Aquella noche estaba en Madrid. En los momentos más complicados, siempre he encontrado refugio en la capital. Escaparme allí siempre ha sido una especie de terapia, una forma de sobrellevar una realidad cruda, en demasiadas ocasiones asfixiante y difícil. Mi realidad. La de un joven que, sacudido por el atentado de Gregorio Ordóñez, no estaba dispuesto a dejarse atrapar por el miedo en una sociedad como la vasca, hostigada por el terrorismo de ETA. La de alguien que había decidido afiliarse a un partido político, el de los marcados, el de los amenazados, para combatir el totalitarismo y la injusticia desde la palabra.
Era sábado por la noche y estaba en Madrid porque me habían invitado a un programa de televisión para hablar del descrédito de la política, de la desafección ciudadana. España estaba y está pasando por uno de los momentos más complicados de su joven democracia: la crisis económica, la desafección ciudadana hacia los políticos, los casos de corrupción que sacudían el panorama informativo y afectaban a la credibilidad de la política, la evidente falta de entendimiento entre los diferentes partidos y la explosión del enfado ciudadano canalizado, en parte, a través de manifestaciones y movimientos que incluso habían llegado hasta el extremo de «rodear el Congreso», eran hechos que habían provocado en el ciudadano un sentimiento de desesperanza que me preocupaba y alarmaba. Como sigue ocurriendo ahora.
Faltaban poco más de dos horas para entrar en plató; como siempre he creído que, ante los retos, arrugarse, mentir u ocultar lo que se piensa siempre lleva directo al fracaso o al ridículo, la opción de ser políticamente correcto estaba descartada del todo.
Cada vez se cuestionaban más las instituciones democráticas que dan cuerpo y sentido a la España constitucional. A pesar de todo lo que sucedía, de todas las convulsiones que estaban afectando al Partido Popular —el partido en el que creo y al que pertenezco desde que tenía diecisiete años—, entonces abrumado por el llamado caso Bárcenas, creía y creo que la única respuesta acertada que podemos dar los políticos pasa por ser honestos, transparentes y auténticos. Con uno mismo, que es igual que serlo con los ciudadanos. Y creo que por muy difíciles que sean las circunstancias, o precisamente por ser tan complicadas, la única salida válida es realizar un ejercicio de honestidad extrema para comenzar a recuperar la credibilidad.
A pesar de todo, me encontraba sereno, tranquilo. Supongo que es el estado que siempre me ha producido el hecho de estar en una ciudad donde no me siento vigilado, así como de saberme libre de cualquier amenaza o insulto, como cuando me refugiaba allí por unas horas buscando el anonimato. Eso seguía estando más presente que la inmensa preocupación que provocaba en mí el desmoronamiento de la credibilidad del ejercicio de la política, de los partidos políticos y, lo que me resultaba más doloroso, del mío en particular.
En pocas horas, las previsiones del programa habían cambiado a una velocidad de vértigo. Por si fuera poco, aquella tarde se habían hecho públicos los correos electrónicos del hasta entonces socio del duque de Palma. Al mismo tiempo que este último declaraba ante el juez por el caso Nóos, las redacciones de todos los medios de comunicación vertían ante los ojos del mundo entero el contenido de aquellos enjuagues seudoempresariales, institucionales o como se quiera adjetivar.
La filtración de aquellos documentos dejaba al descubierto ante la ciudadanía, en un momento social y económicamente difícil, lo que hasta hacía bien poco habían sido las intocables y opacas relaciones del poder con el poder. Una ciudadanía hasta entonces ingenua por desconocimiento o desinterés, pero en ese momento ya indignada e irritada al sentir que las instituciones en las que había creído poder confiar no mostraban ejemplos edificantes de comportamiento.
Era un sábado atípico. Intenso por volumen de información, tremendamente indigesto para el común de los mortales.
La presentación positiva de la vida política en los medios de comunicación refuerza la confianza en las instituciones. Y a la inversa, como estábamos viviendo todos los españoles en esos vertiginosos primeros días de 2013: la presentación negativa genera una enorme frustración y provoca resquemores de recorrido y consecuencias imprevisibles.
Me habían invitado a aquel programa de televisión como «joven político que habla claro». Confieso que me produce cierto desconcierto comprobar en qué se ha convertido el ejercicio de la política para los medios y para la opinión pública cuando «hablar claro» es supuestamente un valor. Pero ¿qué podría argumentar un tipo como yo, un presidente provincial de un partido político pequeño en mi tierra, en un programa como aquel, en ese contexto? ¿Quién era yo para dirigirme a una audiencia, a una ciudadanía tan agotada y descreída? ¿Y por qué iban a creer en mí?
Probablemente estaba equivocado, pero tenía la sensación de que en ese preciso instante, en aquel momento, confluían demasiados factores desestabilizantes para el país en el que vivo y quiero, para sus ciudadanos y, por qué no añadirlo, para el partido al que pertenezco y para mí mismo.
Cuando uno afronta momentos complicados, lo razonable es que se agolpen las dudas; lo contrario demostraría irresponsabilidad: ¿puedo responder como me pide el cuerpo? ¿Hasta dónde podría llegar? ¿Es un ejercicio de deslealtad ser sincero y denunciar lo obvio? ¿Pertenecer a una organización política anula la singularidad y la independencia intelectual, el criterio político matizado o discrepante?
Más adelante abordaré esta cuestión sobre el difícil equilibrio entre mantener la singularidad e independencia personal y respetar la disciplina del partido político. Pero adelanto ya que creo que la militancia política en una estructura fuertemente jerarquizada en la que los órganos de dirección siguen la línea política marcada en los congresos a través de las diferentes ponencias (como en el caso de mi partido), es compatible con el ejercicio de la política desde la libertad individual y aportando las personales opiniones sin incurrir en deslealtades. Creo que es compatible tener criterio propio y compaginarlo con el marcado por las estructuras, ponencias o decisiones colectivas del partido. Es más, considero que es necesario tener criterio propio. Y más en estos tiempos.
CUIDAR LA LIBERTAD
Después de haber estado años haciendo política en Euskadi, de haber pasado por momentos extraordinariamente complicados por defender unas ideas sin pedir nada a cambio, sin esperar nada a cambio; después de haber sentido durante años lo que significa, literalmente, no ser libre y de haber defendido las instituciones democráticas, consciente de la importancia que éstas alcanzan como garantes de la libertad individual de los ciudadanos, manifestaciones como la de «rodear el Congreso» me producen desgarro. Me preocupa que estemos olvidando el valor de lo que hemos construido en España durante las últimas tres décadas. Un sistema que garantiza el ejercicio de libertades ciudadanas y una democracia representativa que, con sus defectos y las mejoras que hay que abordar, ha colocado a España en la vanguardia de las democracias occidentales.
Y pienso que lo que hemos sido capaces de lograr —nuestra democracia y sus instituciones, nuestra libertad— no puede descuidarse.
No pueden formar parte de nuestro paisaje las furgonetas de la policía permanentemente instaladas en la Carrera de San Jerónimo para proteger el Congreso, ¡a fin de que no sea asaltado! No podemos asistir, impasibles, o terminar por aceptar con naturalidad gritos de «No nos representan» referidos a quienes han sido elegidos por sus ciudadanos. No es aceptable el acoso a los políticos en sus domicilios; no es tolerable que el insulto sea moneda de cambio de políticos entre políticos, de ciudadanos a políticos, y mucho menos, de políticos a ciudadanos. He dedicado toda mi vida a luchar contra la violencia. Cuando se tiene razón, acudir a la violencia es empezar a perder la razón.
La libertad tiene, entre otros, un precio y una obligación para todos que pasa por defenderla y prestigiarla mediante sus instituciones y representantes. El lógico enfado ciudadano no debería canalizarse a través de la siempre injusta generalización de «Todos los políticos son iguales» o «Todo está podrido». No podemos permitir la llegada de arribistas que, proponiendo a gritos una solución fácil para un problema complejo, pretenden dinamitar lo que tanto ha costado construir y lo que tanto merece la pena preservar previa mejora y modernización.
Sin duda, la primera exigencia debe dirigirse a quienes ejercemos una responsabilidad política en el grado y rango que sea. Quienes nos hemos presentado a unas elecciones pidiendo el voto a la ciudadanía, asegurando que haríamos tal o cual cosa, pero que hiciéramos lo que hiciéramos seríamos honrados, respetuosos y diligentes, y hemos defraudado esa expectativa e incumplido esa promesa, causamos un daño de previsibles consecuencias. El prestigio y el respeto son muy difíciles de alcanzar, pero tremendamente fáciles de perder. Hoy hemos perdido mucho respeto y mucho prestigio; la recuperación va a ser difícil y complicada, pero de verdad creo que la gente está necesitada y espera que demos muestras de que merecemos recuperarla. La noticia positiva, que la hay, es que está en nuestras manos conseguirlo.
Pues bien, aquel programa de televisión pasó, como habían pasado antes otros y como pasarían los que vinieron después. En todos ellos respondí a lo que me preguntaron con la sinceridad y la libertad que nunca nadie en mi partido me ha negado. Hoy sigo respondiendo cuando me preguntan, sigo guiándome por mi respeto a la sinceridad, sentido común y lealtad a lo que considero justo, que es por lo que milito y creo en la política. No voy a ocultar que se me han hecho reproches y he sufrido gestos de incomprensión, y los tengo en cuenta, porque seguro que tienen su razón. Me sirven para intentar crecer y mejorar en el análisis equilibrado y justo. Porque de eso trata la política, como la vida.
Un par de días más tarde, estaba preparando la cena en mi casa, en San Sebastián, cuando recibí una llamada de una persona que se presentó como editor; me dijo que le habían hablado de mí, de mi intervención en aquel programa, y que le habían dado algunas referencias más, y las cosas que decía le parecían lo suficientemente interesantes como para escribirlas y publicar un libro, y que si estaba dispuesto a ello... Y aquí estoy. Escribo estas líneas por la sencilla razón de haber tenido la suerte de que a alguien le ha parecido interesante lo que tengo que contar.
Soy muy consciente de que hay multitud de personas cuyas opiniones, experiencias y criterios pueden ser más ejemplarizantes que mi relato, por lo que escribo con cierto pudor y desde la más absoluta humildad. No sé si lo que tengo que contar puede resultar útil. Al menos, me gustaría que al llegar a la última página hubiese sido capaz de transmitir que la mayoría de los que nos dedicamos a la política somos gente honrada y comprometida con el servicio público, pero también que no hemos sabido responder con rapidez y contundencia a los «caraduras de la política». Que el creciente y continuo cuestionamiento de la legitimidad de las instituciones, sistema y partidos políticos tiene como consecuencia una sociedad con menos oportunidades y más riesgos. Pero también comporta que esa mayoría de políticos honrados y comprometidos seamos conscientes de que hay que dar un paso más, reconstruir lo que está dañado, modernizar lo que se ha quedado viejo y romper los muros y barreras levantados entre representantes y representados.
Creo que algo muy preocupante está pasando en la opinión pública cuando el descrédito ciudadano hacia sus políticos convierte en «voces libres» a opiniones que en la mayoría de los casos no van más allá del sentido común, de una lógica autocrítica o del reconocimiento de un error. Pero estamos a tiempo de cambiar las cosas. Sólo hay que echarle valor. Sólo.