Durante buena parte de su evolución, los mamíferos trabaron relaciones mediante unos sistemas de comunicación basados, fundamentalmente, en la emisión de señales olfativas y táctiles. Sin embargo, con la aparición de los grandes simios la vista pasaría a ser el sentido dominante. De hecho, en la evolución de los primates ya había ido desplazando al equipamiento procesador de olores, que experimentó una constante y sustancial reducción. Los homínidos alcanzaron un alto grado de competencia visual gracias a la percepción binocular estereoscópica y a una retina bien preparada, tanto para la visión en color como para la observación de detalles en cuerpos, objetos y escenas de todo tipo. Este perfeccionamiento de la capacidad visual mejoró la adaptación al medio de los grandes simios y condujo a su dominio en las regiones boscosas. La vista sería con el tiempo su principal herramienta para la comunicación.
Hace unos veinte millones de años, buena parte de las interacciones entre los primeros homínidos empezó a basarse en el lenguaje corporal, en las posturas y ademanes. Los miembros delanteros, las manos, las caderas o la cabeza comenzaron a producir manifestaciones expresivas, a emitir mensajes. En los cuerpos agachados o encogidos de los grandes simios, en sus miradas esquivas, podemos hoy leer las señales del miedo, la ansiedad, la humillación o la vergüenza. Se diría que el emisor del mensaje quiere ocultar cualquier signo de ostentación o arrogancia para presentarse como víctima, para someterse a la voluntad ajena en el ritual de la interacción. Si las posturas ya ofrecían abundante información, la cara se iba preparando para generar un maravilloso repertorio de expresiones.
Con los labios, la lengua, los dientes, la mandíbula, la nariz, las mejillas, las cejas, los ojos, la frente y las orejas, los grandes simios son capaces de producir gestos que plasman un amplísimo abanico de emociones visibles. La comunicación no verbal ha alcanzado cimas de gran refinamiento entre los humanos gracias a la acción plástica del neocórtex, pero muchos elementos de su repertorio son herencia directa de gestos y ademanes ya existentes en todos los grandes simios. Ese largo recorrido evolutivo explica la fuerza, la sutileza y el impacto de las expresiones no verbales. Ancladas en raíces muy profundas, no cabe duda de que deberíamos aprovecharlas mejor como generadoras de vínculos en un mundo donde las relaciones satisfactorias parecen desmoronarse.
A PEDIR DE BOCA: LA SONRISA COMO SIGNO
Los homínidos disfrutamos desde hace millones de años de un amplio repertorio de gestos para mostrar sumisión, sorpresa, amistad, afecto, hostilidad, alegría, tristeza, asco, menosprecio, entusiasmo o vergüenza, expresiones que la evolución ha ido puliendo hasta dotarlas de un alto (y nada impreciso) poder comunicativo. Una de ellas, tal vez la reina de la fiesta, se elabora con la boca entornada, los dientes inferiores levemente expuestos y las comisuras de los labios curvadas hacia arriba. En términos generales expresa satisfacción, pero puede interpretarse de mil maneras según las circunstancias. Y casi todas son positivas (al fin y al cabo, tampoco debemos olvidar la sonrisa irónica del verdugo o el polemista que va a descargar su hachazo).
Con este gesto, el emisor puede mitigar una imagen agresiva, disimular sus temores, aceptar una propuesta, denotar alegría, ternura, piedad o comprensión. Una de sus principales funciones es matizar las palabras, teñirlas con un sentido complementario, pero no es raro que vaya acompañado de otros signos externos: ademanes, cambios en la respiración o la mirada, etcétera. Quiero remarcar que las muchas facetas psicológicas de la sonrisa desempeñan un notable papel, tanto en la cohesión social como en la manipulación de los individuos. No es nada extraño que sea el primer signo que estudiar en los manuales de relaciones públicas o de comercio político. Muchas eminencias ceñudas han dedicado largas horas a practicar la sonrisa convincente, y algunas, según cuentan, han tenido que pasar por el quirófano.
Me gusta ver la sonrisa como un indicio de complicidad, de cooperación, de apertura a los otros. Puede resultar equívoca, inquietante, incluso temible, mas a pesar de ello no deja de ser un signo positivo en cualquier negociación entre individuos que quieren restaurar la paz o, simplemente, la amistad; individuos que buscan relaciones, alimentos, datos o favores sexuales… He aquí cómo, en algún momento de la larga senda evolutiva, la cara se convirtió en el gran escaparate de los sentimientos y las emociones, en el «espejo del alma». Dada la variedad de funciones de la sonrisa y la risa, no es nada extraño que desde los laboratorios cerebrales se decidiera premiar estas expresiones faciales con una lluvia de sustancias promotoras del bienestar. Una de ellas es la oxitocina, que acabaría cerrando el círculo favoreciendo el fortalecimiento de los vínculos y, por tanto, la estabilidad social.
EL CUERPO DEL DELITO
Nuestro antecesor común con los chimpancés vivió en África hace unos seis millones de años. Sobre la primera mitad del recorrido que hicieron las distintas especies del linaje humano durante ese largo período no sabemos demasiado. Tenemos la certeza de que ya los australopitecos caminaban erguidos sobre las «antiguas» patas traseras (lo cual requirió ciertos cambios en las estructuras de la pelvis y del pie) y también algunos indicios de alteraciones en la mandíbula (una ligera reducción de los colmillos). Apenas hubo modificaciones en la estatura, la morfología facial, la capacidad craneal o las proporciones corporales; sus largos brazos, sus manos y pies seguían bien adaptados para asirse a las ramas de los árboles, donde, sin duda, pasaban largo tiempo. Durante aquella época, sobre todo al principio, nuestros antepasados directos no eran muy distintos de los actuales chimpancés, tanto en lo que se refiere a sus habilidades comunicativas como en lo tocante a su organización social.
Hace unos tres millones de años, sin embargo, iniciaron un recorrido irreversible trazado por importantes cambios fisiológicos asociados a variaciones en la actividad cognitiva y la conducta dentro de un fantástico proceso de retroalimentación. Ya tenemos una multitud de signos que nos permiten confirmar una buena adaptación a la sabana. Así, la reducción de los caninos (los colmillos) es continua, aun cuando se trate de una adaptación poco habitual en los primates. Muy probablemente, el uso de las manos fue decisivo en este cambio, sin duda vinculado a significativas alteraciones en la dieta.
Todo conducía a unos dientes más chicos preparados para triturar fibras o alimentos duros que requerían una buena masticación antes de ser digeridos. Cabe decir que grandes colmillos y dientes masticadores son incompatibles porque juntos dan escasa movilidad a la mandíbula. Unos dientes relativamente pequeños, en cambio, potencian la movilidad maxilar, y eso, a la larga, favorece una expresividad facial que ayuda a desplegar diferentes formas de comunicación, tanto verbal como no verbal.
Observemos cómo unas manos cada vez más libres y polivalentes junto con una boca que gana en movilidad al tiempo que ayuda a reconfigurar la cara son elementos necesarios (aunque no sabemos si suficientes) para empezar a reorientar la comunicación hacia el componente simbólico. Añadamos los leves incrementos de masa encefálica y también la disminución del vello corporal, fenómeno relacionado con la instalación de un sistema de refrigeración basado en el sudor. La pérdida de pelo dejó la piel más sensible al tacto y un cuerpo más expresivo en su conjunto. Muy rara vez prestamos atención a la extraordinaria utilidad de las manos, pero me atrevería a decir que cualquier teoría evolutiva de la mente que ignore la interdependencia entre la mano y el cerebro será sencillamente absurda.
MANOS A LA OBRA
La mano ocupa un lugar decisivo en la evolución humana. Nuestra mano y la de un chimpancé son muy diferentes, tanto en sus estructuras anatómicas como en sus funciones. Los chimpancés poseen unos dedos bastante largos y un poco curvados pero un pulgar muy corto, cosa que les permite agarrar fácilmente las ramas de los árboles. Al coger un objeto lo sujetan con fuerza usando todos los dedos excepto el pulgar. Sus manos prensiles actúan como unos alicates, mientras que nosotros contamos con una especie de pinza gracias, sobre todo, a los dedos índice y pulgar. Hemos desarrollado un pulgar más largo y móvil perfectamente oponible a cualquiera de los demás dedos. Así hemos ganado mucho en precisión, aunque sea a costa de perder fuerza.
Además, la evolución ha puesto en las yemas de nuestros dedos un cúmulo de terminaciones nerviosas que nos dan una enorme sensibilidad para manipular objetos. La mano es un pilar de la naturaleza humana porque sus funciones están ampliamente representadas en el cerebro; sus elementos neurológicos y biomecánicos están perfectamente ajustados para la interacción y su polivalencia es extraordinaria entre los primates. Esa mano tan novedosa enriqueció e hizo mucho más compleja la vida de los hombres. Ya era así dos millones y medio de años atrás, pero de forma aún rudimentaria: con la aparición del Homo habilis un millón de años después se acabaría configurando la mano actual.
Las manos que ahora sostienen este libro son el resultado de una prolongada evolución que las ha dotado con una asombrosa aptitud para explorar, conocer, construir, amar, defender, atacar y, por supuesto, criar. Estas manos prensiles cogen y acogen; sujetan, amparan y arropan; rozan, acarician, arañan y golpean; curan y matan; unen y separan… Tocar o ser tocado provoca un viaje de información. Imaginemos una simple caricia: cuando nuestro cerebro descifra el mensaje en un receptor de placer obtenemos una agradable recompensa, y si ésta es de alta intensidad, ¡miel sobre hojuelas! Esa operación electroquímica puede provocar bucles de realimentación y disturbios afectivos que llegan a ser determinantes en nuestras vidas. Es el regalo del tacto, el toque del amor.
Las manos que nos han dado la evolución son depositarias de una magia increíble; son fuente de conocimiento, de placer, salud, belleza, misterio y confianza. El tacto nos es tan esencial como la luz del sol y deberíamos explorar todas las texturas de las caricias. Hace falta una red neuronal específica para crear esa delicada polifonía a la que llamamos «caricia». El tacto nos ofrece información, nos aproxima, nos conforta y reconforta, nos nutre y nos da placer. Fundamenta las relaciones y la cohesión social, nos abre los caminos de la vida al nacer y es el último sentido en abandonarnos al final de nuestros días. Hoy sabemos que el hambre de tacto y de contacto nos predispone a ciertos trastornos del cuerpo o de la mente. También sabemos que la falta de afecto (la ausencia del placer corporal derivado del contacto físico durante la infancia) predispone a un bajo control de la agresividad y la violencia.
La buena conexión emocional es un estado tan gratificante que las personas lo buscamos incesantemente impulsadas por la necesidad de mantener relaciones de afinidad, de amor en definitiva. Las relaciones intensas son enormemente saludables durante toda la vida, pero sobre todo en la infancia. Gracias a miles de interacciones afectuosas, el niño aprende a tranquilizarse o a dominar el miedo, gracias al cariño se crean las condiciones precisas para que emprenda la construcción de su personalidad, para alcanzar el equilibrio que le permitirá tomar decisiones acertadas.
De ahí que en los primeros días, meses y años de vida necesitemos tanto el roce afectuoso. El lenguaje de la piel y la mirada (una mirada cariñosa también tiene un componente táctil) es el mejor guía para el desarrollo del cerebro y la mejor plataforma para el aprendizaje y el despliegue de las habilidades físicas o mentales que nos han de servir en nuestra adaptación a contextos tan variados como los presentes en la sociedad actual. Así crece nuestra resistencia a la ansiedad, el estrés e incluso el dolor.
Mejoremos nuestra gestión del tacto y el contacto, abrámonos a la cautivadora experiencia de las caricias. De ahí sale el antídoto contra muchos miedos y también el analgésico que alivia muchos dolores del cuerpo y el alma. Dejemos que gocen todos los rincones de nuestra piel, y los hilos del sistema inmunitario tejerán envoltorios para nuestra salud. Nuestras manos y brazos poseen propiedades que todos debemos aprovechar, pero especialmente las personas encargadas de servicios asistenciales o comunitarios.
La cantidad y calidad del amor que recibe un niño tendrá consecuencias neuronales de larga duración: si la cantidad es escasa o nula, si la calidad es deficiente, las consecuencias pueden ser fatales en el futuro. Rigurosos estudios muestran que, aun recibiendo la alimentación necesaria, las crías de primates despojadas de cálidas conexiones emocionales desarrollan conductas desestabilizadoras. En realidad estamos hablando de cerebros desestabilizados. El amor es fundamental para la vida de un niño porque instala en su cerebro una red de programas que le permitirán participar en las actividades sociales manejando una racionalidad bien estructurada con los mimbres de su inteligencia (la emocional y la convencional). Regando las semillas neuronales del niño se forma el jardín donde florecen el pensamiento y la creatividad.
El amor es tan importante en la infancia que la naturaleza ha estimulado a los progenitores para que éstos perciban las sutiles expresiones que emiten sus criaturas, capten los signos más insignificantes, gocen con esos mensajes y participen en la creación de un dialecto emocional circunscrito a la familia. Una tarea tan delicada como la construcción de la personalidad requiere atención, cariño, coraje, sensibilidad y mucha paciencia.
Recuerdo bien con cuánta pericia intercambiaba mensajes con mis hijas cuando eran muy pequeñas y cómo habíamos construido nuestro dialecto emocional a base de contactos, interacciones e historias. Lo tengo bien almacenado en mi memoria y me ayuda a entender los fundamentos del amor y, en particular, los motivos de la pasión amorosa que se da entre mi mujer y yo. Pienso que el hogar puede parecer un circo donde somos a la vez malabaristas, payasos, trapecistas o narradores de historias maravillosas. Es un juego muy especial cuyas reglas son las razones del amor y la amistad.
LA PASIÓN QUE NO MATA
Hace centenares de miles de años, la naturaleza concedió al macho y a la hembra el regalo del enamoramiento. La casa era lugar de cobijo, pero también escuela, comedor y hospital. Los progenitores se necesitaban, la naturaleza hizo el milagro, la evolución lo registró en las tablas de la genética y nosotros hemos heredado el más delicioso de los programas. Con él los seres humanos ganaron salud, inteligencia y longevidad. Se multiplicaron y vivieron más tiempo. Así empezaron a operar los genes del amor y así siguen operando.
Si los dispositivos emocionales permitieron superar la incertidumbre generada por el espectacular crecimiento demográfico de los reptiles, el amor emergió en el cerebro del hombre para resolver las dificultades generadas por la obligación de atender a unas criaturas indefensas que requerían un período de crianza bastante más prolongado que el de los otros primates, y todo ello en un medio donde no era fácil el acceso a una alimentación adecuada para la madre y los recién nacidos. Como era necesario estrechar la relación entre los progenitores antes del parto, un afecto hasta entonces inédito empezó a germinar en los cerebros de nuestros antepasados. La conciencia se había desarrollado a lo largo de incontables milenios y muchos estados emocionales se transformaron con ella en lo que ahora llamamos «sentimientos».
El sentimiento amoroso pasó por diferentes estadios y fue creciendo paso a paso gracias a una constante realimentación entre sus dos protagonistas. De esta forma, la naturaleza empezó a diseñar una gramática del amor en los cerebros de hombres y mujeres. La concordancia sintáctica con el entorno social y ecológico era imprescindible para el éxito de ese proyecto.
Si, dando un gran salto histórico, examinamos nuestra vida cotidiana, advertimos que disponemos de poco tiempo para las relaciones gratificantes, que nuestras actividades se suceden a una velocidad frenética, que la armonía con el medio ecológico es casi inexistente. Hecho ese examen quizá deberíamos concluir que ésta es una mala época para el amor, lo cual sería lamentable porque justo ahora, cuando la incertidumbre se apodera de nuestro pequeño universo, lo necesitamos más que nunca. ¿Será que nuestros cerebros nos están jugando una mala pasada?
La pasión amorosa puede aflorar de manera súbita, pero su posterior estabilidad pide tiempo y reposo. Con esos ladrillos se edifican relaciones sólidas. Como el crecimiento de los huesos o el desarrollo del cerebro, se trata de un proceso relativamente largo. No olvidemos que las afinidades tejidas en el telar de los sentimientos se deshilachan por falta de atención. Los afectos dependen de conexiones neuronales que desaparecen cuando no se usan: es un principio de la neurología. Se diría que nuestra actual forma de vida fomenta lo efímero y resta importancia al amor duradero, al amor como fuente de equilibrio personal.
UNA LOCURA TRANSITORIA
El enamoramiento es un estado emocional derivado de tres vectores muy poderosos. Primero, la sensación de que otra persona se acopla a ti con una intensidad que nunca has vivido y nunca tendrá fin; segundo, un deseo irresistible de contacto, de proximidad física, y, tercero, una necesidad, llena de fantasía y a veces de desatino, de olvidarse de todo lo demás, como si la pareja fuera lo único que existe en el mundo. En este sentido, el idilio amoroso puede fabricar realidades como casi ningún otro estado mental es capaz de hacer: el enamorado llega a creer en lo imposible. Éste es, justamente, uno de sus rasgos. La lógica y la razón pueden estar de vacaciones en la mente de los enamorados.
Nuestra sociedad, instalada en lo que Lipovetsky llama «hipermodernidad», tiende a entender los estados emocionales poderosos como piezas clave de la vida personal y colectiva. Es decir, lo que demanda la sociedad hipermoderna es una especie de hiperactividad emocional. El cine, la televisión y los grandes espectáculos donde la imagen reina por encima de todo presentan los nuevos modelos vitales y generan la necesidad de proyectar fuerza y emoción sobre las tediosas experiencias de la vida real. El enamoramiento convertido en locura placentera y transitoria es el paradigma. Los mensajes audiovisuales hipermodernos insisten en que si no estamos continuamente alterados emocionalmente nos estamos perdiendo la experiencia suprema. Hoy resulta de lo más normal que un medio de difusión nos presente la intimidad de dos personas atractivas que saben muy poco la una de la otra y que, en unas pocas secuencias, se meten en la cama para fornicar briosamente con luz y taquígrafos. Se nos insinúa que estas pintorescas novedades (para nuestros cerebros) son las cumbres que nuestras lánguidas pasiones deben escalar. Sí, la gratificación instantánea, febril, volcánica, estruendosa.
Un familiar mío, excelente cardiólogo, me comentaba un día que cuando una persona (normalmente hombre) le pregunta por los riesgos de mantener relaciones sexuales tras un infarto suele contestar: «Como siempre y con su mujer, y no se preocupe». Luego aconseja no imitar los torbellinos que presentan los medios audiovisuales e incluso recomienda la abstinencia temporal de conquistas o coqueteos para eludir peligrosos calambres. Sería como subir corriendo a un décimo piso mientras la compañera habitual espera plácidamente tumbada en el segundo.
Enamorarse tiene, sin duda, mucho de eléctrico y espectacular, pero en términos estrictamente biológicos (o zoológicos) es sólo un expediente (un señuelo) para unir a dos personas. El objetivo de la naturaleza es que la explosión amorosa conduzca a una historia con final feliz, a una comedia previsible. La relación estable se consolidará cuando se vayan sosegando los estrépitos iniciales. El enamoramiento me parece un fenómeno de caos determinista en el espacio de los afectos que culmina con la emergencia de una estructura estable capaz de afrontar con éxito su propia adecuación a un medio cargado de incertidumbres.
Si la pasión amorosa supone inestabilidad, máximo desequilibrio, la fuerza del amor floreciente radicará en la exploración de un territorio estable y mutuamente satisfactorio donde, sin embargo, quepan parcelas de desorden, donde sea posible lo inesperado: al fin y al cabo, la máxima quietud nos acerca a la materia inerte. El amor sostenido es una modulación armónica de sincronías que reclama el conocimiento y la comprensión del otro; el amor explosivo exige en cambio sacudidas afrodisíacas, breves conmociones de los sentidos. No hace falta leer el libro de la persona amada desde la introducción al epílogo.
Pero el idilio amoroso también requiere contacto íntimo, atención y un escrutinio a veces muy minucioso de la mente apenas conocida. El amor estable, el sistema que emerge de la pasión, es un vínculo muy profundo, una regulación recíproca, una sintonía emocional donde cada persona satisface las necesidades de la otra. Cada uno cuida al otro y los dos prosperan mientras la relación se enriquece. Para quienes lo consiguen, algo nada fácil dadas las trampas que tiende la propia naturaleza, los beneficios son enormes. Los amadores se sienten dichosos, seguros de sí mismos: con las urgencias somáticas apaciguadas por los mandos internos, son más resistentes a las tensiones de la vida diaria. Todo está a punto para la llegada de los hijos, para la gran aventura de endosarle los genes a la generación siguiente.
Ya hemos observado cómo el destino material y emocional de las crías se fue ligando entre los homínidos a la capacidad de sus progenitores para establecer compromisos más o menos estables (si no con la pareja, al menos con el grupo), algo muy novedoso entre los mamíferos e incluso entre los demás primates. En el caso del Homo sapiens, ese compromiso coincide con el amor que se profesan los padres. La postura erguida, el bipedismo, impuso límites máximos a la abertura de la pelvis femenina y determinó, por tanto, que los recién nacidos fueran más pequeños y desvalidos. A la naturaleza le costó varios millones de años construir unas manos y una cara como las nuestras, unos cuerpos cada vez más seductores y unos cerebros dotados de redes neuronales capaces de centrar la atención durante un tiempo, planificar y crear, aprender y memorizar, profundizar en las emociones y, sobre todo, explorar las grandes ventajas de una conciencia en expansión.
Así, preparó los cuerpos para hacerlos deseables y los cerebros para administrar esos deseos y enfilarlos hacia unas áreas también emergentes que se convertirían en auténticos surtidores de placer. La física y la química cerebrales vivieron un proceso de realimentación con todo el cuerpo y la sabana africana vio brotar las flores del erotismo y la lujuria, los celos y la traición, el ardor y el desengaño, la ansiedad, el éxtasis y la presunción… Estaba floreciendo el paradójico jardín del amor. Nosotros somos el resultado de aquel plan estratégico.
En esa fase de tránsito hacia la configuración humana se produjo otro cambio fundamental, éste en la fisiología de las hembras: la desaparición del celo y, con ello, de los signos externos que indican tanto la ovulación (desde entonces oculta) como la disponibilidad sexual (desde entonces invariable). Se marcó así una frontera que separará para siempre a las hembras humanas de las demás mamíferas. Al mismo tiempo, esas mujeres empezaron a poseer unos pechos que se mantenían carnosos y oscilantes al margen de la lactancia.
En esta transformación de los cuerpos femeninos hay que anotar otro hecho: la vulva se desplazó hasta colocarse en la parte anterior del cuerpo, lo cual permitió a la hembra controlar visualmente su aparato sexual, facilitó nuevas formas de acoplamiento (por el camino que va del sexo al amor) y, seguramente, mermó algunas certidumbres de los machos en el campo del comercio carnal. Las hembras estaban dando los primeros pasos para controlar su actividad sexual.
Estas alteraciones de la anatomía femenina iban acompañadas por cambios de naturaleza bioquímica en la comunicación interna del cuerpo, cambios que alimentaron auténticos círculos virtuosos, despliegues emocionales relacionados con mutaciones del orden social que requerían sistemas de comunicación cada vez más sofisticados. El barco de las emociones positivas, del amor en todas sus variantes, navegaba a toda vela.
Los cambios en la morfología de nuestras antepasadas debieron de trastornar, ¡y de qué modo!, las formas de comunicación entre machos y hembras. Me encanta imaginar el desconcierto de aquellos varones condenados a modificar sus rituales de aproximación, apremiados a cultivar esas nuevas tierras donde ardía la llama del deseo. Había mucho que ver y tocar, pero cada vez menos cosas que olfatear: la nariz pasaba a un segundo plano. La disponibilidad sexual continua y la ovulación oculta proporcionaban a aquellas hembras una oportunidad sin precedentes para probar las virtudes de los machos como copuladores (y futuros sementales) sin correr un riesgo demasiado alto de embarazo, quién sabe si ya no deseado.
En aquellos tiempos, y hasta bien entrado el Pleistoceno, se fueron diseñando los cuerpos de mujeres y hombres. Y, muy probablemente (es mi hipótesis), de este diseño surgió un cerebro preparado para el humor, la decoración, la literatura, las artes plásticas o la música, un cerebro apto para la valoración estética de los objetos. Ellos y ellas empezaron a usar ornamentos que aumentaban sus atractivos: de ese modo llamaban la atención para iniciar la liturgia del cortejo que podía conducir a un feliz apareamiento.
DEL PECHO AL BESO Y MUCHO MÁS ALLÁ
Una de las primeras pruebas de esta conjetura es la presencia de senos abultados y permanentes. Las mujeres son las únicas hembras con esta característica: en las restantes especies de mamíferos (y por lo tanto en los demás primates), las mamas voluminosas sólo aparecen durante el período de lactancia; después disminuye su tamaño y, en muchos casos, sólo quedan a la vista los pezones. Pero pensemos ahora en el singular cometido de las tetas dentro del ecosistema publicitario, donde actúan como jugosos reclamos para los ávidos ojos de los hombres. Parece obvio que aquellas homínidas no «decidieron» colgarse esos apéndices con la única finalidad de mejorar la producción de leche y favorecer la lactancia. Esa eventual ventaja (si existía) ocupaba un lugar secundario.
Los pechos incesantes debieron de emerger por otro motivo, y opino que la selección sexual desempeñó un papel fundamental si tenemos en cuenta que la vista era ya la reina de la seducción. ¿Cuál y de qué manera? Con el encubrimiento de la ovulación no es imposible que los pechos se convirtieran en signos visibles de madurez sexual y rellenasen el espacio comunicativo vacante tras la desaparición del celo público. Así, se abultaban durante la pubertad, antes de lo que exigía la gramática vital (y la lactancia) de los grandes simios. Hay razones para pensar que la adaptación completa al bipedismo favoreció un cambio como éste, ya que expuso esos dos signos convexos a la mirada de los machos.
Debo subrayar que en este ámbito de comunicación había fuertes incentivos para dejar las cosas muy claras, tanto por una parte como por la otra: los cerebros de los varones estaban interesados en diferenciar muy bien entre las hembras fértiles y las que todavía no lo eran o habían dejado de serlo; los de las mujeres en edad de concebir querían anunciar su estado y los de las niñas preferían jugar a otro juego. Pero esta confluencia de intereses (machos incentivados para detectar la fertilidad y hembras ansiosas de pregonarla) tal vez no sea suficiente para explicar la aparición de unos signos tan prominentes como los pechos carnosos y pendulares.
De hecho, si había tantos incentivos habría bastado con unos indicadores menos portentosos. Al fin y al cabo, los machos de otras especies no suelen tener problemas para apreciar la madurez sexual de las hembras por muy sutiles que sean las señales. Parece lógico suponer que esa lozanía pectoral tiene un trasfondo evolutivo más extenso que el de una simple marca de fertilidad. En cualquier caso, la preferencia masculina por la rotundidad (anuncio patente de juventud y salud) se fue consolidando a lo largo de las generaciones. Desde un principio, el creciente volumen de los pechos en algunas hembras produjo estupendas vibraciones a ciertos machos y favoreció la formación de parejas que, a su vez, tuvieron hijas con senos turgentes e hijos aficionados a esas turgencias.
La llegada del simio bípedo tuvo, como ya hemos visto, drásticas consecuencias en la percepción de los cuerpos entre machos y hembras y modificó tanto la focalización en determinados indicadores como los rituales de aproximación. En primer lugar, las manos eran cada vez más diestras, más precisas y más creativas en el arte de tocar. En segundo lugar, la postura erguida exhibía todas las áreas corporales: de arriba abajo, por delante y por detrás. En tercer lugar, el desarrollo de la conciencia comportaba profundas reformas mentales respecto a la morfología, la sintaxis, la semántica y la pragmática de los cuerpos. Así, por ejemplo, el bipedismo dejó las nalgas de nuestros ancestros en una posición distinta de la que habían tenido siempre en los primates, que poseían unas ancas pequeñas, peludas, planas y de piel dura.
Cuando nuestros antepasados empezaron a caminar erguidos, las piernas y otras partes del cuerpo se fueron rediseñando. Huesos y músculos evolucionaron no sólo para enderezar a los individuos, sino también para impulsar sus cuerpos hacia delante. La gente del primer Pleistoceno adquirió así el arte de caminar o correr con agilidad y elegancia. Los glúteos dieron a las nalgas su forma redondeada y las hembras aprovecharon la nueva morfología para acumular depósitos de grasa (también en las caderas y los muslos) con el fin de preparar el cuerpo para la tarea reproductiva. Al igual que los pechos, el trasero se convirtió en un voluptuoso reclamo para los machos porque era, al mismo tiempo, un indicador redondo de juventud, salud y fertilidad.
La mujer enfermiza o desnutrida no podía mantener pechos turgentes ni nalgas bien torneadas. Esos cuerpos queman sus reservas de grasa por imperativos vitales y no logran conservar atributos prominentes para atraer a una posible pareja. Como caso extremo, las jóvenes que hoy padecen anorexia pierden carne en los pechos, muslos o caderas y, con frecuencia, ven cómo se apaga su fertilidad debido a la amenorrea. Tenemos otro ejemplo en las corredoras de larga distancia, las gimnastas o las bailarinas, que, sin llegar a la inapetencia patológica, suelen tener pechos o nalgas muy reducidos y alteraciones en la ovulación.
Otro de los cambios remarcables en la reconfiguración de los cuerpos que tuvo una gran importancia en la generación de nuevos espacios de intimidad (en la geografía del amor) fue la emergencia de los labios carnosos. Su forma nos aleja de los restantes primates. Tenemos unos labios visibles, prominentes (vueltos hacia fuera), mientras que los chimpancés tienen sólo una fina línea demarcadora, algo que con la vejez también se da en los humanos. ¿Cuál es su origen? Muy probablemente, para que el bebé se aferrase gozosamente a los cortos pezones de la madre, la nueva estructura labial proporcionó un fantástico precinto sobre la superficie redondeada del pecho. Los labios constituyen una adaptación excepcional y un punto de no retorno en el enriquecimiento de los afectos.
Estos labios tan llamativos evolucionaron, pues, como una respuesta a cambios relacionados con la alimentación y después facilitaron el desarrollo del habla, pero estaremos de acuerdo en que con el beso empezaron a satisfacer también otras necesidades no menos perentorias. Cuando dos personas aproximan sus caras y se funden en un beso apasionado se produce un intercambio de sensaciones excitantes, de aromas, sabores, texturas y secretos. Hay una gran variedad de besos: protocolarios y espontáneos, ceremoniosos y lascivos, amistosos, acaramelados, incendiarios, tímidos e insignificantes. Los besos desatan una oleada de mensajes químicos y neuronales dirigidos, por supuesto, a la excitación sexual, pero también a una variada gama de sentimientos algo menos voraces.
Podemos contemplar el acto de besar como uno de esos milagros de la evolución en el camino de la emergencia amorosa. Los labios son una de las zonas corporales que tienen la piel más fina y mayor número de terminaciones nerviosas, de neuronas sensoriales. Cuando besamos con intensidad sexual, esas neuronas (junto con las de la lengua) lanzan mensajes al cerebro, al resto del cuerpo y a la pareja, estimulando así la producción de sensaciones deliciosas, emociones intensas y reacciones físicas. La topografía del beso da lugar a buenas relaciones de vecindad con las mejillas, la nariz o las orejas, otras áreas bien provistas de terminaciones nerviosas.
Naturalmente, el beso carga la artillería de las sustancias químicas que favorecen el establecimiento de vínculos fuertes, que estimulan la motivación, el ardor sexual e, incluso, el control del desasosiego o el estrés. La sustancia estrella de este formidable proyectil es la oxitocina, una hormona implicada en el reconocimiento social, la confianza y la generosidad, pero también en el orgasmo y el parto o en lazos tan estrechos como el que une al niño con sus progenitores. El beso puede llegar a ser, también, un buen indicador a la hora de tomar el pulso a las relaciones.
No nos debe extrañar que los labios tengan un papel tan importante en la retórica del amor y que sean, a la vez, metáfora y metonimia del sexo. Ni que en casi todas las culturas se practique algún tipo de subrayado labial (sobre todo de fuerte tono rojizo), con sutiles alusiones a los genitales externos de la mujer, icono que ya aparece en algunas manifestaciones artísticas de la prehistoria. Tampoco sorprende que sean objeto de intervenciones mediante inyecciones o cirugía para hacerlos ganar en poder o visibilidad. Su empleo en diferentes partes del cuerpo masculino o femenino durante las caricias previas o durante el coito mismo tiene un efecto multiplicador del placer, tanto para el emisor como para el receptor. Se trata de una realimentación perfecta.
Siguiendo el camino que conduce a la construcción de los cuerpos humanos hemos podido observar cómo, aparte de una adaptación al medio, existe todo un juego de preferencias que presiona la lógica de los apareamientos. Casi todos los rasgos de nuestra figura (mejillas, nalgas, caderas, muslos, cuello, pechos, pene, vulva, labios, pelo, etcétera) tienen o pueden tener una función erótica y constituyen indicios de una estrategia de seducción subyacente que arraiga en las preferencias sexuales, las cuales, a su vez, contribuyen a abrir nuevos caminos a la evolución diseñando nuevos planes estratégicos.
El pene también pasó por la criba de un rediseño con respecto al órgano de los restantes mamíferos y primates, que basan su erección en los sistemas muscular y óseo. Sus falos les permiten realizar con éxito unas cópulas muy rápidas, de pocos segundos, como ocurre incluso entre nuestros primos los chimpancés. El pene humano, en cambio, debe sus erecciones al riego sanguíneo, que mediante un procedimiento vascular de compresión le otorga la forma y consistencia adecuadas para una penetración satisfactoria (si funciona correctamente, claro está).
El hecho de que la erección dependa sobre todo del sistema vascular aumenta la flexibilidad del pene, lo hace más agradable al tacto, diversifica sus posiciones y, en definitiva, amplía sus recursos operativos. Gracias a este rediseño ganó una gran cantidad de terminaciones nerviosas depositadas bajo una fina capa de piel fácilmente inflamable por las manos, los labios, la lengua o, naturalmente, los genitales de la pareja (con sus propios depósitos de neuronas sensoriales). Así se dispara en el cerebro el gran espectáculo pirotécnico que culmina con la traca final del orgasmo.
Entre las primeras obras plásticas de muchas culturas (desde Egipto a los mayas o los aztecas) siempre encontramos la representación de un hombre con un pene erecto ostentosamente perpendicular al cuerpo. Maravillosos libros como el Kamasutra ofrecen toda una serie de estrategias, tácticas y protocolos con el fin de aprovechar la creatividad de las formas biológicas masculinas y femeninas diseñadas por la naturaleza para seducir y para dar placer. Tal como hemos visto con las formas femeninas que despertaban la lujuria de los varones, quién sabe si el pene humano no habrá adquirido su forma y sus funciones estimulantes a lo largo de un proceso de selección instigado por las ceremonias venéreas que se practicaban en la sabana hace un millón y pico de años.
Lo más probable es que las hembras no tuvieran al principio especiales preferencias con respecto a la magnitud o el aspecto de las vergas, pero seguro que se hicieron más selectivas (también en el sentido darwiniano) cuando empezaron a ver las bondades de unos actos que cada vez tenían más componentes mentales y en los que ya empezaba a vislumbrarse el horizonte de las relaciones duraderas. El tamaño, la dureza y el ángulo de una erección eran indicadores de salud y fortaleza. Valorar esas cualidades podía ser una buena inversión. Unos y otras empezaban a tejer nuevos vínculos y en todos los cerebros se grababan los signos de sus preferencias. Ellas, en particular, optaban por unos machos bien dotados, tipos con un falo juguetón, manejable, entusiasta, perseverante y siempre dispuesto a dar placer con el pabellón bien alto.
No sería aventurado afirmar que los deseos de los hombres ayudaron a rediseñar el cuerpo de las mujeres y que los deseos de las mujeres impulsaron la reconfiguración del cuerpo masculino, y no ha de extrañarnos encontrar en las estructuras subyacentes un plan estratégico para el enriquecimiento de las relaciones de afecto, un plan que actuaba de forma encubierta sin dejar de gobernar las reglas del sistema de preferencias.
Como ya se ha visto, me gusta hablar de realimentación constante en la evolución de las especies. Al reflexionar sobre el miembro masculino (que a menudo se nos presentaba como símbolo de dominio y que algunos insensatos contemplaban como un objeto teledirigido desde la noche de los tiempos para representar el poder) tiene una cierta gracia pensar que habrían sido nuestras entrañables tatarabuelas quienes lo habrían hecho evolucionar simplemente porque les encantaba. Es decir, su principal función (aparte de la mingitoria o la estrictamente reproductiva) habría sido generar fuertes vínculos humanos. El emblema de la fuerza (o la tiranía) es sólo un complemento equívoco.
La cópula es un punto de llegada con unas pinceladas de magia, un punto de acumulación de obsesiones, deseos y ansias, origen de todos los rituales y de todas las estrategias de comunicación interna y externa del mundo animal y puerta genética que permite pasar de una generación a la siguiente, cosa que la eleva al séptimo cielo, tanto desde el punto de vista evolutivo como en términos físicos y psicológicos. Y no será nada extraño que, en este umbral que ha suscitado un sinfín de metáforas en todas las lenguas del mundo, la naturaleza desplegase su excelencia con la flor y nata de las delicadezas hasta programar los momentos de placer físico más intenso que el cerebro sería capaz de generar.
En los últimos años, esforzados investigadores como Holstege, Lloyd o Zeki tratan de averiguar por qué la trivialidad más bella del mundo es una experiencia tan embriagadora. Es verdad que el estudio científico de la sexualidad humana dio un vuelco hacia 1930 con el descubrimiento de las principales hormonas sexuales, los estrógenos y la testosterona, pero todo el mundo ha intuido siempre que el placer es algo más que una mera cuestión endocrina y que está relacionado con el despliegue de determinadas funciones cerebrales. A finales de siglo pasado, la neurociencia se embarcó en un maravilloso viaje por el sendero que partía de las zonas erógenas. La meta era averiguar qué áreas cerebrales son alteradas por las tormentas del placer y así poner un poco de luz en uno de los fenómenos más oscuros: el orgasmo y, sobre todo, el orgasmo femenino.
UNA VISITA AL BAZAR DE LOS PLACERES
Con relación al orgasmo, la importancia del contacto físico o el estado emocional está muy condicionada por el sexo del individuo, y la explicación de esta diferencia estaría relacionada con la historia evolutiva. En los varones, el momento culminante del placer, el clímax, coincide con la eyaculación y, por tanto, tiene una relación directa con la reproducción. El orgasmo, esa contracción refleja de ciertos músculos que va acompañada por una sensación de intenso placer, se produce mediante un contacto físico que eleva hasta el máximo la excitación. En la mujer, sin embargo, la mente desempeña un papel mucho mayor. No resulta desencaminado decir que cuanto más confía ella en la pareja y más protegida se siente, tanto mejor se potencian las sensaciones agradables hasta alcanzar la cima en el gran bazar de los placeres.
En los primeros pasos de este tercer milenio, las imágenes del viaje desde la excitación genital hasta el cerebro nos han abierto las puertas a una nueva narrativa dentro del universo de las sensaciones placenteras. En esta nueva épica nos explican cuáles son las zonas más atractivas durante las fases de máximo placer. Nos dicen que cuando los hombres alcanzan el orgasmo su sistema de recompensa se encuentra extraordinariamente activo, especialmente en el área tegmentaria ventral del cerebro (la fuente donde mana la prodigiosa dopamina) y en el núcleo accumbens, donde la dopamina desarrolla su acción casi mágica. La intensidad de la vivencia placentera pide una selección de las más bellas metáforas para ser narrada. Los motivos son fáciles de explicar: como la perpetuación de la especie (la continuidad de la vida) depende de la eyaculación masculina, ésta se ve recompensada con creces. La naturaleza hace una gran inversión en placer. Y, en el balance de la naturaleza, el placer siempre va anotado como inversión: para nosotros es el mejor premio, la mejor motivación. Este placer, resultado del despliegue de nuestro sistema emocional, mueve y conmueve al mundo.
Aunque hombres y mujeres encontramos muchos elementos comunes en nuestras visitas (solos o acompañados) al bazar de los placeres, no cabe duda de que los relatos neurobiológicos sobre el orgasmo femenino se cuentan desde perspectivas que entrañan, hoy por hoy, numerosos interrogantes. Una narración acentúa el hecho de que mediante la contracción refleja y rítmica de los músculos de la región pélvica se facilita la conducción del semen en la dirección más exitosa para obtener el premio gordo de la fecundación. También podemos optar por un cuento, no incompatible con el anterior, donde predomina el reforzamiento de la relación, la estabilidad de una unión en la que vale la pena invertir.
Los premios y el placer son grandes motivadores, y la naturaleza habría diseñado un plan estratégico muy astuto con el objeto de sostener uniones satisfactorias durante el tiempo necesario para colocar con éxito los genes en la generación siguiente. El orgasmo sería una sagaz apuesta bioquímica destinada a mantener la unión el tiempo suficiente para lograr que la vida humana continúe sin grandes sobresaltos. Muy probablemente, en esa apuesta está ya esbozado el primer programa de la maravilla conocida como «amor romántico».
Siguiendo con el viaje desde la excitación sexual hasta el cerebro, los narradores nos hablan sobre un aumento considerable de la actividad en las zonas cerebrales relacionadas con recuerdos de experiencias anteriores, en especial visuales o táctiles, y quizás esto sea debido a que, en los últimos pasos del trayecto, el sujeto percibe imágenes eróticas que lo acercan al orgasmo. También se nos dice que el cerebelo parece estar muy ocupado, cosa natural, ya que controla determinados aspectos de la motricidad, muy especialmente la más fina. Pero hay también historias tan curiosas como el letargo de grandes espacios cerebrales situados en los lóbulos frontales y prefrontales, entre ellos la corteza orbitofrontal (sobre todo la izquierda), responsable del autodominio, y la dorsomedial prefrontal, el área que interviene en la percepción moral y en los criterios que rigen la actividad social. La narración insiste en que, cuando esta región está inactiva, la consecuencia inmediata es una disminución de la capacidad para tomar decisiones: la inteligencia social está bajo mínimos. Ahora bien, al final de este relato se nos cuenta que la persona, sobre todo la mujer, recibe la recompensa por tanto abandono mediante una estancia en el jardín del placer pagada con una buena dosis de dopamina.
De todas formas, una de las condiciones básicas para que la mujer consiga llegar a ese delicioso vergel es que esté bien relajada, que se haya desnudado de temores, preocupaciones y prejuicios. Un buen indicador de esa desnudez será un registro de escasa actividad en una de las zonas reina del espacio emocional: la amígdala. Una amígdala pasiva dispara la probabilidad de abrazar las formas más intensas de placer. De hecho, el primer signo de dicha es siempre la ausencia de miedo. La intensidad del goce, tanto en el hombre como en la mujer, viene gestionada por la ínsula (donde hay mucho ajetreo durante el orgasmo) y, en buena parte, por el hipotálamo, matriz generadora de oxitocina, la sustancia responsable de que se perciba la unión con la pareja, la generosidad y el altruismo.
Después de la fiesta, nuestros antepasados varones seguramente tendían a suspender el vínculo amoroso cuando sus compañeras ardían en deseos de verlo reforzado con nuevos gestos que consolidaran la relación recién establecida. En el mundo homínido avanzado, con cuerpos (sobre todo el femenino) que ya escondían las señales más explícitas de disponibilidad sexual, el acercamiento pedía unas habilidades comunicativas cada vez más desarrolladas, ya que para establecer contacto era necesario entrar en una especie de flirteo, de negociación sexual. La capacidad de comunicarse bien con las hembras y la impresión que ellas recibían de sus posibles parejas durante la interacción más o menos simbólica (hablada en parte) contribuía, sin duda, a la aceptación de la oferta. El coito posterior servía para encontrar afinidades y, al fin y al cabo, para consolidar la relación.
De esta forma, la estrategia de la «buena conducta» acabó siendo muy ventajosa: los machos dispuestos a comportarse de forma «civilizada», quienes pusieran en el platillo una sensibilidad mayor, quienes dedicaran más tiempo a conocer los deseos de la hembra, eran los que establecían contacto más fácilmente, copulaban más, intercambiaban más placer y, en consecuencia, tenían más posibilidades de transmitir sus genes. Después, sus hijos e hijas gozarían más con los rituales de cortejo y obtendrían abundantes premios en la lotería de la dicha. El amor llamaba a la puerta de la evolución y acabaría por tener una importancia fundamental en el desarrollo del lenguaje, el sistema simbólico que aceleró la historia.
Por el camino que condujo al Homo sapiens hemos examinado los códigos de escritura para la construcción de los cuerpos y los sistemas de realimentación generadores de espacios comunicativos entre hombres y mujeres. Si ellos se encaprichaban con los pechos turgentes, ellas lucían sus dos rotundidades. Si ellas preferían los penes versátiles, ellos acomodaban sus miembros a las nuevas preferencias. Si ambos se entusiasmaban con las muestras de inteligencia o con las caras hermosas, todos intentaban exhibir perspicacia o belleza.
Llegados a este punto, ante la evidencia de estos cuerpos tan bien diseñados y del papel que en ello ha desempeñado, de forma subyacente, una especie de instinto de seducción con la función básica de establecer relaciones cada vez más fuertes, permitidme pensar que la emergencia de una mente personalizada a través de la conciencia como resultado del crecimiento espectacular del cerebro estaría muy mediatizada por uno de los mecanismos generadores del más creativo caos emocional: el programa del amor que formaliza gramáticas para el deseo y el placer, pero también para la apatía, el odio y el dolor. Y todo esto lo afirmo justo cuando la comunidad científica empieza a presentar una nueva arquitectura que va a cambiar el estudio del comportamiento humano.