De todo hace ya muchos años. Corría 1962 cuando Ignacio Agustí llevó al periodista Marino Gómez-Santos, que le entrevistaba para el diario Pueblo, y al crítico literario Enrique Sordo hasta los paisajes que inspiraron sus novelas. Habían salido de la librería Argos —Paseo de Gracia, 30— en el Renault Gordini del escritor y en veinte minutos se plantaron en Lliçà de Vall, en la comarca catalana del Vallés. Como tantas poblaciones cercanas a la capital, Lliçà de Vall es hoy un paisaje roturado por la urbanización y la industria: proliferan las casas adosadas y el cemento proscribe la memoria rural. Un camino de arena amarilla conduce a los visitantes hasta Santa María del Vallés o Can Torres. Agustí ejerce de guía: «Es el camino que yo describo en Mariona Rebull, cuando explico que, por primera vez, Joaquín Rius va a declararse a Mariona. En mi niñez, a la izquierda, estaba el plantel de avellanos, donde ahora se levantan estos cipreses. Al fondo, la hilera de plátanos tristes entre los cuales, de vez en cuando, con gran estrépito, transitaba un automóvil». Observan un conjunto de edificaciones de estilos y épocas diferentes. Agustí les indica la masía original datada en el arco de la puerta: año 1593. Junto a ella, la casa de cuatro pisos que construyó su bisabuelo materno y que el escritor recrea en Mariona Rebull. El bisabuelo, José Peypoch Font, «hizo las Américas» como contratista de obras en Montevideo y cuando retornó a Cataluña con su hijo, Luis Peypoch Casajuana, adquirió Can Torres, donde pasaría el resto de sus días. Luis Peypoch estudió Derecho y fue pasante de Francisco Rius i Taulet, el alcalde de Barcelona que promovió la Exposición de 1888. La abuela de Ignacio, Amalia Perera Blesa, era profesora de piano en el colegio de Loreto del barrio de Les Corts, donde conoció a su marido.
«Aquí abajo estaba el comedor, de donde parte esa escalera que va a las habitaciones y a los salones de arriba. Desiderio, el hijo de Mariona, nace en esta alcoba, donde nací yo.»
Aquel día fue el 3 de septiembre de 1913. Faltaba poco para acabar el verano y nueve meses para la guerra europea. La saga Agustí nutrirá en la ficción a la saga Rius.
Parafraseando a Machado, «los días azules y el sol de la de infancia» de Agustí se sitúan en la hacienda de Santa María del Vallés. El hecho de haber nacido en pleno verano —aclara Agustí a sus acompañantes— le evitó nacer en el piso del Ensanche, como sus hermanos. Nacer en cuna burguesa y hacerlo en la ciudad o el lugar de veraneo dependía de dos factores: la prescripción médica y la reiterada cadencia de la natalidad numerosa. Los Agustí fueron diez y llegaron al mundo con una frecuencia de uno o dos años, excepto Javier y Teresa: Luis (1906), José María (1907), Joaquín (1908), Juan Antonio (1909), María Dolores (1911), Manuel (1912), Ignacio (1913), Javier (1917), Montserrat (1919) y María Teresa, la única que nació en invierno (febrero de 1924) y, al escribir estas líneas, la única superviviente de aquella generación. El apellido Agustí es una modalidad del linaje Agustín, de Fraga. Aficionado a la heráldica, José María Agustí investigó entre los antepasados hasta localizar a mosén Guillén Agustí, secretario del rey Alfonso IV el Benigno en 1330, y el escudo con la estrella de seis puntas. Los Agustín de Fraga que se instalaron en Cataluña pasaron a ser Agustí, radicados en Barcelona, el Vallés y Manresa: Guillem Agustí fue un distinguido joyero barcelonés de finales del siglo XIV y Juan Agustí, el arquitecto que dirigió las obras de la catedral de Gerona entre 1471 y 1479.
Cuando Ignacio Agustí vio por primera vez la luz de Santa María del Vallés, su padre, Luis Agustí, tenía cuarenta y dos años y su madre, treinta y uno. Había nacido don Luis en el número 6 o el 8 de la lóbrega calle Leona, junto a la plaza Real barcelonesa. El padre de Luis y abuelo de Ignacio, Sebastián Agustí Vilardebó, provenía de Mataró, y su mujer, Encarnación Sala Seda, de Alicante. Doña Encarnación se casó con don Sebastián en segundas nupcias, pues había enviudado de su primer esposo, de apellido Massoni. Después de un tiempo en la calle Leona, la familia Agustí Sala se trasladó al Paseo de la Enseñanza, a pocos metros de la plaza San Jaime, centro neurálgico de Barcelona. Luis se educó en el Colegio Condal de los Hermanos de San Juan Bautista de La Salle, tocando a lo que sería el Palau de la Música Catalana, y, cumplidos catorce años, estudió Comercio. Su primer trabajo fue de meritorio en la fábrica de pinturas de Pániker, familia de raíces indias radicada en Barcelona, pero la salud precaria de Luis hizo temer que hubiera contraído tuberculosis y el médico aconsejó que dejara aquel trabajo para reponerse en la montaña. Así las cosas, el joven pasó un tiempo en la casa de su nodriza Teresita en Cardedeu. Respiró el aire puro del Vallés e hizo buenas migas con el barbero del pueblo, al que hacia 1919 ayudaría para que se hiciese cargo de la peluquería del hotel Ritz. Años después, el hijo del barbero de Cardedeu, el pintor Pere Pruna, sería uno de los grandes amigos y compañero de guerra y alcoholes del hijo de Luis, Ignacio, que conoció su obra hacia 1934, cuando Pruna realizó los decorados del ballet Les Matelots, de Serge Diáguilev, en el Gran Teatro del Liceo.
Un restablecido Luis retorna a Barcelona con dieciséis años dispuesto a comerse el mundo; el ambiente optimista de la Exposición de 1888 ayuda y a los Agustí les van bien las cosas. El padre de Luis impulsa las Fundiciones Escorza y obtiene del ayuntamiento barcelonés la concesión de suministros de las farolas de gas. Cabe decir que el relato de estos apuntes biográficos es del todo pertinente para aprehender los personajes de la saga Rius. Sebastián Agustí, el abuelo de Ignacio Agustí, imprime el carácter literario del personaje Joaquín Rius. Sebastián se levanta al despuntar el alba y sobre las cinco y media de la mañana sale con su hijo Luis, fiambrera en mano, rumbo a la fábrica, como hará don Joaquín Rius, el viejo, con su vástago. Padre e hijo se dirigen al trabajo a pie: toman la Rambla, siguen por la calle del Carmen, que desemboca en la ronda y el mercado de San Antonio, se adentran en los descampados de lo que será en 1929 la avenida Mistral y la plaza de España y prosiguen por la carretera de la Bordeta hasta el arrabal donde se levanta la siderurgia Escorza.
Son años de conflicto social puro y duro. Socialismo y anarquismo se revelan como un Evangelio al proletariado; el redentorismo huele a dinamita. Un conflicto laboral en la fundición y un posible atentado contra su persona exhortan a que Luis deje la fábrica. Su hermanastro, Joaquín Massoni, le ayuda a salir del paso y lo coloca donde él trabaja: la Banca Arnús-Garí. Luis permanecerá allí dieciocho años, hasta los treinta y seis o treinta y siete, casado ya y con cuatro hijos. El generoso Joaquín no podrá acompañar a Luis en su trayecto posterior, ya que la tuberculosis acaba con él en 1893; tampoco podrá hacerlo Sebastián, su padre: la apoplejía que le mata en 1896 inicia una tradición familiar que asocia la decadencia financiera al quebranto de la salud. La pérdida de capital en la fundición y la crisis social conduce a la familia, que residía hasta entonces en un piso del número 549 de la Gran Vía, a la precariedad económica. Pero la muerte de Joaquín Massoni no ha sido en vano: al producirse la baja, Luis ocupa su puesto en la banca y el aumento de sueldo alivia la situación familiar. En los últimos compases del siglo XIX, y con la amenaza permanente del bacilo de Koch, el padre de Ignacio se vuelca en la actividad deportiva. Para robustecer su estado físico, se hace socio del Real Club de Regatas (hoy, Real Club Marítimo) y conoce a unos ingleses que, junto a un suizo, pretenden popularizar el football en Barcelona. Con su amigo el farmacéutico Taxonera y con Parsons, Witty, Morris y Gamper organizará ese partido en el Hipódromo que alumbró en 1899, con aquella nota breve del semanario Los Deportes, el nacimiento del F. C. Barcelona, entidad a la que la familia Agustí permanecerá siempre muy unida.
Al cuidado físico sigue el espiritual. Como tantos españoles, Luis Agustí no sale indemne del desastre de Cuba y Filipinas, y el rearme moral que preconiza la generación del 98 él lo traduce en acendrada fe como congregante de los jesuitas de la calle Caspe. En la Banca Arnús del pasaje del Reloj conoce a la que será su esposa, María Dolores Peypoch, hija de una acaudalada familia de Santa María del Vallés. Al cumplir veintiocho años, el 29 de febrero de 1900, saluda al nuevo siglo como jefe de bolsa desde su palco en el Liceo. En 1909, el año de la Semana Trágica y la quema de iglesias, Luis Agustí, ya padre de cuatro hijos, estrena piso en el número 274 de la calle Diputación, esquina Pau Claris, epicentro modernista del Ensanche. Dedicado a la gestión del patrimonio familiar de su esposa y después de lograr un acuerdo de permutas sobre los bienes del bisabuelo materno de los Peypoch en Montevideo, consigue que María Dolores sea la única heredera de la finca Manso Torras en Santa María del Vallés.
La rama materna de Ignacio Agustí se extiende en el otro bisabuelo, Juan Bautista Perera, que impulsó un negocio de minas de carbón en San Juan de las Abadesas. La ubicación minera condicionó el recorrido del ferrocarril, la segunda línea que se inauguró a mediados del XIX, después de la Barcelona-Mataró. Hombre de negocios, Juan Bautista fue infiel a su esposa, Amalia Blesa; la dejó en una difícil situación cuando se largó con una señorita que había conocido en uno de sus viajes. Humillados y ofendidos, sus familiares —en especial, su hija Amalia— nunca se lo perdonaron.
La ceniza fue árbol. Así bautizó Ignacio su pentalogía. Un árbol del que cuelgan las hojas del dietario de su abuela Amalia Perera, la cual ofrecía a Dios toda suerte de sacrificios para que su padre dejara aquel amancebamiento que destruyó la unidad familiar. Aseguraba que nunca se entregaría a ningún hombre, pero el amor por Luis Peypoch Casajuana pudo más que el sacrificio del celibato. Años después, Ignacio Agustí paseará una y otra vez desde su piso del número 535 de la avenida Diagonal hasta una plaza donde crecían unos árboles centenarios, testigos, tal vez, de cuando el abuelo Luis cortejaba a la profesora de piano Amalia en el colegio de Loreto: «Quizá el piso en que yo vivo esté emplazado sobre uno de los tramos del jardín de aquel colegio. Es posible que yo respire, más contaminados, es cierto, los mismos aires que respiraron mis abuelos hace cien años, quizá bajo la sombra de los árboles que aún viven», recordará el escritor, con acento proustiano.1
El matrimonio de Luis Peypoch y Amalia Perera fue breve, no más de cinco años. La abuela murió en una de las periódicas epidemias tifoideas de una Barcelona todavía intramuros; dos años después, el abuelo encontró la muerte en una mixtura fatal de melancolía y pulmonía. Dejaron dos hijos de dos y tres años: María, la madre de Ignacio —que heredó la finca de Can Torres—, y el tío Luis. La hermana del abuelo, Enriqueta Peypoch, casada con Bernardo Muntadas, asumió la tutela de esos dos niños, huérfanos a tan temprana edad. Los Muntadas vivían en el número 18 de la calle Portaferrissa. La casa pasará a la ficción literaria como la residencia del joyero Desiderio Rebull, el padre de Mariona, un personaje que inspiró el tío abuelo Bernardo. Cuando urdía tramas novelescas, Agustí desmenuzaba esos antecedentes familiares. Supo que, con el pasar de los años, los Muntadas malvivían tras la decadencia de su fábrica textil en un piso de la calle Vergara, junto a la plaza de Cataluña. Su patrimonio artístico, integrado por lienzos de Fortuny, Madrazo y Martí Alsina, fue menguando, acechado por las deudas: en las paredes quedaba la huella de los cuadros que habían sido malvendidos o subastados. De aquella familia, Agustí extraerá materia prima novelesca: su madrina, María Muntadas, solterona enamorada de Rodolfo Valentino; el tío Joaquín, fatal galán moreno y repeinado con fijador, bailarín de tangos que saca partido de su atractivo con las mujeres; propenso a las borracheras y huidizo burlador de maridos cornudos, practica el tiro al blanco en la finca de Lliçà. Lo casaron con una señorita de Sabadell para que sentara cabeza, pero murió —como Valentino— de una apendicitis mal operada con sólo veintiséis años.
La memoria de Ignacio se nutrirá también de largos veranos con la tía Pepita Muntadas, mujer exquisita, afable de maneras, «figura frágil, quebradiza, de pelo blanco», dulcemente entregada a los demás tras la muerte de su marido, Joaquín Gerona. Pepita pasaba horas en el cuarto del pequeño Ignacio recitando versos de Gabriel y Galán, Núñez de Arce, Espronceda y Bécquer. Del aprendizaje de memoria de los poemas cobró Agustí una enojosa fama de rapsoda que le obligaba en las reuniones familiares a recitar el patriotero Dos de mayo. De su tía Pepita, conocedora de la vida social barcelonesa, escuchará en las veladas de Can Torres el relato de la noche del 7 de noviembre de 1893, la del atentado del Liceo, que alcanzará posteridad literaria en Mariona Rebull.
Volvamos, pues, a Can Torres. Después de pasar los veranos en Cardedeu, la familia Agustí tomó posesión de la hacienda de Lliçà de Vall en 1910. Situada a veinte kilómetros de Barcelona y a cuatro de Granollers, ciertas lindes de la finca se adentran en Lliçà d’Amunt y Palou, en uno de los más bellos parajes del Vallés Oriental. Trabajaban la hacienda cinco familias de campesinos que encabezaba el colono mayor, Juan Carreras. La obra novelesca, poética y teatral de Ignacio Agustí hará inventario de los objetos de la casa de su infancia, como la hornacina del primer piso con la imagen de san Llop, copatrón de Lliçà de Vall; una talla de arte de gótico primitivo, el pozo exterior y los dos altos arcos que daban acceso al patio en cuya parte de poniente se levantaba la casa familiar de tres plantas.
Don Luis Agustí mantuvo relaciones cordiales con los payeses de la hacienda e intentó mejorar la capacidad productiva de aquellas tierras, aunque siempre lamentó no contar con capital suficiente para que la propiedad resultara rentable. Desde pequeños, los hermanos Luis y María Agustí conocieron el ritmo del año a través de las cosechas de Can Torres: en junio, cuando la familia se instalaba en la casa solariega, trilla; vendimia a finales de agosto y la recogida de avellana en septiembre, que marcaba la vuelta al colegio. A partir de esas fechas, con el traslado de la familia a Barcelona, un ordinari (recadero) se encargaba de proveerles de productos del campo y garrafas de vino el resto del año. El año 1911 marca un giro radical en la actividad profesional de Luis Agustí: con su intrépido cuñado Luis Peypoch y el fabricante del anís Tres Coronas constituye la sociedad «Peypoch y Cía.», dedicada a la importación-exportación de coloniales (Cuba, principalmente) y con razón social en el número 60 del Paseo de Gracia, un edificio que en la guerra civil fue sede del Gobierno vasco. Luis Agustí asume la parte administrativa y Luis Peypoch se encarga de la comercial. El año en que nació Ignacio, 1913, su tío Luis Peypoch hubo de realizar un inesperado viaje a La Habana debido a una serie de irregularidades en aquella sucursal y, al final, decidió dejar el negocio en manos de su cuñado y dedicarse a otras actividades. Gracias a sus gestiones, Luis Agustí vivió una época de prosperidad y acabó siendo conocido como el «rey del cacao», ya que importaba tres cuartas partes del que se consumía en España. Sin embargo, al estallido de la guerra europea en 1914 siguió una epidemia de tifus que contagió a sus hijos Joaquín y Juan (de seis y cinco años, respectivamente); tampoco escaparon la tía Teresita y el ama de leche de Ignacio, un niño de un año escaso, ojos muy negros, cabello ralo y cuerpo menudo.
Como otros empresarios del momento, don Luis aprovechó la neutralidad española y viajó a Prusia para vender los productos que representaba: café de Puerto Rico, Venezuela, Brasil y Colombia; canela y coco de Ceilán, nueces de California… También realizó exportaciones de vino del Penedés a Bélgica y en la huelga de 1917, que desencadenó la lucha social en España, desafió las coacciones de los piquetes anarcosindicalistas. Veinte años metido en la piel del patrón, desde que sufrió amenazas de muerte en la Fundición, le llevaron al somatén en la década de 1920, en los tiempos de combate callejero entre los pistoleros del llamado sindicato único y los cenetistas, el asesinato de Eduardo Dato y la Ley de Fugas del general Martínez Anido. Al mismo tiempo, la fe de don Luis en la orden de san Ignacio de Loyola se acrecentaba: no en vano había bautizado a su séptimo hijo con el nombre del fundador de la Compañía.
Una memoria burguesa que abonará el árbol que la guerra convirtió en ceniza. Ignacio Agustí siempre creyó que el disco duro de una vida queda grabado antes de los doce años, que son los que él pasó en Can Torres: «Antes de esa edad yo he sentido la vergüenza, el miedo, el amor, el odio, la ira, el rencor, la ambición, la envidia, la sensación de angustia y de engaño, en fin, todo lo que luego descubrimos que son los resortes todos de la existencia». De las desigualdades sociales de la España de entreguerras recordaría siempre el día que los pobres de su lugar tenían asignado para pedir caridad en las masías: «Ese día era el jueves. En cualquier otro día de la semana les estaba prohibida esa mendicidad que constituía una especie de rito entre los muchos de la hermandad payesa. Era, a ritmo semanal, tan intangible como la matanza del cerdo, la vendimia, la siega, la fiesta mayor… El jueves, “día de pobres”. Alguien había de quedar en la casa para ellos. Sobre la mesa del zaguán había ya preparada una larga columna de moneditas de dos céntimos, que en aquellos tiempos apenas se usaban ya y que sólo rendían casi exclusivamente este servicio…».2
El escritor evocará el territorio de su patria infantil «tal como era, sin parcelaciones ni planes de urbanismo. Es una vasta extensión, un ancho tramo de tierra donde prosperan, como entonces, alamedas y viñas, bosques de pinos, trigales, huertas, todo surcado por raudos manantiales que serpentean con un rumor a intemperie y a soledad, entre cañaverales por los que silba el viento».3 La descripción identifica paisaje y carácter. Ignacio fue el único de sus hermanos que nació entre las paredes de Can Torres y su experiencia tenía mucho de telúrica. Con sólo diez años aprendió a cultivar la tierra y apreció el sabor de las legumbres nacidas de esos cuidados. Conoció el ritmo lento de la cosecha. En el poemario de Guerau de Liost La muntanya d’ametistes identificaría años más tarde la ataraxia rural de interminables estíos infantiles columbrando retazos de cielo entre las encinas. En su búsqueda del tiempo perdido, no alberga dudas sobre esa lírica del origen que le retorna una imagen nítida de los tres años: ve una oca amenazante cuyo pico le sobrepasa y parece oír todavía sus propios gritos pidiendo auxilio. Además de árboles y animales, en Can Torres se recortaban siluetas de futuros trasuntos literarios: Miguel, el chófer; la anciana Filomena mondando judías verdes en el zaguán que ocupaban los capataces y su hija Encarnación; l’Estadant, recio labrador al que había que ayudar para que se enrollase su interminable faja; Julia, el hada de su niñez, que llevaba a los críos de excursión, les preparaba la merienda y les ataba las cintas de las alpargatas. Julia se enamoró de la labia y desparpajo del chófer, un mujeriego malgastador que provocaba los celos del pequeño Ignacio, otro futuro personaje de novela.
El perímetro de Lliçà de Vall incluía dos heredades, cual proustianos cotés: Can Torres, de los Peypoch, y Can Coll, de Ignacio Llanza, de la Casa Solferino. El segundo era una construcción románica que sirvió de refugio en la guerra civil para los cuerpos incorruptos de san Vicente y santa Clara. La vida familiar y sus ocios mantenían, con don Luis de maestro de ceremonias, un ritmo tan inmutable como el calendario agrícola y limosnero. Los domingos por la mañana, el patriarca se dirigía con sus hijos al puerto barcelonés para mantener vivo el contacto con el remo o seguir las incidencias de un desembarco de mercancías; relataba a sus vástagos el miedo que había pasado en aquellos muelles cuando trabajaba de madrugada desafiando las jornadas de huelga. Paseaban también por el parque de la Ciudadela, cuya transformación conoció en los tiempos de la Exposición de 1888. Por la tarde iba con los hijos al fútbol y ocupaba tribuna en el campo de Les Corts junto al fundador del Barcelona, el suizo Juan Gamper. Como recordará Ignacio, su padre llevaba siempre en el bolsillo del pantalón, con el manojo de llaves, un pequeño monedero de plata que guardaba los duros redondos y un silbato. Junto al fusil del somatén, el silbato constituía para don Luis el más útil instrumento de la gente de orden: servía para alertar sobre las manos largas de un carterista, llamar a la policía o los bomberos y avisar de un accidente. Además de esos usos, don Luis utilizaba permanentemente el silbato para ordenar a su numerosa prole y enmendar la plana, con su pitido reiterado, a los árbitros en los partidos del Barça. Así ocurrió una vez en un encuentro de la máxima entre el equipo azulgrana y el Español. Fue tal la insistencia de su padre con el pito, recuerda Ignacio Agustí, que el defensa blanquiazul Montesinos dirigió el lanzamiento de falta contra la silueta de don Luis: «Con tal acierto que el balonazo hizo tambalear la figura, para mí intocable, de mi progenitor; su canotier voló por los aires. Se suspendió unos minutos el juego. Creo que el lance se resolvió con unas inhalaciones de sales a don Luis y una amonestación para Montesinos. El partido siguió su curso, pero aquel día no sonó más el silbato de mi padre».4 La relación con el club azulgrana llevará a Juan Agustí, tío de Ignacio y médico cirujano de profesión, a formar parte de la primera directiva del club después de la guerra civil y el propio Ignacio mantendrá una buena amistad con Enric Llaudet, el presidente que llevó adelante la construcción del Camp Nou.
El silbato servía también a don Luis para arbitrar los partidos entre sus hijos, los hijos de los Sentís y los de los Sabata Anfruns, con quienes compartían colegios y vecindad. Iban al campo de los Capuchinos y al campo de la Bota a bordo de un tranvía que pasaba cerca de sus casas. Muchos años después, con motivo del programa Ésta es su vida que Federico Gallo dedicó a Ignacio Agustí, Carlos Sentís, que no puede asistir a la grabación, evoca en una carta aquella amistad de la infancia: «Tú y yo formábamos parte entre el grupo de los pequeños de una y otra familia, y yo he recordado alguna vez que no nos querían —por pequeños, y no por malos— en los equipos de fútbol… Estábamos condenados a ser espectadores o palos de portería en los descampados vecinos del Turó Park. Entonces no escribías, pero ya te aplastabas la nariz ensimismado cuando reflexionabas». Introvertido, con cierto complejo por ser físicamente «poquita cosa» y afán de demostrar más resistencia y fuerza moral que los que le sobrepasaban en altura, Agustí ya era de niño, en palabras de Sentís, «un ser callado y silencioso. Dentro de tus silencios, a veces más elocuentes que las palabras, encierras sin embargo más humor que melancolía».
La bonanza económica de la neutralidad llevó a don Luis a presidir el Colegio de Agentes Comerciales y a adquirir un automóvil Hotchkiss de 24 caballos con el que la familia amplió sus periplos dominicales por Lliçà, Cardedeu, Mataró, Manresa y los baños de mar —por prescripción médica— en la playa de San Miguel de la Barceloneta. El coche paterno, matrícula de Barcelona de número capicúa (3113), lo conducía Ramón, a quien Ignacio recordará en sus memorias por sus «bigotes a lo káiser dignos de su facha casi bélica». El uniformado chófer daba caña al vehículo, que alcanzaba con facilidad los setenta kilómetros por hora. En el verano de 1918 la faceta religiosa del patriarca se acrecentó con la entronización del Sagrado Corazón de Jesús en la casa de Lliçà. Todo parecía ir sobre ruedas de coche lujoso, hasta que un acontecimiento hizo que el destino del cabeza de familia se torciera definitivamente.
Ocurrió la primavera de 1923. Luis Agustí se hizo cargo de la presidencia y organización de la peregrinación a Roma de la congregación jesuita. En el transcurso de la misma, un buque repleto de peregrinos, minusválidos, sacerdotes y escolares embarrancó en la costa italiana. Las confusas noticias en torno al accidente provocaron la alarma social, y el sentimiento de responsabilidad sobre la suerte de los viajeros obró un fuerte impacto psicosomático en don Luis. En el verano de aquel año, a pocos días del golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, aquel hombre de cincuenta y un años era la imagen del agotamiento. Al trauma del accidentado viaje se añadieron reveses económicos: pésimos resultados bursátiles y problemas en el control de unas delegaciones ubicadas en diversos puntos de Latinoamérica. El don Luis deportista, remero y futbolero dio paso a un hombre acosado. Aferrado al máuser del somatén, que engrasa compulsivamente, hace guardias en la esquina de Diputación y Pau Claris, y a la caída del crepúsculo reza el rosario, cada vez más agobiado por la marcha de su empresa.
Las deudas le obligan a tomar decisiones drásticas. En 1924, don Luis ya no puede mantener el rutilante automóvil y un año después, en 1925, vende Santa María del Vallés, propiedad sobre la que ya pesaba una hipoteca. La hacienda pasa a dedicarse a la rehabilitación de jóvenes inadaptados de la «Protección de la infancia» de la institución Ramón Albó (actualmente Obra Tutelar Agraria). Fue el año del ataque cardiaco que puso a don Luis a las puertas de la muerte al regreso de una peregrinación con motivo del Año Santo. También fue el año en que le dijo a su hijo José María que no podría costearle los estudios de Arquitectura. Con el capital de la venta de la finca, don Luis cancela la hipoteca: el resto del dinero se acabará esfumando por la baja cotización de sus inversiones en la bolsa extranjera.
A raíz de la venta de aquella finca Ignacio Agustí dejó el lugar donde había pasado los veranos hasta los doce años. Sin corriente eléctrica ni pararrayos, la casa donde el niño Agustí soñaba veranos había posibilitado atmósferas fantasmales iluminadas precariamente con acetileno y velas. Las noches de tormenta, los lagartos fríos y verdosos que asomaban entre el agradable cromatismo de unas fresas silvestres animaban una misteriosa topografía infantil con rincones como la bajada rápida o el camino de las arañas, que reaparecerán en Mariona Rebull. Los sótanos y sus «grutas mágicas» y los muebles desvencijados decorarán pasajes novelescos truncados cuando el veraneo cambió su emplazamiento. La familia alquiló una casa en Montcada y empezaron a pasar allí sus veranos. En Vallençana conoció a otro de sus amigos del alma: el periodista y escritor Juan Ramón Masoliver.
Y cuando llegó el momento de reconstruir en la memoria aquel mundo, Ignacio se permitió muy pocas licencias literarias al describir un paisaje que reaparece, inmutable, en todo el ciclo de La ceniza fue árbol: «Cuando en 1925 mis padres vendieron Can Torres, sentí que centenares de árboles augustos eran talados despiadadamente en mí, se desplomaban sobre mi corazón y se iban secando allí lentamente».5