Un teatro didáctico
Los dramas de Federico García Lorca han asumido en el mundo, prácticamente, la representación del teatro español de los últimos cincuenta años. El poeta no hubiera sospechado esta paradoja: que un teatro de intención didáctica como es el suyo, pensado en función de su pueblo, iba a quedar prácticamente desconocido para éste durante muchos años, y, por el contrario, que el público no español iba a adueñarse de él como de un producto típico, fabricado a su medida, a la medida de una idea muy divulgada de España. Pero éstos son los azares de la historia.
Las circunstancias que le han abierto de par en par los escenarios mundiales son de todos conocidas. Y no me refiero a las penosas circunstancias de la muerte de Lorca, sino a aquellas otras radicadas en su arte mismo. Federico escribe en un momento de extrema fatiga biológica dentro de la literatura europea; ésta aparece marcada con signos de radicalidad estética o de sutileza dialéctica. Pero he aquí que, en la literatura española, esa fatiga, esa «decadencia», no existe. Hay el Valle-Inclán de las guerras carlistas y de los esperpentos, el Solana de contundencia terrible en su prosa y en su pintura, el Falla denso y ardoroso... Federico, que comenzó como un decadente, se acompasó pronto a este paso. Y el instante de asomarse a Europa le llega, precisamente, cuando el hombre europeo, trágicamente desenmascarado por la guerra, se afirma en su raíz de hombre. Eran muchas las causas coincidentes; el teatro de Lorca tenía que triunfar: su primitivismo pasional, su sinceridad desgarrada, su ambiente vivo y coloreado, fueron pronto prendas de una estima unánime.
Acabo de aludir a la intención didáctica de Federico García Lorca, y ello quizá no haya dejado de extrañar a alguien. ¿Didactismo, en un escritor de tan subidos valores estéticos? Piénsese, sin embargo, en el director de «La Barraca», aquella generosa empresa que llevaba las obras de Rueda, de Cervantes, de Lope, a las bocas de las minas, a las eras, a las plazas de los pueblos. Lorca justificaba las fatigas de la empresa por un hecho que no se cansaba de proclamar: aquel público rural gozaba más intensamente el placer del espectáculo que el público urbano. Ese mensaje, esa misión de arte, insistía él, es necesaria para la regeneración cultural del país.
Permitáseme citar unas palabras suyas, que constituyen un marco excelente para encuadrar estas intenciones sociales, y las estéticas que puso en su teatro. Pertenecen a una charla que pronunció dos años antes de su muerte. A raíz del estreno de Yerma, las compañías teatrales madrileñas solicitaron una representación especial, de madrugada, para que los actores pudieran contemplarla. En esa representación, insólita en los hábitos teatrales españoles, García Lorca dijo:
Yo no hablo esta noche como autor, ni como poeta, ni como estudiante sencillo de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro de acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país, y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera.
El teatro es una escuela de llanto y risa, y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre.
Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama matar el tiempo.
Estas palabras tienen la fecunda consecuencia de mostrarnos, sin lugar a dudas, el aspecto docente, moralizador y de acción social, del teatro de Lorca, y de indicarnos la fuente inmediata de sus conflictos y hasta los medios para su planteamiento. Vamos a detenernos en la primera inferencia, antes de pasar a la segunda; vamos a examinar las condiciones en que nuestro poeta es un escritor didáctico.
Cuando se habla de teatro didáctico, esta designación puede llevarnos a pensar en las modalidades teatrales que representan Piscator o, en el polo opuesto desde el punto de vista del método, Bertolt Brecht. Y, sin embargo, nada más erróneo que esa posible aproximación, favorecida también quizá por las trágicas circunstancias que acompañaron la muerte de nuestro poeta. Hoy sabemos que ésta le llegó cuando estaba escribiendo obras de muy activa intención político-social, y de enérgica oposición a la moral tradicional; pero, de hecho, lo que dio a conocer en su breve vida, sólo en muy escasa medida poseía esos rasgos. No era el suyo un arte comprometido, en el sentido fuerte de este término, y mucho menos el de una facción. En cuanto arte que podemos llamar nuestro todos sus compatriotas, no se equivocan los que, fuera de nuestras fronteras, han visto el teatro de Federico García Lorca como cifra de la dramática española contemporánea.
El éxito de Lorca, al estrenarse sus obras en Madrid, fue notable. Afectó sobre todo a una extensa parte de la burguesía culta. Pero no puede calificarse de éxito popular. Su teatro buscaba al hombre en sus raíces anteriores al enfrentamiento y a la lucha política. Ese apoliticismo se manifiesta palmariamente ya en el Lorca joven de Mariana Pineda, escrita en 1925 y estrenada dos años después. La historia de aquella heroína liberal, ajusticiada por bordar una bandera y por estar implicada en una conjura antiabsolutista, constituía una excelente ocasión para aludir a la entonces vigente dictadura del general Primo de Rivera. Pero Lorca hace de su obra una bella tragedia de amor, en la que resuena, eso sí, su exigencia de libertades políticas, pero sin enturbiarla con alusiones o referencias contemporáneas. El simple roce con lo efímero político —no con lo social— compromete siempre la entidad de la obra de arte. La Antígona de Anouilh seguiría viviendo aunque se ignorase que fue escrita durante la ocupación de Francia. Mariana Pineda nace en un contexto histórico de dictadura; pero nadie podría descubrirlo en el texto de la tragedia.
Puede preguntársenos cómo se hace compatible esta pureza de intenciones estéticas y políticas que venimos postulando para García Lorca, con el didactismo que él mismo se propone. Sencillamente, no confundiendo didactismo con «provocación» o «acción social». Lorca continúa una línea muy definida entre los pedagogos y los sociólogos españoles, desde finales del siglo XIX, lo que propende a edificar la sociedad española sobre bases previas a su diversificación política, mediante la dignificación de las condiciones espirituales y materiales de su existencia. Era éste el ambiente intelectual que rodeaba a Lorca y al que él mismo contribuyó con sus empresas de teatro popular así como con su propia creación artística. Se trataba más de educar que de enseñar, de afinar y refinar los espíritus, de favorecer formas de convivencia anteriores a la acción, como garantía del orden, del éxito y de la templanza de esa acción.
Esquema del teatro lorquiano
La crítica —véase Ruiz Ramón (1975) o García Posada (1980)— suele catalogar el teatro de Lorca en estos cuatro grupos:
1. Comedias «irrepresentables» o «imposibles»: El público y Así que pasen cinco años.
Enlazan con los diálogos en prosa —El paseo de Buster Keaton, La doncella, El marinero y el estudiante y Quimera— y se inscriben dentro del ciclo del gran libro Poeta en Nueva York. Aunque de hecho sean actualmente representadas, fue el propio Federico quien las calificó del modo que enuncio en relación con la situación del panorama teatral de los años treinta.
A ellas cabría añadir, en esa línea, la Comedia sin título.
2. Farsas: de guiñol —Los títeres de cachiporra, Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita y Retablillo de don Cristóbal— y de personas: La zapatera prodigiosa y Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín.
3. Tragedias: BODAS DE SANGRE y Yerma. Estas dos obras iban a formar parte de una «Trilogía dramática de la tierra española», que se completaría con La destrucción de Sodoma, de la que posiblemente haya llegado a escribir un acto, o con La sangre no tiene voz.
4. Dramas: El maleficio de la mariposa y Mariana Pineda, Doña Rosita la soltera y La casa de Bernarda Alba.
Esbozo de análisis: poesía y teatro
Dejando a un lado los tanteos primeros y las peculiares comedias «imposibles», atiendo aquí a la trayectoria más sólida del teatro lorquiano. Y bien, comencemos por una breve caracterización estructural, antes de aludir a su actitud ante los personajes y el conflicto dramático. Hay un hecho bien aparente y exterior, en el que habrá caído todo lector o espectador de García Lorca. Es éste: sus dos primeras obras, El maleficio de la mariposa y Mariana Pineda, están escritas en verso; en la última, La casa de Bernarda Alba, terminada poco antes de su último y definitivo viaje a Granada, Lorca emplea exclusivamente la prosa. En las obras escritas y estrenadas entre ambas fechas, La zapatera prodigiosa (1930), BODAS DE SANGRE (1933), Yerma (1934) y Doña Rosita la soltera (1935), el verso alterna con la prosa. El hecho ha de tener alguna motivación; intentemos hallarla.
Nuestro gran poeta procede, en el teatro y en la lírica, del modernismo. Los sonoros, los episódicos dramas de Villaespesa y Marquina nutrieron literariamente su adolescencia. El descubrimiento, en la lírica, de Juan Ramón vendría más tarde, y con él, un aguzamiento más estricto de sus exigencias literarias. El influjo de Marquina y del teatro modernista en Lorca afectó, principalmente, a aquella parte de la obra en que la innovación es más difícil y a la que quizá el artista, atraído por otros problemas, concede una importancia menor: la estructura.
El teatro modernista prolonga el último romanticismo, con cuyas formas finales se confunde. Hereda, por tanto, el empleo constante del verso; y añade algunas notas propias: el adorno en el verso, superpuesto a la intención comunicativa o expresiva —esto es, el adorno en función contextual, de belleza válida por sí misma—, la distribución de la materia dramática en «estampas», así llamadas, con clara alusión plástica, pictórica. Y, por último, siempre en esta dirección extradramática, una intensificación de elementos líricos, que llegan a cuajar en auténticas arias, las cuales, en el seno del drama, desempeñan el mismo papel que la romanza en la ópera. Son instantes en que el poeta —como el libretista y el músico— detiene el proceso argumental, para concentrar en una pieza anormalmente desarrollada a expensas del drama, su inspiración, su capacidad elegíaca, descriptiva o de cualquier otra naturaleza, pero siempre de carácter lírico; insisto: extradramático.
Mariana Pineda es un drama modernista por muchos títulos. Temáticamente, por desarrollar un asunto de historia, conforme a la preferencia de la escuela. Y en la estructura, por la disposición en «estampas» —así las llama Lorca—, por su empleo constante del verso, de la romanza recitada y de algunos elementos líricos, implícitos en el teatro poético anterior, que él desarrolló con enorme talento. En seguida aludiremos a ellos.
Las arias de Mariana Pineda se ajustan a los dos tipos principales empleados por el modernismo dramático: el elegíaco, por el cual el personaje comunica al público sus sentimientos íntimos, y cuyos antecedentes remotos hay que buscar en el teatro clásico; y el descriptivo, que desarrolla líricamente un suceso absolutamente ajeno al proceso dramático. Al primer tipo pertenece el lamento elegíaco de Mariana, mientras aguarda la fuga de su amante preso: «Si toda la tarde fuera / como un gran pájaro...» (Estampa I, Escena 5.ª). En el polo opuesto está el aria descriptiva, de la que es eminente ejemplo el hermoso romance de los toros de Ronda. Estos dos tipos de romanzas aparecen en todo el teatro de Lorca, menos en su última tragedia, singular por esto y por tantas otras cosas.
García Lorca ensanchó notablemente la entrada de elementos líricos, en proporción nunca alcanzada por el teatro anterior, y que hemos de calificar de anómala, si atendemos a las leyes generales del drama, e incluso a la estética del propio Federico en su momento de mayor evolución. Examinemos, también con brevedad, las notas que presenta esta irrupción masiva de lo lírico en su teatro.
El poeta granadino aprendió de Lope de Vega el uso estratégico de la canción popular o popularizante. Sabido es cómo Lope monta muchas veces un drama sobre la sólida y cristalina base de una canción. El drama de Lorca no arranca nunca de la canción, pero, en definitiva, ésta alcanza en él la misma función que en el drama lopesco. Unas veces, se trata de una ilustración plástica y casi orquestal; en otras ocasiones, la copla, no cantada en la escena, penetra en ella para crear un clima dramático o colaborar en él. Es ésta la función que desempeña la canción de muerte que oye don Alonso, el caballero de Olmedo, momentos antes de caer asesinado. Cuando Mariana Pineda, descubierto el complot, va a ser ajusticiada, por las ventanas de la celda invadida de luz, entra la famosa canción popular que unos niños cantan:
¡Oh, qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar,
al ver que Marianita se muere
en cadalso, por no declarar!
Cuando el telón no se ha levantado aún para dar comienzo al cuadro de la romería de Yerma, una canción llega al público, con una carga sensual que tiene el efecto de impregnar la sala de una vibración armónica con las escenas que van a sucederse. Es un golpe de diapasón, que templa y concuerda los ánimos en una misma nota:
No te pude ver
cuando eras soltera,
mas de casada te encontraré.
Te desnudaré,
casada y romera,
cuando en lo oscuro
las doce den.
Son muchas las canciones que, como ilustración plástica o como contribución a un clima, sembró Lorca en sus obras. La canción popular era su gozo, y a ella dedicó un interés de folclorista, salvando y lanzando al comercio literario general muchas joyas olvidadas. Como hemos de ver en seguida, García Lorca preservó su última tragedia de casi todas las floraciones líricas acumuladas en sus obras anteriores; pero no quiso prescindir de la copla. En La casa de Bernarda Alba, en aquel recinto en que unas mujeres se consumen en un delirio erótico, entra en un momento culminante, como un dardo, como un latigazo, la voz de unos hombres que cantan:
Abrir puertas y ventanas
las que vivís en el pueblo,
el segador pide rosas
para adornar su sombrero.
Si el aria la recibe nuestro poeta del inmediato teatro modernista, y el empleo de la canción de un más ilustre antecesor, creo que es invención suya lo que podemos llamar escena lírica. No es ésta otra cosa que un reparto de la materia poética entre varios personajes, que la declaman alternadamente. Aparece ya en la declamación de Clavela y los niños, de Mariana Pineda y la hallamos en todos los dramas posteriores, salvo en La casa de Bernarda Alba. Porque allí, ya lo hemos repetido, el autor reprimió todo brote lírico que detuviese el progreso dialéctico de la obra. Hasta el verso se vedó, esa arma mágica en sus manos. Adolfo Salazar ha contado cómo en una lectura privada de esa obra en 1936, Federico se detenía tras una escena y exclamaba entusiasmado: «¡Ni una gota de poesía! ¡Realidad! ¡Realismo!».
En una «Charla sobre teatro» afirmaba Federico en 1935: «El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre». Sobre esa base podemos preguntarnos más específicamente qué función desempeñan las rupturas líricas del proceso dramático. Ni más ni menos que una función opuesta a la que atribuye Brecht —el par de Lorca entre sus contemporáneos— a sus «songs», a sus canciones, recitados y danzas. Sabido es cómo, para el gran dramaturgo alemán, aquellos elementos tienen por misión chocar con la atención del público, romper su fascinación, obligarle a tomar conciencia de que está ante un problema, no en una sesión de hipnotismo, comprometiéndolo así en una decisión. Muchos críticos, incluso algunos de ideología marxista, dudan de que ese efecto distanciador se produzca. Y es dudoso, en verdad, que muchas de las canciones insertas en los dramas de Brecht hayan sido escritas con intención extrañadora, desmitificadora. Pero si nos reducimos a los propósitos teóricos, la oposición entre los poetas español y alemán es manifiesta. Lorca utiliza la lírica en sus dramas para implicar al espectador; Brecht, para alejarlo y despertar su conciencia refleja. Aunque luego, en la realidad ocurra que ambos implican, ambos alucinan.
Tragedia, realidad y mito
Examinemos todavía brevemente, antes de aproximarnos a BODAS DE SANGRE, cuál es la actitud de Lorca ante la temática y el conflicto trágicos. Él mismo la puntualizó en el texto que citábamos al principio del artículo. Recuérdese que atribuía al teatro la misión de «explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre». Y concluía esta especie de declaración de principios exigiendo a la obra dramática una estricta fidelidad al clima histórico y humano en que nace. Formulando en otros términos el pensamiento de Lorca, éste pretende abarcar una problemática de dimensiones generales, válidas para todo hombre en cuanto tal: y ello, circunscribiéndose a un medio social bien concreto, pintoresco a fuerza de verdadero.
En cuanto al clima, a la atmósfera local, nadie dudará del «realismo» de Lorca. Pero esa palabra es tan equívoca, tan erizada de dificultades y misterios, que resulta difícil ponerse de acuerdo sobre su contenido. Hay un realismo fotográfico y notarial; es el que asume por antonomasia la representación del «-ismo». Hay, por otro lado ese realismo español, lleno de irrealidades. Son las irrealidades y desmesuras que la crítica ha ido denunciando en realistas tan prestigiosos como Mateo Alemán, Francisco de Quevedo y tantos otros. Limitándonos al teatro contemporáneo, hay un realismo de clisé, cuyo ejemplo más representativo podría ser La malquerida de Benavente, y este otro realismo de Lorca, lleno de anatopismos y deformaciones literarias. Pero luego ocurre que La malquerida, drama de grandeza temática y psicológica incontestable, se desvirtúa a causa de su fiel, de su ancilar realismo. En cambio, cualquiera concederá sin dificultades la autenticidad del teatro lorquiano, de tan difícil localización, plagado de pinceladas folclóricas de heterogénea procedencia, cuyos personajes se expresan con una incisividad bien elaborada, con un lenguaje poético que transparenta al autor detrás de cada palabra.
Es un misterio del arte. Y se debe, sin duda, a que, frente a ese realismo de calco, hay otro realismo en el que lo real son las relaciones, las estructuras; y este realismo subsiste e impresiona por su verdad, aunque los elementos relacionados sean deformes: contrahechos o embellecidos. Nada importa en el teatro lorquiano —nada, entendámonos, que pueda comprometer su realidad— la exasperación en que viven sus personajes: la violencia de la Madre en BODAS DE SANGRE, la obsesión de Yerma, la tiranía de Bernarda... Son vértices de una estructura, de unas relaciones que reconocemos como verdaderas, desde un punto de vista nacional y aun ampliamente humano. Otro tanto puede decirse del diálogo, tan primorosamente cuidado por Lorca. Por debajo de las frases concretas, sirviéndoles de soporte, está el gusto popular por la hipérbole, por la contundencia, por la aspereza, por lo erótico, sus referencias directas y sin rebozos a lo que es natural y biológico. Asentada esta red, el material que la recubre jamás la enmascara.
García Lorca llegó a esta modalidad suya, hiperbólica en los elementos y fiel en las estructuras, tras un gusto, seguido de un estudio amoroso, del teatro de títeres. Su hermano Francisco ha relatado cómo este tipo de teatro desgarrado, tosco y primitivo, ejerció sobre Federico, desde su infancia, un gran atractivo, que se manifiesta en esas obritas, verdadero primor, que son Los títeres de cachiporra, Retabillo de don Cristóbal, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, y en la bellísima comedia La zapatera prodigiosa. En dos lugares de estas obras, ha hecho su autor confesiones que son claves de su arte. En la primera, dice un personaje, Mosquito, a guisa de prólogo:
Yo y mi compañía venimos al teatro de los burgueses, del teatro de los condes y de los marqueses, un teatro de oro y cristales, donde los hombres van a dormirse, y las señoras... a dormirse también. Yo y mi compañía estábamos encerrados. No os podéis imaginar qué pena teníamos. Pero un día, vi por el agujerito de la puerta una estrella que temblaba como una fresca violeta de luz... Entonces yo avisé a mis amigos, y huimos por esos campos en busca de la gente sencilla, para mostrarles las cosas, las cosillas y las cositillas del mundo; bajo la luna verde de las montañas, bajo la luna verde de las playas.
Está bien clara, sin necesidad de comentarios, la propia huida del poeta en busca de un contacto con el pueblo, a través de formas poéticas ingenuas y populares.
En el Retablillo de don Cristóbal, farsa para guiñol, se dice:
El poeta, que ha interpretado y recogido de labios populares esta farsa de guiñol, tiene la evidencia de que el público culto de esta tarde sabrá recoger, con inteligencia y corazón limpio, el delicioso y duro lenguaje de los muñecos.
Todo el guiñol popular tiene este ritmo y esta encantadora libertad que el poeta ha conservado en el diálogo.
El guiñol es la expresión de la fantasía de pueblo, y da el clima de su gracia y de su inocencia.
Al acabar la farsa, el director de la compañía, vuelve a dirigirse al público:
Los campesinos andaluces oyen con frecuencia comedias de este ambiente bajo las ramas grises de los olivos y en el aire oscuro de los establos abandonados. Entre los ojos de las mulas, duros como puñetazos, entre el cuero bordado de los arreos cordobeses, y entre los grupos tiernos de espigas mojadas, estallan con alegría y con encantadora inocencia las palabrotas y los vocablos que no resistimos en los ambientes de las ciudades, turbios por el alcohol y las barajas. Las malas palabras adquieren ingenuidad y frescura dichas por muñecos que miman el encanto de esta viejísima farsa rural.
Dejo también sin comentar las consecuencias, igualmente pedagógicas, pero esta vez para el público urbano, que se desprenden de estas palabras; las he tomado sólo como testimonio de ese esfuerzo por ser verdadero y fiel a unas estructuras populares de expresión, que se impuso el gran poeta. Llamo la atención sobre una palabra que él emplea insistentemente para calificar ese comportamiento sencillo y rural en las manifestaciones de arte; me refiero a la palabra inocencia.
Afirmaba Valle-Inclán —ese maestro de Lorca, a cuyo magisterio no puedo sino aludir—, con categorías muy simples pero extraordinariamente útiles, que, para el escritor, hay tres modos de mirar a sus personajes: desde arriba, y surge así la comedia; a su altura, origen del drama; y de rodillas, considerando que los personajes y sus problemas le rebasan, y que no puede hacer más que seguirlos como un cronista a un héroe, actitud que da origen a la tragedia. Pues bien, Lorca ve los conflictos y los tipos con una mirada infantil e inocente. Pasan éstos como ráfagas apasionadas que el poeta no juzga ni puede someter. Aquellos personajes son fatales y trágicos. Y los protagonistas, en el momento culminante de la obra, suelen proclamar hasta qué punto son inculpables; es éste un rasgo común a todos los dramas lorquianos: la afirmación explícita del factum. Recordemos a Mariana Pineda, la mujer que bordó un bandera liberal y se comprometió en un alzamiento. El poeta reduce su decisión y aniquila su voluntad, en la patética confesión final:
¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso! ¡Pedro! La Libertad por la cual me dejaste...
En la misma situación fatal se encuentra Yerma, entre dos pasiones igualmente incontenibles que le aplastan con su fuerza; de un lado, el ansia maternal; del otro, su forzada fidelidad a un marido a quien odia y acabará matando. Los dos se expresan con idéntica nitidez, en el acto III, cuando la obra camina hacia su desenlace:
Yo pienso —dice Yerma— que tengo sed y no tengo libertad. Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien y no te espantes de lo que te digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento.
Más tarde, en una romería, cuando el aire está más cargado de erotismo, una vieja se acerca a Yerma, a solicitarla para su hijo, que la hará fecunda. Yerma se revuelve con furia:
¡Nunca lo haría! Yo no puedo ir a buscar. ¿Te figuras que puedo conocer otro hombre? ¿Dónde pones mi honra? El agua no se puede volver atrás ni la luna llena sale al mediodía. Vete. Por el camino que voy seguiré. ¿Has pensado en serio que yo me pueda doblar a otro hombre? ¿Que yo vaya a pedirle lo que es mío, como una esclava? Conóceme, para que nunca me hables más. Yo no busco.
Sería curioso un cotejo entre Yerma y Raquel encadenada de Unamuno, ya que ambas poseen un planteamiento similar: la mujer anhelante de un hijo que el marido les niega. Creo que el cotejo ilustraría dos actitudes bien diferentes en la relación autor-personaje. Mientras Lorca deja a sus protagonistas abandonados al hado, don Miguel, que conversa con los suyos de hombre a hombre, hace que Raquel resuelva la situación yéndose con un amante, dueña de su destino. Reducidas a las sencillas categorías de Valle-Inclán, Yerma sería una tragedia, Raquel muestra preclara de drama.
Sobre la base de un suceso real
A raíz del estreno de BODAS DE SANGRE en Madrid, el 9 de marzo de 1933, la crítica señaló que la obra constituía una «regresión» en la trayectoria dramática lorquiana. ¿Regresión de dónde y hacia dónde? El periódico La Libertad concretaba con precisión el primer punto: del «sarampión vanguardista». Acabamos de ver cómo Federico calificaba por entonces algunas de sus obras precedentes como «irrepresentables» e «imposibles». En una charla, de ese mismo año 1933, sobre el teatro, protestaba de la situación excesivamente conservadora de empresarios y público; se hablaba de obras «peligrosas» y él replicaba:
¿Peligrosas? Hay representantes de empresas que se indignan sin ningún disimulo cuando se les va a ofrecer una comedia que se sale de las normas acostumbradas. El día menos pensado va a constituir una verdadera temeridad el hecho de solicitar el estreno de una obra moderna.
Sin descartar que, en efecto, él recortara vuelos y se plegara en parte a las exigencias de la viabilidad de representación, creo que hacia BODAS DE SANGRE le empuja otro motivo de mayor fuerza: exactamente, la preocupación del didactismo social de que vengo hablando. Es el momento en que Federico formula las más radicales denuncias contra la cultura burguesa:
En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas. «¿Trae usted, señora, un bonito traje de seda? Pues, ¡afuera!». El público con camisa de esparto, frente a Hamlet, frente a las obras de Esquilo, frente a todo lo grande. Pero, ¡qué! Si lo burgués está acabando con lo dramático del teatro español, que es esencial en el teatro español. Está echando abajo uno de los grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los pueblos: el teatro español.
A defenderlo quería contribuir Federico con su propia escritura y con la hermosa aventura de «La Barraca». Hablando de ella, también en 1933, decía:
«La Barraca»... Eso es algo muy serio. Ante todo es necesario comprender por qué el teatro está en decadencia. El teatro, para volver a adquirir su fuerza, debe volver al pueblo del que se ha apartado. El teatro es, además, cosa de poetas. Sin sentido trágico no hay teatro y del teatro de hoy está ausente el sentido trágico. El pueblo sabe mucho de eso.
No constituía esta última afirmación una intuición novedosa. El mejor teatro español lo había descubierto antes, y Lope, ya lo hemos recordado, edificó su arte sobre elementos tomados del pueblo. Y bien, si Lope se inspiraba en crónicas, Federico lo hace en hechos que él mismo ha podido documentar —así será en Yerma y en La casa de Bernarda Alba— o en noticias periodísticas. Es el caso de BODAS DE SANGRE.
La hispanista francesa Marcelle Auclair cuenta que el 25 de julio de 1928, Lorca se encontraba en la Residencia de Estudiantes charlando con su amigo Santiago Ontañón, cuando entró otro amigo, Diego Burgos, que dejó un ejemplar del diario ABC sobre la mesa. Lorca lo recogió y momentos después exclamó: «¡La prensa, qué maravilla! ¡Leed esta noticia! Es un drama difícil de inventar». Federico se refería a una noticia periodística que apareció el 25 de julio en varios periódicos y que relataba un suceso acaecido en Níjar, un pueblo de la provincia de Almería.
Su hermano Francisco recuerda, por otra parte, que Federico leyó la noticia, estando en Granada, en El defensor del pueblo. He aquí la información de este periódico: «Trágico final de una boda. Es raptada la novia, siendo más tarde asesinado el raptor. El misterio envuelve el suceso. Es detenido el novio burlado».
«Almería 24. Noticias recibidas de Híjar [Sic por Níjar] dan cuenta de un trágico suceso ocurrido con motivo de celebrarse una boda, apareciendo hasta ahora rodeado de un gran misterio.
»En la mañana de ayer contraía matrimonio una agraciada joven de veinte años, hija de un rico labrador, habitante de un cortijo cerca de dicho pueblo.
»En la casa se reunieron novios, padrinos y numerosos invitados de las aldeas próximas.
»Cuando se iba a celebrar la ceremonia religiosa, notaron que la novia había desaparecido, y por muchas gestiones que se practicaron no pudo ser encontrada.
»El novio, avergonzado, salió en su busca y tampoco logró encontrarla.
»Los invitados se retiraron cada cual a su domicilio.
»Uno de ellos, montado a caballo, se dirigía a un cortijo, cuando a unos ocho kilómetros divisó el cadáver de un hombre tendido sobre la cuneta y oculto con matorrales.
»Descendió de la cabalgadura, viendo con sorpresa que era un primo de la novia, que se oponía a sus relaciones.
»Pidió auxilio, dando cuenta de lo ocurrido, y a poco se personó en aquel lugar la Guardia Civil, practicando numerosas investigaciones.
»La Benemérita encontró a la novia en un lugar muy próximo al sitio donde se encontraba el cadáver de su primo, quien se apellidaba Montes Cañada y tenía treinta años de edad.
»La novia, cuyas ropas estaban desgarradas, declaró que ella se fugó con su primo porque era a quien amaba, pero que en su huida les salió al encuentro un enmascarado, quien hizo cuatro disparos contra el primo, dejándolo muerto en el acto».
El suceso debió de alcanzar bastante difusión porque hasta se ha documentado un romance popular de época. En la memoria de Federico quedó, desde luego, grabado y su hermano Francisco testimonia que a lo largo de esos años que van de 1928 a 1933 fue gestando, sin prisas y con intermitencias, el esquema de la obra que, en cambio, debió de redactar en muy pocos días.
No hace falta subrayar el estrecho parentesco del asunto con el que sirvió de base a tantos dramas del Siglo de Oro: la honra cuyas manchas sólo la sangre puede lavar; fue lo que en la realidad histórica hizo —«el pueblo sabe mucho de eso»— el hermano del novio. Esa misma realidad prestaba a la obra literaria otros elementos: la alusión, por ejemplo, al móvil dinerario como factor determinante de la concertación del matrimonio. Un reportaje del Heraldo de Madrid, de 26 de julio, imagina que Curro Montes Cañada le dice a su prima: «Casimiro [el novio] no puede hacerte feliz porque... Lo que quiere es el dinero de tu padre...». Hay, sin embargo, otros datos que en el proceso literario serán depurados. En la versión periodística del diario ABC el homicida declara «que bebió con exceso en el cortijo y que se encontró en el camino a los fugados. Entonces, sintió tal ofuscación y vergüenza...». Se trata, sin duda, de una excusa articulada en defensa propia; pero, en cualquier caso, Federico imagina esa dimensión baja y grosera al convertir la historia en poesía.
Me he referido ya al estreno madrileño. El éxito fue más de crítica que de público y algo parecido se repitió en Barcelona. BODAS DE SANGRE suscitó, en cambio, poco después un entusiasmo desbordado en Buenos Aires, mientras que iba a resultar difícil, un par de años más tarde, para el público neoyorquino que, en conjunto, acusaría a la obra de exceso de localismo y de lenguaje artificial. Federico conocería todavía el éxito pleno de BODAS DE SANGRE en España con la reposición que en Barcelona hizo en 1935 Margarita Xirgu: de verdadero estreno llegó él a calificarla entonces, aludiendo, sin duda, al mejor montaje escénico. En Madrid había compartido la dirección con Marquina; el escenógrafo era el mismo de Teresa de Jesús, y quizá lo más condicionante, la compañía que había estrenado la obra era la de Josefina Díez de Artigas y Manuel Collado, especializada en teatro cómico de la época, sobre todo en el de los Quintero: el conjunto no resultaba, sin duda, lo más adecuado. La Xirgu y el pintor Pepe Caballero, de quien eran los decorados y figurines, permitían, en Barcelona, alcanzar la novedad que Federico pretendía imprimir a la representación.
Una obra de teatro poético y musical
Declaraciones suyas y de testigos de lecturas o ensayos de la obra nos permiten conocer con detalle sus propósitos. Se trataba de lograr una tragedia que, arraigada en la tierra andaluza pero superando cualquier limitación localista, tuviera una dimensión universal. Sin un encarnizado amor a la tierra, dice él mismo, «no hubiera podido escribir Bodas de sangre». Cierto; mas tal afirmación básica no es incompatible con lo que en el ensayo general declara, con su anuencia, Marquina: es una tragedia «libre de accidentes... se produce en tierras de Guadix, como pudiera producirse en las tribus primitivas; sólo obran en ella los impulsos vitales...». Federico asiente: «la tragedia se hace cósmica, todo entra en ella con fuerza e ímpetu, arrastrándolo todo sin miedo a nada». Y se trata, al mismo tiempo, de conseguir esa tragedia en un espectáculo de gran riqueza plástica y musical. En las declaraciones de 1935 que ya he citado dirá: «el problema de la novedad del teatro está enlazada en gran parte a la plástica. La mitad del espectáculo depende del ritmo, del color, de la escenografía». Eso implica muchas cosas; la revalorización del cuerpo; la captación y plasmación del ambiente, «los campos de rocas, mojados por el amanecer... ese palomo herido, por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido»; y por supuesto, y muy en primer plano, la musicalidad.
No puede sorprender este último aspecto a quien conozca la base musical de la estética lorquiana: «Porque yo ante todo soy músico», dice en una entrevista ahora recogida por Christopher Maurer, que partiendo de un testimonio de Lorca, ha estudiado la relación de BODAS DE SANGRE con la cantata 140 de Juan Sebastián Bach. Mas el cuidado alcanza hasta el timbre de voz y el tono de los actores. Marcelle Auclair recoge el testimonio de Josefina Díaz:
Federico orquestó la obra como una sinfonía. Para la escena de la boda —«¡Despierte la novia / la mañana de su boda!»— asoció las voces, su timbre, su fuerza, como un músico asocia los sonidos. Fue un trabajo extraordinario. Gritaba:
—¡Tú no! ¡Tienes una voz demasiado aguda! ¡Prueba tú! Me hace falta una voz grave... Necesito una voz fresca...
Y todo con un ritmo cada vez más vivo, más arrebatado (pág. 275).
Nada tiene de extraño que la crítica madrileña, que, en el teatro de Federico, había denunciado hasta entonces el predominio de la poesía sobre el drama, reconociera en esta ocasión el «equilibrio logrado entre los dos elementos. La nueva fórmula se hallaba en germen en el Romancero gitano, pero cobraba ahora toda la fuerza en una obra que en Buenos Aires se presentaría como «Poema dramático». De «teatro poético» y «teatro musical» la calificó Gerardo Diego en su reseña del periódico El Imparcial:
Se ha ponderado, en justicia, su inspiración poética, que llega a los bordes de lo sublime en algún momento, la sobriedad y acentuación de su diálogo rústico, su valor simbólico y trágico, el encanto de sus proporciones y sus equilibrios plásticos...
Si Mariana Pineda era un libreto de ópera, Bodas de sangre es ya una ópera, un drama lírico, letra y música a la vez...
Analicemos un poco más de cerca cada uno de estos elementos. Y comencemos, al igual que hemos hecho antes, por lo más externo, la mezcla de verso y prosa:
No más una obra dramática con el martilleo del verso desde la primera escena —dice en 1933—. La prosa libre y dura puede alcanzar altas jerarquías expresivas, permitiéndonos un desembarazo imposible de lograr dentro de las rigideces de la métrica. Venga en buena hora la poesía en aquellos instantes que la disipación y el frenesí del tema lo exijan. Mas nunca en otro momento. Respondiendo a esta fórmula, vea usted... cómo hasta el cuadro epitalámico el verso no hace su aparición con la intención y la anchura debidas, y cómo ya no deja de señorear la escena en el cuadro del bosque y en el que pone fin a la obra.
Desconocedora de la dimensión poética connatural al habla popular de Andalucía, la crítica neoyorquina denunciaba, como he dicho, la inadecuación del nivel expresivo al estamento social. Federico puso, en cambio, especial empeño en embridar su ingenio y, bien consciente de la propensión de sus malos lectores hacia el sentimentalismo fácil y el lirismo equivocado, advertía a los actores de la compañía madrileña: «¡No me hagas lorquismo! ¡No me hagas lorquismo!». De ahí que Gerardo Diego pudiera aplaudir, con justicia, «la sobriedad y acentuación del diálogo rústico».
Realismo y fantasía
Pero del mismo modo que el suceso lleva en sí mismo el germen del hado trágico, la realidad está preñada de símbolo. Cuando un periodista le pregunta al autor cuál es el pasaje de BODAS DE SANGRE que más le satisface, éste responde:
Aquel en que intervienen la Luna y la Muerte, como elementos y símbolos de fatalidad. El realismo que preside hasta ese instante la tragedia se quiebra y desaparece para dar paso a la fantasía poética.
Cabría hablar, según eso, de dos tiempos: uno articulado por el realismo y otro alentado por la fantasía. Pero sería artificioso y, en última instancia, falso ya que todos los elementos de la obra están íntimamente implicados y los elementos que pudiéramos llamar realistas sustentan los símbolos posteriores. En ese sentido resulta más exacto hablar de dos planos que de continuo se interfieren: el de la realidad social y el de la significación trascendente. La pobreza del campo de Níjar; las rivalidades familiares; la obsesión dominante, compatible con un papel destacado de la mujer en toda la trama social; la exaltación descarnada de la fuerza sexual y la libre vivencia de los instintos primarios...: todo eso actúa como referente real y constituye el plano de sustentación de la obra. Pero los personajes que sobre él se mueven son otros más en el cortejo de los seres trágicos que en el teatro de García Lorca aparecen como marionetas movidas por el fatum. Tuvimos ocasión en páginas anteriores de mencionar unos fragmentos pertenecientes a Mariana Pineda y a Yerma. En ambas obras sus protagonistas explicitan la fatalidad. Homóloga es la situación de la Novia en BODAS DE SANGRE, que abandona a su esposo en el día nupcial para escapar con su amante; cuando, tras la muerte de los dos hombres, la Madre le pide cuentas de su acción, ella exclama como una heroína raciniana:
¡... me fui con el otro, me fui! Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin, y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!
Dos fidelidades
A Federico no le interesaba realizar un estudio social o psicológico. La creación de BODAS DE SANGRE cumple dos fidelidades: a la tradición de la tragedia clásica y a la más inmediata del teatro nacional del Siglo de Oro. Insistía aquélla, en su dimensión de rito, en el carácter repetitivo de cualquier acción humana. A cada paso no hacemos sino cumplir el destino como lo cumplieran nuestros antepasados. En la tragedia lorquiana se advierte de continuo —lo mismo le sucedió al padre, a la madre, al abuelo— y los personajes se previenen mutuamente, sobre el recuerdo de lo pasado, acerca de las amenazas del futuro. En el primer cuadro del Acto primero dice la Madre al Novio:
—Cien años que yo viviera, no hablaría de otra cosa. Primero tu padre... Luego tu hermano...
—Novio: ¿Vamos a acabar?
—Madre: No. No vamos a acabar... No... Si hablo es porque... ¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta?...
La tragedia está, pues, anunciada desde el principio y no es posible evadirse de ella. Lo connota en la obra su estructura cerrada: comienza en casa de la Madre y en ella termina. Se abre con la referencia a una navaja —«La navaja, la navaja... —dice la Madre—. Malditas sean todas y el bribón que las inventó»— y concluye con el gran canto del cuchillo: «Y apenas cabe en la mano, / pero que penetra frío / por las carnes asombradas / y allí se para, en el sitio / donde tiembla enmarañada / la oscura raíz del grito». Y es la mujer la figura en que se anuda el hilo conductor de la tragedia: los hombres son simples contrapuntos, motivos externos de la pasión de las mujeres. La mujer aparece reducida físicamente en BODAS DE SANGRE, al igual que en las otras tragedias, a un espacio interior y a una actitud estática: «¿Tú sabes lo que es casarse, criatura?», pregunta la Madre a la Novia; y aclara de inmediato innecesariamente: «Un hombre, unos hijos, y una pared de dos varas de ancho para todo lo demás». «¿Es que hace falta otra cosa?», replica el Novio. Y ella, consciente y obediente al sino: «No». Lo exterior, el dinamismo exterior corresponde a los hombres. Frente a la casa, el bosque. Pero el dinamismo interior, el que supone la sublevación ante la norma, el quebrantamiento del orden establecido, anida y brota de la mujer.
Y en el orden temporal es también la mujer la que soporta la continuidad que como un anillo se cierra sobre sí misma, apresando dentro, sin escape posible, a los humanos. Así, la Novia declara a la Madre del novio que Leonardo le «hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubieran agarrado de los cabellos». Y son las mujeres las que interpretan los signos: la Madre, el del cuchillo; la Suegra y la Mujer, el del caballo. Cuando, por la fuerza del sino trágico, el hombre muere, la mujer retorna a su soledad: «No quiero ver a nadie —exclama la Madre al final—. La tierra y yo. Mi llanto y yo. Y estas cuatro paredes». La cerrazón del espacio físico comprime y hace saltar la fuerza interior que estalla en la tragedia.
En su propósito de fidelidad a la de la tragedia clásica, Federico organiza la materia de acuerdo con los esquemas tradicionales. Se advierte con claridad un progreso ritual hacia el vértice del sacrificio y en ese proceso no faltan los coros que jalonan y comentan la acción dramática. Se ha señalado con insistencia la significación premonitoria de la «Nana» primera: «Duérmete, clavel, / que el caballo no quiere beber // Duérmete, clavel, / que el caballo se pone a llorar. /.../ Bajaban al río. / ¡Ay, cómo bajaban! / La sangre corría / más fuerte que el agua». Pero no tienen menor importancia los cantos nupciales, enlazados con la Nana por la recurrencia al símbolo del agua —«Giraba, / giraba la rueda / y el agua pasaba»— y que ponen énfasis especial en la limpieza de la Novia: «¡Acuérdate que sales / como una estrella!». En seguida, en la canción de los leñadores, entra en acción la luna. Con un sistema de encadenados, la canción de los leñadores acumula los elementos centrales —cuchillo, caballo, río— de los coros precedentes:
Cisne redondo en el río,
ojo de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy; ¡no podrán escaparse!
...........................................
La luna deja un cuchillo
abandonado.
...........................................
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.
Álvarez de Miranda ha explicado la función mítica y ritual de la luna, que en ese punto culminante aparece con la Muerte como acólito: en el tercer acto de BODAS DE SANGRE —escribe— «el mito luna-muerte es ya algo más que mito, se ha “celebrado”, es “sacramentum”... Es, en una palabra, rito, que siempre y en toda religión se define precisamente así, como una acción potente, hierática y sacral». Es lógico que García Lorca haya encarnado ese momento supremo en una forma poética de intensidad sublime, comenzando por situarla en un espacio igualmente mítico: «Bosque. Es de noche. Grandes troncos húmedos. Ambiente oscuro. Se oyen dos violines». Huelga cualquier comentario a la grandiosidad de la acción sacrificial misma: «Aparece la Luna... Al segundo grito aparece la Mendiga que queda de espaldas. Abre el manto y queda en el centro como un gran pájaro de alas inmensas. La Luna se detiene. El telón baja en medio de un silencio absoluto».
Todavía queda el coro de las muchachas que en la canción de la madeja —«Madeja, madeja, / ¿qué quieres hacer?»— están asumiendo la inevitabilidad del destino. Todo culmina en ese gran himno, un verdadero pange lingua según Álvarez de Miranda, a la muerte y a su causa, a su misterio y su fascinación. Todo en fin, brota de la tierra y a la tierra vuelve. En el cuadro segundo del Segundo acto cantaba la criada: «Porque el novio es un palomo / con todo el pecho de brasa / y espera el campo el rumor / de la sangre derramada» y, poco después, la Madre, hablando de su otro hijo muerto, dice: «Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella».
A estas alturas no hará falta, creo, detenerse a explicitar la otra fidelidad de García Lorca, los puntos de contacto con el teatro español del Siglo de Oro. Todo el ritual de la boda engasta la significación simbólica a que acabo de referirme sobre elementos folclóricos, maridando, como en aquella época, poesía y canto. Igualmente claro resulta el parentesco del Tercer acto con la escenografía de El caballero de Olmedo —el bosque, la noche, la sombra— por no referirnos ya al tema de la honra que tantas obras clásicas de nuestro teatro ha vertebrado. Pero no limitemos referencias y modelos a nuestra literatura: se han señalado, por ejemplo, concomitancias con Shakespeare y, más cercanas, con Jinetes hacia el mar, de Synge, que pudo leer en la versión de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez. Ni cabe contraer la mirada al ámbito literario: desde un planteamiento de teatralidad integradora, Federico capta e incorpora a BODAS DE SANGRE elementos del simbolismo cromático del modernismo, objetos de la mitología erótica universal y otros elementos provenientes de la pintura y del mundo de las canciones populares.
Con todo ello configura un espectáculo vivo donde se funden realidad y símbolo, historia y mito en el que el espectador es irresistiblemente atraído a la comunión en el destino universal de la tragedia.
FERNANDO LÁZARO CARRETER
de la Real Academia Española de la Lengua