbes utilizó, como expresión del egoísmo humano, del instinto de autoconservación, la célebre máxima «el hombre es un lobo para el hombre» (la idea original de esto del homo homini lupus fue en realidad del comediógrafo latino Plauto). Lo de la reputación siempre ha sido así: por un perro que maté, mataperros me llamaron. De modo que, como suele decirse, cría fama y échate a dormir, porque la única realidad es que el hombre ha sido —por desgracia para el animal— un hombre para el lobo: lo ha erradicado de la mayor parte de su territorio, condenándolo a la marginalidad.
ALFONSO DE VALDÉS
Veamos: el pueblo romano y aun vosotros todos, cuando veíades las orejas al lobo, ¿por qué no os concertábades con el ejército del Emperador?
Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, 1527-1529.
ÁNGEL GANIVET
—Toos se quejan —contestó el tío Rentero—, y la verdá es que hay que suarlo, créame osté; pero cuando ya se le han visto las orejas al lobo, se tiene pacencia.
Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, 1898.
YOLANDA ARENALES
Tal vez él y algún otro se salvaran, pero las posibilidades de que sobrevivieran solos eran harto ínfimas. De modo que, en viéndole las orejas al lobo, dedicó menos tiempo a reprendernos y más a buscar remedio.
Desde el Arauco, 1992.