LLÁMALO X

Llámalo X porque es variable. Como tú. Como yo. Como cualquiera. Un día eres un número positivo y al día siguiente te has convertido en un irracional. Un día te sientes un número primo y al día siguiente eres perfectamente divisible por dos. Y sin embargo, tú sigues siendo tú, no hay nada más que explicar. Por eso, cada capítulo de este libro no tiene que ver nada con el siguiente ni con el anterior. Ni siquiera cuando parezca que se parecen. Son emociones vecinas, mellizas forzosas, habitantes de hojas colindantes pero lo suficientemente distintas como para que no puedan convivir, pues de hacerlo se acabarían matando.

Llámalo X porque hace diez años exactos que mi vida cambió, y lo hizo para siempre. Fue en abril de 2006, en un plató de televisión. Lo que en un principio era sólo un divertido experimento, acabó convirtiéndose en una forma de vida, en una pasión. La pasión de comunicar. Que es la misma que la pasión por escuchar. En estos X años, he aportado al mundo un hijo, seis libros, varias relaciones sentimentales, pocas amistades pero cada vez más sólidas, unas cuantas empresas fallidas y alguna que no va mal, muchísimos desengaños que creo haber superado, varios centenares de horas de televisión, sustos de todo tipo y también muchos pero que muchos momentos buenos para recordar. Después de X años, yo no soy el mismo, y de hecho ya nada lo es. Ya nadie lo es. Y quien lo siga siendo, francamente, tiene un problema que este libro ni puede ni pretende solu­cionar.

Llámalo X porque la X representa una incógnita. Una pregunta, una cuestión. Pregunta en la que ya por fin me he instalado. Porque parte de esa carrera pública ha consistido en un proceso, en un largo camino que he tenido que recorrer y sufrir en primera persona: de la negación a la pregunta. Del juicio a la empatía. De las gafas de sol a las gafas de ver. Cada vez sé menos cosas y me pregunto más. Cada vez me intereso menos a mí mismo y me interesan más los demás. Y es que la energía que desprende cualquier confesión honesta de alguien que desnuda su alma es y será siempre muy superior a la de la crítica más ingeniosa y mordaz. Yo he tardado demasiado en darme cuenta, pero ahora ya está.

Llámalo X porque esa X es el símbolo que seguimos utilizando para multiplicar. Y es que a partir de ahora ya sólo me centraré en eso. En lo que me haga mejor persona. Empecé mi primer libro con el título El pensamiento negativo. Después le siguió El sentimiento negativo. Y así comencé esta trilogía anímica que hoy se cierra seguramente a destiempo, esta terapia pública que supone escribir desnudándote para exhibir sin pudor y con valentía lo que te pasa por dentro. En estos X años me he ido alejando de lo que me restaba, de lo que dividía, y me he ido aproximando a lo que me hacía mejor, que no más. De ahí que éste no sea un recopilatorio de textos, un very best of ni un greatest hits, pues para eso están mis anteriores libros y vuestro criterio para clasificarlos donde tengan que estar. Aquí están textos escritos para ser publicados, para las redes sociales, para la televisión o incluso para mí mismo. Y como podrás comprobar, tienen todos algo en común: todos son —o intentan ser— pequeñas píldoras para sentirse bien, para multiplicarse por cualquier valor superior a uno. Advierto ya que este libro se disfruta mucho más si se lee tal como ha sido escrito: sin ningún tipo de orden, sin ninguna pretensión de moralizar a nadie, con la única intención de echarse una mano, por la sana experiencia de dejarse llevar.

También llámalo X por eso mismo, porque es el símbolo que cierra cualquier aplicación. El que nos está esperando en la parte superior de cualquier ventanita o de muchas app. Para cerrar el capítulo abierto. Para pasar página. Para daros las gracias a todos por haber estado ahí estos X años, que se dice pronto, y haber aguantado lo que habréis tenido que aguantar por seguirme a mí y no a otro, por todas las explicaciones que habréis tenido que dar. Éste es mi pequeño regalo. Si es que se le puede llamar regalo a algo por lo que vais a tener que pagar.

Llámalo X por la X del clásico usted está aquí. No el de las chinchetas esas tan horteras de los mapas digitales, sino el de los mapas del tesoro. Los de Barbanegra y Barbazul. Los que ocultaban algo valioso por lo que valía la pena hasta arriesgar la vida. Es lo que tiene publicar esta photo finish emocional. También por todos los que os lo vais a bajar gratis, so piratas. Cuando lo hayáis hecho espero que os guste tanto que os lo acabéis teniendo que comprar.

Y por último, llámalo X y por qué no. Porque al final, la forma más sencilla y directa que conozco para estar feliz aunque sea un rato, consiste en pasar del por qué al por qué no.

X todos vosotros, ahí va.

MÍA

Mía. Sólo mía. Miísima. Más mía no puedes ser. Y no porque yo te lo diga, sino porque así lo has decidido tú.

Mía. Sólo mía. Miísima. Esa mía tan tuya de la que me he enamorado. Esa tuya tan nuestra que ahora siento sólo mía. Pero no es un mía de tenerte aquí atada conmigo. Es un mía que nada tiene que ver con la posesión. Porque contigo he aprendido que con la puerta abierta nadie se va. Porque contigo ya no soy lugar, sino destino. Porque mi máxima aspiración es convertirme en tu hogar, ese sitio al que siempre quieras volver. Aún cuando en la planta de tus pies traigas arena de otro mar. Mira que me lo advertí.

Mía. Sólo mía. Miísima y ya está. Si quieres a alguien, no es que lo dejes libre, es que lo quieres ver volando cada vez más alto, cada vez más lejos, más allá. Por eso, siempre que vuelves a mí lo haces no sólo porque quieres, también porque necesitas que te vuelva a atrapar. Sabiendo los dos que esta conquista se renueva cada vez que nos volvamos a encontrar. Esto que te ofrezco es de todo menos una prisión dorada. La única jaula ahora ya son los demás. Donde perdemos aliento, donde se nos va el aire, es en la ausencia del otro. Aquí más pura la luna brilla y se respira mejor.

Mía. Miísima. Más que mía y de verdad. Mía porque por mucho que te tenga, jamás te dejas poseer del todo. Porque te revuelves, porque te rebelas, porque te vas. Siempre que estás volviendo es porque te vas. Y está bien que así sea, está bien que sea yo quien te tenga que esperar. Yo que me había creído que jamás sería celoso. Hasta que hubo algo que temí perder, algo tan valioso, algo tan de verdad. Y a estas alturas de mi partido me descubro sufriendo cada vez que ya no estás. Este Otelo ya se deja de hostias. Esta Desdémona es de almas tomar.

No me malinterpretes, no es que tema que les gustes a otros, ni que ellos te puedan gustar. Sería lo lógico que les pasara, cualquier otra cosa sería poco normal. Si es justo lo que me ocurrió a mí al verte. Cómo no les va a ocurrir a ellos, cómo les voy yo a culpar. Y a ti aún menos, si lo que me apasionó de ti desde el principio es que fueras un arma de seducción pasiva, que me volvieras loco sin prácticamente pestañear.

Tampoco es que tema que me dejes, porque eso ya lo tengo asumido. Cada día despierto con la angustia de que ése es el día en que te vas a dar cuenta realmente de con quién estás. Es una sensación con la que me estoy acostumbrando a desayunar. Y cuando llega la noche y no ha ocurrido pienso en el regalo que el destino me ha hecho, dejándome disfrutarte veinticuatro horas más.

Y es que no sé si lo he dicho, pero mía. Toelrrato. Toeldía. Ya.

Que conste que esta pérdida de control nada tiene que ver con querer recuperarlo, nada más lejos de la realidad. El control se lo dejo a los que no entiendan nada. A los que más que disfrutar una relación, la pretendan asfixiar. La taxidermia es la ausencia de toda vida y todo vuelo, la muerte de la belleza para enterrarla en una vitrina, el fin de las cosas por las que merece la pena respirar. Ojalá todo el mundo pudiese vivir un solo día lo que hemos vivido hasta ahora. Yo, si un día acabamos, que sepas que será lo mejor para ti. Porque jamás te merecí del todo. Porque hay tanta gente mejor que yo, que jamás me creí del todo que fueras mía.

Pero hoy sí.

Hoy soy mía y eres tuyo.

Hoy hacemos uno y cada uno de nosotros se multiplica por dos.

Es lo que tiene ser mía, tan tuya y tan de nosotros.

Que para escribirte, describirte y prescribirte ya no me hace falta ni siquiera la palabra amor.

Como decíamos ayer… La vida no siempre sale.

De hecho, casi nunca ocurre lo que uno esperaba.

A veces lo haces todo bien y no haces más que recibir collejas.

Y sin embargo otras, en las que tampoco habías hecho nada especial, va y te premian por todos lados.

Premio y castigo.

Zanahoria y palo.

Nada que ver con merecérselo o no.

El clásico qué he hecho yo para merecer esto.

Por qué a mí y no a otro.

Son preguntas estúpidas.

Retórica de café.

Porque quien te maltrata, no te merece.

Y porque quien te quiere bien, no sólo no te deja marchar, sino que hará lo que sea por retenerte.

Si no es así, es que tampoco te querían tanto como te decían.

Y si tú eres consciente y lo aguantas, entonces ya no eres víctima, sino cómplice.

Por eso es bueno de tanto en tanto, pillar el petate y saber decir ahí te quedas.

Por eso es bueno de tanto en tanto, ponerse en riesgo.

Analizar qué es lo que realmente quieres, y si nadie te lo está ofreciendo, búscate la vida.

No es tanto mirarse a los ojos o a las gafas, como saber ver lo que hay detrás.

Hoy, aquí, tampoco es que empiece nada nuevo.

Hoy simplemente continúa lo que jamás debió ser interrum­pido.

Una conversación abierta en canal, sin guión alguno y sin pacto previo.

Un escucharse, un dejarse hablar.

Un nuevo cómo para el mismo qué.

Porque la vida entera es una conversación.

Imprevisible. Cruda.

Y nada ni nadie la podrá detener.

Ni siquiera el peor de los castigos, que no deja de ser la última gran pregunta.

Bienvenidos al rincón donde tengo el honor de convertirme en el primer castigado.

Bienvenidos Al rincón…

… de pensar.

HE PERDIDO EL TIEMPO

He perdido el tiempo. Que alguien me ayude, porque no sé dónde lo dejé. Era un tiempo así como breve, hermoso, delicado, lleno de buenos momentos y de alguno malo también. Seguro que lo reconocerás enseguida. No tiene pérdida posible, por eso me extraña haberme despistado con tanta facilidad. No hay otro tiempo así. O al menos yo no lo recuerdo. He perdido el tiempo y necesito encontrarlo. Razón aquí y ahora. O mejor dicho, ya.

He perdido el tiempo contigo. Y la verdad, no sé cómo ha podido volverme a pasar. Porque esta vez lo teníamos todo atado y bien atado, a buen recaudo, y encima sin necesidad de pasar por ningún sitio a firmar. Sabíamos que lo nuestro era especial. Lo sentíamos, no hacía falta ni decirlo, lo sabíamos y ya está. Lo teníamos tan claro que lo único que nos daba miedo era dejarlo escapar. Y en cambio, lo tratamos como si fuese de lo más rutinario. Lo capullos que fuimos, dios. Lo irrepetible que era esta ocasión, y la oportunidad que la vida nos brindó. Como si después de lo que hemos vivido, nos mereciésemos volver a querernos bonito, volver a volar. Y tú y yo ahí, como si no fuese con nosotros. Hemos vuelto a hacer lo de siempre, darlo todo por hecho, sin darnos cuenta de que lo que se estaba haciendo en ese momento no se volvería a dar más. Nunca más.

Pero que no cunda el pánico, porque he perdido el tiempo solo también. He creído que las cosas que no pasaban era porque no tenían que pasar. Viéndolas venir, esperando a la vida repanchingado, en vez de mover el culo e irla a buscar. Y de ese modo sólo te vienen malas noticias. Porque esa es la gran diferencia entre las buenas y las malas noticias. Que las malas siempre vienen solas, sin necesidad de que hagas nada. Las buenas, en cambio, sólo les llegan a los que se embarcan dispuestos a naufragar.

Le he exigido a la vida tantas veces una nueva oportunidad. Como si fuese algo más que un derecho, como si fuese su responsabilidad. Y ella, que ya es de por sí puta cuando no le exiges nada, imagínate cuando encima le vacilas y le vas de guays.

He perdido el tiempo dedicándoselo a gente que no valía la pena. Y echando de menos a los de verdad, diciéndoles a ver cuándo nos vemos, mintiéndoles a ellos y a mí una y otra vez, dejando sus vidas pasar. Borrándome de sus fotos futuras, comiendo en casa solo, en vez de ir a comer con mamá. Llamando a tipos y tipas irrelevantes, gastando minutos en cosas urgentes en vez de hablar de lo que de verdad importa, repasando agendas y dietarios en vez de las curvas y líneas rectas que tienden hacia la felicidad.

Por eso aquí ando, buscando de nuevo ese tiempo perdido. Otra pérdida de tiempo, pensarás. Pero la verdad es que me importa muy poco lo que pienses ahora. Necesito encontrar ese tiempo y ponerlo de nuevo a pasar. Además, habérmelo dicho entonces, cuando perdía el tiempo. Haberme avisado cuando todo me daba igual.

Hoy me queda menos que entonces, hoy el paso del tiempo se ha acelerado y ha cogido velocidad. Y sin embargo aquí estoy, como un imbécil gastándolo en algo tan improductivo como recordar. Echo de menos el tiempo perdido. Y lo quiero recuperar. Lo pienso recuperar. Y lo voy a recuperar.

Hoy quiero decir las cosas que siento cuando las sienta. Esté sentado con quien esté sentado. Y si estamos acostados ya ni te cuento. Y si cuando se lo digo no le gusta, él o ella verá. Hoy me da lo mismo caer mal o regular. Porque si para caerte bien tengo que ser otra cosa, prepárate para aguantar. Hoy, además, soy menos exigente con los demás. Porque ahora sé lo que cuesta arriesgarse y lo difícil que es acertar. Es curioso, cada vez juzgo menos y cada vez me juzgan más. Pero también soy menos transigente con la falta de inteligencia, de higiene y —sobre todo— de humanidad. Hoy creo que una conversación puede ser sanadora. Y que un silencio fuera de tiempo te puede acabar de condenar. Callarse es cada vez más peligroso. Y negarse a aceptar algo puede ser un principio para encontrar un pedazo de eso que llamamos verdad.

Quiero decir «te quiero» cuando me dé por ahí, sin miedo a lo que me puedan contestar. Porque el miedo es eso que te pasa por dentro cuando estás a punto de hacer lo que tienes que hacer.

Hoy salgo de casa como quien aterriza en una ciudad que no ha visitado jamás. Con un mapa distinto cada día, con miles de monumentos a visitar. Y con una guía que se llama intuición. Y una maleta llamada recuerdo. Y una divisa que no admite cambio alguno y se llama honestidad.

No me malinterpretes, puede que todo esto te parezca una parida, una pérdida de tiempo, o puede que incluso le hayas encontrado algo de utilidad. Pero te lo digo con todo el cariño, me la suda. Como que me da igual. Con amor del rico rico. Muá.

Porque yo ya he perdido el tiempo, pero del muy bueno y en cantidad.

Puede que me haya vuelto loco, o viejo, o todo a la vez.

Y puede que eso sea lo único que me vaya a volver jamás.

Existe un lugar donde han nacido todas las crisis.

Un lugar donde todos nuestros éxitos van a morir.

Un lugar al que nunca debería haber llegado ni el ruido, ni la mentira, ni el grito, ni la confusión.

Un lugar en el que un silencio habla más que mil palabras.

Al que solo se accede con algo de tiempo y reflexión.

Ese lugar no está en ningún sitio porque ese lugar está dentro de nosotros.

Y el único camino para llegar a él no se llama viaje sino conversación.

Sentarse a charlar.

Sentarse a escuchar.

Sentarse a aprender.

Sentarse de cualquier modo y con quien haga falta.

Pero sentarse al fin y al cabo.

Y aún así, ser conscientes de que se está viajando.

Viajando con Chester.

UNA RELACIÓN ES FRECUENCIA

Una relación es frecuencia. La frecuencia con la que hacéis cosas juntos. La frecuencia con la que no hacéis cosas por separado. La frecuencia con la que os veis y os dejáis ver. La frecuencia con la que os echáis de menos. La frecuencia con la que os estáis de más. La frecuencia con la que sentís. Con la que os reís. Y con la que lloráis, también. La frecuencia de vuestros planes. La frecuencia de vuestros recuerdos. La frecuencia de las benditas discusiones y de las malditas reconciliaciones. Frecuencias y más frecuencias. Frecuencia con la que os acostáis. Frecuencia con la que os abrís los ojos. O la cabeza. O el corazón. Frecuencia con la que os apartáis estando juntos y con la que os unís desde la distancia. Qué fácil se olvida uno de la frecuencia con que se hacen las cosas. Qué pronto se nos pudren y se tornan rutinas. Y qué fácil es olvidarse de que si no hay frecuencia, ni hay relación ni hay nada, pues puede que aún se sea, pero desde luego que ya no se está.

Un hábito es una frecuencia que nos gusta. Y un vicio es una frecuencia que nos hace mal. Cuántas relaciones que son hábito las mantenemos simplemente por vicio. Y cuántos vicios habituales acaban siendo un mero problema relacional.

Mi primera frecuencia en importancia fue, sigue siendo, y siempre será el error. Como le dije hace poco a alguien a quien aprecio, en esta vida encontrarás básicamente dos tipos de personas: la mala gente y los torpes. No hay punto medio, o vas a mala fe, o seguramente serás de los que se equivocan. Frecuentemente, sí. Por eso, hablar de frecuencias es hablar de distorsiones, de errores y de meteduras de pata. Dos veces en la misma piedra. Dos piedras de vez en vez.

Porque una vez es un punto, no tiene dirección en el espacio. Dos puntos, en cambio, marcan una línea recta. Y tres ya definen un plano. En cuanto existe más de un punto, ya intuimos un patrón. Una frecuencia. Y todo lo que se salga de ese tempo, es lo que acabamos llamando equivocadamente error.

Y hablando de errores. No hay mayor fallo que confundir frecuencias que se parecen mucho en apariencia, y sólo en apariencia. Por ejemplo, la frecuencia con la que se habla, que no tiene nada que ver con la frecuencia con la que se comunica. Porque hablar no es comunicarse. A que parece obvio. Pues no lo es. Uno puede hablarse todos los días y no decirse nada. Repasar la agenda como quien recita el listín telefónico y dejar congelado el sentimiento de hoy, por si lo recaliento precocinado para otro día. Hablar es sólo emitir. Comunicarse es preocuparse por que, además, te reciban. Y por supuesto, por la calidad de lo que se haya recibido. Y qué es la calidad sino la correspondencia entre lo que se estaba emitiendo y lo que se recibió.

Otro error básico muy pero que muy mío. Explicarme a mí mismo y a los míos por qué hago lo que hago y siempre del mismo modo. Distintas frecuencias, sí, pero siempre con la misma explicación. Y no. Así no funcionan las razones. Las razones son seres vivos. Mascotas emocionales que adoptamos tras cada acto llevado a cabo, y que desde el nacimiento mismo de nuestro recuerdo, se vienen a vivir con nosotros. Y las alimentamos, y maduran, y se desarrollan, y nos hacen compañía, y nos ayudan a estar mejor. Las razones son el mejor amigo del hombre y la más fiel amiga de la mujer. Un día, viendo la tele, te las miras por un momento y piensas cómo es posible que hayan crecido tanto, que ya no las reconozcas, con la poca cosa que eran cuando te las llevaste. Porque están vivas, y donde dijiste digo, dices Diego, y la verdad es que las dos suenan igual de bien y de adecuadas para el momento actual. No es que seas un puñetero incoherente, que también. Pero qué significa ser incoherente. Significa que tus razones crecieron y se fueron de casa. Y te dejaron solo otra vez. Las muy putas. Qué decepción.

Una relación es frecuencia. Cambia cualquier frecuencia y estarás cambiando la relación.

O mejor aún, cuida mucho tus frecuencias. Estarás cuidando tu relación.

Imagen 01

ASTRONOTUYA

Hay amores de película y hay amores de spot. Amores de largometraje y amores que apenas llegan a los veinte segundos. Y sin embargo, aún así, algunos spots son más bellos que millones de películas juntas. La Gioconda, quizá el cuadro más universal jamás pintado, no pasa de los cincuenta y cinco centímetros de ancho. Para ser grande, para ser bello, para ser memorable, no hace falta extenderse más allá de lo necesario. El fin siempre justifica los miedos. Quizá por eso hoy me atrevo con una cosmología afectiva sacada de la manga. Quizá por eso hoy me hago trampas al solitario en este pequeño universo que cabe en un sí.

Empecemos por los cuerpos celestes. En esta vida te encontrarás, en esencia y grosso modo, dos tipos de amantes: estrellas y planetas.

Las estrellas, como todo el mundo sabe, brillan con luz propia. Es una luz nítida, sin paliativos, sin concesiones. Es una luz tan intensa que no puedes mirarla fijamente, es una luz que atraviesa la oscuridad y la destruye. Es una luz que crea vida, que te arropa, que te da calor. Y es una luz que enamora porque no depende de nada ni de nadie, porque es libre, porque es y será así esté donde esté. Pero ojo, porque es una luz que consume a quien la emite. Si nos fijamos bien, las estrellas están en permanente combustión. Se destruyen a sí mismas para proyectar su luz, y aunque nos encantaría pensar lo contrario, sabemos que lo único eterno es la oscuridad. Por eso son tan bellas. Por eso son tan únicas. Y tan raras. Y tan fungibles. Y tan especiales. Y tan inolvidables.

A su alrededor encontrarás, sí o sí, los planetas. No hay una estrella que se precie sin un planeta que la orbite. Y eso tiene una razón de ser. Los planetas necesitan de su luz para subsistir. Son incapaces de generarla por sí mismos. Así que se enganchan al primero que les dé algo por lo que estar ahí, algo que les dé visibilidad, que es otra manera de decir que les haga existir. Es cierto que es en algunos de ellos donde brota la vida, pero no nos engañemos, son una rarísima excepción. Himno generacional número ochenta y tres. El resto, la gran mayoría, son lugares inhóspitos y demasiado fríos o demasiado calientes como para que surja nada.

Es cierto que luego están los satélites, escisiones de lo que un día fueron, tan pequeños y desesperados que se llegan a enganchar a cuerpos sin luz. Y ahí se quedan, atrapados en un ciclo creciente y menguante, condenados a que lo más memorable que les pueda ocurrir en la vida sea un eclipse. O los cometas, que no dejan de ser trozos de otras relaciones que vagan por el universo incapaces de comprometerse ni de sentar la cabeza. Son casos perdidos, bellos a ratos, sí, hasta ponen rumbo a ti.

Por último, se encuentran los agujeros negros, elementos peligrosísimos, pues se alimentan de materia ajena. Cualquier materia les va bien. Vampiros emocionales del tamaño de una galaxia. Si un día te ves atrapado en uno de ellos, puede significar tu final. Porque lo mejor que puede ocurrirte es que te conviertan en basura espacial.

En este complicado universo de relaciones, lo más difícil es entender que la única fuerza no es la ley de atracción. Existe la ley de correspondencia, que dice que un cuerpo te atraerá más si te enteras de que se siente atraído por ti. Existe la ley de rozamiento, que dice que hace el cariño, que deviene en confianza que da asco. Existe la ley de la fuerza centrífuga, que dice que un cuerpo que abandona una órbita libera exactamente la misma energía que le impedía seguir siendo feliz en la relación. Y la de la fuerza centrípeta, que dice que donde hubo retuvo, que siempre te atraerá algo de lo que te atrajo. Y existe la ley de los cuerpos comunicantes, sobre la que nadie aún se pone de acuerdo.

Sea como sea, yo no sé si soy estrella, planeta, o agujero negro, pero en mi camino emocional exijo estrellas. Y cuanto más mayor me hago, antes identifico las que no lo son. Es uno de los gajes de hacerse viejo, que lo ves venir todo a años luz.

Hay amores de película y hay amores de spot. Amores de largometraje y amores que apenas llegan a los veinte segundos. La diferencia es que los primeros los vives sólo una vez. Y los segundos, te guste o no, estás condenado a repetirlos tantas veces como les dé la gana a ellos, incluso en contra de tu vo­­luntad.

Tener fortuna no es tener dinero.

Sino jamás depender de él.

Entender la diferencia entre hacerse rico y enriquecerse.

Tener fortuna es enamorarse, aun sin ser correspondido.

No es recibir algo.

Sino ser capaz de darlo todo sin pedir nada a cambio.

No es lo que uno gana.

Sino lo que uno jamás está dispuesto a perder.

Tener fortuna es que te paguen por hacer aquello que tú harías incluso pagando.

Sustituir las falsas expectativas por la cruda realidad.

Y tener fortuna también es que te critiquen con críticas útiles.

Que te sirvan para mejorar.

Así que gracias Yolanda Veiga, Víctor Amela, Sergi Pàmies, Ferran Monegal.

Pero tener fortuna es también granjearte enemigos que estén a la altura de tus conflictos internos.

Y saber que pase lo que pase, caiga quien caiga, tú serás el primero en levantarse.

Hoy tengo la fortuna de sentarme con dos castigados por la vida, por el éxito y por la muerte de alguna mujer.

Hoy tengo la fortuna de volverme a ir…

… Al rincón de pensar.

LO QUE FALTABA

Lo que faltaba. Ahora vas y me recuerdas lo que no hice. Me señalas lo que nos faltó. Lo que debería haberte hecho y no te hice. Lo que debería haberte dicho y no pronuncié. Lo que debería haber sentido y jamás sentí. O lo que no fui capaz de poner. La omisión, esa culpa por lo que no se ve, ese reproche al vacío de lo que ya se fue. Nadie debería echarse en cara lo que faltaba. Y sin embargo, cuántas ausencias fueron más causa que consecuencia, cuántas relaciones se acaban por razones ajenas a la realidad.

Lo que faltaba. Siempre lo que faltaba. Sólo y únicamente lo que faltaba. No sé qué tiene lo que faltaba, que jamás puede llegar a ser compensado por lo que sí estuvo, por todo lo que sí se dio. Es así de jodido. Así de inexorable. Así de mal. Te guste o no. Y es que por muy completa que fuese tu relación, por mucho que se exprimiese el amor, siempre habrá más cosas que se quedaron fuera. Porque todo fuera será siempre más grande que cualquier dentro. Por definición. Por eso el dentro es más precioso. Por eso hubo que protegerlo lo mejor que supimos. Por eso al cabo del tiempo se nos escapó. Por eso se nos escurrió entre los dedos. Porque se diluyó lo que sí teníamos entre todo lo que faltaba y todo lo que al final nos faltó.

Lo que faltaba. Lo que ya no puedes ni deseas cambiar. Por mucho que lo intentes, ya es tarde y ahora sería hasta de mal gusto, fatal. Como ese beso en la mejilla de cualquier ex. Como esas cartas que no son ni devueltas al remitente porque el destinatario ya cambió de dirección. Como esa llamada perdida en el móvil del que ha muerto, que nadie se molesta ni en contestar. Las cosas que llegan tarde no es sólo que estén desfasadas, es que están mal. No sólo por su momento, sino por su intención. Porque es la intención la que se nos quedó caduca. Y nos recuerda lo que sentimos y ya no está vivo. Lo que fuimos y jamás volveremos a ser. Porque volveremos a ser otra cosa. Pero eso ya no.

Lo que faltaba. Verte preciosa. Verte radiante. Verte feliz. Todo lo que siempre quise para ti. Y resulta que sólo lo consigues gracias a no estar conmigo. Esa luna llena que hoy todos admiran está patrocinada por este sol que ya se va. Justamente el único selenita que sobraba en el firmamento de tu vida. Me voy atardeciendo y tornándome rojizo, enfriándome de a poco y a sabiendas de que cuanto más me ausente, mejor estarás, mejor te irá. Para que otros puedan contemplar la belleza de lo que hicimos juntos. Lo mucho que tú eres gracias a lo poco que yo fui. Y mientras, sigo vagando por la otra cara del mundo, tratando de convencerme de que volveré a encontrar otro satélite, aunque los dos sepamos que ya no hay más.

Lo que faltaba. Encima va y me dices que ahora sí que has cambiado. Que has aprendido tanto de nuestra ruptura y de nuestra relación. Que cometerás quizá otros errores, pero esos ya nunca más. Ahora que ya aprendiste, ahora va y lo va a disfrutar el siguiente. Él, ese individuo al que aún no conoces ni tú, pero que ya puede contar con toda mi envidia y frustración. Él, sin duda algo menos capullo que yo, que te encontrará al final de nuestro camino y no tendrá que pasar por lo que pasamos los dos. Él, un cualquiera que te llevará hasta vete tú a saber dónde, y si lo consigue, si es que tiene el valor y el coraje de conseguirlo, siempre habrá sido gracias al recorrido que juntos hicimos los dos.

Dale las gracias por conseguir todo aquello que yo no supe.

Y una buena patada en los huevos.

Que eso también nos faltó.

Ocurre todos los días.

Justo cuando parecía que la oscuridad ya había ganado la partida, de pronto, algo aparentemente insignificante empieza a cambiar.

Es algo al principio muy pequeño, algo a lo que nadie le presta atención.

Pero es algo que va ganando terreno, que va imponiéndose poco a poco y cambia tu manera de verlo todo.

Y como quien no quiere la cosa, te redescubre el mundo otra vez.

Y sin tener ni puñetera de idea del porqué, tú lo vuelves a in­­­tentar.

Aunque sepas que la noche también volverá.

Lo mismo ocurre cuando conoces a alguien interesante.

Lo mismo ocurre cuando lo sientas a conversar.

Lo mismo ocurre Viajando con Chester.

BÚ

Escribir sobre el miedo me parece una soberana gilipollez. Parapetarse tras el burladero de un papel en blanco para pontificar desde el púlpito que te da la tinta, como si nada fuese contigo, como si tú no estuvieses sufriendo todos los días eso que describes, tan enfermizo como el paciente que sólo lee analíticas ajenas y acaba muriendo de aquello que jamás se le diagnosticó.

Yo soy más de bajar al ruedo. De mojarme el culo. De salir escaldado. Y de arriesgarme a caer mal o regular, e incluso, a veces, bien. Por eso prefiero escribir algo que me dé miedo escribir. Releerme y casi ni atreverme a darle a enviar. Demostrar más que mostrar. Porque si no te da miedo publicar lo que publicas, entonces no estás comunicando, te estás haciendo promoción.

No me da miedo el fracaso. Me da miedo hacer el ridículo. Tengo un miedo atroz a hacer algo mal y que se rían de mí. Y seguramente por eso decidí un día, hace ya nueve años, salir por la tele. Como el que tiene miedo a volar y se apunta a un curso de piloto. Aunque aún hay días en los que alguien me sorprende, supongo que a estas alturas habré sufrido ya toda la gama posible de críticas. Desde los que me consideraron un simple freaky hasta los que me llaman puto amo. Y por supuesto, todos los que estuvieron en medio, e incluso aquellos a los que les sigo dando igual. Saberse evaluado por casi todo el país es de las cosas más curiosas que habré hecho vestido. Porque un ingeniero, un abogado o un médico, normalmente responden ante su entorno más cercano, profesional a lo sumo. Pero saber que tanto si triunfas como si fracasas, se va a enterar todo el puñetero país, es verdaderamente un ejercicio que hay que vivir. Sentirse Truman en El show de Truman, donde todo el mundo sabe lo que haces bien, lo que haces mal y sobre todo lo que deberías hacer, son cosas que sólo conoce alguien que trabaje en la tele o si me apuras, como seleccionador nacional.

Me da miedo tener un ego que no me pueda permitir. Escucharme demasiado. Creerme algo o alguien que no soy. Ir de listo por la vida. Darme una importancia que jamás tuve. Y vivir de una mentira. Aunque tengo que decirlo, el hecho de que me dejen escribir un artículo tan extenso como éste en una revista de referencia, no me ayuda demasiado. Pero ahí están mis amigos. Los de siempre, los de toda la vida, los que me conocían cuando yo ya era famoso pero la gente aún no lo sabía. Los que me siguen dando collejas cada vez que me las merezco. El primer día que noté que mi trabajo podía cambiarme la vida, los reuní y les dije que si algo cambiaba en mí, sería culpa suya, por no haberme avisado a tiempo. Y a día de hoy, aún ninguno me ha dicho nada.

Me da miedo mostrarme tal como soy. Bueno, me daba. He sentido mucho miedo a no gustar si lo hacía. E imagino que por eso he estado todo este tiempo parapetado tras unas gafas de sol, físicas y mentales. En mi vida profesional, y en la personal también. Seguramente, porque si caía mal, siempre podría echarle la culpa a ese otro que no era yo al que otros llaman personaje y yo llamé yo, también por error. Pero eso ya está cambiando. Un día descubrí que se podían cambiar muchas más cosas haciendo sonreír que haciendo llorar. Que la risa es mucho más poderosa que el terror. Que da muchísima más energía. Que es mucho más duradera. Y más verdad. Me lo enseñó una tal Bú en una de las mejores películas de la historia del cine, Monstruos S. A. Y desde entonces, trabajo todos los días para aplicarme ese cuento magistral. Por eso sigo escribiendo, porque soy incapaz de hacerlo si no me desnudo, porque cuanto más me desvisto, mejor me va.

Me da miedo mi hijo. O mejor dicho, me da miedo no ser lo suficientemente bueno para él. Me da miedo que un día se gire, mire atrás y no se sienta orgulloso de su padre. O peor, que se avergüence de él. Quisiera haber hecho algo relevante en su vida para entonces. Y no me refiero a grandes gestas. Hablo de la épica cotidiana. Me refiero a influirle bien. A ayudarle a vivir. A darle claves. Y valores. Y criterio propio. A construirse como ser humano. A quererle bonito. E insisto, a sentirse mínimamente orgulloso del legado que recibió.

Me da miedo no tener ningún talento que exprimir. Quedarme seco. Ser un cero a la izquierda. Dejar de estar. Y eso es algo que debería ir trabajando. Porque algún día alguien decidirá que ya no interesa nada de lo que ofrezco. Le ha pasado a gente con muchísimo más talento, no me va a pasar a mí. Por suerte, he tenido la suerte de trabajar y conocer a gente tan buena como para saber que hoy por hoy, como decía Woody, tengo muy poco talento, pero muy bien aprovechado.

Y si me da miedo depender de algo, imagínate depender de alguien. Por eso me da miedo el compromiso si lleva una cláusula de rendición total. Invadir espacios vitales. Expandirme por ella como el gas. Anegar todos sus cultivos. Y con el tiempo, encima echarle en cara que ahí nada vuelva a crecer. O peor, comprobar que han vuelto a hacer lo mismo conmigo. Me da miedo la rutina. Aburrirme de estar aburrido. Volverme a llevar la contraria. Tener que volverme a explicar. Y hacerme un yonki de otra novedad. Una vez más.

No me da miedo la ignorancia, porque convivo con ella todos los días. Me da miedo dejar de aprender. Que se me apague la curiosidad. Dejar de tener esta inquietud por todo lo que desconozco. Conformarme con lo que ya sé. Dejar de tirar de mí mismo. De ponerme en falso de tanto en tanto. De acomodarme y construirme una chocita en mi zona de confort. Me da miedo olvidar lo aprendido y ya no saber qué enseñar.

Tampoco me da miedo la muerte. Me da miedo el dolor y la enfermedad. Las agujas. Los médicos. Me dan terror. Y mira que soy hijo de médico. Igual por eso mismo. No sé. El caso es que si algún día me descubren algo chungo, soy capaz de dejarme morir antes que dejarme curar. Por eso siempre he creído que las palabras más cariñosas que alguien te puede decir no son «te quiero», sino «llévame al hospital».

Me da miedo cualquier tipo de altura. Vértigo lo llaman. Yo lo llamo me voy a estampar. Es acercarme a un precipicio y venirme unas ganas irrefrenables de saltar. Como si yo lo convirtiese en inevitable. Por eso no me gusta vivir en los áticos. Por eso esquío tan mal.

Me da miedo la impotencia sexual. Que algún día no se me levante, sí. Ya, ya sé que existen las pastillitas azules. Pero igualmente, eso en una pareja no debe de ser fácil de sobrellevar. Para ella y para ti. Por eso espero que cuando me llegue, me pille con alguien que todo eso le dé igual. También me da miedo que se líe con el fontanero y me lo cuente. Y que aún así, sigamos tan felices los tres.

Y por fin, me da miedo este texto. Que caiga en manos de mis enemigos. Y que lo sepan utilizar.

Una vez alguien me dijo: «Me das asco». Y con una gran sonrisa, le respondí: «Gracias, intento darle a cada uno lo que se merece». A mí me dan miedo tantas cosas que creo que no merezco. Pero como todo lo que te dan, tú puedes elegir si te las quedas o las das. Si te las pones en la vitrina de tu casa o si las tiras al contenedor de reciclar.

Yo pese a todo ello, o precisamente por eso, me declaro amante confeso del riesgo, no porque me guste tenerlo o pasarlo mal, sino porque ya no tengo más remedio.

Y es que cuando te dan miedo tantas y tantas cosas, el riesgo ya no se tiene.

En el riesgo se está.

Te olvidaré.

Porque ya he olvidado otras veces.

Porque sé cómo hacerlo.
Porque no quiero ni debo recordarte.
Ni guardarte en ningún sitio.
Ni llorarte más.
Aún no sé cuándo pero yo te olvidaré.
No porque no merezcas ser recordada.
Sino porque no me conviene nada saber que estás.
Que amas.
Que puedes llegar a sentir por otro lo que sentiste por mí.

Pero sobre todo te olvidaré porque no eres del todo real.

Jamás lo fuiste.

Eres lo que yo quise de ti.

Yo te imaginé, yo te pude crear.

Y ahora puedo y debo destruirte de mi memoria.

Hoy te vas tú…

… Al rincón de pensar.

9.488 KILÓMETROS

9.488 kilómetros. La distancia entre dos puntos cualesquiera del planeta. Una fría medida, una mera convención. Algo que un día decidimos entre todos que fuera así, pero que en realidad podría haber sido de cualquier otro modo. Como las horas. Como los hemisferios. Como la diferencia real entre salmorejo y gazpacho.

9.488 kilómetros. Todo en esta vida es una distancia. El futuro es la distancia que tienes por delante. La que te separa de lo que realmente quieres. La que aún te falta para llegar. Cuánto falta, papi. Casi lo mismo que hace cinco minutos, hijo. Anda, duérmete un rato y luego me lo vuelves a preguntar.

9.488 kilómetros. La experiencia es la distancia que ya llevas recorrida. La que jamás deberías volver a rimar. El camino de unir los puntitos. Y al final te sale el dibujo. Oh, vaya es un gatito. Con prepucio de gorila zumbón.

9.488 kilómetros. Una relación es una reducción de distancias. Un tracemos líneas paralelas. Y la duración también la acabamos midiendo en distancias. Lo que llevamos juntos. Lo bien que nos va. Caminar de la mano es cubrir cada tramo con un puente artesanal. Y descubrir que los atajos no sólo reducen distancias, sino que también las complican y las acaban por ­alargar.

9.488 kilómetros. Envejecer es acortar distancias con la muerte. Y hacerlo cada vez a mayor velocidad. Y ser joven es hacer un alarde de recorridos posibles. Decirle al mundo que por tu único punto aún pasan infinitas líneas. Cuando tenerlo todo por hacer es de lo único de lo que puedes fardar.

9.488 kilómetros. Los valores también son distancia. La honestidad es la distancia entre lo que dices y lo que piensas. Y la honradez, entre lo que cuentas y lo que haces. La integridad, entre lo que crees y lo que predicas. Y la humildad, reconocer que toda distancia crece a medida que te acercas, que cuando parece que tú llegas, la meta siempre se va.

9.488 kilómetros. El éxito es una distancia cero entre lo que quisiste y lo que pudiste. Y el fracaso, esa distancia que siempre se quedará ahí, sin transitar. La distancia entre una persona y un artista consiste en dejar el mundo algo más bonito de lo que se lo encontró. La distancia entre un diario y una vulgar libreta no está en quién la escribe, sino en quién la puede leer.

9.488 kilómetros. El poder no es más que una distancia vertical. El dinero es un antídoto contra casi toda distancia. Y la salud es la distancia que te separa de cualquier hospital. Los barrios son viviendas distanciadas por clase social. Y los colegios son lugares donde se aprende a distanciar y a distanciarse de los demás.

9.488 kilómetros. Un supermercado que dice que la calidad y el precio están muy cerca. Cercanía a ti, me quiero imaginar, espero que no sea entre esos dos conceptos. Cualquier aparato móvil geolocalizado te informa de tus distancias. Para que no estés solo, te comunica con los que están bien lejos y te desconecta de los que más cerca están.

9.488 kilómetros. Una medida de tiempo, el que se tarda en recorrerla de punta a punta. Lo cual delata el medio en el que te desplazas: coche, avión, tren, barco, moto, bicicleta, a caballo o a pie. El tiempo es el mensaje. Y si cuando llegues, será tarde o pronto, pero ahora ya nunca más.

9.488 kilómetros. Tomamos distancia como quien se toma un té con hielo. Decidimos hacerlo para verlo con perspectiva, decimos. Y no nos damos cuenta de que la distancia no se recorre, porque en la distancia se está.

9.488 kilómetros. Es la distancia que hoy nos une como nunca nos había unido nadie. Puto Gerard.

Salimos al mundo.

Salimos del cascarón.

Salimos de casa.

Salimos con alguien.

Salimos de dudas (de algunas).

Salimos de una para meternos en otra.

Salimos de marcha.

Salimos del país.

Salimos del armario.

Salimos de cuentas.

Hay días que nos salimos y otros, no salimos, sino que en realidad estamos entrando.

Salimos de aquí, salimos de allá y aún no sabemos si saldremos de ésta.

Saldremos como podamos, aunque sea por patas, pero saldremos.

Y ese día alguien nos preguntará de dónde hemos salido.

Y les diremos que en realidad seguimos saliendo.

Y les diremos que en realidad seguimos Viajando con Chester.

AUTONOMÍA CAUDAL

A la palabra verano le pasa como a algunas parejas que conozco. Juntas tienen un sentido muy diferente a si las partes por la mitad. Pero qué ocurre cuando la disección no es ni de lejos simétrica ni equitativa. Qué pasa cuando las cortas por otro sitio que no es la mitad. Hay gente que se ha quedado a medias para siempre por culpa de haberse dejado jirones del alma en la relación. Y por ahí pululan, deambulan, merodean tratando de completarse de cosas que les faltan por culpa de otro que se las llevó. Y como no las encuentran en nadie nuevo, están condenadas a traficar con su propia insatisfacción. A morir por falta de uno mismo. A culpar al nuevo de lo que alguien de mi pasado me robó.

Son colas de lagartija. Se mueven, parecen vivas, pero en realidad dejaron de estarlo el día que les dijeron adiós. Fueron víctimas de un futuro que las engañó. Y ahí siguen, tratando de ahuyentar la soledad a base de espasmos, como si las horas fueran moscas a las que alejar de uno. Eso les pasó por diluir el yo en un nosotros cualquiera. Por olvidarse de conjugar la primera persona del singular. Dejaron de ser dos y creyeron que siendo uno serían más felices. Y suele ser siempre demasiado tarde cuando se dan cuenta de que no. De que ese tiempo nadie se lo va a devolver.

Y qué ocurre con la otra parte. Esa mitad a la que le extirpan de golpe la cola, parte fundamental en la definición del yo. Pues aquí se da un fenómeno maravilloso que los biólogos aún no aciertan a comprender del todo. De pronto, de alguna manera que aún continúa siendo un misterio, las células empiezan a regenerar la parte que faltaba hasta que la reconstruyen. Hasta que se repara por completo el daño causado. Hasta que la cola vuelve a ser cola. Y aquí no ha pasado nada. Ellos lo llaman autonomía caudal. Los psicólogos lo llaman resiliencia.

Yo creo que no se atreven a llamarlo por su nombre: enamorarse.

Todos tenemos más o menos autonomía caudal. Capacidad autorregenerativa natural. Levantarse de un revés emocional creándose un universo nuevo de la nada. El tipo que inventó eso de que un clavo quita otro clavo, realmente la clavó. Pero lo importante no es simplemente volverse a emocionar. Lo importante es hacerlo siempre como la primera vez. Sin diferencia alguna entre la cola que te cortaron y la que has generado de nuevo. Volver al punto cero con la misma ilusión del primer día. Vivir como Dori buscando a Nemo. Y creerte que por fin la has vuelto a encontrar.

Yo no concibo enamorarme de otra manera que no sea para siempre. Si no es eterno, para qué exigirse una exclusiva, oiga que no me compensa, que no me vale la pena. Para eso están las follamigas. Y los amigos de siempre. Y la gente que te quiere de verdad. La que te estimula intelectualmente. La que te hace soñar. Todo lo demás, es subcontratable. Como lo definía categóricamente mi amigo Pedro Ruiz: el polvo, por lo que vale. Ni un euro más.

Por eso, ahí va otro consejo que no me has pedido: si te vas a enamorar, hazlo como las lagartijas. Echa mano de tu autonomía caudal. Extírpate las células muertas, déjalas ahí que pataleen fingiendo estar vivas, y tú céntrate en la relación que vas a regenerar. Concéntrate en construir un universo nuevo. Un lenguaje nuevo. Un nuevo historial. Algo que pueda durar. Porque esta vez puede que sea así. Y si al final no lo es, jamás lo vivas como una pérdida de tiempo, ni mucho menos un fracaso. Porque si todas las cosas que acaban fuesen consideradas un fracaso, en esta vida todo, absolutamente todo, estaría destinado a fracasar.

Y sobre todo, cuando la gente te mire con escepticismo, disimula tu condescendencia y repíteles dos frases: todo el mundo se cree que se ha enamorado alguna vez. Hasta que se enamora alguna vez.

HOY TENGO GAMAS DE TI

Una relación jamás se rompe. Como mucho, uno de los dos, cualquier día, constata el roto. Pero la relación ya venía rota para entonces.

Pudo romperse en un gesto, en una decisión o en una epidemia de decepción que te dejó al amor en cuarentena, en algo en un principio imperceptible e inocuo pero que a la larga acabó dejando sin aire a quien creía tener aliento para sobrevivirse a los dos. O también pudo romperse durante un proceso, lo que dura el descubrimiento de lo que creías ya conocer, y sin embargo te das cuenta de que no. Un día descubres que el claroscuro no es sólo una técnica, sino una manera de entender el alma, y ese día ya te es imposible estar enamorado sin dejar de buscar la razón para dejar de estarlo.

Lo que sí te deja cualquier relación son más colores en tu paleta de sentimientos, son muchas más capas en ese cuadro emocional al que llamamos vida. Un cuadro que, como en aquel de Van Gogh en el que fue descubierta una escena de lucha bajo un bodegón, se ha ido pintando encima una y otra vez, enterrando al que un día lo llenó todo y que ahora aún está ahí, aunque ya no se pueda ni se deba estudiar. Porque lo seco que hay debajo igual no te gusta. Porque lo fresco que hay encima igual no te acaba de encajar.

Quien lo pinta no es consciente de lo que tapa. O quizá sí. Al caso, es lo mismo. De manera consciente o inconsciente, ese alguien tarde o temprano descubre que el color ya no aplica directamente sobre el lienzo blanco e inmaculado, con lo que ya la pintura no agarrará igual, pues ya nunca más volverá a ser un color sin impurezas, con lo que necesitará aplicar más cantidad para conseguir el mismo efecto, o como mucho, similar.

También verá que, sin salirse del marco, debe saberte ocupar. Eso sí que acaba siendo todo un arte. Inundarte sin que te llegue a ahogar. Esparcirse sin llegarse a dispersar. Dejarlo todo amado y bien amado.

Y uno va acumulando gamas. Y desarrollando matices. Y acumulando bocetos. Y trazos por esbozar. Sea cual sea tu estado, siempre habrá un momento en cualquier relación en el que te preguntes y qué pinto yo aquí. Y ahí es donde te empiezas a barnizar.

Un día echas de menos los tonos cálidos. Ver una peli refugiado en otra piel, alimentarte sólo de palomitas y sexo y dejar que llueva sobre el resto del mundo mientras ruge el fuego en esa chimenea que jamás tendrás.

Otro día te descubres anhelando colores fríos. Borrarlo todo, comprar nuevo lienzo, tener una nueva película que poder estrenar. Empezar de Cero, como canta Dani Martín, que más que un tema ha compuesto un himno generacional.

Y en cualquiera de los dos casos, lo que sí vas descubriendo lámina a lámina son nuevas gamas de grises. La única que jamás deja de crecer. La duda como único credo creíble. La única religión basada en la curiosidad.

Y antes de acabar el cuadro, volver a estampar tu firma y exponerte, ya sea en un museo, o en una galería comercial, no hay que olvidarse nunca del título, dejar patente ante cualquier marchante las palabras que mejor describan esta obra de arte con brocha gruesa que configura tu historial sentimental. Puedes titularlo con algo que suene a canción de Miguel Gallardo, novela de Moccia y peli de Mario Casas.

O puedes optar por un título más realista, cotidiano y ­vulgar.

Recién pintado.

ESPACIO PARTIDO POR TIEMPO

Espacio partido por tiempo. No es sólo una definición. Es una fórmula. Y como tal se cumplirá el cien por cien de las veces. Y lo que es peor, la acabaremos sustituyendo aunque sólo sea mentalmente por el concepto resultante. Lo que viene siendo velocidad. Otra cosa más que en cuanto la definimos, en cuanto la ocultamos tras su correspondiente etiqueta, nos olvidamos de qué esta hecha. De dónde viene. Y por tanto, hacia dónde va.

Espacio partido por tiempo. Parece que parte del espacio ha salido a por más tiempo como quien baja a por más sal. Como quien se queda a media noche sin leche, esa pesadilla que tanto aterra a los americanos y yo jamás he acabado de entender. El espacio estuvo aquí, se encontraba tan tranquilo separando las cosas y de pronto se dio cuenta de que necesitaba más tiempo. Y a por ello que fue. El lugar al que se dirigió debe de ser de grande como el Gran Bazar, pues ahí caben todos los espacios que se han quedado sin tiempo, y encima se comercia a ritmo frenético de minutos y segundos. Dámelo ahora. Dámelo todo. Y dámelo ya.

Espacio partido por tiempo. Que alguien me explique por qué necesitaba más tiempo el espacio. Por qué no se conformó con el que había ya. Qué es lo que le movió a salir y a buscarse la vida. Y lo que es más importante, cuándo volverá. Esta realidad que se te ahoga por falta de espacio necesita de más oxígeno para respirar. Así que esperas que el espacio no tarde mucho en hacerte el recado, y que no se coma el tiempo por el camino, trayendo al final las clásicas barras despuntadas de pan.

Espacio partido por tiempo. Algo que está dispuesto a dividirse por otro algo. Siempre hay alguien dispuesto a dividirse por alguien más. Siempre hay como mínimo uno dispuesto a sangrar. Es el dilema del prisionero emocional. Todos jodidos en cuanto esto acabe, sí, pero tú un poquito más.

Ojo que hablamos sólo del espacio partido. El resto, el que se quedó aquí no veía venir la catástrofe, o igual sí la vio y siguió exactamente igual. Fueron las consignas racionales que demandaban prudencia, esas que jamás quisiste escuchar. O igual fueron los servicios mínimos de esta huelga de espacialidad. El caso es que todo parecía más junto, más apretado, pero eso sí, coyuntural.

Un espacio, el que ocupábamos, se nos ha ido quedando dividido por cero. Y un tiempo, en el que estuvimos, que es ése justo que ahora ya no está. Como las promesas que nos hicimos todas juntas. Sin dejarles ni tiempo para respirar.

Por eso es gracioso escuchar ahora que sufrimos velocidades distintas. O incluso que igual cometimos un exceso de velocidad.

La velocidad no entiende ni cuánto espacio ni cuánto tiempo la conformaban. A ella, si recorristeis un espacio infinito en un segundo o un solo centímetro en cero, le da igual. Lo que le importa es el dato, el resultado, llegar con una cifra concreta al final.

Y cuando ya estás en ese final, cuando ya todo ha acabado, entonces te das cuenta de que lo importante era el espacio partido por tiempo.

Y no la velocidad.

Imagen 02

Este es un mensaje para todos los raros.

Para los que han sufrido alguna vez por no ser «normales».

Para los que fuisteis objeto de burla.

Diana de las bromas de los demás.

Para los diferentes.

Los incomprendidos.

Los inadaptados.

Cada-uno-de-vosotros.

Sois especiales.

Diferentes.

Únicos.

No sois la copia de nadie.

Y tenéis lo más difícil de conseguir en esta vida.

Algo que mucha gente ni ha conseguido ni conseguirá jamás.

Ese algo es lo que os diferencia de aquellos que os persiguen.

Un día, más pronto de lo que creéis, dejaréis de ser diferentes para convertiros en referentes.

Algún día, más pronto de lo que creéis, dejarán de perseguiros.

Y os empezarán a seguir…

Y ese día, ese día habrá llegado vuestro momento.

El momento de perdonarles, de ser generosos.

El momento de enviarlos a todos a tomar…

… Al rincón de pensar.

CREO

Creo. Hoy de verdad, que creo. Mañana no sé, me lo vuelves a preguntar. Pero hoy sí vuelvo a creer. Y no hay nada ni nadie que pueda arruinar este acto de fe. Porque no depende ni de ti ni de ellos, hoy depende sólo de mí. Y he decidido que ya estoy harto, que creo. Y que pienso seguir creyendo. Acabo de sentir justo el pellizco en el alma que me hacía falta. Así que allá voy.

Creo a pesar de los escépticos. De los agnósticos. De los apóstatas. Y de los ateos de botellón. Creo a pesar de los datos. Del pasado. De la tendencia. Y del FMI. De los hechos. De la realidad, puta como ella sola, que se hace aún más falsa cuando rima con verdad. Y ojo que no creo en lo que hay, sino en lo que faltaba. En lo que no vi. En donde no estuve. En lo que me quedaba por ser. León come gamba. Peón cuatro rey.

Creo en la gente que cree. Porque es la gente que no se conforma. Porque es la gente que cambia lo que hay. Porque es la gente que nos hace soñar. Y sacudir las cosas. Y avanzar. Creo que las situaciones —como las personas— se cambian de dentro a fuera y no al revés. Que si el cambio es en sentido inverso, no deja de ser maquillaje, de cara a la galería, revolución de postín, postureo vital.

Creo en la gente que ya sólo tiene su fe. La que es refutada todos los días. La que tiene cada vez menos motivos para creer. La que está harta de credos ajenos. La que sólo puede escuchar porque le han quitado hasta la voz. Silencio latente. Buenos de verdad. Los que hablamos todos los días somos justo los que somos menos de fiar. Escuela del mundo al revés. Buen viaje, maestro. Suerte que nos dejaste un libro de abrazos. Y otro lleno de espejos con los que conversar.

Creo. Creo. Creo. Ya vuelvo a creer. Y es que creo que estás ahí. Porque te he visto. Porque te he sentido. Y porque te he hecho sentir. Creo en las relaciones que aportan risa y silencio, Eros y Thanatos, pasión y paz. Creo que mientras no dependamos el uno del otro, seremos inseparables. Que mientras dure, lo nuestro será eterno. Y creo que fracasar no tiene nada que ver con ir acumulando ex. El verdadero fracaso habría sido no encontrarnos jamás.

Que sí, coño, que me he enamorao. Y si suena muy cursi me la trae al pairo. Como alguien me dijo una vez, un romántico es aquel que aspira al lujo de enamorarse sin tener que pagar un alto precio por ello. Y yo hoy he dejado el romanticismo para otros. Todo al rojo. All in. Que aquí hemos venido a jugar.

Hoy creo. Por fin creo. Creo del verbo crear. Fabrico una nueva fábula a la que me mudo sin vuelta atrás. Quédate con las noticias, que para mí ya no son de actualidad. Por fin se ha hecho la luz en mis ojos. Y brillan, porque jamás deberían haber dejado de hacerlo. Y sonríen tanto que hasta la boca les demanda por intrusismo gesticular.

Creo y así descubro cosas que creía haber olvidado, pero ahí están. Creo que la convivencia mata el miedo. Y que el miedo es el único y verdadero pegamento social. Que el día que no tenga miedo a perderte, será nuestro final. Creo porque la ilusión no tiene otro remedio. Es su manera de respirar. Y creo porque me he vuelto a emocionar, pero emocionarme hasta un punto que da hasta miedo. Esta emoción que es un pozo sin fondo, que por mucha que gastes, siempre vuelve con la misma fuerza, siempre te vuelve a engatusar.

Creo en la magia sin trucos. Nada por aquí. Nada por allá. Y de repente, todo lo demás. Y si mañana me estrello no pasa nada, sabré que ha valido la pena, la verdad que me dará igual.

Prefiero un solo segundo muriendo contigo, que vivir toda una eternidad.

Letreros.

Rótulos.

Consejos.

Sugerencias.

Están ahí para anunciarte el futuro.

Lo que vendrá.

Y para recordarte la diferencia entre sentido y dirección.

Porque tú puede que avances sin sentido y por avanzar.

Pero sin una dirección, jamás le encontrarás sentido a nada.

Y a veces, ni con esas.

Señales.

A veces la vida te las da.

Y a veces también te las deja.

Señal de todo lo que te queda por aprender.

Destinos.

Metas.

Objetivos.

Sueños.

Ideas a las que siempre les pedimos lo mismo: hazme una señal.

Ojalá siempre fuera tan fácil verlas venir.

Ojalá siempre estuviésemos Viajando con Chester.

EL TEOREMA DE NACHO VIDAL

El amor que sientes por alguien debería morir con ese alguien. La frase, dura como pocas he oído en mi vida, me la dijo hace poco mi señora madre, que, como toda abuela principiante, de pronto se siente cualificada para ponerse a sentenciar.

Y como quien no quiere la cosa, nos pusimos a hablar de cosas de las que nunca hablamos. Y cuando ya me había olvidado de la primera frase, volvió a darme otro sopapo en forma de sujeto, verbo y predicado: por qué los seres humanos no conversamos casi nunca sobre lo realmente importante, y le dedicamos tanto tiempo a decirnos tonterías. Y volví a sentir cómo temblaban mis rodillas bajo la mesa, mis labios sobre mis dientes y el suelo entero bajo mis pies.

Los vacíos. Esos vacíos que en realidad están llenos. Esos trasteros donde jamás llega la luz. Es el punto G de la vida; todos sabemos que existe, pero a la hora de ponerse a ello casi nadie sabe dónde está. Por eso son unos grandes desconocidos. La antimateria de la rutina. Nuestro desván emocional. Los huecos de nuestra biografía, donde ponemos todo aquello que duele demasiado tener que recordar.

Cada vez me doy más cuenta de que la verdad sobre cada uno de nosotros se esconde entre esas rendijas de realidad. Porque juega al escondite con nuestra consciencia, porque se sabe inoportuna e inconveniente, porque es la única que conoce todo aquello que no nos conviene desempolvar.

Por qué no hiciste aquello que querías hacer. Por qué no dijiste lo que deberías haber dicho. Qué hubiera pasado si hubieras contestado sí. O si te hubieras plantado allá. Ese amor que no perseguiste. O aquél del que no te supiste apear. Esa carrera que no estudiaste. Las cosas que jamás nos explicamos como pareja. Los lugares hacia donde nunca nos convino mirar. El día que decidas desempolvar cualquiera de esas preguntas, apártate porque la onda expansiva puede ser letal. O no.

Si lo piensas demasiado, nos pasamos la vida en un antónimo insustancial. Son los llenos vacíos. Vacíos de gente relevante para nosotros. Vacíos de momentos que recordar. Llenos de nadería. Y tal y tal. Bla. Bla. Bla.

Ya, ya sé que no todo ni puede ni debe ser intenso. Hay estupendos tan estupendos que han llegado a morir de trascendencia. Aquí yace otro hipster de la gilipollez abusiva. Descanse en paz.

Y sin embargo, a lo largo de una misma vida, si tienes suerte y como mucho, tendrás dos o tres conversaciones memorables. Serán conversaciones que jamás habrás planificado. Serán momentos que vendrán disfrazados de uno más. Pero en cuanto te ocurran, o mejor dicho, en cuanto ya hayan ocurrido, los reconocerás, sin fisuras, sin lugar a dudas, con absoluta claridad. Son conversaciones que cambiarán el curso de las cosas. Son nuestros verdaderos puntos de inflexión. Jornadas de forma convexa que se volverán cóncavas al recordar.

A toro pasado no te preocupes que ya intentarás darles significado, algún sentido y sobre todo, una intención, un porqué. En realidad pasó porque yo lo quise, porque no lo evité o mejor aún, porque tenía que pasar. ¿Tú no eres Aries? Pues a los Aries les pasan esas cosas. Sobre todo los que tenéis ascendente en la cuarta casa. Otro hipster al hoyo. Y tal y tal. Bla. Bla. Bla.

Por eso hoy quiero invitarte a explorar tus vacíos llenos. Sentarte ante alguien que te importe y atreverte a decirle aquello que jamás supiste admitir. Dejar de esperar a que pasen las cosas. Y por una vez en tu vida, forzarlas a hacer que ocurran. Empujarlas a pasar.

El gran Joaquín Lorente decía que triunfar es llenar vacíos.

Yo lo llamo el Teorema de Nacho Vidal.

TU REGALO

Mírate bien estas líneas. Repásalas atentamente con ese par de ojazos que dios te ha dado, porque por aquí está tu regalo. Escondido entre tanta palabra, párrafo y espacio, bajo esa expresión más propia de una orgía multirracial y sodomita a la que llamamos negro sobre blanco, se encuentra lo que realmente te voy a regalar por Navidad. Por favor desenvuelve con cuidado cada letra y sobre todo no rompas el silencio con su sonido, pues si no te gusta, al final guardaré mi mejor recibo por si te da por devolver.

Tu regalo no puede ni debe fabricarse. Ni mucho menos ponerse a la venta. Mereces algo que no pueda figurar en un vulgar catálogo. Algo que te mueva tanto que salgas borrosa en todas las fotos. Qué quieres, el anuncio de Ikea me ha acabado de desamueblar. Si ya me faltaban jugadores y un horneado ahí arriba en la dirección, imagínate después del maldito viral. Les pides a ellos explicaciones, que fijo que te las harán pagar para que al final te las montes tú.

Tu regalo, por tanto, jamás será expuesto. Escaparates del mundo, dejad de hacer el ridículo. Sé que no lo hacéis con mala intención, que hacéis lo que buenamente podéis. Sé que os mueve la necesidad de agradar, de mover al consumo, de ganaros el bonus, de intentar seducir nuestra cartera camino a nuestro corazón o viceversa. Pero dejadlo ya, de verdad. Terroristas del marketing, deponed las almas y salid con las mañas en alto. Y el último que pague la luz.

Tu regalo no se vende al detalle. Y mira que soy fan de la palabra detalle. Hace poco, mi hijo, que está en première continua de vocabulario, me hizo una de esas preguntas que hay que solventar con la primera respuesta que tengas a mano. Papi, ¿qué es un detalle? Y todo lo que se me ocurrió decirle fue que un detalle es algo muy muy grande que aparentemente es muy muy pequeño. Creo que se lo creyó. O igual es que no creyó que fuese a sacar nada mejor de mí. El caso es que quedó en silencio y siguió haciéndose el satisfecho.

De todos modos, tú sigue leyendo, porque te juro que tu regalo está por aquí. Tampoco lo busques en las letras de los villancicos, esas composiciones satánicas que cada año nos cuelan como tiernas sólo por el hecho de ser cantadas por niños con voz de castrati, que no dan más miedo porque están siempre acompañados de hirientes cascabeles, de producción casiotónica, de zambombas onanistas y de un adulto, que no es lo mismo que alguien mayor, porque alguien maduro y en sus cabales jamás haría pasar por semejante calvario a un menor de edad. Esos atentados sonoros contra el buen gusto sólo han sido contrarrestados con villancicos flamencos, como si ésa fuese la única forma de hacerles frente. De qué le sirve al Gobierno expulsar a Series.ly, Uber y Google News de España si la epidemia de villancicos pitufoides con sobredosis de helio sigue infectándonos a placer cada año sin que ni un mísero protocolo de la difunta Ana Mato nos proteja. ¿Eh? De qué.

Para terminar, tampoco busques tu regalo bajo un árbol, en el saco del Olentzero o en el culo de un Tió. Ahí sólo encontrarás lo que yo llamo un tesorero del PP: raíces falsas, mucha tela que cortar y bastante mierda que repartir para todo el año.

No lo busques porque tu regalo seguro que no está ahí. Y es que la pregunta no es dónde. La pregunta es cuándo. Porque tu regalo empieza cuando sale el sol y no se acaba ni cuando desaparece al otro lado del horizonte. Porque en cada entrega, la vida te da un dos por uno. Y cuando parecía que ya se acababa, te da otro. Y otro. Y otro más. Tu regalo está cada vez que abres los ojos. Y cuando te despiertas, también. Tu regalo es eso que das por hecho que mañana volverá a pasar sin habértelo ganado. Y eso no le resta valor. Es al revés, se lo da. Así que por un día, por una vez al año, hagamos ver que nos damos cuenta de nuestro mayor regalo, del único que realmente tenemos y es nuestro y nadie aún nos ha podido quitar.

Admitamos que nuestro regalo es ahora. Celebremos que nuestro regalo es ya.

Si volviera a nacer, me gustaría decirte que corregiría errores, pero pasaría seguramente por las mismas cosas.

Me equivocaría en los mismos sitios.

Y acertaría más bien poco o casi nunca.

Porque si volviera a nacer, me gustaría decirte que sería más duro, más experimentado, más sabio.

Pero imagino que nada, que acabaría diciendo los mismos te quiero.

Los mismos te odio.

Los mismos adiós.

Volvería a llorar por los mismos éxitos.

Y a reír por los mismos fracasos.

Porque son ellos los que me han traído hasta aquí.

Nadie sabe muy bien lo que haría si volviera a nacer.

Pero yo, sin embargo, ahora sí que sé algo.

Lo que sé es que si volviera a nacer, volvería a buscarte.

Exactamente igual.

No pararía hasta volverte a encontrar.

En aquél sitio, a la misma hora.

Volvería mucho más nervioso que aquella primera vez.

Intentaría decir lo mismo que dije para llamar tu atención.

Aunque supiera que lo nuestro tendría un final.

Te miraría a los ojos como estoy haciendo ahora y te diría sólo una cosa.

Que si volviera a nacer, volvería a buscarte una y mil veces más.

Que si volviera a nacer, volvería con los ojos cerrados…

… Al rincón de pensar.

LA FAMILIA LEAL

Me considero una persona leal. Que igual no lo soy, pero oye, yo me lo creo. Y por eso justamente no puedo ser fiel. Porque aunque a nuestro diccionario aún le cueste ver las diferencias, estoy convencido de que las hay, madre mía si las hay. La lealtad es compromiso. La fidelidad es terquedad. La lealtad es incondicional. La fidelidad es inflexible. La lealtad es no perder de vista los fines. La fidelidad es negarse a que existan más medios que los que en su día escogí. La lealtad es cualquier cosa menos renunciar al destino. La fidelidad es o lo hacemos a mi manera o no hay nada más que hablar. La lealtad está siempre abierta a lo que suceda. La fidelidad cierra todas las puertas y ventanas. La lealtad escucha para avanzar. La fidelidad se hace la sorda, cuando todos sabemos que no lo está.

Por eso, en esta vida hay que elegir, o eres fiel o eres leal.

El fin justifica los medios, dirán los que jamás leyeron a Maquiavelo. Con todo el cariño, pero no habéis entendido nada. Leed de nuevo al cardenal Mazarino o simplemente El Príncipe hasta el final. También podéis dedicaros a dormir con la conciencia anestesiada y dejar de dar por saco, dejad de molestar.

Leal es alguien que jamás te pregunta por qué lo hiciste. No le interesan las razones, pues tus motivos tendrás. Si estás en un apuro se mete hasta el cuello contigo. Si te juzgan por lo que sea, testifica sin siquiera conocer el delito. Si llevas un cadáver en tu maletero, él se presenta con una pala. Si algún día te estrellas, se lía a hostias contra el que puso el muro ahí, a quién se le ocurre. Y si te encuentras una piedra enorme en tu camino, él se agacha, la levanta y te pregunta a quién hay que apedrear. Eso es lo que yo llamo amistad.

El conjunto de tus personas leales y a las que tú les profesas lealtad, es lo que yo llamo familia. Aquella gente que nunca te decepciona porque jamás conjugaron el verbo fallar. Los que están todo el tiempo sin necesidad de verte cada día. Los que saben que el contador de tu ausencia está siempre a cero. Y el de tu presencia jamás depende de si estás o no estás. Cuando una confesión no es un acto jurídico, sino una inversión humana en lealtad.

Ojo que la lealtad no te hace bueno ni malo. No te otorga ningún valor. Simplemente te hace más fuerte. Porque hasta los más villanos, los más corruptos, la mayoría asesinos y hasta los genocidas más cabrones necesitaron de sus cómplices leales. Es lo único que tienen en común con la buena gente. La necesidad de tener alguien en quien confiar hasta las últimas conse­cuencias.

Todo lo demás es simple fidelidad. Inercia absolutamente prescindible. Coherencia temporal con lo que hiciste hasta ahora, proyectada hacia todo lo que hagas de ahora en adelante. La jaula del pasado en la que decidimos encerrar nuestro futuro. Prisión condicional sin fianza para cualquier esperanza. Lo que se firmó va a misa, aunque ya todos seamos abiertamente ateos, pero, claro, como tú un día firmaste, ahora toca apechugar.

La inercia está reñida con la iniciativa. La justicia está reñida con la búsqueda de la verdad. La memoria es incompatible con la felicidad. Y lo que haces no es todo aquello que te pasa, sino todo aquello que tú empujas para que llegue a pasar.

De ahí que desconfíe de cualquiera que me diga eso de que «jamás me he acostado con nadie que no fuese mi pareja». Como si la forma de demostrar tu amor y tu compromiso fuese evitar a toda costa una aventura extramatrimonial. Como si promulgarlo a los cuatro vientos fuese algo valioso. Algo a tener en cuenta. Algo para aplaudir. Serás muy fiel, pienso, pero entonces no puedes ser nada leal.

Además, siento mucho decirlo así, pero la coherencia y la consistencia están sobrevaloradas. Franco fue coherente y consistente como mínimo durante cuarenta años, si no más. Y así nos fue.

Vayamos con cuidado con lo que le exigimos a la gente. Porque puede que un día nos lo dé.

HAZTE EL AMOR

Hazte el amor, receta para dos personas. Se toman un par de individuos, en adelante los amantes, que aquí consideraremos de distinto sexo, aunque si son del mismo sexo la receta quedará igual de bien. Lo importante no es eso, lo importante es que haya algo de atracción por ambas partes. Ni siquiera que se encuentren guapos o se necesiten o realmente se quieran. Si uno de los dos desearía no estar ahí, o estar con otro, o simplemente no se siente ni atractivo ni atraído, es preferible sustituirlo inmediatamente antes de que eche todo el plato a ­perder.

Se elige un buen entorno, entendiéndose como bueno cualquiera que vaya desde el aquí te pillo aquí te mato, hasta el picadero habitual. Es importante que se responda a las expectativas de exposición que más les ponga a los amantes, que básicamente son tres: privacidad absoluta, peligro inminente o escándalo público. Y es preferible estar de acuerdo de entrada con la elección, aunque lo ideal sería llegar a ese acuerdo sin ni siquiera haberlo acordado.

Se condimenta con algo de luz. La sensación lumínica idílica varía en función de los gustos. Yo prefiero que la luz ilumine, sí, pero que jamás nos llegue a denunciar. Y si os gusta veros por duplicado, hay que tener cerca espejos o cámaras. También se puede aderezar con algo de música, yo recomiendo en ese caso tener muy controlada la playlist, no vaya a ser que te entre un Fary o un Carlos Baute y te corte de golpe todo el rollo.

Se huele. Se huele todo el tiempo. Lo importante que es olerse durante todo el proceso. El olor corporal es al sexo lo que a la comida el sabor. Hay que ir probándose continuamente, ya que hay platos que, por muy buenos que estén, jamás te gustarán o que un día, de pronto, dejan de gustarte, o que te saturan o incluso que de pronto pueden empezar a provocarte alergias. Es todo una cuestión de feromonas. Y como animales que al final somos todos, aquí no hay nada que responda a la pura y fría racionalidad.

Y ahora, por fin, el arte de darse lo suyo entra en juego.

Porque llega el mundo de los preliminares, definido siempre por aproximación. Son esos últimos cinco centímetros antes de su piel. Retardar todo aquello que ambos deseáis que ocurra. Disfrutar del camino, hacerlo durar más que el destino. Hacer sufrir con la espera pero a base de bien. Calentar a fuego lento, lentísimo, casi marcando el tempo con cuentagotas. Cuando hayáis empezado a desprender algo de sudor, es el momento de pasar a la acción.

Y ahora sí. Se macera todo con una postura. Aquí no sólo va a gustos, sino también al estado de forma física y la dureza de ambos miembros. No es lo mismo optar por una vertical, que por una horizontal o por una postura mixta. La edad y los años que llevéis juntos acabarán haciendo el resto e incluso eligiendo por vosotros.

Se remueve bien, se bate, se mezcla y se deja haciendo chup chup. En cuanto al tiempo, de nuevo aquí va a gustos. Si lo dejas poco, seguro que te quedará crudo. Si te pasas, acabarás quemado. Al dente es un punto complicado, pero es ése en el que nada se pega y todo sabe mejor.

A partir de este momento hay amantes que se pierden porque acaban confundiendo ritmo con velocidad. No hay nada como saber sincronizarse con otro cuerpo y dejar que fluya lo que tenga que fluir. La sincronía, el sincopado, el contrapunto. Conceptos musicales que seguro que se inventaron para follar. Perdón, para hacerse el amor, quería decir.

Sírvase todo acompañado de un buen orgasmo. Ese gran desconocido. A menudo sobrevalorado. Pero tan agradecido también. Pretender glosarlos todos sería tan complicado como tratar de clasificar las gotas de agua. Cada uno es un mundo. Y está bien que así sea. Porque nos convierte a todos en exploradores novatos cada vez. Aunque lo cierto es que un orgasmo no es nunca condición necesaria, pero sí suficiente.

Hasta aquí la receta, aparentemente sencilla y sólo para dos.

Si hay más de dos, añádanse ingredientes a gusto de los comensales.

Y si hay menos de dos, entonces ya no estaremos hablando de hacer el amor.

Sino de comprarlo hecho.

Descubrir una persona es exactamente igual que descubrir cualquier ciudad.

Lo primero que hay que hacer es cruzar alguno de los puentes que llegan a ella.

Te han hablado tantas veces de sus monumentos, de lo que no puedes dejar de visitar.

Pero tú llegas siempre a través de lo que sólo se ve desde fuera.

De los suburbios.

La periferia.

Tu intención es llegar al centro.

A la parte histórica.

Y una vez llegas, siempre descubres algo nuevo, algo que no estaba ahí.

Porque las ciudades, como las personas, nos pasamos toda la vida cambiando.

Cambiamos de aspecto.

De tamaño.

De estación.

De ambición.

Pero hay una cosa que jamás cambia.

Y es la intención de seguir cambiando.

La intención de seguir Viajando con Chester.

112 CENTÍMETROS

112 centímetros. Es lo que a día de hoy levantas del suelo. Es ese punto que muy pronto vas a dejar atrás. Y a partir de ahí, tantas y tantas cosas que te irás dejando por el camino. A mí, entre ellas. Pero no es momento de ponerse triste. Al menos ahora no me apetece. Hoy, que celebramos el inicio del invierno, la noche más larga del año y el fin de una nueva cosecha de Sagitarios, hoy que también estamos de enhorabuena por tu quinta vuelta completa al sol, déjame hablarte desde la ignorancia de alguien que ha dado la misma vuelta la friolera de ocho veces esa cantidad. Déjame hacer como si tuviera la experiencia que en realidad siempre me iluminó tarde, y por tanto que jamás me sirvió.

112 centímetros. Es hoy por hoy la máxima distancia entre tu cabeza y tus pies. Una distancia que se irá haciendo cada vez más insalvable con el tiempo. Y no sólo físicamente. Porque pronto verás lo difícil que es dirigirte hacia donde realmente quieres. Y porque un día te encontrarás de pie en cualquier otro sitio, menos aquél en el que te gustaría estar. Ese día, habrá llegado el momento de cambiar de brújula. La buena noticia es que la has llevado siempre instalada. La llevas ahí, protegida entre tus costillas, junto a tus dos únicas bolsas de oxígeno y bien cerquita del estómago, para que lo pueda escuchar también. Es la que te da punzadas cuando no estás haciendo lo correcto. Es la que se te encoge ante la injusticia y la falta de humanidad. Síguela y descubrirás la necesaria distancia entre equivocarse y arrepentirse, entre una vida con sentido y una muerte consentida por quien jamás la mereció.

112 centímetros. No de altitud, sino de altura. Supongo que aún no habrás percibido la diferencia. No pasa nada, ya la percibirás. La altura es la distancia vertical con la superficie que pisas. Mientras que la altitud, hace referencia siempre a tu distancia con el nivel del mar. La altura es un concepto relativo, y como tal, depende de dónde partió la medición. Y tú partiste de unas condiciones más que favorables. Eres realmente un privilegiado, y espero que eso lo tengas siempre muy presente. Te pase lo que te pase en la vida, jamás olvides que lo que para ti fue normal, para muchos —pero muchos son muchos— fue una meta a la que aspirar. Y no hablo de condiciones socioeconómicas, que también. Es que encima naciste sano. Y eso ya fue un punto diferencial con respecto a tantos niños que no obtuvieron semejante regalo. Pero es que además naciste deseado. Y con una familia que —pese a todo— se quiere y se quiere mucho, de hecho se quieren tanto que hasta a veces duele. Jamás lo olvides, porque quien olvida lo que tiene, acaba perdido por culpa de lo que desea. Y tampoco te olvides de los que no tuvieron tu suerte. A los que nacieron a nivel del mar. E incluso por debajo, esos que aún no pueden ni respirar. Ellos merecen no sólo tu atención, sino tu apoyo, tu compromiso, tu dedicación. Nadie se puede sacar a sí mismo de un pozo. Y tu felicidad dependerá siempre de la capacidad para hacer felices a los demás. En realidad la felicidad es un proceso social, no somos plenamente felices hasta que aprendemos a hacer felices a los demás. Lo otro se llama satisfacción, y dura menos que cualquier garantía. Así que aunque sólo sea por egoísmo, jamás te olvides de ellos. Jamás.

112 centímetros. Y apuesto a que a estas alturas del texto ya habrás alcanzado los 113. Ya llego tarde. Seguro. Otra cosa que también te pasará a ti. Llegar tarde a tantas y tantas cosas. Algunos lo llamarán fracaso. Te dirán que esto y aquello era imposible. Pero tú no te dejes decir eso. Sólo hay una cosa imposible en este mundo. Que alguien te quiera más que tu madre y yo. El resto, está todo por inventar.

112 centímetros. Algo me dice que serás más alto que yo. Y más guapo. Y más listo. Y más todo. Pero poco a poco, descubrirás que hay algo muchísimo más importante que ser alto, guapo, listo y todo. Y ese algo es algo tan difícil y a la vez tan sencillo como ser querido. Y eso significa serlo sin condiciones y sin cobro revertido, vamos, de verdad.

Ahora sí, desde mis ya menguantes 184 centímetros te lo puedo desear. Feliz cumpleaños, peke.

Feliz vida. Y feliz Navidad.

Imagen 03

ARITMÉTICA EMOCIONAL BÁSICA

Todo suma. Lo bueno, lo malo y lo regular. Aprendemos a agregar antes que a hacer cualquier otra cosa. Agregamos experiencias, agregamos conocimientos, agregamos personas en nuestro camino que en un principio nos pensamos que nunca jamás van a dejar de estar. Mentira, pero da igual.

Sumamos años de uno en uno y a la cifra resultante la llamamos edad. Sumamos sonrisas y lágrimas para más pañuelos de los disponibles. Princesas y ranas. Guerra y paz. Sumamos cosas que no encontraremos hasta la próxima mudanza. Sumamos todas las cosas que nos dijimos y nos las dijimos mal. Sumamos reproches. Arrepentimiento. Remordimientos. Fatal. Y para abusar de esta anáfora aditiva y adictiva, sumamos y me llevo una hostia. Y otra. Y otra más. Porque jamás paras de contar. Aunque te descuentes del todo. Aunque ya no sepas ni por dónde vas.

Sumamos dejes. Frases hechas. Coletillas que la vida nos pega. Historias a nuestra vida en continua explicación. Biografías en constante evolución que de tanto en tanto decidimos reeditar. A la gente le contamos una milonga cada vez mejor contada. Si te gustó mi vida hasta la última vez que nos vimos, espérate que ésta te va a encantar. Porque en cada último episodio hay siempre un giro inesperado. Porque siempre irrumpe un tenemos que hablar. Porque sumamos héroes y también villanos. Historias para no aburrir. Y así, de milonga en tango, sumamos más y más razones para no tener que cambiar.

De modo exponencial vamos aprendiendo la distancia entre sumar y acumular. Porque cada cosa que entra desplaza a otra que deja de importar. Gestión eficiente del stock de nostalgia. Sistema FIFO sentimental. Y sumarlo todo desde tan joven tiene siempre una parte oscura, que es nuestra capacidad —también creciente— de restar.

La primera resta que realizamos es la necesaria diferencia entre lo que teníamos antes y lo que ahora hay. La comparación es siempre tan odiosa porque o bien te hartas de lo que te sobra, o bien echas de menos lo que ya no está. Ya, ya sé que nadie es mejor que nadie. Pero a todo el mundo se le puede comparar. Y ahí perdemos lo que otros ganan. Y ahí ganamos aquello a lo que no sabíamos que podíamos aspirar.

Restamos cada vez que nos despedimos. Aunque lo más asombroso de todo es que por mucho que restes, jamás esta resta dará cero. Siempre hay algo de lo que te puedes alegrar. Aunque sólo sea la capacidad de seguir creciendo y calculando. Que no está mal.

En algún momento, si tienes suerte, te llegará el momento de dividir. Partir tu vida como mínimo en dos. Hacer inventario y separarte de tu otra mitad. Y no hablo sólo de tu colección de vinilos. Hablo también de tus amigos, ya nunca más imparciales. De tus lugares favoritos. Del hotel de tus sueños. De todas las sonrisas ligadas a cualquier ciudad. Hablo de recuerdos en custodia compartida. Hablo de complicarte las fiestas de Navidad.

Porque es que hay gente que no necesita dejarte, pues te divide incluso cuanto está contigo. Y tendrás que acabar con relaciones impasibles si no quieres romperte de tanto estirar. Cuando duele irse, pero quedarse duele todavía más.

Y entonces, de nuevo con muchísima suerte, puede que algún día te encuentres a alguien con ganas de juntarse contigo para multiplicar. Alguien que no te juzgue más allá de lo imprescindible. Alguien que no tenga ganas de estar contigo para cambiarte por otro. Alguien que entienda que para que una relación tenga sentido, es imprescindible que juntos no seáis menos, sino más. Cualquier múltiplo de vuestra vida en soledad. Alguien a quien le guste tu yo de ahora, no aquél del que te quiere dis­frazar.

Lo peor que te puede pasar es que de pronto, un día y sin previo aviso, te multipliquen por cero y tengas que volver a empezar. Pero incluso entonces, recuerda lo que te he dicho al principio del texto, por si lo llegaras a necesitar.

Todo suma. Lo bueno, lo malo y lo regular.

LA ESTRATEGIA DEL CRUASÁN

La vida es una sucesión de desajustes. Notas discordantes y agrupadas en sinfonías dodecafónicas de veinticuatro horas. Agujeros aleatorios en unos folios tamaño día que jamás podremos encuadernar. Nos creemos que todo tiene un porqué. Que la gente tiene un plan. O peor, un destino. Que en realidad, todo lo que sucede conviene. Que no hay mal que por bien no venga. Y yo qué sé qué cantidad de tonterías más. Y así hacemos ver que por fin lo hemos entendido. Cuando la verdad es que casi nada se entiende, porque casi nada ocurre por obra y gracia de nuestra voluntad. Simplemente ocurre y ya está.

En esta teoría del caos de andar por casa, hay ciertas cosas que todos sabemos que en algún momento deberíamos dejar de hacer y, sin embargo, por algún mandato divino, contubernio neocapitalista o simplemente por mera superstición, tomamos la iniciativa e insistimos en convertirlas en tradición.

Tú entra en cualquier bar y pídete un cruasán. Me juego el tipo a que jamás te lo traerán solo. Entre el platillo que lo sostiene y tu bollo de luna creciente, ahí está, ahí está, la servilleta de Alcalá. Ese puñetero trozo de papel de una sola capa que siempre se engancha, que deja tu cruasán perdido de trocitos de papel y que encima no te servirá ni para limpiarte la boca, pues acabará perdido de migas que se reproducirán por todo el lugar. Un gasto estúpido e innecesario pues si el plato se supone limpio, a santo de qué había que protegerlo y sobre todo contra qué. Un gesto que intenta dar una imagen de higiene y servicio, cuando lo que en realidad te está suponiendo es un verdadero incordio, una señora incomodidad, para ti y para los que te rodean, obligados a presenciar un espectáculo tan finolis como levantar el meñique para beberse el café. La versión pyme de la falta de urbanidad.

Pues bien. Nuestra existencia está plagada de momentos cruasán. Detalles que hacemos con la mejor de las intenciones y que no sólo no hacían falta, sino que lo que vienen es a empeorar lo que ya había. Momentos en los que alguien debería hacernos ver que en ese caso, menos es más.

La intención es lo que cuenta, algunos dirán. Ya. Vale. Anda cuéntame otra, porque el cementerio está plagado de gente que sólo quería ayudar. Eso está bien para Flanders de Pleasantville vestido de Teletubbie. Pero los que hemos pasado ya el primer divorcio y el último gatillazo, deberíamos intentar ir más allá.

Parejas que celebran por todo lo alto San Valentín y, sin embargo, llevan años sin construir ni un equipo cohesionado ni un proyecto en común. Empresas que desatienden a los clientes que tienen para gastarse ingentes sumas de dinero en conseguir más. Partidos políticos que intentan alzar en vuelo a lomos de un titular sobre limpieza y honestidad cuando hace años que no barren su propia casa, el clásico síndrome de Diógenes político, de mierda hasta la azotea.

No lo atribuyas sólo a la mala fe. A otra cortina de humo. A la incoherencia humana. Al maquillaje del marketing. O a la falta de arrestos para iniciar una transformación de verdad. Que también.

Piensa en lo que hacemos cada uno de nosotros en nuestro día a día. Nos empeñamos en ser imprescindibles allá donde no nos necesitan, y dejamos a menudo desatendidos aspectos de nuestra vida donde sí deberíamos liderar. Con demasiada frecuencia no hacemos falta donde actuamos, y seguramente si incidiésemos sobre otras áreas, nuestra ayuda se notaría mucho más. Somos más servilleta que cruasán.

Y es que el liderazgo no consiste sólo en saber hacia dónde dirigir las naves. Sino también en escoger quién se quedará en el puerto y sobre todo a bordo de qué se navegará.

Báilalo.

Báilalo todo.

Jamás dejes de bailar.

Por mucho que no escuches la música.

O que te duelan los pies.

Tú baila lo que te echen.

Que a veces te sonará a tango.

A bolero. A milonga. O a yo qué sé.

Pero tú baila.

Baila a la luz de la luna.

Baila con la más fea.

Baila aunque te pisen cada paso que des.

Que el día menos pensado dejará de sonar la música.

Y ese día que te quiten lo bailao.

Será el momento de acudir…

… Al rincón de pensar.

Q MAL NOS QUEREMOS

Qué mal nos queremos. Qué mal andamos de cariño del bueno. Qué poco nos paramos a darnos lo nuestro. Y ya no digamos lo de los demás. Qué pronto se acabó lo que se nos daba, si es que se nos dio. En este déficit emocional globalizado y transnacional no existen ya ni clases medias ni clases altas, aquí todos somos mileuristas de un amor hipotecado, aquí todo el mundo es un sin techo de amor del que duele cuando sana, amor del de verdad.

Y todo por querernos mucho, muchísimo, sí, pero mal, con lo cual acaba siendo peor el remedio que la enfermedad. Porque cuando algo es malo y sin embargo escaso, no hay que preocuparse demasiado, es mucho más fácil de evitar, y ya no digamos de erradicar. Pero si encima te lo profesan en cantidades industriales, si hablamos de una pandemia a nivel mundial, inténtate tú escapar. Es imposible. Y así nos va.

Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos por descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí, sin pedir nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que hacer mucho para currárselos. Es el querer de una madre, sí, pero también cualquier amor que llegue demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado incondicional, ese que cuando te vienes a dar cuenta de que lo tenías, te giras y ya no está. Y es entonces cuando empiezas a echarlo de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no se le puede corresponder… ni apartar.

Y es que no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el amor propio, el amor a uno mismo. Ese que alguno confunde con soberbia o prepotencia y a otros les da vergüenza manifestar. La gente aquí no tiene punto medio: o se pasa de frenada, como es mi caso, o en su vida no lo llega ni a probar. Esta última es la humildad mal entendida, la que te divide día a día como individuo y te apaga como una vela en medio de esta tempestad a la que llamamos rutina. Lo necesario que es pasar más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo difícil es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un poquito más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y comprobar que cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban refugiándose un poco más allá.

Y así no es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos enamoramos y hacemos ver que nos da igual. Vayamos poquito a poco, no te vaya a soltar un te quiero demasiado pronto, no nos vayamos a precipitar. Como si esto que te sale del corazón fuese agua del grifo. Ahora lo caliento, ahora lo enfrío. Ahora le doy a chorro. Ahora gotita a gotita y no más. Y el día menos pensado se te olvida quitar la llave de paso y te encuentras flotando empapado en medio de tu propia soledad. Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede elegir la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismos, tratando de convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha dejado de escuchar.

Dentro de este ramillete improvisado de amores nocivos, no podíamos olvidar los que encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los yonkis de la intensidad. Es difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo consiguen. Y entonces qué. Porque destruirse es como acariciarse: por muy bueno que seas contigo mismo, siempre hay alguien que lo hará mucho mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú no llegarías jamás. Y es que nadie me hiere como tú.

Qué mal nos queremos cuando quererse es atraparse, meterse en una urna y verse marchitar. Entramos en el mundo de los reproches, de las libertades fingidas, del tú verás, del te quiero tal como te imagino. T’estimo, ets perfecte, ja et canviaré.

Y para terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la inmensa horda de amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería, porque a nadie se le ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas que cenan siempre en silencio. Parejas que si se cuentan el día, lo hacen como quien repasa sin hambre la carta. Parejas que han olvidado que el hecho de hablar no tiene nada que ver con el acto de comunicarse. Para lo primero basta con mover la boca y emitir fonemas. Para lo segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.

Y hablando de ajenos.

Por muy mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.

A que sí, cariño.

Barbilla bien alta.

Mirada al frente.

Paso firme.

Y patrás ni pa tomar impulso.

Sigue la carretera.

Con todas sus curvas.

Con todas sus rectas.

Pero jamás te pierdas lo que pasa fuera del asfalto.

Ahí está la gracia.

En saber disfrutar sin perder la trazada.

En saber mirar hacia donde todo el mundo mira.

Y ver lo que nadie más ve.

Barbilla bien alta.

Mirada al frente.

Paso firme.

Y patrás ni pa tomar impulso.

Encontrarás gente de cara.

Te dirán que ya estuvieron.

Que no llegarás.

Que no vale la pena.

Pero no tienen ni idea de la gran diferencia.

Que esta vez no van ellos.

Esta vez, vas tú.

Y te caerás, si, como todos.

Pero te levantarás como nadie.

Barbilla bien alta.

Mirada al frente.

Paso firme.

Y patrás ni pa tomar impulso.

Que mientras el mundo siga girando…

… tú sigas Viajando con Chester.

PERDONA PERO PERDONA

Que no te cuenten milongas. Ni regalos, ni aniversarios, ni siquiera el mejor polvo sobre la mejor cama. El amor del bueno se demuestra sólo en tres momentos clave: en el fracaso, en la enfermedad y en el perdón. Todo lo que no sea esos tres momentos, es todo mentira. Autoengaño emocional. Facilidad de cariño. Un quererse mientras nos sea cómodo. Y es que hasta los barcos de motor avanzan con viento a favor.

El fracaso y la enfermedad vienen, normalmente, solos. No hace falta ir a buscarlos a ningún sitio. Son las hostias que te da la vida sin que las pidas, y muchas veces sin que ni siquiera las merezcas. Es verdad que hay gente que compra más números que otros, pero en general suelen ser vivencias tan inesperadas como injustas.

La única ocasión que depende de nosotros de alguna forma es el perdón. Perdonar es la única actividad que nos hace amables, es decir, seres dignos de ser amados. Poner por delante el derecho del otro a equivocarse, frente a nuestra presunta obligación de hacer de jueces implacables ante las faltas de los demás. Olvidarnos de nuestro dolor y pensar sólo en el ajeno, dejar de lado nuestra falsa superioridad momentánea y coyuntural para volver a nivelar las cosas, y ser conscientes de que nosotros también podremos cagarla en cualquier otra ocasión.

Perdona pero perdona de verdad. El perdón es lo que nos hace humanos y nos devuelve a la condición de seres erróneos. Quien no perdona no ama. Quien nunca ha sido perdonado aún no tiene seres queridos. Y quien no sabe perdonar, aún no sabe lo que es querer de verdad. Perdona si te llamo amor, pero de verdad.

Perdona pero perdona hasta el final. Que cuando hablo de perdonar, no me refiero a pronunciar simplemente un «te perdono». No. Eso es maquillaje moral. Bienquedismo social. Eso es sólo el principio de un proceso que quieras o no, va a durar lo que los dos os tardéis en recuperar. Porque el perdón de verdad analiza las causas y minimiza los efectos. Porque el perdón de verdad queda lejos de un borrón y cuenta nueva. Por la cuenta que nos trae. Por los viejos tiempos, sí, pero también por los que vendrán.

Perdona pero perdona lo que haga falta. Cuanto más grande sea la cagada, mayor será tu oportunidad para perdonar. Y no se trata de predicar rollos judeocristianos sobre la culpa, el arrepentimiento o el acto público de contrición. Qué va qué va, yo leo a Kierkegaard. Es que en esta vida serás tan grande como el perdón que hayas sido capaz de otorgar. Así de claro. Tal cual.

Perdona pero perdónalo ya. Y ojo que no se trata de pretender que aquí no ha pasado nada. Aquí ha pasado y mucho. Nada más triste que tener que olvidar. Perdonas cuando esto que ha pasado, lejos de separarnos, nos ha unido más. Ahí es donde se juega la nueva relación su futuro. Si no eres capaz de sentirte más cerca cuando perdonas, eso es que no estás perdonando de verdad.

Perdona pero sobre todo sé perdonado. Porque ser perdonado es el otro gran chute de energía vital. Notar que no existe una segunda oportunidad, porque ésta vuelve a ser la primera. Creer en lo que se había construido antes de cagarla. Y ser consciente de que puede que nos volvamos a equivocar. Es el hoy por ti mañana por mí de las relaciones humanas. La vaselina que nos da la vida para poder continuar.

Y por último, perdona a quien haya que perdonar.

Piensa siempre que la alternativa es ir por la vida pidiendo permiso.

Y eso, como todo el mundo sabe, sí que es una cagada monumental.

SI ME MURIESE HOY

Si me muriese hoy habría gente que hasta se alegraría. Para qué nos vamos a engañar. Si es que incluso la peor noticia para uno puede ser una gran noticia para los demás. Y lo tranquilo que me iría pensando que iba a hacer a toda esa gente feliz de golpe. Celebrando mi defunción. Alguno montaría una fiesta y bebería a mi salud. Con suerte les cogía a todos un cólico nefrítico o acababan con un coma etílico celebrándolo en el hospital. Dan ganas de resucitar sólo para verlo. A ver si lo de Jesucristo fue el primer owned de la historia.

Si me muriese hoy me gusta pensar que también habría gente que se pondría triste. Gente a la que le sabría mal. Gente que me quiso por encima de mis posibilidades. Gente que me echará de menos. Vete tú a saber por qué. Son la gente a la que veo menos de lo que me gustaría. Gente a la que últimamente no me da tiempo ni de llamar. La gente que me ha hecho feliz. La gente que vale la pena. Gente por la que esta vida merece ser vivida. Gente que para mí ha sido y siempre será especial.

Y por último está toda esa gente a la que si me muriese hoy, le daría igual. Vamos, la inmensa mayoría de la población mundial. Personas a las que les acabo de dedicar más tiempo del que ellas me dedicarán jamás.

Si me muriese hoy mismo dejaría tantas cosas a medias. Frases que jamás supe ni pude acabar. Te voy a querer para toda la. Te voy a hacer la mujer más feliz del. Lo nuestro nunca se. Por qué no nos. Hasta cuándo vamos a. Yo nunca más me volveré a. Cuando quieras yo te. Jamás nos separará ni nada ni. Qué hace ese hombre en tu. Mírame a los ojos y dime que. No eres tú, soy. Es la primera vez que me.

Aunque la verdad que si me muriese hoy también habría vivido muchísimo. Frases que acabaron tan arriba que la verdad que daba lo mismo cómo empezaron. Porque bien está lo que bien acaba. Y porque mal está lo que no mereció ni un triste final. Curiosamente, todas rimaban con aquí y ahora. Jamás con el pasado, ni con el futuro, ni con vamos a contar mentiras tralará.

Si me muriese hoy mismo la verdad que sería una putada enorme. Justo cuando acabo de conocerte. Justo cuando me he comprometido con la idea de hacerte feliz. Ya, ya sé que mi credibilidad lleva veinte años buscando asilo político de su propia hemeroteca. Pero todas las tendencias están ahí para romperse. Y quién te dice a ti que he vivido lo que he vivido para llegar a ti. Y quién te dice que no eres tú mi anomalía. Mi punto de inflexión. Mi destino más original, que viene de origen, porque sólo cuando sabes de dónde vienes puedes querer realmente dirigirte hacia donde vas.

Por eso, si me muriese hoy, tendría por un lado la tristeza de dejar de mirarte a los ojos para toda la eternidad. Pero por otro, sería feliz por haberte disfrutado aunque sólo fuese unos días. Porque una vez más, el corazón habría triunfado. Sí, ya sé que te he puteado toda la vida, me diría, pero no me digas que no te he reservado el mejor sabor de boca para el final. Y yo no tendría más remedio que darle la razón, insisto, una vez más. Y es que lo que se firma con el corazón puede acabar bien o puede acabar mal, pero como un error, jamás. Es lo que tiene la sangre, que donde no hay vida, no está.

Por eso, si me muriese hoy, por fin tengo muy claros tanto mi esquela como mi epitafio.

La primera, sería un flyer válido para entrar en cualquier macrobotellón con barra libre.

Y el segundo, tendría sólo tres palabras: su anuncio aquí.

Érase una vez… un abrazo.

Un abrazo de esos largos, cálidos, de los que te da tiempo a respirar.

Un abrazo que nació entre dos amantes imposibles.

Dos personas que sabían muy bien que no se verían ya nunca más.

Por eso nació triste, sabiéndose el último de su saga, un bellísimo punto y final.

Durante años, el abrazo buscó consuelo y no encontró más que abrazos de compromiso.

Gente que se abrazaba por abrazar.

Pero un día, ese mismo abrazo se encontró a dos amigos a punto de perderse.

Estaban en ese punto en el que cualquier palabra mal interpretada podía romper su amistad.

Uno de ellos buscaba el perdón y el otro no sabía muy bien cómo podérselo dar.

El abrazo se colocó entre ellos.

Los miró a los ojos.

E hizo lo que sólo un buen abrazo puede hacer.

Fundir sus cuerpos en un solo destino.

Borrar heridas, responder preguntas y saldar cuentas.

Enviarles de una vez por todas…

… Al rincón de pensar.

CREDENCIALES

Una estudiante me ha entrevistado esta semana, y así como quien no quiere la cosa, me ha formulado la pregunta más difícil que me hayan hecho jamás. Armada con su grabadora, su libretita, sus ganas de comerse el mundo y hacerse un hueco en la profesión, lo que ha conseguido con una simple pregunta ha sido enfrentarme al abismo que todos llevamos dentro. Abrió sus enormes ojos, me puso cara del Gato de Shrek y me lanzó un «¿en qué cree Risto Mejide?».

¿No prefieres que te cuente por qué llevo gafas de sol? A la chica no le hizo ni puñetera gracia. Vale que tampoco era el mejor chascarrillo del mundo, pero después de hacer aguas, mi sentido del humor era como ese desodorante malo de los anuncios, me había abandonado justo en el peor momento. Ella esperaba una respuesta honesta, directa, clara y sincera. Y todo lo que me venía a la mente eran chistes peores que ése y un artículo que escribí hace ahora casi diez años tratando de responder a la misma inquietud. Y me di cuenta de que había llegado el momento de revisarlo, completarlo y ampliarlo. Había llegado el momento de mojarse.

Querida estudiante, aquí va la respuesta que tú merecías en ese momento y yo no supe improvisar.

Para empezar, creo que soy idiota. Igual no soy el más idiota que encontrarás, pero fijo que estoy entre los que más idioteces han cometido. Ahí tienes, por ejemplo, a cualquiera de mis ex. No hace falta ni que hables con ellas. Viendo el pedazo de mujeres que he dejado escapar, ya te puedes hacer una idea de lo idiota que soy. Y hay más. Mucho más.

Creo en las cosas concretas. Conozco muy bien el peligro de las palabras abstractas y ya no me fío de quien me vende algo que no se puede comprar. Por eso no creo en la felicidad, sino en la alegría. Por eso no creo en la libertad, sino en la voluntad. Por eso no creo en la igualdad, si no es de oportunidades. Por eso no creo en la gente, sino en las personas. Por eso no creo en dios, sino en el alma. Creo que hay cosas e individuos que la tienen, y cosas e individuos que ya la han perdido para siempre.

Creo en los valores. Un valor como creencia que te obliga a un sacrificio. Y que no te engañen, no hay valores a medias. No existen. Un valor es un siempre dicotómico, binario: unos y ceros, o se practica todos los días y a todas horas, o no es. Uno no puede practicar la honestidad de nueve a cinco y luego llegar a casa y pegársela a su primera dama con una actriz. Hollande, Clinton, Miterrand. Un valor no lleva interruptor. Si no puedo confiar en la persona, jamás podré confiar en el profesional. Y viceversa.

Creo en lo que nos une. La manipulación en masa empieza con la división de tu audiencia. El primer paso es dividirlos. El segundo enfrentarlos. El tercero, polarizarlos. Y el último, llamar al exterminio del otro. Nuestro libro debe vencer sobre su Biblia, su Estatut o su programa electoral, da igual. Pues oiga, no. Ya lo dijo George Carlin. Quien te quiera manipular, buscará siempre lo que nos separa. Quien no quiera obtener nada de ti, buscará siempre lo que tengamos en común.

Creo en la vida. Por eso creo en el aborto. Creo que nadie tiene el derecho a meterse en el vientre de nadie sin su permiso, por muy diputado, ministro u obispo que sea. Y aún diría que menos aún en esos casos. Quita, bicho, quita.

Creo que todo el que mata merece sufrir todos los días durante el resto de su larga y dolorosa existencia. Por eso no creo en la pena de muerte. Porque es dejar un trabajo a medias.

Creo en el criterio, entendido como no aceptar jamás ideas de segunda mano, salvo como materia prima para fabricar las propias. Por eso desconfío de todo aquel que me dice lo que yo quería escuchar. Porque no quiere informarme, sino confirmarme y así ungirme con su Espíritu Santo.

Tampoco creo en el esfuerzo. He visto a demasiada gente que se esforzaba toda su vida y no lo conseguía y sin embargo otros, sin dar un palo al agua, les salía todo bien. Pero sí en aquello que algunos llaman suerte, que para mí no es más que una combinación de talento, perseverancia y oportunidad.

Creo que la Iglesia se ha currado mi apostasía. Creo que la elección del papa Francisco es un gran ejercicio de tanatopraxia. Mi única religión hoy es la buena fe. Y mi único dios, quien la practique.

No creo en la fama. Pero sí en el prestigio. Sé lo poco que cuesta construir la primera. Y lo mucho que vale lo segundo. Creo en apostar por el largo plazo. En la diferencia entre valor y precio. Y en las segundas rebajas. Que las cosas más importantes que puedes aprender en esta vida no se pueden enseñar. Que las preguntas son eternas. Y que son las respuestas las que cambian. Que no existen críticas constructivas ni destructivas. Existe crítica útil y crítica que no lo es.

Y por último, creo en la duda. Creo en las frases que empiezan por creo que. Porque saber, lo que es saber, nadie sabe nada. Y yo el que menos. Lo único que ha finalizado para siempre ya no es la historia, sino nuestra burda capacidad de predicción.

Y a pesar de todo lo dicho hasta aquí, querida estudiante, espero que tú no pierdas nunca el tiempo con este tipo de preguntas, como he hecho yo.

La respuesta jamás estará en lo que digas.

Sino en lo que hagas.

Volver lo que es volver nadie vuelve.

Igual te parece que llegas al mismo sitio pero nunca es verdad.

Porque nunca vuelve a ser ese momento en el que estuviste.

Y eso lo cambia todo lo hace todo distinto.

En realidad, siempre nos estamos yendo.

Eso sí, por en medio hacemos como que nos quedamos.

Echamos raíces, intentamos trascender y como mucho dejar bonitos recuerdos.

Pero ya está. Somos algo que siempre se está yendo.

Y está bien que así sea. Así jamás te repites sino que llegas dos veces.

Y allí es cuando pareces dispuesto a estrenar nuevos recuerdos.

Visto así Viajando con Chester no vuelve, porque jamás se fue.

SOY PREGUNTA

Cada uno de nosotros es una pregunta. Todos y cada uno de nosotros nacemos con un signo interrogativo que rodea nuestro cerebro, baja por nuestro esófago condensando nuestro aliento y no se detiene hasta que sutura con un punto nuestro corazón. Crecemos buscando y juntando partes inconexas de trozos de respuesta y morimos justo cuando formulamos la otra gran pregunta que siempre quedará sin contestar.

Todo junto es un proceso caótico al que llamamos vida para simplificar y al que encima tratamos de dar algún sentido por el camino. Mira si es aleatorio que las respuestas que necesitas no están nunca a mano, no sabes muy bien por qué, y las que sí te llegan, además, lo hacen siempre antes de que nadie las haya preguntado. Eso sí, la coherencia que no nos la quiten, eh. Que sóc del Barça.

A medida que te vas haciendo mayor, compruebas que las preguntas crecen más rápido que las respuestas. Quizá sea porque nos han enseñado a responder sólo a problemas ya planteados. Porque cuando llega el momento clave, el momento de la verdad, la gente que más podría ayudarte, normalmente ya se ha ido. O a lo mejor será porque creemos que la respuesta a una pregunta siempre tiene que ser eso, una respuesta, y no otra pregunta. No lo sé. Lo que sí sé es que la entropía debería haber sido asignatura obligatoria en la escuela primaria, y si no lo es todavía, que alguien le preste un cerebro al ministro Wert y veréis como lo acaba siendo.

Un día, antes de que te des cuenta, sin apenas planteártelo, de pronto notas que las respuestas hace tiempo que han dejado de satisfacerte. Porque vas descubriendo que son caducas. Porque has comprobado que son cambiantes. Porque sabes que muchas morirán contigo. O porque alguien o algo las matará. Ser pregunta te lleva a desconfiar de todas las respuestas. Ser pregunta te lleva a alimentarte de más preguntas.

Y así es como surge el relato de nuestra vida.

Un héroe no es más que alguien que defiende una pregunta. Abierta, grande, universal, no con una sino con tantas respuestas como vidas se la planteen. Es alguien que cree que mientras hay preguntas, hay esperanza. Mira los niños, que no paran de preguntar por qué. Y los artistas. Y los científicos. Mira Bertrand Russell. Un villano, en cambio, no es más que quien pretende rodear esa misma pregunta con la antimateria de su respuesta. Él sí que sabe lo que nos conviene y quiere cerrar la pregunta, desactivarla, meterla en un ataúd. Un mundo de sólo respuestas, es un sistema inerte, un sistema muerto, un sistema que ya está.

Tú haz lo que quieras, pero yo desconfío de las respuestas tipo test. Desconfío de los que me quieren hacer responder sí o no. Soy firme militante del depende. Será mi sangre gallega mezclada con catalana. Y si es así, aún me siento más orgulloso de venir de donde vengo.

Pero si ese alguien además, es un político, entonces la desconfianza se convierte en cabreo. O sea, que no me tengo que preocupar, que ya me das tú todas las opciones posibles. Como si fuera ese mocoso al que tratas de educar por el buen camino. El clásico truco de darle dos opciones al niño para que no se me pierda, que haga lo que yo quiero y que encima crea que está ejerciendo su libertad. Ah, y no nos olvidemos, me traspasas el problema, que es tuyo, y que por eso te pago, para que lo resuelvas tú. Para que encima puedas seguir ejerciendo tu incompetencia, pero ahora encima con mi bendición.

Menos Mas que aquí llega Artur para solucionárnoslo todo. Tranquils, que ja sóc aquí. Amb il·lusió. Y para que no nos falte de nada, nos viene no con una pregunta, sino con dos. Una embarazada de otra. Es una pregunta con polizón. Un kinder sorpresa de la duda. Y así, complicando una pregunta, se empequeñece aún más la respuesta. Sin matices ni medias tintas ni grises, que de eso ya tuvimos bastante durante cuarenta años.

Los chinos, que de tinta saben un rato, utilizan la misma palabra —wenti— para designar al «problema» y a la «pregunta». De tal manera que a quien tiene muchos problemas, prefieren decirle que tiene muchas preguntas. Sigues sin solucionar nada, pero y lo bien que te lo pasas confundiendo al respetable.

No me pienso esperar al 9N. Yo es que me pregunto encima. Y me pregunto qué hará nuestro visionario president cuando el choque de trenes sea ya algo inevitable. Y lo peor, qué haremos entonces el resto de catalanes que seguimos creyendo en la convivencia pacífica y en que el oficio de un político es siempre y por encima de todo, sentarse, dialogar y negociar.

Ése sí es mi problema.

Ésa sí es mi pregunta.

Imagen 04

EXISTEN&CIA

Reunidos mi pasado —en adelante AYER—, mi presente —en adelante AHORA—, mi futuro —en adelante MAÑANA— y un servidor —en adelante no, porque ya se supone que el que escribe soy YO—, Creo que y sin perjuicio de que, pese a llevar ya toda la vida juntos, a estas alturas todavía ninguno pueda fiarse del otro, lo que sí hemos acordado es lo siguiente:

1. AYER renuncia definitivamente a ejercer toda influencia sobre HOY. Y es que por la presente, y de una vez por todas, AYER se compromete a encontrar su lugar en la historia. Por supuesto que se le agradecen los servicios prestados, y se le reconoce el mérito de habernos ayudado a llegar hasta aquí. Cada una de sus medallas son los recuerdos que hemos decidido conservar, cuidar, deformar y maquillar. Hala, una plaquita conmemorativa, un homenaje en Qué tiempo tan feliz y Ciao pescao.

2. Asimismo, AYER se compromete a comportarse como lo que es, un mero punto de partida, una simple pista de despegue, o de desapego, según se mire, algo necesario para partir, para irse, para volar y viajar más lejos de lo que se está. En ese sentido, quedarse a vivir en él deja de tener sentido, pues como todo el mundo sabe, en una pista de despegue no se puede ni dormir ni follar ni na de na. Bueno, a lo mejor alguien sí puede, pero casi que no me lo presenten. Da igual.

3. AYER ya no mueve molino. AYER ni lo has de beber. Pero AYER sí que cuenta cosas que siempre vale la pena escuchar y pensarse. Cuentos que hablan de aciertos y fallos. Cuentos para no soñar. Cuentos en los que a veces hasta se comen perdices. Y otras, barbas de un vecino que cortaron sin llegarse a remojar. Son ecos de los errores cometidos, viajan más rápido que el sonido para intentar evitar lo inevitable. Que caigamos en ellos dos veces. Que no ejerzamos nuestro derecho a estrenarlos en voz ajena. A estrellarnos en piel propia. Y así aprender a rectificar. O a justificarse. Qué más da.

4. La función del MAÑANA queda relegada estrictamente al ámbito de los motivos, familiares directos de toda motivación. Está permitido que lo que nos pueda pasar nos dé cualquier cosa menos miedo. Porque el miedo es el antídoto de la ilusión, el bromuro de la vida, el Carlos Baute de la musicalidad. Que en el MAÑANA dejemos sólo aquello que nos empuje a continuar. Aquello que nos continúe empujando. Que sólo se respire esperanza. Y ya está.

5. Aunque a priori parezca obvio, recuerda que NADIE tiene derecho a poseer tu MAÑANA. E hipotecarlo es, de alguna forma, hacerse con él. Donde digo hipoteca piensa en cualquier promesa. Cualquier cosa que sientas, la sientes HOY, pero el hecho de que no la puedas garantizar para el resto de tus días, no desmerece para nada tu sentimiento actual. Más bien al contrario, lo fortalece, lo engrandece, lo hace más bello, más vulnerable y por lo tanto muchísimo más verdad. La garantía, otra gran falacia que queda derogada hasta nuevo desorden. Mi MAÑANA queda por tanto libre de todo servilismo y esclavitud. Sólo pertenece al mundo de mis sueños, de mis ilusiones, de mis ojalá. Y me pienso ocupar de que ahí no entren los yo nunca, los imposible, los yo ya te lo dije y los seguro que ya es el final. Jamás prometas. Si al final lo puedes cumplir, lo cumplirás. Y si no, ya me dirás para qué coño lo prometiste. Habrás mentido y quedarás mal.

6. En cuanto al AHORA, en él deposito todo lo que tengo, porque eso es todo lo que hay. Al AHORA le hago acreedor y usufructuario de todos y cada uno de mis segundos, que son los primeros siempre en llegar. A él es a quien pertenezco y en él es donde pienso vivir a la voz de ya.

7. Para terminar, todo esto lo escribo en supuesto pleno uso de mis facultades motrices, y como buen culé, justo en el año en el que el Barça lo está pasando realmente mal. Porque cuando lo ganábamos todo, a ver quién era el guapo que se ponía a filosofar. A ver si en este Mundial no vamos a pasar ni de cuartos. Miedo me da. Aunque viendo mi capacidad predictiva y las dotes adivinatorias que demostré con el Real Madrid, podéis estar todos bien tranquilos. Predije que no iba a poder con el Bayern. Y ahí está.

Hay sueños imposibles. Sueños que no se cumplirán jamás.

Luego están los sueños rotos. Los sueños frustrados.

Y los sueños que parece que molesten a los demás.

A la mayoría nos cuesta recordar lo que hemos soñado.

Pero todos tenemos algún sueño imposible de olvidar.

Tener un sueño es dejar de tener sueño, así en general.

Tener un sueño es decirle a la vida que sabes por dónde vas.

Por eso, sea cual sea ese sueño.

Por muchas noches que te haya dejado en vela.

Por mucho que se rían o te critiquen por soñar.

Y por mucho que alguno te lo convierta en pesadilla.

Recuerda que soñar es la única forma de permanecer despierto.

Recuerda que soñar es la única forma de seguir…

… Viajando con Chester.

SUPONGO

Supongo. En realidad lo supongo todo. Porque saber, lo que es saber, cada vez sé menos, ojo que no es falsa modestia, es más bien soberbia frustrada y lo que es peor, encima me creo que voy aprendiendo, con lo que al final acabo confundiendo experiencia con sabiduría y la verdad es que así me va.

Supongo. Supongo que hago lo que me gusta, porque si no, estaría haciendo otra cosa. Aunque a veces me encuentre a mí mismo tragando sapos de tamaño copa balón. Aunque en ocasiones reniegue y mordisquee la mano que mece mi cuna y me da de comer. Aunque siempre me olvide del lujo que hoy supone tener trabajo y encima cobrar por él.

Supongo. Supongo que he cumplido cada vez más años y menos promesas. Supongo que se me va la vida en ratos idiotas y me muero esperando vivir, como todos, cosas que nunca importarán demasiado, y también supongo que si hoy fuese mi último día, en realidad me pasaría la jornada dando caza y asesinando a sangre fría a todos aquellos que alguna vez me han preguntado qué haría yo si fuese el último día de mi existencia.

Supongo. Y por suponer, oye que no quede. Supongo que la gente que me quiere lo hace sin interés de ningún tipo. Supongo que no esperan nada a cambio. Y supongo también que me quieren por lo que soy y no por lo que vaya o no vaya a tener. Porque si no lo pensase así, supongo que yo tampoco les podría querer de vuelta. Supongo también que ellos han visto algo en mí digno de su cariño, de su tiempo y atención. Pero tampoco intento preguntárselo demasiado no vaya a ser que empiecen a verme como realmente soy y se den cuenta del ­percal.

Supongo que ser consciente todo el tiempo es un coñazo. Que tanta intensidad al final satura, y que hay que tirarse un pedo de vez en cuando para recordarse que por muy bien que nos cuidemos por dentro, eso también existe, eso también está.

Supongo siempre un futuro mejor. Y supongo que por eso decidí en su momento ser padre. Quiero suponer y supongo que él ha venido a incrementar la felicidad media de los que ya estábamos desengañados de tanto engañar y casi hasta enfilando la puerta de atrás. Y de momento, así ha sido. Te lo puedo asegurar. Aquí ya no supongo, esto sí lo sé. También sé que él me ha enseñado más cosas en cuatro años de las que yo seré capaz de enseñarle jamás. Eso es cierto. Es dato. Es verdad.

Supongo que estoy obligado a querer a todos los que lleven mi misma sangre. Y que si eso no me ocurre en cada uno de los casos, seré un desalmado, un desarraigado, un pobre infeliz. Y sin embargo me siento bien queriendo sólo a aquellos con los que deseo estar. Debo de ser un psicópata en potencia. Es posible. Pero a veces me siento en familia incluso con gente que me acaban de presentar.

Hablando del tema. Imagino que en cualquier parte hay gente buena y buena gente. Y que no necesariamente coinciden siempre en la misma persona. Ni en el mismo círculo. Ni en la misma clase social. Y supongo que el reto está en saberlos diferenciar antes de que ellos te quieran amar, odiar o ignorar.

Y por ir acabando, supongo que todo esto que te cuento te interesa, aunque sea un poco. Porque si no, no lo habría escrito, no lo habría enviado para ser publicado y no habría intentado secuestrar tu atención pidiendo además como único rescate unos gramos de tu aprobación. Supongo que es una forma como otra cualquiera de decirte que me importas más de lo que jamás seré capaz de aceptar.

Pero todo eso que conste que sólo lo supongo.

Ahora ya podemos seguir, que hay que disimular.

ESCUCHA

Escucha. Y no a mí, que lo que yo te diga ya ves que será siempre bastante irrelevante. Escucha tu entorno, escucha a tu alrededor. Escúchalo todo. Escúchalo bien. Porque lo que se te está diciendo es clave para tu presente, tu futuro y tu supervivencia, que no es más que el paso fronterizo entre los dos anteriores.

Escucha. Es quizá el mejor consejo que alguien te podrá dar jamás. Escuchar es dejar que la vida te entre por todos y cada uno de tus sentidos. Escuchar es dejar de escucharse. Escuchar es dejar que tu cerebro respire. Abrir las ventanas de tu entendimiento para dejar que entre el aire fresco de las nuevas ideas. O de las buenas, que también las hay. Y claro que puede colarse algún bicho de tanto en tanto, pero para eso se inventó la indiferencia, que ya verás que si continúas con las ventanas abiertas, igual que vienen, se van.

Escucha y calla. Dos orejas por cada boca, recuérdalo, no es casualidad.

Escucha. Escucha. Escucha todo lo que se te dice. No hay libro, película o serie que no contenga al menos una delicia que llevarse a la boca, ni día del que no puedas sacar nada en claro, ni persona, por idiota que parezca, que no tenga algo que aportar. Y si te parece que no tiene interés, seguramente es porque tú no has sido capaz de encontrárselo.

No hagas un Mariano y escucha. Escucha. Escucha todo lo que se te dice. Pero también lo que no se te está diciendo. Porque está ahí. Entre líneas, entre silencios, entre miradas perdidas y entre la ausencia que dejan los que se van. No confundas lo que escuchas con lo que simplemente se te dice. Porque así, créeme que acabarás muy mal, o aún peor, de presidente del Gobierno.

Deja de oír y escucha. Oír está sobrevalorado. Oír es de cobardes existenciales. Cuando oyes, todo es ruido de fondo y confusión. Colchón acústico que no hace más que molestar, distorsionar la realidad, que es nítida y que está ahí para quien la quiera escuchar. No me digas que hay exceso de información. Porque eso es existirse a granel. Cuánta realmente escuchas. Cuánta realmente conviertes en delicatessen y la acabas consumiendo como tal.

Por eso, no me seas sordo mental y escucha. Ése es el verdadero secreto del marketing. Y, por tanto, de las ventas. Y, por tanto, del deseo. Y, por tanto, de la necesidad. El mundo está lleno de cosas, grupos y personas que necesitan ser escuchadas. Lo están pidiendo a gritos, y el día que tú decidas escucharlas, seguramente te cambiará la vida. Unos lo llaman revelación, otros iluminación, la mujer de Nick Clegg y yo lo llamamos cojones.

Escucha los tres tipos de personas que se cruzarán en tu vida. Los que te ven como una amenaza. Los que te ven como una oportunidad. Y luego, por último, los que a lo mejor pueden brindarte una buena amistad. O no.

Escucha los dos tipos de proyectos que pondrás en marcha. Los que el resto del mundo necesita, y los que en realidad sólo necesitas tú.

Escucha lo que todos los mejores tienen en común: son capaces de anticiparse. Al rival, al mercado, a las necesidades del cliente. Todo porque escuchan antes que los demás. Todo porque un día aprendieron a escuchar.

Hace unos meses tuve el privilegio de empezar un programa de televisión en el que me siento sobre un sofá para escuchar a gente interesante. Y desde entonces, no sólo le he cogido el gusto a esto de escuchar. Es que, además, me he vuelto un verdadero adicto.

Estoy aprendiendo aún, todavía me queda mucho, pero te aseguro que me resulta apasionante deshilachar en tiempo real las frases que recibes como se deshilacha un jersey prêt-à-porter, para volverlo a tejer en forma de pregunta o comentario a medida y luego comprobar qué tal le queda a tu interlocutor, si te la devuelve deshilachada o si por el contrario, se la lleva puesta.

En fin, todo esto para recomendarte que escuches.

Nada más, ni nada menos.

Ahora sí, dejo de largar que si no, no escucho.

Si fuera fácil, lo haría cualquiera.

Si fuera tan sencillo, estaría lleno de gente haciéndolo antes que tú.

Y si no pareciese imposible, todo el mundo lo habría hecho ya.

Por eso te sientes tan solo.

Porque de aquí en adelante, tu única compañera realmente fiel se llama Soledad.

Porque nadie cree que pueda conseguirse.

Nadie, menos tú y alguno tan loco como tú.

No te preocupes que los demás volverán el día que ya no haya nada más que hacer.

Si acaba bien, para apuntarse el tanto y explicarte el porqué de tu éxito.

Y si acaba mal, para decirte que todo esto ya lo veían venir.

Por eso tú a lo tuyo, tira millas.

Que si fuese fácil, lo haría cualquiera.

Si fuera tan sencillo, estaría lleno de gente haciéndolo antes que tú.

Y si no pareciese imposible, todo el mundo estaría…

… en el rincón de pensar.

UN ARTÍCULO DE LOS DE ANTES

Quiero dejar de vivir después. Quiero que mi vida sea siempre antes. Un antes continuo. Uno que no se acabe jamás. Quiero con todas mis fuerzas que nada de lo que haya ocurrido pueda seguir ahí simplemente para hacerme daño. Vivir después es una mierda. Vivir después es lo que nos mata. Lo que nos hunde. Lo que nos hace mal. Causa y defecto. Acción preocupación.

La vida es antes, porque la felicidad está siempre antes. Antes de llegar. Antes de conseguirlo. Aunque haya sacrificio. Aunque cueste. Sobre todo si cuesta. Conseguir algo es el primer paso para dejar de desearlo. Porque el deseo es antes, también. Porque vivir después ya no vale. Vivir después ya está.

En cambio, vivir después es vivir donde está el recuerdo, la nostalgia, el dolor y el resentimiento. Los resultados de tu analítica. El divorcio. El desengaño. La experiencia, dirás. Y una mierda, te digo yo. Por cierto, la mierda es siempre después. Antes se le llamó comida.

Antes hay anhelo, antes puede que haya hambre y haya sed, vale, pero es que después hay empacho o gastroenteritis en el mejor de los casos, o más hambre y más sed en el peor de ellos. Así que ya me dirás.

La distopía, esa sensación continua de que pase lo que pase vamos a peor, la inefable regla del tres, esa que asegura que a partir de los treinta años, de las tres de la mañana y de los tres gin-tonics, todo siempre es susceptible de empeorar. Un poco lo que nos pasa en este país. Un poco lo que pasa cuando ya has llamado mujer de tu vida a tres mujeres. Y te das cuenta de que lo fueron. Aunque ocuparan sólo su trozo. Porque ése trozo es suyo. Y siempre lo será. Y no por eso has de dejar que lo llamen mentira. Porque la mentira es la única actividad humana que convierte cualquier antes en un después.

Y ahora qué. Preguntarás. Y ahora hacia dónde.

Pues yo qué sé. De mí no esperes respuestas. Ni mucho menos sentido. Ni muchísimo menos dirección. Que yo soy de los de antes. De los que busca siempre vivir antes, que ya te lo he dicho. Porque no hay nada más peligroso que lo que alguien te vende como un antes y un después. Desconfía de quien quiere sacarte de tu antes para llevarte a su después. Porque no hay malo conocido peor que malo por conocer.

Claro que es bueno ir haciendo cosas. Y necesario. E inevitable. Y esas cosas son ellas mismas las que se ordenan en el tiempo. Pero eso no las hacen mejores por el hecho de estar más acá o más allá. Porque si así fuera, sólo iríamos a mejor. Y ya me dirás.

Yo prefiero perseguir antes como quien persigue la luz del sol y no quiere saber nada de ese después al que llamamos sombra. Y así me va. Acumulo ya más finales de los que jamás he empezado. Comienzo a menudo por el final para no tener que enfrentarme tanto a mis principios. Y sonrío de tanto llorar. Y me enamoro sin quererme enamorar.

Seguramente debería ahora hacer una apología del momento, del carpe diem de toda la vida, de aprovechar el momento, cambiarle las letras a vivir por beber y acabar este artículo por todo lo alto provocando en ti una sonrisa, y en mí la desazón de siempre.

Pero es que esta línea es justo la que va después de la anterior. Y ya no se me ocurre cómo mejorarla. Ya está escrita, ya está después. Lo que yo te diga. Seguramente habré perdido el tiempo escribiéndolo, y lo peor de todo, te lo habré hecho perder a ti.

Haberlo pensado antes.

Querida opinión, hace tiempo que nos conocemos.

Tiempo en el que nos hemos utilizado. Yo a ti y tú a mí.

Pero las opiniones, como los contratos, como las relaciones, hay que revisarlas de tanto en tanto.

Y desde que te tuve por primera vez, me he dado cuenta de que no te he vuelto a cuestionar.

Ha llegado el momento de ponerte en duda.

De escuchar a personas que igual me hagan cambiar de parecer.

Y hasta de girar hacia otro lugar.

A lo mejor de aquí a un tiempo quiero volver contigo.

O a lo mejor nos damos cuenta de que lo nuestro ya no tenía ningún sentido.

No te lo tomes a mal. No eres tú, soy yo que voy cambiando.

Soy yo que voy… Viajando con Chester.

AMOR, VERDAD, JUSTICIA Y VIDA

Ni salud, ni dinero, ni amor. Bueno, amor sí. Pero igual no tal como nos lo han enseñado. Además, en el resto hemos errado mucho el tiro, hemos andado muy equivocados, y así nos ha ido, la verdad. A todos en general y a mí el primero. Porque tener las tres cosas a la vez jamás te ha garantizado nada. Porque perder cualquiera de las tres puede ser simplemente un problema coyuntural. Lo único que sí hay que procurar y procurarse para toda la vida son otros conceptos, que además no son tres, sino cuatro. Yo los llamo amor, verdad, justicia y vida.

Amor. Si aún hay que explicarte por qué es necesario, muy poco podemos hacer ya por ti. Amor en todas sus vertientes y variantes. Desde el simple cariño y afecto necesarios para funcionar por la vida hasta el amor más profundo e incondicional, al alcance sólo de madres y poco más. Desde el encoñamiento —o empollamiento— más vergonzoso hasta el te quiero como un amigo de los que sólo me apetece abrazar. Mientras sea sincero, qué más da. Todo suma. Que conste que no sólo se trata de recibirlo sino, sobre todo, de repartirlo bien. Si encima tú eres el beneficiario, pues mejor que mejor. Cuanto más acumulas, más debes distribuir. Ojo que esto no es caridad. Es higiene moral. Porque si te lo quedas y no lo repartes, se te acaba pudriendo dentro. Como aquella planta a la que han encerrado sin luz. Se te acabará consumiendo, y por el camino encima te habrá quitado el oxígeno para res­pirar.

Verdad. Sabes que estás rodeado de verdad cuando escuchas cosas que no tenías previsto escuchar. Las opiniones que no te gustan. Las preguntas que te incomodan. Las respuestas que no has pensado tú. Los enemigos guardan siempre nuestro perfil más auténtico. Un antagonista honesto es un regalo al que hay que cuidar. Y es que lo imprevisible es siempre más cierto que lo que esperábamos que ocurriese. Porque planificar algo es adulterarlo con un tipo de mentira también conocida como control. Y eso no significa que no podamos hacer planes. Significa que sólo tienen algún sentido cuando alguien los rompe. El resto, es creernos nuestro propio engaño. Afortunadamente, la vida no nos espera que hagamos nuestros planes para ponerse a cumplir órdenes. Por eso es más verdad lo que viene de fuera, así como lo que nos provoca por dentro de manera espontánea. Todo lo demás tiene mentira, o mejor dicho, falta sinceramente a la verdad.

Justicia. Justicia de las que no se ganan por oposición. Justicia contemplada como todo aquello que no puede aplicar un juez porque ninguna ley se lo exige. Política de máximos existencial. Porque lo que es realmente de justicia es todo el bien que haces aun cuando nadie te obliga. Cuando nadie te ve. Y si me apuras, cuando nadie se tiene por qué enterar. Si lo tienes que gritar a los cuatro vientos, si esperas algún tipo de recompensa, si te quedas preguntando qué hay de lo mío, eso no es de justicia, entonces ya estás comerciando, y se llama servicio. Te pagan en especie pero te pagan y eso lo convierte todo en un acto transaccional.

Y por último, vida. Vida que incluye tener salud, por supuesto, pero que es mucho más amplia que respirar sin que nada te duela. Consiste en disfrutar y hacer disfrutar pese a todo, en contagiar a todo tu entorno de ganas de más. Consiste en transformar el camino por el que transitas, en dejar el mundo aunque sea sólo un poco más bello de lo que te lo encontraste. Vida que consiste en intentar no robarle la energía a nadie, sino en tratar de recargársela. Vida que consiste en ser más motor que remolque. Batería extra para la alegría de los demás. Es quizá la variable más fácil de comprobar. Si no mejoras el mundo, lo estás empeorando. Te pongas como te pongas. Ya está.

Estos son mis cuatro puntos cardinales. Mis ejes de ordenadas y abscisas vitales. Sin ellos no sabría dónde colocar mis decisiones. Y ya no digamos distinguir el bien del regular.

Quién soy yo para decirte que no vengas.

Si yo en tu lugar haría lo mismo.

Si mis hijos pasaran hambre.

Si mi futuro estuviera tocado y hundido.

Si en mi presente sólo hubiese conflicto y desolación.

Quién soy yo para decirte que no vengas.

Si tu familia y la mía tienen exactamente el mismo número de cromosomas.

Las mismas esperanzas.

Los mismos miedos.

Yo también pondría todo mi pasado en manos del primer desaprensivo que me sacara de ahí.

Quién soy yo para decirte que no vengas.

Que te quedes en casa.

Cuando ves que tus hijos no quieren ni convertirse en sus padres.

Cuando ves que ni tus padres entienden qué haces todavía allí.

Quién soy yo para decirte que no vengas.

Yo también lo arriesgaría todo.

Cruzaría mares y fronteras y países.

Y lo que hiciera falta.

Ya sé que no voy a disuadirte.

Y tampoco lo pretendo.

Que sepas que a este lado de las cosas, el futuro es un bien de consumo.

Y los aranceles se cobran en vidas humanas.

Aquí hacemos ver que nos importas, mucho, si, pero sólo cuando nos molestas.

Cuando nos tapas la playa y el sol.

Cuando nos golpea tu imagen y se nos queda clavada en el alma para siempre.

Sí, ya sé que es vergonzoso.

Y te pido perdón.

Pero qué le voy a hacer, aparte de todo lo que no hago.

Pero quién soy yo para decirte que no vengas.

Si lo único que hemos hecho por ti es hacer ver que no existes.

Si lo único que sabemos de ti es un número cuando ya no estás.

YO NO ME HAGO MAYOR

Yo no me hago mayor. Es el mundo el que se empeña en hacerse cada vez más joven. En disimular sus arrugas. En comportarse como un chaval. Y a mí la verdad es que me da cada vez más pereza seguirle la corriente. Es como ese amigo que lejos de reconocer su edad, se gasta cada vez más dinero en engañarse a sí mismo. Un día te hace gracia. Dos, puede que hasta te sigas riendo. Y a partir del tercero ya no le encuentras el chiste por ninguna parte. Y empiezas a ponerle excusas. Y acabas por no cogerle el teléfono. A ver si quedamos un día, eso sí.

Yo no me hago mayor. Es la vida la que se hace vieja. La que se repite con cosas que ya te pasaron. Una vieja que parece que perdió la memoria. Pero sólo lo parece. Porque eres tú quien debería recordar. Que a cada vuelta de tuerca, la vida se enrosca. Que cada paso que das ya no es un paso, sino un escalón más en esta empinada escalera de caracol. Que aunque parezca que vuelves al mismo sitio, siempre te encuentras a una altura diferente de la anterior. Si estuviste arriba, volverás para verlo todo desde alguna planta inferior. Y viceversa. La vida se repite y es a ti al único que le huele el aliento. La vida se repite y a nadie más le suena lo que ya se vivió.

Yo no me hago mayor. Es mi cuerpo que ya no está en garantía. Y como cada vez les quedan menos recambios originales, mi piel es este libro abierto donde queda tatuada para siempre la fecha de cada reparación. Y el dolor es ese huésped que una vez entra, lo hace siempre para quedarse, tan sólo cambia de habitación. Yo sigo queriendo como cuando siempre podía. Así que échale la culpa a mi cuerpo, cariño, que este cuerpo hace tiempo que no soy yo.

Yo no me hago mayor. Es el corazón el que se me ha quedado pequeño. Entre la gente que estuvo, la que jamás se ha ido, la que espero que siempre se quede y la que algún día tiene que entrar, a mí no me da la vida, a mí no deberían haberme dado un corazón, sino dos. Hace años que siento desde el camarote de los hermanos Marx emocional. Y sin embargo, siempre pienso que es injusto que los nuevos se encuentren con lo que hay. Una víscera ajada, reutilizada y en ocasiones hasta maltratada que aun así reacciona y se emociona como una fiel mascota cuando llegas a casa después de trabajar.

Yo no me hago mayor. Porque en realidad me siento cada vez más pequeño. Más idiota. Menos sabio. Y sin embargo, los hay que incluso empiezan a llamarme de usted. Me pregunto si cuando ya no sabes nada es cuando ya mereces que te llamen vuecencia, usía o de vos. No sé.

Yo no me hago mayor. Tengo siempre la edad de la mujer a la que acaricio. Y ellas, como bien sabes, a partir de los treinta dejan de contar.

Hoy he decidido que yo no me hago mayor. Que la edad jamás debería ser un número cardinal, sino ordinal. El que cuenta tu posición en la vida de alguien. El que convierte tu postura ante el mundo en un lugar. El que te recuerda que si no eres algo para otro, en realidad no estás.

No, yo no me hago mayor. Y sin embargo, empiezo a sonar como un viejo. Me leo cansado. Cuando en realidad por dentro me está ocurriendo todo lo contrario. Cuanto más me atizan, mejor recibo. Cuanto menos duermo, mejor me levanto. Cuanto menos bebo, antes me emborracho. Cuanto menos practico, mejor se me da. Cuanto más escribo, menos me importa que alguien me lea. Y sin embargo, sé que si intento convencerte de que estoy mejor que nunca, pensarás que estoy fatal. Así que me callo y sonrío.

Por fin sonrío.

De tanto llorar.

El mundo se puede dividir de tantas maneras.

Están los que siempre hablan y los que siempre callan.

Están los que mandan y los que les obedecen.

Los que compran y los que venden.

Los que siguen cobrando y los que siempre lo acaban pagando…
… todo.

Los amantes y los amados.

Los que son padres y los que tienen hijos.

Los que son hijos y los que tienen padres.

Los currantes y los currados.

Los que siempre mienten y los que nunca dicen la verdad.

Los que miran, los que hacen.

Los que nunca llaman y los que siempre comunican.

Sí, el mundo se puede dividir de muchísimas formas.

Tantas como gente interesada en dividirnos.

Sin embargo, y afortunadamente, sólo hay una forma de seguir multiplicándonos.

Sólo hay una forma de seguir Viajando con Chester.

41

41. Así se llamaría hoy mi disco si yo me llamase Adele. 41. Seguramente el número de copias que vendería si tuviese que interpretarlo con mi voz y no con la suya. 41. Hace esa pila de años, mientras el mundo escuchaba Angie de los Rolling Stones o se dejaba fascinar por un Dylan que cantaba Knocking on Heaven’s Door, en nuestro país quienes lo petaban y muy fuerte eran Las Grecas con Te estoy amando locamente. Y ahí que llegué yo, seguramente llorando por todo lo que todavía me quedaba por escuchar.

41. Son los grados que separan al ecuador de mi ciudad natal. La ciudad que me ha visto volver tantas veces siempre con la misma sensación: jamás debería haberme ido. Cuanto más me fui, más quise quedarme. 41. La misma latitud que tiene Estambul. O el estado de Nueva York. Misma distancia al mismo ecuador, pero tan distintos los climas. No sólo meteorológicos, sino políticos, sociales y hasta anímicos. Proteger el alma de los sitios. Otra asignatura pendiente, ya no de los políticos, sino de la humanidad.

41. Un problema muy grave si lo que miden es la temperatura corporal. Fiebre alta, según los médicos. Me estoy muriendo, según yo. La fiebre, esa batalla por la supervivencia que se libra siempre demasiado tarde y sin que nosotros la podamos evitar. El fracaso de todas las negociaciones bacteriológicas. El George W. Bush de nuestra agenda vital, que ahora se nos ha reencarnado en Hollande.

41. Que ya son años, ya. No es más que un número primo, dicen las matemáticas, siempre tan sutiles a la hora de calificar. Pero en fin, si tienen algo de bueno es haber llegado a superar la fatídica cifra anterior. Y digo fatídica por la sarta de tonterías que tienes que aguantar. Como si haber llegado hasta los 40 te obligase a ponerte a reflexionar de manera distinta a como lo venías haciendo. Franz Kafka murió a los 41. Y ahí sí que empezó su metamorfosis. 41 era también la edad que decía tener Chavela cuando decidió dedicarse a la música de manera profesional. Unos acaban a la edad que otros están empezando. Cualquier meta no es más que otra salida disfrazada de final.

41. Yo nací con 41. Y estoy convencido de que los he tenido toda mi vida. Ahora por fin me reengancho a la cifra que siempre supe. Porque no te imaginas lo incómodo que es vivir en tu edad cuando aún no la tienes. Y no me refiero a ser muy precoz en casi todas mis adicciones, que también. Me refiero a que la gente se piensa que te pasa algo, que estás mal, abatido, cansado, cascado o enfadado con la vida. Y no, sólo estás esperando que el calendario te dé la razón. Hoy, por fin, me la da. Hoy rechazo muchas más cosas de las que me atrevo a aceptar. Cuando antes era al revés. Hoy mi maleta es cada vez más pequeña, hoy llevar menos es más.

41. Y tengo que decirlo, me pillan muy cerca de donde quiero estar. Rodeado de gente a la que quiero y admiro. Haciendo cada día lo que me hace madrugar sin necesidad de ponerme el despertador. Disfrutando de cada minuto con alguien que pronto cumplirá sus 6 vueltas al sol y las 1.200 que a mí ya me da. Amando como nunca había amado antes, toelrrato. Y dándolo todo para que cada día no se parezca a ninguno de los que pueda recordar.

41. Un número muy similar a los invitados a esta cena. Estáis los que tenéis que estar. Es cierto que cada vez me falla más gente. Pero creo que eso es malo y bueno a la vez. Malo, porque hoy los echaremos mucho de menos. Y bueno, porque eso significa que la vida nos reclama en cada vez más sitios donde no podemos faltar. También, como cada año, hay gente que se estrena en esta cena y gente que, de tanto ignorarnos mutuamente, ha dejado de figurar. Ojo que no hay acritud ninguna, yo lo llamo peeling social. La variante sociológica de la selección natural.

41. Un número que no debería volver a contar. Y sin embargo, es el único que realmente cuenta. El único del que debo estar muy orgulloso y fardar, siempre que pueda, fardar. Porque si había alguna alternativa a cumplir los 41, era la alternativa de no llegar.

Imagen 05

ESTÁS MAYOR

Estás mayor. Sí, tú, ya sabes a quién me refiero. Y ojo no te equivoques, no se trata de cumplir años, cumplir años es maravilloso. Eso es hacerse mayor, una buena excusa para también hacerse grande. Admiro a los ancianos, sobre todo por haber sabido sobrevivir. Siempre les pregunto cómo lo han hecho. Y siempre me responden cosas distintas. Fascinante, pero real.

Estar mayor es otra cosa. Se trata más bien de envejecerse. Apolillarse. Encerrarse voluntariamente en el desván y bajar las persianas para dejar que las cosas ocurran sin ti. Volverse un yonki enganchado a tu propio pasado. Divorciarse del ahora y volver con tu ex, que se llama un antes que no volverá. Te envejeces cuando te separas del momento actual. Te envejeces cuando te quedas mirando cómo te adelanta la vida porque has creído que ella corría más que tú. Y te envejeces cuando crees que lo nuevo ya no va contigo. O cuando por el simple hecho de ser nuevo, algo malo tendrá. Si aún piensas así, date una vuelta por los cursillos de programación HTML para la tercera edad. Y luego me cuentas qué tal.

Estás mayor cuando dices que cualquier cosa ya no se fabrica como antes. Música, películas, recetas, neveras o casas, da igual. Que todos los grupos se parecen a los Beatles. Que nadie ha vuelto a hacer cine después de Hitchcock. Tú dices que son gajes de poseer cultura y experiencia. Yo lo llamo complejo de Jorge Manrique. Afortunadamente que nada se hace como antes. Cosas malas y cosas buenas las hubo siempre y siempre las habrá. Igual que siempre existió el concepto de calidad. E incluso ese concepto tuvo que cambiar, como el concepto de lujo, como el de cantidad. Hace siglos, tener muchos hijos y que se murieran unos cuantos era lo que se consideraba de lo más normal. Imagínate eso hoy día. Sigue pasando, no muy lejos de aquí sigue siendo normal. ¿Y qué es lo único que ni cambia ni debería cambiar? Los valores. Los grandes valores. La Justicia. El Respeto. La Empatía. La Honestidad. Si me apuras, incluso estos conceptos no han parado de ser puestos en entredicho frente a nuevas prácticas y oportunidades que aún debemos debatir ya no en el terreno de la técnica, sino en el de la moral.

Estás mayor cuando dejas de actualizarte. Cuando crees que un día estudiaste, y ya está. Cuando abandonas tu propia formación continua. Cuando dejas de escuchar a tus inquietudes, que son tu propia universidad. Porque actualizarse es mantener la ilusión del niño que todos llevamos dentro y que necesita de novedades para poder resucitar. Saberse ignorante es sólo el primer paso. El siguiente es exigirse aprender siempre algo nuevo, algo más. La cultura consiste en superar la fecha de tu nacimiento. Conversar con gente interesantísima con la que ya no te podrías sentar a charlar.

Estás mayor cuando hablas de las redes sociales como si fueran malas. Cuando te jactas de seguir manteniéndote al margen de ellas. No porque no comporten consecuencias negativas, sino porque las redes nos traen las mismas cosas que nos trae la sociedad. De nuevo, cosas buenas y cosas malas. Gente que usa la herramienta para cortar carne y gente que abusa de la misma herramienta para clavársela a los demás. Y no por eso juzgamos a los cuchillos. Son los delincuentes los que deben ser ajusticiados, no los instrumentos que nos ayudan a comunicar. Estás mayor porque has perdido curiosidad. Y porque, aunque tú no estés, que sepas que igualmente estás.

Estás mayor cuando dices que no hay que compartir jamás lo que a uno le ocurre. Cuando sentencias, así con voz profunda y solemne que la vida privada no hay que publicarla en ningún sitio y bajo ningún concepto. Que se está perdiendo el concepto de intimidad. Y lo que demuestras es que no entiendes que ha nacido un nuevo concepto de entorno, un círculo inédito en la historia de la humanidad: la intimidad pública. Ya no somos lo que tenemos, ni siquiera lo que estudiamos, ahora somos lo que decidimos compartir. Y por lo tanto, eso implica que también compartimos lo que sentimos, lo que nos duele, lo que nos hace felices, lo que nos hace diferentes, lo que nos hace soñar. Y debemos hacerlo, en la medida de lo posible, siendo fieles a la realidad. Vale, de acuerdo, tratar de camuflarla, filtrarla y embellecerla lo más que podamos, pero con un sustrato y una base de máxima autenticidad. Porque si no, aparte de que nos pillarán enseguida, dejaremos de ser nosotros mismos. Nos convertiremos en mentirosos sociales, o lo que es peor, marcas blancas de nosotros mismos, substituibles, commodities. Y entonces también conoceremos un nuevo concepto de soledad.

Para terminar, tampoco te vengas abajo, porque para que haya gente que innova, siempre tiene que haber gente que esté mayor. Es el motor de la humanidad. «Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros». La cita, con la que abrí Urbrands, mi último libro, es de Marco Tulio Cicerón, siglo I a. C.

Algún día mirarás atrás y todo habrá pasado.

Algún día todo esto será historia.

Eso que te preocupa tanto hoy.

Eso que crees que será tan importante en tu vida.

Un día lo recordarás y a lo mejor piensas, pues no había pa ­tanto.

Somos máquinas programadas para pasar página.

Verdaderos animales del olvido.

Y como decía mi abuela, no hay ni mal que cien años dure, ni imbécil que los aguante.

Además, si te dijeran hace un año que te pasaría todo lo que te ha ocurrido en los últimos doce meses, ¿te lo creerías?

Entonces, ¿por qué nos empeñamos en confundir nuestras ­preocupaciones con el futuro?

Si una preocupación es la conclusión que sacamos de lo visto en un espejo retrovisor.

Y el futuro…
… el futuro es lo que sacamos Viajando con Chester.

HAY QUE ACABAR SIEMPRE LO QUE UNO

Antes me daba mucha vergüenza dejar los libros a medias. Tenía que acabarlos todos, era algo así como un imperativo moral pues si no lo hacía parecía que hubiera desperdiciado todo el tiempo que les dediqué. No llegar hasta la última página era como un microfracaso emocional del que sólo me enteraba yo, pero que me afectaba profundamente en la autoestima durante días. Cómo voy a llegar a hacer algo en la vida si no soy ni siquiera capaz de acabarme este libro, pensaba.

Hasta que un día, todo eso cambió. O igual fueron semanas, o meses, o quizá la cantidad de títulos que se iban acumulando en la infinita lista por leer ante mi tiempo cada vez más limitado. No sé. Pero el caso es que hoy, dejar un libro a medias me parece uno de los mayores placeres que me regala la vida. Es mucho más que una venganza por la decepción que me he llevado. Es justicia divina aplicada. Es un no me vas a timar más. O un mi tiempo vale demasiado. O un que sí, que ya lo he pillado. O un apórtame algo más.

Llegados a este punto, mi biblioteca se divide entre los libros que dejé a medias e igual algún día les doy otra oportunidad, los que aún no he podido empezar y me miran amenazantes, los que debí leer alguna vez de cabo a rabo y no recuerdo muy bien por qué, y los que he leído más de una vez, que normalmente acaba siendo más de dos también.

Ojo que no me ha ocurrido sólo con los libros. Cada vez dejo más películas a medias. Levantarse del cine e irse. Si me queréis, irse. Otra gran lección de la Faraona, sobre todo porque eso significa hacer público tu veredicto como espectador. El formato audiovisual no permite la lectura en diagonal, así que la esclavitud es aún mayor si decides subyugarte a un contenido que hace rato que ha dejado de interesarte. Suerte que si lo ves en casa aún puedes saltarte escenas. Lo que ocurre es que entonces te sueles perder detalles clave en el desenlace final. Un lío, vamos.

En cualquier caso, esta actitud tan poco diplomática se ha ido extendiendo cual mancha de aceite en mi vida y ahora la aplico con noticias, textos, posts o artículos como éste. Quizá haya sido de manera inconsciente, pero he llegado a desarrollar la regla de los tres tercios. Si el primer tercio no me ha interesado, me olvido de los otros dos. Pero es que si al final del segundo, el contenido no me ha hecho desear que jamás se acabe, tampoco le doy una oportunidad al tercero. Si tú has llegado hasta aquí, se podría decir que ya casi lo he conseguido. Y si te avanzo que esta regla explota por los aires al final del artículo, ya acabaré de triunfar. Ahora no lo podrás dejar. A que no.

Llámame radical si quieres, pero soy implacable con los ladrones de tiempo. Obras generadas con la mejor intención, pero que en tu caso simplemente te están generando un coste de oportunidad vital: si lo que ocurre en ese contenido no está a la altura de lo que le exiges a la vida, eso es que no es el adecuado para ti. Y que conste que a veces un contenido inadecuado para ti puede ser perfecto para otros. Ahí está la gracia de que haya más libros, películas y contenidos de los que caben en una vida. Por eso no creo ni en cánones ni en clásicos que te tienen que gustar sí o sí. A mí, El guardián entre el centeno me pareció un peñazo. Y Ciudadano Kane un tostón. Y El anillo del nibelungo ya ni te cuento. Y qué. Los que te critiquen o te llamen inculto porque no te gusta lo que te debería gustar no hacen más que demostrar su estrechez mental.

Por supuesto, que los ladrones de tiempo no sólo operan a través de la cultura. Cuando lo hacen a través de una relación, es el momento de aprender a decir adiós.

Se puede completar una vida con retales de cosas inacabadas y que el conjunto tenga mucho sentido. No todo lo que se acaba tiene que hacerlo cuando y como lo decidió el autor. Ahí es cuando uno deja de ser mero lector o espectador de su existencia y se transforma en escritor no ya de un libro aburrido, sino de la propia vida.

Te escribo desde tu habitación.

Tal como la dejaste.

Tal como te la vas a encontrar cuando vuelvas.

Bueno, ahora es un poco un trastero.

Y sólo la usamos para hablar contigo.

Desde tu silla.

Desde tu ordenador.

La verdad que parece más pequeña ahora que no estás.

Todo parece más pequeño ahora que no estás.

Nos faltan tus libros.

Tus cosas.

Tu música.

Tu ruido.

Tú.

Mamá pasa por delante de tu puerta y aún no se atreve ni a mirar.

Sigue haciéndonos tu plato favorito todos los sábados.

Y aún está preocupada por si comes bien.

Papá le enseña tus fotos a todo el mundo, súper orgulloso.

Les cuenta lo mucho que estás triunfando allí.

Les dice que por fin reconocen tu talento.

Aunque sepa mejor que nadie que si fuese por ti, jamás te habrías ido.

Y bueno, yo echo de menos hasta pelearme contigo.

No tener que coger ningún avión para darte una colleja.

Poder insultarte desde la otra punta del pasillo.

Ocuparte el baño. Yo qué sé.

Te escribo desde tu habitación.

Tal como la dejaste.

Tal como te la vas a encontrar cuando vuelvas.

Porque volverás, ¿verdad?

A QUÉ ESPERAS

A qué esperas. Sí, tú, no leas hacia otra parte. Mírame a las letras, que te estoy escribiendo a ti. Hoy me apetece cogerte por las solapas y sacudirte hasta despeinarte las cejas. Que a qué esperas, digo. Que igual no te has dado cuenta, pero desde que naces se te va la vida. Que igual no te has parado a pensar, que ya estamos en tiempo de descuento. Que el día menos pensado, alguien o algo nos dice que ya está. Que un día te vas, coño, que ese día podría ser ya.

A qué esperas. Tu miedo te está ganando la partida. Cada segundo que dejas pasar sin hacerle frente, es un minipunto que sube a su marcador. Y la remontada se hace cada vez más difícil. Y aquí no hay prórrogas, ni tanda de penaltis, ni na de na. Recién acaba de empezar el partido y tú ya te estás metiendo goles en propia puerta. Y aun así me dirás que pretendes em­­­patar.

Que a qué esperas, te digo. Y aún te vas a creer que esto no va contigo. Nadie va a venir a buscarte. Nadie vendrá a sacarte de este letargo existencial al que llamas espera. Esperar para qué. Esperar hasta cuándo. O hasta quién. Nadie está pendiente de quien no tiene nada que hacer ni mucho menos de quien no demuestra que quiere hacerlo. La espera sólo va a hacerte más viejo, más agotado, menos ágil y más lejos de lo que realmente quieres, que te recuerdo que se mueve, que avanza, se va.

No me digas que vendrán tiempos mejores. El mejor momento para hacer las cosas es ahora. No porque ahora sea mucho mejor que antes o después. Es porque es el único momento que realmente tienes. Lo demás es mentira. Lo demás vete tú a saber si volverá. Que no, que no te estoy diciendo que aproveches el tiempo, sino que dejes ya de esperar. Ni carpe diem ni leches. Que espabiles. Que venga, va.

Esperar es decirle a tu vida que en realidad te van a sobrar días. Que ya se los podrían haber dado a otro. Porque tú no los piensas usar. Menudo desperdicio. Menuda decepción. Anda, aparta y deja sitio para los que vienen detrás. Porque jamás has estado solo, porque tú y tu generación tenéis sólo una ventana de oportunidad. Y por cierto, una edad. Estamos todos en una carrera de fondo a ritmo de sprint final: si no consigues que te persigan, te adelantarán.

Que pase un tiempo prudencial, pensarás. Malas noticias, la prudencia ha muerto. La inmediatez es el nuevo estado de las cosas. La experiencia ya no es un grado, sino una cuenta atrás. Que la vida ocurre en directo, darling. Lo que llega tarde ya nadie lo escucha, ya ha pasado, ya no está. Y lo que no esté ocurriendo ahora es falso hasta que no se demuestre lo contrario. Y cuando se demuestre, será en otro ahora, será en otro ya.

Con los años, además, te das cuenta de que la espontaneidad es lo único creíble, lo único real. Fíate sólo de lo que ocurra de forma espontánea y natural. De la gente que siempre dice lo que piensa, que suele ser la que no se para demasiado a pensar cómo te lo dirá. Hazlo o vivirás siempre colgado de un artificio. Hazlo o jamás volverás a escuchar ninguna verdad.

Lo preparado es siempre fruto de alguna estrategia. O lo que es lo mismo, una conspiración. Y yo ya estoy cada vez más harto de conspirar. Creo en la gente que va de frente por la vida, la que no necesita estratagemas para triunfar. Si me quieres así, me adorarás. Y si no, eso es que nunca me has querido, ni me querrás.

Por eso, te agarro hoy por las ganas y te digo que a qué esperas. Por eso te ruego que esto no lo leas como una amenaza. Que lo leas como un subidón vital. El que me da cada vez que me digo tira millas. El que siento cada vez que veo la suerte echada, que es lo mismo que ponerla a descansar. Porque ya no dependes de ella, porque ya no la esperas, porque ya te vas.

A qué esperas. Dímelo porque cada vez estoy más convencido de estas dos frases que he dejado para el final.

Morir es dejar la vida en espera.

Vivir es decidir que la vas a buscar.

Me gustaría poder decirte que un conflicto es como un prejuicio: una mera oportunidad de actualización.

Sin embargo, en este país un conflicto sirve también como excelente cortina de humo.

Si hay algo útil para tapar una crisis, la que sea, es otra crisis aún más gorda.

O quizá no más gorda pero sí más patriótica, como… por ejemplo… la de Gibraltar.

En los últimos meses cada día leemos un nuevo enfrentamiento con nuestro minúsculo y millonario vecino del sur.

Que si Gibraltar acosa a los barcos españoles en la bahía de Algeciras, que si España provoca colas en la frontera para boicotearles, que si el peñón compra rocas para ampliar aún más su territorio…

Hoy me propongo tratar de comprender qué pasa en el peñón…

Si es que realmente pasa algo, claro.

Agárrense los machos que vienen curvas.

Hoy mi Chester y yo, os llevamos de viaje a Gibraltar.

LA VOZ

Excelentísimos artistas, ilustrísimos amigos, señoras y señores, autoridades…

Querido Julio,

Te estarás preguntando por qué papá te ha traído a este sitio. Qué hacemos aquí rodeados de tanta gente importante. Y sobre todo, cuándo te voy a dar las chuches que te he prometido si te portas bien.

Hoy es un día grande por muchos motivos. Tal día como hoy nació el señor que inventó la máquina de vapor, James Watt, así como escritores y artistas de la talla de Edgar Allan Poe, Paul Cézanne, Janis Joplin, Robert Palmer o Dolly Parton. También hoy algunos países celebran el día del cervecero, otro tipo de artista sin el cual no habrían existido muchos de los primeros. Pero a ti todo eso dudo que aún te importe mucho.

Supongo que en algún momento te preguntarás por qué han elegido a papá para hablar aquí. No sé, eso tendrías que preguntárselo a ellos, pero sólo espero que no sea porque piensan que soy un experto, ni en ópera ni en ninguna otra cosa, o alguien que vaya a arrastrar multitudes, más que nada porque a mí no se me sigue, a mí más bien se me persigue.

Da igual. Ya no hay tiempo de encontrarme sustituto. Además, si estamos aquí, no es por nada de todo eso. Si estamos aquí es para celebrar la quincuagésimo segunda edición del Concurso Internacional de Canto Francesc Viñas. O dicho de otro modo, si estamos aquí es para celebrar, durante más de medio siglo, el triunfo de La Voz.

Para los de tu generación, seguramente, La Voz no pase de ser el último concurso televisivo antes de que Melendi se hiciera la permanente. Puro divertimento. Entretenimiento para el prime-time. Pero La Voz es mucho más que eso. Mucho más.

Curiosamente, La Voz es lo único que no nos ha llegado de la mayoría de los personajes que han construido nuestra manera de ver el mundo. Nos han llegado sus vidas, sus pensamientos, sus conquistas, hasta sus devaneos amorosos y más personales. Pero nadie sabe cómo era la voz de Jesucristo. O la de Buda. O la de Aristóteles. O la de Leonardo da Vinci. Y no sé por qué, pero no me imagino al sanguinario Atila, rey de los hunos, conocido en Occidente como el Azote de Dios, con voz de pito. O al general Aníbal Barca cruzando los Alpes a lomos de sus fornidos elefantes, para matar romanos con su voz dulce y aterciopelada.

La voz es muy importante. Es tan importante, que es lo primero que te llegó a ti antes incluso de que llegaras tú. Cuando eras todavía algo que crecía dentro de mamá, lo primero que fuiste capaz de reconocer fue la voz… de papá. Que conste que no me apunto el tanto yo, lo dice un tal Tomás de Andrés, del departamento de Psicología del Desarrollo y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, y cito: «El tono más grave de la voz del hombre es capaz de atravesar la barrera placentaria y llegar hasta el feto. Por este motivo, al nacer, el bebé distingue con más facilidad la voz de su padre que la de su madre». Es el único momento en el que nos adelantamos a ellas. A partir de ahí, vamos siempre por detrás.

Ya irás descubriendo que a tu padre, como a cualquier publicista, le gustan mucho los aforismos, porque es una buena forma de parapetarse tras el pensamiento de otro que normalmente sabe mucho más que tú. Por eso, no paré hasta que encontré otra sorprendente cita al respecto: «Las mujeres no quieren escuchar lo que piensas. Las mujeres quieren escuchar lo que ellas piensan… con una voz más grave», pero, claro, después supe que era de Bill Cosby y lo entendí todo, decidí que quizá era mejor no utilizarla en estos momentos y menos aún en este pregón.

A lo que iba. La voz. La voz es también eso que estrenaste el día que naciste. Es nuestra primera demostración de vida, nuestro primer canto a la libertad. Berreamos para hacernos un lugar en el mundo. Anunciamos nuestra llegada con lo más propio que tenemos. Inhalamos la primera gota de oxígeno que entra en nuestros pulmones y la transformamos en poderosa llamada de atención. Es nuestro primer spot publicitario. Nuestra primera inspiración. Nuestro primer mensaje comercial.

Y digo comercial, porque a partir de ese momento descubrimos enseguida el mecanismo acción-reacción. O como decimos en marketing, problema-solución. Que quien no llora no mama. Y que el que algo quiere, algo le cuesta. Es nuestra primera herramienta, nuestro canal generalista de comunicación con el mundo. Existen apps de móvil que aseguran que son capaces de traducir el llanto de un bebé. Pero que no te engañen, nada como la mirada atenta de una madre. Y como mirada suplente de segunda B, la de un padre.

Bueno, pues a partir de ahí, todo es evolucionar. Que es lo mismo que decir que a partir de ahí todo se complica.

Porque pronto verás que la voz no se queda en una simple vibración de las cuerdas vocales inferiores. En algún momento, la voz te empezará a cambiar. Y no sólo en ámbito. No sólo en afinación. Sino también en colocación.

Pronto descubrirás una voz interior. Es una voz callada. Sigilosa. Susurrante. Aparentemente inocua. Pero fundamental. Es la voz que aparecerá cuando no estés haciendo lo correcto. Es la voz que te dará consejos sin pedirte nada a cambio. Sin motivo aparente. Por eso has de escucharla. Porque te lo dice por tu propio interés. Por eso, y porque es la única voz que te hará triunfar de verdad. El éxito consiste en aprender cuándo hacerle caso y cuándo no.

Algunos la llaman conciencia. Otros, intuición. El señor que diseñó la tablet con la que tú juegas dijo una vez: «Jamás dejes que el ruido de los demás apague tu voz interior. Y lo más importante, ten el coraje de seguir tu corazón y tu instinto». Otro genio llamado Vincent van Gogh mantuvo toda su vida una competición con ella: «Si escuchas una voz dentro de ti que dice “no sabes pintar”, entonces debes pintar por todos los medios, y verás como esa voz acaba siendo silenciada». Pero, fíjate, ya sea para seguirla, como para acallarla, jamás dejes de tenerla en cuenta. Jamás.

Esa voz es un ser vivo. Y como todos los seres vivos, necesita alimentación. ¿Que de qué se alimenta? Pues de otras voces. Por eso has de nutrirla bien, procurarle una dieta equilibrada. Que se enriquezca bien. De las voces de un lado y de las del otro. De los que están en contra y de los que están a favor. De los de aquí y de los de allá. De las mezzos y de los tenores. De los muertos y de los vivos. De los que hablan tu idioma y de los que no. Porque sólo así crecerá tu voz sana y fuerte. Y porque quien conoce una versión, en realidad no conoce ni media.

Cuando lleves unos años en el mundo, quizá más de los que desees, empezarás a descubrir tu voz propia. Y ojo que ésta no tiene nada que ver con la que te sale de tu laringe. Con ésta no se nace. Con ésta se lucha. Se influye. Se cambian las cosas. O se intentan cambiar. Por eso hace falta cierto tiempo sobre el planeta. Para ver lo que funciona y lo que no. Para ganarse el respeto ajeno, que no es otra cosa que el turno de palabra vital. Y para darse cuenta de que la única forma de ganarse la herencia recibida de manos de las generaciones pasadas es mejorar la que se entrega a las futuras.

Lo notarás enseguida, será cuando te llamen idealista, utópico o incluso traidor. «Prefiero quedarme sin estado que sin voz», dijo un tal Edward Snowden. Y ahí está.

Tú tira, no hagas ni caso, sigue adelante, lo cual no significa que no escuches. Como dijo desde este mismo atril Eduardo Mendoza, se hace difícil dar un pregón de este tipo sin citar a Shakespeare, y si él no fue una excepción, yo no me voy a atrever a serlo: «Préstale a todo hombre tu oído, pero a muy pocos tu voz». Fin de la cita.

Fíjate lo que dice Shakespeare. O más bien, lo que yo interpreto. Primero, que para tener buena voz hay que tener buen oído. Que para poder hablar, antes hay que saber escuchar. Y después, que hay que prestar a muy pocos tu voz. Es probable que la vida te dé alguna oportunidad para prestarla a los que no la tienen. Aprovéchala bien. Lamentablemente la voz no se le otorga siempre a quien más la merece, y si no, mira la gran bola que le hemos dado a un pequeño Nicolás.

Si consigues llegar a tener voz propia, la gente te reconocerá aunque jamás te haya escuchado antes. Es lo que les pasa a las grandes marcas, a las grandes personalidades o a los grandes artistas. Que son reconocibles incluso en temas inéditos. Porque tienen una voz única e inconfundible. Porque nos parece que eso que estamos escuchando ya sólo lo podrían expresar ellos de esa manera.

Això és exactament el què li passava a la gran mezzosoprano Elena Obraztsova, guanyadora del primer gran premi del Concurs Viñas el 1970, y que malauradament ens ha deixat aquesta setmana, una pèrdua irreparable per a la seva estimada Barcelona, per tot el món operístic i per l’art en majúscules i en general.

Eso es justo lo que te ocurrirá si lo haces muy bien. Que por mucho que tú te vayas, tu voz se quedará para siempre.

Desde luego que no todo será tan fantástico. Tener voz te traerá sus problemas. Si tu voz se vuelve lo suficientemente influyente, habrá gente que la hará propia. Con la responsabilidad que eso conlleva. Y si no llega a ser importante, da igual, porque habrá gente que, con mala intención o sin ella, te intentará secuestrar la voz. Hacerte decir algo que tú no has dicho. Hacerte luchar como alguien que no eres tú.

No te preocupes si por el camino haces enemigos. Preocúpate si crees que no los tienes. Porque eso significará que tú no los conoces a ellos, pero ellos a ti sí. Hubo un señor que por cierto cantaba tan bien que le pusimos el sobrenombre de La Voz, que dijo que para tener éxito hay que tener amigos, pero para tener mucho éxito hay que tener enemigos.

Y hablando de enemigos. Estamos viviendo tiempos difíciles para alzar la voz. A pocos kilómetros de aquí, un grupo de salvajes creen que pueden silenciarnos atentando contra nuestras libertades. Y no se dan cuenta de que la voz de un pueblo es mucho más poderosa que la voz de cualquiera de sus individuos. Que el miedo no nos mata, sino que nos hace más fuertes. Que podrán asesinar a decenas, cientos, miles de civiles, pero jamás podrán matar la civilización. Una civilización que hoy cierra filas tras un simple lápiz y la sacrosanta libertad del individuo para utilizarlo con el único límite que su talento imponga.

Para terminar, tampoco te fíes del que utilice su voz para decirte siempre lo que esperabas oír. «El político con más éxito será el que diga lo que la gente piensa, que lo diga más a menudo y que lo diga con la voz más chillona». Esto lo dijo justamente un político, se llamaba Theodore Roosevelt y —hombre— mal no le fue. Y aunque lo dijera ahora hace más de un siglo, me temo que cada vez es más vigente en nuestro país. Mira si es vigente, que ese señor también fue famoso por luchar por la independencia de Cuba y por tratar de acabar con la corrupción.

Todo esto para que entiendas la importancia de lo que se celebra hoy aquí. No se trata sólo de congregar en espacio y tiempo a las seiscientas siete voces líricas y dramáticas más prometedoras sobre la faz de la tierra. No se trata sólo de traerlas desde sus más de sesenta países, configurando así la edición más internacional en la historia de este concurso.

Se trata de celebrar todo aquello que nos hace seres humanos. La belleza de sus voces nos recuerda que, aparte de equivocarnos, aparte de ser capaces hasta de ignorar nuestra propia naturaleza, y aparte de decirle y hacerle barbaridades a nuestro prójimo, también somos capaces de cosas maravillosas. La belleza de estas voces nos recuerda que podemos mejorarnos a nosotros mismos, que todavía existe esperanza, que en el fondo, muy en el fondo, aún tenemos remedio. Eso sí, con esfuerzo, dedicación y sacrificio, dominando lo difícil para que parezca fácil, que es la condición sine qua non para que todo parezca bello.

Somos lo que hacemos con nuestra voz. Somos lo que hacemos de ella. Y sobre todo, lo que ella acaba diciendo de nosotros.

Francisco Araiza, Enedina Lloris, Vicente Sardinero, Anna Riera, Helga Müller Molinari, Dalmau González, Aquiles Machado, Elena Obraztsova y tantos y tantos otros, así como los nuevos talentos que salgan de la presente edición.

Escucha sus voces cada vez que te entren las dudas. Escúchalas hoy mientras te comas las chuches. Y no dejes de escucharlas jamás. Ellas te reconciliarán con lo que realmente eres.

Una bella voz con infinitas cosas bellas por decir.

Un bello ser humano con infinitas cosas bellas por hacer.

PREGÓN 52º CONCURSO INTERNACIONAL

DE CANTO FRANCESC VIÑAS

19 de enero de 2015

Los verdaderos superhéroes no llevan ni capa ni antifaz ni los calzoncillos por fuera.

Los verdaderos superhéroes apenas levantan un metro del suelo y llevan pañuelo, sonda, pulsera y bata.

Los verdaderos superhéroes luchan contra villanos normalmente muy chiquititos con nombres tan feos y tan odiosos como virus, síndrome, metástasis o enfermedad rara.

Ellos no vuelan, pero eso no significa que no tengan superpoderes.

Para empezar, tienen una fortaleza que ya nos gustaría a los mayores.

Pero es que tienen también la supersonrisa, que es la más contagiosa del mundo.

Tienen el superabrazo que derrite a todo el que lo recibe.

Tienen el supercariño, que es capaz de sacar lo mejor del interior de las personas.

Y como todos, los verdaderos superhéroes no están solos.

A su lado siempre van sus supercompañeros.

Sus superaliados.

Juntos lucharán contra la injusticia, contra el recorte, contra el politiqueo, contra la ignorancia, contra el olvido y la marginación.

Por eso, a vosotros, a los verdaderos superhéroes, van dedicadas estas palabras.

Puede que estéis librando la más injusta de las batallas, pero quiero que sepáis que esto no va a quedar así, esto no puede quedar así. Quiero que sepáis que aunque aún no seáis mayores, ya sois muy grandes.

OJALÁ TE MUERAS

Ojalá te mueras. Creo que es lo más bonito que se le puede decir a alguien. Creo que es lo más bonito que me han podido desear jamás. Ojalá te mueras. Así, sin fecha concreta, pero también sin escapatoria. Sin remedio. Sin concesiones. Gracias, cariño mío. Y tú que lo veas, corazón. Anda, alcánzame otro panellet. O mejor aún, cien gramos de carne roja procesada. Da igual.

Hoy que nos acordamos de todos aquellos a los que alguien tuvo el valor de ponerle nombre de santo. Seres que ya obraron el milagro más grande que existe, que consiste en dejar a gente que se empeñe en recordarles, que esté dispuesta a echarles de menos, que se pregunte cada año por qué ya no están. Hoy que los cementerios se convierten en el after hours de cualquier vida y las flores en el chocolate con churros de la defunción. Hoy que importamos miedo en forma de happy meal, hoy que de pronto la OMS descubre que de algo tenemos que morir y que nadie sospecha de sus «sanas» intenciones, hoy que todos somos un poquito más descendientes que condescendientes, hoy deberíamos desearnos entre todos una muerte como cada dios mande. O mejor aún, una muerte más al azar.

Hoy te deseo con todo el alma, ojalá te mueras. Porque eso, para empezar, significa que habrás tenido que estar vivo alguna vez. Es la única condición necesaria para morirse. Haber vivido de verdad. Quedarte sin aliento por encima de tus posibilidades, saber hacer algo más allá del acto reflejo que supone respirar. El vivo al hoyo, sí, porque cuánto vivo aún no sabe a ciencia cierta si realmente lo está.

Ojalá te mueras. Por lo que implica también de hacerte un regalo personalizado. Que alguien esté deseando algo para ti y para nadie más. Algo que en principio ya te iba a ocurrir sin necesidad de empujoncitos, pero parece que de pronto hay prisa por que te ocurra a ti y no a otro. No es maravilloso. Tú el primero. Tú antes que el resto de los mortales, que curiosamente siempre son los demás.

Pero es que encima te dice que ojalá te mueras de verdad. Morirse tanto como para dejar de existir. Morirse a lo bestia. Morirse de punto y final. Dejar un hueco imposible de rellenar. Porque eres tan grande como el vacío que dejas. Es el principio de Arquímedes existencial. Un cuerpo total o parcialmente sumergido en una vida recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso de los recuerdos que deja tras de sí. Y el resto es la nadería más vacua. El resto es pasar por la vida como quien no está.

Y eso sí, que no te engañen. Nadie se acuerda de alguien que no molestó jamás. Para dejar recuerdo es necesario, primero, incordiar bien incordiado. Haber ocupado un espacio. Ocupado de okupar. Instalarse ahí sin pedir perdón ni permiso. Esculpir un Chillida en vida ajena. Y es que en cuanto ocupas algún lugar, el que sea, molestas a alguien que ansiaba ese espacio tuyo para pasar, porque lo consideraba suyo, o simplemente para observar la vida a través de él, o para no hacer nada, es lo mismo, da igual.

Así que no te extrañe que haya gente a la que tengas, literalmente, que apartar. Porque son o ellos o tú. Y ojo, tómatelo siempre como un homenaje. Que alguien se postule como tu Valentino Rossi significa que ese alguien te considera todo un Márquez. Y hoy por hoy existen pocos más grandes que Marc. Piénsalo la próxima vez que alguien intente empujarte y tirarte al suelo. Todo cadáver sirve de adoquín para una nueva vida por asfaltar. Es ley de vida, independientemente del qué dirán.

Ojalá te mueras, sí, pero no cuando te lo deseen, sino cuando a ti te apetezca acabar.

Mientras tanto, devuélveles una sonrisa cada vez que te lo deseen.

Y mírales con la insolencia de quien sigue vivo otra jornada.

Y mírales con la satisfacción de quien sí lo sabe disfrutar.

Imagen 06

JE DEMANDE

A la vida hay que exigirle mucho. A la vida hay que exigirle bien. Porque no te preocupes que ella ya se ocupará de exigirte a ti cuando menos te lo esperes y por la razón más insospechada. Un día sales de casa y bum. Un día vuelves de un chequeo rutinario y zas. Un día coges el coche y pam. Es siempre más tarde de lo que te crees. Cualquier día te cambian las reglas de este juego al que llamamos vida, y lo hacen sin que nadie te pida permiso y sin avisar. Así que plantéatelo ahora o atente a las consecuencias. Porque puede que jamás exista un espérate, porque puede que para ti no haya previsto un después.

Por eso, yo exijo. Exijo sentir cosas todos los días. Buenas, malas y regulares. Todas y cada una de ellas. Me da igual. Miedo, asco, rabia, ira, sorpresa, alegría y tristeza. Porque un día sin emociones es un día perdido. Y porque ahí donde la emoción manda, es siempre donde ocurren las cosas, es donde yo exijo estar.

Yo exijo. Exijo no pasar ni un sólo día sin estar enamorado. No hablo de estar acomodado. Ni de dejarme simplemente llevar por la inercia. No. Exijo mariposas todos los días. Y exijo también a alguien a mi lado que las quiera mantener más allá de lo razonable, más allá de lo racional. Alguien que esté dispuesta a dejarse la vida en el intento. Y que quiera casarse cada día conmigo. Y que lo demuestre en cada tempestad. Exijo que se lo curre tanto o más que yo. Y si no, no me vale la pena ni el simple hecho ya no de estar en pareja, sino de respirar. Ah y una cosa más. Exijo que la prudencia se tome vacaciones eternas conmigo. Porque jamás me ha garantizado nada el hecho de ir poco a poco. Ni me ha hecho más feliz. Exijo que deponga sus armas hasta que me asegure que mientras yo sea prudente, nada de lo que me gusta se va a terminar.

Yo exijo. Exijo viajar hasta que el cuerpo aguante. Cada rincón del planeta esconde algo o alguien que tiene algo que enseñarme, cada kilómetro recorrido es otra lección de la que aprender. Soy consciente de que hay casi doscientos países en el mundo, y que yo habré visto siempre muy pocos, con mucha suerte llegaré a conocer la mitad. Y sobre todo, lo más importante, habré estado siempre en menos de los que visité. Un destino es una oportunidad para reencontrarse. Un hogar es donde vacías tus maletas. Y un origen es donde dejas que crezcan los recuerdos. Por eso, por mucho que te alejes, ellos se crecen más.

Yo no exijo un trabajo, exijo dejar de tener la sensación de trabajar. Porque es entonces cuando te estás dedicando a lo que realmente te gusta. Porque es entonces cuando realmente puedes llegar a ser bueno, o como mínimo, a poderlo disfrutar. Cuando el ocio deja de ser la negación del negocio. Cuando los lunes dejan de ser un suplicio, para convertirse en el único día de la semana al que quieres llegar. Lo antes posible, o sea, ya. No concibo ni un sólo día de mi existencia dedicado a algo que no merezca mi tiempo, mi vida, mi sacrificio, mi dedicación profesional.

Pero es que yo exijo también conversaciones. Conocer gente que me aporte algo interesante. Dejar de perder el tiempo con historias tóxicas y desgastadas. Exijo una vida sin capullos, sin mediocres, sin gilipollas, que ya tengo bastante conmigo. Y ponerme a sumar. Siempre sumar. Cada vez me queda menos tiempo para desperdiciar. Así que me he vuelto muy exigente con el tiempo que le dedico a cualquier prójimo. No porque no lo merezcan, o porque yo me crea especial. No tiene nada que ver con eso. Sino con la sensación de unicidad, de que esto que puedo vivir hoy tiene fecha de caducidad. Cada minuto que te dedico, se lo estoy quitando a los demás. Así que me tiene que valer la pena. Algo me tiene que aportar. Dejarse de tonterías e ir al grano. No es una pose. Es una obsesión por aprovechar cada oportunidad.

Y ya puestos a exigir, yo exijo luz de luna. Como Chavela. Pero no sólo para mis noches tristes. Para las alegres, también. Y exijo que el sol vuelva a salir por donde quiera. Porque si sale siempre por el mismo sitio, te juro que pillo la pistola de Saza y me lío a tiros como él.

Yo le exijo todo esto a la vida.

Y lo más importante, como sé que no está en sus planes proporcionármelo, no pienso quedarme de brazos cruzados esperando a que me lo facilite.

Lo pienso ir a buscar.

Mira arriba.

En serio, mira arriba.

Las mejores cosas nos llegan siempre desde ahí.

Las que escapan a nuestro control.

Las que aún son capaces de sorprendernos.

Desde el primer ser humano que contempló un amanecer hasta el último futbolista que acaba de celebrar un gol.

Desde el creyente que le ruega a Dios cada día hasta el ateo que mira simplemente si hoy lloverá.

Todos hemos mirado en algún momento arriba.

Y todos nos hemos sentido así, pequeños seres que miran arriba.

Porque por mucho que subamos, siempre habrá algo por encima de nosotros.

Y por mucho que bajemos, siempre habrá alguien Viajando con Chester.

TIENES TALENTO

Tienes talento. No te conozco de nada, pero ya sé que lo tienes. Y si yo lo sé, tú deberías saberlo ya. Créeme, que de esto algo he aprendido, que de esto algo sé. Te lo dice un jurado de talent-shows que ha visto unas cuantas decenas de miles de concursantes tratando de demostrarlo e incluso triunfando a pesar de mis esfuerzos por hacerles fracasar.

Tienes talento. Entendido como lo entiende José Antonio Marina, inteligencia bien dirigida, que elige adecuadamente sus metas y los medios para conseguirlas, y ahí que va. Imparable, implacable, rotunda y eficaz. Entendido también como lo entiendo yo, talento como capacidad de provocar algo en los demás. Si eres un líder, capacidad de hacer que te sigan. Si eres un artista, capacidad de conmover, de emocionar. Si eres un contable, capacidad de que todo encaje.

Porque tienes talento. Puede que aún no te hayas dado cuenta, pero oye, ahí está. Escondido entre tus frustraciones y tus miedos al qué dirán. Igual está disfrazado de hobby, vestido de algo que siempre haces simplemente por disfrutar. Aquello que te daría vergüenza tener que cobrar, porque harías con gusto incluso gratis. Aquello que piensas que deberías pagar para poderlo desempeñar. Aquello que jamás llamarías trabajo. Aquello de lo que jamás te quieras jubilar.

Tienes talento. Esa habilidad para sorprender al que te lo descubre. Ese don, ese no sé qué. Esa facilidad. Seguramente te cueste creer que alguien pueda llegar a valorarlo algún día. Pero esa persona existe, y seguramente no esté sola, seguramente sean más.

Entre lo que te gusta y lo que se te da bien está lo que les gusta a los demás, que es lo mismo que decir que en algún lugar, en algún momento, existirá un grupo de personas dispuesto a compensártelo. Una vida sin trabajo ni obligaciones te está esperando si aciertas con aquello a lo que te quieres dedicar. No está mal, como promesa ni como beneficio racional.

El problema no es, por lo tanto, tener talento. Eso ya hemos quedado todos que ahí está. El problema está en descubrirlo a tiempo. Antes de que la vida te haya hipotecado. Antes de que te dirijan la vida unas cuantas facturas que sí o sí, algún día, tendrás que empezar a abonar.

Cómo despertamos a tiempo. Ésa ha sido y sigue siendo la verdadera tragedia de toda la humanidad, desde que el hombre es hombre y desde que la mujer no ha tenido más remedio que mirárselo y aguantar, hasta hace muy muy poco. Porque incluso eso ya está empezando a cambiar, menos mal.

De ahí que, cuando se es joven, lo inteligente sea endeudarse. Una solución que propone otro sabio, Alfons Cornella, y con la que no puedo estar más de acuerdo. Se trata de conseguir los medios para hacer lo que quieras, que como tienes talento, ya los devolverás.

Y si ya no eres tan joven, tampoco hay excusa, pues nunca es tarde para empezar a respirar. Ahí está sir Alexander Fleming, descubriendo la penicilina a la tierna edad de cuarenta y siete primaveras. O un cartero de Los Ángeles que en 1969 dejó su trabajo para acabar publicando su primera novela rondando ya los cincuenta tacos. Igual te suena, se llamaba Charles Bukowski. Y qué me dices de un tal David Chase, que creó una serie de televisión una vez pasados los cincuenta y cuatro, a la cual tituló así: Los Soprano.

Por lo tanto, si el problema no es tener talento, porque lo tienes, si el problema no está en llegar a tiempo, porque aún lo estás, si el problema no está en haberse dedicado toda la vida a lo que uno se debería haber dedicado, ni siquiera los medios con los que uno cuenta para arrancar. Si el problema no es nada que tenga que ver con todo eso, mírame a las gafas y respón­deme.

Dónde.

Está.

El.

Puto.

Problema.

Venid a por mí.

Venid si tenéis lo que hay que tener.

Que no os tengo miedo, que os estoy esperando, que además no estoy solo.

Lamentablemente, no estamos solos.

Mientras tanto, nuestras casas vacías y vuestros bolsillos llenos.

Ojalá se os pudra la conciencia con cláusulas tramposas.

Ojalá se os caiga la cara de vergüenza.

Pero nada.

Venid a por nosotros.

Venid si tenéis lo que hay que tener.

Y ya puestos, venid a por todos.

Lleváoslo todo si tenéis lo que hay que tener.

Vosotros buscadnos, que nos vais a encontrar.

Porque si la echáis a ella, me echáis a mí.

Porque si la empujáis a ella, nos estáis empujando a todos.

Aún no habéis entendido nada.

Que vengáis os digo.

Que igual que un hogar no siempre son cuatro paredes.

A veces, para ser justo, no basta con tener la ley de tu lado.

Al fin y al cabo, si cuando ganasteis, lo ganabais todo.

Por qué cuando perdéis, solo perdemos nosotros.

Eh.

Por qué.

LAS SIETE MAGNÍFICAS

Todos vendemos. Todos compramos. Si te crees que la única venta es aquella en la que se produce desembolso económico, ya puedes ir cambiando de opinión. Ligar es vender. Liderar es vender. Llevar al grupo de amigos al restaurante que más te gusta es vender. Emocionar es vender. Educar es vender. Convencer a tu hija para que se acabe el pollo es vender. Trabajar es vender. Hacer una buena presentación delante del jefe es vender.

Por eso es bueno de tanto en tanto revisar las herramientas para prometer felicidad que cada uno lleva en el zurrón. Por eso es bueno de tanto en tanto pasarse por la ferretería emocional y preguntar qué es lo que más funciona, lo que más se lleva, lo que más te va.

Son las siete magníficas. Las siete palabras que según recientes estudios de neuromarketing y psicología del ­comportamiento alteran nuestro subconsciente y aumentan considerablemente nuestro impulso de compra. Las siete palabras que sí o sí debes pronunciar si quieres triunfar.

La primera palabra es Tú. Apelar a quien te escucha. Convertirle en protagonista. Estamos tan ninguneados que cuando alguien nos llama directamente nos creemos especiales. Estamos tan hartos de ser figuración que seguimos a quien nos asciende en la escala social de esta economía de la atención. Estamos tan solos que estamos dispuestos a pagar por que alguien se fije en nosotros. Aunque ese alguien sólo quiera nuestro dinero, nuestro tiempo o nuestro voto.

Por eso no es de extrañar que la segunda palabra mágica sea Atención. Una vez logro que levantes la ceja, te exijo que inviertas el resto de tu esfuerzo en escucharme. Pon aquí todos tus sentidos, no te me despistes que lo que te voy a contar podría cambiarte la vida. No deja de ser otra mentira, sí, pero te harías cruces de la cantidad de gente que no consigue llamar la atención simplemente porque conocía su número pero jamás lo llegó a marcar.

Nuevo. La tercera gran palabra es Nuevo. La novedad es nuestra droga más dura. Somos yonkis de todo lo nuevo. Nos hacemos cada vez más viejos más rápido y tratamos de compensarlo rodeándonos continuamente de cosas que acaban de salir. Nos da escalofrío pensar que nos hayamos quedado atrás, porque sería dar la razón a la vida, que nos empuja a la cuneta de las cosas que ya se van. Último modelo. Avance revolucionario. Olvídese de lo que había. Compre una Agni y tire la vieja. Y verá qué bien le va.

La cuarta es Ya. Porque mañana vete tú a saber. La agilidad le ha ganado definitivamente la partida a la perfección. El golpe de suerte a la constancia. La inmediatez a la apuesta por el largo plazo. El pelotazo a la fuerza de voluntad. Una golosina ahora es mejor que dos golosinas después. Pájaro en mano que ciento volando. Quizá por eso sigamos rodeados de tanta chapuza. Quizá por eso cada vez sepamos menos sobre más cosas, y ya no salga a cuenta ni estudiar ni profundizar ni mucho menos teorizar.

La quinta es Cómo. Porque el qué ya sabemos todos cuál es. Ser feliz. Satisfacer tus necesidades. Hacerte la vida más cómoda. O más larga. O más intensa. O menos real. Hacer que algo de todo esto valga la pena. La magia está siempre en el cómo. Dios no está en los detalles, sino en el cómo. Si logras vestir tu mensaje de manual práctico para hacer lo que sea, has conseguido la mitad del éxito. La otra mitad consiste en que sea para hacer algo relevante, convencerle de que es de alto valor añadido para el que te ha de comprar.

La sexta palabra es Garantizado. Y si no quedas satisfecho, te devuelvo tu dinero. Quizá el mejor mensaje de marketing jamás lanzado, creado por el propietario de unos grandes almacenes en EE.UU. a principios de siglo pasado. Y ahí sigue, impertérrito ante el paso del tiempo y de las modas y de la verdad. Porque quien nos garantiza algo nos vende una vacuna contra el error. Nos crea la falsa ilusión de que al menos por una vez podremos hacer lo que jamás podemos hacer en la vida real: rectificar. Hacer un control Z. Que aquí no haya pasado nada. Tomamos tantas decisiones desacertadas que invertimos en aquellos que nos prometen acertar. Somos tan inseguros que pagamos al primero que nos fabrique una falsa seguridad.

Y por último, la gran llave allen de la felicidad: Gratis. Porque pretendemos que todo esto encima nos salga a coste cero. Es la palabra definitiva, pues nos dice que nada de todo esto nos dolerá. Cuando en la vida todo cuesta, en este simulacro de progreso, tranquilos, que no perderemos nada. Ni el tiempo, ni el dinero ni siquiera la dignidad.

Así son las siete palabras, siete a las que respondemos cual perrito faldero de Pávlov.

Así funciona, ha funcionado siempre y de hecho sigue funcionando nuestra psique en el trabajo, en la política, en la economía, en el mercado y lo que es más peligroso, en el amor.

Un túnel es como un sentimiento.

Recorre todo nuestro interior.

Lo que no se ve en la superficie.

Porque lo hace siempre por debajo de las cosas.

Debajo de lo que se ve.

Debajo de donde se vive.

Por debajo de lo que hacemos.

Por debajo de lo que decimos.

Donde rara vez nos da la luz del sol.

Si lo usas, en principio, llegas antes a tu destino.

Pero para eso tienes que hacer siempre un acto de fe.

Te fías de que por ahí no habrá atasco.

Que encontrarás algo o alguien que te ilumine.

Y sobre todo, que llegarás exactamente al lugar al que querías llegar.

Porque cuando salgas, querrás seguir avanzando, ¿verdad?

Porque cuando salgas, querrás seguir Viajando con Chester.

TODO ES LO QUE PARECE

Parezco idiota. Y seguramente lo soy. Aunque vaya por la vida pensándome que a veces no. Aunque me crea algo. O alguien. Aunque vaya por ahí dando lecciones que no se pueden aprender. Aunque vaya por ahí aprendiendo cosas que jamás se deberían enseñar. Pero no. Si parezco idiota, eso es que seguramente, lo soy. Y a los hechos me remito. A este manojo de fracasos que rodean esa flor de un día a la que llamo éxito, que ya fue.

La internacional situacionista. Junto a internet, la tele, el avión a reacción y la Thermomix, inventazos del siglo XX. Una forma de entender el mundo. Un tipo muy muy listo que se llamaba Guy Debord se junta con tipos intelectualmente peligrosos y crean un movimiento que desembocaría en el mayo del 68 francés. Sus máximas las expresaron ellos mucho mejor que yo en «La sociedad del espectáculo», pero es que a mí me gusta así: todo es lo que parece.

Todo es lo que parece. La apariencia es mucho más que un simple envoltorio cuando ese mismo envoltorio también se come. Con veinte años tienes la pinta que te gustaría mantener. Con treinta tienes la pinta que puedes permitirte. Con cuarenta tienes la pinta que te mereces. Y a partir de los cincuenta sólo tienes pinta de querer dejar de tener pinta de cualquier cosa.

Todo es lo que parece. Y nada es lo que realmente es. Si quieres dedicarte a lo que es, hazte científico. Pero para los demás, todo es apariencia, y normalmente muy por encima de nuestras posibilidades. Eres lo que pareces. Tú, aquel y el de más allá. Ahórrate tus platonismos sobre los límites de la percepción. Porque los límites de tu percepción son los límites de tu existencia. Porque todo es lo que parece. Y lo que no parece, ya no aparece, ya no está.

Todo es lo que parece. Tu apariencia es la que tira de ti. Los psicólogos lo llaman efecto Pigmalión. Lo que los demás perciban te condiciona hasta el punto de hacerte actuar de manera alterada. Si sabes que piensan que eres idiota, te acabarás comportando como tal. Si sabes que piensan que eres corrupto, acabarás metiendo la mano en la caja. Total, si ya lo creen todos. Ya qué importa, qué más da.

Este es un país de chanchulleros e incompetentes. La dictadura del mediócrata. Y ahora están mal vistos, apestados, denostados, pero esos que hace mucho fueron héroes, están agazapados, y volverán. Porque malas noticias, no son otros que hayan venido a colonizarnos. Están dentro de cada uno de nosotros. Entre lo que parecemos y lo que somos, ahí están. Llevamos todos dentro un Urdangarín, un Bárcenas, un Pujol y un Correa. El problema no es que lo llevemos dentro. El problema está en que se den las condiciones idóneas para que vuelvan a triunfar. Porque no lo dudes, volverán las oscuras golondrinas. En tu balcón sus nidos a colgar.

Pero no estaba hablando de eso, sino de que hoy todo es lo que parece. Y nada importa lo dicho hasta que realmente se hace. Por eso para follar no hay que, necesariamente, follar. Por eso para abrazar no hay que, necesariamente, abrazar. Por eso para morir no hay que, necesariamente, morir. Por eso para vivir no hay que, necesariamente, vivir.

Se puede querer odiando mucho lo amado. Se puede avanzar retrocediendo a cada paso que se da. Se puede crecer haciéndose uno cada vez más pequeño. Matar de un abrazo. Nacer de una hostia. Olvidar a base de recuerdos. Y matar al prójimo dando a luz. Se puede llorar a carcajadas o reír amargamente. Acariciar a mucha distancia o fundirse en un cálido divorcio. Y se puede hacer todo eso a la vez sin estar haciendo nada en realidad. Todo es posible cuando todo es en apariencia. Y nada es imposible cuando da igual si está o no está.

Todo es lo que parece. Por eso el que crea que esto lo arregla una campaña, se está equivocando. Y no sabes cuánto. Hoy ya no basta con ser honrado. Ni siquiera bueno. Y ya no digamos normal. Hay que parecerlo también. Porque todo es lo que parece. Y porque hoy la mujer del César es como Hacienda, somos todos. Y tú, un poquito más.

Todo es lo que parece. Así que si a los Astrud todo les parece una mierda, es porque seguramente lo es. Y ojo que eso ni está bien ni está mal. Simplemente es.

Todo es lo que parece. Desconfía del próximo que venga a decirte que las apariencias engañan, seguramente te la está intentando pegar. Pídele que te cuente algo que le dé vergüenza contar y luego pregúntale si te hubiese ocultado eso de no habérselo preguntado, y entonces, piensa por qué deberías confiarle todo lo demás.

Las apariencias no engañan, es la gente la que se cree que seremos tan idiotas como para dejarnos engañar.

Y lo peor no es que hoy tengan o no razón.

Lo peor es que tarde o temprano la tendrán.

Llama a tu madre.

En serio, llámala.

Llámala porque sí.

No porque hoy sea el día de la madre.

Ni porque tengas nada nuevo que decirle.

O que celebrar.

Pero justamente por eso, porque es lo último que se espera.

Llama a tu madre.

Ahora.

Llama a tu madre.

Estoy seguro de que ella quiere saber de ti.

Y si no te llama es porque no se atreve a molestarte.

O porque piensa que estás en tus cosas y que ya llamarás tú cuando te venga bien.

No sabe que justamente hoy estás pensando en ella.

Que la echas de menos.

Llama a tu madre.

Porque la gente que jamás llama a su madre pudiéndola llamar, no es gente de fiar.

Coge el teléfono y llámala.

¿Todavía no estás marcando su número?

Que la llames.

Así, como quien no quiere la cosa.

Y cuéntale lo que sea.

Lo que te venga en gana.

O ahora que lo pienso, mejor aún, que te cuente ella.

Que te cuente todo lo que tú no eres capaz de recordar.

Las noches que pasó en vela por ti.

Los días que sacrificó para poner el mundo entre tus manos.

Llama a tu madre.

Piensa que un día la echarás de menos de verdad.

Y ese día, al menos, tendrás otra llamada para recordar.

Llámala ahora.

Y esta vez no le cuelgues porque tienes algo más importante que hacer.

Calla, escucha y cuando te pregunte por qué la has llamado, respóndele lo que quieras.

Pero yo de ti le diría una sola cosa.

Has llamado para darle las gracias.

Has vivido para darle las gracias.

No hace falta que utilices muchas palabras.

Basta con que le digas dos.

Gracias, mamá.

BIENAVENTURADOS LOS TREPAS, OPORTUNISTAS Y APROVECHADOS

Bienaventurados los trepas, oportunistas y aprovechados. Porque de ellos es el reino de las cosas que no se pueden comprar. Y es que hay que ver, en los tres casos, lo mucho que acaban pagando justos por pecadores.

Bienaventurados los trepas. Porque hemos asimilado el trepa a alguien tóxico, cuando no siempre lo tiene que ser. Un trepa no es sólo aquel que pasa por encima de los demás a cualquier precio. Ése, además de un trepa, es un capullo. Un trepa es también aquel que tiene un objetivo que está muy por encima de sus posibilidades y aún así no le da miedo ni se amedrenta ante la altitud del reto, pues está dispuesto a escalarlo. Y como bien sabe la gente que se dedica a la escalada, lo más importante para llegar a la cima es fijar correctamente los puntos de anclaje. Las metas intermedias que te ayudarán a ascender.

Un trepa es alguien que pretende llegar a correr diez kilómetros en menos de sesenta minutos. Primero tendrá que plantearse metas intermedias variando los puntos de anclaje, que en este caso podrían ser, por ejemplo, duración y distancia. Primer punto de anclaje: la duración. Empezar por quince minutos e ir incrementando el tiempo hasta llegar a los sesenta. A continuación, cambiar el punto de anclaje y pasar a la velocidad, para reducirla así paulatinamente. No sé si es lo correcto desde el punto de vista técnico y la verdad que me da igual. A mí me funciona, y no sólo en las metas físicas. También en las emocionales.

Un trepa es alguien que pretende conquistar a la mujer o al hombre de su vida. Primero hay que conseguir frecuencia de encuentros. En cada una de ellas variar el punto de anclaje y pasar a hacerle sonreír. Cada nueva sonrisa te acercará más a tu objetivo. Otro punto de anclaje serán las confesiones. Cuantas más cosas sepas que no le haya contado a nadie, más cerca estarás de la cima de su corazón. Y así.

Bienaventurados los oportunistas. Porque nos hemos creído que un oportunista es sólo aquel que pretende sacar tajada de una situación a costa de los demás. Ése, además de un oportunista, es un imbécil. Un oportunista es también alguien que ve primero lo que nadie más vio. Una oportunidad de negocio, de vida o de corazón. Porque un oportunista es también alguien que intuye que no estás bien con tu pareja y pretende que te enamores de él. No será justo, o moralmente intachable, pero tan sólo pretende ser feliz haciéndote feliz a ti. Dime si no es lícito e incluso justo que lo intente.

Y ya me dirás qué son las oportunidades sino vacíos que nos brinda la realidad. Espacios en blanco que pueden ser pintados con esfuerzo, ingenio y rapidez por tu parte. Vasijas en las que almacenar nuevos y apasionantes futuros. Alguien se olvidó de colocar algo ahí, y la vida te está gritando que la pongas tú. Serás mejor o peor en la solución del problema, pero de momento tú ya has hecho la mitad del trabajo que muy pocos hacen: saberlo formular.

Por último, bienaventurados los aprovechados. Porque nos hemos tragado eso de que aprovecharse de algo o de alguien está siempre mal. Quien se aprovecha de alguien para perjudicarle, no es sólo un aprovechado, es un desgraciado. Aprovecharse es también sacarle el partido que ni esa misma persona jamás se imaginó. Descubrir el poco o mucho talento que el otro tenga para sacarle un beneficio. Aprovecharse de alguien es también ayudarle a ser útil para una causa. Adoptar talento para darle una vida mejor. Y si la causa encima es noble, por qué no hacerlo. Eh. Por qué.

Bienaventurados los trepas, oportunistas y aprovechados. Porque de ellos es el reino de las cosas que no se pueden comprar. Y porque ellos son los que nos enseñan todos los días la necesaria diferencia entre ser un vendido, venderse y vender.

Imagen 07

DESGENERADOS

Desgenerados. Somos todos unos desgenerados. Porque todo lo de la generación anterior ya no sirve. Porque todo lo que nos contaron los que había antes ya no está. Porque seguro que no lo hicieron con mala intención, pero sí con funestas consecuencias. Porque nos han dejado en pelotas ante la vida y ante lo que se suponía que teníamos que hacer. Porque el manual de instrucciones nos salió caducado de fábrica. Y porque nadie queda al otro lado para responder. Este call center está cerrado por derribo. Esta garantía se nos quedó sin sellar. Este negocio está traspasado al vertedero de los fracasos. Y ese consejo que te dieron ahora sabes que se autodestruirá.

Desgenerados. Ni los cincuenta son los nuevos cuarenta. Ni los cuarenta son los nuevos treinta. Ni los treinta son los nuevos veinte. Ni los veinte son los nuevos diez. A lo tonto a lo tonto nos estamos cargando el concepto de edad. Una fantasía que al menos permitía separar a la gente por experiencia y por tanto nos ayudaba a relacionar. Aquí ahora ya nadie controla lo que está haciendo porque nadie sabe muy bien hacia dónde va. Por eso hay niñatos a punto de jubilarse y por eso hay viejos que aún utilizan cremas contra el acné juvenil. Tanto un adolescente como un venerable anciano pueden pronunciar a la vez y con sentido la frase fatídica de la muerte en vida: yo ya no tengo edad.

Desgenerados. Estudia muy duro y sacarás buenas notas. Gradúate y harás carrera. Consigue una carrera y tendrás trabajo. Consigue un curro y tendrás una profesión. Ejerce tu profesión y ganarás dinero. Gana dinero y algún día te podrás retirar. Retírate y podrás disfrutar de tu jubilación. Jubílate con honores y disfruta de tu pensión. Cuando todos los eslabones de una cadena se rompen sin excepción, lo que te queda ya no es cadena ni es nada, inútiles trozos de metal que ya no sirven ni para tirar ni para amarrar. Lo que te queda es un puñado de fracasos encima sin responsables a los que echarle la culpa. Lo que te queda dicen que es fruto de la causalidad. Ja.

Desgenerados. Porque aunque hagamos oídos sordos, las relaciones de nuestro entorno no hacen más que naufragar. Parejas de toda la vida que parecían indestructibles. Parejas que jamás hubieras dicho que estaban tan mal. Parejas que empezaron todas sin la más mínima intención de acabar. Y sin embargo ahí están todas. Abandonadas en la cuneta de las relaciones accidentadas. Por un tercero, en un segundo, ahora vete y diles que lo importante es participar.

Todos zarpamos creyendo que podíamos seguir la brújula de la cabeza y la del corazón, y así no hay forma de navegar.

En este mundo de desgenerados, lo interesante ya no es sólo mirar hacia atrás. Hay otros desgenerados que vienen después de nosotros que déjalos correr también. Porque si nosotros lo tuvimos chungo por creernos una realidad que ya jugaba a otra cosa, imagínate ellos, que han tenido unos mayores que no hemos sabido ni a qué jugar.

Tengo la sensación de que hemos sido el ejemplo perfecto de lo que no deben hacer. Creerse a pies juntillas lo que nos enseñaron nuestros mayores, sin cuestionarlo, sin ponerlo en cuarentena, sin saber si lo estábamos haciendo mal. Y total, para qué.

Desgenerados. La única buena noticia de todo este lío es que nunca existió un cambio generacional. Lo que existen son individuos que están solos y que siempre mueren en soledad. Y luego están individuos que se juntan para dejarse la vida en hacer que las cosas cambien. Que las cosas salgan. Que las cosas avancen. O retrocedan, da igual. Pero que las cosas jamás se queden como están.

Esos son los individuos que merecen la pena.

Esos son los individuos que hay que saber encontrar.

Porque importa un carajo a qué generación pertenecen.

Porque importa un carajo su edad.

No te los creas.

Cuando te digan que sólo hay dos formas de hacer las cosas.

No te los creas.

O la mía, o la de los demás. O conmigo, o contra mí. Oizquierdas, o derechas. O yo, o el caos.

No te los creas. Por favor. Porque es que te están mintiendo.

Así, con todas las letras.

Quien te simplifica una realidad no te está haciendo un favor.

Te está tendiendo una emboscada.

Te está mareando la perdiz.

Y te quiere llevar a su terreno, que suele ser un huerto.

Así que tú tira millas.

No te dejes. Jamás te dejes.

Que la realidad está llena de opciones.

De atajos.

De campo a través.

Que hasta las carreteras más transitadas fueron algún día una pista forestal.

Tú sigue desconfiando.

Tú sigue avanzando.

Tú sigue Viajando con Chester.

ODIO LA PLAYA

Odio la playa. Con todas mis fuerzas. No puedo con ella. La arena pegada, el calor sofocante, el olor a pies y a sudor ajeno, la masificación, el ruido, las pelotas de plástico, las sombrillas, las colillas, las señoras que gritan, los señores que fuman, las botellas de plástico, y que el único remedio sea meterte en el agua del mar consciente de que las ballenas expulsan mil trescientos cincuenta litros de semen fuera de su pareja en cada eyaculación o más de novecientos setenta litros de orina en un solo día, y aún que eso es aportación natural, como si fuese lo más contaminante que se llega a verter.

Eso sí, respeto muchísimo que a la gente le guste meterse ahí. No voy a tratar de convencerles. El problema viene cuando espero el mismo respeto de vuelta. Y especialmente en este país.

Conforme se acercan los días del verano y la gente empieza a comprar números para el melanoma, mi piel da evidencias de que algo no va según lo previsto, lo que es bueno, lo que debería ser, y es entonces cuando empiezan las preguntas incómodas. ¿Estás bien? Se te ve paliducho. ¿Te lo has hecho mirar? Ah, que no te gusta la playa, ¿y por qué? Pero si es genial… Eso es que no has encontrado tu playa…

Y ahí ando todos los años sin excepción tratando de justificar por qué no me gusta lo que no me gusta, como si fuese un apestado, alguien a quien hay que tenerle lástima u otorgarle urgentemente una subvención. Me ocurre lo mismo que con los fines de año, verbenas y otras fiestas de guardar. Momentos en los que no es que tengas que pasártelo bien haciendo lo que quieras, no, es que tienes que salir de fiesta sí o sí. Momentos en los que la forma pasa por encima del contenido, momentos en los que el cómo importa más que el qué.

Siempre hay quien te dice que entonces te metas en una piscina. Pero es gente que no entiende nada, el problema no está sólo en el dónde, sino en el qué. Pasarte horas al sol es, junto a picarse los genitales con un punzón de hielo o presentarse de candidato en UPyD, una de las torturas más improductivas y estúpidas que se me ocurren hoy por hoy.

Por más que me pongo, no lo consigo. Estoy unos minutos y enseguida tengo la sensación de perder el tiempo. Cojo un libro. Intento leer. No hay postura más incómoda que la del lector lagarto. Se te duerme la mano tratando de taparte el sol mientras la otra intenta que no se te pase la página por culpa del viento. Brisa marina, perdón. Y ya no digamos si el ejemplar tiene más de cuatrocientas páginas, como me suele ocurrir con los que me gustan. Me doy la vuelta. Pero mi columna vertebral retorcida en posición cobra tiene un límite y sobre todo un umbral de dolor. Paso al periódico, que aunque sea más liviano, parece desmontarse más fácilmente con el calor. Ah entonces recurre a la tableta. Claro, cuando inventen la pantalla que no requiera dejarte la retina en intentar ver algo bajo la luz del sol. Nada, me pongo nervioso y acabo siempre intimando más de la cuenta con el tipo del chiringuito. Dios salve los chiringuitos.

Pues oiga, no. Yo odio la playa en verano. Y ya está. Especialmente en verano. Porque me gusta la playa en invierno, eso sí. Pasear por la orilla bien abrigado es de las cosas más bellas que se puede hacer. Y una buena chimenea con vistas al mar. Insuperable.

Porque no sé si ha quedado claro que odio la playa. Pues no vayas, pensarás. Ya, pero entonces tengo que aguantar la exclusión social desde la montaña. Píllate un barco. Te lo regalo, yo me mareo. Y además, por qué. Porque en verano hay que estar en el mar sí o sí. Porque si no, no eres persona, puede que hasta te retiren el carné de ciudadano español o catalán o barcelonés o lo que seamos a estas alturas ya.

Me encanta Barcelona, pero no soporto que lo primero que me digan sea siempre que es una maravilla porque tenemos el mar al lado. Pues no.

A mí me encanta Barcelona a pesar de su playa.

Especialmente ahora.

Especialmente ya.

Agarraste mi dedo.

Aún no tenías ni una hora de vida.

Ni siquiera habías abierto los ojos por primera vez.

Y tú ya agarraste mi dedo.

La comadrona te había mostrado como alguien a quien yo ya tuviese que conocer.

Y yo me sentí más torpe que nunca.

Sin saber qué hacer.

O qué decir.

Ella me dijo que te cogiese y lo reconozco, fui un cobarde, te reconozco que no me atreví.

Temía hacerte daño, no saber ni por donde cogerte.

Sólo pude acercar mi mano a la tuya.

Y tú, en cuanto la sentiste, agarraste mi dedo.

Fuerte, muy fuerte, como diciéndome «sé quién eres, y te vas a quedar aquí conmigo, ¿verdad?».

Y entonces lo entendí todo.

Entendí que me estabas agarrando por dentro.

Y que ya no me ibas a soltar jamás.

Entendí que estuvieses donde estuvieses, hicieses lo que hicieses a partir de ese momento, yo iba a sentirme agarrado por ti.

Desde ese momento, no ha habido un solo instante en el que no te sintiese ahí, apretándome bien.

De hecho, cuando las cosas se ponen feas, aún hoy, miro el dedo que me agarraste.

Y te noto ahí, aferrándote a mí como si yo lo pudiese todo.

Como si yo fuese inmortal.

Y siento que tengo que poder con todo.

Porque puedo con todo desde que agarraste mi dedo.

Y ahora que no puedo verte todos los días, ahora que la vida se nos ha complicado para los dos, tan sólo quiero recordarte una cosa.

Que pase lo que pase, nos pase lo que nos pase, papá siempre estará ahí, para que puedas agarrar su dedo… todo lo demás.

DEJAD DE LEERME

Dejad de leerme. Dejad de comprar mis libros. Tal cual os lo pido, de verdad. Este Sant Jordi me habéis convertido una vez más en uno de los diez autores más vendidos de la jornada y ha sido todo un detalle que agradezco en el alma, pero en realidad no me estáis haciendo ningún favor. Ni a mí ni a la industria editorial.

Yo quisiera no vender en Sant Jordi. Quejarme continuamente de lo mal que está el sector y mirar por encima del hambre y con displicencia a los autores «mediáticos» mientras mascullo algún aforismo de Góngora nada amable pero muy bien traído para la ocasión. Tener la coartada perfecta para no haber conseguido jamás un best seller. Poder decir que si yo no vendo es porque no me vendo. Decir que yo hago Literatura con L ma­­­yúscula, jamás productos de gran consumo. Menuda vulgaridad.

Yo quisiera dejar de tener tanta gente en la cola de firmas. Ya, ya sé que algún día me llegará, a ver si es cierto, porque así no me tendré que oír las muestras de cariño que he tenido que aguantar estoicamente este año. Gente a la que le ha cambiado la vida una frase que escribí. Gente que se atrevió a dar ese paso en su negocio o en su relación sentimental. Gente que está librando la dura batalla de construir su propia marca. Gente que ha superado alguno de sus miedos tropezando con palabras mías. Gente a la que uno de mis libros le ha hecho abrir otros más. E incluso gente que me agradece haber podido reírse conmigo entre sesión y sesión de quimio en el hospital.

Yo quisiera leer las crónicas de la jornada y ver cómo periodistas que jamás han vendido un ejemplar ponen a parir a los que sí lo han hecho, comparándolos a todos con la exmujer de algún torero, atribuyendo todo su mérito única y exclusivamente a la tele. Como si vender fuese tan fácil como anunciarse. Pobrecitos, cómo se nota que no saben ni de lo uno ni de lo otro.

Pero no, en vez de eso, me habéis convertido en un autor de éxito. Menuda putada. Rompí stocks en toda Barcelona a las cuatro horas de estar firmando, a saber lo que habría pasado con una buena planificación por parte de las librerías y de mi editorial.

Pero en fin. Ahora tengo que andar otro año pidiendo perdón por vender, diciendo que es todo única y exclusivamente gracias a la fama que te da la tele. Sí, porque todos sabemos que los lectores sois idiotas, que cuando me podéis consumir gratis desde el sofá de vuestra casa, lo que en realidad estáis deseando es desplazaros a vuestra librería más cercana, revolver entre cientos de competidores y acabar desembolsando veinte eurazos en la deconstrucción de un árbol y tinta, simplemente por el placer de tenerlo, pues encima las estadísticas dicen que ni lo leeréis.

Y leerme, uf, total para qué. Dedicarme un tiempo que no tenéis para leerme a mí y no a otro, y ojo que me lo habéis demostrado con vuestro cariño no ya en uno, sino hasta en ocho Sant Jordis, pues cuando uno lleva seis libros publicados y reeditados en más de veinte ocasiones, ya lo vuestro pasa de ser molestia pura y dura a masoquismo ilustrado. Que sí, que sí, que estáis fatal.

Lo único bueno de todo esto es que los autores que no vendan se irán muriendo, o mejor dicho, los irá matando el mercado. Y quedarán todos los demás. Los que no entiendan la diferencia entre vender y tener algo interesante que contar. Los que hayan aprendido que algo es de valor cuando lo valida un mercado, y no al revés. Los que ya no conciban sector sin industria, autor sin lectores, ni lanzamientos sin publicidad.

Dejad de leerme, hacedme caso y leed a los que no venden nada, que esos son los de verdad.

La vida no pasa, porque en la vida se está.

Y sin embargo, cada dos por tres ahí estamos, repasando lo vivido.

Haciendo memoria.

Creando historia.

Viviendo ayer.

La nostalgia, esa tristeza con efectos retroactivos.

Nos fascina mirar atrás, recordar eso que llamamos pasado.

Creemos que aprendemos de lo que ya ocurrió.

Pero no, eso no es verdad.

Aprender, lo que es aprender, nadie aprende.

Si fuera así, la humanidad habría ido a mejor en absolutamente todo.

Y ya ves. Así nos va.

Hace poco alguien me preguntó cómo podía afrontar este momento, que por lo visto y según decía, no era el mejor de su vida.

Y yo, sin atreverme a darle un consejo, le contesté: no hay mejor momento que éste, porque es el único que realmente te­­­nemos.

Ah, Viajando con Chester.

DOS PIEDRAS

Sólo tropiezan los que están avanzando. O dicho de otro modo, la única forma de evitar un tropiezo es quedarse quieto. No moverse de donde se está. Tropezar, por lo tanto, es una buenísima señal. Señal de que las cosas se mueven. Señal de que te diriges hacia algún sitio. Lo que es malo en la vida no es tropezar, sino quedarse ahí, tirado en el suelo. No volverse a levantar. Y ya no digamos lamentarse. Autocompadecerse. Lloriquear.

Lo que ocurre cuando tropiezas, todo el mundo lo sabe, porque todo el mundo lo ha vivido alguna vez. Lo más humano es sentir cierta sensación de ridículo. Ojalá que nadie me haya visto caer. Qué bochorno. Calla, que me levanto enseguida y aquí no ha pasado nada. Natural.

Lo siguiente es buscar la causante del tropiezo. Encontrar la piedra. Reconocerla. Tu cara me suena. Culpabilizarse por no haberla visto antes. Y darse cuenta de nuestra miserable e inefable humanidad. Es entonces cuando todo el mundo lo veía venir. Es entonces cuando surge el yo ya te lo dije. Maestrillos del día después, que no se dan cuenta de lo mediocre que resulta llegar tan tarde.

Y hablando de mediocres, bajo cualquier piedra aparecen siempre los gusanos. Las larvas. Los bichos. Personajillos acomplejados y torturados desde bien pequeñitos, cuando en el patio del colegio ya canjeaban su bocadillo por un par de collejas. Suelen ser los más cobardes de la clase, los que jamás se atreverían a decirte nada a la cara, gallinas que con el tiempo han desarrollado una visión deformada del mundo, pues piensan que todos estamos pendientes de sus pataletas. Por eso andan buscando a ver quién se ha caído últimamente para acudir a la merendola de buitres, porque sólo saben alimentarse del presunto derrotado, porque ellos jamás han creado nada que haya tenido éxito, porque son incapaces de triunfar por sí mismos y porque se sienten acomplejados ante el talento ajeno. En el fondo les encantaría formar parte de la fiesta, ser incluso tus amigos, vivir lo que tú has vivido, en realidad es una forma de envidia, pero, claro, el rechazo sigue ahí, y como respuesta al rechazo, ellos han decidido rechazarte a ti. Pero piensa que no es contigo. Es con la vida que jamás tendrán.

Como no pudieron ser interesantes, se convirtieron en pedantes. Como las chicas se reían de ellos, se hicieron los misóginos; no es que yo no les guste a ellas, es que ellas no me gustan a mí. Como no han dado un palo al agua en su puñetera vida, se volvieron clasistas, racistas o xenófobos. Y como nadie les aguantaba ni en su propia casa, se fueron a vivir de la primera caverna mediática que les subvencionó, oye tú que luego igual esto desgrava. Por ponerle un nombre al azar, yo lo llamo complejo de Sostres, no me preguntes por qué.

Bueno sí, pregúntamelo, va.

Pues resulta que Salvador Sostres fue mencionado en mi ya añorado Viajando con Chester. Fue el gran chef David Muñoz quien me contó que en años de profesión, el único comensal que se había negado a pagar la cuenta había sido justamente él, Sostres. La conversación siguió por otros derroteros mucho más interesantes, pero por lo visto, para Sostres, el hombre que no pagaba en los restaurantes, la cosa no quedó ahí. Al día siguiente, la productora del programa me hizo llegar el número de móvil y la petición de Sostres para hablar conmigo. Según me trasladó la productora, su intención era «aclararme lo que realmente sucedió». Y a mí, que me encanta conocer gente interesante, cultivada e inteligente, no me quedó otro remedio que declinar amablemente la invitación. La explicación, le dije a la productora, se la debe al chef, no a mí.

Durante los siguientes días, los mails con las peticiones de Sostres se fueron sucediendo, hasta que al final imagino que el personaje desistió. Pero, claro, supongo que el rechazo empezó a crecer de nuevo en su interior. Nos cruzamos físicamente un par de veces por Barcelona, que en realidad es un sitio muy pequeño, y el personaje en cuestión me vio, me esquivó y no me dijo ni mu. Lo que yo te diga, «semejantes invertebrados» (sic) no atacan nunca de frente. Siempre a tus espaldas. Cuando no estás. Y esta semana, tras mi salida de Viajando con Chester, la bilis ha corrido en forma de tinta por su columna a la que, por cierto, le tengo un aprecio especial, pues me parece más que cómica, hilarante. No es sólo que me haya criticado a mí, que ya ves, llega tarde, llevo años saliendo criticado de casa. Es que además se cree que puede con gigantes como Luis del Olmo o compañeros de periódico como Jordi Évole y Ana Pastor, gente que le viene tan grande que antes de ni siquiera mentarlos debería aprender a lavarse la boca con agua y jabón.

Todo esto no hace más que darle lo que él quiere, pensarás. Y es verdad. A los bichos no hay que darles visibilidad. Porque es justamente lo que buscan. Vuelve a dejarlos bajo dos piedras. Tápalos bien y deséales un algo feliz. Si hoy te los destapo no es para hablarte de ellos, sino del síndrome que lleva su nombre.

Aléjate del complejo de Sostres. No porque sea contagioso, qué va. Sino porque nadie que sufra ese complejo ha hecho nada importante en la vida. Jamás.

Imagen 08

DECLINART

Los hechos ocurrían el pasado miércoles a media mañana. Yo andaba por Madrid, trabajando o más bien disimulando mi depresión post vacacional, cuando de pronto me entró un tuit de Quim Monzó. Y digo me entró porque fue algo así como un siroco o una colonoscopia, inesperado y turbador, procedente de un sitio que no te esperas y con un resultado que tampoco tenías previsto, ni en fondo ni en forma.

«Fíjate qué ramo me ha dibujado Ferreres para ti, Risto Mejide. ¿Vienes a la Meridiana el 11S? #QuedesConvidART @Araeslhora». El mensaje iba acompañado de una sutil ilustración en la que Quim me hacía entrega de un ramo de rosas rojas y amarillas coronadas por la bandera estelada, mientras ocupábamos sendos lados de un sofá.

Conozco a Quim Monzó de haberle saludado un par de veces. Considero que han sido siempre encuentros cordiales e interesantes. En Twitter hemos mantenido una curiosa historia de seguirnos y dejarnos de seguir que algún día espero poder comentar con él en persona. Obviamente lo conozco más por sus libros y artículos. Admiro y he admirado siempre su mala leche, su ironía y su capacidad de generar puntos de vista imprevisibles. Así que no debería haberme sorprendido esta vez. Y sin embargo, lo hizo.

Por un momento pensé en agradecer la cortesía de haber pensado en mí. De tender un puente hacia un don nadie como yo. Pero enseguida me contuve. Y menos mal que lo hice, porque comprobé que formaba parte de una estrategia. De un plan. Y que había sido víctima del mismo. Igual que los hermanos Pau y Marc Gasol, Julia Otero y alguno más.

No estamos hablando de invitar a la gente que te apetece. Estamos hablando de phishing político. Y por eso, estimado Quim, lamento mucho decirte que es el momento de declinART.

Es el momento de declinART. Una invitación pública deja de ser una invitación. Una invitación pública es una campaña. Un uso ilegítimo del nombre de otro para mandar un mensaje a los que nos miran. Escudada tras una presunta formalidad, disfrazada de acto generoso y educado, la intención no es otra que la de buscar el barullo polémico de una aceptación o un rechazo. Y hoy, de mí, no vas a obtener ni lo uno ni lo otro, sino simplemente una amable declinación.

Es el momento de declinART. Y mira que me hubiera encantado comprobar de primera mano lo que se cocía ahí este 11S, como he hecho otras veces, pero tu @Araeslhora ha confirmado mis peores temores: esto no va de incluirse, sino de definirse políticamente. Y mientras el voto sea secreto, cualquier empujón para definir tu filia política puede ser considerada no sé si violencia ideológica, pero sí desde luego moral. Y de muy mal gusto, también.

Es el momento de declinART. Yo siempre me he posicionado cuando y donde he querido, jamás cuando otros me han obligado a hacerlo. Le tengo alergia a la imposición. Me molesta soberanamente que se me utilice y que se me obligue a salir del armario, de la cómoda o de dondequiera que me haya dado la gana meterme. Que cada cual se acueste con quien quiera. En la cama y en las urnas, también. Y que lo haga público cuando y donde le dé por ahí, jamás cuando le empujen a hacerlo. Por eso, cuando alguien me apunta con el dedo para forzarme a tomar partido, mi reacción suele ser la de negarme y sobre todo, preguntarme el porqué. No nos señaléis, rezaba Enric Hernández. Meteos el dedo en el culo, añado yo.

Es el momento de declinART. Pretendo seguir leyéndote a ti y a tantos otros con la distancia necesaria hacia las ideas que compartimos y las que no. Y sobre todo pretendo olvidarme lo antes posible de este episodio, que deja en evidencia que incluso las personas más inteligentes pueden cometer una estupidez.

Que soy catalán nadie lo puede poner en duda.

Que no puedo ni siquiera agradecerte esta invitación, también.

Qué nos ha pasado.

Cómo hemos llegado hasta aquí.

Desde cuándo esta casa es un campo de batalla.

Y tú y yo, las únicas bajas confirmadas.

En qué momento perdimos, en qué momento me perdiste y yo te perdí a ti.

En que momento se nos fue esto de las manos.

Desde cuándo estas sábanas están cubiertas de hielo.

Desde cuándo estamos cansados hasta de estar cansados.

Y desde cuándo te da tanta pereza mirarme.

Explicarme.

Reír.

Qué nos ha ocurrido.

Quién nos ha visto y quién nos ve.

Nosotros que fuimos invencibles.

Ahora sólo pensamos en maneras de aceptar esta derrota.

Por dónde empezar a decirse adiós.

Quién se lleva primero sus cosas.

Y quién se queda con todo lo demás.

Quién es el guapo que se queda con todo lo demás.

Imagen 09

SOY INDEPE

Soy indepe. Mira, me acabo de dar cuenta. Estaba peinándome las cejas —lo único que aún puedo peinarme con fruición— cuando de pronto he sentido una necesidad visceral de separarme para siempre de unos cuantos indeseables. Yo sí que me voy a montar unas plebiscitarias. Ni tercera vía ni leches, ciao ­
pescao.

Soy indepe. Pero un tipo de indepe que no tiene representación parlamentaria, me temo.

Yo perdónenme pero no he llegado a plantearme una secesión del resto de catalanes. Ni del resto de españoles. Ni del resto de europeos. Quiero la independencia, para empezar, sólo de los idiotas. Sí, es cierto que corro el riesgo de ser el primero, por eso, antes de autoinculparme, especifico: quiero la independencia de todos los idiotas que —como mínimo— sean más idiotas que yo. Que serán pocos, pensarás. Sí, sí, pero qué apostamos a que algún cargo importante cae. O alguna indeseable tipo Petra László.

Soy indepe porque es verdad, me gustaría perder de vista para siempre a ilustres españoles. Los Bárcenas, los Rato, los Urdangarín, los Fabra, los Matas, los Blesa, los Granados, los Chaves, los Griñán, oigan quédenselos todos, va por ustedes. Imputados, acusados, condenados, me aburren tan presuntamente, que me los pone todos para llevar.

Soy indepe. Pero un indepe aún más radical que los que promulgan la independencia. Y es que quiero perder también de vista a toda la familia Pujol. Y a cada sede embargada de CDC. Y a Teyco y al 3 por 100. A Fèlix Millet. A la pésima gestión de la Generalitat durante estos últimos años en materia de sanidad y educación —ambas transferidas—. Y a todos los que aplauden una deficiente administración —insisto— transferida y nos quieren hacer comulgar con que solos nos lo guisaríamos mejor.

Yo no sé quién inventó eso de que España nos roba. Lo que sí sé es que algunos españoles y catalanes nos están robando mucho más. Nos están robando la confianza. Nos están robando una inocencia que jamás debimos perder. Nos están robando la paz, el seny, ese pragmatismo tan catalán. La tranquilidad de ir por el mundo sin pedir perdón por no pensar como quien nos gobierna.

También soy indepe porque detesto a la gente que está tan por encima del bien y del mal que se cree que soy aún más imbécil de lo que soy. Por eso me gustaría separarme de Mas, sí, pero también de Montoro. Soy indepe de las cifras de uno y otro bando. Mentirosos todos, que saben perfectamente que calcular el déficit fiscal es como medir a qué huelen las nubes zum zum. Mandangas más mamandurrias igual a expolio fiscal. Soy indepe de un expresidente del Gobierno y de un ministro de Defensa que ya no es que no sepan seducir, sino que encima se dedican a ofender.

Llévense también a TV3 y a Televisión Española. No quiero pagar medios públicos flagrantemente propagandísticos y que censuran a sus propios ciudadanos sólo por el hecho de no pensar igual. Pero también diarios como el ABC, que señalan públicamente a los deportistas por ideología política. De regalo me podrían independizar de los que chillan, de los violentos y de los medios que citaron mi artículo de la semana pasada y tan sólo entrecomillaron la parte del dedo en el culo, señuelo puesto con toda intención para detectar manipuladores de manual. Ahí va el anzuelo de esta semana: ya os lo podéis sacar. Hala, ahí tenéis vuestra dosis semanal para seguir intoxicando. La manipulación informativa es la forma que tienen algunos medios de llamarnos idiotas en nuestra puñetera cara. Así que volveríamos al punto uno. Si no es porque los independizaría a ellos antes que a todos.

Y ya puestos, soy indepe de las grasas saturadas. De las películas de Van Damme. Y del reggaeton, por favor. No puedo más.

A mí llámenme cuando refunden esta nación desde cero. Esto hay que ponerlo patas arriba ya. Una nación en la que mande la gente decente. La gente honrada. Gente cuyo único partido político se llame llegar a fin de mes. Una nación gobernada por y para gente que hoy no hace más que deslomarse para pagar los excesos de banqueros y políticos mientras le crujen a impuestos y multas, porque le han dicho que tenía que apretarse el cinturón, o peor aún, que ya está aquí la recuperación, que cómo es que no la ve.

Ya, ya sé que todo eso es imposible. Que lo más fácil es que me largue yo. Pero eso no puedo hacerlo, compréndanlo. No quisiera regalarle semejante alegría a más de uno. Además, a santo de qué me tengo que ir, que se vayan ellos, que yo adoro mi tierra.

Así que nada, toca quedarse y aguantar.

La tercera vía ahora me entero que era rectal.

No hay color.

Entre una vida muy recta y otra llena de curvas. No hay color.

Entre creer en el destino o apostar por un camino. No hay color.

Entre un para siempre y un mientras nos dure. Pues no. No hay color.

Tú pruébalo. Prueba a arriesgarte.

Porque el riesgo es el pantone de la vida.

Es lo que le da color.

Vale que hay que conocerlo, acotarlo y seguramente tratar de controlarlo.

Pero al final, el riesgo es riesgo.

La distancia entre un cobarde, un valiente y un temerario.

La diferencia entre una vida de contrastes y una vida gris.

La diferencia entre viajando simplemente o Viajando con ­Chester.

No me dejes.

Ahora que por fin te he encontrado, por favor, no me dejes.

Aunque a partir de hoy tengas cada día un nuevo motivo para abandonarme.

Te lo ruego.

No me dejes.

A medida que vayas descubriendo mi catálogo de defectos.

O que pongas a prueba mis virtudes de temporada.

Te lo suplico.

No me dejes.

Y cuando ya se me hayan acabado todos los trucos.

Cuando me equivoque más veces de las que acierte.

Cuando dejen de hacerte gracia mis chistes repetidos.

Sólo te pido una cosa.

No me dejes.

El día que ya te sepas todo mi vestuario.

Cuando ya puedas contar mis historietas mejor que yo.

Cuando ya me sea imposible sorprenderte con nada.

Y este príncipe azul destiña por los cuatro costados.

Y cuando otras personas se te presenten apasionantes, nuevas y misteriosas.

Tú sigue conmigo y no me dejes.

Ya sé que tampoco te estoy dando ninguna razón para quedarte.

Pero es que el día que necesites alguna razón para quedarte.

El día que tengas que tirar de ella para seguir aquí.

Ese día te lo ruego, hazte un favor y déjame.

BOMBARDEEN BARCELONA

Bombardeen Barcelona. Por favor se lo pido. Es urgente, es importante. Es más, agarren el submarino ese que no flota y bombardeen la ciudad también por mar. Se lo pide Felipe V, Espartero, Azaña, un premio Príncipe de Asturias y un servidor. No es una sugerencia. Es una orden. Ar.

Bombardeen Barcelona. Y empiecen por mi casa. Se lo digo porque entre esas cuatro paredes, más de una vez se ha escuchado hablar catalán, español e incluso inglés. Por ahí pasa gentuza que trabaja en Barcelona o en Madrid o Valencia o en Londres o en Shanghái o en NYC o donde quieran pagarles. No me lo han contado, de verdad que yo lo he visto y casi se me cae el ABC. Personalmente los enviaría al paredón, pero son familiares y amigos, y ya se sabe por experiencia lo complicado, tedioso y caro que sería ir fusilándolos de uno en uno. Menudo nido de reptiles secesionistas y cuna de la conspiración antidemocrática, que luego encima nos vienen pidiendo dinero para unos juegos que no pueden pagar. Ja. Como si eso de los juegos se pudiese comprar. Porque no se puede, ¿no?

Bombardeen Barcelona. Están tardando ya. Por si no están al tanto, a medida que pasan los días, la televisión pública catalana manipula, destruye y corrompe las juventudes nacionales, sembrando en sus débiles y vírgenes mentes la semilla corrupta de la deslealtad institucional, el odio hacia los excelsos contenidos patrios y un desdén desmesurado e injustificado hacia La Razón. Que la corrupción es monopolio del Estado y de los que aspiran a vivir de él. Que se enteren todos de una vez.

Bombardeen Barcelona. La olímpica o lo que quede de ella. Por allí pasan hasta medallistas que se lamentan por no poder asistir al éxito de la Via Catalana, por culpa de asistir al fiasco de Madrid 2020. Pero si no les gustan ni los toros, coño. Y ya que bombardean, bombardeen de paso el Camp Nou. Que así se acaba el problema de la Liga de dos, ya tanta tontería. A tomar por culé.

Bombardeen Barcelona. Pero bien bombardeada, oigan. Que no se les escape nadie. Que al fin y al cabo los catalanes somos todos iguales a Artur Mas, del mismo modo que los españoles son todos iguales a Mariano Rajoy. A que sí.

Bombardeen Barcelona. Que de verdad que el ambiente es ya irrespirable. Que ahora encima hay quien pretende irse de España sin marcharse de Europa. Cosa tan absurda como militar en el PP antes de presidir el Tribunal Constitucional para ponerse a juzgar la independencia de los demás. Impensable, ¿verdad?

Bombardeen Barcelona. Pero antes, háganme un favor. Asegúrense de que así acaban también con el resto de bombardeos. Me refiero a todos los que ya hace Rato que se han iniciado y llevan meses haciendo estragos entre la población —perdón, últimamente Rato se me coloca en cualquier sitio con extrema facilidad—. Me refiero al bombardeo informativo, al político, al mediático y al propagandístico de uno y otro costal.

Que hay barceloneses y catalanes y españoles que estamos hartitos de que intoxiquen nuestras conversaciones y nuestras vidas con discursos químicos sin soluciones concretas y soflamas de destrucción masiva que sólo hacen que dividirnos y empujarnos a hablarle a nuestro vecino como si fuese de pronto un enemigo encubierto al que hay que adoctrinar.

Bombardeen Barcelona, sí. Pero mientras tanto, y sin que sirva de precedente, hagan lo único inteligente que aún no han hecho en todo este tiempo y alguien, en algún momento, debería empezar a practicar.

El respeto al silencio del otro, el insulto a la inteligencia que supone asociar prudencia a cobardía y las ganas que tienen algunos de acabar con toda discreción. La vergüenza y el asco que me provoca quien trata de apropiarse de una mayoría silenciosa, que al fin y al cabo, hasta donde yo sé, en este país el voto todavía es secreto.

Por algo será.

Bombardeen Barcelona, vale.

Pero mientras no lo hacen, hagan algo mucho más útil.

Dejarnos vivir en paz.

Cruzaste mi cielo, lo partiste en dos.

Dibujaste una línea, un antes y un después.

Y de repente, todo cobró sentido.

Y es que cruzaste mi cielo. Y volamos, y supimos volar.

Me hiciste despegar del suelo y tocar las nubes y sentir el sol.

Porque todo fue luz cuando cruzaste mi cielo.

Y ahora que ya no estás o al menos que yo no te veo.

Por más que te busco entre mis horizontes, vete a saber por dónde andas.

Estarás pues cruzando otro cielo, esquivando otras nubes.

Tomando tierra en cualquier aeropuerto, en otra ciudad.

Estarás Viajando con Chester.

URGENCIAS

No te hagas líos. Nada importa demasiado si la salud no está. Si crees que tu vida no pasa por su mejor momento, si te crees con derecho a enfadarte, frustrarte o deprimirte, date una vueltecita por cualquier UCI. Allí donde urge lo importante e importa lo urgente. Allí donde el día y la noche los marca cualquier cosa menos la salida y puesta del sol. Es un paseo, seguro que tienes alguna cerca. Yo tengo una justo al lado de casa. Vas, visitas a las familias que allí se encuentran, y hablas con ellas. Que te cuenten su drama, lo que están viviendo y lo que darían por dejar de vivirlo. Y luego me cuentas.

Nos creemos importantes hasta que algo o alguien nos manda a un hospital. Igualador de vanidades, antesala de nuestro principio y de nuestro fin. El hotel de los dolores mudos. La residencia del gemido que nadie quiere escuchar. Si te crees con derecho a estar mal es porque no lo has estado de verdad. Si nunca has pasado una noche en urgencias, aún no sabes lo que es sufrir.

Siempre he pensado que el amor de tu vida se esconde tras la salud, y no se le ve hasta que ésta se quita de en medio. Tu media naranja jamás será la que exprimas sobre el catre de la pasión y el desenfreno. De esas encontrarás muchas, o al menos eso espero, por tu propio bien. Pero la mujer o el hombre de tu vida será sólo aquel o aquella a quien le digas un día «llévame al hospital». Todo lo demás, se puede pagar. Visto así, igual deberíamos casarnos todos con putas o con taxistas. O igual es que todos somos un poco putas y un poco taxistas, también.

No te hagas líos. Cuando dejamos de ser estupendos estamos más cerca de los que estaban tan cerca que ni los veíamos, y aleja a los que ya estaban lejos, pero los creíamos ver. La enfermedad grave, un gran detector de mentiras que encima suele llegar demasiado tarde, o demasiado pronto.

Así es la salud, ese bien de preciada ausencia, pues sólo se valora cuando ya se perdió.

Y es que somos lo que cuidamos. La debilidad de un cuerpo que necesita otro para subsistir cuantifica la dependencia de nuestro prójimo, pero también nuestro nivel de civilización. Porque son justamente los débiles los que miden nuestro grado de fortaleza. Porque son los que se hacen pequeños los que nos pueden hacer sentir grandes. Cómo tratamos a los dependientes. A los ancianos. A los enfermos. A los niños. Cuanto mejor los cuidemos, más lejos estaremos de la barbarie y la sinrazón.

Por eso me parece impresentable que algunos se empeñen en convertir la cuestión sanitaria o de la dependencia en un problema de cartera.

No te hagas líos. No es una política más. Es la única política que siempre debería existir, incluso a falta de todo el dinero del mundo, así tuviéramos que prescindir de todo lo demás. Pero la sanidad no. La sanidad es innegociable. Para éste y para todos los gobiernos que vengan. Oiga, la vida está por encima de usted y de sus cuatro míseros años de mandato. Si no hay vida, no hay nada. Así que métase los recortes entre su culo y el cuero de su coche oficial. Pero la sanidad ni tocarla. Que si nos morimos por un recorte, entonces ya no nos morimos, sino que usted nos está matando. Y habrá que juzgarlo como lo que usted es. Un genocida.

No admito que me vengan con eufemismos. Privatizar la gestión significa echar gente a la calle. Y así nos luce el pelo. Ciudades inundadas de mareas blancas que desean trabajar mientras sus centros de salud acumulan listas de espera con pacientes que no pueden permitirse el lujo de convertirse en clientes. Recortes descarnados que acaban blandiendo hachas donde deberían usar bisturí. Y mira que te lo dice un orgulloso hijo de médico de centro público. Y aun así, resignado cliente de la privada.

En la antigua China, los médicos cobraban sus honorarios sólo mientras la población estuviese sana, y dejaban de cobrar en cuanto ésta enfermaba o sufría algún tipo de epidemia. Creo que deberíamos empezar a aplicarlo con los políticos. Descontarles de su sueldo todos y cada uno de los días que los pacientes de este país pasan esperando a que alguien les cure.

De ese modo, la cuestión de la sanidad pública no ganaría en simplicidad.

Pero sí en urgencia.

De qué dependen.

De qué dependen tus sueños.

De qué dependen tus proyectos.

De qué dependen tus dudas y tus miedos.

De qué dependes tú.

De quién dependes.

A quién hay que preguntarle si estás bien.

De quién depende que sonrías.

De quién depende tu felicidad.

De quién depende que mañana vayas a tener un buen día.

Dime, en serio, de quién dependes.

En manos de quién te has puesto.

En manos de quién estás.

A cuenta de quién has hipotecado tu futuro.

O mejor aún, tu presente.

Tu dignidad.

A quién has decidido regalarle tu estado de ánimo.

En quién has delegado el poder de cambiar tu humor.

O tu capacidad de cariño.

O tu esperanza. Tu basta ya.

De dónde te crees que salen los sueños.

Por dónde te crees que empiezan los cambios.

Y dónde te has pensado que las utopías empiezan a llamarse realidad.

Estas preguntas son las verdaderamente importantes.

Las únicas que deberías estarte haciendo.

Porque la única independencia posible es aquella que te libera por dentro.

Porque el único progreso consiste en que algún día, todo eso, tan sólo dependa de ti.

CATA Y LUÑA

Paren máquinas. Ya tengo la solución. No se peleen más, que ya la tengo. Llevo una semana esperando alguien que se diese cuenta de lo evidente, pero como nadie con entidad lo dice, ya lo digo yo. Lo que hay que hacer no es desgajar Catalunya de España, esa opción ya está visto que no nos trae más que dolores de cabeza. Lo que hay que hacer es separar a Catalunya de sí misma. Como sucedió con Checoslovaquia en 1993, escindirse por dentro de forma pacífica y acordada, dando lugar a dos estados independientes pero la mar de amigos. Pues por qué vamos a ser nosotros menos, hagamos lo mismo aquí. Oye por qué no. Dos grandes y libres. Con un par de cops de falç.

Surgirá así una parte a la que llamaremos Cata. Allí habitarán en paz y armonía el 47 por 100 de los anteriormente conocidos como catalanes, ahora reconocidos como catans. Será un territorio irregular e inconexo, pero incluirá por ley el ábside de la abadía de Montserrat, la Plaça Major de Vic, la sede social de la ANC, una acera por quincena de la Meridiana, el 3 por 100 de las propiedades de la familia Pujol, un Palau de la Música catalana reconvertido en motel cuco de carretera y las quince sedes embargadas de CDC. Cata, o La Cata, como la llamará Aznar en la intimidad, será una república independiente y como tal, sólo rendirá cuentas a Europa durante la emisión de Eurovisión y siempre y cuando sus vecinos les otorguen algún punto más que a Guayominí. Para qué investir un sólo president cuando puedes investir a cuatro o cinco, uno para cada día de la semana laboral. Que no te gusta la política del president de hoy, te esperas veinticuatro horas y todo va a Mas. No es maravilloso. Yo es que soy de los que oposito los martes. Pues relájese el resto del tiempo, ¿un carquinyoli? La putada será al que le toque gobernar el lunes. Ni herencia recibida ni leches. Fijo que acaba imputado —perdón, investigado— y condenado hasta por mirarnos mal.

Los catans sólo verán noticias de TV3, con lo cual se ahorrarán tener que consumir series, novelas y en general cualquier contenido de ficción. Tampoco hará falta ni AVE ni corredor mediterráneo, pues el govern garantizará mil setecientos catorce castellers por cada peaje y una plantación de calçots en cada rotonda.

Todo será así de perfecto con el cambio de estatus. Y es que la otra parte, la nueva Luña, así, con una eñe bien grande y libre, que refleje su intención de seguir siendo española, tomará el testigo como décimo séptima Comunidad Autónoma del Reino de España y representará al otro 52 por 100 de los excatalanes. El nuevo territorio incluirá, entre otras plazas, las de toros, las partidas de mus, el balcón derecho del Ayuntamiento de Barcelona y los juzgados de primera instancia de Baqueira Beret. Los luñenses, además, se convertirán automáticamente y por decreto ley en los más solidarios del Estado español. Donarán el cien por cien de sus ingresos a ciertas cuentas en Suiza, así como derecho de pernada para cada pubilla y un pamtomaca por cada cien mil botiflers. El candidato para hacer de Superman sobre las vías de Rodalies será el que resulte ganador de un talent show llamado «Tu ERE me suena». A los luñenses no se les permitirá estudiar ni mucho menos practicar su propia lengua a la luz del día, y para obtener el carné de identidad deberán tatuarse en el culo la frase «Recuerda que Luña no es una nación». Se acabará con la pobreza energética de un plumazo en cuanto el Gobierno firme el almacén subterráneo de gas Castor II en unas condiciones tan ventajosas que nos las quitarán de las manos.

Los luñenses jamás confundirán platos con vasos, y se volverán adictos a los servicios informativos de Televisión Española, con lo cual enseguida quedarán deslumbrados por lo bien que marcha el país. La sanidad, el paro, así como el resto de problemas que puedan preocuparles, serán los que decida el Tribunal Constitucional, que dejará de disimular y a partir de ahora será elegido por primarias.

Por último, no se nos escape que un porcentaje de inadaptados nos veremos obligados a habitar la frontera entre Cata y Luña, en terreno siempre fronterizo, resbaladizo y pantanoso. Ante semejantes indeseables, señores de ambos lados, mano dura. Sin postre todas las noches. Y a dormir sobre plegatín sueco. Por chaqueteros. Por indecisos. Por cagaos.

Sí, ya sé, puede que esta solución un tanto absurda no garantizase la satisfacción del cien por cien de los implicados.

Pero, bueno, estemos tranquilos, ahí están nuestros competentes políticos capaces de consensuar una que sí lo haga.

Seguro que te has fijado alguna vez.

Una gota cualquiera, una entre un millón, de pronto cae sobre el cristal.

Y empieza a avanzar en el sentido contrario al de la marcha.

Cobra vida, parece que sabe hacia dónde va.

Y se encuentra con otra gota a la que cualquiera diría que la estaba esperando.

Y la arrastra.

Y se la lleva consigo.

Y de pronto ya no hay dos gotas, sólo hay una cada vez más grande, cada vez más rápida, que sigue avanzando contra todo pronóstico y contracorriente.

Y ya no se puede separar una gota de la otra.

Porque siguen su propio camino nuevo.

Porque siguen Viajando con Chester.

DECLARACIÓN UNIVERSAL
DE SENTIMIENTOS HUMANOS

Yo, como cualquier aspirante a convertirse en bonito recuerdo, declaro…

Primero. Tengo derecho a amar y a ser amado. Esta cláusula deberá ser respetada incluso por quien no me quiera a mí. Da igual. Como cantó el maestro, fue siempre más feliz quien más amó.

Segundo. Tengo derecho a enamorarme incluso de quien yo no haya decidido. Sobre todo de quien yo no haya decidido. Enamorarse jamás fue una decisión. Ser feliz, sí.

Tercero. Tengo derecho a que nadie, y cuando digo nadie me refiero ni siquiera a mí mismo, esté legitimado para juzgar mi relación. Por encima de raza, edad, sexo o religión, si dos personas han decidido quererse, quién eres tú para juzgarles.

Cuarto. Tengo derecho a buscar ya no buenas parejas, sino buenas ex. Y a sentir lo que no haya sentido jamás. Y tengo derecho a sentirlo de primera mano cada vez que lo haga. Porque puede que el corazón no envejezca. Pero la mirada sí.

Quinto. Tengo derecho a perdonar y a ser perdonado. Jamás por partes iguales, esto no es una ecuación, y si lo fuera, sería incapaz de despejarme yo.

Sexto. Tengo derecho a llorar cuantas veces quiera por todo aquello que dejé o me ha dejado. Por todo lo que jamás entenderé. Por todo lo que se me quedó en el tintero. Tengo derecho a echar de menos todo lo que jamás me ocurrió. Y tengo derecho a remover mi pasado a las tres de la mañana, aunque todos sepamos de antemano que siempre será un error.

Séptimo. Tengo derecho a abrazar como si no hubiese un mañana. Porque algún día sé que tendré razón. Y ese día será demasiado tarde.

Octavo. Tengo derecho a querer a quien no conozco pero sé que sufre. Sobre todo si sé que sufre. Esto último, más que un derecho, es una obligación.

Noveno. Tengo derecho a quererme a mí lo justo para poder empezar a querer a los demás.

Y décimo. Igual que tengo derechos, también tengo una obligación y sólo una: la de seguir los dictámenes de mi corazón por encima de todo lo que pase e intentar siempre dar más de lo que reciba.

Así lo firmo a día de hoy, desde este lugar del planeta, con todos y cada uno de mis latidos.

CARTA ABIERTA A UN CANDIDATO

Estimado candidato,

Perdón por lo de estimado. Vaya por delante que no le tengo ningún aprecio especial más allá del que le profeso a quien no conozco de prácticamente nada. Pero como lleva usted unos cuantos meses metiéndose a todas horas en mi casa, en mi trabajo, en mis conversaciones y en mi vida, al final no vamos a decir que el roce hace el cariño, pero sí la familiaridad. Le escribo esta carta abierta en el día crucial para usted, el único día en el que dicen que se me va a hacer caso. A mí y a los treinta y pico millones de españoles que estamos llamados a las urnas. Hoy es mi día para escribírsela. Hoy es mi día para hacérsela llegar.

Para empezar, perdóneme si de entrada no le creo. No me creo nada de lo que me ha ido explicando durante estos días. Sea usted rojo, morado, naranja, azul o verde, da igual. Y no me lo tenga en cuenta, a lo mejor no es ni siquiera culpa suya directamente. Igual es por culpa de alguien de su partido que ha metido la mano donde no debía, igual es su inexperiencia la que me hace desconfiar, o igual es que me la han metido doblada tantas veces ya, que me han robado la inocencia, la cartera, el mes de abril, el de mayo, el de junio y así hasta la suciedad.

Por lo tanto, entienda que no haya tenido ganas ni de leerme su programa. Ya me tomé esa molestia en el pasado y sólo me sirvió más que para indignarme cada vez que incumplían lo que prometieran quienes se llevaron el voto al agua. Cada vez que recortaron donde dijeron invertir. Cada vez que subieron impuestos que dijeron que debían bajar. Cada vez que eliminaron prestaciones que debían cubrir. Cada vez que hicieron exactamente lo contrario de lo que me habían dicho que iban a hacer. Cada vez que le echaron la culpa a esa herencia recibida a la que habían prometido jamás culpar. Cada vez que nos hicieron morir de vergüenza por haberles votado. Entienda que, después de todo, encuentre siempre algo más interesante que hacer que leer su mentira en diferido, o vamos a llamarla su propuesta de media verdad.

Le escribo básicamente para pedirle dos cosas.

La primera, que si usted gana, cumpla. No ya con el programa, que ése ya hemos visto que no sirve más que para medir su grado de ingenuidad, o mejor dicho el que usted cree que tenemos los demás. Tampoco le pido que cumpla con España, que eso a estas alturas de nuestra historia alcanza el grado casi de ficción, como acaba ocurriendo con cualquier entidad. Le ruego que cumpla con los españoles. Por si no lo ha notado en campaña, los españoles no sé si somos mucho españoles, pero somos buena gente, incluso los más capullos tenemos nuestro aquél, y en realidad nos daríamos con un canto en los dientes si el próximo inquilino de la Moncloa se limitara a dejar de dar lecciones sobre cómo jodernos la vida y se pusiera simplemente a trabajar. Y que lo hiciera no sólo de manera honrada, le pediría que lo hiciera de manera ejemplar. Merecemos un presidente en el que poder mirarnos como hacemos con Andrés Iniesta, con Pau Gasol o con Rafa Nadal. Merecemos un presidente del que estar orgullosos incluso los que no le votaron. Sé que suena fantasioso, pero ha llegado el momento de que usted al menos nos lo parezca de verdad. Que esté dispuesto a dimitir y que no le tiemble la mano al cesar a quien lo haya hecho mal. Y si no sabe por dónde se empieza, rodéese de gente extraordinaria, olvídese de los dedazos y fiche a gente mucho más lista que usted, manténgalos cerca y verá como incluso lo bueno se pega, que hasta le será más fácil disimular.

Y la segunda cosa que le tengo que pedir es que si usted no gana, cumpla. Que nos enseñe de una vez cómo es una oposición responsable, que se olvide para siempre del y tú más. Que se acuerde de la gente que aun sabiendo que no iba a ganar, le votaron. Ellos merecen alguien que les dé su voz en el Congreso. Igual están dispuestos hasta a perdonarles que no se hayan leído a Kant. Sáquenle los colores al Gobierno que no cumpla, pero sobre todo, ayúdenle a gobernar. Hagan que su partido consiga ya no pactos de Estado, sino unas Cortes más sabias, más eficientes, más cercanas a la ciudadanía, y sobre todo, que jamás pierdan capacidad de escuchar. Recuerden que mucha gente aún no votará en estas generales, y el objetivo de todos debería ser que volviesen a sentirse representados, que volviesen a creer que esto de la política es cosa de todos y que volviesen, sobre todo, a confiar. E idealmente, la próxima vez, a hacerles ganar.

Y a los dos, no olviden que hoy empieza un debate de estos que tanto les gustan, pero éste sí es definitivo. El que confronta lo que se dice y lo que se hace, aquel en el que dejamos el mundo de las ideas y aterrizamos en el momento de ponerlas en práctica.

Es la hora de llevarlas a la realidad.

Y a todos los efectos, deposito este voto nulo a 20 de diciembre de 2015 en la correspondiente urna de mi colegio electoral.

Imagen 10

BIMENTALISMO

Vivir es elegir. Decantarse por algo. Tomar partido. O tomar la decisión de no hacer nada, lo que ya se conoce como hacer un Rajoy. Por eso, si quieres que un niño coma sano, dale siempre a elegir entre dos opciones que te interesen. Qué quieres, fruta o verdura. Carne blanca o pescado azul. Agüita fresca o zumo de frutas. De este modo, se sentirá vivo. Se sentirá libre. Se sentirá bien. Le estarás creando una falsa sensación de independencia, una pecera de plástico para el alma, unas urnas en pequeñito y un entorno controlado en el que elija lo que elija, ganarás tú.

El cerebro humano, incapaz de retener más de tres opciones sin ponerse a contar, se encuentra muy cómodo entre sólo dos polos. Cada vez que le simplificamos las cosas, nos lo agradece. Tal como se estudia ya en las escuelas de negocios, una de las claves del éxito irrefutable de Mercadona fue reducir el número de referencias en el lineal. Y es que para nuestras neuronas, menos es más.

Yo lo llamo bimentalismo. El proceso por el que siempre buscamos las dos principales opciones por las que decidirnos. La decisión encubierta de no buscar una tercera, para no complicarnos la vida. El Principio de Pareto para avanzar. La reducción a la parejita, que para qué va a haber más.

Es lo que usan los magos y trileros para engañarnos. Nada por aquí, nada por allá. Para que no te plantees el acullá. Porque es acullá donde están todos los trucos, donde siempre se esconde la pelotita, donde están los matices y los detalles y las trampas que nos ayudarían a entender y a descubrir lo que no quieren que veamos, lo que nos daría algo en lo que pensar.

Bimentalismo publicitario. Porque también lo utilizamos los publicistas. O eres de los míos, o te dejas engañar por los demás. Si no compras mi solución tienes un problema. O peor, te vas con otro que crees que te lo va a solucionar. Y si encuentra algo mejor, cómprelo. Polarizar, si puede ser contra la competencia, es la manera más rápida de vender. O eres de Nocilla o de Nutella. O eres de Nesquik o de Cola-Cao. El gran Alex Bogusky, uno de los mejores publicitarios del último siglo, defiende que para tener una marca poderosa es necesario dividir a tu audiencia entre los que están contigo y los que están contra ti. Ojo al verbo que utiliza. No es optativo. Es necesario. Que si no lo consigues, no estás contra nada o contra nadie. Que si no polarizas, no eres marca, ya no estás.

Y por lo tanto, bimentalismo propagandístico también. ­Porque los políticos lo saben como si lo hubieran parido. Y porque de hecho, lo siguen pariendo cada día. En Catalunya parece que murió la tercera vía, y se llevó por delante a todos los que se atrevieron siquiera a pronunciarla. En España, tan cómodos que estábamos viviendo en una sencilla línea que dividía a las izquierdas y a las derechas, hasta que llegó un señor que nos dijo que ellos eran la casta, e introdujo en nuestras cabezas el eje vertical, descubriendo el discurso de los de arriba y los de abajo. Y ahora surge otro que nos añade la tercera dimensión, los nuevos y los viejos partidos. El tercero en discordia ya no sale en la foto, así que mejor volver a hacer la lista desde cero, y hasta el infinito y más allá.

George Lakoff hablaba de resituar el marco de referencia. Los matemáticos y los científicos hablan de un cambio en el sistema de coordenadas. Y en cine, se dice que hay que evitar el salto de eje, si no se quiere confundir al espectador. Vamos, que si alguien te quiere liar la cabeza, hacerte dudar o simplemente cambiar tu decisión, te salta de eje y listos.

Por eso, me entra la risa floja cada vez que escucho que estamos viviendo el fin del bipartidismo. Cuando creo que estamos viviendo justo lo contrario. Estamos en la edad de oro del bimentalismo. La era de los nuestros y los suyos. Los de aquí y los de allá. Moros y cristianos. Separatistas y unionistas. Casta y populismo. Blanco y negro. Sin escala de gris. No me seas aburrido, por dios.

Es el momento en el que brillan las encuestas, esa otra falacia colectiva que nos encanta agitar cada vez que alguien nos predice lo que pasará simplemente porque lo ha preguntado. Como si no mintiésemos descaradamente cada vez que se nos pone una alcachofa delante para conocer nuestras decisiones más íntimas. Como si no fuésemos mucho más mediocres ante unas urnas. Tú pregúntale a todos los matrimonios de más de diez años de este país por sus respectivas parejas, y concluirás que en el próximo año un 99,99 por 100 se divorciará. Ahora bien, ponles la demanda de divorcio delante y conocerás la realidad. Una realidad mucho más compleja, matizada y que, seguramente, siempre nos sorprenderá. A los de arriba y a los de abajo. A los de aquí y a los de allá. A la casta y al populismo. Al que se viene arriba y al que se va.

Y es que, aunque no nos guste reconocerlo, simplificamos la realidad con la cabeza.

Pero acabamos eligiendo con el corazón.

Las farolas son como las personas importantes de tu vida.

Por mucho que las ignores, ellas no se van.

Por inútiles que te parezcan a plena luz del día, ellas no se van.

Por mucho que creas que ya no las necesitas.

Ellas se quedan.

Ahí están. Siempre al lado del camino. Todo lo cerca que se puede estar sin molestar.

Sin buscar protagonismo, sin llamar tu atención.

Se conforman con que tú sepas que están ahí.

Que no se mueven.

Ni se moverán.

Que cuando llegue la noche y las busques y las necesites…

Ellas allí seguirán.

Dispuestas a darte toda su luz.

Y el día en que se apaguen, porque un día se apagarán…

Ojalá haya otras que quieran seguir alumbrándote.

Ojalá haya otras que quieran seguir Viajando con Chester.

LO QUE YO TE DIGA

Lo que yo te diga, ponlo en cuarentena otras cincuenta noches. Lo que yo te diga, acuérdate de olvidarlo por ahí. Haz oídos sordos mientras me escuchas. Y quizá así, y sólo quizá, lograrás hacerme entender. Y quizá así, y sólo quizá, lograré hacerte explicar. Que nadie te eche cuentas sobre lo que yo te diga. Porque serán palabras que fueron tomadas prestadas. Y eso es mucho más triste que pedir y mucho menos honrado que suplicar. Lo que yo te diga, sí.

Lo que yo te diga será siempre válido, que no verdadero. Es lo que pasa con la lógica, que le gusta jugar al escondite con las palabras, amagando significados hasta que ya suele ser demasiado tarde para emocionarse. O demasiado pronto, vaya usted a saber. Sofismas del corazón. Pero es que a veces, para llegar a una conclusión verdadera, es imprescindible partir de premisas falsas. Los expertos en filología natural —también conocidos como matemáticos— lo practican constantemente. Supongamos que tú y yo somos pareja. Supongamos que nos querremos para toda la vida. Supongamos que, además, lo cumplimos. Supongamos que no deseamos a nadie nunca más. Que evolucionamos juntos. A la misma velocidad. En la misma dirección. Y ahora, suponiendo eso, veamos qué sentimos. Porque lo que nos pase por dentro sí que será real.

Jamás busques la coherencia entre todo lo que yo te diga. Porque la coherencia es como la presencia, la vida o la libertad de expresión: sólo nos acordamos de ella cuando ya ha sido transgredida, cuando se la echa de menos, cuando ya no está. La coherencia es base, paisaje, fondo de armario. Si aún no tienes nada en tu armario que desentone, no te mereces ni segundas rebajas. Porque para ser coherente con uno mismo, a medida que te haces mayor y coleccionas pasados —que es lo mismo que ir criando hermanos pequeños que pretenden adelantarte en edad— es imprescindible ir cambiando de opinión. Corregir el rumbo. Desdecirse, pasar la vergüenza de contradecirse y rectificar. Y porque el compromiso con el destino es incompatible con el compromiso con el camino. Donde ayer dije digo acabo diciendo lo que más se parezca a lo que quiero decir hoy. La eficacia es enemiga de la eficiencia. Y el resultadismo, de la veneración del proceso. Tan absurdos los dos como imposibles de optimizar a la vez. Un conocido director de Hollywood daba a elegir a sus productores dos de las tres opciones posibles: coste, calidad o plazo. Tú elige qué dos factores pretendes controlar, porque el tercero se te disparará en el peor de los sentidos posibles.

Tampoco te importe demasiado la consistencia de lo que yo te diga. Demasiado a menudo, mis propios argumentos no se sostienen ni sobre el bastón de tu silenciosa condescendencia. Ya me doy cuenta de que no hay por dónde pillarlo, de que no te lo crees ni de coña, de que al final nada tiene demasiado sentido, de que de aquí a diez minutos podría decirte lo contrario con la misma convicción y seguridad, y tú volverás a callar y a esperar pacientemente a que me dé cuenta. Y sin embargo, igual necesito pasar por ahí. Como quien sabe que ya ha cerrado la puerta y la luz, pero necesita comprobarlo una vez más.

Por último, piensa siempre que lo que yo te diga te lo digo siempre porque creo que es lo que tú en realidad querías oír. Si no te gusta, habérmelo hecho saber, que para eso están los sondeos. Ahora es demasiado tarde, princesa. Porque este mensaje lo has pagado tú. Y éste. Y éste también. No es casualidad que lo que yo te diga lo llames propaganda. Porque propagarse, lo que es propagarse, sólo se propaga el fuego, las epidemias y cualquier elemento que todo lo queme, que todo lo vuelva cenizas o cadáver hasta consumirse incluso a sí mismo.

Por todo ello y porque durante este 2015 sobreelectoralizado te lo diré muchas veces y de muy diversas urnas, recuerda esto.

Desoye todo lo que yo te diga. Desóyelo y quédate sólo con lo realmente importante.

Y qué es lo realmente importante, te preguntarás.

Te lo resumo en cinco palabras, cinco.

Lo que yo te haga.

No os tenemos miedo.

Ya podéis golpearnos mil veces.

Quitarnos a nuestros seres queridos.

Hacernos daño donde más nos duele.

Que no os tendremos miedo.

Nos haréis llorar, nos haréis sufrir.

Sentir impotencia.

Rabia.

Frustración.

Pero miedo, no.

Porque cada vez que nos tiréis al suelo, nos pensamos levantar.

Porque cada vez que nos hagáis callar, volveremos a cantar.

Bien alto.

Y es que es justamente eso lo que vosotros pretendéis cargaros.

Lo que nos hace ser quien somos.

No se llama ausencia de miedo.

Se llama libertad.

EL GESTO Y EL SÍMBOLO

Malos tiempos para la expresión. Una expresión digerida, reflexionada, consciente, reposada y con distancia. Cuanto más nos comunicamos, peor nos expresamos. Para empezar, porque cómo vas a tomar distancia de aquello que corre siempre más que tú. La inmediatez se nos ha quedado obsoleta. La profundidad parece estar reñida con la rabiosa actualidad. Ya nadie se sienta a pensarse una respuesta. Y ya no digamos a preguntarse qué es lo que tendríamos que preguntar.

Existe un continuo en el que todos nos hallamos inmersos, un marasmo de datos e informaciones sin contrastar a las que llamamos ahora, al que le ha pasado lo que ocurrirá a la serie Cuéntame, que de tanto correr, algún día nos adelantará. Y así andan los medios, tratando de colarse en la rendija que existe entre la oportunidad de rentabilizar una exclusiva y el coste horas/hombre necesario para cotejarla y no acabar haciendo el ridículo. A veces, el ya es demasiado tarde llega incluso antes del no te lo vas a creer.

A esto se le añade que lo único explícito está en los juzgados. Cuando ya todo es desengaño y decepción. El pasado es lo único que se nos presenta fiable. Todo lo demás son cosas implícitas, cosas que habría que ponerse a masticar. Sin embargo, tal como ocurren los hechos, a menudo no nos ha dado ni tiempo a interpretarlos, que ya lo estamos haciendo. Las conclusiones ya no se sacan, ahora se arrancan. Oye, ha pasado esto, pon cara de experto, hazme un one-page dosier que te sirva para borrador del libro que sacarás esta tarde y por lo que más quieras arréglate esa corbata, que salimos al aire en tres, dos, uno… Y así nos cunde el pelo —a los que os quede—, atiborrándonos toelrrato de bollería industrial cruda o a medio hornear.

Por eso son tan importantes los símbolos y los gestos en estos momentos. Por eso se los andamos exigiendo a los políticos. Y a las grandes empresas. Y a cualquiera que ostente cualquier cargo en cualquier lugar. Pero es que creo que también hay que pedírselos a la pareja. A los amigos. A todo dios. Los gestos, los símbolos, la mujer del César, saber llenar con ejemplos la ejemplaridad. Ya no nos basta con ser, hay que saber parecerlo también.

Nos han engañado tanto y de manera tan flagrante que sabemos que la honestidad es como la felicidad, un concepto que sólo es demostrable en el largo plazo. Así que optamos por exigir alegría, ese concepto más mundano, cotidiano e inmediato, el del ya. Usted al menos esfuércese por parecer honrado hoy hasta que pueda demostrarnos que realmente lo fue.

Cuanto menos tiempo para conocer, más importancia cobran gestos y símbolos. Son el sustituto de la sabiduría, la del amor a la verdad. Son nuestro asidero para actuar, porque eso sí, hay que seguir actuando, la vida ni puede ni debe esperar.

Y por qué hablo siempre gesto y símbolo como cosas separadas, si en la mayoría de foros se acaban utilizando como sinónimos. Porque no tienen nada que ver. Porque no son lo mismo. Porque hay que saberlos diferenciar.

Según la RAE, un gesto es un «acto o hecho que implica un significado o una intencionalidad». Fichemos a un jefe de Estado Mayor de la Defensa. El gesto será interpretado por lo que significa y por nuestra intencionalidad. Y con eso habremos dicho más que con cien mítines. Si hay algo mejor que dar tú una noticia es que otros no puedan evitar darla por ti. Y así se llenan horas de tertulias y contenidos y analistas. Y así habremos cubierto una jornada más hacia la gloria o hacia el fracaso, da igual. Cuando son las palabras las implicadas, el significado acaba siendo imputado por la emoción que provoca.

Y ahí, en la emoción, es donde surge el símbolo. Un símbolo se define como toda «forma expresiva que utiliza la sugerencia o la asociación subliminal de las palabras o signos para producir emociones conscientes». Sugerir para provocar emociones. Asociar para emocionar de manera consciente. Yo hago esto para que tú sientas aquello.

Que el gesto acabe transformándose en símbolo depende, básicamente, de las emociones que sepa despertar. La emoción del cambiémoslo todo para que todo siga igual. O la emoción del ahora que funciona, no lo toques, y cambiemos sólo aquello que haya que cambiar. Ése es el verdadero y único bipartidismo. Y la fiabilidad es y seguirá siendo patrimonio exclusivo de gestos y símbolos, que valen su peso en oro hasta que algo o alguien nos demuestre lo contrario.

Todo lo demás, son cosas que ya se verán.

Un cristal es aquello que está entre tú y una realidad.

Entre tú y una verdad.

Entre tú y el resto de las cosas.

La gracia del cristal es que siempre está ahí aunque tú no hayas elegido tenerlo.

Nacemos con el cristal.

Amamos tras el cristal.

Y muchos mueren sin haberlo roto jamás.

Nos hemos acostumbrado tanto al cristal que ya casi nadie lo mira y sobre todo ya casi nadie lo ve.

Pero ahí sigue.

Ahí está.

Haciéndonos creer que es invisible.

Ofreciéndonos una protección mentirosa.

O una falsa sensación de seguridad.

De hecho hay gente que se pasa toda su vida tras el cristal, pensándose que están sintiendo de verdad.

Y hay gente que se pasa toda su vida Viajando con Chester.

SOMOS FICCIÓN

Somos ficción. Tú, yo, aquél y el de más allá. Somos mentira. Bien construida, pero mentira al fin y al cabo. Y no es sólo que no existamos como nos creemos que existimos. Productos de nuestro cogito ergo sum. Accidentes del amor y la causalidad. Es que encima a menudo se nos olvida que somos una trola muy fea con patas y acabaremos todos muertos de realidad.

Somos ficción ya viejuna. Nuestra historia, eso que nos retrata deformados y nos enseña que es imposible no repetirse, no deja de ser un grupo de datos y hechos cronológicamente ordenados y convertidos en un relato más o menos contrastado que suele tener la manía de buscar varias causas para cada efecto, escrito encima por todos aquellos que sobrevivieron para poder contarlo, con lo cual tampoco cuenta con la opinión y el enfoque de los que en el momento de contarlo ya no están. Es el curriculum abultado de la humanidad. Y como todo curriculum está lleno de exageraciones, mentiras y omisiones importantísimas sobre las que mejor nadie nos pregunte, porque la podríamos liar parda. Pero si incluso Fukuyama morirá algún día y pasará a ser su propia víctima. No hay mayor ironía que el propio destino. No hay destino más honesto que la sinrazón de la verdad.

Somos ficción social. Nos inventamos dioses para explicar lo que no entendíamos. Nos inventamos idiomas para entendernos entre nosotros. Nos inventamos medidas para poder coincidir en espacio y tiempo. Nos inventamos países para justificar esas distancias. Nos inventamos culturas para tener algo que defender. Nos inventamos patrias para justificar conflictos. Nos inventamos guerras para ganar más. Y nos inventamos el dinero. Y las personas jurídicas. Y las marcas comerciales. Ficciones que nos permiten hablar de cosas que en realidad no existen como si existieran aunque todos sepamos que no existen, pero como hablamos de ellas, ahí están. Y mira si están, que al final incluso hay gente que sí que existe dispuesta a morir por algo que si lo piensas bien, no ha existido jamás.

Así las cosas, no debería extrañarnos que seamos también ficción, sí, pero emocional.

Nos inventamos que nacemos acompañados. Llamamos familia a mucha gente que en el fondo nos da igual. Decimos que encontramos pareja. Que por fin abandonamos la soledad. Hacemos de nuestro hallazgo un relato y lo empezamos a estirar. Hasta que un día se rompe algo y hay que empezar a reescribir la trilogía. Y hacemos un clásico Star Wars. Ahora te explicaré lo que no te conté en su momento y debí contarte, el apasionante mundo de la precuela. Y tal como ocurre con La guerra de las galaxias, esa pre-historia suele ser aburrida, de cartón piedra y menos creíble, menos verdad.

A veces las incongruencias matan la coherencia de la trama, así que o bien las olvidamos o acabamos incorporando detalles que hacen que parezca todo de lo más lógico y normal. Nos dejamos por esto y aquello. Hubo ese matiz que lo cambió todo. Éstas fueron las causas reales de nuestra ruptura. Estaba claro que lo nuestro no podía durar. Ahora no repetiría los mismos errores. Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Si hubiese sabido lo que ahora sé. Conecta los puntos. Analiza tus errores. Fracasa mejor que ayer. Unas veces se gana y otras se aprende.

Mentiras que nos contamos para que todo pueda avanzar. Porque si no ficcionamos lo que sentimos, curiosamente, nos es imposible dar un paso adelante, ni odiar lo que se consigue, ni amar lo que se deja atrás. Va a ser verdad lo que escribe Cercas, que es la realidad la que nos mata, y la ficción la que siempre nos viene a salvar.

Mañana te volverás a enamorar de quien no debes. Mañana la volverás a cagar. Volverás a arruinar ese negocio. Y las oscuras golondrinas, también volverán. Y volverás a sentirte tan estúpido como siempre has sido. Y antes de ponerte a reconocerlo, antes de echarte a ti mismo la culpa, algo que en su momento no viste te tendrás que inventar. Para que todo siga siendo coherente. Para que te puedas seguir mirando al espejo sin reconocer que sigues sin tener ni puñetera idea de nada. Que el tiempo pasa por tu cuerpo dejando de todo, menos lo que tendría que dejar. Conocimiento, sabiduría, experiencia y ganas de volverlo a probar.

Somos ficción. Y curiosamente sólo se otorga un Goya al que cobra dinero —cuando cobra— por dedicarse abiertamente a ello. Sólo te premian por mentir cuando de entrada todo el mundo sabe que no es verdad. Y bien que hacen. Pero echo en falta unos premios a la ficción de la vida cotidiana. Al hay que ver cómo te la metí doblada. Al es verdad, ahí me he vuelto a pasar. Al no, si yo no soy fiel, pero soy muy leal.

En un país que se ha inventado varias veces, estaríamos de premios todas las semanas. En un país podrido de mentiras y mentirosos, esto iba a ser un no parar.

Ojalá te haya tocado el gordo.

Pero no hoy. Hoy, mañana y todos los días.

Ojalá estés escuchando esto sin que nada te duela.

Ni en el cuerpo ni el alma.

Ojalá te hayas emocionado alguna vez este año. Aunque sólo sea una.

Y ojalá vuelvas a hacerlo pronto.

Ojalá tengas un trabajo al que no te atrevas ni a llamarlo así de lo bien que te lo pasas haciéndolo.

Y que tengas algún aprendiz.

Alguien que quiera ser como tú, y no por lo que tienes, sino por lo que eres capaz de hacer.

Ojalá no desees jubilarte jamás.

Ojalá te esperen en casa para preguntarte qué tal te ha ido el día.

Ojalá tengas algún sitio al que quieras volver y decidas llamarlo hogar.

Ojalá tengas a alguien a quien llamar cada vez que aterrizas aunque sólo sea para decir que estás bien.

Y a alguien a quien poder llamar para decirle acércame a un hospital.

Ojalá te amen. Como amas tú.

Ojalá sientas que aún tienes tanto por hacer.

Ojalá rompas muchos planes. Propios y ajenos.

Ojalá improvises y ojalá te sorprendan todos para bien.

Ojalá te superen los que suben. Que hay que ver cómo suben.

Ojalá te sientas tan orgulloso de ellos como ellos algún día de ti.

Ojalá pierdas la cabeza por no perder la esperanza.

Ojalá se pongan a trabajar de una puñetera vez los que siempre tanto hablan.

Y ojalá nos dejen vivir en paz.

Ojalá tus deseos no sólo se cumplan, sino que se actualicen.

Ojalá sonrías cada vez que recuerdes.

Y ojalá lo hagas también cada vez que pienses en lo que está por venir.

Ojalá te mantengas siempre con la edad de tus sueños.

Y si me lo permites, ojalá, algún día, dejen de existir todos los ojalá.

Y si me lo permites, ojalá, algún día, volvamos todos Al rincón.

AQUÍ PAZ Y DESPUÉS GLORIA

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. Ya no es 8 de marzo. Así que nada, supongo que ya se habrá acabado la farsa, ya nos podemos relajar. Disuelvan sus postureos y sigan haciendo como si fuésemos todos muy igualitarios, sufragistas y paritarios. Aquí Paz y después Gloria. Y Rita. Y Blanca. Y Paula. Y Candela. Y Cecilia. Y Nieves. Y también tú.

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. Imagino que los sesenta y dos millones de víctimas europeas de violencia de género ya no la volverán a sufrir nunca más. Que las doce mujeres asesinadas en lo que va de año en nuestro país volverán a la vida de forma milagrosa y que los cobardes, capullos, cerdos y miserables que las mandaron al otro barrio entrarán en el trullo por su propio pie para quedarse. Y que el 80 por 100 de las víctimas que jamás los denunciaron, se atreverán a marcar por fin el 016. Y aquí Paz y después Gloria. Y Cristina. Y Ana. Y Silvia. Y Lucía. Y también tú.

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. Los tres millones de niñas en el mundo que sufren cada año algo tan aberrante como la ablación ya podrán respirar tranquilas y volver a jugar, porque nadie las va a torturar más. Los ciento veinticinco millones de genitales femeninos que han sido mutilados alguna vez también están de enhorabuena. Y las niñas de cinco a diez años, que aún hoy padecen la mitad de las violaciones en la India. Y las palizas. Y las vejaciones. Y las leyes vigentes que permiten castigos tan ejemplares como semienterrarlas en un agujero y apedrearlas hasta la muerte. Ya todo eso acabó. A que sí. ¿Se lo dices tú?

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. Que ya se ha acabado. De los más de dos millones y medio de personas con las que se trafica cada año en el mundo, supongo que a partir de ahora la aplastante mayoría dejarán de ser mujeres y niñas. Es más, yo creo que la explotación sexual se tomará un respiro y dejará de mover millones de dólares en todo el mundo hasta que llegue el próximo Día Internacional de la Mujer. Hala, hasta el año que viene, machotes.

Porque ya no es el Día Internacional de la Mujer, ¿no? Digo yo que se habrán extinguido los agentes patógenos neuronales que prohibían al hombre contratar mujeres para cualquier puesto directivo de cierta responsabilidad. Qué alegría, qué bien. Las setenta y ocho consejeras en empresas del IBEX 35 ya tienen algo bueno que celebrar con sus trescientos noventa y tres homólogos, que estarán encantados, felices y orgullosísimos de poder ceder por fin sus poltronas en pos de una paridad que perdió su segunda D en cuanto a algún político se le ocurrió usarla para ganar las elecciones. Aquí Paz y después Gloria. Y Claudia. Y Mireia. Y Sofía. Y también tú.

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. Seguramente ya habrán descubierto cuál era el gen que hacía que ellas cobrasen un 15 por 100 menos, o dicho de otra forma, que en igualdad de aptitudes, ellos cobrasen un 15 por 100 más. Habrán llegado por fin a la conclusión de que la brecha salarial era producto de una brecha craneal, o quizá ausencia de una necesaria brecha testicular. E imagino que ya habremos acabado con la discapacidad mental que impedía facilitar la elección libre y sin remordimientos de la baja por maternidad, así como la tan ansiada conciliación laboral. Qué maravilla. Qué ganas tenía de volver a la normalidad. Aquí Paz y después Gloria. Y Marta. Y Gabriela. Y también tú.

Ya no es el Día Internacional de la Mujer. El día más vergonzoso para cualquier hombre. Y para Luis. Y Carlos. Y Marc. Y Jorge. Y Risto. Y Sergio. Y Paco. Y Toni. Y Álex. Y Gustavo. Y Darío.

Y sí, también tú.

Brilla.

Sal ahí afuera y brilla.

Dispones de una sola vida para hacerlo.

Un solo intento.

Como decía mi abuela, sólo hay dos tipos de personas: los que lloran y los que fabrican pañuelos.

Así que brilla. Sal sin miedo.

Mañana es tarde, mañana vete tú a saber.

Mañana lo único brillante será nuestra calva.

Y algunos ni eso.

El día es hoy.

A qué esperas. Echa mano de tu buena estrella.

Ilumina, irradia, comparte ahora lo que tengas de energía, de calor.

Lo están esperando los demás, la vida te lo pide a gritos.

Y si lo prefieres, te lo grito yo.

Que les den a los que prefieran las sombras.

Y claro que habrá nubes que te quieran tapar.

Pero tú brilla, pasa de ellas.

Porque si no brillas ahora, puede que pases toda tu vida arrepintiéndote.

Porque si no brillas ahora, puede que nunca la vivas Viajando con Chester.

SOLICITUD DE AMISTAD

Se cumplen diez años de la creación de Facebook, y quisiera por la presente reivindicar algo tan banalizado hoy en día como esas tres palabras que jamás deberían haber sido unidas, ni mucho menos a la ligera, ni mucho menos en una red social.

Por eso, el abajo firmante, en adelante el AMIGATARIO, en pleno uso de sus facultades y sus bibliotecas de los Jóvenes Castores, solicita al lector, en adelante el AMIGADOR, el usufructo y disfrute de su amistad más sincera, haciendo efectivos con carácter inmediato los derechos y obligaciones que se detallan a continuación.

Para empezar, AMIGATARIO tendrá tantos AMIGADORES como pueda cuidar, atender y mantener. Más de cero, es necesario. Más de uno, un lujo. Más de cinco, mentira.

Se compromete a proveer a AMIGATARIO de su apoyo incondicional, sobre todo cuando este último esté equivocado, cosa que ocurrirá más a menudo de lo habitual. Quede constancia que apoyar no significa dar la razón. Ni mucho menos. Todo lo contrario. Apoyar es quererse en el error. Porque en el acierto todo el mundo se quiere. Por eso no todo el mundo ni puede ni debe amigarse bien.

Asimismo, AMIGADOR deberá ser capaz de rebajar mediante generosas collejas el ego de AMIGATARIO en cuanto éste se suba a la parra por cualquier éxito, triunfo o meta conseguida, cualidad que distingue de un plumazo a los amigos que son para toda la vida de los que no lo son. AMIGADOR valorará a AMIGATARIO por lo que es, jamás por aquello que tiene, ni mucho menos por lo que representa. Si AMIGATARIO empezase a quererse por encima de sus posibilidades o se volviese un imbécil, un creído o un sobrado, AMIGADOR se convertiría automáticamente en responsable solidario de su gilipollez.

La frecuencia de visitas entre AMIGADOR y AMIGATARIO es totalmente irrelevante. Cada vez que se vuelvan a ver, será como si no hubiesen dejado de verse jamás. La verdadera amistad desafía al espacio y al tiempo. La verdadera amistad está incluso cuando no está. Sobre todo cuando no está.

Las conversaciones entre AMIGADOR y AMIGATARIO deberán versar sobre cualquier cosa inútil y trascendental a la vez. Las mejores cosas que ocurran serán siempre las que no sirvan para nada. Y los mejores recuerdos, aquellos que no se pudieron preparar.

El silencio entre AMIGADOR y AMIGATARIO se considerará sagrado y lleno de significados, desde la confianza hasta la reflexión. Por eso jamás resultará incómodo, y nada ni nadie los podrá rellenar.

La única ley vigente entre AMIGADOR y AMIGATARIO es la improvisación y su única jurisprudencia, la espontaneidad. Eso sí, compartirlo, hay que compartirlo todo menos la pareja, la estilográfica y la ropa interior de color blanco.

Admirarse por algo, aunque sea algo pequeño e insustancial, es requisito imprescindible para que AMIGADOR y AMIGATARIO puedan ejercer correctamente sus funciones. En cuanto no haya admiración de ningún tipo, se perderá el interés, las ganas o peor aún, el respeto o la intención.

Las cosas que se cuenten AMIGADOR y AMIGATARIO quedan entre AMIGADOR y AMIGATARIO. Siempre y cuando, claro está, que se decida de mutuo acuerdo que compartirlo con terceros es mucho más divertido, aunque sólo sea para cachondeo de una de las partes. La memoria de AMIGADOR será infinita para las cosas más vergonzosas y ridículas de AMIGATARIO, y tremendamente limitada para cualquier deuda —monetaria o no— contraída con él.

Se prohíbe terminantemente que AMIGADOR pretenda algo más que una amistad con AMIGATARIO o viceversa. El principio de una relación sentimental suele ser el final de todo lo demás, aunque hay honrosas excepciones a este supuesto, están todas fuera de la ley. Y duelen. Joder si duelen.

Para terminar, la relación entre AMIGADOR y AMIGATARIO no será nunca necesariamente transitiva. Los amigos de mis amigos son sus amigos. Y nada ni nadie nos obliga a convertir algo tan extraordinario e infrecuente en un puñetero virus contagioso que hay que transportar de organismo en organismo. Que cada vela aguante su palo. Y que a ti te encontré en la calle.

Si todo esto se cumpliese, nada ni nadie garantizará que la vida y la relación de amistad no traiga desgracia, sorpresa, de­­­sengaño e incluso, en última instancia, la traición.

Y pese a todo, aún así, AMIGATARIO pretende seguir solicitando y renovando cada día su amistad con AMIGADOR, y a tal efecto lo hace constar en Barcelona, a 9 de febrero de 2014.

Ahora sí, ya me puedes «Confirmar».

DE MUROS, TAPIAS, TABIQUES
Y PAREDES MAESTRAS

Veinticinco años de la caída del Muro de Berlín, veinticinco años del fin de la guerra fría y del inicio de la Europa tal como la conocemos hoy, veinticinco años de la Glasnost y la Perestroika de Gorbachov, veinticinco años de una pregunta incómoda de un periodista italiano que llegó tarde a la rueda de prensa de un alto mando del Politburó, y veinticinco años de una respuesta errónea e improvisada que cambiaría el curso de la historia.

Y sin embargo, a mí, que cumplía entonces quince años por primera vez, lo que más me inquieta ahora es la necesaria di­­­ferencia entre un muro, una tapia, un tabique y una pared ­maestra.

Todos parecen lo mismo, porque todos están pensados para separar. Dividir. Segmentar. Esa tarea tan humana y tan divina, digámoslo de una vez. Porque si hay algo que nos acerca a los dioses es esta manía por separar a los semejantes mediante cualquier invento, ya sea la raza, el sexo, la altura, el peso, la religión, la ideología, la procedencia, el nivel socioeconómico, la lengua o la cultura. Da igual. Cualquier excusa es buena para olvidar durante un rato lo iguales que somos todos y lo mal que a la hora de la verdad llevamos tanta igualdad.

Alguno se creerá aún que todo lo que se separa está más protegido. Suele ser quien cree que los demás son una amenaza porque cree que todos son de su condición. Él verá. Pero vayamos al lío. Veamos en qué se diferencian un muro de una tapia de un tabique de una pared maestra. Porque no sé si lo has notado, pero no tienen absolutamente nada que ver.

Un muro es una vergüenza levantada con la piedra del prejuicio y sostenida con el cemento más resistente que existe, esa amalgama compacta de miedo e ignorancia a partes iguales. La mayoría de muros son de exterior, aunque los más altos e infranqueables se encuentran dentro de nosotros. Son los que no se ven, pero se notan. Caray si se notan. Basta con fijarse en que al construirlo, se crean automáticamente dos bandos, y siempre ocurre lo mismo, a un lado crece la mala hierba de la demagogia, y al otro la de la contradicción. A un lado la casta, al otro el populismo. A un lado la tarjeta black, al otro la cartilla del paro. No hay que preocuparse mucho por su durabilidad: ninguno resiste ante la suficiente dosis de sentido común y humanidad.

Una tapia, en cambio, es alguien que parece que oye, pero no escucha. Como Rajoy a Catalunya. Como Mas a Madrid. Como Monago a las Islas Canarias. Como Esperanza Aguirre a su número dos. El runrún está al otro lado, pero no deja de ser ruido. Molesta, pero no mueve a la acción. Alimenta, pero no engorda. Yo a lo mío, y a los del otro lado que les den.

Un tabique no deja de ser muy parecido a un muro, pero es como más fino, más sutil y encima de interior. Afecta a lo que creemos, a lo que pensamos, a nuestra manera de actuar de puertas para adentro. Es algo que hemos levantado porque antes no estaba ahí, y sin embargo lo pusimos nosotros consciente o inconscientemente, y ahí se quedó. Es algo que podríamos derribar y seguir funcionando perfectamente. Y sin embargo, siempre nos da miedo hacerlo, vete tú a saber por qué. La verdad es que el día que lo hacemos, que lo tiramos abajo, de pronto, nuestro espacio es más amplio, ganamos en metros y qué coño, hasta se respira mejor. La infanta al banquillo, oye pues por qué no. Que ya va siendo hora.

Para terminar, están las paredes maestras. Parte fundamental de la estructura de nuestra vida. Esqueleto de lo que sabemos o creemos saber. Principios básicos de funcionamiento. Para pasar por ahí, debería mudarme de habitación, de casa y hasta de edificio, pues cualquiera se queda a vivir después de agujerearlo. Puede haber un antes y un después, y seguramente hacerlo nos deje abocados al derrumbe. Un por ahí no paso. Un hasta aquí hemos llegado.

Al final, hace veinticinco años no éramos mejores personas, pero igual sí más felices.

Hace veinticinco años derribamos un muro y hoy todavía lo celebramos.

Como si no hubiéramos levantado ninguno más desde entonces.

Imagen 11

Y SI SOY RISTO

Y si soy Risto. Y si me he dado de alta en una red social de contactos. Y si me he inscrito justamente con esas cuatro palabras: Y si soy Risto. Y si aún nadie me cree cuando les digo quién soy. Y si todo eso me ha ocurrido la misma semana. Y si me sigue pasando hoy. Eh. Qué pasa. Qué.

Y si lo primero que he debido afrontar es el prejuicio del entorno. Pero si tú no lo necesitas. Pero si eso no es para ti. Pero si es sólo para desesperados. Pero qué haces tú en ese lío. Pero si es que te vas a meter en un follón. Y si al principio te dan ganas de justificarte, de encontrarle una explicación racional, como si tu vida fuese la primera edición de Gran Hermano, un mero experimento sociológico con fines humanitarios y en el que al final seguro que a base de descartes, encuentras a un ganador que se quede en la casa.

Y si pronto te das cuenta de que todo eso no es cierto. Que ya no es verdad. Que ni todos son desesperados —aunque alguno hay— ni estás haciéndolo tan mal. Que si lo haces es justamente porque no lo necesitas. Como si sólo fuese lícito actuar por necesidad. Y dejas de engañarte a ti mismo y a los demás. Lo que te mueve es el acierto o error. El mismo que te movió en tu vida personal, que no es que tampoco lleve una tasa de aciertos como para echar cohetes.

Y si soy Risto. Y si me divierte mucho entrar en el mercado de la carne digital. Aquél en el que los errores son detectados por un antivirus. Aquel en el que siempre existe la función de bloquear. Y si quiero tener siempre a mano un control Z. Y si no pienso avanzar en nada que ya no tenga marcha atrás.

Y si desde el principio te hacen elegir si quieres hacer nuevos amigos, tener una relación o simplemente chatear. Vaya. Y si uno quiere follar, qué responde. Resulta que tengo que pasar por una mentira de todo menos piadosa. Por disfrazarme de otra cosa. Por ocultar mis verdaderos intereses. Y si todos mentimos. Y si todos van a lo que van. Y yo no, qué va.

Y si alucino con las fotos que la gente sube. Fotos hechas con la sana intención de gustar. Una foto de una chica sentada en el váter. Otra de una maquillada por su peor enemiga. Muchas fotos en aseo de plato de ducha con postura de portada de Interviú. Pasillos de casa de los padres convertidos en improvisada alfombra roja. Camas deshechas con actitud gatuna para alguna ocasión. Diosas de mercadillo buscando lentillas a cuatro patas en una sala de estar.

Y si me empiezan a contactar chicas. Y si alguna incluso me gusta. Y si casi todas me preguntan por qué me he reemplazado a mí mismo. Y si con ninguna sé muy bien qué decir. Y si mi timidez se ha digitalizado y de pronto encuentra su propia expresión online.

Y si la mayoría se acaba aburriendo porque nunca paso a la acción. Y si me convierto en un triste mojabragas de las redes sociales. Y si todo siempre se va al traste porque no me atrevo a quedar. Y si lo que de verdad me pasa es que no me apetece mucho conocer gente nueva. Porque con la antigua hace demasiado que no me veo, y cada vez tengo menos tiempo al que encima le exijo una mayor calidad. Y si lo que me pasa es que follar me da igual. Dios, no puede ser que me haya hecho tan de mi edad. Con lo que yo he sido. Con lo que no fui.

Y si después un día sale la noticia: Risto se ha dado de alta en una red social de contactos.

Y si todo lo anterior en realidad me importa una mierda.

Y si me rechaza otra chica que vale la pena.

Y si me vuelvo a enamorar.

DE QUÉ HABLO
CUANDO HABLO DE DESCANSAR

Lástima que terminó el festival de hoy, pronto volveremos con más diversiones. Si no has podido evitar cantarlo mientras lo leías, enhorabuena porque a estas alturas la vida ya te habrá enseñado lo que es una estría, el ácido fólico y una colonos­copia.

El caso es que yo también me voy de vacaciones y dejo de dar por un tiempo la vara en esta mi amadísima página. Sí, ya sé que preferirías que siguiera encadenado al ordenador mientras tú disfrutas de tu tan merecido descanso.

Pero uno también tiene una vida. O algo así. Y también necesita descansar. O algo parecido.

Estoy hablando de despertarte cuando sea y no cuando toque. Obligarte a no abrir los ojos hasta que te lo exija el cuerpo o la vejiga. Quedarte soñando hasta que salgan los créditos. Y utilizar las ganas como único despertador. Salir de la cama como quien se quita un yeso. Liberado y torpe, arrugado y sin ninguna flexibilidad. Desayunar antes de meterte en la ducha, y no al revés.

Vestirte con lo mínimo indispensable para evitar rozaduras. Salir a la calle y olvidarte el reloj. O el móvil. Y a veces, hasta la cartera. Sentarte en un sitio simplemente porque hace una sombra que no se puede aguantar. Tratar de adivinar el día de la semana que debe de ser hoy. Leerte un periódico de cabo a rabo y darte cuenta en la última página que es el de hace dos días. Comprarte el de hoy y tampoco hallar tantas diferencias.

Empezar por fin ese libro que tanto te apetecía leer. Y acabar dejándolo a medias por falta de tiempo. En vacaciones, sí. Ya. Vale. Acabarte otro libro y no estar muy seguro de si en algún momento lo llegaste a empezar. Releerte a Murakami de pe a pa.

Bajarte a la playa. Buscar tu lugar en el mundo en ese patch­work toallero cosido por una delgadísima costura de arena fina, la cual sólo remonta el vuelo en cuanto ve posibilidades de colarse por cualquiera de tus orificios.

Tumbarte de un lado. Contar minuciosamente los minutos para darte la vuelta y permanecer el mismo tiempo del otro. Desarrollar de memoria y sin ayuda externa una tesis doctoral sobre la sofisticada ciencia del moreno uniforme aplicado a un corpúsculo blanco nuclear. Versión 2014. Ahora con más arrugas. Y más pecas. Ojo con ese lunar. Me vigilas la toalla, que me remojo y vuelvo. Este calor no hay quien lo sude. Que me vuelvo al bar.

Quedar para comer con unos amigos. Que lleguen todos tarde y que a todo el mundo le dé igual. Se habrá quedado siempre por aproximación. Tanto en el espacio como en el tiempo. Así seguro que nadie se equivoca. Porque esa es otra máxima del descanso. No hay nada que exigir, porque no ha habido nunca mayor exigencia. Ya nada importa porque todo lo que queda es lo importante.

Alargar la sobremesa. Empalmarla con una cena. O con dos. Levantarse de la mesa a la luz de la luna. Dedicarle a ella esos cuantos kilos de más. Pasar por casa sólo para quitarse la arena. Y volver a salir hasta que no haya más que vivir por hoy. Jamás irte a dormir por lo que vaya a pasar mañana. Sino por lo que ya no vaya a pasarte hoy.

Amar la vida. Pensar, divagar, filosofar. Arreglar el mundo varias veces antes de perder el hilo de lo que se estaba diciendo. Y mientras tanto, atender religiosa y puntualmente a las cuatro F: follar, follar, follar y follar.

En definitiva, cambiar de rutina. Estrenar nuevos modos de aburrirse. Llegar a echar de menos todo aquello que el resto del año te acabó hartando. Y eso sí, un año más, como siempre, odiar la playa. Todavía más.

Y así volver en septiembre.

O quizá no.

Buscar un amor.

Menuda tontería.

Eso es para cursis.

Para gente aburrida… adolescente… o directamente débil.

El amor, por muy de verdad que sea, no hace más que traerte problemas.

Dependes de otra persona.

Sufres por ella.

Estás todo el día como atontao.

El amor no mueve el mundo, el amor lo empuja.

Lo aprieta. Lo estresa.

Y cuando lo tiene al ahí al borde del precipicio lo deja caer.

Y luego quién es el guapo que recoge los trocitos, ¿eh?

Porque al dejarlo, lo deja todo perdido.

Buscar un amor, total para qué.

Para sentir mariposas en el estómago.

Para ver una película los domingos haciendo la cucharita.

Para hacer planes juntos.

Para reír juntos.

Para llorar juntos… Viajando con Chester.

PERDER LA COSTUMBRE

De eso han ido estas vacaciones. De perder una costumbre. Y de ganar otra. Un intercambio de vidas tan asimétricas como complementarias. Un canje de rutinas entre lo personal y lo profesional. Salirse de uno mismo para volverse a meter después, con todo el drama que supone darse cuenta de que ya no se cabe igual de bien, turrones y comilonas mediante. Pero da igual, aprovechas y te ves desde fuera, y vas alejándote del mundanal ruido cotidiano para así volver a afinar el único instrumento que jamás deberías haber dejado de interpretar: tú.

Vuelves a tu yo de antes y lo primero que te preguntas es por dónde ibas. Cuando no acabas preguntándote hacia dónde vas. No es extraño que se disparen los divorcios. Y los cambios drásticos en la carrera laboral.

Perder la costumbre. Porque hay que perderla de tanto en tanto. Es necesario. Es higiénico. Es sano. Dejar de hacer todo aquello a lo que estábamos acostumbrados y permitir que la falta de costumbre nos vuelva a pillar por sorpresa. Y es que cuando nos acostumbramos, dejamos de pensar las cosas. Las automatizamos y dejamos de cuestionárnoslas. Las hacemos porque siempre las hicimos de ese modo. Embrague, cambio, gas. Así, cuando nos falta la costumbre, nos vuelve a funcionar el coco. Tomamos distancia y todo se piensa mucho más claro. O digamos que se piensa de verdad.

Perder la costumbre. Abandonar todo aquello que ya no se cuestiona. Y por lo tanto, dado el suficiente tiempo, todo aquello que acaba volviéndose muy peligroso. No se cuestiona porque sí. No se cuestiona porque no. Es así de aleatorio. Así de mentira. Así de falaz. Las leyes, los pactos, la constitución, la monarquía, las fiestas, los festejos y hasta la indumentaria de los Reyes Magos. Todo está bien revisarlo, para dejar bien claro qué mantenemos y qué nos cargamos, para dejar constancia de que salimos a la calle libres de caspa, convenientemente actualizados, y habiéndonos descargado la última versión de nosotros mismos.

En la pareja, a la falta de costumbre se le llama echarse de menos. De pronto, la otra persona se va. Y la vida te da otra oportunidad para recordar lo bonita que era su ausencia. Cuando recién os acababais de conocer. Cuando aún no os podíais ver con ganas, que era siempre. Cuando aún os teníais tanto que contar. Bendita ausencia, la parte de cualquier persona que sólo se hace visible cuando ya no está. Una ausencia llena de matices, de sentimientos que crecen y vuelven a rellenar de oxígeno la que se queda. Porque las horas de ausencia de alguien querido van amontonándose en forma de ganas de verse. Ganas que, te lleves como te lleves, nunca está de más acumular. Y justo cuando te estabas acostumbrando a estar solo, lo maravilloso que es reencontrarse y requererse, eso es imposible de superar.

Creo que he perdido la costumbre de escribir cada semana. Y de pronto me siento aún más torpe de lo habitual. Pero lejos de sufrirla, estoy disfrutando de esta torpeza. Me hace volver a cuestionármelo todo. Por cierto, al techo no le iría nada mal una mano de pintura. Para empezar, qué tengo nuevo que contar, para qué sirve escribir si no es para desenmascarar algún tipo de verdad. Y la verdad es que noto que he perdido esa costumbre. No pasa nada, ya volverá. O quizá sea otra nueva, es posible, por qué no. Como cuando se nos escapó la gata callejera que teníamos adoptada en Roda de Bará. Volvió tal como se había ido al cabo de pocas semanas. Y todos supimos desde el principio que no era ella. Era otra muy parecida. Porque tenía alguna mancha de más. Y sin decirnos nada, a todos sin excepción nos dio más o menos igual. Volvió enseguida a ser de la familia. Volvimos a quererla como a la que más. Porque si algo se le da bien a cualquier familia, es disimular.

Perder la costumbre. Necesario para que algo te importe de veras. Para volver a valorar las cosas. Para sentir que todo vuelve a empezar. Es nuestra casilla de salida en el Monopoly. Nuestro borrón y cuenta nueva en la sociedad. Nuestra goma de borrar existencial.

Parafraseando al filósofo Ricky Martin. Para que haya un pasito palante, María. Tiene que haber un pasito patrás.

No adelantes, que destacas.

No interrumpas, que es de mala educación.

No corras, que es peligroso.

No mires por encima, quién te has creído.

No te desvíes, que te me pierdes.

No cargues peso, cuidado con la espalda.

No te despegues, ¿no tienes vértigo?

Mira que luego tendrás que pasar por caja.

Y no digas eso hombre, serás animal.

No hay más caminos que los que ves.

Va, no te detengas, que detrás viene más gente.

Ya casi estás, pero todavía no.

No te hagas líos, cásate bien.

¿Y esos molinos? ¿No son gigantes?

No sigas tu instinto, no.

Ni Viajando con Chester.

CONCUÑADISMO

En estas fechas tan señaladas, quiero empezar preguntándome señaladas dónde. Si los cumpleaños se guardan en la memoria, los años en las canas, los atracones en las lorzas y las sonrisas en las patas de gallo, estaría bien saber en cuál de las dos nalgas hay que ir poniendo las fiestas de guardar. No, el espacio de en medio hoy ya me lo ha copado el ministro Soria y las eléctricas, lo siento mucho, vuelva usted mañana.

Sí, amigos, también me gustaría saber por qué os llamo de pronto amigos.

Ahora que el espíritu navideño se instala en todas las casas, las bacanales gastronómico-carnavalescas alrededor de una mesa logran entre plato y plato algo insólito: que por unos días, el que tiene familia envidie al que no la tiene, y viceversa. ¿No es maravilloso? Se me cae el percebe de tanta emoción. Empezad, empezad, que eso frío no vale nada.

De todos modos, si hay algo que me fascina todos los años sin excepción es el retorno de la mala leche personificada en cierto comensal que lleva todo el año esperando para sentarse a tu lado. Si hay algo que me conmueve casi tanto como la retirada de Justin Bieber, es el retorno del cuñado.

Un cuñado no es el hermano de tu cónyuge. Ni tampoco es necesariamente siempre un hombre. Eso es demasiado reduccionista. Es quedarse con la mitad del cuento. No hay que tomarse el término de manera tan literal.

Un cuñado es mucho, pero que mucho más. Para empezar, un cuñado es alguien que siempre nació antes que tú. Aunque tú seas más viejo, da igual, para él los años contaban el doble y tú nunca tendrás ni puñetera idea por lo que él pasó. Por eso sufrió lo que sufrió, por eso llegó a renunciar seguramente al Grammy, al Emmy, al Oscar, al Webby y hasta al Nobel de la Paz, para poder darte hoy las lecciones que tú jamás has pedido. ¿Te vas a comer eso?

Un cuñado es el Vladimir Putin de cualquier familia. Nadie sabe muy por qué sigue ahí, pero nadie tiene cojones de echarlo. Por eso, a medida que va avanzando la reunión familiar, el buen cuñado no espera a que tú lo identifiques, él se postula solo, sus credenciales son inconfundibles y las piensa airear a los cuatro vientos con total impunidad.

El buen cuñado es capaz de vacilarle a todos y a todas, siempre tienes la sensación de que se intenta acostar con tu pareja, y que si la comida dura un par de horas más, igual hasta lo ­consigue.

Ya antes de acabar el primero, mientras apura la copa de un vino que siempre es peor que el que él dice que traerá un día, te pregunta si por fin te van bien las cosas, o como siempre. Pásame la sal, anda, que un día es un día.

Por eso, durante el segundo plato, un buen cuñado aprovechará para preguntarte por todos y cada uno de tus fracasos. No sabes cómo se lo ha hecho, pero ha seguido proyectos que ni siquiera tú habías explicado, con lo que al final un cuñado acaba siendo la mejor base de datos de lo que pudimos ser y no fuimos, el mejor retrato de lo que nadie pintó.

Menos mal que él ahora viene, en estas fiestas tan señaladas, y por si estabas a punto de olvidar tus traspiés del año y pasártelo bien, no te preocupes que él te los recuerda, uno por uno. Oye, y aquello que me contaste que ibas a hacer, al final lo has hecho o no, porque yo no me he enterado, y como he visto que fulanito y menganito lo están haciendo y les va tan bien… Anda que menuda idea tuviste, ¿no? ¿Crees que ya has dado con tu máximo nivel de incompetencia, o estás dispuesto a arriesgar un poco más tu vida y el futuro de tu familia? Y así.

No lo hace con mala intención. Lo hace con hijoputismo. ¿Un cafelito? ¿O pasamos a los turrones?

A la hora de los regalos, el cuñado es el que te pregunta cómo es que no encontraste el juguete que tu hijo llevaba meses pidiéndote y tú no fuiste capaz ni de deletrear. También hará chistes, uno nuevo de cada diez. Y contará anécdotas superdivertidas. Al final hasta se creerá el alma de la fiesta, un alma que no la querría ni el diablo de rebajas en un outlet del todo a cien.

Porque eso sí, si indagas un poco, seguramente encontrarás a un mediocre con tanta rabia como envidia y a un incompetente acomplejado que se está vengando de las collejas del cole, incapaz de disfrutar de la vida o de aportar algo de valor a la gente a la que supuestamente ama y de la que chupa toda su energía como un vampiro, que es lo que es. Y así monopoliza y secuestra fiestas, reuniones, titulares, medios de comunicación y grupos de whatsapp.

Vamos, que un cuñado para una familia viene a ser lo que un ministro del PP para su país.

Por suerte, ahí estarán siempre los concuñados para empatizar con nosotros, sufrir en silencio lo que sufrimos pero en nalga ajena y demostrar así cierta lección que jamás debimos haber olvidado.

Que menos por menos, es más.

¿Un licorcito?

FUE A POR TRABAJO
Y LE COMIERON LO DE ABAJO

Podría escribir los versos más bonitos tras un titular como ése. El cuerpo como que me pide darle rienda suelta al monosílabo romántico, ese gran desconocido por las generaciones posteriores al «ola ke ase», ese gran guionista que tantos buenos momentos le ha dado a mi mano izquierda. Pero no. La verdad es que es sólo uno de los estados que he descubierto en mi lista de contactos del whatsapp. Y además es el de alguien muy conocido, tan prestigioso, admirado y respetado que jamás dirías que tiene ese estado en su whatsapp. Sí, sí, a ti te voy a decir quién. Da igual, ahora eso es lo de menos.

El caso es que los estados de whatsapp son la ropa interior de las redes sociales. Porque son lo que nos acaba de delatar, sí, pero en la intimidad. Es lo que le queremos decir a la gente que tiene nuestro móvil, la última barrera tecnológica ante la que ya sólo queda nuestra voz y el encuentro real, la última llave que abre la puerta a nuestro tiempo, a la llamada al mismo tiempo, la que te hace parar, dejarlo todo y tener que oír y a veces, hasta escuchar. Pertenece al ámbito público más privado. La última barrera de nuestra piel, nuestro olor y nuestra verdad más verdadera.

Una piel que crece a un ritmo de un millón de usuarios al día y ya acumula la nada despreciable cantidad de cuatrocientos cincuenta millones de usuarios en todo el mundo, una epidermis social que dicen que este año pasará de los novecientos millones de poros, todos en pelotilla picada. Imagínatelos ahí junticos. Qué cucos, eh.

Y tú los tienes a todos en tu bolsillo, menuda sensación: poder consultar el estado de tus amigos, el de tus conocidos, el de tus enemigos, de tus ex, o de aquellos que por alguna extraña razón aún conservas el número, de cuando todavía creías que podríais llevaros bien, o de cuando aún no os conocíais lo suficiente, yo qué sé. Y que levante la mano quien se resistiría a ver a sus enemigos en gayumbos o peor, con las braguillas esas de papel que te hacen usar los masajistas.

Ahí andan todos. El que te dice que está siempre «Disponible» y sabes que es siempre mentira. Tú llámale ahora, ya verás. Y si te miente así como de garrafón y a granel, imagínate cuando le necesites para un delicatessen. Nada. No te fíes. Bah.

Luego está el que siempre está «Ocupado». No nos liemos, nos está diciendo que es un «Estado Ocupado». Algo así como una república exsoviética pseudoindependiente, pero en versión Juan Palomo. Si estás todo el tiempo ocupado, para qué leñe tienes whatsapp. Eso es tan ridículo como apuntarte a una orgía para así contarle a todos los asistentes que piensas seguir virgen hasta el matrimonio. No sé si es correcto, pero bien bien no está.

Después aparecen siempre los que han sofisticado su grado de ocupación y te dicen que «No puedo hablar, sólo whatsapp». O dicho de otro modo, tengo una vida tan soberanamente coñazo que te suplico a la desesperada que me escribas algo y me distraigas, pero eso sí, no esperes que reúna el valor para coger una triste llamada y detener eso tan apasionante que me está pasando en estos momentos.

Seguimos para bingo, porque siempre me han fascinado los que te describían lo que ya debería ser evidente. «Estoy usando whatsapp» o su versión guiri-guay, «Hi there, I’m using Whats­app!». Cojonudo. Menos mal que me lo has dicho, no me lo llegas a avisar y pienso que estabas usando la Thermomix.

Dios, paciencia.

Peor andan los que no dicen nada por querer decirlo todo: «Varios mensajes de estado», y los que tienen tantas cosas que decir, que dejan su estado en blanco. Votos nulos y en blanco. La forma que tiene toda democracia de reírse de la disidencia. O no saben, o no contestan. Poderosas razones ambas para abrirse un canal de comunicación al exterior. Y si no, que se lo pregunten a la simpática teleoperadora de cualquier teleco. Hace mucho que no llamas, Jaqueline. ¿Fue algo que dije?

En fin. Para terminar, el que va de creativo y llena su estado de iconitos tan cucos como infantiloides o peor, el que te pone algo así como «Juraré que no lo he dicho» para zafarse de toda responsabilidad sobre lo escrito.

Si aún crees que son buena gente, estén en el estado que estén, espérate a que te ocurra lo que si no te ha ocurrido aún, algún día sí o sí te va a ocurrir.

Espérate a que alguien te añada a un grupo.

Y me lo cuentas.

Eso sí, por whatsapp, que voy muy liao.

Imagen 12

ME DA LA PRISA

Tú vas conduciendo. Te aproximas a un paso de cebra. Y de pronto ves cómo un peatón corre para llegar a la vez que tú a las franjas blancas. Justo cuando le toca cruzarlas y tú obviamente le cedes el paso, ralentiza sus andares y lo cruza lo más lentamente que puede, tomándose todo su tiempo y el de todos los miembros de su familia, que descansen en paz. Ahí lo tienes, mirándote desafiante, haciendo de cada paso hacia la otra acera una marcha triunfal. Y yo no sé a ti, pero a mí me da la prisa.

Tú llegas con prisa al aeropuerto. Has apurado más de lo que debías. Y el guardia de seguridad lo nota con esa especie de sexto sentido que tiene y empieza a desnudarte por fascículos y a deshacer tu maleta de mano, tomándose su tiempo, mirándote desconfiado, examinando cada objeto como si fuese la primera vez que lo ve y haciendo de cada prenda un ritual iniciático hacia la pérdida de tu siguiente vuelo. Y de nuevo a mí me da la prisa.

Me da la prisa con la gente que habla lento. Porque me dan ganas de acabarle las frases. Porque deberían emitirnos el trailer de todo lo que van a decir. Y luego si quieres te quedas a escuchar lo demás. La gente que se repite. Que sí, que con una vez que lo digas ya está. Ay.

Me da la prisa con la gente que te sirve lento. Porque aún no han entendido que el servicio es de todo menos slow. Que cada vez es más a tiempo real. Que si el consumidor lo quiere, lo quiere ahora, lo quiere ya. Y se buscará la vida por otro lado si tú no se lo das. A que parece evidente. Pues na. Tan estúpido y ridículo como estrenar las películas dos meses más tarde que en su país de origen y luego quejarse de que la gente no esté dispuesta a esperarse a que haya una oferta legal.

Me da la prisa con la gente que llega siempre tarde a todos sitios. Porque son ladrones de tiempo que no volverá. Porque no tengo la culpa de su falta de previsión temporal. Y porque ya les doy cada vez menos minutos de margen. Ahora me levanto y me voy, cada vez más. Ya quedaremos otro día que te vaya bien quedar bien. Y ya está.

Las colas. Las salas de espera. Las musiquillas del call center. Pero es que también me da la prisa con algunos libros que leo. Les acabo dando cien páginas, no más. Y a ciertas películas, algo menos de la mitad. Si no me han enganchado para entonces, no sólo las dejo, sino que me ocupo personalmente de que nadie gaste su tiempo y su dinero en ellas. Que la vida no está para regalarse en aquello que no te aporta nada. Muy poca gente se merece que tú te dediques a esperar.

Igual es que me queda cada vez menos tiempo que malgastar, pero me da la prisa. No es que no sepa apreciar los tiempos muertos, la lentitud necesaria de algunas cosas y el ritmo necesariamente pausado de una evolución natural, que es más bello cuanto menos corre. Es que tengo derecho a decidir a qué me espero y a qué no. Si cada cual lo decide, es genial. Sentarse y reflexionar, como decía Vinicius, sentir el mundo rodar. Pero si es otro el que lo decide por ti, entonces es cuando me pongo malo, es cuando todo mal.

Es lo que yo llamo el síndrome del Ahora Te Vas a Enterar. Gente que no ha acumulado en su vida todo el poder que ambicionaba, y que tiene que ir descargando su frustración de a poquito sobre los pobres e ilusos mortales que, aunque sea por un instante, dependen de su mediocridad. Ojo, y si eres famoso, conocido o tienes pinta de serlo, todavía más.

A todos ellos, a los que nos roban minutos para hacerse valer, va dedicada mi columna de hoy.

Gracias por ese cursillo exprés de paciencia aplicada que nadie os había pedido. Sois unos maestros en el noble arte de malgastar el tiempo ajeno, ejemplo vivo de la Marca España, y lamento profundamente que nadie de la Administración del Estado haya apreciado aún vuestro inmenso talento para algún puesto de mucha responsabilidad, tipo alguna Cartera Ministerial.

Espero que, como mínimo, tanta incompetencia os ayude a desgravar.

LLÁMEME TONTO

Soy tonto. Sí, ya sé que para muchos, hasta aquí, ninguna novedad. Los que mejor me conocen ya lo tienen más que sufrido y comprobado. Pero es que ahora, además, he sido recalificado —imagino que con intención peyorativa— por Carlos Herrera, conocido periodista que ha utilizado su columna en el XL Semanal para llamarme tonto, y por si fuera poco, le ha añadido «en serie» para lucirse con su original juego de palabras. Soy un tonto en serie. Llega tarde, pero llega.

El ocurrente jueguecito viene porque hace poco llamé a la cara «asesino en serie» a un torero. Bueno, de hecho ha sido a dos «maestros», el otro fue hace casi un año, aunque el señor Herrera se haya enterado ahora. Y qué le voy a hacer, como soy tonto lo pienso volver a hacer cada vez que se me presente la ocasión. Me gusta calificar a la gente cuando la tengo delante, no desde lejos, a sus espaldas o a través de un broche final en un artículo sin siquiera atreverme a dar el nombre y apellido de quien estoy hablando. Seré tonto, sí, pero no cobarde.

A lo que iba, que soy muy tonto. Eso sí, no considero que la especie humana sea la mejor del reino animal. Más bien creo que somos de lo peorcito. No hay más que escuchar de tanto en tanto a gente como Jonas Salk, prestigioso virólogo estadounidense y desarrollador de la vacuna contra la polio: «Si desaparecieran todos los insectos de la tierra, en menos de cincuenta años desaparecería toda la vida. Si todos los seres humanos de­saparecieran de la tierra, en menos de cincuenta años todas las formas de vida florecerían». Otro tonto, imagino.

Precisamente por eso, y aún sin salir de mi tontería, puedo atisbar que matar a otro animal con el único propósito de entretenernos resulta un acto de barbarie anacrónico y repugnante, impropio de una sociedad que se considera a sí misma civilizada. Y justificarlo me sigue pareciendo tan inmoral como ridículo, por más razones que se me den. A saber.

La primera, la económica. Porque el artículo del señor Herrera, titulado «El impacto económico de la tauromaquia», aparte de incurrir en varias inexactitudes desmentidas desde hace tiempo por sucesivas encuestas Gallup, se tira su buena página intentando justificar la existencia de «la fiesta» por su aportación a la economía local y estatal. Imagino que si ése es su argumento, el señor Herrera estará a favor de legalizar el tráfico de drogas, el de armas y el de personas. Juntas suponen más de seiscientos ochenta mil millones de euros en total, nada más y nada menos que el 1,5 por 100 del PIB mundial. Si la aportación a las arcas del Estado legitima moralmente cualquier actividad, no sé por qué no empezamos por ahí y nos dejamos de hostias.

La segunda, la ontológica. Es que si no existiera la fiesta, el toro bravo hace tiempo que se habría extinguido. Ahá. El mismo argumento que utilizaban los racionalistas liberales del siglo XVII para justificar la esclavitud —y recordemos que para ellos, los esclavos tampoco eran precisamente «seres humanos»—. Vamos, que traer a este mundo a un ser vivo —o salvarle excepcionalmente de la extinción— te autoriza automáticamente para matarlo cuándo y como tú quieras. Bueno es saberlo. Idea de negocio: montar un parque natural para quemar linces vivos mientras se graban sus gemidos en CD y otro para asfixiar pandas en cámaras de gas y regalar los esqueletos a los visitantes. Que se jodan, si yo los reproduzco, yo me los cargo cómo y cuándo quiero. Cobraré buena entrada, eso sí. Que hay que contribuir al PIB.

La tercera, la instrumental. Si estás contra la tauromaquia, estás contra el consumo de carne. Gente que pone al mismo nivel supervivencia y espectáculo. Y yo me pregunto, por qué en vez de agua y alimentos durante el resto de su vida, les damos sólo entraditas para ir a ver sus toros. Igual así al animal muerto y calentito empiezan a mirárselo con otros ojos.

Y la cuarta, la más peregrina. La tradición. Hemingway, Picasso y un sinfín de artistas que avalan desde sus tumbas que sigamos torturando a nuestros compañeros de viaje por el universo. Oigan, sir Arthur Conan Doyle, el genial creador de Sherlock Holmes, también era un ferviente devoto del espiritismo, así que aún no entiendo por qué en vez de calculadora a los chavales no les educamos con una ouija. Claro que estos jamás se acuerdan de eminencias como Cicerón, que se opuso enérgicamente a los espectáculos de circo con fieras, o como el gran Unamuno, a quien las corridas de toros literalmente le repugnaban.

Dicho esto, mientras esa «fiesta» que no es mía sea legal en nuestro país, no concibo combatirla con otras herramientas que las que nos otorga la ley. Ni amenazas, ni coacciones, y por supuesto, jamás aceptar que nadie coarte mi libertad de expresión. Y mientras, con el permiso de todos, seguiré disfrutando de las amistades que no piensen como yo, pues en la disensión está la riqueza. Incluso a riesgo de ir quedando de tonto ante gente como Carlos Herrera, el periodista que se hace selfies donde acaba de haber atentados, cosa que tampoco entiendo, debe de ser cosa de listos y yo no llego.

De cualquier modo, qué quiere que le diga, si al final ser tonto en serie significa coincidir en argumento y posición con gente como José Saramago, Salvador Pániker, Francisco Umbral, Eduard Punset, Jesús Mosterín o Jorge Wagensberg, por favor, llámeme tonto.

Pero en serio.