15 de junio de 1614
El mar se rompe con la embestida pesarosa de la nao más grande. Tras sus veinte metros de eslora le siguen otras dos algo más chicas, pero igual de abarrotadas de villanos, soldados, cabras y carga de venta y suministro que descansa bajo llave en la bodega. Lo menos preciado, la chusma, se protege como puede del sol caribe hacinados en cubierta, donde han comido, vomitado, orinado, vivido y yacido desde hace treinta y nueve días. En lo alto del palo mayor, donde no huele a humanidad, observa la lejana orilla el soldado Simón Lobato. Para no haber subido a un barco en sus veinticinco años, se maneja bastante bien entre botavaras y velámenes. El vigía se descuelga cerca de él.
—¡Soñador! Deja de mirar la costa y acércame aquel cabo…
Simón le mira como saliendo, efectivamente, de la modorra.
—¿Es eso ya La Ciénaga?
—No. Es Santa Marta. Esta tarde nos tocará deshuevarnos descargando media bodega. El capitán negociará por la noche con los mercaderes y mañana cargaremos otra nueva mercancía para vender en tu ansiada San Sebastián de la Ciénaga, y así pagar nuestro salario. Conque disfruta, que a la compañía no le toca este tajo…
—Seguro que a mi sargento se le ocurre algo para tenerme ocupado.
—Así al menos no soltarás la lengua a paseo. Nunca había visto soldado más insolente.
—En mala hora entré en el ejército. No estoy hecho yo para recibir órdenes.
—Un poco tarde para darse cuenta, gurriato.
—¿Cómo iba a pagarme el viaje si no? Pero, bah, duraré poco.
—Como que es tan fácil desertar.
—He oído que la colonia de La Ciénaga responde a su nombre, que la ley no existe y gobierna la molicie… Justo lo que yo necesito, vamos.
—Te aseguro que es así. Yo he estado allí dos veces, y no paso del muelle si se hace la noche. Durante el día lo que da miedo es la cantidad ingente de almas que inundan el puerto y el arrabal. Indios, mestizos, negros… Puaj, hasta pasar la muralla no cesa el hedor a salvaje. Al menos dentro hay algo parecido a la madre patria, en las casas y en las caras de la gente. Pero aun así yo no me fiaría de ninguno más que de los indios que hay al otro lado de la fortaleza. Todos dicen ser hidalgos y generales y damas de alta alcurnia, pero antes perdía yo esta fila de dientes de puro viejo que encontrar a uno de esos libre de pecado.
Simón sonríe encantado. Lo dicho, se va a encontrar como en casa, si es que alguna vez tuvo una. El vigía comienza a descender arrastrando el cabo, pero se encarama de nuevo con aire de confidencia.
—Eso sí, si tienes cuartos… dentro de la muralla está el mejor putiferio de todo el Caribe. Todas españolas, de carnes prietas y bravas en el catre.
—¿Y si no?
—Si no… afuera en el arrabal tendrás todos los culos indios que quieras por un mendrugo de pan. ¿Has probado alguna vez una salvaje?
Simón niega.
—Valen lo que el mendrugo de pan… A menos que tengas mucha hambre.
El vigía baja riendo. Simón le sigue con la mirada y deja caer sus ojos sobre el puente de mando. Allí el capitán atiende a su timonel, que intercambia banderas de colores hablando con los otros barcos. A la sombra masca una astilla el simpático de su sargento. Afortunadamente, no le tiene a la vista ahora mismo. Un poco más allá pasea nervioso el viejo franciscano. Solo hay dos camarotes en la nao. Uno lo ocupa el capitán, y el otro este religioso que apenas ha cruzado palabra con nadie en todo el viaje. Dicen que trae un tesoro de su orden en un arcón gigante que cargaron en Huelva. Como quiera que sea, nadie ha podido verlo en la travesía, pues el viejo no se aleja de la puerta más de cinco metros. Almuerza, caga y mea dentro de su aposento, el jodío; con lo bien que le vendría a Simón una visita a esos tesoros antes de llegar a su destino…
El sargento ha abandonado su sombrajo y se acerca a la barandilla. Desde allí su mirada se cruza con Simón Lobato. Con una sonrisita de cabrón le hace señas para que baje. Por qué me habrá tocado a mí semejante macandón, piensa desde la botavara.
* * *
El sargento sortea las otras lanchas amarradas intentando mantener la dignidad en la proa de la suya. El puerto de Santa Marta tiene bastante trasiego, y antes de que caiga la noche todos los pescadores intentan cerrar tratos y vender lo sobrante, aunque sea casi regalado. Desde que las naos amarraron a mediodía no ha dejado de haber movimiento alrededor de ellas, y el sargento ha buscado la menor excusa para bajar con una patrulla a tierra firme. Y nada más llegar a capitanía le cae este embrollo y tienen que volver a bordo. Mira hacia atrás y se fija en el ridículo pasajero que transportan, que permanece inmóvil rodeado de sus soldados. Una capa le cubre totalmente la cabeza, como si quisiera mantener el incógnito. En el culo del mundo, y temiendo que le reconozcan. Los hay tontos y tontos. La cara está completamente oculta, pero la ropa sencilla y oscura y el pequeño crucifijo al cuello no dejan lugar a dudas. Jesuita, masculla para sí el sargento. Me apuesto el cuello.
La lancha llega por fin bajo la nao, donde Simón dormita en la barandilla como un lagarto.
—¡Eh, tú, Lobato! Despierta y tíranos un cabo.
Simón se despereza y obedece. El sargento alcanza la maroma y Simón pega un tirón para acercar la lancha, con tal fuerza que el bote golpea el casco y el sargento cae hacia atrás sobre el regazo de su pasajero. Entre azorado y furioso, patalea ridículamente para incorporarse, tirando a un remero al agua y agarrando del culo a otro. No sabe si pedir perdón al jesuita o lanzar un juramento a Simón Lobato, que jala la cuerda con insistencia disfrutando del momento. Se diría que incluso tira del cabo a voluntad cada vez que el sargento es capaz de alcanzar la verticalidad, haciéndolo caer de nuevo como un juguete de trapo.
—¡Simón Lobato, te aseguro que vas a fregar la chatarra de toda la compañía los próximos dos años! ¡Jala firme esa cuerda de una santa vez!
—Os juro que hago todo lo que puedo. Pero dejad de moveros o tiraréis a todo el pasaje al agua.
—¡Cuidado con los caimanes, que les gusta la carne blanca! —gritan desde una balsa vecina, cargada de pescado. Un marinero en cubierta se acerca a ayudar a Simón, pero este le aparta.
—¿Quieres ver al sargento en remojo? —dice discreto.
—No te atreverás.
—¿Qué te apuestas?
—Mi salario contra tu castigo.
—Hace.
Simón pega un último tirón y se oye un pesado chapuzón en el agua.
—¡Simón Lobato, dormirás en el calabozo el resto de tus días!
* * *
Simón Lobato limpia el moho de una armadura con afán. Una sonrisa se dibuja su rostro mientras abre su mano para contar de nuevo las monedas del marinero. Después mira a su sargento, quien, remojado y apurado, se afana en colocar un sombrajo para el jesuita en el puente. Tres soldados acercan sus petos donde Simón.
—¿Adónde vais, mochuelos? La criada de la compañía ha cerrado ya el puesto.
—Lo siento, querida —dice el primero de los soldados soltando el peto a sus pies—, pero el sargento dice que debemos presentarnos en La Ciénaga en perfecto orden de revista. Y mi armadura está echada a perder.
—Te haría limpiarla con la lengua si yo fuera el sargento —masculla Simón mientras ordena las armaduras a su lado—, y no ese gordo mamón que pelotea al cura.
—Chist, no te oigan. Ese es un tipo importante.
—¿Por eso va escondido con la capa?
—No, eso es por el sol. Parece que le da dolores de cabeza.
—Qué sensible. Por eso está el gordo pilo poniéndole la sombrilla.
—En Santa Marta nos han dicho que le llaman Páter Penumbra, por aquello de estar siempre a oscuras.
—… Y por lo cabrón que es, también.
—¿Y eso?
—Es mensajero del Consejo de Indias. ¿No veis el cartapacio que lleva colgando? Ahí debe de haber unas cuantas condenas de muerte.
—Estos tipos traen mal fario en un barco.
—Para empezar nos toca irnos solos hasta San Sebastián de la Ciénaga. Las otras naos traen averías y deben quedarse a repostar.
—¿Y por qué no las esperamos?
—Por el Páter Penumbra, tontonazo. Tiene prisa por llegar y desde puerto nos ordenan zarpar cuanto antes para trasladarle. Al sargento le han confiado personalmente su seguridad.
—A saber qué lleva en ese bolso…
Todos quedan mudos un instante mirando al siniestro sacerdote. Simón vuelve a frotar ruidosamente las armaduras.
—Por mis pelotas que antes de la noche averiguo la misión de ese pájaro.
Los soldados vuelven su mirada hacia Simón.
—Ya estamos.
—No te lo crees ni tú.
Simón les mira con sonrisa picarona. Todos sois iguales.
—¿Qué os apostáis?
* * *
San Sebastián de la Ciénaga resiste empecinadamente el empuje del manglar y la montaña en medio de una bahía cerrada y de difícil acceso en los días de mala mar. Una muralla rodea la ciudad como una apretada faja, creciéndole alrededor enormes faldones de casuchas apelotonadas que vierten en el puerto. Alejándose del mar con altivez desafiante, la verde planicie del valle da la espalda a la ciudad, moteada de haciendas, surcada de plantaciones, rota por carreteras, muriendo a los pies de la montaña abrupta que impone su ley enmarañada de selva confusa, como una frontera salvaje dispuesta a invadirlo todo de un momento a otro.
Nadie recuerda a quién se le ocurrió construir aquí un asentamiento. Quizá fueron esas leyendas que cuentan de un tesoro inmenso de los indios o simplemente la loca determinación de otro iluminado en busca de grandeza metiéndose cegado en un fango. Fuera lo que fuese, es un lugar nauseabundo, aunque sea visto desde lejos, desde lo alto de la montaña, adonde acaban de llegar el capitán Juan Trujillo y su compañía.
—Llega hasta aquí el olor a podrido del manglar.
—O será la mierda que suelta toda la canalla de ahí abajo.
—Fijaos, parece que vive más gente fuera de la muralla que dentro.
—He oído que hay más proscritos en esta bahía que en todo el reino de España.
—Los piratas por mar y los indios por la montaña… Mal sitio para un asedio.
—A mí me han dicho que cada cierto tiempo pasan a cuchillo al escuadrón al mando. Y esta vez nos toca a nosotros…
—Y yo no hago más que escuchar a viejas orinándose las faldas —resopla el capitán con hartazgo sin mirar a su tropa—. El que quiera volverse, ya puede recoger sus cagarros y echarse al monte de nuevo hasta Ciudad de Panamá.
Por mucho que proteste, Trujillo piensa igual que sus soldados: él no se merece un castigo como este. De los miles de destinos que podrían tocarle en las Indias, el Señor, en su divina gracia, le manda la penitencia de venir a este lugar olvidado del reino, donde no habrá méritos para su carrera ni botín para sus muchachos. ¿De dónde va a sacar motivos para que mueran a sus órdenes? Su destino estaba en La Española, construyendo una nueva fortaleza para defensa contra el inglés. A punto de embarcar llegó esa absurda carta de ayuda del corregidor de La Ciénaga y quién mejor que el viejo Juan Trujillo para poner en fila a esa corte de delincuentes. Es cierto que su fama le precede. Ha cortado de raíz insurrecciones, levantamientos, ataques de piratas y de indios a lo largo y ancho del Caribe durante quince años. Bien ganado se tenía el ascenso y la paz prometida construyendo un fuerte en La Española. Por una vez no fue una orden, sino un ruego por parte de sus superiores. Una última vez, dijeron; debemos mandar al mejor a terminar de una vez con ese tumor que lleva un siglo gangrenándose bajo las montañas. Lo que más le recontrajode es que aceptó cegado por esa estúpida hinchazón de orgullo adolescente que aún anida en su pecho, por muchas que sean ya las canas que rodean sus pezones. Está convencido de que su puesto en La Española estará ocupado cuando vuelva, si es que sale de este hoyo alguna vez. Alto, grandullón, melenudo, barbudo y ceñudo, Juan Trujillo mete miedo cuando escupe como ahora, con rabia, como para sacar de sí los pensamientos.
—El capitán tiene razón, chicos. No nos han llamado a nosotros por ser unas nenazas.
—Hemos prendido fuego a medio Caribe. ¿Quién tiene miedo de quién?
—¿Os acordáis de cuando secuestraron a la viuda del corregidor de Santa Cruz? No se me olvida la cara de susto del pirata franchute aquel cuando entramos gritando en su barco de madrugada.
—Jacinto el Mulo venía cantando una jota a la Virgen del Pilar. Los gabachos no entendían nada.
—Habíamos decapitado a ocho y todavía querían negociar el rescate. Hay que tenerlos de plomo…
Todos ríen. Trujillo respira aliviado. Menos mal que a esta banda no le hace falta mucha arenga para animarse. Se sienten inmortales después de años de triunfos. Cada uno tiene cien muescas en su espada igual que en la conciencia por tanto muerto que han dejado atrás. Y también un saco lleno de oro, amontonado a lo largo de los años de saqueo, sobre el que duermen cada noche soñando con un retiro en unas tierras de labranza. Quizá de vuelta en Castilla…
Las luces de los hogares se encienden abajo en la bahía. Está cayendo el sol y aún queda un buen trecho.
—Vamos, en marcha, pandilla de cotorras. Todavía nos pilla la tormenta.
En el horizonte, sobre el mar, brillan de cuando en cuando los relámpagos.
* * *
Simón Lobato recoge las monedas de manos de sus compañeros. Los cinco se protegen de las olas bajo el puente de proa, entre aperos y maromas. La nao zarpó con la carga aún sin colocar en la bodega, para salir a mar abierto antes de que cayera la noche. Ahora el contramaestre mira preocupado el horizonte iluminado por relámpagos. Quizá el viento a favor les lleve rápido hasta la bahía de La Ciénaga y empuje también lejos la tormenta.
—Os dije que lo conseguiría, hermanos. ¿Cómo habéis podido dudar de mí? —Simón se pavonea sacudiendo al más remolón—. Tú, no te escaquees, ¿dónde está tu soldada?
—La perdí en otra apuesta esta mañana. Te la doy mañana en tierra.
—De eso nada, chato. A ver, dame tu cuchillo, que me gusta.
—Es un recuerdo de mi abuelo.
—Se siente. Me acordaré yo de él cuando me pele una manzana.
—Ya tienes lo tuyo, Lobato. Ahora cuenta de una vez qué es lo que has averiguado del cura renegrido ese.
Simón sonríe. Se presentó voluntario al caer la tarde para ejercer de pinche de cocina. De hecho, tuvo que pagar al cocinero parte de lo ganado en su apuesta del mediodía para que le permitiese servir la cena de gerifaltes en la toldilla. El capitán del barco, el sargento, el franciscano del camarote y el misterioso Páter Penumbra brindarían allá arriba mientras se iniciaban las maniobras de desamarre en Santa Marta. El viejo franciscano acudió a regañadientes, se ve que no estaba acostumbrado a compartir manjares tan voluptuosos como los que acababan de cargar en puerto. Se le vio incómodo durante toda la comida, ocupando un extremo de la mesa para no participar demasiado en la conversación. Pero era inevitable. Páter Penumbra, pequeñajo, avinagrado, picado de viruela, estaba sentado frente a él y no le quitaba sus ojos de huevo de encima.
—Fray Diego Ramírez, qué excelsa voz pierde Salamanca con vuestra partida —le espetó el jesuita nada más encontrarse en la toldilla—. He leído todos vuestros Comentarios filosóficos. ¿Por qué nos dejáis huérfanos de vuestro saber para venir a estas tierras?
—No sería digno hijo de Francisco si no destinara algunos de mis días a los pobres de la Tierra. Me avergüenza que conozcáis mis obras y mi nombre y sea yo ignorante del vuestro.
—Fiz de Talaván, a vuestro servicio y al de la Compañía de Jesús, Dios la bendiga.
A fray Diego se le heló el gesto al oír el nombre del jesuita, y aunque mantuvo la compostura, anduvo taciturno toda la velada. Simón Lobato se percató de ello mientras servía las viandas y haraganeaba para pescar lo más posible de la conversación.
—Tengo el honor y el privilegio de servir al Consejo de Indias y a su majestad como humilde mensajero. Hay ciertos documentos que el Consejo prefiere que sean entregados en mano a los corregidores de las colonias. Agradezco al Señor ser digno de confianza para esta tarea.
—Allá en Toledo había un Talaván jesuita en la plaza de la Cruz Verde —consignó el capitán despreocupadamente. Fray Diego redobló su atención—. ¿No seréis vos familiar?
El padre Fiz sonrió con indulgencia.
—Ya veis, fray Diego, como a mí también la fama me precede. Soy yo mismo, capitán, el Talaván al que usted se refiere. Y sí, también sirvo a la Suprema.
Una oleada de aire frío recorrió la toldilla, quién sabe si por la tormenta venidera o por la noticia de Páter Penumbra. El franciscano abrió la boca por primera vez:
—¿Y qué trae por aquí a la Inquisición española, padre? Que yo sepa, Nueva España tiene ya su tribunal.
—Decís bien, fray Diego. Pero los pecadores son libres de recorrer el ancho mundo. ¿No os parece una injusticia que los alguaciles de la virtud no puedan hacerlo?
—Nadie escapa a la mirada del Señor —dijo sombríamente el franciscano.
—De eso podéis estar seguro. Son muchos los herejes que viajan a las Indias huyendo de la «mirada» de Dios.
—¿Sois pues un cazador de herejes, padre Fiz? —El capitán parecía divertido en su curiosidad.
—Solo busco a quien pecó en Castilla y en Castilla ha de ser juzgado.
—Cuántas molestias se toma el Santo Oficio por enderezar almas.
—Los que se alejan del camino de la salvación deberían saber que por lejos que se escondan nunca podrán escapar. Por ejemplo, en este zurrón llevo una orden de busca y captura que…
Simón sonrió para sí, exultante. Echó cuentas de lo que iba a ganar esa noche de una tacada, en cuanto contara todos estos chismes. En cambio, el franciscano se echó atrás en su asiento, sombrío. Fiz de Talaván clavó sus codos, inquisitivo, sobre la mesa.
—¿Conocéis a doña Juana de Alcántara, fray Diego?
—¿La marquesa? Sí.
—Fue alumna vuestra, he oído decir. Hay quien cuenta que vestía como un muchacho para acudir a vuestras clases.
Todos miraron al franciscano, que movió la cabeza afirmando silencioso.
—Hay mujeres que necesitan más collares que un perro para atarlas quietas —se atrevió a decir el sargento—. Ingeniosa hembra esta de que habláis.
—No saldréis de vuestro asombro. Es una mujer enferma de soberbia que no solo se ha atrevido a desafiar las limitaciones de su sexo estudiando, sino que incluso ha publicado libelos que bajo la excusa científica y humanista no son más que exaltaciones al ateísmo.
—Santo Dios.
—No hay leyes suficientes que nos protejan de las mujeres. —El capitán y el sargento hacían lo posible para dejar clara su postura, haciendo más notorio el silencio del franciscano.
—¿Vos los habéis leído, fray Diego?
—No lo recuerdo.
—Pero sabréis sin duda que fue denunciada por ellos y arrestada a la espera de juicio.
—Algo había oído.
—Lo que quizá desconozcáis es que se ha dado a la fuga.
El asombro cundió por la mesa. Fray Diego Ramírez parecía desear que cayera un rayo sobre cubierta para que todo aquello terminara de una vez.
—Dejadme adivinar —sugirió el capitán—, vos creéis que la dama ha escapado a estas tierras.
—Así es, mi capitán. La marquesa fue capturada en Cádiz y confinada en el castillo de Sancti Geni, donde iba a ser juzgada. Pero antes de que llegara el Santo Tribunal —el jesuita esbozó un soplido en el aire— desapareció mágicamente.
—Una prueba fehaciente de brujería —aseveró el sargento.
—Más bien una prueba del poder y las amistades que es capaz de remover esta pecadora. Estamos seguros de que tuvo ayuda exterior. Pero aún no nos explicamos cómo consiguió salir del castillo. Pensamos que cruzó la bahía hasta Huelva y embarcó hacia las Indias en algún momento de los últimos tres meses.
—Es un caso excepcional, sin duda.
—Y ejemplarizante. Si devolvemos a esta mujer ante el Santo Tribunal, en España, no solo mantendremos estas tierras vírgenes de herejías, sino que convenceremos al mundo de que no hay pensamientos posibles que escapen…
—… a la mirada de Dios —concluyó fray Diego.
—Alabado sea.
—Y en ese momento sonrió como si acabara de ganar una mano de cartas. No os podéis imaginar cuán siniestra es esa sonrisa en semejante cara de vinagre. —Simón Lobato termina su relato chupeteando una presa de carne que ha robado de las sobras. Los soldados se estremecen imaginando al Páter Penumbra en la toldilla—. Tomaron vino y frutas enormes de formas y colores imposibles. El sargento no se privó de nada, el cabrón; pero os aseguro que el franciscano apenas probó bocado.
—¿No dices que conocía a la bruja aquella? Yo también estaría acojonado.
—El jesuita le invitó a recordar a alguna de las amistades universitarias de la hereje; o le preguntaba: «¿Cómo os imagináis que se fugó?». Amigos, yo he estado ocho veces en el calabozo, pero os juro que nunca me han apretado de esa forma.
—Aun así, el viejo no soltó prenda…
—Mirad, por ahí va, más blanco que un cirio.
Los soldados miran hacia el puente bajo la toldilla. Fray Diego acaba de bajar las escaleras y se dirige a su camarote tras despedirse del capitán y del padre Fiz. Desaparece tras la puerta sin apenas dejar ver lo que hay en el interior. Simón mira con aire felino.
—¿Qué guardará el viejo ahí dentro? —deja caer para ver el efecto que produce en sus compañeros.
El más avezado se levanta rápidamente:
—Para el carro, Simón; a mí no me sacas más los cuartos.
* * *
Fray Diego Ramírez enciende una mecha en la oscuridad de su camarote. De techos bajos y abarrotada de arcones, aperos y libros, apenas queda sitio para el catre encajonado entre tablas y una pequeña mesa anclada al suelo. El viejo abre la lámpara para prender la vela refugiada en el interior, pero no acaba de acertar.
—Parece que os cuesta encender la vela, padre. —Se diría que la chispa que viene y va es la que trae este susurro desde el fondo de la estancia.
—La nao se mueve como un demonio. Y baja la voz, insensata, que no está el horno para bollos.
—Será más bien que os tiembla el pulso. Deberíais dejarme probar a mí.
Como una imagen espectral surge de entre los arcones la figura de una mujer delgada y de duras facciones rematadas por una extraña nariz. El pelo sucio y las ropas arrugadas le dan un aspecto mayor que sus treinta y tantos años. Alarga la mano para arrebatar la chispa del fraile y pareciera que en ese momento el fantasma se tornara real. Al prender la llama, las sombras cambiantes marcan aún más los rasgos extremos de su nariz y pómulos. Sonríe como si fuera la primera vez que ve la luz ante sí.
—Ego sum lux mundi. —Cierra la lámpara y sopla la mecha en un rápido movimiento. El fraile saca de su manga unos trozos de pan y carne que deja sobre la mesa.
—Sigue poniendo en tu boca la palabra de Dios y seré yo mismo quien te denuncie al Santo Oficio.
La mujer se sienta a comer ávidamente los pedazos de comida.
—Ya gozo de ese honor. Y teniendo el infierno asegurado, me puedo permitir blasfemar a mi antojo.
—Juana de Alcántara, ¿tú sabes quién está en este barco viajando con nosotros a La Ciénaga?
—Claro que sí. Se os oía perfectamente a través de las maderas del techo.
—¿Has salido del arcón durante la velada? —El fraile se acerca a la puerta nerviosamente—. No sobreviviré a este viaje contigo.
—Eso lo lleváis diciendo desde que me enseñasteis latín a los doce años.
—Porque eras tan dura de mollera como ahora. Y si hubieras aprendido entonces a guardar tu lengua más a menudo, treinta años más tarde no estaríamos tú y yo metidos en este barco.
—Vamos, padrecito, si solo persiguieran a los lenguaraces, acabarían con medio imperio. Por mucho que se le llene la boca a este jesuita con mis herejías, lo que persiguen son mis rentas y mis terrenos. Y mientras no esté juzgada y condenada, no se pueden hacer con ellos.
—Vive Dios que están más cerca que nunca de conseguirlo.
—Ese Fiz de Talaván es un tarugo y ni se imagina que me tiene bajo sus pies. Os ha dado candela a vos porque os ha visto nervioso, no porque sospeche nada de mí. Llegaremos a San Sebastián mañana y desapareceré tan «mágicamente» como lo hice de Sancti Geni.
—Ya me dirás cómo, con este Mercurio alado revoloteando por la nao.
Juana se da golpecitos en el costado.
—Lo que no puede la Providencia lo consigue el metal dorado. Algo se me ocurrirá.
—La soberbia es pecado capital, señora mía. No deberías confiar tanto en tu suerte.
—Confío en mi inteligencia, que vos supisteis germinar en esta cabeza dura.
—Lo que sospecho es que ni en este lugar inmundo tendremos paz. Quizá debamos pensar en huir más lejos, partir por tierra hacia Nueva España…
—Hum. Qué maravilla, la carne fresca. Cómo la echaba de menos…
—Acaba ya y vete de nuevo al arcón. Creo que oigo pasos por aquí fuera…
—Será nuestro Páter Penumbra husmeando. —Se levanta riendo—. Les he oído el apodo a los soldados. Le viene que ni pintado. Adiós, padrecito, me vuelvo con mis piojos y garrapatas a repasar álgebra. Son alumnos muy insistentes. Me aguijonean con sus preguntas sin cesar…
Juana se acerca al fondo del camarote. Detrás de una pila de cofres y sacos, un arcón grande medio abierto espera para devorarla de nuevo en la oscuridad.
—Heme de vuelta, caballeros, me reúno de nuevo con vuesas mercedes…
Fray Diego espera a que el arcón la engulla para alejarse de la puerta. Verdaderamente ha sentido una respiración al otro lado y temía que llamaran de improviso. Apaga la vela como para conjurar el peligro y se tumba en el catre.
Afuera, al otro lado de la puerta, Simón despega su oreja. Simulando protegerse del viento, estaba pegado a la pared por si pillaba algo. No sabría decir si el viejo rezaba o chismorreaba con alguien. Sospecha que de este cuarto él va a sacar algún provecho. Ya veremos mañana.
* * *
Anochece sobre la bahía cuando Juan Trujillo y sus soldados llegan a las primeras casas del arrabal. Indios silenciosos sentados a la puerta de los bohíos, mezclados con animales y basura, con europeos de todo pelaje borrachos, dormidos, fumando, conspirando. Es un camino embarrado que lleva directo a la puerta de la muralla. Ya está cerrada a estas horas y solo se pasa con santo y seña. La compañía para ante la mano alzada del vigía de guardia, grasiento y desaliñado como todo lo que le rodea.
—No se pasa.
—¿Quién lo dice? —pregunta Lucas el Flecha, un jovencito insolente y delgado como su apodo, que se adelanta al grupo.
—Soldado, está hablando con un oficial. Lo primero es cuadrarse. Lo segundo, acatar. Las puertas están cerradas a la caída de la noche por orden del capitán de la colonia.
—¿Y quién es ese capitán?
—Muchacho, un respeto. El capitán murió hoy hace tres semanas. Pero aquí se acata su ley hasta que venga el siguiente. Y ahora mismo dile a tu jefe que…
—Mira, gordo pilón —le corta Lucas impaciente—, la ley no está detrás de esa puerta sino delante de tus narices, igual que tu nuevo capitán. ¿Quieres hablar con mi jefe? Ahora mismo le verás. Pero te recomiendo una cosa: ve abriendo esas puertas si no quieres que tu jefe y el mío se acuerden de tu nombre hasta el día de tu licencia.
El vigía ha ido mudando el color de su rostro hasta perder todo riego sanguíneo, más aún cuando ve acercarse otro caballo desde el grupo, esta vez con la enorme figura barbuda del capitán Trujillo.
—¿Quién es el que nos retrasa? ¿Sois vos?
—Oficial de guardia Cipriano de Écija, a su servicio, señor. —Se cuadra el vigía ante la voz vibrante del capitán.
—¿Cuánto llevas de guardia, oficial?
—Desde el amanecer, señor. Y vive Dios que ha sido una jornada dura.
—Pues estarás hasta el amanecer de mañana, para que practiques con todos los que lleguen unas mínimas normas de respeto. ¿Cuál es el santo y seña para hoy?
—«San Vito y San Modesto, a las fieras por tormento».
—Pues es lo primero que se pregunta. Abre esa puerta de una santa vez.
—A la orden, señor.
El aturullado vigía corre a vocear a sus acólitos para que abran. El capitán Trujillo y su compañía entran en la ciudad riendo alegremente.
Trujillo avanza por las calles sobrecogido por la gente que se esconde a su paso en las esquinas, por las casas a medio construir, intentando despegar de su piel el mal fario que parece supurar de las paredes.
Las callejuelas confluyen en la plaza porticada que recuerda, como en todas las colonias, a la vieja Castilla, donde aguarda la torre de la iglesia y su convento semiderruido, y enfrente, el sombrío cuartel que impone su presencia como un viejo animal herido. Nació casa señorial, mutó en breve monasterio y, de postre, acabó de almacén mohoso de las tropas permanentes de la ciudad, guardando en su interior un patio amplio de soportales y caballerizas, un sótano de calabozos, una nave para la soldadesca y, con la solemnidad ridícula de un hidalgo de pueblucho, el edificio del cabildo, con sus grandes balcones bostezando sueños de grandeza.
Dentro, en la sala de la segunda planta, el corregidor remueve con impaciencia la bola que decora el brazo derecho de su sillón. Lope Aguilar no recuerda ya cuánto tiempo hace que se despegó y gira alrededor del clavo que la sujeta. No sabría cómo concentrarse sin esa bola. Aun así, desde que el regidor Sancho Manosprietas ha comenzado a hablar, ha perdido el hilo de sus pensamientos.
—… No podemos asustar al nuevo capitán con historias sobrenaturales. Además, seguro que con la sola presencia de la nueva compañía, todo se tranquiliza en la colonia. —Manosprietas es fofo y calvo, nervioso y desconfiado. Intenta ir por delante del corregidor para asegurarse de que no piense de manera autónoma demasiado a menudo.
—Lo que no sé es por qué tenemos que traer a un extraño a que maneje nuestros asuntos —escupe Sabino Irrazu desde la ventana. El alguacil mayor tiene un aspecto tan adusto y pétreo como su forma de hablar.
—A ver si crees que en Panamá iban a admitir regalarnos esa cantidad de soldados sin traer a alguien al mando. Y menos con la fama que tenemos. —Manosprietas camina de un lado a otro recolocando los objetos.
—Bastante que no hayan revocado mis capitulaciones —añade el corregidor—. Tenemos que acabar con todo esto antes de que nos manden de vuelta a Castilla con un juicio sumarísimo.
—¿Alguien sabe quién es este Trujillo?
La voz proviene de la parte más oscura de la sala. La voz profunda del Oso resuena imponiéndose a los demás. Grande, incómodo con su cuerpo, se remueve en un sillón. Contrasta su voz lenta con una sucesión de tics impacientes, los del que nunca tiene que esperar por nadie. Sabino contesta sin moverse:
—Yo oí hablar de un Trujillo hace doce años en la revuelta de Amatique. Antes de comenzar la batalla azotó a doce de sus propios soldados por no tener los petos correctamente ajustados. Era el más estricto de todos y temido por ello. Hacía trabajar a los suyos las veinticuatro horas. Hasta el descanso estaba regulado. Al final del día, su escuadrón fue el único que no tuvo ninguna baja. Repartieron su botín y se fueron a dormir sin permitirse ni una gota de licor.
—¿Y cuál es su precio?
Todos miran al Oso. Este espera respuesta, retador.
—Todo el mundo tiene uno —remata con una sonrisa. Sabino le desprecia volviendo a mirar por la ventana.
—Si queréis, Osuna, preguntádselo vos mismo. Están entrando por la puerta.
Manosprietas se acerca veloz a la ventana. El portón del patio vomita el extenso conjunto de lanceros, caballos y armaduras en el interior. Frotando las manos, susurra a Sabino:
—Lo dicho: ni palabra de lo que ha pasado con tu hermano.
Trujillo descabalga y mira a su alrededor. Algunos soldados agrupados observan con gesto cansado a los recién llegados. Suciedad y dejadez por doquier. Cerca de las caballerizas, un soldado enjuto y con cara de niña trata infructuosamente de retener a una mujer joven que esperaba sentada en el suelo y que al ver cómo se abrían las puertas quería salir a la carrera. El soldadito cae entre patadas al barro y la mujer corre disparada. Es interceptada por Trujillo al vuelo, que la coge por la cintura alzándola solo con un brazo. La mujer se remueve incapaz como un molino rabioso.
—¡Suéltame, cerdo asqueroso! ¡No tienes derecho a agarrarme así, desgraciado!
—¡Soldado! —brama Trujillo, llamando al embarrado niñato—. ¿Quién es esta mujer?
El soldado se acerca limpiándose la mugre del suelo.
—Ella es… Todo el mundo la conoce, señor. Es Marina, la del burdel de la Bejarana.
—¿Una fulana en el cuartel? ¿No me dirás que estaba ejerciendo aquí dentro?
—Está arrestada, señor. Mordió al sargento Miquélez esta mañana.
—¡Y te morderé a ti también si no me sueltas, burro con bigotes! —grita la aludida, intentando librarse.
—Creo que he oído rebuznar en mi idioma por aquí…
Trujillo mira como buscando y cuando encuentra el culo de Marina atenazado por su brazo, comienza a sacudirle azotes ante la risa de la soldadesca.
—¡Mi culo no se toca, animal! ¡Te arrepentirás de esto, hideputa, bastardo, seas quien seas, te cortaré los dedos yo misma!
—¿Cómo te llamas, hijo? —pregunta Trujillo al embarrado soldado.
—Soldado de infantería Blas de Lepe, señor. Para servirle.
—¡Flecha! Ayuda a Blas de Lepe con esta mula. Ya que no hace más que dar coces, lo suyo es que la atéis ahí mismo, junto a los caballos.
Trujillo la arroja al suelo de un golpe. Lucas el Flecha se acerca, y junto a Blas, la llevan hasta una argolla de la pared.
Trujillo mira al cielo, desde donde caen las primeras gotas de una tormenta de las que prometen. Su mirada se dirige después a una ventana iluminada del edificio. Las siluetas de Sabino Irrazu y Sancho Manosprietas se recortan en el vano.
* * *
Los terribles golpes en la puerta hacen estremecer al franciscano. ¿Debe abrir o no darse por enterado?
Finalmente, contra los deseos del capitán del barco, el viento no fue tan rápido como la tormenta, y esta les alcanzó con la tierra ya a la vista. Metidos en un remolino de oleajes, el contramaestre se esfuerza por mantenerse lejos de la costa hasta que no pase lo más violento de los embistes, por temor a chocar contra los peligrosos salientes que apuntan en la estrecha entrada de la bahía.
Fray Diego Ramírez ha permanecido en el catre muerto de miedo desde entonces, aferrándose a los listones, rezando contra la furia del Señor, sin duda enfadado por las veces que Juana y él le han fallado y luchado contra sus designios. Juana, encerrada en su cofre, no ha podido evitar soltar algún quejido cada vez que los bultos golpeaban contra las paredes de la estancia. Al menos de esa forma fray Diego sabía que ella seguía viva. Igual que esa muchedumbre de desgraciados que gritaban en cubierta, sin que tuvieran forma de protegerse de la cólera de los cielos más que agarrándose entre ellos.
Y de repente, estos golpes en su puerta, conminándole a abrir; los gritos desde el exterior, dispuestos a tirar la puerta abajo; el temor a quien esté al otro lado; la desesperación por ocultar, mentir una vez más.
Finalmente, el franciscano se decide. Apoyándose en las vigas del techo llega hasta la portezuela y la abre. El padre Fiz, más Páter Penumbra que nunca, empapado y silueteado por los relámpagos, se dibuja en el hueco, acompañado del sargento.
—Hacednos sitio, fray Diego. Aquí fuera caeremos por la borda.
—Pero mirad, en este pequeño espacio no se cabe: está lleno de bultos.
—Pues los sacaremos fuera. Las vidas son el bien más preciado del jardín del Señor.
—Pero padre Fiz…
—No se hable más. —El sargento toma la palabra con celeridad asomándose a la barandilla—. ¡Eh, Lobato, ven aquí con otros dos y saca estos cofres!
Simón, resguardado bajo el puente, se resigna a su mala suerte. Cómo no iba a tocarle a él. Ya pensará en alguna venganza contra este baboso. Le hace una seña a otros dos a su lado, suben tambaleándose las escaleras y llegan casi a cuatro patas hasta la portezuela del camarote. Por fin puede Simón echar un ojo al interior del cuartucho y admirar los cofres amontonados.
—¡Vamos, sacad lo que podáis para hacer sitio! ¡Sobre todo aquel grande de la esquina!
—¡Ese arcón no, por Dios! —Fray Diego sufre mientras se agarra al quicio de la puerta para no caer—. Hay… hay una figura de San Francisco… muy valiosa…
—Que San Francisco nos perdone, padre, si salvamos el pescuezo.
Los soldados entran y sacan los primeros bultos sin miramientos, tirándolos al exterior. Simón se esfuerza con el arcón grande, arrastrándolo hasta el centro del camarote.
—Ayudad, mi sargento, que esto pesa como un muerto.
El sargento se acerca a tirar mientras Simón acude al otro lado, para empujar hacia fuera. Pero un nuevo bamboleo redobla el estirón del soldado tumbando el arcón y sepultando al sargento debajo. Al caer se oye un agudo grito que parece provenir del interior.
Todos quedan en silencio, extrañados. Un sonoro trueno se deja oír en el exterior.
—Por Dios santo, ¿qué ha sido eso? —pregunta el padre Fiz desde la puerta.
—Ha sido el sargento, al caerle encima el cofre —apunta fray Diego.
—Yo más bien diría que ha sido San Francisco. —El jesuita se abalanza al interior con un brillo en los ojos.
—Por lo que más quieran… Quítenme esto de encima… —gime el sargento, a quien nadie hace caso. Fiz de Talaván aparta al franciscano que manotea para evitar que aquel indague en las aperturas del arcón. No llevan candado, solo unos cierres a presión y un agujero redondo entre medio.
—Se ve que vuestra talla necesita respiradero, fray Diego. Abrid ese cierre, soldado.
El padre Fiz se afana con uno de los cierres mientras Simón, con curiosidad, lo hace con el que le cae cerca. Presionándolos a un lado, ambos se abren. El cura levanta la tapa con fiereza. Un gesto de excitación dibuja el rostro afilado cuando ve premiado su esfuerzo. Juana, acurrucada, se remueve para incorporarse y mirar de frente a su adversario.
—Fray Diego Ramírez, pagaréis por vuestros pecados —saborea el jesuita—. No sois digno de llevar los hábitos que cuelgan de vuestro sucio cuerpo.
Pero el viejo franciscano ya está de rodillas rezando desesperado. Qué estrambote, piensa Simón, mira que he visto cosas yo, pero que me empalen si me encuentro en otra como esta alguna vez.
—Fiz de Talaván, dejad a este pobre hombre, que no es culpable de nada, y llevadme a mí, ya que habéis tenido la enorme suerte de dar conmigo.
—No tengáis duda, mi querida señora. Desde ahora vuestro destino va unido al mío para siempre. Soldado, sacadla de ahí.
—Sí… por favor… —gime desesperado el sargento bajo el arcón.
Simón agarra como puede a la mujer sacándola del baúl. El sargento se libera levantándose dolorido. Mira alucinado a Juana.
—¿Esa es…?
—La hereje Juana de Alcántara. Habéis viajado con ella treinta días sin daros cuenta. Pero esta bruja ya no irá más lejos en su huida. Atadla a la barandilla del puente, no utilice su magia para desaparecer otra vez.
—¡Por Dios, no quieran mis ojos verlo! —El sargento se deja llevar por el pavor a la tormenta—. ¡Vamos, Lobato, sácala fuera!
—No seáis desconsiderado, padre —se burla Juana—. Agradecedme al menos que os dejo sitio a cubierto.
Simón sale con Juana al puente, donde jarrea sin compasión, y la ata como puede a la barandilla con las manos a la espalda, mientras los empujones de las olas a duras penas les mantienen en pie.
—Anda que así va el reino. A punto de hundirnos en el mar, y los jefes pensando en quemar a brujas.
—¿Tú no me tienes miedo, soldado?
—Llevo timando a pardillos con la baraja desde los doce años, señora. Si sois una bruja, yo soy el demonio con cuernos y rabo.
Juana no ha dejado de contemplar las olas con una mezcla de susto y excitación. Mira al camarote, donde el padre Fiz y el sargento se protegen de la tormenta. Vuelve sus ojos hacia Simón, como midiéndole el tamaño de su golfería.
—¿Y tampoco tienes miedo a morir?
—Ya resucitaré. Los demonios somos como los gatos. —Simón le sonríe antes de bajar a resguardarse.
—Soldado, tengo una oferta para ti… por si resucitas.
Simón mira esos ojos como fuego en un rostro tan disparejo. Picado, se acerca a revisar una vez más las ataduras. Juana le habla al oído:
—Bajo mi ropa, en el costado, tengo una bolsa llena de joyas y dinero. Libera mis manos y déjame lanzarme al mar, y todo será tuyo.
—Podría quitaros la bolsa sin necesidad de liberaros.
—Lo dudo. No podrás abrir el vestido si no me separas los brazos.
Simón sonríe. Este espanto de mujer tiene la mente despierta.
—Date prisa, muchacho. Si no, me ahogaré inmensamente rica.
—Vais a ahogaros de todas formas, pero como yo digo —Simón saca su cuchillo nuevo y corta las cuerdas de Juana—, cada uno con sus cadaunadas…
Simón corta después los lazos de la espalda del vestido y lo afloja para meter la mano en busca de la bolsa. Entonces se lanza hacia ellos la sombra alargada del padre Fiz desde el camarote, que ha visto a Juana moverse liberada. Esta se despoja del vestido con un rápido gesto.
—¿Pero qué haces, insensato? —grita el jesuita sujetando con furia a la mujer, como un animal salvaje. Pero ella estira su brazo para clavarle los dedos en ojos y boca. Tanto meneo impide a Simón meter mano en el costado de la dama, y los tres se tambalean como peleles en el puente, hasta que una embestida de las olas les empuja hacia la borda con tal fuerza que Simón siente sus costillas crujir al golpearse. Trata de sujetar a las dos fieras, pero se estremece al ver el rostro ensangrentado, excitado por la pelea, del cura agarrando a su presa. Ese segundo de flojera es vital, y Simón siente desvanecerse entre sus dedos la tela de la camisa de esa mujer extraña y desaparecer como absorbidos por el viento los dos cuerpos, jesuita y bruja, en la oscuridad de la lluvia. Simón se asoma a la barandilla viendo las dos cabezas pelear en el agua, y solo piensa en esas joyas que se pierden para siempre.
Desde abajo, el bamboleo agónico de las olas aleja rápidamente el barco, como parte de un mal sueño que se resiste a acabar. Un embudo gigante de espuma engulle a Juana de Alcántara y a Fiz de Talaván, agarrados el uno a la otra, como si fueran una sola persona.
* * *
El oficial de guardia Cipriano de Écija maldice su mala suerte mientras se envuelve en su capa para guarecerse de la lluvia. Ocho días sin tormenta, ocho, y tiene que caer la de Dios es Cristo justo el día que se topa con el nuevo capitán. Pasea por lo alto de la muralla adivinando por dónde pisa de relámpago en relámpago. Las antorchas se arruinaron en cuestión de segundos en cuanto comenzó el aguacero. Se metería en la garita a olvidarse de todo con un trago de aguardiente, pero teme que el tal Trujillo aparezca de nuevo para amargarle la existencia y le tenga de guardia el resto de sus días. A ver cuánto le dura la arrogancia al nuevo, masculla para sí. Este lugar acaba con los arrestos del más pintado. ¿Qué es aquello de ahí abajo?
Cipriano de Écija se queda clavado asomado al exterior. Le ha parecido ver una sombra en el camino, pero ahora la oscuridad invade de nuevo el horizonte. Le parecen interminables los segundos hasta el siguiente relámpago, aunque cuando este llega, lo hace sin avisar, y casi le coge desprevenido. Pero ahora puede estar seguro. En el camino hay una figura, alta, delgada, con los brazos extendidos. No tiene montura ni casco ni protección. En la mano derecha parece llevar un cuchillo.
—¿Quién va? ¡Quién va!
Pero la sombra delgada no contesta. Desde allí arriba solo acierta a escuchar un zumbido monótono, como si el fantasma del cuchillo canturreara una salmodia.
—Me cago en el capitán Trujillo…
El vigía se zambulle en las escaleras que bajan de la muralla. Por el camino pega voces para avisar a algún compañero, pero todos parecen haberse escondido bajo las piedras como los murciélagos. Se acerca al portón y abre el pequeño ventanuco enrejado para mirar de nuevo al exterior. Intenta adivinar la figura en la oscuridad cuando un nuevo relámpago le hace dar un respingo hacia atrás. La lánguida figura está más cerca de lo que él pensaba. No solo tiene un cuchillo curvo en las manos. Lleva la camisa manchada. No sabría decir si es barro o sangre.
Agarra una lanza con cierto nerviosismo y abre la cancela del pequeño portazgo. Sale al exterior apuntando al sucio fantasma.
—¡San Vito y San Modesto! ¿Me oyes, mastuerzo? ¡Santo y seña!
Pero el hombre sigue canturreando a lo suyo y se gira dándole la espalda. Comienza a caminar alejándose de la muralla. Se para, mira atrás y mueve la cabeza. Se diría que está pidiendo al vigía que le siga. Cipriano de Écija mira al portón, maldice por lo bajini ante la ausencia de compañeros y camina detrás del alucinado aparecido. Le parece que cada vez recita con voz más alta. El soldado apenas distingue al hombre entre la espesa cortina de lluvia y la oscuridad trufada de truenos. Respinga con una piedra y pierde la lanza. Se tumba al suelo nervioso a buscarla tanteando el barro sin ver nada.
—¡Eh! ¡Demonio con patas, párate! ¿Dónde estás, desgraciado? ¡Espera!
Un nuevo relámpago dibuja al aparecido justo delante de él, más cerca de lo que se ha atrevido nunca, tanto que ahora reconoce su cara. Cipriano de Écija cae hacia atrás asustado. El alucinado extiende de nuevo sus brazos con el cuchillo y entonces el vigía, desde el suelo, puede distinguir detrás del loco lo que este ha venido a enseñarle. También ahora entiende claramente su salmodia, que grita con voz cada vez más alta:
—¡Ignem veni mittere in terram!
* * *
Trujillo avanza deprisa con varios de sus soldados. Le despertaron con golpes en la puerta y desde el primer momento supo que pasaba algo malo. Ha aprendido a oler el peligro en la gente, como si excretaran miedo en lugar de sudor. Los que le llamaron intentaban mantener la hombría, pero sus miradas traían un aroma acre que reconoció enseguida. Tomó la espada y el peto de una esquina del cuarto, y a su paso por el patio del cuartel llamó a dos o tres de los suyos, que reconocieron su tono de voz y sus andares de cuando algo importante está pasando. Todos se dirigieron hacia el portón de la muralla que habían traspasado por primera vez aquella tarde.
La lluvia y el barro aderezan el camino por el que avanzan a grandes trancos. Unos metros más allá, unas antorchas grandes luchan por no apagarse bajo la tormenta. Un grupo de soldados retiene al enloquecido mensajero, que sigue musitando latinajos arrodillado. El oficial Cipriano de Écija, sentado en el borde del camino, mira a los recién llegados tratando de limpiar el vómito que mancha su camisa. Otro guardia les señala un gran árbol al borde del camino. Las antorchas iluminan las ramas. Colgados de ellas, dos cuerpos semidesnudos con múltiples cortes, el cuello abierto en canal, un círculo grande grabado a cuchillo en los pechos y los brazos en cruz como si fueran a emprender vuelo, un último viaje imposible abortado por las cuerdas que les unen a las ramas del árbol.
Trujillo escupe con violencia en el suelo. Lo sabía. Eso era lo que había olido al salir de su cama repentinamente. No solo era miedo; era ese terrible pavor del hombre ante lo desconocido.
—¿Quién es ese tipo?
—Es el Loco Ventura, capitán —responde marcial un guardia—. Todo el mundo le conoce aquí, señor. Es inofensivo… o lo era.
—Acerca esa antorcha, muchacho —ordena el capitán aproximándose al árbol. Señala los cadáveres—. ¿Qué tienen en la boca?
—Plumas, señor —contesta el guardia—. Marcas de indios. Hemos visto esto otras veces en la montaña.
—Pero estos no son indios.
—No, capitán —musita el guardia—. Son blancos. Tan blancos como vos y yo.
—Bajadlos de ahí. —Trujillo da media vuelta camino de la muralla—. Y llevad a este desgraciado al cuartel. Estoy harto de mojarme.
Y suelta un último salivazo.