EL FÚTBOL NO ES UN TRABAJO

Javier ARES

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Si hay un tipo del que se habrán contado mil anécdotas —muchas de ellas inventadas, como corresponde a la leyenda del personaje— ese es Mágico González, aquel díscolo jugador salvadoreño que jugó en España en los años ochenta, que deslumbró al propio Maradona y del que todo elogio que se le haga es poco, pues poseía un talento futbolístico fuera de lo normal. Pasó en el Real Valladolid una breve estadía (llegó en el mercado de invierno para sustituir al Polilla da Silva, traspasado al Atlético) antes de que regresara a su querido Cádiz, y dio tiempo para que disfrutáramos de su fútbol, pero también de sus rarezas.

Contábase entre ellas —y soy testigo presencial porque fui a buscarle a su casa en alguna ocasión— que tenía un mayordomo que le atendía con el mismo esmero, que no con tanta elegancia, que en Downton Abbey. A Mágico González le gustaba la noche, y no tanto por su afición al alcohol y las mujeres —que también, aunque eso es mucho más corriente— como por su carácter bohemio e introvertido, pues era un enorme tímido que huía de las multitudes para abrigarse con sus colegas.

En uno de los escasos partidos que jugó con el Valladolid esperábamos impacientes a conocer la alineación una hora antes del encuentro, cuando nos comentaron que Mágico no iba a jugar. Pregunté al delegado si se encontraba lesionado y me dijo que no, que es que no había llegado al campo. Indagando, conseguí enterarme de que el futbolista había llegado tarde a la comida y que no había probado bocado, alegando que se había encontrado un gran atasco y que no tenía ganas de comer, lo que tampoco sorprendió a nadie por las intempestivas horas del almuerzo y por aquella a la que, suponíamos, se habría despertado la criatura.

El caso es que, después de la comida, los jugadores se desplazaban en sus vehículos hasta el campo, y Mágico hizo lo propio en el de su compañero Francis, aquel central canario del Real Madrid, pero, pasada media hora larga de la llegada de sus compañeros, Mágico no aparecía, sembrando de inquietud y desconcierto el vestuario blanquivioleta. Todo el mundo conocía ya a esas alturas los despistes y las ausencias del salvadoreño, poco dado a regímenes disciplinarios y especialmente cualificado para todo tipo de espantadas, pero de ahí a que no se presentara al partido hizo saltar las alarmas de los dirigentes blanquivioletas.

Al poco, se hizo la calma cuando un amigo nos llamó para decirnos que Mágico estaba en un recóndito bar de la ciudad tomándose tranquilamente unos pinchos de tortilla y de chorizo frito junto a su correspondiente cañita, porque —según le dijo al propietario— necesitaba comer algo para poder jugar el partido.

Llegó al campo a menos de una hora de comenzar el encuentro y, sin dar más explicaciones, se vistió la remera y saltó al césped a calentar. Ni qué decir tiene que salió de titular, aunque no llegó a obrar ningún milagro, pues el equipo empató a cero ante el Sporting de Gijón. Cuando le pregunté al final del partido qué había ocurrido, me comentó: «Es que para mí el fútbol solo puede ser una diversión, no un trabajo que me impida disfrutar de la vida».

Tal vez por ello, uno de los mejores futbolistas de la historia de este deporte no llegó a militar nunca en ningún grande. Aunque no por eso haya dejado de ser feliz, pues allí sigue en El Salvador, paseando su aire informal y risueño.