El tono es al lenguaje lo que el miedo es a la vida. Como canta Rosana, «sin miedo lo malo se nos va volviendo bueno»; y así sucede con algunos insultos. Es pura magia. Si eliminamos la entonación pendenciera y los pronunciamos sin miedo y con una gran sonrisa, algunos de los más ásperos improperios mutan en elogios incluso sin conocer el contexto. Tanto que, al recibirlos, solo cabe una réplica de gratitud.
Para ello se precisa que en los siguientes ejemplos marques su lectura con agresividad la primera vez, y hagas una segunda lectura con amabilidad y mucha alegría. Por favor, baja el volumen de tu voz si estás en compañía. En caso contrario, no nos hacemos responsables de los daños y perjuicios que ocasionen tus palabras. Y empezamos:
Pronuncia con belicosidad: «¡Eres un cabrón!». Te podrían responder: «Y eso que no soy de tu familia, porque cada generación os superáis, y tu tatarabuelo ya lo era cien veces más que yo». Ahora, repítelo, pero con el tono más amable y jocoso posible: «¡Eres un cabrón!». Te podrían responder: «La verdad es que tengo mucha suerte, y tú siempre te alegras por todo lo bueno que me pasa».
Más ejemplos para practicar: «¡Qué hijoputa!», «¡qué maricón!»… Y con otros mucho más suaves que se intercambian algunos tortolitos y que suelen acompañar de una palmadita de complicidad: «¡Qué tonto eres!», «¡qué malo eres!»… Rogamos que este último nunca vaya acompañado de «en la cama». ¡Ni en broma, por favor!
Este capítulo tiene más contraindicaciones: no se debe practicar con aquellos insultos que permanecen inalterables sea cual sea el tono empleado. No nos hacemos responsables de que tu jefe o tu amiga dejen de serlo si les dices, aunque sea con la mejor de tus sonrisas, «¡qué pusilánime!», «¡qué rastrero!», «¡qué putero es tu marido!»…