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LA VERDAD DEL CAMPO

Son las seis de la mañana y acabo de levantarme de la cama. Tengo que ir al campo, a echar otra jornada de trabajo duro, y apenas he podido descansar dándole vueltas y más vueltas a lo de Alba. Y mientras me ducho y me tomo el primer café me pongo a pensar, como si una cosa me llevara a la otra, en la educación que les estoy dando a mis hijas; también a Claudia, la pequeña, que de momento se deja llevar más: aún no ha llegado a esa adolescencia tan difícil de lidiar.

Por mucho que su madre y yo les podamos decir o aconsejar, que es lo que nos corresponde, hay que reconocer que en la educación de los hijos cuenta tanto o más el entorno social que el familiar. Y, evidentemente, las dos son también chicas de su tiempo, expuestas a las modas y a la opinión general de la sociedad actual, en un chorreo constante que les llega por mil sitios con todo eso de las redes sociales.

Escuchando las noticias de la radio, mientras conduzco ya camino de la finca, también caigo en la cuenta de que, con tanta información como reciben sin tener un criterio definido sobre la vida, los jóvenes de hoy tienen poco margen de decisión personal a la hora de forjar su personalidad y sus gustos, que casi les vienen impuestos desde fuera. Y eso es precisamente lo que está pasando ahora con los toros, que, con esas historias del animalismo y del buenismo que nos están inyectando, son algo que mucha gente está empeñada en prohibir y hasta en satanizar, como si fueran una aberración. A los catorce años, como tiene Alba, debe ser muy difícil —por no decir imposible—, que no te calen todas los mensajes negativos sobre el tema con que nos machacan a diario en la tele, en las radios, en los periódicos y sobre todo en internet, que es con lo que los jóvenes, y los que no lo son tanto, están ahora tan obsesio­nados.

Es verdad que hay muchos niños, sobre todo por imitar al padre, a los que desde pequeños les gusta y les ilusiona el toreo. Y no porque tengan oportunidad de verlo en la televisión, sino porque lo han mamado en casa o se lo han alentado sus familiares que son aficionados. Pero, visto lo visto con mi hija, ni el hecho de tenerlos tan cerca es ya una garantía de que asuman lo de los toros con cierta naturalidad. Es casi imposible contrarrestar el mogollón de críticas y de ataques rabiosos, de los animalistas y de quienes les dan bola, a un arte que hasta no hace tanto tiempo se veía como un oficio de héroes. Como cuando yo decidí que quería ser torero, a primeros de los años ochenta, cuando en España las cosas eran tan distintas en todos los sentidos y la gente tenía menos tonterías en la cabeza.

A Alba y a Claudia les encantan los animales, como a todos los críos. Y yo les digo que eso está fenomenal, que es bueno que quieran y que traten bien a los caballos, a los perros, a los gatos, a los hámsteres y a todos los bichos con los que tienen contacto diario en mi casa de Talavera. Para ellas no dejan de ser mascotas, incluso los becerritos de carne que se quedan sin madre y que traemos aquí para criarlos con biberón. Claro que, además de eso y más allá del respeto por sus gustos personales, les intento inculcar una creencia mucho más importante: que por encima de los animales están las personas, que es mejor querer más a los abuelos, a los padres, a los amigos… En mi criterio, esa debe ser la base fundamental de su educación,

Afortunadamente, las dos también saben distinguir que al lado del picadero donde montan a caballo está el cebadero del ganado. Y que esos terneros tan monos que parecen de juguete, cuando llegan a equis kilos o a determinada edad, tienen que salir de allí para ser sacrificados. Como conocen esa realidad y la han visto siempre, la tienen asumida con normalidad desde que eran pequeñas, aunque no creo que pase lo mismo con los niños de ciudad, que solo ven la carne que se comen cuando les llega envasada en bandejas de plástico. Sí, es una suerte que ellas puedan entender estas cosas tal y como son, porque nadie les ha dicho nunca que la vida sea un cuento de hadas.

Y el caso es que a Alba no le desagrada lo de nuestra ganadería, la de bravo, pero solo lo que esté relacionado con el campo, como los herraderos de los becerros, el acoso y derribo, los tentaderos y todo el manejo con las vacas y los machos en la finca. Pero, de todas formas, siento que lo ve como algo lejano. Hay una especie de barrera que ella no llega nunca a sobrepasar, como si fuera reacia, como si tuviera algún prejuicio impuesto desde fuera que no le deja implicarse demasiado en un mundo que otros no ven con buenos ojos. Quizá tenga miedo a que haya gente que la rechace o que la vea como un bicho raro solo porque le gusten los toros.

Así que, analizando bien la situación, y por mucho que siga creyendo que no debo interferir en sus gustos ni en su forma de pensar, poco a poco me voy convenciendo de que algo debo hacer con Alba en cuanto a esto de los toros. Hasta ahora, como nunca me ha preguntado, no le he dado ninguna explicación que contrarreste tanta negatividad y tanta opinión sesgada que debe escuchar y leer por ahí. Tengo claro hace tiempo que en la sociedad tan idiota en la que estamos lo del toreo se hace muy difícil de entender. Es algo que o te conmueve o te repele pero que nunca te deja indiferente, como pasa con algunas obras de arte. Y si la gente que se deja llevar por la corriente fuera menos intolerante y más abierta de mente, no habría por qué ponerse a defenderlo, a no ser que, como está pasando, lo ataquen desde el desconocimiento y con las mentiras que pueden estar influyendo en mi hija.

Sí, pensándolo mejor, creo que por eso mismo tengo que hacer algo que hasta ahora no me había planteado. Y, por si surge la ocasión de que Alba me consulte, que no lo tengo muy claro, debería prepararme una buena lista de argumentos a favor de mi forma de vida, de una pasión a la que me he entregado en cuerpo y alma durante cuarenta años. Con todos los datos en la mano, será ella quien saque sus propias conclusiones sin que en su cabeza pese más lo que le digan unos u otros. No quiero inculcarle mis convicciones ni mis prejuicios, ni para bien ni para mal, pero no podría perdonarme nunca que acabara rechazando algo tan bello por falta de información. Sin ir más lejos, lo que hoy me va a tener ocupado en el campo me puede servir perfectamente para ir pensando en ese sentido, porque voy a pasarme el día rodeado de animales.

DE SOL A SOL

Me voy convenciendo a mí mismo de todo esto mientras empieza a amanecer, entrando ya en Extremadura. Apago los faros porque el sol va asomando por detrás del coche que me lleva a Monesterio, en la provincia de Badajoz, a una de las fincas que compré con lo que gané toreando. Tengo varias explotaciones en sociedad familiar, pero no me considero un señorito ni un terrateniente. El hecho de ser propietario de muchas hectáreas de terreno para el ganado no me convierte más que en un currante diario. De sol a sol. Ni siquiera me considero un capitalista, porque con este negocio de la agricultura se vive en un sufrimiento constante y se necesita una gran inversión por la que, después de mucho trabajar, los beneficios no están ni mucho menos asegurados.

Aparte de la ganadería de lidia, que está en otra finca, tengo vacuno manso, cochinos y corderos en esa dehesa de Badajoz y en otra de Cáceres, en Moraleja. Incluyendo las ochocientas de bravo, calculo que habrá unas cuatro mil cabezas de bovino y seis o siete mil de porcino que crío en extensivo, aparte de los quinientos animales del cebadero, donde los alimentamos en parte con lo que producen algunos cultivos de regadío que también son nuestros. Es decir, que soy productor de carne a gran escala. Y casi todos los días madrugo para irme a una de las fincas desde Talavera de la Reina, donde vivo, y llegar así antes de las ocho, que es cuando se empieza a trabajar en el campo.

Siempre hay algo que hacer allí, y a primera hora es cuando hay que preparar y organizar la tarea del día: separar lotes de vacas, clasificar animales por edades y pesos, enviar reses al matadero, sembrar, abonar, regar… Son mogollón de historias, y ninguna es moco de pavo. Todas exigen mucho esfuerzo porque las facilidades y las comodidades son mínimas. Hay quien cree que trabajar en el campo, ya seas agricultor o ganadero, es como hacerlo en una fábrica o en una oficina. Podría ser, pero hay unas «pequeñas» diferencias en las que no caen los que lo dicen. Y es que aquí se hace todo al aire libre y sin un horario fijo.

En el campo no hay moqueta ni ordenadores, ni máquinas de café, ni aire acondicionado o calefacción. Aunque la técnica y la maquinaria hayan mejorado las condiciones de trabajo, el sol te sigue quemando la piel y el frío te cala los huesos lo mismo que hace siglos. Y hay que echarle horas y más horas, con nieve o con lluvia, con viento o con cuarenta grados a la sombra, porque ni la tierra ni los animales entienden de días libres ni de vacaciones. Desde las ciudades no se ve cuánto cuesta sacar adelante todo ese abastecimiento de comida, que es lo que hacemos los agricultores: producir lo que consumen otros a cientos de kilómetros.

Al lado de mi casa, por ejemplo, hay un par de vaquerías de leche, y a las cinco de la mañana ya hay gente trabajando allí todos los días del año, a temperaturas bajo cero en el invierno, sea día de diario o festivo, y sometidos constantemente a controles sanitarios. Si las vacas no descansan de dar leche, los hombres tampoco pueden librarse de trabajar con ellas, para que luego todos tengamos en la nevera los tetrabriks de desnatada y los yogures de sabores.

La gente de la ciudad ni se imagina la cantidad de horas de trabajo, de desvelos y de sacrificios que exige todo esto, que es casi como una esclavitud. Y no valen excusas, porque en época de siembra hay que sembrar, de día o de noche, lo mismo que pasa para cosechar o en las distintas épocas de los animales. No hay horarios establecidos: empiezas a las ocho de la mañana y no sabes cuándo vas a terminar o ni siquiera si te dará tiempo para comer, mientras te vas quemando por dentro y por fuera, gastándote físicamente.

Quién me iba a decir a mí, que me crié como un golfillo en las calles de un barrio de Madrid, que terminaría viviendo así, en el campo y por el campo, sacrificándome a diario para sacar adelante una explotación ganadera de este nivel, acostándome y levantándome como las gallinas y echando jornadas de trabajo larguísimas. Aunque desde que empecé en serio con el toreo ya me concentraba mucho tiempo en las ganaderías, para mentalizarme y para estar fuerte, no era esta la forma de vida para la que yo creía que había nacido y a la que estaba acostumbrado.

Y que conste que no me quejo, que me gusta más vivir así, porque todo aquí me parece más auténtico que entre coches y humo. Pero la verdad es que he tenido que cambiar mucho mi mentalidad para adaptarme y para asumir lo que ahora soy: un agricultor más que cada mañana mira al cielo y se desvive para obtener unos resultados nunca asegurados. Hay veces que, cuando echo la vista atrás, hasta me río de mí mismo, porque pienso que algo debo de haber hecho mal para que, después de jugarme la vida delante de los toros durante más de veinte años, al final tenga que estar trabajando como un mulo, en vez de haber metido el dinero en el banco y haberme pasado el resto de mi vida tocándome las narices viviendo de las rentas. Y lo más cachondo de todo es que mi padre, que es el que pensó que hiciéramos todo esto de los terneros y los cochinos, acabó por hacerse vegetariano. ¡Manda huevos!

Pero así son las cosas. En las fincas tenemos treinta y dos personas empleadas, con muchísimos gastos fijos y unos ingresos muy inciertos. Para poner en marcha una gran explotación agrícola así hay que hacer un esfuerzo económico tremendo. Y, aunque hay ciertas ayudas de la Unión Europea, a la mayoría de los productores apenas nos llega para cubrir las obligaciones sanitarias que nos imponen para poder percibirlas. Porque eso de la burocracia es otra historia. Por si fuera poco estar a expensas del clima, que de un golpe te lo puede desbaratar todo, encima tienes que cumplir con un montón de exigencias de la administración.

En la ganadería dependes de que unos funcionarios —que sí que trabajan con horario fijo— te digan cuándo tienes que hacer los saneamientos y los embarques, lo que necesita a su vez de docenas de formularios, de trámites y de pagos, con unos plazos y unas normas muy estrictas. Y aun así, cuando tienes hecho todo el papeleo y cumples con tus obligaciones a rajatabla, resulta que los señores te dicen que no vienen porque se ha acabado su jornada o porque no tienen gente suficiente, como nos pasó hace poco, cuando íbamos a cargar unos cochinos hacia el matadero, pero que se tuvieron que quedar un día más en la finca.

BROKERS, LADRILLEROS Y AUTORIDADES SANITARIAS

Eso de la administración lo llevo fatal, porque provoca situaciones muy absurdas, del estilo de la que nos sucedió en otra ocasión. Y es que uno de los terneros que también íbamos a subir al camión se escapó de repente de la manga y se desnucó contra una valla, pero los funcionarios que estaban controlando el embarque no nos lo dejaron llevar al matadero. Resulta que allí no pueden entrar animales muertos, por mucho que, como ellos mismos habían visto, el choto estuviera tan sano como los demás. Aunque la carne era igual de apta, ni siquiera se dignaron a hacerle las pruebas. Así que los mil quinientos euros que podíamos cobrar por ella se esfumaron de un golpe, y nunca mejor dicho. Y lo peor no fue eso, sino que ni nosotros mismos pudimos consumirla ni tampoco dársela a nadie, qué se yo, a algún albergue o a un comedor social, porque nos obligaron a incinerarla.

Algo parecido me pasaba ya hace años, cuando mataba toros a puerta cerrada en la finca de Talavera para entrenarme. Una vez que los toreaba, intentábamos siempre regalarles la carne a las Hermanitas de los Pobres, pero las «autoridades sanitarias» no se la dejaban aceptar. Tristemente, esta sociedad tan extraña que tenemos prefiere hacer derroches tan «civilizados» como tirar unos cientos de kilos de carne a la basura antes que evitar que haya gente que pase hambre.

Pero a lo que estamos: que el del campo es un negocio tan tirano que pocas veces llega a serlo. Porque, además de todos esos trámites y problemas, encima tienes que contar con los malditos altibajos del mercado y con las subidas y las bajadas de la producción general, que se escapan a tu control y a tus previsiones. Y metidos como estamos dentro de este jodido sistema capitalista, eso es lo que cuenta por encima de todo lo demás, te pongas como te pongas y hagas lo que hagas. Por ejemplo, de un tiempo a esta parte el cereal que compramos para alimentar a los animales se está utilizando para especular a gran escala. Por teléfono o por internet, sin moverse de la silla del despacho, hay brokers de todo el mundo que compran cantidades inmensas, millones de kilos, en Rusia, por poner un origen, para venderlo luego al precio que les da la gana en España, sin importarles a quién puedan joder, que siempre es al último eslabón de la cadena.

Precisamente por eso hace unos años, justo cuando empezó la última crisis mundial, llegamos a perderle hasta ciento veinte euros a cada cochino de los varios de miles que llevamos al matadero. O sea, que nos costó criarlos más que lo que nos dieron por ellos. Y la putada es que no hay posibilidad de reacción, porque los animales están dentro de un proceso de engorde que lleva su tiempo y no puedes sacrificarlos hasta que lleguen a un peso determinado. Aunque pierdas dinero, hay que seguir tirando p’alante, si es que no has tenido la suerte de ver venir los cambios y los has podido vender de lechones para palmar menos.

Con el cerdo es con el ganado con el que hemos tenido las peores rachas, siempre por cuestiones que no tenían nada que ver con el campo directamente, como pasó también con la burbuja inmobiliaria antes de la crisis. Porque a muchos «ladrilleros», todos esos nuevos ricos a los que les entraba la pasta por sacos, les dio por comprar cochinos como locos para hacer jamones, y lo que consiguieron fue que subiera la oferta sin que aumentara la demanda. Así que los precios se cayeron por los suelos, mientras que el precio del cereal subió al doble en solo dos meses. La ruina de mucha gente fue bestial.

Y no quiero ni acordarme del desastre que provocó el tema de las «vacas locas», la enfermedad aquella del bovino que provocaron los piensos chungos. Menos mal que a nosotros no nos pilló con mucho ganado en el cebadero, porque «solo» teníamos trescientos y pico terneros, pero aun así perdimos un dineral. Nuestra carne estaba perfectamente sana, pero la gente dejó de consumirla porque la veía como un producto apestado ante tanta información negativa que les daban a diario. Aquello tuvo, eso sí, una cosa buena, y es que ahora hay muchas más garantías de comerla con calidad. Con los controles sanitarios tan estrictos que se hacen, ya no se le da al ganado ese pienso artificial de antes, que era mucho más barato. Algunos, los que tenían menos escrúpulos, estarán ganando menos dinero, pero la situación es más segura para el consumidor.

Claro que cuando parecía que a la gente se le había pasado el miedo, ahora se han sacado de la manga esa otra historia de que comer mucha cantidad de carne, sobre todo la procesada, produce cáncer, y parece que otra vez está bajando el consumo. No sé, pero a veces me da la impresión de que hay quien se inventa todas esas alarmas para seguir especulando por otro lado. Ya dicen eso de que piensa mal…

Lo único que yo puedo argumentar es que, desde hace ya mucho tiempo, en nuestras fincas lo hacemos todo de un modo natural. Agricultura ecológica, que se dice ahora. Porque, además de «productor cárnico», también soy y me siento ecologista. Pero de los de verdad, de los que estamos al pie del cañón en el trabajo diario del campo y tratamos de cuidar el medio ambiente, o al menos joderlo lo menos posible. Incluso pensando egoístamente, ese respeto al campo también es mejor para el agricultor, porque, aunque parezca que pueda perjudicarnos el bolsillo —que tampoco es para tanto dentro de esos muchos gastos—, las fincas se mantienen más y mejor saneadas.

Por poner solo un ejemplo, sé que si fumigo para matar la oruga, las encinas me producen mucha más bellota, que es buena para los cochinos y para las vacas, y no tengo que gastarme tanto en piensos. Pero también sé que si lo hago me cargo otras muchas especies necesarias para el equilibrio de la zona y la calidad de los pastos. Los plaguicidas químicos acaban con la cadena natural, porque al aniquilar los insectos dejan sin comida a los pájaros y a los reptiles, y así sucesivamente.

En el mundo todo empieza en la misma tierra que pisamos. Si nos fijáramos bien, nos daríamos cuenta de que debajo de nuestros pies hay más vida que por encima, muchísima más. Y no ya en cuanto a cantidad de seres vivos, incluso hasta en volumen y en peso en su conjunto. Por eso, en vez de pesticidas, abonos químicos y otras cosas raras, nuestras fincas las trabajamos con productos naturales que ayudan a que la capa fértil se regenere año tras año, sin quemarla. A eso se le llama agricultura sostenible. Y aunque para la mentalidad de algunos especuladores parezca cosa de tontos, es mejor para todos no abusar de los recursos de la tierra. Tenemos que pensar que los hijos de nuestros hijos se merecen seguir viviendo en un entorno donde la vida siga adelante.

EL TORO BRAVO, PURO ECOLOGISMO

Y todo este rollo ecologista, me pueden decir, ¿qué coño tiene que ver con los toros? Pues en la misma pregunta está la respuesta, porque si en España las ganaderías de extensivo contribuyen a equilibrar el medio manteniendo sanas las fincas y los pastos, aún lo hacen más las ganaderías de bravo. Y lo digo yo, que conozco las dos: el mejor guardián de nuestras dehesas es el toro de lidia. Gracias a él permanecen intactas cientos de miles de hectáreas de encinares, robles y alcornocales que son, como dicen los expertos, el pulmón de la península, la mayor fuente de oxígeno que tenemos a mano.

Igual que los toros de casta navarra que los jesuitas llevaron a América hace siglos para defender las haciendas de los indígenas, estos bichos son los auténticos defensores de las fincas donde pastan. Solo con ver el cartel de «peligro, toros bravos» nadie se atreve a entrar a cazar, ni a coger setas, ni a andar por el campo —que los modernos ahora lo llaman senderismo— o a hacer el macarra con esos quads que arrasan por donde pisan. Y el aviso más duro de todos es que, de vez en cuando, todavía siguen saliendo noticias de tíos que mueren a cornadas por saltarse la cerca de alguna ganadería… De hecho, y eso es algo en lo que muchos no caen, es muy significativo que en las dehesas donde hay ganado de lidia no se produzcan incendios. Y no creo que sea por casualidad.

Pero no es solo así como este animal tan especial defiende su territorio, sino que sin toros bravos —aunque también sin cochinos, que todo hay que decirlo— esas dehesas que ahora se explotan en régimen extensivo pasarían inmediatamente a ser cultivadas, afectando todo el ecosistema que las rodea. Hace ya tiempo que pasó así con las grandes fincas de marisma y de las vegas de los ríos de Andalucía, que antes se dejaban para los toros bravos pero que, por pura economía, pasaron a ser arrozales y otros cultivos más productivos, desplazando a las ganaderías hacia las dehesas y las sierras. Pero este animal es tan duro que se ha adaptado perfectamente a todos los terrenos y a todos los climas, incluso a las cumbres de los Andes, a la sabana tropical o a los desiertos mexicanos.

Entre España y Portugal, según la Unión de Criadores de Toros de Lidia, las más de mil ganaderías de bravo registradas en la actualidad ocupan mucho más de medio millón de hectáreas, desde Andalucía hasta Salamanca, desde la Mancha hasta el Ribatejo portugués, pasando, claro, por Extremadura, donde está la mía. Y por ampliar el entorno europeo, también podíamos incluir ahí las de la Camarga francesa, en las orillas del Ródano. Esas fincas ganaderas son auténticas reservas ecológicas, una especie de parques naturales gestionados por particulares que resguardan, además de esos árboles y esas plantas tan poco rentables para el consumo, a cientos de especies animales, muchas de ellas en peligro de extinción, como el buitre o el lince. Pero también viven allí muchas clases de pájaros —los estables y los que emigran—, de insectos, de pequeños roedores, de alimañas y qué se yo cuantos bichos más que han sido expulsados de otras zonas por la agricultura intensiva. Y el toro es el que los protege a todos manteniendo además el equilibrio del terreno y sin quemar los pastos, porque también él mismo fertiliza el suelo.

Quienes quieren prohibir las corridas porque creen que defienden a los animales no tienen ni puta idea de todo esto. Son tan ignorantes que no saben que si consiguieran lo que pretenden acabarían no solo con el propio toro, también con todas esas especies con las que convive en las fincas. Sin corridas, no habría ganaderías; y sin ganaderías, insisto, se acabarían invadiendo gran parte de esas dehesas, que son las últimas explotaciones extensivas de bovino que quedan en Europa y que solo así se mantienen intactas.

Los verdaderos ecologistas, y he podido hablar con algunos, sí que son conscientes de lo mucho que la crianza del toro bravo beneficia a la biodiversidad —creo que se dice así— en todos los países donde existen ganaderías. Lo que pasa es que, aunque ellos no ataquen las corridas, tampoco se atreven a defenderlas claramente en público por miedo a que los lapiden esos otros ecologistas de asfalto y las sectas del animalismo. Pero, digan lo que digan, la sociedad debería tener claro que el mundo del toro es también puro ecologismo, y que ya solo por eso debería ser defendido.

El problema es que vivimos en una sociedad tan hipócrita y tan manipulada que a la gente no le valen ni las evidencias. Y que mientras hay quienes se desviven para concienciarnos de esto, otros muchos se lo pasan todo por el forro. Los ríos y los mares, por ejemplo, son auténticos vertederos industriales, con los gobiernos mirando para otro lado y sin que nadie responda por ello. La sensación que se tiene es que cualquier fábrica puede echar toda su mierda a un arroyo, sin que en la mayoría de los casos se encuentre ningún responsable del delito. Y si lo hay, todo se soluciona con una multa más barata que lo que hubiera costado hacer bien las cosas.

Esa otra ecología que nos están vendiendo es puro cinismo, como pasa con el tema de los coches eléctricos no contaminantes, que hace muchos años que están inventados pero no los dejan desarrollar más porque hay que seguir consumiendo petróleo para favorecer la economía de las grandes potencias. Los intereses creados de unos pocos van contra la lógica y contra el bienestar de muchos. Y mientras nos vamos cargando la casa, con la que está cayendo, a algunos solo se les ocurre intentar acabar con las corridas porque cada año se matan en las plazas unos pocos miles de toros, entre los millones y millones de animales que se sacrifican para el consumo…

Si estos fanáticos tuvieran dos dedos de frente, antes de ir contra las corridas, que solo molestan a su moralina, irían contra los verdaderos problemas que están jodiendo el mundo, como el cambio climático, el deshielo de los polos, la desertización, la destrucción de la capa de ozono, las emisiones de gases y todo esas catástrofes de las que nos llevan tiempo advirtiendo. Eso sí que es para preocuparse de verdad. Yo mismo sufro a diario las consecuencias en mi trabajo, porque veo cómo el campo se está volviendo loco con la subida de las ­temperaturas, tan poca lluvia y tanto calor como estamos teniendo en los últimos inviernos. Es tan evidente que parece que la gente ya empieza a tener mala conciencia, una especie de sentimiento de culpa generalizado, lo que no deja de venir muy bien porque tenemos que mentalizarnos de que no se puede seguir así.

Pero otra cosa es que se nos vaya la olla y empecemos a pegar palos de ciego. O a irnos a extremos absurdos como esa locura de los animalistas, que nos quieren hacer creer que, ya que toda la vida hemos sido tan malos con ellos y los hemos explotado y utilizado, ahora no se puede ni tocar a los animales, que para algunos de estos trastornados son incluso más importantes que las personas. Aun así, la cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque cada vez hay más gente que les compra el mensaje. Porque los tíos estos, aprovechando la corriente del falso progresismo, han tenido la astucia de meter sus ideas absurdas en el mismo saco del ecologismo, cuando se trata de un asunto muy distinto, si es que no es totalmente opuesto. Los dos tienen que ver con los animales, es cierto, pero mientras los locos quieren darles derechos, los ecologistas sensatos simplemente los respetan como especie y como un elemento más en el equilibrio de la naturaleza. Y es que no es lo mismo la ecología, una parte de la ciencia que se usa para el bien común, que el animalismo, un fanatismo que solo alimenta los complejos de unos pocos.

De lo que no se dan cuenta estos tipos, y tipas, que hacen hasta partidos políticos, es que su defensa irracional de los animales choca incluso contra el orden natural. La misma relación entre las distintas especies no es algo idílico sino una lucha sin cuartel por la supervivencia. Así que, por mucho que haya que darles el mejor trato posible, ninguna clase de animales puede tener privilegios ni una excesiva protección del hombre que contribuya a romper la cadena.

Y eso, que es muy fácil de entender manchándose los pies de barro sobre el terreno, no acaba de verse desde el asfalto y desde los despachos, que es donde pisan quienes crean la opinión pública. Si los que viven en las ciudades volvieran la vista al campo, si supieran realmente cómo son esas cuestiones básicas que parece que se nos están olvidando, todo sería más lógico y habría menos debates estúpidos sobre los animales, porque los trataríamos de una manera más natural e incluso más respetuosa que a esas pobres mascotas que tienen esclavizadas.

La sociedad de hoy vive no solo lejos sino incluso de espaldas al campo, que es el origen de todo. Y no me vale que haya quien se pase un fin de semana en una casa rural para darse una vuelta en bici por la naturaleza, como ellos se «conciencian» del asunto. Me gustaría que vivieran una jornada de trabajo en una plantación o en una dehesa, porque seguro que les cambiaría esa visión de ecologistas de salón que se está poniendo de moda entre los que van de progres. Y a esos animalistas radicales que tanto gritan y nos insultan les llevaría a mi ganadería para que compararan cómo es la vida, y también la muerte, de un toro bravo en comparación con la de muchos otros animales.