Una vez existió un muchacho llamado Yungo. Vivía en una granja muy grande, cercana a los bosques. La granja estaba llena de muchachos de todas las edades, los unos hijos de los granjeros, los otros de los criados.
Yungo era un huérfano adoptado por la granjera. Lo recogió siendo muy pequeño, pues sus padres se ahogaron en el río cuando empezaba el deshielo y la corriente se desbordó.
La granjera estaba siempre tan atareada, con la cabeza llena de cuentas y cálculos —era una mujer muy ambiciosa—, que no podía recordar en qué año ni día nació Yungo.
A primera vista, Yungo parecía un niño como los demás, pero los muchachos dejaban pronto de jugar con él, y las gentes no solían hablarle ni pedirle nunca nada. Y es que Yungo no tenía voz.
Hubo un tiempo en que, los días de mercado, la granjera lo comentó con otras mujeres del pueblo:
—Este muchacho perdió su voz. Alguien se la robó al tercer día de nacer. En algún lugar estará, pero ¡quién sabe cómo ir a buscarla!
Mas, aunque Yungo hubiera perdido su voz, lo oía y comprendía todo. No era mudo, como el muchacho que acompañaba al mendigo pidiendo limosna por los pueblos. Yungo sabía que alguien le robó la voz, que en algún lugar estaría, quizás aguardándole. Y muchas veces soñaba con ello.
Al principio Yungo era un muchacho más bien alegre, pero, como siempre le dejaban solo, acabó volviéndose abstraído y un poco huraño. A veces, en sus trajines, la granjera pasaba por su lado y le veía sentado en un rincón, o apoyado en la pared al sol, pensativo, con las manos en los bolsillos. Entonces la granjera le decía:
—¿Qué haces ahí, tan solo? ¡Anda a jugar, chico, que muy pronto te obligarán a trabajar!
Yungo se alejaba y procuraba esconderse en algún lugar apacible. Entre las varas del huerto, o allí, en el bosque, donde nadie fuera a decirle cosas estúpidas o malvadas.
De este modo, llegó a una edad en que los otros —los hijos de los granjeros y los hijos de los criados— dejaron sus juegos y empezaron a ayudar en las faenas de la granja. Pero a él también le dejaron aparte: nadie le pedía que ayudase, y más bien procuraban alejarle cuando se les acercaba. Le decían:
—¡Quita de ahí, chico, no te hagamos daño!
Le gritaban, pues, como no le oían hablar, creían que era estúpido y no servía para nada. Tampoco lo mandaron a la escuela, ya que el hecho de haber perdido la voz les parecía tan grave que no suponían que Yungo comprendiera y supiera más cosas que ningún otro de su edad. De este modo, Yungo estaba siempre solo, alejado de los otros muchachos, como si viviera dentro de una urna de cristal. Cuando los otros niños volvían de la escuela y se acostaban, él bajaba descalzo y de puntillas por la escalerilla del desván, donde dormía, y miraba sus libros. Sobre todo le llamaba la atención el Atlas: miraba los mapas, y con el dedo recorría países de brillantes colores, mares azules, que no había visto nunca. Le quitó a Bepo, el mayor de los niños, mientras dormía, sus lápices de colores y, en una hoja arrancada de su cuaderno, dibujó una isla muy bonita, rodeada de mar y de pájaros. «Acaso —pensó—, estará aquí escondida mi voz.»
De este modo, Yungo empezó a soñar en un país inventado por él y sólo para él, al que llamaba el Hermoso País. Se levantaba muy temprano, se asomaba al ventanuco del desván y oía los pájaros y el río; veía levantarse la bola encarnada del sol por detrás del bosque, y sabía los nombres de todas las flores, de todos los animales, de todos los árboles. No los nombres con que los llamaban los demás, sino otros nombres inventados por él, tal como se pronunciaban en su Hermoso País.
Un día fue a la entrada del bosque, y con barro y ramaje hizo un pequeño chozo adosado al tronco de un roble, parecido a los de los cazadores y pastores. Dentro guardó sus tesoros: una caja con guijarros de colores, que había encontrado en el río, y el mapa del Hermoso País.
Una vez la granjera vio cómo escuchaba a los otros niños, que deletreaban en voz alta sus libros, y miraba sobre sus hombros, alzándose de puntillas, mientras ellos hacían los deberes en sus cuadernos. Entonces la granjera sintió una punzada de compasión, y cogiéndole de la mano le llevó a la mesa de la cocina y con la cartilla del más pequeño le enseñó las letras. Ella las señalaba con su dedo largo y oscuro, y las pronunciaba claramente. De este modo le enseñó a leer. Pero, como Yungo no podía deletrear, creyó que no la comprendía, y pronto se cansó. Sin embargo, Yungo había aprendido y, con una ramita sobre el barro, escribía palabras.
Cierto día Yungo estaba sentado junto a la pared de las lagartijas. Era el principio de la primavera, y Yungo buscaba todavía el sol de la tapia. Hacía un vientecillo frío, y en el suelo, lleno de barro, había grandes charcas, en cuyo fondo resplandecían ramitas verdes como extraños y diminutos barcos naufragados. Yungo solía asomarse a aquellas charcas y con los ojos entrecerrados contemplaba el fondo. El sol se volvía allí dentro de una misteriosa luz color esmeralda y, al cabo de un rato de mirarlo, Yungo creía estar sumergido en el fondo de la charca y pensaba que tal vez el fondo del mar, que nunca viera, sería parecido a aquello.
Estaba asomado a la charca cuando vio acercarse a los dos hijos del granjero Nicolás, un vecino que maltrataba a los animales. Venían riéndose, y brillaban al sol sus largas piernas desnudas. El más pequeño decía:
—¡Vamos a ahogarlo en la charca!
Yungo sabía que aquellos dos chicos martirizaban a los sapos y a los murciélagos. Todos los niños les tenían miedo, y no osaban decirles nada, aunque les apenara ver que hacían cosas horribles con indefensos animales.
Los dos chicos se agacharon junto a la charca. Traían un bote de conservas vacío, donde habían aprisionado a un pobre saltamontes verde. Le habían atado un hilo a una pata, y con grandes risotadas veían cómo el animal daba inútiles brincos, tratando de escapar. Cada vez que el animal daba un salto, ellos tiraban del hilo, y la patita del animal, frágil y verde como un tallo, estaba a punto de quebrarse.
Yungo se acercó. Extendió las dos manos para decir a los muchachos que se alejaran y abandonaran al saltamontes. De todos los muchachos de la granja Yungo era el que amaba más a los animales, a las flores e incluso al viento cuando soplaba en la negra chimenea.
—¡Vete de ahí, atontao! —dijo el mayor de los chicos, empujándole.
Tiraron del hilo para meter al pobre animal en la charca y ahogarlo. Y, en aquel momento, Yungo notó la mirada del saltamontes. Era una mirada extraña. Dos ojos diminutos que se clavaban en él, como dos finísimas y largas agujas de oro. Ningún animal le había mirado de aquel modo. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Una voz llegó hasta él:
—¡Sálvame, Yungo!
Yungo conocía el lenguaje de las flores, de los pájaros y del viento; un lenguaje mudo, sin voz, como el suyo propio. Pero aquel pequeño saltamontes verde, parecido a una de aquellas resplandecientes ramas del fondo de la charca, le miraba y le hablaba con lenguaje humano, como nunca le mirara ni hablara nadie. Al escuchar la voz de aquella pequeña e insignificante criatura de la tierra, se dio cuenta de que todos los hombres, mujeres y niños le hablaban a él con impaciencia, o con desvío, o con tristeza. Nunca le había pedido nadie nada, hasta aquel momento. Una gran indignación se le despertó viendo lo que iban a hacer los chicos del granjero Nicolás, y se lanzó contra ellos. Levantó los puños y los descargó con fuerza contra las dos cabezas, que estaban muy juntas e inclinadas. Las dos cabezas chocaron, y sonaron como cocos huecos.
—¡Ay, ay, ay! —chillaron.
Estaban tan sorprendidos que sólo sabían mirarse y frotarse la parte dolorida. Y como eran dos grandes cobardes, como casi todos los malvados, echaron a correr, aunque amenazando a Yungo con el puño y gritándole:
—¡Ya nos las pagarás! ¡Se lo contaremos a nuestro padre y te medirá las costillas con un palo!
Pero Yungo no hizo caso de aquellas voces, y les vio alejarse corriendo y chillando. Luego se agachó junto a la charca. Todo el sol brillaba en el agua, y había un resplandor verde muy hermoso. Con mucho cuidado, Yungo desprendió el hilo de la pata del saltamontes. Su corazón golpeaba muy fuerte, y pensaba: «Acaso no es verdad, acaso sólo me imagino que le oí hablar».
El saltamontes continuaba mirándole con sus ojos agudos, de color de oro. Entonces Yungo volvió a oír aquella voz, que tanto le desazonaba. El saltamontes dijo, claramente:

—Te estoy agradecido. ¿Quieres cogerme con mucha suavidad y ponerme encima de esa piedra?
Yungo abrió la boca. Estaba pasmado. El saltamontes insistió:
—¿Quieres ponerme ahí, por favor? Ya sé que no tienes voz, Yungo. No te preocupes.
Yungo cogió delicadamente al animalillo entre sus dedos y lo puso donde le pedía. La piedra estaba tibia por el sol, y el saltamontes entrecerró los ojos. Dijo:
—Eres bueno. Algún día tendrás tu recompensa. De momento, ¿puedo hacer algo por ti?
Yungo movió la cabeza de un lado a otro, negando. Con una vaga tristeza que nunca sintió antes.
—Vamos —dijo el saltamontes—. Algo habrá que desees.
Yungo cogió una ramita y escribió en el barro:
—¿Dónde está mi voz?
Entonces las ramas de los árboles empezaron a moverse, murmurando algo; los pájaros huyeron, gritando, hacia el bosque. Y un viento recién despertado empezó a soplar sobre la charca, volviendo borrosas las imágenes. El saltamontes abrió mucho sus ojillos y dijo:
—¡Ay, Yungo!
Yungo escribió en el barro:
—Quiero encontrar mi voz.
El saltamontes carraspeó y dijo, con una voz que quería ser alegre:
—Escribes muy bien. ¿Quién te enseñó?
Yungo comprendió que lo que pedía era imposible para el saltamontes. O, por lo menos, no quería concedérselo. Se encogió de hombros con desaliento y tiró el palo lejos.
—No te entristezcas —dijo el saltamontes—. Tú habrás perdido la voz, pero tu oído es más fino que el de los demás muchachos. Tú tienes el oído tan fino como las cañas del río, como los árboles, como los animales del bosque… ¿No te das cuenta? Los otros muchachos no pueden oír mi voz, y tú sí has podido.
Sin embargo, aquellas palabras no parecían consolar a Yungo, que se sentó junto a la tapia, pensativo. El saltamontes se le acercó, cojeando, y suspiró.
—¡En fin! —dijo—. Podemos intentarlo.
Yungo levantó la cabeza. El saltamontes añadió:
—Podemos emprender un viaje juntos, en busca de tu voz. Yo procuraré guiarte.
Yungo sintió una gran alegría. Cogió con mucho cuidado al saltamontes y se lo colocó en un hombro. De este modo, el animal estaba más cerca de su oreja y no tenía que esforzarse tanto al hablarle.
—Podemos marcharnos enseguida —dijo—. ¿Tienes alguien de quien despedirte?
Yungo pensó un momento. La única que fue amable con él fue la granjera. Se dirigió a la cocina, pero la mujer no estaba allí. Sobre la mesa, donde le había enseñado a leer, vació sus bolsillos de tesoros: le dejó sus guijarros de colores y un reloj de hojalata que le trajo ella de la feria, hacía un par de años.
Era primavera, y daba gusto andar descalzo por la hierba y el tibio barro, pero Yungo sabía que llegarían días fríos o calurosos, suelos nevados o ardientes bajo el sol. Subió al desván y recogió su par de botas de cuero, muy bien engrasadas y colgadas de un clavo. Las ató de su cintura por los cordones y miró al saltamontes.
—Listos —dijo el animal.
Y salieron al camino.
Él no lo sabía, pero así que saltaron la empalizada, todos los lagartos y lagartijas salieron de sus agujeros y corrieron a la linde del camino, mirándole marchar con sus pequeños ojos de oro brillantes bajo el sol. También las mariposas blancas y negras flotaron sobre la empalizada, y salieron de sus nidos las ardillas, y todos decían:
—¡Se ha ido!
El viento bajó al cañaveral, y las cañas se mecían murmurándose unas a otras:
—¡Se ha ido!
El río, que era sabio, y al que nada podía sorprenderle, iba contándoselo a las piedras, a las ramas que se tendían en sus orillas, a las truchas de oro:
—¡Parece increíble, pero Yungo se ha ido de aquí! ¡Parece increíble, pero así ha sucedido!
Y, sin embargo, Yungo se figuraba que a nadie dejaba en la granja y que nadie se daría cuenta de su ausencia.
En tanto, él caminaba alegremente por el camino, junto a los bosques. El sol lucía muy redondo, y él iba saltando, con las manos en los bolsillos, y las botas, colgando de sus cordones, le golpeaban suavemente los fondillos del pantalón. Y había algo en el aire, en la hierba, distinto de todos los días.