Tres

 

 

Lo primero que Pujol intenta es hablar con la embajada británica. Les va a comunicar la decisión que ha tomado, su firme voluntad de colaborar en la lucha que Gran Bretaña estaba librando contra el totalitarismo nazi.

Llama varias veces a la legación inglesa y finalmente consigue que le atienda una telefonista, e incluso, después de insistir con vehemencia, un funcionario de bajo nivel. Pero de nada sirven sus embarulladas explicaciones. No le entienden, no logra explicar exactamente lo que propone y además, cortés pero tajantemente, le acaban requiriendo que no vuelva a aparecer por allí. ¡Que escriba lo que quiere, se lo haga llegar, pero que no se le ocurra acudir de nuevo a la embajada!

Cae en el desánimo, en la desesperanza de la que ni siquiera la ternura y los ánimos de Araceli parecen poder liberarle. Aunque no pierde el buen humor.

Cuando estaba empezando a dudar de si debía seguir adelante, de repente, un día, la suerte, el azar o el destino se cruzan en su vida, como en tantas otras ocasiones habría de pasar en el futuro. De una manera imprevista, por pura casualidad. Como si en su caso el común sino de los mortales estuviera delineado, prefigurado, por un angelote más amable y vivaracho, un diosecillo jugador.

En el mismo Majestic traba amistad con un huésped que se hace llamar el duque de la Torre. Es un vividor al que divierten las bromas de Pujol y que conoce a no pocas de las mujeres más elegantes de Madrid. Entre ellas, a dos supuestas aristócratas, dos señoras entrando en años, a las que llama «tías» y que dicen ser princesas de Borbón. A ambas les gusta el lujo y cultivar con gran éxito la cercanía con personas influyentes del régimen…

Pujol, simpático, charlador, inagotable contador de chistes e historias divertidas cuando está tranquilo, se hace íntimo del duque, de quien nunca sabrá quién es verdaderamente, pero al que ya llama Enrique.

En una visita al Majestic, la más joven de las dos le dice discretamente en un aparte a su «sobrino»:

—Enrique, nos gustaría conseguir algunas botellas de whisky para poder atender a los invitados en las fiestas que organizamos. Whisky… whisky, tú ya me entiendes…

El falso duque se quedó mirándola sin saber muy bien qué hacer. La «tía» llevaba el cabello teñido de rubio hasta las raíces y los ojos vivaces no expresaban la menor vacilación. ¿Le estaba pidiendo que se sumergiera en las profundidades del mercado negro? ¿Que preguntara, contactara, sobornara…? ¿Que se arriesgara por unas cuantas botellas? ¿Cómo lo iba a conseguir?

Después de pensarlo un instante, sonrió a las dos; el bigote recortadito, el pelo castaño oscuro haciendo un rizo pronunciado encima de la frente, la cara grande y algo simple, que se iluminó con la expresión de quien ha encontrado una solución genial:

—Creo que puedo tener a la persona adecuada… —Había recuperado la confianza. Las «tías» sonrieron—. Es muy listo, seguro que se le ocurre cómo lograr hacerse con el whisky.

En cuanto las presuntas aristócratas se fueron, Enrique acudió a la pequeña oficina sin ventanas atiborrada de papeles y archivadores donde Pujol solía pasar las horas rompiéndose la cabeza para sacar a flote aquel tugurio. Siempre se había mostrado servicial y eficaz con él. Sabía que le iba a ayudar.

—Whisky —pronunció el duque nada más cerrar la puerta tras de sí.

Pujol no sabía exactamente a qué se refería, pero entendió a la primera que le estaba pidiendo un favor. Conocía bien a ese tipo de personajes, todo fachada, pero incapaces de batir dos huevos.

—Mis «tías» quieren whisky. Y ya sabes cómo son las mujeres cuando quieren algo —dijo con una sonrisa pícara.

—En Fuencarral —le respondió Pujol con un guiño— conozco una destilería, en el sótano de un taller textil. Puedo arreglarlo para que preparen unas botellas.

—No, Juanito… —le cortó secamente—. Estoy hablando de whisky de verdad. De importación. Escocés… o de algún sitio cerca de Escocia.

Pujol entendió de inmediato, pero se limitó a apretar los labios y dejar la mirada perdida por el escritorio, dando a entender que una petición como esa no iba a alcanzar una respuesta inmediata.

—¿No me digas que no sabes cómo conseguirlo? —insistió el falso duque.

Pujol no tenía ni idea, pero en su mente empezó a armarse el rompecabezas con una rapidez asombrosa. El whisky era lo de menos, lo que se le presentaba ante sus ojos era, ni más ni menos, el movimiento del tablero que llevaba aguardando.

—Biennn… —le respondió, después de quitarse las lentes, fruncir el entrecejo y aparentar que le estaba haciendo un inmenso favor—. Creo que se podría hacer algo al respecto…

—¡Magnífico! —dijo Enrique, abrazándolo con entusiasmo.

—Pero no será fácil… —añadió enseguida Pujol, girando la silla hacia la mesa y anotando unas frases con expresión seria en el cartapacio de piel verde con el nombre del Majestic grabado en oro, encima del cual lucía una coronita—. Solo es posible comprarlo en Portugal… —continuó, como quien sabe que está vendiéndose caro y se lo quiere dejar bien claro al otro—. En España es demasiado costoso y resulta mucho más peligroso obtenerlo.

El falso aristócrata sintió que se le abría el suelo bajo los pies, puso la cara de quien se le viene el mundo encima y no va a poder apartarse.

—¡¿Portugal?! —dijo, levantando los brazos hacia arriba—. ¡No veo a mis dos amigas viajando solas a Lisboa y buscando whisky escocés por las calles!

Pujol pensó que este Enrique era un pánfilo. Su expresión era un lamentable poema.

—No te preocupes… —contestó, tranquilizándole, la sonrisa de pillo rezumándole otra vez por los ojos y la comisura de los labios—. Yo puedo acompañarlas, no me cuesta nada…

—¡Eso sería perfecto! —exclamó como si acabara de descubrir la pólvora.

Enrique se sintió aliviado. Había logrado que las «tías» le pasaran una cierta cantidad, y aquel fracaso podría haber significado el inicio de la pérdida de tan boyante negocio. Juan le respondió con una mueca de complicidad, los ojos llenos de brillo. Parecía una de esas ardillas felices por haber encontrado las nueces que están buscando por el suelo y que de repente se suben con gran agilidad por el tronco del árbol desapareciendo con rapidez, hasta que casi no se las ve, escondidas en las copas espesas. Le expuso la condición que tenía en la cabeza desde el principio:

—No tienen más que conseguirme un pasaporte y el permiso necesario para atravesar la frontera.

Si lo lograban, Pujol tendría lo que necesitaba para empezar a construir lo que él y Araceli llevaban planeando desde hacía meses.

 

 

Sin dar muchos rodeos, las dos señoras de la sociedad madrileña aceptaron su propuesta, que interpretaron como una aventura entretenida, una excursión agradable a Lisboa en pleno inicio del verano, acompañadas de aquel joven tan locuaz y dicharachero.

Al cabo de muy pocos días, obtienen para Pujol un pasaporte y el visado para ir a Portugal. El intermediario ha sido un conocido de ambas, el comisario Martínez Peña.

Orondo y seguro de sí mismo, el comisario, la papada escapándosele del cuello de la camisa, la corbata y el traje de riguroso negro, le recibe antes en su despacho atestado de papeles, fotografías y cuadros colgados en las paredes con las insignias, condecoraciones y títulos que le adornan. En todo momento se muestra complaciente y untuoso con Pujol, quien le habla y habla en cuanto coge confianza y se da cuenta de que las «tías» gozan de absoluta carta blanca, provocando que el otro se explaye aún más.

—El Gobierno del Generalísimo necesita urgentemente conseguir dinero del exterior —le decía Martínez Peña, mientras se sacaba el pañuelo que en la mañana debió de ser de impoluto blanco, pero que ahora no era más que un trapo arrugado y con manchas amarillentas, con el que intentaba quitarse el sudor de la frente y del interior de las manos. Pujol imaginó que debía ser el único habitante de aquella ciudad de estalactitas y estalagmitas capaz de seguir sudando como un verdadero puerco—. Como sigamos así —continuó el comisario, la gran cabeza sin cuello colgándole encima de los hombros como un peñasco del Guadarrama—, el Banco de España va a acabar quebrando. Ni la industria nacional ni el campo son capaces de obtener moneda extranjera a través de las importaciones. Hemos lanzado esa gran campaña de anuncios que usted habrá visto para que la gente entregue el oro y las joyas por el bien de la nación. ¿Pero qué quiere usted? ¡Ya se ve que los patriotas solo existen cuando se reparten las prebendas!

En el cerebro de Pujol habían empezado a iluminarse muchas lucecitas, las neuronas corrían de un lado a otro, en un baile muy animado. ¿Por qué no intentar llevar consigo alguna joya de valor y venderla en Portugal? ¿No están todos tan preocupados con la falta de divisas, de moneda extranjera con la que poder comprar la comida y las materias primas para la industria que España necesita? La venta de una joya le permitiría comer, comprarle algo a Araceli y salir escopeteados del Majestic, para no volver a verlo nunca más.

—Ahora —continuó Martínez Peña— estamos empeñados en que todos los españoles que tengan casas o depósitos fuera los pongan a disposición de la hacienda pública, ¡que se den cuenta de una vez, coño, de que hay que arrimar el hombro! —Su rostro se enrojeció, ardía de encono—. ¡La España nueva del Caudillo la tenemos que construir entre todos, no solo los que nos dejamos aquí la salud y el alma todos los días!

El comisario parecía decepcionado. En su frente gruesa y cruzada por olas vaporosas se dibujó una mueca de disgusto. Tampoco la llamada a la venta masiva de los bienes en el exterior estaba teniendo un gran éxito.

—¡Ni por esas! —sentenció.

Le había cogido una cierta simpatía al pequeño catalán de ojillos de comadreja. Pujol le había contado tres o cuatro chistes de catalanes, que habían generado unas enormes risotadas en su interlocutor, risotadas que se habían extendido como un temblor de tierras por todo el corpachón del comisario, provocando que la panza pareciera un ballenato emergiendo con cada vibración y sumergiéndose después en las aguas.

—¡Solo nos queda ya lo que ha empezado a hacer el Gobierno! —exclamó con cierta tristeza, igual que si hubiera dado el parte de una rendición con armas y bagajes al enemigo—. Abrir todas las puertas y dar todas las facilidades a cualquiera que pueda conseguir divisas, a poder ser en libras o en dólares, para el tesoro nacional.

Pujol se despidió del comisario de generosas carnes y soflamas patrióticas con cordialidad, no sin antes asegurarle que él sentía lo mismo y que iba a hacer todo lo posible para ayudar al Caudillo en su nueva cruzada por el bienestar y la prosperidad de los españoles, sentimientos que él, Pujol, a pesar de haber nacido en Barcelona, tenía tan propios como cualquier español nacido en Valladolid o en Cuenca y descendiera directamente de la misma pata del Cid Campeador, don Ruy Díaz de Vivar, modelo y espejo de las virtudes que adornan al Generalísimo, a quien Dios guarde muchos años, por el bien de España y de los españoles, verdadero centinela de Occidente y faro luminoso en la lucha contra los enemigos de dentro y de fuera, contra el comunismo y la Internacional, contra el contubernio judeo-bolchevique y sus quintacolumnistas, infiltrados en la patria y hasta disfrazados, como auténticas alimañas, como serpientes venenosas, de verdaderos españoles.

Todo eso, y mucho más, le pudo llegar a decir Pujol al comisario Martínez Peña en uno de sus ataques de incontinencia verbal, mientras planeaba cómo convencer a un primo de Araceli para que le permitiera salir hacia Portugal con una cadena de oro muy pesada y muy valiosa, de la que Araceli ya le había hablado en varias ocasiones, y con cuya venta esperaba ahora obtener del viaje con las «tías» no solo pasaporte y visado, sino también un pingüe beneficio.

Con la documentación en su posesión, las «tías», el «sobrino» y su flamante conductor, Juan Pujol García, abandonaron España rumbo a Évora y Lisboa.