Introducción

«El insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe».

DIÓGENES DE SINOPE

Es lo más parecido al gruñido, al ladrido que nos queda de nuestra animalidad. El insulto es lo más atávico del lenguaje. Ni siquiera la capacidad del habla es necesaria para insultar; las malas palabras residen en la parte más primitiva del cerebro, y por ello algunos pacientes, a pesar de haber perdido la facultad de comunicarse, son capaces de proferir insultos, como así lo demuestran los estudios del psicólogo cognitivo de la Universidad de Harvard, Steven Pinker. La estrategia verbal y gestual de la ofensa es una parte no reconocida de la retórica que, paradójicamente, hunde sus raíces en nuestro cerebro de reptil, el más antiguo de todos.

En este libro no encontrarás un tratado al uso sobre palabras malsonantes. Hallarás insultos, afrentas, sentencias, actitudes, gestos y todo aquello que forma parte del lenguaje del agravio, el que se escupe con el propósito de lacerar y humillar al contrario. En esta obra, que recopila más de 2000 denuestos, cabe casi todo: el insulto delicatesen recubierto de la más fina y exquisita ironía, baldones literarios, términos moribundos, y la palabra o sentencia más gruesa, aquella que nace de las entrañas. En especial, se incluyen abundantes referencias sobre quienes hicieron del insulto un arte; de sus primeros y prestigiosos maestros, poetas latinos como Catulo; de quienes llegaron a superarlos, como Quevedo y Góngora; y de escritores posteriores, como Borges o Cela.

He de reconocer que no he tenido pelos en la pluma; no me he dejado arrastrar por la fuerte corriente de lo políticamente correcto, ni por la tentación de la autocensura, porque, de haberlo hecho, habría perpetrado un hurto gazmoño de potentes referencias. Aquí, junto a los vituperios más sofisticados, caben insultos que vagan clandestinamente por el mundo de la oralidad y otros calificativos orillados en el habla común que conviven en esta biblia alternativa del insulto. Pido disculpas por anticipado a quienes pudieran sentirse ofendidos al leer alguno de los capítulos de este libro. En este caso, tomad y comed de la máxima que encabeza la introducción, que pertenece a Diógenes de Sinope, y pensad en el efecto bumerán que sacudirá a las oxidadas mentes que todavía forman parte de nuestra sociedad: los machistas, racistas, homófobos y otros muchos descastados.

Entrada en confesiones, debo admitir que, en un principio, no me sentía precisamente cómoda con la idea de escribir un libro de injurias, por mi tendencia innata a no escatimar en elogios —eso sí, solo con quien los merece— y porque detesto la violencia, incluida la verbal. Aunque mi delicadeza se torna aspereza cuando me mientan con mala baba a alguno de los míos; entonces, materialmente, me hierve la sangre. Creo que ningún pintamonas de cómic —que también tiene su capítulo— sería capaz de dibujar suficientes sapos y culebras, rayos y centellas, como para representar gráficamente mi sentimiento.

Pero volviendo a la primera sensación de incomodidad con la materia del libro, sumada al posible efecto sorpresa para alguno de mis distinguidos clientes, superé estas reticencias refugiada en el pensamiento de que no existe sobre la tierra un adulto, por distinguida que sea su cuna y vasta su cultura, que no haya hecho incursión en este denostado rincón del lenguaje. Nadie está libre de haber lanzado la primera piedra del insulto, ni de haber soportado algún fardo, pesado o ligero, de ultrajes a lo largo de su existencia. Además, aunque se trata de un campo tabú de la semántica, despierta mucho interés, aunque todavía no tanto como el sexo. (Nota para mi queridísima editora: no tomes nota, no pretendo darte ideas). Luego, como la duda y yo somos incompatibles, me puse pluma a la obra en cuestión de horas.

Y es que hay mordiente de sobra. Todo sirve al ánimo fagocitador y omnívoro del que desea vejar: los animales, los insectos, las plantas, los topónimos, el cuerpo y sus partes menos expuestas. La historia, la religión, los gentilicios y hasta los objetos inertes, desde el simple mendrugo de pan a la piedra que rueda en el camino, valen de pretexto. Incluso los números sirven al propósito de zaherir al otro, como bien saben los chinos, cultura proclive al insulto numérico. El injurioso trata de dar donde más duele, ahí mismo, y así apunta al corazón de la hombría, de la honestidad, de la inteligencia y hasta de la belleza para ponerla en cuestión. En esta obra todos estos recursos se desmenuzan y los ofensores quedan retratados, incluidos los insufribles bordes, que reciben de la etimología su castigo: el término burdus, procedente del latín tardío, significaba ‘bastardo’; si bien, reconozco debilidad por un borde, eso sí, de ficción.

Esta obra bebe de ofensas halladas en aguas tan cristalinas como las de la Santa Biblia y de las cloacas de algunos tugurios de mala muerte. Hay perlas recolectadas en las mullidas alfombras del mundo empresarial y en el argot salido del talego. La inspiración se ha buscado en cualquier esquina: en mi admirada película Pulp Fiction; en los suculentos platos servidos —algunos según la leyenda— por los chefs 3 estrellas del insulto como Maquiavelo, Wilde o Churchill; y, por supuesto, en mi círculo más íntimo: mi tribu.

¿Por qué no decirlo?: he querido incluir algunas invectivas bastardas nacidas de la mala sangre de los hostiles, de los agitadores, de los profesionales itinerantes de la trifulca y, sobre todo, de los activistas de salón que braman bajo el anonimato que proporciona internet. Para conocer los resortes que mueven tanta mala baba he recurrido, además de a la etimología, a la psicología y a la filosofía. La envidia —más que un pecado, un vicio muy español— y la ignorancia que vilipendia, sobre todo, a quien es diferente, se convierten en el potente motor que mueve la ofensa más cruel y colérica, en ocasiones, oculta bajo los ropajes de la retranca y la chanza. Como decía el genial irlandés Oscar Wilde del buen mediocre: «Como no fue genial, no tuvo enemigos».

Admito que en las siguientes páginas ofrecemos una potente munición altamente peligrosa si cae en manos de los malditos de verdad, aquellos que albergan la maldad en su corazón. De haber alguno en la sala, puedes dedicarle el título de nuestra obra: Eso lo será tu madre; sin ánimo alguno de ofender a quien lo parió, sino para despertar en él, si es que le queda, algo de humanidad; y, si nada le perturba, para que sea consciente de que ha perdido toda sensibilidad o la capacidad de amar a su madre (para mí la mía representa lo más sagrado). Para relajar tensiones, y que conste en acta, «eso lo será tu madre» también debiera servir para responder a lisonjas. No es improperio alguno, es la réplica a lo que te regalen o te arrojen.

Todo vale para insultar y, como en el resto del lenguaje, esta habitación del diccionario se ha ido ampliando con el tiempo. La propia palabra insulto es un cultismo del siglo xv que originariamente significó «acometimiento violento o improviso para hacer daño» o «el daño ocasionado». Solo a principios del xix, la RAE modificó la definición por la de «ofensa a alguno provocándole e irritándole con palabras o acciones». Antes de que se generalizara el término insulto se utilizaba el delicioso denuesto, que hoy se antoja arcaico.

Nuestra lengua es probablemente una de las más ricas y densas en denuestos. El problema es que ese arsenal ofensivo muchas veces se convierte en pólvora mojada en la ­memoria de nuestros mayores o está confinada en los diccionarios y sesudos tratados que son poco consultados. Desafortunadamente, la influencia de la cultura estadounidense y el recurso a la traducción simplificadora, que se limita a encontrar pareja a los cuatro insultos que manejan los personajes de las películas de Hollywood (los consabidos bastard y asshole, normalmente trasladados como ‘cabrón’ o ‘cabronazo’ y ‘gilipollas’, respectivamente) está llevando a que muchos especímenes del rico acervo injurioso del español se encuentren en vías de extinción. Aunque he de confesar que me deleito con la también confesión de George Clooney: «Puedo ser un cabrón, pero no un puto cabrón», en la película Abierto hasta en el amanecer (escrita por Quentin Tarantino).

Nunca dije que fuera de pura raza; quienes bien me conocen saben que amo la mezcla, pero la buena mezcla, la que ensancha el alma y amplía las lindes del cerebro.

Tal vez, también por eso escribo libros en español, la lengua común de más de 500 millones de personas, y no los reduzco al castellano con el que se comunican los alrededor de 46 millones de habitantes de España. En este libro viven improperios de distintos países de Latinoamérica y otras palabras que varían su significado según el país, la ciudad, el barrio y, casi, el grupo de amigos. No ha sido cuestión salomónica, sino el criterio personal, lo que nos ha decidido a optar por un significado concreto en un elevado número de palabras polisémicas. Por eso es más que probable que algún lector pudiera observar insultos que tengan un alcance distinto para él del que aquí se registra, ya que no he querido desterrar las palabras y las acepciones que no están incluidas en el Diccionario de la Real Academia Española. Las puertas se han abierto para todos y aquí están representados hispanohablantes de, entre otros países, Colombia, México, Argentina, Bolivia, Chile, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay, Venezuela... Va otra confidencia: prometo haberlo intentado, pero me declaro inútil en el manejo de los albures que practican los mexicanos con la palabra chingar, y que nada tienen que ver con el significado que le otorgamos los españoles.

Y es que el ingenio popular o personal hace incluso suyas las neutras palabras descriptivas del diccionario para, en nuevo contexto y afiladas por la descontextualización, convertirlas en artefactos verbales de alto poder injurioso. Ocurre de modo especial con las sentencias que hieren como cuchillos solo cuando proceden del bando amigo, del más íntimo (se incluyen varios capítulos en primera persona). Pero es que también se puede ofender con el silencio, con los gestos e incluso con la vestimenta, porque en el ambiguo mundo del agravio no respetar el dress code (perdón por el anglicismo) puede ser el peor vituperio code.

Antes de finalizar, quiero dar las gracias a todos nuestros lectores y, de modo especial a los más fieles, a los que ya conocen Las 101 cagadas del español. El éxito del anterior libro en España —del que hubo que imprimir una segunda edición en poco más de un mes—, y reeditado en Colombia bajo el título Las 101 embarradas del español —también con una segunda edición—, me condujo a lo que hoy es un nuevo libro sobre el lenguaje, aunque desviado por la carretera secundaria de la ofensa.

Decidí repetir la fórmula, movida por la magnífica experiencia. El nuevo trabajo también está compuesto por capítulos cortos, entretenidos y no exentos de ironía. Y como homenaje a la anterior obra, además de algún guiño que el fiel lector descubrirá con facilidad, se divide en 101 capítulos. Decidí, además, que estas páginas no estuvieran escritas solo por mí, sino que colaborasen profesionales a los que me une, además de complicidad, la misma pasión: el amor por el lenguaje, nuestra principal herramienta de trabajo.

Nuestro laboratorio de ideas donde se han cocinado las ofensas que aquí traemos —nuestra Agencia de Comunicación y mi propia casa— se asemejaba al de un científico loco. Tras nuestra puerta, podían escucharse estruendosas carcajadas cuando lográbamos la fórmula magistral de las piezas que componen el reverso tenebroso del lenguaje. Tal vez nuestros vecinos hoy empiecen a comprender que no padecíamos el síndrome de Tourette, dolencia que también merece un capítulo.

Valga una anécdota. Imagíname, lector, en un taxi dando indicaciones por teléfono: «Por favor, que el capítulo del cipote vaya después del de los fantoches y próximo al de puta». El conductor fue incapaz de retirar sus ojos del retrovisor para observar incrédulo, una y otra vez, a esa mujer que portaba un pulcro traje de chaqueta y que él hubiera jurado que se dedicaba a alguna actividad muy seria. Pero los pequeños aprietos forman parte del desternillante anecdotario y del enorme placer que ha supuesto escribir esta peculiar y querida obra.

Para compensar un insulto hacen falta, al menos, cinco piropos. Quedo, por tanto, en deuda impagable: debo 10.000 ditirambos. Comienzo ya. Te doy 10.000 veces las gracias por leer este libro y por las preciosas muestras de afecto que he recibido con motivo del anterior.

Querido lector: disfruta, aunque no prometo que te re­­lajes.

María Irazusta
Socia directora de Irazusta Comunicación