INTRODUCCIÓN

UN ESCRITOR EN EL PURGATORIO

El 7 de noviembre de 1893, en el segundo acto de Guillermo Tell, el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas Orsini sobre la platea del Gran Teatro del Liceo y causó una veintena de muertos. Cien años después, yo publicaba una minuciosa reconstrucción de aquel atentado que marcó la memoria barcelonesa. La conmoción fue tal que Joan Maragall escribió un poema volviendo del Liceo aquella noche, cuando el terror encapotó la ciudad en un interminable otoño de anarquismo, consejos de guerra y ejecuciones en el castillo de Montjuïc. Lo tituló Paternal: «I cal anar a les festes / amb pit ben esforçat, com a la guerra». Completé mi crónica con una alusión a la novela Mariona Rebull de Ignacio Agustí, autor cuyo nombre conocía por la exitosa serie de TVE La saga de los Rius. Al leer el relato en el diario, mi madre exclamó: «¡El atentado del Liceo! ¡Allí murió Mariona Rebull!». Lo dijo con el convencimiento de que aquella mujer había existido en realidad. Y lo recalcaba. Ahí estaba Mariona, la hija del joyero Desiderio Rebull que se casó con el fabricante Joaquín Rius. Con el tiempo, la heroína adúltera que había creado Ignacio Agustí —nacido en 1913, dos décadas después del atentado— había cobrado vida para varias generaciones de barceloneses. Nadie había encarnado con tanta precisión aquella tragedia, y sin embargo, en 1993 el creador de Mariona Rebull estaba en el purgatorio: a algunos, como a mí, les sonaba por La saga de los Rius; la generación que vivió la posguerra le etiquetaba, sin más consideraciones, entre los catalanes que abrazaron el franquismo, o sea, de facha; y en los manuales al uso se le despachaba como un cultivador más de un realismo anticuado. Ahí estaba Ignacio Agustí en 1993, ochenta años después de su nacimiento: varado en el purgatorio. Cuando descubrí que él había sido el alma de la revista y la editorial Destino y el fundador del premio Nadal, adquirí sus novelas en librerías de viejo y observé que las ediciones de Los surcos, Mariona Rebull y El viudo Rius me deparaban dedicatorias autógrafas que el autor dirigía, en los tres casos, a los doctores que vigilaban su maltrecha salud: «A Cecilio, con la esperanza de que me diagnostique esta novela, él que es médico…», «Al doctor Josep M. Torrent, cordialment…».

En 1973, un Ignacio Agustí seriamente enfermo escribía de puño y letra Ganas de hablar, esa autobiografía con algún fragmento deudor de las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand: «La experiencia… He cruzado por dos guerras generales y una guerra civil, he andado por media Europa como un mendigo, he tratado y he sido maltratado por toda clase de hombres y mujeres, he pasado fríos increíbles y he sentido también el dulce calorcillo de la ternura y de la aproximación. En general, el hecho de vivir no me ha enseñado más que aspectos nefandos de la naturaleza y del ser. Todo lo que hay de bueno en el mundo lo había visto de pronto al abrir los ojos; lo bueno lo conocía ya cuando tenía diez, doce, quince años. La experiencia posterior, lo que se llama “la experiencia”, no me ha enseñado más que los carices desagradables y ácidos de la existencia».

La muerte, el 26 de febrero de 1974, impidió al escritor releer aquellas líneas en forma de libro. De baja estatura, faz enjuta, introvertido, baqueteado por la vida, en palabras del editor Rafael Borràs, la fragilidad física del escritor fallecido con sólo sesenta años parecía contradecir el volumen de su quehacer literario: tres mil páginas en tres décadas. Con Mariona Rebull había resucitado la Barcelona que vio morir; entre los árboles manoseados por la guerra fratricida —en acertada expresión de Josep Pla desde un destartalado autobús—, Agustí columbró frondosidades donde germinaron, a la vez, la pujanza social y el virus destructor. Moría sin asistir al final del régimen que apoyó y del que se desilusionó aquel mes de 1974: el del «espíritu del 12 de febrero» falsamente aperturista del franquista Arias Navarro.

Como decía en un artículo necrológico su amigo Pascual Maisterra, aquellos días «Ignacio andaba metido en dos obsesiones: un tinglado de imprenta, para variar, y un último, postrero libro, para variar también. Andaba con una barba que eliminó, cansado de oírnos decirle que parecía un profesor ruso, menchevique para más señas; andaba a vueltas de sus pastillas y de su régimen que, tras el último suspiro —el día mismo, la noche misma, creemos recordar, en que cumplía cincuenta y siete años—, le asaltó en el Sitges de sus grandes noches y de sus mañanas convalecientes».1

Legaba cinco novelas dominadas por una visión cíclica de la peripecia humana: Mariona Rebull, El viudo Rius, Desiderio, 19 de julio y Guerra civil. Una pentalogía cocida a fuego lento que tituló La ceniza fue árbol y cuya escritura —años 1944, 1945, 1957, 1965 y 1972, respectivamente— transitó de la posguerra al tardofranquismo. La única defensa del escritor en la posteridad: «Cuando ya no existamos, cuando ya no estemos para defendernos, cuando lo único que nos defienda de los demás sea nuestra propia obra», había escrito Agustí. Frente al olvido de una crítica obnubilada en su época por el nouveau roman y un experimentalismo que disfrazaba inanidades narrativas, el ciclo agustino debía reencontrarse con quienes aprecien «la bendita manía de contar».

Entre las novelas ambientadas en Barcelona, el ciclo de La ceniza fue árbol es el más completo por su extensión, unidad temática y estilística, valor documental e indudable carga autobiográfica. La peripecia de los Rius abarca desde la Barcelona de la Exposición Internacional de 1888 hasta el final de la guerra civil española. Ese ambicioso retablo familiar e histórico comenzó con una frase cuasi iniciática —«Hablo de muchos años atrás…»— que fue arrastrando párrafos, a partir de treinta o cuarenta folios iniciales escritos a mano… hasta seiscientos. En el invierno de 1942, Agustí pone el punto final en Zúrich a una novela-río que titula con nombre de mujer: Mariona Rebull. Acababa de concebir «una saga barcelonesa de varios volúmenes, […] una síntesis de la historia social de Barcelona a lo largo de un siglo». Una obra única, por su ambición de serie, entre las novelas barcelonesas, comparable al ciclo Rougon-Macquart, de Zola, Los Thibault, de Martin du Gard, o la saga Forsyte, de Galsworthy.

El autor plantea una geografía que se esboza en el Barrio Gótico, se extiende por el Ensanche y culmina en el paisaje fabril. Mariona, la hija del joyero Desiderio Rebull, conoce a Joaquín Rius, sacrificado fabricante textil. Se comprometen en 1888, año de la Exposición Universal, y transitan por el Paseo de Gracia, donde Gaudí levanta ondulados sueños de piedra. La historia de Mariona Rebull desemboca en adulterio y acaba con la bomba del Liceo… El viudo Rius descubrirá a su esposa muerta en uno de los palcos, con la cabeza recostada en el hombro del amante. «Casi en el rellano, se detuvo, porque había oído un rumor de algo que se perdía, que huía cristalinamente; eran golpecillos secos y redondos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños, hasta ganar el suelo…» Las perlas del collar de Mariona resonarán en la memoria popular.

En Lecturas compulsivas, Félix de Azúa destaca un hecho diferencial en las novelas ambientadas en la Ciudad Condal: «No hay nunca vencedores, ni de uno ni de otro bando… Todas ellas producen una notable sensación de que la lucha es inútil y que el juego social se reduce a una inmensa mentira, ya que ni siquiera es posible alzarse con el poder y la gloria… Es esta doble derrota asumida lo que dota a las novelas barcelonesas de una atmósfera tan singular y asfixiante…».

Es el caso de Ignacio Agustí. Vencedor de la guerra en 1939, acabó derrotado en la batalla de la vida y tomó las armas de la literatura: entre 1944 y 1974, el escritor dio a la imprenta, además de centenares de artículos, ensayos, guiones, obras de teatro y la novela Los surcos, la pentalogía de La ceniza fue árbol y Ganas de hablar, ese libro de memorias al que algún tratadista reprocha su tono «en defensa propia», pero que constituye un testimonio obligado para la crónica del siglo XX español y catalán. La derrota como lección moral que construye el Templo Expiatorio. Derrotado sale don Quijote de Barcelona y moralmente derrotado el fabricante Joaquín Rius… Los vaivenes editoriales dispersaron «las cenizas» literarias de la saga Rius, pero la ambición de Agustí va más allá de la etiqueta —o sambenito— de novela burguesa que le colgó más de un crítico, tan apresurado como cargado de prejuicios ideológicos. Igualmente limitado sería adscribir La ceniza fue árbol al género histórico por la fidelidad documental con la que Agustí —que era periodista— abordó las épocas que evocaba. Sostenido sobre el avatar personal y colectivo, de expresión realista y rigor histórico, el autor plasma el eterno retorno de la expiación: esa burguesía catalana que salió de la guerra civil con la conciencia de haber hecho algo mal. Esa pérdida de la inocencia. El protagonismo burgués constituye el punto de partida que irá ampliando el foco sobre un panorama social que se hace más amplio y complejo. La ceniza fue árbol restaura, con sus luces y sombras, un mosaico de vivencias y errores radicalmente humanos y, por ende, universales. Y su autor debe regresar del purgatorio para reencontrarse con los lectores del siglo XXi. Porque la literatura, dijo Ignacio Agustí, no es más que tiempo. Tiempo recobrado. Como el de aquella Mariona que murió con su amante el 7 de noviembre de 1893; porque, como decía mi madre, la mujer de Joaquín Rius estaba presente la noche fatídica del Liceo.