BATALLA EL ALMA

Carlos ARRIBAS

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A la salida de la última curva, de entre la niebla que desde las orillas del Adige se difumina sobre la ciudad vieja, surge un ciclista solo. Su maillot es claro, casi blanco, y batalla el alma del periodista que desde la tribuna junto a la Arena de Verona lo ha reconocido. Una parte de él, del periodista, que es español y ama a los derrotados por encima de todas las cosas, desea que el ciclista, que se llama Óscar Freire y está donde nadie lo esperaba, culmine su proeza sorprendente y llegue solo a la meta, que levante los brazos feliz al cruzar la línea y se vista al caer la tarde con un hermoso maillot arcoíris, y poder relatar los hechos en su periódico para que al día siguiente se emocionen los lectores; otra parte de la misma alma, del mismo periodista, reza, sin embargo, para que fracase, para que el grupo que lo sigue a pocos metros, a mínimos segundos, lo alcance, y que el español fracase. Y el periodista lo desea, aun inconscientemente, aun ignorante de que la victoria le dará finalmente más, mucho más, que la derrota, no por pereza, no porque una victoria le obligaría a trabajar mucho más de lo que esperaba, a abandonar la zona de confort en la que tan a gusto se siente, ni tampoco solamente por el tradicional cainismo español, sino por un motivo mucho más simple, mucho más mezquino y más habitual en la profesión: por soberbia. Lo desea para que la realidad, la sorpresa, la victoria de Freire, no lleve la contraria a lo que escribió unos días antes, cuando sin miedo a equivocarse publicó un artículo en el que decía que no tenía sentido que España corriera el Mundial, pues a ningún ciclista le interesaba, ninguno tenía nada que hacer.

En la batalla interior se impuso, claro, el lado bueno. El periodista celebró como propio el triunfo de Freire. Trabajó el doble o el triple de lo previsto para conocer y contar la vida del ciclista desconocido, y a la hora de la cena, ya tarde, bajó al restaurante del hotel en el que los miembros de la Selección ya descorchaban botellas de prosecco para celebrar la victoria, y hasta empezaban, felices, a lanzarse trozos de tarta y merengue. Entonces, al llegar los periodistas, uno de los ciclistas, no el más simpático precisamente, empezó a quejarse de la prensa, como siempre, a decir que no tenían ni idea, que cómo no podían confiar en ellos, con lo buenos que eran, que qué malos bichos. Y al hablar miraba directamente al periodista que más se había arriesgado en su crónica previa. Pero fue curiosamente Freire —que ya entonces empezó a demostrar su elegancia y educación—, quien cerró la boca al compañero protestón. Lo hizo con un simple párrafo: «Ni yo habría creído que hoy hubiéramos podido ganar. Es normal que los periodistas escribieran lo que escribieron. No habíamos dado razones para otra cosa».

Tan inesperada fue su victoria, tan desconocido era entonces Freire, un chaval de veintitrés años que había pasado media temporada lesionado, que, ya de madrugada, en la discoteca en que concluyeron los festejos, cuando el disc-jockey anunció a la concurrencia que el campeón del mundo estaba allí bailando, su compañero Álvaro González de Galdeano salió al centro de la pista y, bajo el globo luminoso de mil espejos que giraba, saludó a los que le aplaudían como si fuera el propio Freire.

Al día siguiente, en la primera página de La Gazzetta dello Sport titularon algo así como: «Victoria sorpresa del desconocido español Óscar Gómez», poniéndole por delante del apellido paterno el de la madre. Dos Mundiales más tarde, y tres Sanremos, ya fue para todos, en Italia, solo Oscarito.