INTRODUCCIÓN
LAS ÚLTIMAS HORAS DE JOSÉ ANTONIO

El libro que el lector tiene ahora en sus manos pretende ser un merecido homenaje, como lo fue su predecesor, La pasión de José Antonio (2011), a la memoria de un gran hombre que supo vivir y morir por sus ideales: José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fundador de Falange Española.

Si La pasión de José Antonio se ha convertido hoy en un auténtico bestseller en España, con siete ediciones en papel hasta el momento, aparte de figurar también en las listas de libros electrónicos más vendidos, ha sido principalmente porque su protagonista sigue levantando pasiones, valga la redundancia, en muchos millares de personas de distinto credo político.

Sin la fidelidad de los lectores y las excelentes críticas y comentarios de Stanley G. Payne, Luis María Anson, José Antonio Primo de Rivera y Urquijo, Ana de Sagrera, Luis Alberto de Cuenca, Eduardo García Serrano, José María Velo de Antelo, Carmelo López-Arias o Blas Piñar (q.e.p.d.), a quien rindo desde aquí mi más emotivo recuerdo, tampoco podría explicarse el gran éxito de esta obra en pleno siglo XXI.

Sería injusto no agradecer también la entusiasta acogida dispensada al libro por parte de José Lorenzo García, José Cabanas y Jorge Juan Perales, del portal Hispaniainfo, así como por los asociados de Plataforma 2003, que tuvieron el detalle de invitarme a la tertulia y cena de Navidad en 2011, durante las cuales me complací en compartir mesa con José Antonio Primo de Rivera y Urquijo, Ramón Serrano Súñer, Ceferino Maestú, César y Carlos Pérez de Tudela, Agustín Cebrián, Jaime Suárez, Lola Bermúdez Cañete, Enrique de Aguinaga y Antonio Gibello, entre otros distinguidos comensales con quienes conversé largo y tendido sobre mi obra dedicada a José Antonio.

En sus páginas brindé ya al lector por primera vez valiosos testimonios orales, como el de los hijos de Rafael Garcerán, pasante del bufete de abogados de José Antonio y hombre de su máxima confianza, o mis reveladoras conversaciones con Federico von Knoblock, hijo del cónsul alemán en Alicante, sobre los vanos intentos de rescate del jefe de Falange Española.

Más tarde, en La pasión de Pilar Primo de Rivera (2013) ofrecí también en primicia, junto a otros muchos documentos (como los dosieres confidenciales sobre destacados falangistas por encargo de Luis Carrero Blanco o la correspondencia cruzada entre Dionisio Ridruejo y Pilar Primo de Rivera), el relato íntegro elaborado por Agustín Aznar, protagonista de algunas de las escaramuzas para liberar a José Antonio, que la directora de la Sección Femenina conservaba en su archivo inédito, tan generosamente puesto a mi disposición por su sobrino nieto y albacea testamentario, Pelayo Primo de Rivera.

En La pasión de José Antonio salieron a relucir, también por primera vez en un libro, las cuatro últimas declaraciones de Guillermo Toscano, el miliciano que le dio el tiro de gracia a José Antonio, así como la última confesión del sargento Juan José González Vázquez, encargado del piquete de guardias de Asalto, junto con las cartas del juez Federico Enjuto dirigidas desde el exilio al jefe del Gobierno, Juan Negrín, al presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, y al ministro de Justicia, Ramón González Peña.

Escudriñé también entre los papeles privados del fiscal Vidal Gil Tirado para ofrecer algunos fragmentos interesantes sobre el proceso de José Antonio y di a conocer, por supuesto en España, al empresario uruguayo Joaquín Martínez Arboleya, testigo ocular del fusilamiento de José Antonio en el patio de la cárcel de Alicante.

Con la cuarta edición de La pasión de José Antonio, la editorial Plaza y Janés obsequió al lector con un opúsculo sobre su célebre maleta, cuyos objetos y documentos principales se reprodujeron por primera vez en alta resolución por gentileza de su sobrino y ahijado Miguel Primo de Rivera y Urquijo, custodio actual de tan preciado tesoro.

Se preguntará el lector, con razón, qué más puede contarse a estas alturas sobre José Antonio, de quien tantos ríos de tinta han corrido ya desde su muerte, acaecida hace casi ochenta años.

Con Las últimas horas de José Antonio, y tras casi cuatro largos años de investigación, se disipa cualquier duda. El lector hallará ahora el «expediente perdido» durante tantos años de Alfredo Crespo Orrios, director de la cárcel provincial de Alicante, mediante el cual conocerá los pormenores del intento de asesinato de José Antonio y Miguel en agosto de 1936, el propio fusilamiento del 20 de noviembre o la «saca» de presos del 29 de noviembre, en la que se ejecutó a cincuenta y dos personas, entre ellas al confesor de José Antonio, el sacerdote José Planelles Marco. También se publican las cartas desconocidas de la hermana, la tía y la cuñada de José Antonio pidiendo clemencia al juez.

Ofrecemos igualmente el expediente judicial completo de Juan José González Vázquez, donde figuran sus cinco primeras comparecencias ante el juez en las que da un vuelco completo a su versión, reconociendo que sí estuvo en el patio de la cárcel y revelando otros muchos detalles sobre la ejecución.

Consignemos un dato más sobre este individuo, relacionado con su graduación como guardia de Asalto: hemos optado por señalarle como «sargento» o «suboficial», tal y como figura en sus declaraciones judiciales y en los testimonios de compañeros que se refieren a él de ese modo; si bien es cierto que el tribunal que le condenó a muerte manifestó en su sentencia que González Vázquez fue ascendido a alférez en septiembre de 1936, y solo un mes después, a teniente.

El sumario de Luis Serrat Martínez, uno de los milicianos de la FAI que formaron parte del pelotón de fusilamiento de José Antonio, sale a relucir también en estas páginas. Sabemos así que le apodaban Bakunin, en recuerdo del revolucionario anarquista ruso, pese a que algún autor se haya referido por error a Serrat y a Baculín como a dos personas distintas. Exponemos su versión sobre el fusilamiento y hasta la carta de su padre a Franco pidiéndole la conmutación de la pena capital.

Y qué decir sobre Manuel Beltrán Saavedra, otro de los milicianos que fusilaron a José Antonio: ponemos a disposición del lector todos los documentos que le implican en semejante crimen.

De Guillermo Toscano brindamos su primera declaración prestada ante la Policía tras su detención en Baza (Granada), en 1939. Sin duda, la más completa de todas, pues revela en ella detalles desconocidos, como que el fusilamiento se efectuó «a capricho», sin control ni orden de fuego alguna, y que hubo alrededor de «cuarenta personas» ajenas a la cárcel que presenciaron el fusilamiento, lo cual refuerza también la veracidad del testimonio de Martínez Arboleya, quien aseguró que estuvo allí «camuflado entre el gentío».

Desvelamos los pormenores judiciales de Emilio Valldecabres Malrás, el asesor jurídico del Ministerio de la Guerra que denegó la concesión del indulto a José Antonio: sus declaraciones y las de Julián Besteiro y Ángel Pedrero, responsable del SIM en Madrid, así como la carta de su madre solicitando tras la ejecución una pensión para su nieta huérfana de tan solo ocho años.

Sobre el juez Federico Enjuto Ferrán aportamos el expediente completo de su pertenencia a la masonería, incluido un revelador informe de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.

Estos expedientes hallados nos permiten reconstruir con mayor fidelidad aún las circunstancias que rodearon la muerte de José Antonio y los detalles de su fusilamiento. Además, claro está, de los testimonios recabados de Clara Toscano, sobrina nieta de Guillermo Toscano, que nos relata, entre otras cosas, respaldada por un documento policial del que también disponemos, el curioso detalle de que el miliciano llevase una pluma estilográfica que había pertenecido a José Antonio en el momento de su detención; o la versión del fusilamiento que le contó el guardia civil que custodió al reo de muerte la víspera de su ejecución, incluida una fotografía inédita también de Guillermo Toscano con su esposa e hija.

Annik Valldecabres, sobrina carnal de Emilio Valldecabres, nos hace también revelaciones sorprendentes en otra entrevista sobre el proceso judicial de José Antonio, las cuales reservamos para las siguientes páginas; en febrero de 2008, el diario Levante-El Mercantil Valenciano publicó también una amplia conversación con ella.

Gracias a Cecilia Enjuto, nieta de Federico Enjuto, conocemos igualmente anécdotas de las memorias inéditas del juez escritas en el exilio, adelantadas por ella misma durante su intervención en una mesa redonda celebrada en la Universidad de Alicante el 20 de noviembre de 2014.

José Luis Casanova, consiliario de las causas de canonización de los mártires de la Guerra Civil en la provincia de Alicante, nos aporta detalles desconocidos del confesor de José Antonio y de los llamados «mártires de Novelda», fusilados junto a él. Publicamos una fotografía inédita de la pequeña urna de metacrilato que contiene un fragmento del cráneo y del fémur de José Planelles, a modo de reliquias.

Revelamos también la identidad de los diez funcionarios de prisiones que estuvieron de guardia en la cárcel de Alicante el día en que fusilaron a José Antonio, junto con sus correspondientes declaraciones, así como lo que luego contaron al juez los dos médicos forenses que certificaron la muerte del líder de Falange y los cuatro mártires de Novelda.

Por no hablar de la novedosa información que sale ahora también a la luz rescatada del expediente del jurado popular Marcelino Garrofé Audet, que también hemos localizado. Y esto es solo un anticipo de más sorpresas…

Advirtamos finalmente que José Antonio fue condenado a muerte en un simulacro de juicio bajo la presión de Largo Caballero, influenciado a su vez por el envío de armamento a la República procedente de la Unión Soviética a cambio de las reservas de oro del Banco de España.

Sabemos que en el fusilamiento de José Antonio participaron un sargento y tres soldados del Quinto Regimiento, constituido a iniciativa del Partido Comunista de España (PCE) y de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Pelotón, por cierto, designado por Ramón Llopis Agulló, el firmante de la orden de entrega de José Antonio al piquete de ejecución.

El propio Stalin, como haría al año siguiente con Andreu Nin, secretario general del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), sobre quien compuse la biografía En busca de Andreu Nin (2005), calificada de «excelente» por el hispanista británico Hugh Thomas en la Tercera de ABC (25/05/2008), jaleó en última instancia el asesinato del líder de Falange Española sirviéndose del general Alexander Orlov, jefe de la NKVD en España, la Policía secreta soviética precursora del KGB; y, cómo no, también de su embajador Marcel Rosenberg, en contacto permanente con el propio presidente del Gobierno, Largo Caballero, y su ministro de Justicia, Juan García Oliver.

Entre otras evidencias, figura este telegrama personal del propio Stalin a José Díaz Ramos, secretario general del PCE y sujeto como tal en gran medida a las consignas del Komintern. Fechado el jueves 15 de octubre de 1936, tan solo un mes antes de la ejecución de José Antonio, el telegrama es ya de por sí elocuente:

Los trabajadores de la Unión Soviética, al prestar a las masas revolucionarias españolas toda la ayuda de que son capaces, no hacen más que cumplir con su deber. Comprenden que la liberación de España de los reaccionarios fascistas no es un asunto privado de los españoles, sino la causa común de toda la Humanidad avanzada y progresista.

Y José Antonio, aunque estuviese entre rejas, resultaba un incordio para los comunistas y estalinistas que, nunca mejor dicho, le odiaban a muerte.

Asistamos ya sin más demora a las últimas horas de José Antonio…

JOSÉ MARÍA ZAVALA

Madrid, 20 de diciembre de 2014

1. EL ÓRDAGO

«[José Alonso Mallol, director general de Seguridad] quería vigilar tan concienzudamente nuestro traslado, que enviaba su propio coche».

MIGUEL PRIMO DE RIVERA

—Este hombre es un miserable —sentenció, con mezcla de rabia e impotencia, José Antonio Primo de Rivera.

Poco antes, el Hispano-Suiza blanco, lustroso, del director general de Seguridad, José Alonso Mallol, se había detenido en el arcén de la carretera que conducía hasta Alicante.

El automóvil, de carrocería y cristales blindados, con seis ocupantes a bordo, había abandonado dos horas antes el patio de la cárcel Modelo de Madrid para enfilar luego la carretera general de Andalucía en dirección a Ocaña, donde debía tomar la desviación de Albacete. Al salir a la calle, se le incorporó como escolta un turismo con siete guardias de Asalto armados hasta los dientes con mosquetones y munición.

Eran alrededor de las veinte horas del 5 de junio de 1936.

«La noche era agradable y fresca», recordaba Miguel Primo de Rivera, hermano de José Antonio, en su diario mecanografiado sin fechar, conservado hoy en la denominada «Carpeta de tío Miguel» que su sobrino, Miguel Primo de Rivera y Urquijo, me permitió consultar amablemente en su casa de Madrid, con motivo de mi opúsculo sobre la maleta de José Antonio, a finales de 2011.

La decisión de ceder el flamante automóvil para que los hermanos Primo de Rivera viajasen hasta Alicante no era precisamente un acto generoso ni benevolente de Alonso Mallol, sino que, como explicaba el propio Miguel, aquel «quería vigilar tan concienzudamente nuestro traslado, que enviaba su propio coche».

Para respirar mejor la atmósfera casi de plenilunio en la Moncloa, sentado en uno de los baquets delanteros junto a la ventana, Miguel bajó con dificultad el espeso cristal blindado, pues, para colmo, iba maniatado.

José Antonio y él permanecían custodiados por dos policías, uno de los cuales indicó al hermano menor que lo subiera para mayor seguridad hasta que saliesen de la ciudad. Miguel obedeció, resignado. Necesitaba ensanchar los pulmones, aunque fuera con el aire viciado de la capital, tras treinta y seis días de reclusión en su caso.

José Antonio y él se contentaron así con escrutar a través de las ventanas, asombrados en parte, el animado espectáculo de la ciudad, añorando sin duda la vida extramuros de la prisión.

El viaje hasta Ocaña, en la provincia de Toledo, a unos setenta kilómetros de Madrid, transcurrió casi en silencio. Alrededor de dos horas interminables, durante las cuales José Antonio maquinaba mentalmente el plan que podía salvarles la vida, advirtiendo de ello discretamente a su hermano con un ligero codazo.

De vez en cuando, los policías miraban hacia atrás para comprobar si el vehículo de escolta les seguía a prudencial distancia.

Entre tanto, el chófer de confianza de Alonso Mallol cruzaba palabras inaudibles con un comisario de la Dirección General de Seguridad sentado a su derecha; ambos permanecían separados de los cuatro pasajeros restantes por una mampara de cristal situada en el mismo epicentro del habitáculo interior.

Fue entonces cuando un viejo truco sirvió para romper definitivamente el hielo, al dejar atrás la población de Ocaña: con el pretexto de fumarse un cigarrillo, Miguel hizo ademán de impotencia para ver si le desataban. Para su sorpresa, los agentes accedieron finalmente con cierta amabilidad y, aunque José Antonio tampoco probó esta vez el tabaco, encendieron los tres restantes sus pitillos, entablándose la primera conversación que muy pronto derivó en un vibrante monólogo del fundador de la Falange que pudo cambiar el destino de la historia de España.

¿Qué dijo en aquel crucial momento José Antonio a los dos policías que le vigilaban ante el silencio cómplice de su hermano, mientras este imploraba para sus adentros una reacción milagrosa?

Miguel recordaba, al cabo de los años, la asombrosa capacidad dialéctica de José Antonio, la cual, según sus palabras, «llevó a la inteligencia de aquellos hombres la clara visión de lo que era el oscuro horizonte español». «Les hizo ver con palabras proféticas —añadía Miguel— que una teoría completa de crímenes y barbarie amenazaba por igual a todos los españoles y que para ellos, modestos agentes al servicio de un Gobierno odioso, lo porvenir era más aciago que para nadie».

Todos los elementos del orden debían, en su opinión, agruparse para salvar a la Patria; empezando por aquellos mismos agentes de policía, carentes de autoridad ante las organizaciones marxistas.

Por fin, José Antonio, en una de las intervenciones más audaces de su corta vida, tuvo la osadía de proponer a los dos policías que cambiasen el rumbo del viaje para… ¡ganar la frontera portuguesa!

Tanto él como su hermano no fueron ajenos a los gestos y palabras de estupor de los agentes al principio, mientras el conductor y el comisario permanecían enfrascados en su conversación al otro lado de la medianera, envueltos en otra burbuja de cristal…

COCHE DE REY

Tal vez reparase también José Antonio, en aquellas horas decisivas, en que el lujoso Hispano-Suiza a bordo del cual hacía el último viaje de su vida sin saberlo había pertenecido o era otro similar al del rey Alfonso XIII nada menos.

No en vano, cinco años antes, el 14 de abril de 1931, el monarca tuvo que abandonar para siempre su patria dejando en sus reales garajes, a disposición del nuevo régimen republicano, su soberbia colección de automóviles confeccionada con inusitada ilusión y afán durante más de un cuarto de siglo.

Solo en los dos últimos años de su reinado había adquirido una flota de catorce automóviles, entre los que sobresalían un Chevrolet 19 HP de seis cilindros, un Chrysler 77 de 25 HP, cuatro Ford 17 HP, de cuatro cilindros cada uno, y, cómo no, una reluciente pareja de Hispano-Suiza 46 HP, como el que utilizaba para sus viajes oficiales y particulares el director general de Seguridad desde febrero de 1936.

De hecho, la primera inversión del rey en la industria automovilística fue en la Hispano-Suiza, fundada en Barcelona el 15 de junio de 1904 con un capital de quinientas mil pesetas. Baltasar de Losada y Torres, conde de Maceda y consejero de la sociedad, era amigo personal del monarca y fue el intermediario y depositante de parte de sus acciones desde 1910.

Otro consejero, Enrique G. Careaga, era su asesor financiero y le representaba en el Banco de Madrid y en la Hispano-Suiza de Francia, donde Alfonso XIII poseía 3.060 acciones.

Pero la trayectoria radiante de la Hispano-Suiza se eclipsó a partir del 7 de diciembre de 1935, tras fallecer su director, Damián Mateu, el gran artífice de la consolidación del milagro automovilístico en España. Su hijo Miguel le sucedió al frente del negocio en un ambiente prebélico muy desfavorable que desembocó en la Guerra Civil, durante la cual la Generalidad de Cataluña colectivizó y nacionalizó las fábricas mediante un decreto firmado por Lluís Companys, que puso la gestión empresarial en manos de los comités de trabajadores.

Cierto día irrumpió el comité revolucionario en la Hispano-Suiza para asesinar a su administrador, Manuel Lazaleta, y perseguir a muerte a quienes no eran izquierdistas. Los consejeros de la compañía lograron cruzar la frontera, exiliándose en Francia.

Poseer un Hispano-Suiza durante los años veinte y primera mitad de los treinta era motivo de gloria no solo para Alfonso XIII. Otros reyes, como Carol de Rumanía o Gustavo de Suecia, también presumían de conducir un modelo de la misma marca. Igual que el príncipe de Mónaco, el gran duque Dimitri de Rusia o los magnates Rotschild, Thyssen y Vanderbilt. Artistas de moda, como Josefina Baker (la Venus negra) o el inefable Pablo Picasso disponían de otros Hispano-Suiza para lucirlos en grandes o pequeñas ocasiones.

Tampoco José Alonso Mallol se privaba de semejante capricho de cuatro ruedas cada vez que se retiraba a descansar a su casa de la plaza de Ruperto Chapí, frente al Teatro Principal, en cuyo barrio alicantino de Raval Roig había nacido cuarenta y tres años antes de que José Antonio y Miguel recorriesen ese mismo itinerario en dirección a la cárcel provincial de la que el primero saldría ya siendo un cadáver maltratado.

Alonso Mallol era un sibarita que disfrutaba con las comilonas, igual que Juan Negrín o que el gobernador civil de Alicante, Francisco Valdés Casas; en especial del bacalao con ali oli, el gazpacho o los arroces alicantinos, que nadie como su esposa, Concepción Sellés, con quien contrajo matrimonio canónico tras la insistencia de esta en 1929, sabía prepararle.

Era masón hasta el tuétano. Iniciado en julio de 1916 en la logia Constante Alona de Alicante, siendo presidente del Consejo Provincial de Izquierda Republicana, militaba ahora en la logia Regional de Levante.

Su biógrafo, Pedro L. Angosto, nos ofrece unas curiosas pinceladas sobre él:

Siempre fue leal a la Constante Alona y a la Regional de Levante, incluso en el exilio, pero a su manera. No creía lo más mínimo en rituales iniciáticos —a pesar de haber sido maestro de ceremonias en la Constante Alona—, ni en liturgias, ni en mandiles ni triángulos. José Alonso era completamente ateo y le importaba muy poco cualquier cosa relacionada con Dios, el Gran Hacedor o el Arquitecto del Universo.

Cabe preguntarse, entonces, por qué se hizo masón.

Angosto apunta dos razones principales: la primera, de índole familiar, obedecía a que su padre y abuelo eran masones también; y la segunda, estrictamente política, derivaba de su concepción de la masonería como instrumento eficaz para organizar la oposición al régimen.

Añadiremos una tercera explicación no menos evidente: su condición de masón le sirvió para ganar influencia y ascender en su carrera política.

¿Quién iba a pensar, si no, que el antiguo vendedor de máquinas de escribir Royal por los pueblos de la provincia de Alicante y gacetillero en el diario El Luchador llegaría a convertirse en todo un director general de Seguridad?

Entre sus «honores y distinciones» figuraba también haber sido señalado por el teniente del Cuerpo de Seguridad Esteban Abellán Llopis como uno de los principales instigadores del asesinato del diputado monárquico José Calvo Sotelo.

Anteriormente había sido gobernador civil de Asturias y de Sevilla, pero el triunfo abrumador del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 acababa de catapultarle a la Dirección General de Seguridad, desde la cual había ordenado detener el 13 de marzo a la Junta Política de Falange Española, acusada de pertenecer a una asociación ilícita.

No le importó a Mallol amañar pruebas y entregarlas luego al Juzgado de Guardia. Pero la Audiencia de Madrid sentenció el 30 de abril, lo mismo que el Tribunal Supremo el 8 de junio, que la doctrina falangista era legítima y constitucional.

EL REVÓLVER DE JOSÉ ANTONIO

Previamente, el 10 de marzo, la Gaceta de la República había publicado un decreto del Ministerio de la Gobernación sometiendo a revisión todas las licencias de armas, de modo que los titulares de las mismas quedaban obligados a depositarlas en los cuarteles de la Guardia Civil en un plazo de quince días.

En mi opúsculo sobre la maleta de José Antonio reproduje su «Guía de posesión de armas cortas de fuego para la defensa personal», expedida inicialmente en Madrid el 29 de mayo de 1934, con el número 5.173.

El jefe de Falange Española adquirió entonces un revólver Tanque, del calibre 38, en la madrileña Casa Azurmendi, fabricado a su vez por la empresa Ojanguren y Vidosa con sede en Éibar (Guipúzcoa).

Hasta su ingreso en la cárcel Modelo, cuatro días después de promulgarse el citado decreto, José Antonio y sus camaradas permanecieron en la Dirección General de Seguridad diecisiete horas en total, desde las diez de la mañana del 14 de marzo hasta las tres de la madrugada del día 15, en que fueron trasladados a los calabozos de Las Salesas para prestar declaración.

El fotógrafo Prado, de la Dirección General de Seguridad, le tomó las fotografías de rigor para su ficha policial, en la que se le conceptuó como «nacional-sindicalista», a diferencia de su hermano Miguel, calificado de «fascista».

Su estatura quedó reflejada también en la ficha: 1,78 metros, frente a los 1,81 metros de Miguel.

Físicamente, José Antonio era un calco de su padre, Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, pero había heredado de su madre, Casilda Sáenz de Heredia, los ojos azul verdosos tan penetrantes. Miguel, en cambio, tenía más mezcla de ambos.

La noche del 15 de marzo, José Antonio y sus camaradas ingresaron finalmente en la galería de presos políticos de la Modelo, situada en una gran manzana comprendida entre la plaza de la Moncloa, el paseo de Moret y las calles Martín de los Heros y Romero Robledo.

José Antonio ocupó la antigua celda de Largo Caballero, el miserable que poco más de ocho meses después le llevaría a la tumba.

El 1 de mayo ingresó en prisión su hermano Miguel, detenido la noche del 30 de abril a raíz de los turbulentos sucesos organizados en Cuenca por las milicias del socialista Indalecio Prieto.

Enviado por José Antonio a esa ciudad en compañía de Rafael Garcerán, Barroso y Tito Menéndez, el joven Miguel fue detenido por representar a su hermano preso en las elecciones a diputados que debían celebrarse en aquella capital.

Al ingresar en la cárcel, José Antonio conservaba aún su licencia de armas, renovada por la Dirección General de Seguridad poco antes de llegar Alonso Mallol; es decir, que estaba en situación legal, dado que el plazo de entrega de las armas cortas de fuego seguía aún en vigor.

Tras un registro efectuado en el domicilio del líder de Falange Española, situado en el primer piso del número 86 de la calle Serrano, el agente Cristóbal Pinazo halló dos pistolas en el despacho de José Antonio.

El 30 de abril, el Juzgado de Instrucción dictó auto de procesamiento contra él como presunto autor de un delito de tenencia ilícita de armas. La misma Sala de la Audiencia de Madrid que había declarado legal la doctrina de Falange se ocupó de la instrucción de este nuevo caso.

A petición de José Antonio, que actuó como abogado defensor de sí mismo, la citada Sala practicó una diligencia de inspección ocular el 16 de mayo en su domicilio, a la que asistieron el comisario y el policía que encontró las dos pistolas.

A punto de esclarecerse los hechos, el Gobierno del Frente Popular recurrió a una sucia artimaña mediante la cual el ministro de Justicia, el sevillano Manuel Blasco Garzón, convocó al presidente de la Audiencia Territorial de Madrid para ordenarle que, en lo sucesivo, la Sala que instruía el procedimiento por tenencia ilícita de armas dejase de hacerlo. En su lugar, se designó a otra sección que, pese a no intervenir en ninguna de las pruebas practicadas, acabó condenando el 28 de mayo a José Antonio por aquel delito.

Existía así ya un pretexto legal para mantenerlo preso en la cárcel Modelo, de la que solo saldría para ingresar en otro centro penitenciario.

DURRUTI EN LA MODELO

Años después, el camarada Manuel Valdés Larrañaga, con quien José Antonio jugaba al polo en el Club Puerta de Hierro de Madrid y de quien recibía clases de natación como campeón de la especialidad, evocaba la vida en la prisión Modelo antes del 18 de julio.

El jefe de Falange era un claro ejemplo de orden y disciplina. A su inspiración obedecía un exigente plan de vida carcelaria, seguido por sus camaradas a rajatabla, para combatir la pereza y el desánimo entre aquellos muros y rejas, procurando estar siempre en la presencia de Dios. De ahí que las actividades comenzasen con la asistencia a misa a las ocho de la mañana, como recordaba el propio Valdés. Luego, de nueve a diez, una treintena de falangistas, al principio comandados por su jefe, completaban la tabla de gimnasia y jugaban al fútbol en el patio. Como los presos políticos no estaban sujetos a los horarios de los comunes, bajaban al patio cuando lo desalojaban los demás.

Una vez allí, calzado con botas de fútbol y embutido en el jersey blanco que distinguía a su equipo, José Antonio pugnaba sin desmayo para que el balón se colase en la portería contraria, pues él siempre jugaba de delantero centro, con Raimundo Fernández-Cuesta y Julio Ruiz de Alda como defensas.

Las tardes se dedicaban al estudio y la lectura, y a las once de la noche se tocaba «retreta».

Entre los camaradas presos figuraba Pedro Marciano Durruti Domingo, hermano menor del carismático líder anarquista José Buenaventura Durruti, muerto a causa de una bala asesina sobre las cuatro de la misma madrugada del 20 de noviembre de 1936 en que José Antonio, apenas dos horas después, rendiría también su alma ante el Altísimo.

Desde su confinamiento en la Modelo, el 13 de abril, el hermano falangista de Durruti era uno de los muchos reclusos atendidos por la Sección Femenina. Su directora, Pilar Primo de Rivera, había entablado ya contacto con él desde su misma llegada a Madrid, a finales de enero, para entrevistarse con su hermano José Antonio.

Al mes siguiente de su entrevista, Pedro Durruti fue admitido como miembro de Falange con el carné número 1.501, expedido en León el 1 de abril de 1937, documento en el que, además de su nombre, figuraban estos otros datos: «Edad: 26 años; Profesión: mecánico; Fecha de admisión: 5 de febrero de 1936».

Más tarde, a primeros de julio, tras ser liberado Pedro Durruti de la Modelo, Pilar Primo de Rivera volvería a verle en compañía del notario Ávila Pla, el estudiante Luis Sánchez y su hermano menor, Fernando, detenido el 13 de julio.

Durruti sería acusado luego de participar en la «conspiración hedillista», como se denominó finalmente a los violentos sucesos de Salamanca en la Historia del anarquismo leonés, y de confabularse abiertamente para que la Falange, en lugar del Ejército, acaudillase el levantamiento contra el Gobierno del Frente Popular.

Del sumario del Consejo de Guerra contra él abierto en León (Causa 405/37) se desprende que los días 21 y 22 de agosto de 1937, Durruti proclamaba también con descaro la disolución de la Guardia Civil, la desaparición del clero o la admisión en Falange de socialistas y comunistas.

Durruti sería ejecutado por un pelotón de fusilamiento el sábado 22 de agosto de 1937, en un acto de flagrante injusticia, como di ya cumplida cuenta en La pasión de Pilar Primo de Rivera.

Pero hasta entonces, al llegar a ser tantos los detenidos en la cárcel Modelo, como recordaba Pilar en uno de sus numerosos escritos exhumados de su archivo personal, «cada una de las chicas de Falange se hizo cargo de un preso y una vez por semana les llevaban en paquetes individuales todo lo que ellas creían que podía alegrarles».

Las mujeres de la Sección Femenina les entregaban también, según añadía Pilar, «cientos de cajetillas de tabaco y los monos para jugar en el patio y de vez en cuando hasta les poníamos cien pesetas a cada galería por si querían tomar café». «Y la cárcel —concluía la directora de la Sección Femenina—, más que la cárcel en aquellos días, parecía la Jefatura Nacional de Falange de las JONS, porque detrás de aquellas rejas seguía el jefe dando órdenes por las que se habían de regir las organizaciones del Movimiento y allí estaba montada la Secretaría Nacional».

PERRO FIEL DE LERROUX

En un departamento de aquella misma prisión irrumpió el 5 de junio, a las siete de la tarde, su director, José Martínez Elorza y Otero.

A Elorza le cabía el «honor» de haber excarcelado el 30 de noviembre del año anterior a Largo Caballero, siguiendo instrucciones judiciales.

A las catorce horas de aquel día aguardaba en el despacho de Elorza el abogado del líder socialista para conducirle a continuación en automóvil hasta el hotel de su propiedad, en la Dehesa de la Villa.

Cuando José Antonio ingresó en prisión, su director le tenía reservada la misma celda de Largo Caballero, como ya sabe el lector.

Nacido en 1883 y fallecido en extrañas circunstancias en el mismo año 1936 en Valladolid, tras la sublevación militar, Elorza era ya un veterano político, designado gobernador civil de Salamanca el 15 de agosto de 1931, y de Murcia, el 14 de septiembre de 1933. Pertenecía al Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux.

El 11 de enero de 1936, en el mismo salón de actos de la cárcel Modelo, se le impuso la Placa de la Orden Civil de la República, «por sus extraordinarios méritos en momentos tan difíciles como los de octubre del pasado año, en que la población reclusa, con un promedio aproximado de novecientos detenidos, subió inesperadamente a cerca de cuatro mil».

Junto a su jefe, fueron también condecorados, en su caso con la Medalla Penitenciaria de Plata de segunda clase, el subdirector de la Modelo, Díaz Duque, y los jefes de servicio Escobar, Martínez Casas, Fuentes y Larruga.

José Antonio y Miguel se disponían a cenar en aquel preciso instante cuando, con ademán nervioso y preocupado, Martínez Elorza les indicó que iban a ser trasladados enseguida de prisión. Sin dar crédito a tan repentina decisión, y con su habitual perspicacia para intuir las ocasiones de peligro, José Antonio alegó que como director debía proteger la vida de los reclusos. Elorza le replicó con excusas poco convincentes, fruto de su excitación. Se justificó diciendo que no era él quién para desobedecer una orden tajante del director general de Seguridad, ni mucho menos del Gobierno, de quien procedía en última instancia la decisión del traslado.

—Si no es por las buenas, será entonces por las malas —amenazó el funcionario.

Los presos falangistas secundaron entonces a José Antonio, advirtiendo que solo maniatados y a la fuerza les trasladarían de prisión.

—A mí no me sacan de aquí si no es arrastrándome —advirtió José Antonio, desafiante. Y añadió, gritando—: No me voy más que con la Guardia Civil. Ese Alonso Mallol quiere darme una cornada más…

LA «CORNADA» DE MALLOL

La primera de esas «cornadas», en efecto, se la había propinado ya Mallol a José Antonio interponiéndole una querella, seguida del correspondiente sumario judicial.

La querella empezó a gestarse a raíz de los sucesos registrados en los calabozos de la Dirección General de Seguridad la mañana del 14 de marzo, en que José Antonio ingresó allí seguido poco después de Raimundo Fernández-Cuesta y Julio Ruiz de Alda. Al verse de nuevo juntos los tres camaradas, cantaron enardecidos el Cara al sol, esgrimiendo el saludo romano ante las miradas estupefactas de los delincuentes habituales que poblaban los calabozos. Solo un cabo de Asalto bajó como un energúmeno al oír el himno falangista:

—¡A callar! Ustedes ya no pintan nada en este país… ¡Ha triunfado la República laica!

José Antonio le increpó, armándose un gran revuelo.

Poco después, el jefe de Falange recibió la visita de Antonio Goicoechea, exministro de Gobernación durante el reinado de Alfonso XIII y diputado de Renovación Española en las elecciones de febrero de aquel año, quien le preguntó por el motivo de su detención:

—La razón —repuso José Antonio— es que el director general de Seguridad ha levantado con sus «procedimientos» conocidos los sellos del local de Falange.

Estas palabras le valieron luego a su autor la mencionada querella.

El día de la vista oral, celebrada en la cárcel Modelo, enfurecido al escuchar la sentencia condenatoria, José Antonio pisoteó su toga, avergonzándose de que luciesen también la suya los miembros del tribunal. Insultó incluso al secretario, vociferando a la Guardia Civil que detuviese a los magistrados. Y, como es natural, se negó a firmar el acta.

El oficial habilitado Felipe Reyes de la Cruz, creyendo por error que José Antonio pretendía arrebatarle el acta de la sesión, le arrojó un tintero a la cabeza, abriéndole una brecha por la que manó abundante sangre. En un gesto que le honra, José Antonio advirtió luego a todos sus camaradas que no se vengasen de Felipe Reyes, como así sucedió.

Hablando de togas, la víspera de su traslado a Alicante, José Antonio había enviado una carta al diputado Manuel Giménez Fernández en la que, tras proclamar que «el parlamentarismo es la tiranía de la mitad más uno», mostraba su rechazo al régimen imperante una vez más sin pelos en la lengua:

Yo no entiendo por qué ha de ser preferible a la dictadura de un hombre la de doscientas cincuenta bestias, con toga legislativa. Con el aditamento de que no es una dictadura que se ejerza al servicio del bien público o del destino patrio, sino al servicio de la blasfemia y de la ordinariez.

Acostumbrado a las «cornadas» del director general de Seguridad, José Antonio se vio inmerso, la tarde del 5 de junio, en una acalorada discusión, zanjada finalmente por Elorza, que ordenó a sus guardias encerrar a los falangistas en sus celdas. Aun así, José Antonio fue incapaz de callar, increpándole: «Con la misma cuerda que manda atar a sus detenidos algún día le ahorcarán».

Y maniatado, como su hermano Miguel, el jefe se despidió esa noche de los setecientos falangistas confinados en la Modelo:

—¡Camaradas, tal vez no nos volvamos a ver…! ¡Arriba España!

—¡Arriba España! —gritaron todos.

LOS «GALGOS» DE ALFONSO XIII

El hecho de que José Antonio hubiese cursado una instancia al rey Alfonso XIII el 10 de mayo de 1927, solicitando el hábito de la Orden de Santiago, no le convertía ni de lejos en un monárquico empedernido, ni tan siquiera en un monárquico tibio, sino más bien al contrario, dado que el soberano había traicionado finalmente a su padre tras siete años de encomiable servicio al titular y a la institución.

Paradojas del destino: José Antonio viajaba ahora hacia Alicante en un vehículo idéntico, si es que en realidad no era el mismo, aunque con algunas mejoras técnicas, que había pertenecido a Alfonso XIII.

Para evitar equívocos, su hermana Pilar quiso dejar muy claro en sus memorias que su presencia y la de su hermano Miguel en la estación de ferrocarril de El Escorial para despedir a la reina Victoria Eugenia de Battenberg y a sus hijos camino del exilio, en abril de 1931, no obedeció precisamente a su simpatía por el monarca destronado.

Tampoco José Antonio ni Carmen, que acudieron antes que ellos a Galapagar para despedirse también, lo hicieron por gratitud a Alfonso XIII, sino «porque la reina siempre se portó bien con mi padre, lo que no podíamos decir del rey», advertía Pilar.

Franco, sin ir más lejos, en unos apuntes manuscritos conservados en la Fundación Nacional que lleva su nombre, reflexionó de forma atinada: «Ingratitud de la Monarquía con el general Primo de Rivera, que con tanta eficacia la había servido durante siete años».

Ingrato por naturaleza había sido precisamente el monarca con su propia esposa, a la que tantas veces le fue infiel, así como con el general, que siempre confió en él. Se contó en este sentido que Alfonso XIII, proclamada la República, a varios asistentes que recibió en Roma y que salieron en defensa del marqués de Estella, les endilgó sin contemplaciones:

—Sí, sí, la dictadura hizo dos cosas importantes en España: los firmes especiales (carreteras) y la República.

En la pérdida de confianza regia en el general Primo de Rivera pesó, sin duda, toda esta cadena de acontecimientos: el movimiento estudiantil de 1928 contra la equiparación de los títulos de las universidades privadas y públicas, el malestar en el Ejército tras la modificación de los criterios tradicionales de ascenso en el arma de Artillería, el frustrado pronunciamiento republicano de José Sánchez Guerra en 1929 y la crisis de la peseta y su devaluación con respecto a la libra esterlina.

¿Pero tuvo acaso noticia José Antonio, por su padre, de otro turbio asunto que pudo influir también en la caída del dictador?

En La pasión de Pilar Primo de Rivera abordé ya este gran escándalo silenciado con ayuda de otro legajo inédito de singular valor histórico: el exhaustivo informe del juez instructor del caso, Mariano Luján, extraído a su vez del extenso sumario judicial «desaparecido» durante más de ochenta años por razones obvias.

Las demoledoras conclusiones del magistrado implicaban a Alfonso XIII y a su camarilla regia, encabezada por el duque de Alba, en delitos de estafa y apropiación indebida, entre otros, por su participación en las carreras de galgos en pista cubierta prohibidas entonces en España.

Tras el crack bursátil de 1929 en Nueva York, un individuo llamado Charles Munn inventó en Estados Unidos una liebre artificial que denominó «liebre mecánica», y más tarde «liebre eléctrica», tras la cual corrían como locos los galgos en un canódromo creyendo que era auténtica.

Surgieron así las carreras de galgos en pista con las que el rey y algunos súbditos suyos pretendieron lucrarse también en España.

Pero el general no se dejó «borbonear» esta vez por Alfonso XIII.

El monarca y su camarilla intentaron convencerle en vano para que aprobase la concesión estatal de carreras y apuestas. Sin embargo, persuadido de la extrema delicadeza del asunto, Primo de Rivera negó terminantemente el permiso, lo cual pudo interpretarse como un desafío del vasallo a su rey, haciéndole caer poco después en desgracia.

Solo tras la dimisión de Primo de Rivera, Alfonso XIII y sus cómplices pudieron poner en marcha sus torticeros planes, creando un entramado societario con el que obtuvieron unos ingresos fraudulentos de 5,4 millones de pesetas (más de once millones de euros en la actualidad), como denunciaba el juez.

Consciente o no de semejante impudicia, José Antonio jamás olvidó la afrenta personal recibida de Alfonso XIII al aceptar convertirse en padrino de boda del gran amor de su vida, Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna, con Mariano de Urzáiz, conde de El Puerto.

En la ceremonia religiosa, oficiada el miércoles 12 de junio de 1935, el exrey de España, residente en el exilio de Roma, estuvo representado por el padre de la novia, duque de Villahermosa, quien, para más inri, profesaba una declarada animadversión al difunto general Primo de Rivera por considerarle culpable del derrumbamiento de la monarquía.

Al año siguiente, en los primeros días de noviembre, mientras José Antonio aún vivía, Alfonso XIII tuvo la desfachatez de presumir de falangista de primera hora durante una tertulia con su hijo don Juan, su biógrafo Francisco Bonmatí de Codecido y César González Ruano, antiguo corresponsal en Roma del ABC de Sevilla. Hallándose Alfonso de Borbón con sus contertulios en el suntuoso vestíbulo del hotel Excelsior Galia de la capital italiana, de pronto Ruano le dijo:

—Como que yo soy el carné número cinco de Falange.

A lo que el monarca, como una centella, le espetó:

—Y yo, el menos quinientos. ¡Mira tú este! ¿A ver si los primeros falangistas de España no fuimos el general Primo de Rivera y yo? Lo que pasa es que no siempre puede uno hacer lo que quiera ni aun siendo rey.

Resulta cuanto menos curioso que Alfonso XIII fuera capaz de proclamarse como uno de los primeros falangistas de España… ¡antes incluso de la constitución de ese partido! Y para colmo, cuando su fundador había ratificado el definitivo hundimiento de la monarquía un año antes del estallido de la Guerra Civil, en un mitin muy celebrado por sus huestes, durante el cual proclamó, rindiéndose a la evidencia, que la monarquía «se quedó sin sustancia y se desprendió, como cáscara muerta, el 14 de abril de 1931».

LA HORA DE LA VERDAD

Mientras José Antonio esgrimía sus mejores argucias dialécticas tratando de convencer a los dos policías de la imperiosa necesidad de cambiar el rumbo del viaje y de la Historia, el Hispano-Suiza que les conducía hacia Alicante simbolizaba el viejo esplendor de la monarquía ya fenecida.

Tal vez la única diferencia visible en la carrocería de aquel precioso automóvil fabricado en Barcelona fuese que la antigua bandera monárquica (roja-gualda-roja) lucida en el escudo había sido ya reemplazada por la bandera tricolor (roja-amarilla-violeta) por decreto del nuevo Gobierno republicano.

Los rostros escandalizados de los agentes republicanos se tornaron escépticos, y finalmente convencidos, ante los argumentos claros y precisos de su sagaz interlocutor.

Uno de los policías osó comentar:

—Tiene usted razón; es verdad todo lo que dice.

—Así es —corroboró luego el otro agente—. Esto no puede seguir así.

Los hermanos Primo de Rivera se miraron esperanzados: ¿cambiaría el chófer de Alonso Mallol finalmente el rumbo del viaje y de sus vidas para alcanzar la ansiada frontera con Portugal, donde ya residía el general José Sanjurjo, antiguo compañero de armas de su padre?

Sanjurjo, el general más prestigioso entonces del Ejército español, se había marchado al exilio de Estoril donde también se instalaría, una década después, la Familia Real española encabezada por don Juan de Borbón, cuyo padre destronado había fallecido en Roma en 1941.

Fracasado el golpe militar del 10 de agosto de 1932 en Sevilla, conocido como «la Sanjurjada», el general intentó ganar sin éxito la frontera portuguesa con uno de sus hijos, siendo finalmente detenidos ambos en Ayamonte (Huelva).

Sanjurjo fue confinado en la prisión militar del castillo de Santa Catalina, en Cádiz, de la que salió en libertad gracias a un decreto de amnistía rubricado a regañadientes por el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, a propuesta del nuevo Gobierno presidido por Alejandro Lerroux, tras las elecciones de noviembre de 1933.

El decreto se modificó al final para que Sanjurjo no pudiese reincorporarse al Ejército, razón por la cual decidió exiliarse en Portugal, donde le visitó Miguel de Unamuno en junio de 1935.

Mientras el militar y el pensador recorrían la playa de Estoril, el segundo le preguntó, ya con inquietud, sobre la deriva que la Segunda República y el Gobierno de Azaña estaban llevando a España, obteniendo por respuesta tan solo evasivas.

En junio de 1935 también, José Antonio convocó a la Junta Política y a los jefes territoriales de Falange en el Parador de Gredos. En las proximidades del parador, con todos ellos sentados a la sombra de los pinos centenarios de Navarredonda y el Pico Almanzor en el horizonte, José Antonio desveló el motivo de aquella reunión clandestina:

Yo os digo —anunció con aire mesiánico— que en las próximas elecciones el triunfo será de las izquierdas y que Azaña volverá al poder. Y entonces a nosotros se nos plantearán días tremendos, que habremos de soportar con la máxima entereza. Pero creo que, en vez de esperar la persecución, debemos ir al alzamiento, contando, a ser posible, con los militares, y si no, nosotros solos. Tengo el ofrecimiento de 10.000 fusiles y de un general. Medios no nos faltarán. Nuestro deber es ir, por consiguiente, y con todas las consecuencias, a la guerra civil.

Explicó a continuación que cuatro o cinco mil escuadristas de la Primera Línea serían armados en la localidad salmantina de Fuentes de Oñoro, muy cerca de la frontera portuguesa, donde se pondría al frente de ellos un general cuyo nombre no reveló entonces, pero que todos intuyeron que se trataba del exiliado José Sanjurjo.

José Antonio había enviado a Sanjurjo, en noviembre de 1934, por conducto de su hijo Justo, una carta previniéndole entonces frente a los intentos de ciertos grupos de la derecha de manipular su figura.

Dos años después, preso ya en la cárcel Modelo, el jefe de Falange recibió una carta de felicitación de Sanjurjo el 19 de marzo, día de su onomástica; misiva a la que siguió otra más del general, del 23 de abril, para confirmar si había llegado a sus manos la primera dado que este no tenía constancia del recado verbal que el destinatario había cursado a través de un amigo que viajó a Portugal con tal fin.

UN INSTANTE, UNA VIDA

¿Correrían ahora la misma suerte que Sanjurjo los hermanos Primo de Rivera en su denodado afán por cruzar la aduana portuguesa?

La idea remota que bullía en sus cerebros desde que salieron de la cárcel Modelo se convirtió en una liviana esperanza cuando los dos policías suscribieron el mensaje de José Antonio. Faltaba, sin embargo, persuadir a los dos hombres que viajaban delante, ajenos por completo a la conversación entablada al otro lado del cristal blindado.

José Antonio recabó información a los dos agentes sobre la personalidad y las ideas del conductor de Alonso Mallol y del comisario de Policía. No había tiempo que perder, pues el coche se aproximaba peligrosamente a Albacete.

El chófer, como él presentía, era un hombre de toda la confianza del director general de Seguridad, de modo que le descartó de inmediato. Todas las esperanzas quedaron depositadas entonces en el comisario, quien, al parecer, era una persona con ideas menos exaltadas y sin cuya anuencia la pareja policial advirtió que no secundaría el plan. Menudo órdago para José Antonio.

Era preciso encontrar la ocasión propicia para hablar con él, la cual se presentó de improviso, al comprobarse que los destellos de los faros del automóvil que los seguía minutos antes habían desaparecido de su vista. La excusa perfecta para llamar la atención del comisario y pedirle que detuviese el coche.

Acto seguido, los presos solicitaron permiso para bajar y estirar un poco las piernas. Miguel se acercó al conductor para ofrecerle un pitillo y entablar una conversación banal con él, mientras al otro lado de la carretera José Antonio departía con los policías y el comisario.

Aparentando interés en lo que el chófer le decía, Miguel centró toda su atención en los rumores provenientes del otro grupo; percibía la voz resuelta y convincente de su hermano, seguida de otras que trataban de amortiguarla, otorgando a la conversación un tono a veces airado.

«¿Cuánto tiempo duró aquello? No lo sé», admitiría luego Miguel con razón, desorientado por completo en aquellos momentos de angustia e incertidumbre.

Finalmente, el comisario ordenó en voz alta, pero temblorosa, que subiesen al coche para ir en busca de la escolta perdida.

«Habíamos fracasado —se lamentaría ya siempre Miguel—. Aquel pobre esbirro del ministro de Gobernación, por miedo, por pequeñez de espíritu o sabe Dios si por otra idea turbia, cambió con su negativa la Historia de España».

Mientras retrocedían por la carretera, percibieron la luz de los faros del vehículo de escolta; minutos después, la expedición reanudaba el rumbo a Alicante.

Alrededor de las dos de la madrugada llegaron a Albacete, donde tomaron un poco de jamón y café, entre exageradas medidas de seguridad.

Sobre las seis de la mañana del 6 de junio, a idéntica hora en que José Antonio sería fusilado, el Hispano-Suiza se detuvo por fin ante la puerta de la cárcel provincial, en la misma carretera de Alicante.

Inmersa en la barriada de La Florida, la prisión exhibía desafiante sus murallas, garitas de vigilancia, foso y rastrillo.

El comisario entregó a los detenidos, telefoneando enseguida a Madrid para comunicar a la Dirección General de Seguridad que el servicio acababa de cumplirse, como haría cualquier perro fiel.

Cuántas veces debió de repetir José Antonio para sus adentros, viendo partir el tren irremediable de su última ilusión: «Este hombre es un miserable»…

2. «BAKUNIN»

«Los que hablan tienen la completa seguridad de que el Bakunin. tomó parte en el asesinato de José Antonio Primo de Rivera».

DECLARACIÓN DE TRES FUNCIONARIOS DEL REFORMATORIO DE ADULTOS

El 6 de junio de 1936, el mismo día en que José Antonio y Miguel fueron conducidos por el oficial encargado de la cárcel de Alicante, Samuel Andani Boluda, desde el cuerpo de guardia hasta un cuartucho oscuro donde rellenaron sus fichas y fueron sometidos a un meticuloso cacheo, Luis Serrat Martínez acudió como de costumbre a la sede de la CNT-FAI (Confederación Nacional del Trabajo-Federación Anarquista Ibérica) en Huelva.

Luis Serrat pertenecía a las Juventudes Libertarias, donde desempeñaba el cargo de secretario y delegado recaudador del Sindicato de Oficios Varios. No en vano contaba aún diecisiete años de edad, pues había nacido en Huelva el 22 de agosto de 1918, residiendo de soltero con sus padres, Juan y Dolores, en el número 11 de la calle Trigueros.

El perverso protagonista de este capítulo había trabajado entre 1933 y 1934 como aprendiz y ordenanza en la importante bodega propiedad del empresario local Juan Pastor, en el vecino municipio de San Juan del Puerto, donde se cultivaban extensos viñedos con una moderna instalación para la extracción del vino.

Durante esos dos años, el joven anarquista había acudido con puntualidad a su trabajo en la calle del Doctor Rubio, 16, con acceso posterior a la línea del ferrocarril Zafra-Huelva. Debió de subirse incontables veces a uno de los veinte inmensos vagones-foudres de la agencia de aduanas y transportes Petit, que Juan Pastor explotaba en régimen de consignación con un tráfico medio de diez mil bocoyes (toneles grandes) de vino al año entre España y Portugal.

Una empresa próspera, en definitiva, donde había estado empleado un muchacho modélico, al decir de su patrón Juan Pastor, en un informe con el membrete de la compañía firmado de su puño y letra el 17 de diciembre de 1939, cuando Luis Serrat Martínez ya había sido condenado a la pena de muerte por un consejo de guerra.

Con tan solo cinco líneas mecanografiadas a doble espacio en una simple cuartilla, movido por los incesantes ruegos de los padres del condenado, de veintiún años cumplidos ya, Juan Pastor intercedió finalmente por su antiguo empleado ante el tribunal militar:

Por la presente declaro que Luis Serrat Martínez estubo [sic] a mi servicio durante los años 1933 y 1934 como aprendiz y ordenanza, habiendo siempre obserbado [sic] buena conducta y no viéndosele ideas extremistas algunas. Lo que certifico a petición de los interesados.

Otro empresario local más modesto, dueño de un comercio de cervezas y licores en la barriada Molino de la Vega, llamado Manuel Martín Domínguez, así como dos paisanos del reo de muerte, José Contreras y Francisco Gálvez, dieron fe también de que Luis Serrat era una persona buena y, sobre todo, «sin ideas extremistas ni faltas en su comportamiento en la sociedad».

LA CARTA A FRANCO

Desesperado, sin embargo, al ver a su hijo cada día más cerca del cadalso, Juan Serrat Rojas quemó el último cartucho que le quedaba: escribir directamente al Generalísimo Franco.

Su instancia era una permanente súplica, en la cual, pese a reconocer que su hijo había formado parte del pelotón de fusilamiento de José Antonio, solicitaba la conmutación de la pena sin descartar otra aún menor. «Por pedir, que no quede», debió pensar, afligido, el progenitor.

La carta, que ahora exhumamos, es muy dura, dirigida «al padre, más que al jefe del Estado», como una saeta directa al corazón.

Dice así:

A Su Excelencia el Jefe del Estado.

Juan Serrat Rojas, español de setenta años, con domicilio en la calle Trigueros, 11 en Huelva, ante Su Excelencia tiene la consideración de exponer:

Que el que habla tiene un hijo llamado LUIS SERRAT MARTÍNEZ [con mayúsculas en el original], de veinte años [el padre intentaba atenuar la responsabilidad, pues en realidad su hijo había cumplido ya los veintiuno], detenido en el Reformatorio de Alicante, dependiente de aquella prisión provincial; por haber sido uno de los componentes del pelotón de fusilamiento que ejecutó a José Antonio Primo de Rivera, nuestro inolvidable camarada.

Mi dicho hijo, que al comenzar el Movimiento Nacional contaba solamente con diecisiete años, fue arrastrado por la vorágine roja hacia Madrid, y posteriormente destinado a Alicante, siendo uno de los designados para dicha ejecución. Cosa que me tiene manifestado no pudo evitar el efectuarlo, pues una negativa suya hubiese producido su inmediata ejecución.

Su poca edad y ante el temor de hacer manifestaciones que pudieran acarrearle perjuicio, determinó su silencio y ello es la causa de su culpa hoy.

Al padre [subrayado en el original], más que al Jefe del Estado, le dirijo esta súplica para que comprenda que mi hijo por ser menor [no de edad, precisamente] no es totalmente responsable de sus actos y esto aunque le disculpa y exime, no pretendo hacerlo valer más que para que del alto concepto de la Justicia Social que preside sus actos y por ello recurro en clemencia le sea condonada la Pena de Muerte [subrayado en el original] que le tiene pedida el Ministerio Fiscal, por la de Cadena Perpetua, o la que sea de justicia.

Es justicia que pido en Huelva a catorce de diciembre de mil novecientos treinta y nueve. Año de la Victoria. Arriba España. Viva España. Viva nuestro Generalísimo Franco. Firmado: Juan Serrat Rojas.

A diferencia de lo que sostenía el padre de Luis Serrat en relación con el Ministerio Fiscal, su hijo ya había sido condenado a la pena de muerte en sentencia dictada el 28 de noviembre de 1939, dieciséis días antes de su instancia a Franco, por el Consejo de Guerra Permanente número 1.

Sigamos explorando este primer «expediente perdido» durante setenta y cinco años nada menos, cuyas entrañas desvelamos ahora en estas páginas.

Aludimos en concreto a la Causa número 2.273, que por el procedimiento sumarísimo de urgencia revela que Luis Serrat Martínez, cuyo nombre ha salido a relucir hasta ahora de forma enigmática en algún que otro trabajo sobre el particular ante la falta de datos, no era precisamente un fantasma, ni mucho menos un inocente angelito, como pretendían hacer creer su anciano padre y los vecinos de Huelva testificando en su favor.

De hecho, algún autor se ha referido a Luis Serrat y a «Baculín» como a dos personas distintas, cuando en realidad eran la misma; otros, en cambio, como el propio sargento Juan José González Vázquez encargado del pelotón de ejecución de José Antonio, le denominó «Vaquerín» en su declaración judicial.

DESENMASCARADO

Pero ahora, un importante documento obrante en la citada causa, fechado el 7 de noviembre de 1939, deshace el equívoco. Se trata de la declaración efectuada por tres funcionarios del Reformatorio de Adultos de Alicante —Manuel Nigues, Ernesto Gras y Mariano Arroyo—, según la cual «entre los presos existentes en el mismo han reconocido a un miliciano rojo que prestaba servicio en la Prisión Provincial, en unión de cinco milicianos más, los cuales tenían la misión de vigilar a los hermanos Primo de Rivera».

Los denunciantes ponían así al descubierto al «hombre de las dos caras» en su declaración acompañada de la rúbrica del propio denunciado:

El recluso de referencia —añadían— se apodaba BAKUNIN [en mayúsculas] y figura en este Reformatorio con el nombre de Luis Serrat Martínez, hallándose a disposición del Juzgado Especial Militar letra E.

Y, lo que era aún más grave:

Los que hablan —concluían los funcionarios— tienen la completa seguridad de que el BAKUNIN tomó parte en el asesinato de José Antonio Primo de Rivera, como igualmente de los 26 falangistas de la Prisión Provincial y de los 25 del Reformatorio, el día 29 de noviembre de 1936.

Reconstruiremos con ayuda de las propias declaraciones de Bakunin o Luis Serrat, como prefiera el lector, junto con las de los testigos y los informes policiales archivados en la causa, su participación en el asesinato de José Antonio, para detenernos en un próximo capítulo en la no menos terrible escabechina perpetrada la mañana del 29 de noviembre en represalia por el bombardeo nacional efectuado entre las 19.50 horas del día 28 y las tres de la madrugada del mismo día 29.

Matanza de la que fue víctima también en las tapias del cementerio alicantino, junto con los cincuenta y un falangistas mencionados por los funcionarios del Reformatorio de Adultos, el confesor de José Antonio, don José Planelles Marco, hoy en proceso de beatificación.

Añadamos antes que Serrat se enorgullecía de que sus camaradas le motejasen Bakunin, pues profesaba la más alta estima y admiración al padre ruso del pensamiento anarquista, defensor a ultranza del colectivismo y el ateísmo.

Juan Pastor demostró así no conocer en absoluto a su empleado y más tarde recomendado ante la justicia, dado que Serrat propugnaba la supresión de la propiedad privada, como Bakunin; lo cual, para cualquier libre empresario que se preciase de serlo, significaba arrojar piedras contra su propio tejado.

José Antonio tampoco era santo de su devoción, nunca mejor dicho, si se repara en que el verdadero Bakunin aborrecía la religión hasta el punto de rendir pleitesía a la figura del mismísimo Lucifer, por considerarle un revolucionario en el Cielo contra el poder autócrata de Dios. Así, como suena.

Que Serrat, o Bakunin, era un auténtico indeseable resulta palmario a la luz del tenebroso retrato de él dibujado por José Vivancos Crespo, capitán jefe de la Comandancia Militar de Jaén, y remitido al superior coronel José Cortés el 19 de junio de 1939.

Compruebe el lector si no pone los pelos como escarpias:

Se trata de un sujeto de pésimos antecedentes —afirmaba el capitán Vivancos—. Fue pistolero a sueldo de la FAI mucho antes del 18 de julio. Según referencias facilitadas por él mismo durante el curso de la guerra, había tomado parte directa en diversos atracos a mano armada…

Este sujeto ha referido en cafés, bares y tabernas, y en cuantos sitios ha tenido ocasión para ello, entre otras cosas la siguiente: que estuvo de guardia en la puerta de la celda en que, en Alicante, se encontraba detenido el Jefe Supremo de Falange José Antonio Primo de Rivera y que, durante su guardia, no consintió que los hermanos Primo de Rivera intercambiaran palabra alguna con el detenido; que luego formó parte del piquete de ejecución de dicho jefe haciendo distintos relatos de la forma en que murió José Antonio.

También ha referido que él fue quien asesinó a don Antonio Caballero a fines de 1936, en Jaén, así como que entre él y otro individuo en una sola tarde en Andújar cometieron setenta asesinatos, hasta que los guardias de Asalto tuvieron que imponerse, viéndose obligados a abrirse paso con bombas de mano. Igualmente ha dicho el mencionado en distintas ocasiones que en la cárcel quemó vivas en una noche a catorce personas de nuestra Causa…

ASESINOS PRESUNTUOSOS

El atestado del capitán de la Guardia Civil Manuel Muñoz Filpo, datado en Sevilla el 12 de abril de 1939, nos pone también en antecedentes sobre este pájaro de cuidado que acabó disparando con gran fiereza su mosquetón Mauser, modelo Oviedo 1916, contra el cuerpo exánime del líder de Falange Española en el patio número 5 de la cárcel alicantina, el de la enfermería.

El capitán Muñoz era uno de los mejores sabuesos de la Benemérita y a él se encomendó, como era natural, la elaboración del minucioso informe que, además de su firma, lleva también la del propio encartado.

Muñoz era delegado provincial del Servicio de Información e Investigación de Falange Española Tradicionalista y de las JONS en Sevilla, y jefe de la red provincial de la Policía Militar.

Sabemos ahora que en diciembre de 1938 tuvo noticia de la existencia de un individuo llamado Luis Serrat Martínez, que se había jactado en círculos anarquistas de Jaén de haber tomado parte en el fusilamiento de José Antonio, lo cual era motivo de gloria para los miserables que tanta inquina profesaban al líder de Falange, anhelando cobrarse tan preciado trofeo. En su caso también, por la boca moriría el pez…

De esa misma aversión daba fe el soldado republicano Gerardo Estapé, tras ser detenido y enviado a finales de 1938 al Depósito de Prisioneros y Evadidos de Logroño.

Estapé prestaba entonces el servicio militar a las órdenes directas del comandante Dositeo Sánchez Fernández, uno de los jefes del Batallón 122, Brigada 31 de la III División.

Este comandante, de profesión albañil en su pueblo natal de Los Molinos, en la sierra madrileña, se vanagloriaba de ser uno de los individuos que participaron en el asesinato de José Antonio.

A diferencia de Serrat, Dositeo Fernández fanfarroneaba. Pero eso no le impedía calumniar con regocijo al líder de Falange, llegando a decir que «lo único que sentía era que José Antonio tenía que haber sido matado en el vientre de su madre».

La vileza ilimitada de algunos milicianos comunistas quedó también patente en el retrato de uno de ellos, hallado entre otros papeles abandonados en la huida, cuando la guerra ya estaba perdida.

El miliciano anónimo había dedicado a mano su fotografía: «Saludos al Grupo Pasionaria», consignó. Al dorso de la imagen figuraba el siguiente texto manuscrito, repleto de faltas de sintaxis y ortografía:

Apreciable camarada, te hago saber que no tengas inconveniente ninguno en enseñarle esta fotografía a los verdaderos comunistas para que sepan que fue el que le dio el primer tiro al Primo de Rivera y a cuatro más lo cual [sic] e disparé con mucha emoción porq. [sic] comprendo que eran unos de los estorbos principales y a todas horas del día estoy dispuesto a quitar del medio cuantos más mejor mis deseos son de que terminen pronto.

Bakunin sí presumió ante sus amigotes, y por desgracia con razón, de semejante «hazaña» aunque luego llorase lágrimas de cocodrilo camino del patíbulo.

Tal vez en su caso el infortunio, o más bien el pánico, pudo convertir finalmente un corazón de piedra en un corazón humano; aunque toda el agua de los ríos no bastaría para lavar la mano ensangrentada de un homicida como él.

Oriundo también de Huelva, el capitán Muñoz Filpo advertía que Serrat se había distinguido ya antes del estallido de la guerra por sus actividades en las organizaciones anarquistas, en las que era miembro activo y eficaz propagandista de sus descabelladas ideas.

Los informes en poder de Muñoz le señalaban también como socio del Ateneo libertario y secretario de Educación de las Juventudes Libertarias. No se trataba, por tanto, de un elemento cualquiera en la organización anarquista de Huelva, sino de un sujeto significado con importantes tareas encomendadas dentro de la misma.

La Guardia Civil seguía todos sus movimientos sin desfallecer desde hacía más de cuatro meses, con la paciencia y meticulosidad de un entomólogo, confiada en que sus pesquisas darían resultado más pronto que tarde, como así fue.

El 9 de abril de 1939, tres días antes de entregar el atestado y de tomarle la primera declaración al detenido, los cabos de la Guardia Civil Enrique Galván Maestro y José Carvajal Chia, ambos de la Comandancia del Interior de Sevilla, tuvieron conocimiento de que Serrat, acompañado de otro individuo llamado José Pantoja Muñoz, de quien también nos ocuparemos más adelante, había visitado a un familiar de este en el barrio sevillano de Triana.

Pantoja, como ya quedó acreditado en La pasión de José Antonio, había participado junto con Serrat y otros milicianos identificados en el asesinato del líder falangista. Pero en esta ocasión Pantoja logró escabullirse, a diferencia de su compañero, detenido en casa de una hermana suya el 11 de abril, a las siete de la tarde, en el vecino pueblo de San Juan de Aznalfarache.

EL BANDOLERO

Veamos qué dijo Serrat el 12 de abril de 1939, en su primera declaración ante la Guardia Civil prestada en Sevilla y hasta ahora desconocida.

Tras confirmar todos sus cargos y responsabilidades en la CNT-FAI y en las Juventudes Libertarias de Huelva, explicó que, al producirse el Alzamiento del 18 de julio, adoptó al principio una actitud pasiva, hasta que se vio obligado a poner pies en polvorosa tras enterarse de que las tropas nacionales se aproximaban peligrosamente a su ciudad natal y podían adoptar represalias contra él.

Sabía muy bien el evadido que su pertenencia a las organizaciones libertarias acarrearía fatales consecuencias para su vida si los nacionales lograban echarle el guante, lo cual no concordaba en absoluto con las peticiones de clemencia formuladas por su padre ante Franco, ni tampoco con las de sus paisanos dirigidas al tribunal que le condenó, en el sentido de que Serrat no profesaba ideas extremistas y era un hombre de conducta pacífica e irreprochable.

La tranquila existencia en Huelva se truncó, de hecho, el mismo 18 de julio de 1936 cuando la capital fue tomada por los nacionales, que impusieron desde el primer día un castigo ejemplar a los republicanos más recalcitrantes.

Centenares de simpatizantes de la izquierda fueron asesinados, entre ellos el gobernador civil Diego Jiménez, el teniente coronel de la Guardia Civil Julio Orts y el teniente coronel de Carabineros Alfonso López.

El primer gobernador civil y militar sublevado, comandante Gregorio Haro, poco partidario de los consejos de guerra, prodigó el terrible procedimiento de las «sacas», mediante el cual los detenidos eran fusilados sin juicio previo.

De entre los contados consejos de guerra celebrados en los primeros meses sobresalió el del 30 de agosto de 1936 contra sesenta y nueve mineros de Riotinto, todos los cuales, a excepción de un menor de edad, fueron fusilados.

¿Qué suerte hubiese corrido entonces la vida de un hombre apodado para colmo Bakunin, si las nuevas autoridades sublevadas hubiesen interceptado uno solo de sus escritos libertarios rubricados por él mismo?

En la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Huelva se incautaron de copiosa documentación que ponía en evidencia al propio detenido y a quienes intentaban hacerle pasar por alguien moderado.

Baste con transcribir este elocuente párrafo:

Juventudes de Educación Libertaria. Huelva, 5 de mayo de 1936.

A la Federación Local de Sindicatos Únicos: Estimados compañeros, Salud y Anarquía: Ante todo os comunico oficialmente la reorganización de las Juventudes Libertarias y mi deseo de enviaros en su nombre un fraternal abrazo revolucionario. Volvemos otra vez las Juventudes Libertarias a empuñar la piqueta que demolerá el carcomido sistema social vigente; volvemos otra vez y con más brío que nunca, dispuestos a que este inicuo sistema de esclavitud en el que nos tiene sumergido el sanguinario capitalismo, cuyo leal servidor es el Estado, se termine para siempre… Firmado: Luis Serrat, secretario de Educación.

Bakunin tenía así razones fundadas para escapar como un auténtico bandolero a través de la sierra onubense de Aracena, en las estribaciones de Sierra Morena.

Emulando a José María Hinojosa, el Tempranillo, conocido también por «el rey de Sierra Morena», Luis Serrat consiguió llegar hasta el Perrunal, a casi setenta kilómetros de Huelva, y de ahí, alcanzar finalmente el pueblo de Llera, en Badajoz, situado en el extremo noroccidental de la comarca de Campiña Sur.

Días después entró en combate contra las tropas del general Yagüe en la localidad de Higueras de Vargas, al suroeste de la provincia pacense y muy cerca de la frontera portuguesa que José Antonio y Miguel no habían podido fatalmente cruzar.

Herido de bala en un hombro mientras desempeñaba el cargo de delegado político en la 146 Brigada y 190 Brigada Mixta, debió ser evacuado a bordo de un tren hospital hasta la clínica San Carlos de Madrid, donde le situaba su padre en su escrito a Franco, «arrastrado por la vorágine roja».

En Madrid permaneció solo unos días, siendo trasladado al hospital de las Milicias Confederales de Alicante, donde recibió el alta médica.

DESTINO: ALICANTE

Fue así como Luis Serrat —«alto, delgado, tirando a rubio el pelo, ojos azules y acento andaluz», como le describiría su camarada Guillermo Toscano ante la Policía— puso por primera vez los pies en la misma cárcel provincial donde estaba recluido José Antonio, incorporado a la guardia interior con la misión principal de vigilarle sin dejarle ni siquiera pestañear. Corría el 1 de noviembre de 1936.

Los milicianos como él llevaban por toda vestimenta unos pantalones blancos y mugrientos, camisas de cuello abierto y alpargatas raídas, simulando ser hijos del proletariado.

A su llegada a la prisión, Bakunin tuvo que atravesar varios locales y el cuerpo de guardia que desembocaba en la primera galería de la planta baja, donde José Antonio y Miguel compartían la celda número 10 en régimen de completa incomunicación con la población reclusa y con el exterior, habiéndoseles prohibido las visitas, el paseo cotidiano y hasta la lectura de la prensa.

Para entonces, los dos hermanos ya habían sido trasladados desde la cuarta galería, donde el mayor había ocupado la celda 73, y el menor, la 72.

Desde finales de julio, coincidiendo con el fracaso del alzamiento militar en Alicante y el relevo de Teodorico Serna Ortega por Adolfo Crespo Orrios como director de la cárcel, la situación de José Antonio y Miguel empeoró de manera irreversible.

Crespo Orrios dirigía también el Reformatorio de Adultos, cuya plantilla de funcionarios contribuyó con varios miles de pesetas a la suscripción Pro Milicias de Guerra patrocinada por el gobernador civil, Francisco Valdés Casas, y los sindicatos.

Los redactores anarquistas intentaban atemorizar a los oficiales de prisiones, obligándolos a tratar con desconfianza a los detenidos bajo amenaza de incluir sus nombres en la lista de «paseos» nocturnos.

El periódico CNT, al que estaban suscritos los milicianos como Serrat, publicó así el 30 de julio:

Un cartero nos ha enviado las siguientes líneas: «Salud. Los militares fascistas y sus sicarios paisanos detenidos en la Cárcel, a pesar de estar incomunicados, sostienen correspondencia con sus secuaces aún en libertad. ¿Cómo, por qué y de quién se valen? Es preciso vigilar a los republicanísimos vigilantes de la Cárcel»… Va a ser necesario incluir a muchos carceleros en la lista de los enemigos de la Libertad, y también impedir que los fascistas detenidos lleguen a cualquier prisión. ¡Que no se repitan las cosas a que aludimos!

Cuando Bakunin llegó a la cárcel de Alicante, los milicianos habían sustituido ya de facto a los funcionarios al frente de la rutina carcelaria.

Con razón, recordaba Miguel, estremecido: «Nos miraban a José Antonio y a mí como víctimas seguras».

Bakunin debió de reconfortarse al contemplar la minúscula y mísera estancia de los Primo de Rivera: el camastro de hierro oxidado con su correspondiente colchón de paja mugriento, la banqueta y una mesita de madera desvencijada por todo mobiliario, sin olvidar la palangana adosada a la pared, bajo un grifo de cobre.

La guardia que acechaba a José Antonio estaba formada por cuatro agentes de la Policía republicana cuyos nombres Serrat no recordaba, junto con tres soldados y un sargento del Quinto Regimiento de las Milicias Comunistas, y, finalmente, el grupo al que él mismo pertenecía, de las Milicias Confederales, procedente en su totalidad de Huelva. Sus miembros: «Andrés Gallego Pozo, Guillermo Toscano, uno apellidado Beltrán y yo mismo». Faltaba, sin embargo, José Pantoja Muñoz.

Evocaba el inculpado también el juicio de José Antonio a manos del tribunal popular, al cual asistió como mero espectador.

Y añadía, tratando de atenuar su futura condena, que nada más conocerse la pena de muerte impuesta al jefe de Falange, «le hice manifestaciones [a José Antonio] de disconformidad que debieron ser apreciadas por él, quien me comentó en tono afirmativo si no era verdad que yo no me alegraba de la sentencia».

Sobre la aplicación de la misma, responsabilizaba a «un individuo llamado Llopis, que ejercía funciones en la Comisión de Orden Público de Alicante, de ordenar que el pelotón lo formasen los del Quinto Regimiento de las Milicias Comunistas y el grupo al que yo pertenecía».

Aludía así a Ramón Llopis Agulló, presidente de la citada Comisión, a quien ya desenmascaramos en La pasión de José Antonio, camuflado tras su enigmática rúbrica «R. Llopis» en la orden de ejecución, lo cual indujo a varios autores a sospechar que podía tratarse del dirigente socialista Rodolfo Llopis, nada menos.

Ramón Llopis, tal y como recordaba Serrat, se ocupó de seleccionar a cada uno de los asesinos, todos los cuales quedaron «a las órdenes del sargento del antes citado Regimiento, formando en el mismo [el pelotón de fusilamiento] los citados cuyos nombres que yo recuerdo eran Andrés Gallego, Guillermo Toscano, José Pantoja, Beltrán y yo mismo, dándole el tiro de gracia Guillermo Toscano, que voluntariamente se prestó a ello por carecer de pistola el sargento que mandaba el pelotón».

Hasta aquí, su primera declaración incluida en el atestado de la Guardia Civil.

Serrat prestó dos declaraciones más: una segunda también en Sevilla, el 10 de mayo de 1939, y la última, ya en Alicante, el 6 de septiembre del mismo año.

En la del 10 de mayo se ratificaba en todo lo dicho el mes anterior.

Nos interesa de momento más la última, y, en especial, lo que el inculpado añadía en relación con la ejecución de José Antonio.

Insistía así en que tanto él como el resto de los asesinos «recibieron órdenes» de disparar contra el jefe de Falange, tratando en vano de aminorar su responsabilidad en lo sucedido.

Confirmó que la ejecución se llevó a cabo a las seis de la mañana del 20 de noviembre, «en unión de cuatro individuos más, también condenados a muerte por el Tribunal Popular», en alusión a los llamados «mártires de Novelda», a quienes dedicaremos un merecido capítulo.

He aquí el párrafo principal de su tercera declaración, con el que intentaba sin duda descargar su propia culpa con una rocambolesca versión; o así al menos lo consideró el tribunal que le condenó a muerte:

Formé parte del piquete forzoso por orden del sargento [del Quinto Regimiento] que mandaba las fuerzas, pero no protesté de ello por temor a las represalias que pudieran tomar conmigo. El piquete lo formaron cuatro comunistas y el grupo de la FAI, entre ellos yo, mandados por el sargento cuyo nombre no recuerdo; recuerdo sin embargo algunos del piquete, entre ellos Toscano y Pantoja, pero no si se hallaba Beltrán, aunque seguro que se encontraba Gallego. El fusilamiento tuvo lugar en el patio interior de la cárcel. Se hicieron dos descargas y una vez efectuada la primera, el pelotón perdió la formación y yo entonces me marché del patio antes de la segunda descarga, ignorando por tanto quién dio el tiro de gracia por no haberlo presenciado, suponiendo, por haberlo oído decir, que fue Guillermo Toscano.

Antes de nada, resulta increíble que Serrat no recordase el nombre del sargento que mandaba el pelotón, ni si su camarada Manuel Beltrán estuvo presente, asegurando en cambio con desconcertante aplomo que Andrés Gallego sí participó.

Su afirmación de que hubo «dos descargas» concuerda en principio con el testimonio de Miguel Primo de Rivera, quien dijo percibir desde su celda de la cuarta planta cómo abrían fuego una primera vez, seguida al cabo de un rato de otras intensas ráfagas de disparos. Aquello le indujo a creer que hubo dos pelotones distintos: uno que fusiló a los cuatro camaradas de Novelda, y otro encargado solo de su hermano José Antonio.

Pero lo que nadie en sus cabales podía creer sin más datos era que Luis Serrat hubiese abandonado el patio de la cárcel por su propia cuenta, sin atender las consignas del sargento del Quinto Regimiento que supuestamente mandaba el pelotón. A no ser que en el patio reinase aquella madrugada la más absoluta anarquía… Pero no adelantemos acontecimientos.

En el momento oportuno revelaremos más detalles que nos permitirán recrear finalmente el dantesco episodio tal y como sucedió.

3. DESAPARECIDO

«—¡Vengan los veinte primeros! ¡Arriba, en conducción!

Era la frase fatal, la sentencia de muerte,. que helaba la sangre en las venas…».

CARLOS VICUÑA

La misma mañana de su llegada a la cárcel de Alicante, José Antonio y Miguel pudieron conciliar el sueño hasta las ocho y media en sus «lujosas suites».

Previamente, el oficial Germán Quereda había tenido la deferencia de llevarles dos vasos de plomo colmados de un sucedáneo de café con leche y un par de mendrugos de pan que les ayudaron, junto con el consiguiente descanso en sus respectivos catres, a reponerse del largo y fatigoso viaje.

El director de la cárcel en persona, Teodorico Serna Ortega, les despertó de sus dulces sueños.

Serna era un hombre extravertido y afable que durante media hora les puso al corriente de las órdenes recibidas del ministro de la Gobernación sobre su particular régimen en la prisión. Permanecerían juntos, pero incomunicados con el resto de la población reclusa, en especial con los presos políticos, entre los que había veinticinco falangistas de Alicante y su provincia, para evitar las temibles algaradas.

Dispondrían tan solo de dos horas de paseo al día, una por la mañana y otra por la tarde, en un patio aislado y sin más compañía que la del oficial Abundio Gil Cañaveres, convertido durante ese tiempo en una sombra permanente para los dos hermanos.

Ignoraban aun así José Antonio y Miguel que durante el mandato de Teodorico Serna disfrutarían de un trato mucho más favorable que con el sucesor Adolfo Crespo, debido sobre todo al creciente poder de los milicianos anarquistas sobre los profesionales de prisiones.

El propio Miguel acabaría reconociéndolo en su diario mecanografiado:

En días sucesivos, la tolerancia de don Teodorico iba aumentando y a los ocho días de estar en Alicante, masas entusiastas de hombres y mujeres procedentes de todos los pueblos próximos venían como en peregrinación a ver a José Antonio, y don Teodorico permitía que lo hicieran e incluso que con voces y saludos manifestasen su fervor.

Y seguidamente exclamaba, nostálgico y eufórico incluso:

¡Magníficos días aquellos! Cuando el Gobierno de la República eligió a Alicante como lugar de reclusión de José Antonio, pensó sin duda que la capital alicantina, vivero tradicional de republicanos y masones, sería el círculo de hielo que le aislase del pueblo español que se le unía. ¡Torpe designio!

Miguel era muy consciente, en efecto, de la historia revolucionaria de Alicante en el siglo XIX: «doceañistas» contra el rey Fernando VII; «cristinos» liberales contra reaccionarios carlistas; progresistas contra Isabel II; republicanos contra Amadeo I de Saboya; «zorrillistas» contra la Restauración Alfonsina…

Luego, en pleno reinado de Alfonso XIII, los alicantinos tomaron partido por el anticlericalismo de José Canalejas, colaborando acto seguido fervorosamente en la instauración de la Segunda República.

Sin ir más lejos, Marcelino Domingo, ministro de Instrucción Pública en el Gobierno del Frente Popular, reclutó en Alicante, mientras curaba su delicada salud en aquel clima suave y benigno, a los cuadros de mando del partido republicano socialista.

Alicantino era el periodista y político Carlos Esplá, gobernador civil de la provincia al proclamarse la Segunda República y exiliado tras la guerra en Francia, Argentina y México. Igual que el dirigente socialista Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE en el exilio; lo mismo que Juan Botella Asensi, principal cacique de Alcoy, nombrado ministro de Justicia a finales de 1933.

PRIMEROS ALTERCADOS

Y entre tanto, yendo contracorriente, el director de la cárcel seguía prodigando sus gestos benevolentes con los hermanos Primo de Rivera.

El 2 de agosto, sin ir más lejos, remitió un informe al director general de Prisiones, Vicente Sol Sánchez, poniendo en su conocimiento el intento de agresión a José Antonio y Miguel en el que, mientras disimulaba sus simpatías con el término «fascistas» al referirse a ellos, trataba en el fondo de proteger su integridad.

Serna debía andarse con ojo, pues Vicente Sol no era un funcionario cualquiera, sino un viejo zorro que había sido elegido diputado del Frente Popular como miembro de Izquierda Republicana por la circunscripción de Badajoz. El estallido de la guerra le catapultó de nuevo a la Dirección General de Prisiones, donde ya había sucedido a Victoria Kent por primera vez desde el 8 de junio de 1932 hasta el 23 de abril de 1933.

El informante Teodorico Serna denunciaba así los hechos:

Excelentísimo señor: Sobre las seis y treinta horas de la tarde de este día, encontrándose en su despacho oficial el director que tiene el honor de suscribir, recibió aviso del oficial afecto al servicio de cocina don José Gras, manifestando que en el interior de la prisión se observaba alguna agitación y animosidad entre los presos comunes y los fascistas.

Personado inmediatamente en el interior, y acto seguido el señor subdirector y oficiales de Oficina, pude observar, al trasponer las puertas del Rastrillo, que ya como una docena de presos comunes invadía las galerías y cortos instantes después la casi totalidad de los presos comunes, abandonando el patio donde paseaban, se apoderaban de los bancos de su menaje rompiéndolos y, empuñando estos restos, trataban de agredir a dos detenidos fascistas, que se desplazaron de su departamento en actitud hostil contra los comunes, y aquellos se reintegraron a su departamento al advertir mi presencia en el interior de la prisión y ordenarles volvieran al local que les está asignado.

Hace algunos días se viene observando un acaloramiento de ánimos entre los presos comunes, siendo manifiesto el antagonismo entre la mayor parte de estos y los fascistas, habiéndose advertido por el director de que se abstuvieran de promover conflictos, que a todos serían perjudiciales, contribuyendo a esta labor asimismo el señor subdirector de este establecimiento.

Aún más, excelentísimo señor, esta Dirección tomó hace tres días la medida precautoria de separar de los presos comunes a un grupo de unos veinte de estos y merced a esta determinación el director que suscribe logró el objetivo que se proponía, pues dichos presos, a pesar de sus deseos de unirse a los demás, pudieron ser contenidos por el funcionario que los tiene a su custodia y vigilancia y no llegaron a participar en el alboroto y mucho menos en la tentativa de agresión, pues esta no llegó a producirse.

Como complemento de esta información, tengo el honor de remitir a la superioridad de vuestra excelencia copia del parte que el oficial encargado de la vigilancia y custodia de los detenidos José Antonio y Miguel Primo de Rivera y Sáenz de Heredia eleva a esta Dirección, referente al diálogo que tuvieron los mencionados detenidos a distancia con dos presos comunes de este establecimiento.

Personados guardias de Asalto en el interior del establecimiento al poco tiempo de promoverse el alboroto de referencia, fue paralizada la situación.

Lo que tengo el honor de poner al superior conocimiento de vuestra excelencia en cumplimiento del deber y a los efectos procedentes.

Saluda a vuestra excelencia respetuosamente, Teodorico Serna Ortega.

Serna aludía al parte del oficial Abundio Gil, supervisado por el administrador de la prisión Miguel Molins y finalmente por él mismo, a propósito de un incidente con una bandera de la CNT esgrimida de forma provocadora en presencia de José Antonio y Miguel:

Señor director: El oficial que suscribe participa a vuestra señoría que a las 18.30 horas, y hallándome de servicio en el patio de lavaderos con los detenidos José Antonio y Miguel Primo de Rivera, vi atada a la reja del departamento número 7 una bandera roja con las iniciales CNT; inmediatamente di conocimiento al señor oficial de Interior; a los diez minutos fue desprendida dicha bandera y arrojada al patio, a la vez que decían: «Ahí la tenéis»; en ese momento hubo un pequeño diálogo cordial sin mediar palabras ofensivas entre ambos detenidos bajo mi custodia y los que exhibían la bandera, sin tener otras consecuencias.

Lo participo a vuestra excelencia para su conocimiento y efectos. Alicante, 2 de agosto de 1936. Abundio Gil.

A raíz de este informe, cuyo contenido trascendió extramuros de la prisión, la impopularidad de su director entre los elementos anarquistas fue en aumento hasta desencadenar su destitución fulminante.

Serna acabó arrojando así por la borda una larga y brillante trayectoria en la administración de prisiones, coronada en agosto de 1921 con su ascenso a director de primera clase al frente del Reformatorio de Adultos de Ocaña, en Toledo.

LA LOTERÍA DE LA MUERTE

¿Qué mejor prueba, si no, que Teodorico Serna pagase con su propia vida, meses después, el trato dispensado a los hermanos Primo de Rivera sin brusquedades extremas ni molestias absurdas?

Mientras investigaba sobre las circunstancias de la muerte de José Antonio, descubrí un documento que daba cuenta a su vez de otra muerte ignominiosa: la del propio Teodorico Serna, víctima de una «saca» de presos en la madrileña cárcel de Porlier.

El secretario del Juzgado de la Causa General de Madrid, Julián Paredes Martínez, informaba así de los hechos relatados en su día por la desconsolada viuda del difunto:

Asunción González Mingo, esposa de Teodorico Serna Ortega, jefe de administración de prisiones, de 55 años, con domicilio en Carmen, 31, fue detenido por dos policías de la Brigada Social en su domicilio el pasado 24 de octubre de 1936, siendo conducido a la Dirección General de Seguridad y el 28 a la cárcel Modelo; de esta pasó a Porlier el 16 de noviembre, desapareciendo se cree que el día 3 de diciembre. Su cadáver no ha sido hallado.

Personas sospechosas de participación: como presuntos, por ser las únicas personas que conocían las señas del interesado en Madrid, se cita a Adolfo Crespo, sustituto en Alicante del interfecto; Víctor Núñez, administrador entonces de la prisión provincial de Alicante; y José García del Busto, posteriormente director también de la prisión…

No ha sido presentada denuncia.

Madrid, 9 de mayo de 1939.

Por increíble que parezca, todavía al cabo de más de dos años seguía sin localizarse el cadáver de Teodorico Serna.

El 21 de diciembre de 1942 el auditor de guerra no tuvo más remedio ya que rendirse a la evidencia y archivar el caso, por considerar que «no aparece cargo ni imputación que justifique suficientemente la prosecución del procedimiento, habida cuenta del tiempo transcurrido desde la incoación».

Pude averiguar finalmente, aun así, que Teodorico Serna fue trasladado a la cárcel de Porlier el mismo día 16 de noviembre que el sacerdote Carlos Vicuña, procedente también de la Modelo.

Desde ese infortunado día, en la tercera galería de un colegio escolapio convertido en prisión, en el número 54 de la calle General Díaz Porlier, los presos como Serna y Vicuña aguardaban angustiados su futuro incierto.

A diferencia del antiguo director de la cárcel de Alicante, el clérigo logró escapar de la llamada «lotería de la muerte». Y es que Vicuña relataba así cómo los verdugos elegían sus víctimas al azar, entre ellas al infeliz Teodorico Serna:

El hecho sucedió como sigue: A eso de las dos o las tres de la madrugada entraron en nuestra galería dos milicianos armados. Venían por veinte presos cualesquiera; los primeros. Se conoce que había veinte lugares en los autobuses de la muerte y había que aprovechar bien el viaje.

—¡Vengan los veinte primeros! ¡Arriba, en conducción!

Era la frase fatal, la sentencia de muerte, que helaba la sangre en las venas. Nadie se movió.

—¡Hala, vengan los veinte primeros he dicho! —repite el miliciano con redoblada energía.

Empeño inútil. Nadie se da por aludido. Todos permanecen como muertos.

Entonces se descuelga el fusil que tiene de bandolera y, golpeando con la culata una por una a las víctimas, añade:

—A mí me han mandado veinte, y veinte tienen que ser. Uno, dos, tres… y veinte.

Ni una sola protesta. Se levantan perezosamente, sin resistencia alguna, y se los llevan silenciosos, reflejando en los semblantes la zozobra de un destino sombrío...

Algunos cadáveres, como el de Serna, se los tragó para siempre la tierra.

La viuda aludía a su desaparición el día 3 de diciembre, fecha de la última «saca» registrada en Porlier. Desde la primera, efectuada el 18 de noviembre, fueron excarcelados 398 presos, incluido el propio Serna.

Tras la puesta en marcha de la Junta de Defensa de Madrid, la noche del 6 al 7 de noviembre, todas las órdenes de traslado y «libertad» de presos de la cárcel de Porlier llevaron la firma de Segundo Serrano Poncela, lugarteniente de Santiago Carrillo Solares, consejero de Orden Público.

El verdadero inspirador de aquellos crímenes execrables era el propio Stalin, de quien nos ocuparemos más adelante.

El «hombre de acero» dirigía los designios de muchos «fascistas» enemigos del estalinismo con la complicidad de los comunistas y del propio Gobierno de la República, a quienes se sumaba su propia Policía secreta en España, la NKVD, dirigida por otro asesino sin escrúpulos, el general Alexander Orlov.

El encargado de presentar aquellas órdenes al director de la prisión solía ser Andrés Urresola Ochoa, policía de la Dirección General de Seguridad; otras veces el portador del documento era el policía Álvaro Marasa.

VIDA CARCELARIA

Mientras Teodorico Serna dirigió la prisión de Alicante, la estancia de los Primo de Rivera transcurrió, como indicamos, dentro de la normalidad carcelaria.

Al tercer día de su llegada supieron que Margot Larios, esposa de Miguel, estaba en la ciudad y que había sido autorizada a visitarlos diariamente junto con su hermana Carmen y su anciana tía María Primo de Rivera y Orbaneja, a quien llamaban cariñosamente «tía Ma».

Margot Larios apareció en una de aquellas visitas con un ajedrez de madera para que su marido y su cuñado se entretuvieran.

Al cuarto día se permitió a José María Maciá, uno de los veinticinco camaradas de la cárcel, servir como ordenanza a José Antonio y Miguel, y llegó a desempeñar arriesgadas misiones de enlace con el exterior ante el inminente Alzamiento nacional.

Maciá, de veinte años y natural de Callosa de Segura, sería asesinado con otros camaradas suyos el 29 de noviembre.

En la misma cuarta jornada recibieron la primera visita de una persona ajena a la familia: José Martínez Alejos, prestigioso abogado alicantino, afiliado dos años atrás al Partido Republicano Independiente de Chapaprieta. Sus colores políticos no le impidieron ponerse a las órdenes de José Antonio.

La permisividad del director Teodorico Serna llegó a ser proverbial, como ya sabemos, autorizando visitas de incondicionales falangistas procedentes de numerosos pueblos de la provincia, como Orihuela, Alcoy, Elche, Callosa de Segura o Villena, que llegaban a la cárcel en autobuses para rendir pleitesía a su admirado jefe.

Las comunicaciones llegaron a ser tan extenuantes que el propio José Antonio rogó al director de la cárcel que las organizase por grupos de veinte, cada uno de los cuales debía permanecer en el locutorio cinco minutos como máximo.

El fundador de Falange tenía a su disposición cada mañana los tres periódicos que se publicaban entonces en la ciudad —El Día, Diario de Alicante y El Luchador—, los cuales compartía luego con sus camaradas para que estuviesen informados, aunque fuera de modo parcial, dados sus recelos hacia esa «prensa roja» ideologizada.

Detalles como aquel no le impedían cumplir con sus obligaciones más cotidianas, como barrer con una escoba el pavimento de su celda poco después del toque de diana, dejándolo en perfecto estado de revista sin que por eso se le cayesen los anillos.

Igual que en la Modelo, llevaba siempre consigo una Biblia, a la que se sumaba otro libro que había podido rescatar de su anterior cautiverio: Años decisivos, del pensador alemán Oswald Spengler, fallecido el 8 de mayo anterior; además de los volúmenes que poco después le regalaría, conociendo sus gustos literarios, el secretario judicial Tomás López Zafra: un ejemplar de la biografía de Richelieu, de Belloch, y las Prosas bárbaras, de Eça de Queiroz.

Por las tardes despachaba correspondencia, escribía artículos, estudiaba y recibía visitas de diputados o abogados en el locutorio privado con la plena anuencia de Teodorico Serna.

La propia maleta de José Antonio que me permitió deshacer en el salón de su casa madrileña su sobrino Miguel nos proporciona valiosa información de su estancia en la cárcel de Alicante; la misma maleta, de genuina piel de vaca, de 64 centímetros de largo por 32 de ancho y número de serie 622, que Indalecio Prieto depositó en una caja fuerte del Banco Central de México, poco después del fusilamiento de José Antonio.

En enero de 1977, recién inaugurada la transición política en España, Miguel Primo de Rivera y Urquijo recibió las llaves de la caja fuerte de manos de Víctor Salazar, miembro destacado del Partido Socialista y albacea testamentario de Prieto.

Fue entonces cuando Miguel, con sorpresa y estremecimiento, se convirtió en el único custodio de los objetos y documentos póstumos de su padrino José Antonio.

Tras casi ochenta años, irrumpieron así ante mis ojos, con la natural expectación, aquellas reliquias históricas: el mono azul de miliciano tal cual lo dejó José Antonio antes de partir hacia el patíbulo, las camisas bordadas con sus iniciales y el escudo del marquesado de Estella, el vaso de plomo y la cucharilla que utilizó en su inmunda celda, las gafas de carey hechas añicos con los cristales sin aumentos para la lectura, la estilográfica marca Astoria, del punto 6, con la que redactó su testamento ológrafo, las cartas de despedida a familiares y amigos...

Objetos cotidianos que parecieron cobrar vida ante mi estupefacta mirada, ajenos a la huella implacable del tiempo: desde el peine Hércules-KAMM con el que se arreglaba el pelo cada día, fabricado en Nueva York en 1934, o su cepillo de dientes Perborol, modelo Evans, hasta la maquinilla de afeitar marca Wardonia, manufacturada en Inglaterra por Thomas Ward & Sons Ltd., con sus correspondientes cuchillas y una brocha despeluchada, pasando por un pantalón blanco con el cinturón rojinegro de Falange y una toalla bordada con las iniciales de Primo de Rivera.

El descubrimiento de una pelota confeccionada a mano con fundas de colchón me ratificó en que José Antonio y Miguel, además de entretenerse jugando al ajedrez o leyendo un buen libro, practicaban el frontón en el patio de la cárcel.

Finalmente, dos objetos religiosos conservados en la maleta me confirmaron también que José Antonio era un hombre de profunda fe: un medallón de bronce de la Santa Faz, acuñado con motivo del IV Centenario, en 1889; y un «detente», especie de escapulario contra el maligno, en el que se leía: «El Sagrado Corazón está conmigo. Detente».

MALOS PRESAGIOS

En una de sus visitas a la cárcel, Margot Larios y Carmen Primo de Rivera llevaron a José Antonio y Miguel dos malas noticias: el asesinato de José Calvo Sotelo la madrugada del 13 de julio en el interior de una camioneta Hispano-Suiza, de la misma marca y flota de la Dirección General de Seguridad que el automóvil a bordo del cual habían sido conducidos hasta Alicante; y el ingreso de Fernando, el benjamín de los hermanos, en la cárcel Modelo.

José Antonio recibió ambas noticias con gran preocupación y recelo.

Días atrás, le había visitado precisamente Fernando, encargado por su hermano mayor de preparar el movimiento en Madrid.

Discípulo predilecto del doctor Gregorio Marañón en la Facultad de Medicina, Fernando acudió aquel día acompañado de su esposa, Rosario Urquijo, con quien había contraído santo matrimonio en una ceremonia religiosa en la que José Antonio actuó como padrino.

Su inesperada detención impidió el proyecto de evasión ideado por él mismo, «tal vez el único sensato de cuantos planeamos», en palabras de su hermano Miguel.

Con razón dijo José Antonio a Miguel poco antes de su muerte, a modo de fatídica premonición: «Al entrar en esta cárcel, tuve la sensación de que no saldría de ella».

Sobre la tentativa de fuga de Fernando me extendí ya en La pasión de José Antonio. Recordemos tan solo que Fernando, en su condición de aviador, había logrado reunir a varios pilotos españoles e italianos dispuestos a arriesgar sus vidas para salvar las de José Antonio y Miguel.

Sobre los diversos intentos de rescate, desde el golpe de mano al canje de prisioneros o el soborno, me ocupé también en el mismo trabajo, aunque fue ya en La pasión de Pilar Primo de Rivera donde ofrecí al lector, por primera vez completa, la docena de cuartillas mecanografiadas por Agustín Aznar, emparentado con Pilar por su matrimonio con Dolores Primo de Rivera y Cobo de Guzmán.

Siendo jefe nacional de Milicias de Falange, Aznar protagonizó una de aquellas misiones imposibles y relataba en ese documento excepcional cada uno de los intentos de rescate de José Antonio que Raimundo Fernández-Cuesta se limitó a extractar en su libro Testimonios, recuerdos y reflexiones.

En otra visita de Margot Larios, anotada el 13 de julio en el Libro de Registro de la prisión, José Antonio subió a su celda, de la que poco después bajó para entregarle a su cuñada dos cartas urgentes que debía hacer llegar en mano a sus destinatarios.

Una de esas cartas iba dirigida a los tenientes falangistas Pascual y Candela, que actuaban como enlaces con las guarniciones de la provincia alicantina y con los militares de la capital dispuestos a sublevarse, para que permaneciesen alerta en sus puestos.

En la otra apremiaba al general Emilio Mola, con quien mantenía contacto epistolar permanente, a iniciar la sublevación.

Por desgracia para la Historia, José Antonio y Miguel debieron quemar entonces toda esa correspondencia en su celda por estrictas razones de seguridad.

«¿Es que el hecho de que un diputado a Cortes haya sido asesinado por orden del Gobierno no es motivo que justifique y disculpe toda violencia?», reflexionaba José Antonio en uno de sus párrafos, en alusión al crimen abominable de Calvo Sotelo.

Finalmente, urgido por las circunstancias, accedía a que «los 7.000 falangistas de distintos pueblos de Navarra» que iban a sumarse a las tropas regulares procedentes del norte de España luciesen el uniforme militar en lugar de la camisa azul de Falange, zanjando así la disputa mantenida con Mola en cartas anteriores.

Mola y José Antonio se carteaban con toda la cautela del mundo, recurriendo a un zapatero remendón de Pamplona a quien el líder de Falange dirigía la correspondencia y este le respondía en nombre del general.

Aun así, excepto por el empleo del término «la Familia» para referirse al Ejército, el contenido de las cartas era francamente comprometedor para los planes de sublevación si era descubierto; de ahí la necesidad imperiosa de destruir todas y cada una de las epístolas.

El 15 de julio, José Antonio envió a Mola el siguiente «mensaje urgentísimo» por conducto de José Finat, conde de Mayalde:

Estoy convencido de que cada minuto de inacción se traduce en una apreciable ventaja para el Gobierno. Siempre oí decir a mi padre que si retrasa una hora su golpe de Estado hubiese fracasado…

LA HISTORIA QUE PUDO SER

José Antonio consideraba que el Alzamiento debía ser inminente. Ahora o nunca. Y el reloj libertador marcaba ya, en su opinión, un retraso que podía dar al traste con todas las esperanzas e ilusiones de una de las dos Españas.

El mismo día, José Finat entregó este otro mensaje del jefe de Falange a su hermano Fernando y al pasante de su despacho de abogados, Rafael Garcerán, incidiendo en la premura de una reacción: «Este es el momento único. De lo contrario todo quedará otra vez en palabras».

La víspera, José Antonio había confiado a su hermana Carmen otra carta para el teniente Santiago Pascual que pudo cambiar también su propio destino y el de la Historia de España si su contenido se hubiese llevado a la práctica.

En la misiva instaba al militar falangista a que, según lo convenido, tuviese dispuesta para el 16 de julio una guardia militar en la cárcel que los ayudaría a fugarse de inmediato.

Pero el día 17 José Antonio recibió un mensaje del comandante Bartolomé Barba, jefe de la Unión Militar Española (UME) en Valencia, una asociación clandestina de militares antirrepublicanos opuestos a las reformas de Azaña, advirtiéndole de que no escapase violentamente de la prisión, pues las guarniciones a su cargo y las de Alicante se habían comprometido a rescatarlos una vez declarado el estado de guerra en Levante.

José Antonio se lamentaría hasta su muerte por haberle hecho caso, igual que su hermano Miguel, quien exclamaría cuando ya no había remedio: «¡Lástima no habernos guiado de nuestro primer impulso!».

Por fin, la tarde del día 16 Margot y Carmen acudieron en compañía del conde de Mayalde para comunicarles que el levantamiento se produciría el día 18.

Los dos hermanos estaban tan nerviosos tras la suspensión de las comunicaciones en la cárcel los días 14 y 15, en espera de una señal del inminente Alzamiento, que apenas habían podido conciliar el sueño ni probar bocado.

La noticia, lejos de poner fin a su tremenda inquietud, sembró en ellos la desesperanza: «¡Se nos cayó el alma al suelo!», anotó Miguel en su diario.

Semejante indecisión atormentaba a José Antonio, que protestaba sin cesar, indignado por la tardanza.

Ante la perplejidad de sus visitantes, el jefe de Falange subió a su celda y regresó al cabo de veinte minutos con una carta urgente para el general Mola que debía entregarle Mayalde en mano. Acto seguido, no tuvo reparo alguno en leerles en voz alta su mensaje de advertencia a Mola en el sentido de que, si el Ejército vacilaba un día más en lanzarse a la calle, él mismo ordenaría a la Falange que lo hiciese en su lugar.

Durante todo el día 17, el teniente Candela no paró de llevar órdenes y consignas de un lado a otro.

Por la noche, los veinticinco falangistas recluidos en un departamento próximo al de José Antonio forzaron con una ganzúa la puerta que los separaba de la celda de su jefe para reunirse con él. Los oficiales de guardia permanecían lejos de allí, adormilados.

Poco después, José Antonio en persona guisaba en su infiernillo de alcohol el contenido de un saquito de arroz guardado en su celda junto con un poco de aceite, que a todos les supo en su imaginación a uno de esos codiciados «arroces de guerra».

En el oscuro corredor salpicado de celdas, brindaron todos luego en pie por España, alzando al aire sus vasos de plomo con vino procedente de la garrafa de su jefe.

A la mañana siguiente, de regreso cada uno en su celda, la incertidumbre seguía atenazando a José Antonio y Miguel. Mientras tomaban juntos sus respectivos sucedáneos de café, les sorprendió el ruido de dos aviones que sobrevolaban a baja altura el recinto carcelario, comprobando enseguida que eran dos aeroplanos militares con la bandera republicana pintada en el timón de popa. ¿Era la señal de que la sublevación había comenzado?

A las nueve, el guardián Abundio Gil les avisó de la hora del paseo. Mientras salían al patio, preguntaron al oficial si sucedía algo extraordinario, pero este se encogió de hombros.

Aquel día debieron de desahogar sus nervios con especial fruición al jugar su acostumbrado partido de pelota.

Pasadas las once, recibieron la visita de Margot y Carmen. Nada más verlas, supieron que todo ya había comenzado. Barcelona y Madrid se habían levantado en armas, igual que Sevilla, Córdoba y Huelva, bajo la férula del general Queipo de Llano. Salamanca, Valladolid, Burgos, Segovia, Ávila y Zaragoza eran ya un hervidero de camisas azules y gritos de «¡Arriba España!».

Margot y Carmen añadieron que Yagüe estaba a punto de cruzar el Estrecho con tercio y regulares, en dirección a Algeciras; y que desde Navarra marchaban ya veinte mil falangistas y requetés a las órdenes de Mola…

—Pero… ¿y Alicante? ¿Qué sucede aquí? —inquirió José Antonio, impotente y desconcertado.

EL GENERAL INDECISO

El 18 de julio era sábado. En el cuartel de Benalúa reinaba todavía la incertidumbre.

Instalado en las afueras de la ciudad, junto a la carretera de Murcia, en aquel acuartelamiento se alojaba el XI Regimiento de Infantería de Tarifa a las órdenes directas del teniente coronel Manuel Hernández Arteaga, en ausencia del coronel Rodolfo Espá Manzano, de misión en Cartagena.

Los jefes y oficiales del Regimiento, entre quienes se encontraba el teniente Pascual, enlace directo de José Antonio, no habían previsto la indecisión del general José García Aldave Mancebo, gobernador militar de la plaza.

Mal presagio fue ya la cena celebrada la víspera en el hotel Ivory, con motivo de las hogueras de San Juan, durante la cual el general Aldave, sentado a la mesa presidencial como «foguer de honor», lanzó un jarro de agua fría a los comensales con su brindis, advirtiendo que el próximo año «él ya no estaría allí, y Dios sabe el rumbo que habrán tomado las cosas en España».

Poco después le interrumpieron para que se trasladase de inmediato a su despacho del Gobierno Militar, donde mantuvo una conferencia telefónica con el general jefe de la III División, Fernando Martínez Monje, quien le ordenó acuartelarse con sus hombres en espera de nuevas instrucciones.

García Aldave, sumiso hasta la sepultura, obedeció sin rechistar.

A esa pasmosa docilidad suya, hasta en los momentos más críticos como el de entonces, se sumaba su particular cautela siendo gobernador militar de Alicante para evitar siempre recelos entre la guarnición y los partidos políticos. No en vano el general sabía muy bien, como Miguel Primo de Rivera, que Alicante era un poderoso bastión de las izquierdas y del republicanismo, labrado a golpe de revolución desde principios del siglo anterior.

Ante su inactividad, José Antonio movía desde la celda su secreta red de enlaces con la conspiración, en contacto permanente con algunos oficiales de la plaza.

El mismo capitán José Meca, partidario del líder de Falange, había permanecido al lado de su general mientras este conferenciaba con el general Martínez Monje.

Al comandante Sintes y a él mismo se dirigió el general Aldave en cuanto colgó el teléfono:

—¡Lo que me temía! ¡Ya se volcó la mesa, como decía Azaña!

Meca, irónico, le replicó:

—¡Solo que la hemos volcado nosotros, mi general!

—¡Lo mismo da! —puntualizó Aldave.

Y exactamente igual que durante la cena, vaticinó:

—Nos esperan días de prueba, Sintes, vaya usted ahora mismo a Benalúa y dele a Arteaga la orden de acuartelamiento. Usted, Meca, no se mueva de aquí. Pueden llamar de Valencia o Madrid en cualquier momento. Yo me voy al Gobierno Civil a ver cómo respira aquella gente.

Aldave abandonó el Gobierno Militar, en la avenida de Zorrilla, rumbo a la plazoleta de Pascual Cordero, donde estaba el Gobierno Civil.

Francisco Valdés Casas, gobernador civil entre el 22 de febrero de 1936 y el 13 de julio de 1937, se hallaba a esa hora en compañía de las figuras más representativas del Frente Popular: Álvaro Botella, presidente de la gestora provincial y propietario de El Luchador; Lorenzo Carbonell, alcalde y dueño de una importante imprenta; José Papí Albert, delegado provincial de Trabajo; Agustín Mora, rico comerciante y miembro activo de Izquierda Republicana; Franklin Delbricias, pastor protestante que dirigía la Escuela Modelo y era primer teniente de alcalde, y Eliseo Gómez Serrano, profesor de la Normal y diputado de Izquierda Republicana.

La aparición de García Aldave provocó el natural recelo entre los presentes.

El gobernador Valdés Casas rompió el hielo:

—General, de Madrid me dicen que nos pongamos de acuerdo usted y yo, pues en estos momentos es más necesaria que nunca la compenetración del pueblo y del Ejército. ¿Hasta qué punto la podemos esperar?

Aldave se mostró como lo que realmente era: un fiel servidor sin iniciativa propia:

—Mi visita me ahorra una respuesta. Cumpliré con mi deber como siempre.

—De usted no dudo —repuso Valdés. Pero ¿y sus oficiales? ¿Y los soldados? Usted sabe que en el cuartel se ha hecho mucha propaganda fascista.

—En el cuartel se hará lo que yo mande —aseguró el general.

Ambos sabían que en aquel Regimiento de Infantería, verdadero núcleo de la guarnición, había muchos simpatizantes de Falange.

El gobernador Valdés Casas confiaba plenamente en las fuerzas de Carabineros, comandadas por el teniente coronel Luis Romero Sanz, y en los guardias de Asalto. La Guardia Civil era en cambio una incógnita, y el Regimiento de Infantería, un peligro cierto.

A esas alturas, los guardias de Asalto patrullaban ya las calles de la ciudad. Había retenes en los cruces de las principales calles y en los caminos de acceso a la capital; especialmente en la carretera de Ocaña, donde se encontraba la cárcel provincial, en cuyo locutorio José Antonio murmuró al día siguiente, 18 de julio, en presencia de Miguel, Margot y Carmen: «Pero ¿qué piensan estos idiotas?».

Aquella misma tarde, sobre las cuatro, José Antonio entregó al teniente Pascual una carta que debía hacer llegar en mano al coronel del Regimiento de Tarifa, urgiéndole a sumarse al Alzamiento.

Pero el joven teniente estaba tan desesperado como él, pues los jefes y oficiales comprometidos con la sublevación aguardaban la orden de Valencia, que no llegaba nunca. Los militares más decididos hostigaban como podían al general García Aldave.

«¡Desventurado general que no supo entender su honrosa profesión!», clamó luego Miguel, desengañado.

LA SENTENCIA

Al día siguiente, domingo, sesenta y siete valerosos falangistas de la Vega Baja del Segura, principalmente de Callosa, se dirigieron hacia Alicante en dos camiones y un automóvil para liberar a José Antonio y sumarse a la sublevación.

Viajaban a las órdenes de Antonio Maciá, hermano de José María, detenido en la prisión. Pero cinco kilómetros antes de llegar a su destino se detuvieron. Maciá se adelantó en coche para unirse a los tenientes Pascual y Lupiáñez en el cuartel, pero no se les permitió la entrada. Alguien los había delatado.

En el lugar llamado «los Doce Puentes», cuatrocientos guardias de Asalto cercaron a los jóvenes con escaso armamento y experiencia militar. Hubo un intenso tiroteo que segó la vida de tres de ellos; la mayoría fueron detenidos, excepto unos pocos, como Maciá, que lograron escapar.

El 13 de septiembre, cincuenta y dos de ellos serían fusilados; otros siete se salvaron de la ejecución por ser menores de edad.

El mismo día de la tragedia de los de Callosa, a las cuatro y media de la tarde, un camarada falangista apodado «el Poyo» visitó a los Primo de Rivera, como recordaba luego Miguel.

Pese al porte animoso, su rostro reflejaba decepción.

—¿Qué sucede? —inquirió José Antonio.

—Es desesperante. Estamos rodeados de cobardes —repuso el Poyo, indignado.

Luego, ya más tranquilo, añadió:

—Tu carta se leyó ayer en el cuarto de banderas del Regimiento. Todos los que la escucharon estaban entusiasmados y enardecidos. Ya está redactado el bando declarando el estado de guerra y como se espera hoy la orden de Valencia, creo que esta misma noche nos uniremos a la causa…

—¿Y por qué esperan a lo que sucede en Valencia? ¿No se ha sublevado ya Albacete sin esperar a nadie? —preguntó José Antonio, con razón.

—El general se opone —adujo el camarada.

—Pues si continúa oponiéndose y no le pegáis un tiro, estamos perdidos —resolvió el jefe.

Ignoraba José Antonio que el mismo indeseable que mandó el piquete de ejecución de García Aldave estaría también al frente del suyo.

El general acabó entregándose, como un simple soldadito, en manos del gobernador Valdés Casas.

Previamente, García Aldave había pactado con Diego Martínez Barrio, a quien Manuel Azaña ofreció la formación de un Gobierno de coalición tras la dimisión de Casares Quiroga, que se mantendría obediente al Gobierno del Frente Popular siempre y cuando no se le obligase a luchar contra sus propios compañeros de armas.

El 24 de julio, el general invocó esa condición para negarse a cumplir la orden de formar una columna que sofocase a los rebeldes en Albacete. Pero, desgraciadamente para él, Martínez Barrio había dejado ya de existir políticamente tras presentar su dimisión tan solo cuatro días antes.

Confinado al principio en calidad de «protegido», con libertad condicionada, en una suite del hotel Samper, acabó encarcelado horas después en el Reformatorio de Adultos.

Uno de aquellos días recibió una visita inesperada. El capitán de Artillería Alfonso Pérez Martínez de Victoria intentó consolarle en el locutorio de la prisión.

Abrazado a él, García Aldave musitó: «¡Qué mal hice en no hacerles caso!».

Pero ya era tarde para lamentarse.

Sometido a un juicio sumarísimo junto con sus compañeros de armas, el Tribunal Popular les condenó a muerte.

Avatares del destino: el presidente de aquel tribunal, instalado en la casa-ayuntamiento de la capital, era Vidal Gil Tirado, quien poco después actuaría como fiscal en el simulacro de juicio que condenó a muerte a José Antonio.

Los magistrados eran Rafael Antón Carratalá y Julián Santos Cantero.

El jurado estaba compuesto por José Carratalá Vallcanera y Alfonso de la Encarnación Pérez, de Unión Republicana; Jacinto Alemán Campello y Francisco Vega Sánchez, del Partido Comunista; Remigio Olcina y Manuel Cuevas Herrero, del Partido Socialista; Rafael Lledó Asensi y Pascual García Guillamón, del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña; así como por representantes de Izquierda Republicana, UGT, CNT y FAI.

Y, para colmo, entre los testigos de cargo que condenaron a los militares del Regimiento de Infantería de Tarifa se encontraba el miliciano Guillermo Toscano Rodríguez, convertido finalmente en verdugo de José Antonio.

¿Quién firmó la orden de entrega de García Aldave y de sus subordinados, así como la de José Antonio, a los pelotones de ejecución?

El gobernador civil Francisco Valdés Casas, naturalmente.

Pero las «coincidencias» no acabaron ahí: el mismo magistrado Rafael Antón Carratalá que condenó a muerte al general García Aldave haría lo propio con José Antonio poco después.

4. LA COLMENA

«Koltsov era un agente personal de Stalin,. en contacto directo con el Kremlin».

HUGH THOMAS

A esas alturas, la España en guerra era ya casi un enjambre de fuerzas soviéticas que campaban a sus anchas por el frente y la retaguardia a las órdenes directas de Stalin el Terrible.

Nacido el 21 de diciembre de 1879 en la pequeña aldea georgiana de Gori, Yosif Visarionovich Dzugashvili, como en realidad se llamaba Stalin, seguía desafiando al mismísimo diablo.

Casualidades de la vida: la película que el cineasta soviético Serguéi M. Eisenstein rodaría entre 1944 y 1945, titulada Iván el Terrible, sería galardonada con el Premio Stalin. Al igual que el zar Iván IV Vasilievich se ganó el apelativo por su terrorífico reinado en la segunda mitad del siglo XVI, su compatriota Stalin, «el hombre de acero», se haría célebre por purgar a propios y extraños en pleno siglo XX.

El despliegue soviético en España era tal que en noviembre de 1936 había ya más de setecientos consejeros militares, agentes de la NKVD (la Policía secreta soviética precursora del KGB), representantes diplomáticos y economistas expertos repartidos por la Península.

En agosto de ese mismo año, el jefe de la NKVD, Genrikh Grigorievich Yagoda, había hecho llamar al general Alexander Orlov a su despacho para preparar su nueva misión en España.

Yagoda empezó por alabarle, asegurándole que Stalin en persona consideraba su designación como de extrema importancia, dado que el Gobierno de Hitler estaba apoyando a las tropas de Franco en su lucha contra el Ejército republicano.

El nombre completo de Orlov era en realidad Leon Lazarevich Feldbin, nacido el 21 de agosto de 1895 en Bobruisk, cerca de Minsk, en la Rusia blanca (actual Bielorrusia).

La NKVD (Narodniy Komissariat Vnutrennij Del) era la Policía política dependiente del Comisariado del Interior, con las nuevas siglas de la antigua Cheka y de la GPU (Gosudárstvennoye Politícheskoye Upravlénie) desde 1934.

Entre tanto, la prensa soviética ya había empezado a informar, el 26 de julio, de la ayuda alemana e italiana. En Pravda e Izvestia aparecieron editoriales sobre la guerra española, y prácticamente desde el primero de agosto, los periódicos soviéticos publicaban reportajes a diario censurando el papel de Alemania e Italia en la contienda española.

Pravda significaba en ruso «verdad», e Izvestia, «noticias». Con esos dos términos se había elaborado un ingenioso juego de palabras que los ciudadanos rusos recitaban entre sí: «La “verdad” no lleva ninguna clase de “noticias”, y las “noticias” no contienen algo que sea “verdad”».

ESPAÑA, OBJETIVO DE STALIN

Hubiese o no algo de cierto en aquel dicho popular, Stalin, según contó Yagoda a Orlov, tenía dos prioridades en aquel momento: los procesos abiertos contra los viejos bolcheviques en la Unión Soviética, y la Guerra Civil desencadenada el mes anterior en España.

Mientras, en Madrid, el Gobierno de José Giral había puesto en marcha diversas iniciativas para adquirir armas en el extranjero. Era impensable que con las cuartas reservas de oro más importantes del mundo, almacenadas en los sótanos del Banco de España, hubiese problemas para encontrar dinero. Lamentablemente para Giral, España no había establecido aún relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Por eso, el 25 de julio de 1936 Giral envió una carta al embajador soviético en París pidiendo a su Gobierno «una gran cantidad de armas y toda clase de material militar».

En aquel momento, Stalin consideraba la posibilidad de desafiar abiertamente a su enemigo Hitler enviando aviones y pilotos soviéticos en ayuda de los republicanos.

Yagoda explicó a Orlov que su tarea principal en España consistía en poner en marcha un servicio de espionaje y contraespionaje para el Gobierno republicano que coordinase las operaciones contra los rebeldes y las fuerzas alemanas que los apoyaban.

Orlov debía completar su cometido con la organización de grupos de guerrilla que luchasen tras las líneas enemigas, algo en lo que había demostrado ser un consumado experto mientras estuvo en el frente polaco.

Antes de concluir su primer encuentro con Orlov, Yagoda le ordenó que preparase un plan de operaciones, al tiempo que convocaba para días sucesivos reuniones con Maxim Litvinov, el comisario de Asuntos Exteriores, y con Kliment Voroshilov, mariscal del Ejército soviético.

Orlov tenía entonces el rango de comandante en la NKVD, equivalente al de general en el Ejército regular.

Al día siguiente, Yagoda y Orlov se reunieron con Voroshilov en los cuarteles generales del Ejército Rojo en Moscú. Acudieron también a la cita los generales Uritsky y Berzin, este último nombrado recientemente jefe de la misión militar soviética en España.

El mariscal Voroshilov dejó muy claro que la URSS enviaría tropas, tanques, aviones y otros suministros militares a España, puesto que era primordial destruir al Ejército nacional y a sus aliados alemanes. Sobre todo, acabar con el enemigo germano en suelo español con una demostración del poderío soviético que hiciese recapacitar a Hitler ante cualquier intento de provocación a la URSS.

La reunión de Orlov con su amigo Litvinov fue entrañable. Ambos se conocían desde principios de los años treinta. El comisario de Asuntos Exteriores era judío, igual que Orlov, y había sido persona de confianza de Lenin. Era, por tanto, un viejo bolchevique que cuestionó delante de Orlov las recientes ejecuciones de Zinoviev y Kamenev. Temía que a ese terrible proceso siguiesen otros tan espantosos que acabasen con todos los bolcheviques de la vieja guardia.

Unos días antes de aquel último encuentro, celebrado el 5 de septiembre de 1936, los dos camaradas se habían visto para preparar la documentación diplomática que Orlov necesitaba en su viaje a España. Ambos acordaron que era preciso crear una nueva identidad para Orlov, ya que este tendría que atravesar Alemania, donde había desempeñado importantes misiones en el pasado que podían comprometer ahora la seguridad de su misión en España.

Litvinov sugirió varios nombres en clave, entre ellos el de Alexander Orlov, un conocido escritor ruso del siglo XVIII. El hombre que estaba a punto de convertirse en Alexander Orlov se encariñó con este nombre que había escuchado por primera vez en el Instituto Lazarevsky de Moscú.

En aquella última cita, Litvinov entregó a Orlov los pasaportes firmados de él y de su mujer, Maria.

Al día siguiente, 6 de septiembre, Orlov mantuvo otro encuentro con Yagoda en el que este le insistió para que estableciese contactos frecuentes con la central de la NKVD mientras estuviera en España y para que consultase la más mínima duda que surgiese sobre cualquier operación que él no pudiese resolver por sí solo.

EL COMERCIANTE DE PIELES

Por fin, el 10 de septiembre los Orlov abandonaron Moscú.

Durante el largo viaje, Orlov jamás perdió de vista su maleta marrón, que había adquirido hacía unos años en Viena. En su interior guardaba los libros con los códigos secretos de la NKVD. De su seguridad dependía que más tarde, en España, pudiese comunicarse con la central de la NKVD.

Por fortuna, su falso pasaporte diplomático ayudó a los Orlov a pasar las dos fronteras de la Alemania nazi sin el menor contratiempo. A su llegada a París, se alojaron en la ciudad unos días hasta que el 15 de septiembre partieron rumbo a Barcelona, desde donde tendrían que organizar el trayecto a Madrid.

En el vuelo de escala de Toulouse a Barcelona, Orlov conoció a un individuo que hablaba bien alemán e inglés, y que le dijo que iba a Madrid en viaje de negocios.

Orlov sospechó desde el principio que en realidad aquel tipo era ruso como él, y le preguntó a qué clase de negocios se dedicaba.

—Soy comerciante de pieles —le contestó.

—¿Comerciante de pieles en un país en guerra y con un clima tan cálido? —se extrañó Orlov.

Su compañero de avión se sonrojó y no respondió.

Al cabo de unos días, cuando los Orlov estaban ya instalados en la Embajada soviética en Madrid, el asociado militar, general Vladímir Gorev, se acercó a la oficina de Orlov para presentarle a un amigo que resultó ser el falso comerciante de pieles.

Se trataba en realidad del general ruso Lazar Stern, cuyo seudónimo en España era el de general Emil Kléber, tomado del célebre general de la Revolución francesa de nombre Juan Bautista Kléber.

A su llegada a Albacete, Kléber se pondría al frente de la XI Brigada Internacional, la primera que entró en combate.

Austríaco de nacimiento, había emigrado de niño con su familia a Canadá. Intervino en la Primera Guerra Mundial, y en 1919 formó parte del cuerpo expedicionario canadiense que luchó contra los bolcheviques en Siberia, donde fue hecho prisionero y recluido en el campo de concentración de Kresnoyarsk.

Por suerte, pudo escapar de él y desertó para unirse a los bolcheviques durante la guerra civil, al término de la cual ingresó en la Academia Militar Frunze de Moscú.

Kléber era un militar de innegable valor, audaz, inteligente, pero muy indisciplinado. Su destitución se produciría a raíz de un parte por escrito que sobre él daría el general Rojo el 26 de noviembre de 1936.

Entre otras cosas, Rojo denunciaría que en los primeros días de la defensa de Madrid, y ante la situación embarazosa en que se encontraban las fuerzas republicanas, Kléber se negó a prestarles ayuda alegando que él solo obedecía órdenes del ministro.

Más tarde, cuando se le asignaron un sector y una misión concretos, incumplió las órdenes y engañó al mando, haciéndole creer que había concentrado sus fuerzas entre la Escuela de Tiro y Campamento, cuando en realidad estas apenas habían rebasado un kilómetro las posiciones donde relevaron a la Brigada Galán.

Y no acabarían ahí sus cargos militares: Rojo recordaría cómo tampoco fue sincero en sus informes sobre la actuación en la Ciudad Universitaria, ocultando la pérdida del Palacete y atribuyéndose falsamente la ocupación de la Casa de Velázquez.

Incluso la víspera de su informe, Rojo denunció al Alto Mando militar cómo Kléber había desobedecido las órdenes, lanzando a sus hombres a un ataque innecesario y contraproducente contra un copioso y bien organizado contingente enemigo que infligió a su Brigada numerosas bajas que pudieron haberse evitado.

El polémico Kléber, criticado por sus propios mandos, incluido Miaja, fue en cambio ensalzado por numerosos periodistas extranjeros y su figura se convirtió en todo un mito, pasando a la Historia como uno de los más brillantes militares soviéticos durante la Guerra Civil española, que relevó a Lukacz al frente de la XII Brigada Internacional y asumió después el mando de la XLV División Internacional.

Como a muchos otros militares que combatieron en la Península, Stalin tenía reservado para Kléber un trágico final: morir ante un pelotón de fusilamiento. Una original forma de agradecerle sus servicios prestados.

EL GRAN DESPLIEGUE

Antes de que Alexander Orlov pisase por primera vez suelo barcelonés, a mediados de septiembre de 1936, tras su encuentro casual con quien resultó ser el general Emil Kléber, el veterano agente húngaro Ernö Gerö había sido enviado a Barcelona en agosto por el Komintern.

Acompañaban a Gerö algunos dirigentes destacados del Partido Comunista Francés, como el bajito y rollizo Jacques Duclos, un hombre casi sin piernas ni cuello, con una enorme cabeza rematada por un bonete a la medida. Era el número dos del comunismo francés y uno de los más veteranos agentes de la Policía secreta soviética, que en su juventud había sido pastelero.

Al lado, su corpulento compatriota André Marty, jefe de las Brigadas Internacionales, parecía un Hércules. Una especie de Schwarzenegger y de Danny DeVito juntos.

Restablecidas las relaciones diplomáticas con Madrid, el Gobierno soviético había nombrado aquel mes a sus primeros representantes ante la República. El puesto de embajador recayó en Marcel Rosenberg, un experimentado diplomático que fue delegado en la Sociedad de Naciones.

Como cónsul general en Barcelona, el Politburó soviético eligió a Vladímir Antonov-Ovseenko, miembro de la vieja guardia bolchevique y antiguo líder del asalto al Palacio de Invierno durante la Revolución de 1917.

El 2 de octubre, el nuevo cónsul soviético presentaba sus credenciales al presidente de la Generalitat, Lluís Companys, en su residencia oficial de la Rambla de Cataluña, un suntuoso edificio protegido por guardias catalanes vestidos con el uniforme rojo y amarillo.

Antiguo miembro del primer Gobierno bolchevique formado tras la revolución, Antonov-Ovseenko colaboró estrechamente con Trotski mientras este fue comisario general del Ejército Rojo, en los primeros años veinte.

Tras el descalabro político del líder revolucionario, cambió su chaqueta trotskista por la estalinista y consiguió modestas misiones diplomáticas en Checoslovaquia, Polonia y Alemania. Cuando fue destinado a España se encontraba en París.

Al llegar a Barcelona, se estableció en una casa con torre en la avenida del Tibidabo número 15, rodeado de varias dependencias soviéticas, junto a otras más alejadas en el hotel Majestic.

BERZIN Y SUS GENERALES

Los consejeros militares que aterrizaron en España estaban a las órdenes del general Jan A. Berzin (seudónimo de Pavel Ivanovich Kiuzis Peteris), un veterano de las revoluciones de 1905 y 1917 con quien Orlov se había entrevistado en Moscú en compañía de Yagoda, Voroshilov y el general Uritsky, poco antes de partir hacia España.

Berzin tenía en aquel momento cincuenta y cinco años, y con solo dieciséis se había sumado ya a la guerrilla durante los desórdenes que siguieron a la guerra ruso-japonesa de 1905, siendo herido, apresado y condenado a muerte. Sin embargo, dada su corta edad, se le conmutó la pena por la de destierro en Siberia.

Destacó por su valor en la guerra civil rusa y fue ascendido a general en 1930. Antiguo compañero de juergas de Kliment Voroshilov, era un hombre alto, de buen porte y cabello gris, a quien algunos confundían con un súbdito británico.

Voroshilov, en cambio, era rubio, con el rostro mofletudo y sonrosado. Tenía entonces un año más que Berzin y había sido alfarero antes de convertirse en un oficial de caballería talentoso y engreído.

Berzin gozaba de una influencia casi absoluta en las decisiones militares. Asistía incluso a las sesiones del Buró político, elevando informes directos a Voroshilov y al propio Stalin.

Nada más llegar a España, se instaló en Madrid con el cargo de agregado militar, aunque en realidad era el auténtico jefe de la misión. Todos los altos mandos militares que llegaban a la Península debían presentarse ante él.

Durante la Guerra Civil española se distinguió más por su actividad política que por la militar, dedicándose sobre todo a influir sobre el Gobierno republicano.

En noviembre de 1936 se trasladó a Valencia, mientras en Madrid permanecían solo los miembros del Estado Mayor al mando del general José Miaja.

Regresaría en la primavera de 1937 a Moscú, donde sería asesinado en una de las purgas de Stalin. Un informe enviado días antes por él a Voroshilov, ministro soviético de Defensa, en el que censuraba las actividades de la NKVD en España y, en particular, las de su jefe, Orlov, pudo ser la causa de su ejecución. Se dio además la circunstancia de que su valedor, Yagoda, fue fusilado en aquellas fechas, de modo que su desaparición pudo también arrastrarlo en su caída.

Bajo la dirección de Berzin estaba su consejero militar jefe, Grigory Stern, que en la primavera de 1937 asumiría el mando absoluto.

Stern era otro veterano de la revolución, ascendido a general de división, que dos años antes de llegar a España había mandado el I Ejército en el Extremo Oriente. A diferencia de Berzin, él sí estuvo presente en numerosas ofensivas durante la Guerra Civil: desde la batalla del Jarama, hasta las de Brunete, Zaragoza o Teruel, cuya fase de preparación él mismo dirigió.

Encontrándose en Valencia, se perdió en cambio la batalla de Guadalajara, cuya suerte dejó en manos de su adjunto militar Vladímir Gorev, el más célebre de los generales soviéticos durante la guerra.

Alto, rubio y fornido, con una penetrante mirada azul protegida por unos salientes pómulos, Gorev, a quienes algunos apodaban «Yvanov», apenas tenía cuarenta años, pero poseía una gran experiencia militar.

Le encantaba fumar puros o en pipa mientras preparaba los planos de la batalla o leía las crónicas del corresponsal norteamericano Herbert Matthews en The New York Times.

Era inteligente, reservado y muy apasionado al tiempo, haciéndose querer y respetar por todos, incluido el general Miaja, de quien fue consejero durante la defensa de Madrid.

Instalado en los sótanos del Ministerio de Hacienda en Madrid, el Estado Mayor, al mando del general Miaja, era un continuo teclear de máquinas de escribir y un incesante deambular de milicianos. En uno de los cuartos estaba Miaja, enfermo y desbordado por los acontecimientos. Gorev pasaba allí horas enteras con él hablando de la situación en la Ciudad Universitaria, asistido por su intérprete Emma Wolf. Señalaban las posiciones en el mapa, contaban los refuerzos de infantería, calculaban la situación de las baterías...

El general Rojo se deshacía en elogios hacia él:

Se trataba de un jefe extraordinariamente inteligente, correctísimo, discreto, activo, sincero y leal. Fue un valiosísimo auxiliar en las horas difíciles de la batalla de Madrid, así como durante las batallas del Jarama y de Guadalajara [...] Creo que llegué a apreciar cabalmente las altas dotes de Gorev, el hondo sentido de fraternidad y comprensión que ponía en su trabajo y el claro criterio militar con que enfocaba todas las cuestiones y, pese a nuestra amistad, que llegó a ser muy cordial, ni una sola vez abusó de la confianza con que llegué a tratarle. A pesar de mis ruegos de que prescindiese de formulismos, jamás se permitió venir a mi despacho sin pedir autorización previa para hacerlo.

Tras la batalla de Guadalajara, Gorev fue enviado a Bilbao para comprobar si repetía en el frente Norte sus éxitos cosechados como consejero en Madrid. Cuando los nacionales estrecharon el cerco y penetraron finalmente en Gijón, el general soviético se hizo al monte con las guerrillas para evitar ser capturado. Poco después fue evacuado a bordo de un avión que logró aterrizar en un campo improvisado.

Gorev sería asesinado en Moscú a consecuencia de la gran purga iniciada en 1937 contra más de treinta mil militares de las tres armas. Una matanza que supuso la victoria de la NKVD sobre los auténticos profesionales del Ejército soviético.

Junto a Berzin, Stern y Gorev, llegó a España el general encargado de la artillería, Nikolai Voronov. Nombrado consejero del teniente coronel Fuentes, inspector general de la artillería del Ejército republicano, Voronov era un trabajador incansable que hallaba tiempo para crear baterías, estudiar las piezas, disponer el tiro e incluso organizar las Brigadas Mixtas y fundar academias de artillería en Almansa, Chinchilla y Lorca.

Tras su intervención destacada en la defensa de Madrid, participó en el ataque a Teruel, organizando once baterías que dispararon en menos de una hora alrededor de dos mil quinientos proyectiles sobre las posiciones al norte de la ciudad.

Preparó también las fuerzas de artillería en las batallas del Jarama y de Guadalajara. Años después se distinguiría por su papel en el frente de Leningrado, donde consiguió la mayor concentración artillera de toda la Segunda Guerra Mundial.

El control de la fuerza aérea soviética en España se encomendó al coronel Borís Sveshnikov, que cesaría a petición del ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, por haber desobedecido las órdenes que este le dio en relación con las ciudades que debían ser bombardeadas.

De las unidades acorazadas se encargó al comandante Semyon Krivoshein, que regresaría a Moscú a finales de 1936. A su iniciativa se debió la organización del primer batallón republicano de carros de combate en el balneario de Archena. Participó en la contraofensiva de Seseña y en las primeras batallas de la defensa de Madrid.

Además de André Marty, apodado «el carnicero de Albacete» por su comportamiento sanguinario, y de Emil Kléber, otro militar llegó a España para ponerse al frente de la XII Brigada Internacional. Su nombre auténtico: Matei Zalka, que durante la Guerra Civil se dio a conocer como el «general Lukacz».

Había nacido en Hungría hacía cuarenta años. Hombre de letras al que le gustaba escribir y que a la edad de dieciocho vio cumplido su sueño de ver publicado su primer libro de cuentos, debía a su padre encontrarse en aquel momento en España. Desde muy joven, su progenitor le obligó a seguir la carrera militar, enrolándole antes de tiempo en el Ejército y matriculándole después en una academia castrense.

El resultado no se hizo esperar: sin haber cumplido aún los dieciocho, Matei Zalka se encontraba luchando como alférez en el Ejército austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial. Los rusos le hicieron prisionero y le confinaron en el campo de Chabarovsk, de donde logró escapar para unirse al Ejército Rojo y ponerse al mando de un batallón de soldados extranjeros que luchó en el frente oriental.

Fundó el Partido Comunista húngaro y combatió en Esmirna y en China.

Ascendido a general, participó en el asalto a Perekop, a las órdenes de Voroshilov, y fue condecorado con la Orden de la Bandera Roja. Al término de la guerra civil se nacionalizó ruso y fue admitido en la Academia Militar Frunze.

Al llegar a España, se dirigió hasta Albacete para ponerse al frente de la XII Brigada Internacional. Era un hombre alegre y dicharachero que prodigó el trato personal con los brigadistas. Le gustaba cantar y bailar, lo cual hacía con bastante destreza en las fiestas, homenajes y veladas que organizaba a menudo. Su carácter alborozado no le impedía mostrarse siempre como un jefe disciplinado, a diferencia de Emil Kléber.

Su balance militar fue mediocre y desigual: la XII Brigada participó en el ataque al Cerro de los Ángeles y tuvo que retirarse en desbandada. En cambio, demostró gran valor oponiendo una dura resistencia a las tropas nacionales en la Ciudad Universitaria, hasta verse obligado a solicitar el relevo.

Intervino también en la batalla del Jarama, sufriendo numerosas bajas, y en la de Guadalajara. Su última acción de guerra fue la preparación del ataque contra Huesca, que encabezó el general Pozas a mediados de junio de 1937.

La víspera de iniciarse la ofensiva, el Packard descapotable verde en el que viajaba fue alcanzado por un proyectil de artillería en las proximidades de Estrechoquinto. Lukacz resultó muerto.

ECONOMÍA Y PROPAGANDA

La economía estaba bajo el mando de Artur Stashevsky, procedente del Ejército Rojo. De origen polaco, era bajito y grueso, y había sido un destacado comerciante de pieles en sus continuos viajes por Francia, Estados Unidos y Canadá.

Stashevsky se hizo amigo de Juan Negrín, como confirmó Julio Álvarez del Vayo, e indujo al entonces ministro de Hacienda a que enviase a Moscú las reservas de oro del Banco de España.

Gracias a sus gestiones, los barcos soviéticos que atracaban en el puerto de Cartagena pudieron transportar a Moscú en sus bodegas minerales de plomo y de mercurio, así como naranjas y tejidos, mientras los ciudadanos españoles sufrían las penurias propias de la guerra.

El aparato de propaganda era crucial también para los intereses soviéticos en la guerra de España. El corresponsal del Pravda, Mijaíl Koltsov, llegó a la Península el 8 de agosto de 1936, permaneciendo en ella hasta el 6 de septiembre del año siguiente.

Nacido en Kiev hacía treinta y ocho años, era judío y había combatido en el Ejército Rojo durante la Revolución. Poco después se incorporaba a la redacción del periódico del X Ejército.

En el Pravda colaboraba desde 1920, hasta que fundó después el semanario Ogokek y dirigió la revista satírica Kokodril, cuyo estilo humorístico plasmaría después en algunas de sus crónicas.

Viajero incansable, visitó numerosos lugares de Asia y de Centroeuropa, especialmente Alemania, Hungría y Yugoslavia. La primera vez que pisó España fue en 1931, recién proclamada la República, desplazándose de Madrid a Bilbao y Sevilla.

Koltsov era un hombre menudo, inteligente y locuaz, a quien Ernest Hemingway retrató bajo el nombre de Karlov en su célebre novela Por quién doblan las campanas.

Fue él quien advirtió a los dirigentes comunistas del peligro que suponía para los intereses de la República que los numerosos presos fascistas pudiesen alistarse en las filas nacionales si estas ocupaban Madrid.

En su entrevista con el Comité Central del Partido Comunista, instó a sus miembros a que se fusilase a los reclusos de las cárceles madrileñas, en un claro anticipo de las matanzas de Katyn. Sus consejos fueron seguidos al pie de la letra por el entonces consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, el comunista Santiago Carrillo Solares. Centenares de presos, entre ellos el comediográfo Pedro Muñoz Seca, acabaron así fusilados y enterrados en fosas comunes en Paracuellos del Jarama.

El historiador británico Hugh Thomas no dudaba en afirmar que Koltsov era un agente personal de Stalin, en contacto directo con el Kremlin.

Visitó todos los frentes, incluso los del norte, participando en algunas ofensivas contra el Alcázar de Toledo, y recogió todas sus experiencias en su Diario de la Guerra de España, un libro importante para conocer detalles y protagonistas de la retaguardia y el frente, pero partidista en exceso.

Koltsov fue, en suma, un combatiente ruso más a través de sus artículos y reportajes, y en alguna ocasión incluso disparando un fusil y entregando órdenes de ejecución de presos «fascistas» procedentes de Stalin.

A su regreso a la Unión Soviética, corrió allí la misma suerte que los falangistas a los que tanto odiaba, en especial a José Antonio Primo de Rivera: murió también fusilado en febrero de 1938. Tal vez por influencia del entonces director de Pravda, Mejlis, un general de la NKVD partidario de las purgas.

Poco antes de ser ejecutado Koltsov, había sido fusilado su antiguo director, Bujarin, acusado de posicionarse contra el régimen estalinista. La envidia de su nuevo jefe, Mejlis, por el éxito que obtuvo Koltsov en su cobertura de la guerra en España, que, como dijimos, le hizo merecedor de la Orden de la Estrella Roja, pudo tener algo que ver en su trágico final.

Otro periodista soviético que jugó un papel propagandístico de primer orden en España fue Ilia Ehrenburg, que al llegar a la Península tenía cuarenta y cinco años. Ucraniano, igual que Koltsov, su personalidad era muy distinta a la de aquel. Fue corresponsal durante la Primera Guerra Mundial en el frente francés y, al producirse la insurrección de octubre en su país, regresó a la Unión Soviética para establecerse después en Berlín, París y Bruselas.

Viajó a Asturias durante la revolución de octubre de 1934 y alentó la campaña para presentar a los mineros como verdaderas víctimas de los enfrentamientos armados, entrevistando a algunos de ellos.

Recién llegado a España en agosto de 1936, puso en marcha su maquinaria propagandística en favor de los intereses comunistas y soviéticos. Visitó Madrid, Valencia, Toledo y los frentes de Guadarrama y Aragón.

Más tarde, adquirió un camión y lo acondicionó para sus fines proselitistas con una imprenta portátil, unos altavoces, por los que hacía sonar canciones revolucionarias rusas, y una colección de películas, entre ellas Los marinos de Kronstadt, que proyectaba en su periplo por el frente de Huesca.

Estaba en contacto permanente con el embajador soviético Rosenberg, a quien informaba de las vicisitudes en Cataluña.

Tras la batalla de Guadalajara, se instaló en el madrileño hotel Palace, convertido entonces en hospital. Se quejaba de lo mal que se comía allí y de la falta de calefacción, por lo que solía visitar el hotel Florida, donde se alojaba Koltsov.

Valentín González, el Campesino, le retrató así:

Este escritor judío-soviético se había pasado toda la guerra española viviendo en los más elegantes hoteles y viajando en los más lujosos automóviles, todo a costa del pueblo español.

Fallecería en 1967 de muerte natural, algo insólito entre los ciudadanos soviéticos que participaron en la Guerra Civil española. Solo que en su caso, como en el de otros muchos altos dignatarios soviéticos y comunistas, existían razones fundadas para haberle fusilado como criminal de guerra.

5. LA ESCABECHINA

«Al teniente coronel Félix Ojeda le faltaba un trozo de frente,. y mi hijo presentaba la mejilla izquierda así como la mandíbula. del mismo lado hundidas y la nariz desviada».

ENRIQUE ROBLES TEJEO, testigo ocular

El patio del colegio San Ignacio, en el barrio alicantino de Benalúa, se tiñó de sangre la madrugada del 13 de octubre de 1936.

El panadero Justo Mira García estuvo allí y pudo ver con sus propios ojos cómo caía desplomado al suelo, acribillado a balazos, el cuerpo del general José García Aldave Mancebo.

Junto a él, en un reguero de sangre humana que iba extendiéndose por el cemento como si alguien hubiese derramado litros enteros de vino tinto sobre un mantel, yacían otros seis cadáveres: el del comandante del Estado Mayor Antonio Sintes Pellicer, el del teniente coronel Félix Ojeda, el del capitán José Meca Romero, el de los tenientes de Infantería Santiago Pascual y Joaquín Lupiáñez, y el del teniente de Asalto Enrique Robles Galdó.

Precisamente el padre de este último infeliz, el teniente coronel de Infantería retirado Enrique Robles Tejeo, había rogado encarecidamente a Justo Mira que acudiese allí de madrugada para comprobar si era cierto, como había oído decir, que iban a fusilar a su propio hijo.

Justo Mira, de treinta y tres años de edad, casado y vecino de Alicante, que regentaba una tahona en el número 14 de la calle Montero Ríos, accedió finalmente a cumplir los deseos del angustiado padre. También quiso averiguar por sí mismo si su primo José Martínez Alejos, el célebre abogado alicantino que había visitado a José Antonio en la prisión antes de morir, correría la misma suerte que aquel.

Una vez en el patio escolar, Justo Mira reconoció al jefe del pelotón: un guardia de Asalto que aparentaba alrededor de cuarenta y cinco años, de estatura normal y constitución fornida, del cual no recordaba su graduación.

Previamente, había acudido al Reformatorio de Adultos para presenciar cómo el mismo piquete de ejecución, integrado también por soldados y milicianos, trasladaba a los siete condenados hasta el lugar de la ejecución a ritmo de empellones y culatazos.

En la primera de sus seis declaraciones prestada el 9 de abril de 1940 ante el juez militar, teniente Enrique Sala Mira, como parte del procedimiento sumarísimo de urgencia número 4.694, el testigo Enrique Robles Tejeo denunciaba al acusado Juan José González Vázquez, sargento de la Guardia de Asalto, por mentir con absoluto descaro.

El mencionado sargento había negado conocer, en efecto, tras su detención policial practicada a finales de 1939 en Barcelona, a los siete jefes y oficiales asesinados bajo sus propias órdenes; incluido, por increíble que parezca, el teniente Robles Galdó, superior suyo en el Cuerpo de Guardias de Asalto con plaza en Alicante.

El testigo Robles Tejeo recordaba así las numerosas ocasiones en que el imputado se había presentado en su propia casa con motivo de algún acto de servicio, ya que, como decimos, era subordinado de su hijo; y refería incluso que más de una vez tanto él como su malogrado primogénito, aficionados a la poesía, debieron soportar con paciencia encomiable los mediocres versos que les recitaba el imputado, quien, para colmo, presumía de juglar.

Pero en diciembre de 1940, un año después de su primera declaración, el acusado incurrió con torpeza en una flagrante contradicción que evidenciaba su total desprecio por la verdad.

En una carta dirigida de su puño y letra «Al Juzgado Especial Militar», deslizaba este párrafo creyendo que le ayudaría en su descargo:

El también mártir en igual ocasión, teniente Sr. Robles, cierto día en que yo salí para Madrid, me llamó reservadamente y, dándome un pliego, me dijo: «González, esta carta es de mucho secreto y deseo que llegue a manos de mi hermana». Yo lo prometí y lo cumplí así. Con ello se demuestra el grado de confianza y de identificación ideológica que mediaba entre nosotros dos. La Sra. hermana del infortunado teniente puede adverar mis manifestaciones.

El acusado resultó ser víctima al final de su propia patraña, pues conocía de sobra al teniente Robles, tal y como ya había denunciado el padre de la víctima, y aun tuvo la osadía de afirmar que el hombre al que mandó fusilar en su presencia compartía su misma ideología.

¿Pero era extraño ese comportamiento en un individuo que había sido capaz de delatar a su propio capitán, Eduardo Rubio Funes, como jefe del pelotón de ejecución, sabedor de que este, fusilado con anterioridad, no podía por tanto defenderse?

Cualquier artimaña, por infame e inútil que resultase, servía de pretexto al acusado para eludir sus gravísimos cargos. Máxime, a tenor de la segunda declaración de Robles Tejeo, prestada a los cuatro días de la primera, durante la cual relató de labios del testigo ocular Justo Mira lo sucedido después de que el pelotón vaciase con furor los cargadores de sus mosquetones sobre los siete indefensos militares.

En aquel preciso instante, una chusma de milicianos siguió disparando con saña sobre sus cadáveres, sin que los militares de uniforme lo impidiesen. «El tiroteo fue de tal magnitud —aseguraba Robles— que los presos del Reformatorio [de Adultos], como en aquellos días se hablaba de un desembarco del Ejército Nacional, creyeron que se trataba de un combate con el mismo».

Por si fuera poco, los cadáveres fueron profanados luego, según el declarante, «por un monstruo de mujer, Teresa Villaplana Barrachina (alias la Capela), quien con una piedra en la mano les machacaba la cabeza, extremo este comprobado por quienes el 9 de julio de 1939 presenciaron la exhumación de los mismos».

Advirtieron así los testigos, según añadía Robles, que «al teniente coronel Félix Ojeda le faltaba un trozo de frente, y mi hijo presentaba la mejilla izquierda así como la mandíbula del mismo lado hundidas y la nariz desviada, todo como consecuencia de golpes; igual que el comandante Sintes, quien llevaba los golpes en el cuello; además, el teniente coronel Ojeda, que era más corpulento, estaba acribillado a balazos según el jersey que vestía; y mi hijo, según manifestó el testigo don Pedro Sorribes, llevaba rota una pierna poco más arriba del tobillo».

El 15 de abril, en su tercera declaración ante el juez, Enrique Robles facilitó un rasgo físico inconfundible del capitán Rubio Funes, «marcadamente pintado [sic] de viruela», para distinguirle del sargento González Vázquez, a quien el testigo Justo Mira describía como un hombre «de cara ancha sin presentar en ella huellas de viruela», el mismo que mandaba el pelotón de fusilamiento.

Dos meses después, Robles compareció de nuevo ante el juez para advertir que Juan López Polano Herrero, de treinta y ocho años, casado y natural de Simancas (Valladolid), había conducido el volquete a bordo del cual se amontonaron los cadáveres de los siete fusilados.

Durante el traslado al cementerio, uno de los milicianos, con las manos ensangrentadas, pisoteó, fuera de sí, al parecer, los restos mortales mientras profería gritos e insultos contra ellos.

Interrogado López Polano el 11 de julio, admitió ser el chófer de la camioneta, pero añadió que no recordaba el acto de profanación del miliciano referido por Robles.

Debió de pesar, sin duda, en su declarada amnesia, el hecho de que fuese yerno de uno de los guardias de Asalto que fusilaron a los militares, así como su innegable adscripción republicana.

COLECCIONISTA DE PIQUETES

Sea como fuere, el testigo Robles confirmó en su última declaración, del 27 de julio, que el sargento González Vázquez estuvo al frente de otros piquetes de ejecución, tal y como ya le había referido el propio conserje de la sacramental de Florida Alta, Tomás Santonja, al verle acompañar los cadáveres hasta el cementerio tras el fusilamiento de los mártires en las estribaciones de la sierra alicantina de Fontcalent, así como el de Carlos Senén Varela, de Orihuela y, cómo no, también el de José Antonio Primo de Rivera, sobre quien volveremos más adelante con otras revelaciones.

Respecto al fusilamiento en Fontcalent conocemos ahora el testimonio de Ramón Gallud Mínguez, padre del ejecutado Ramón Gallud Torregrosa, según el cual su hijo fue conducido junto con Gabriel Aracil Pérez, paisano suyo de Torrevieja, en una camioneta comandada por el sargento González Vázquez.

Sucedió el 15 de diciembre de 1936. Aquella mañana, el jefe del pelotón de ejecución presenció el enterramiento de los dos cadáveres en una fosa común, comprobando que había desaparecido un reloj de oro de la muñeca de Ramón Gallud.

El testimonio inédito de Pedro Dueñas García, cabo de guardia en el Reformatorio de Adultos el día en que fusilaron a García Aldave, nos aporta también extremos desconocidos.

Pese a no presenciar la ejecución, Dueñas aseguró al juez el 12 de julio de 1940, cuando ya era sargento de Infantería con veintisiete años, que «vio al citado suboficial [Juan José González Vázquez] llegar en un camión con el piquete de ejecución», añadiendo que en el fusilamiento «intervinieron guardias de Asalto, soldados voluntarios y milicianos», todo lo cual concordaba con lo ya declarado por Enrique Robles y por su propio compañero de armas Pedro Sorribes Mora, que prestaba servicio en la guardia exterior del Reformatorio de Adultos y vio salir también a los militares camino del cadalso.

Según Sorribes, había entre doce y catorce guardias de Asalto a las órdenes de «un oficial del mismo Cuerpo, sin poder especificar qué graduación tenía, si bien le consta que era un hombre de alguna edad».

Consignemos así que el aludido no era precisamente un mozalbete, con cincuenta y dos años cumplidos el 26 de enero anterior.

El testigo distinguió también junto a ellos a varios «milicianos y soldados voluntarios de la guardia, entre ellos un cabo de Infantería apellidado Ros, que actualmente está detenido, y tres soldados más de cuota apellidado uno de ellos Verdú [Enrique], empleado en la Fábrica de Tabacos».

Los testimonios que incriminaban a González Vázquez en el fusilamiento del general García Aldave y sus subordinados llegaron a ser abrumadores.

Hasta el mismo cabo de Asalto Francisco Jiménez González declaró que «el único suboficial del Cuerpo que vi en el lugar de la ejecución fue a Juan José González Vázquez», agregando su convencimiento de que «Juan González estuvo presente en la ejecución, toda vez que se hizo cargo de los cadáveres, digo que los cadáveres fueron cargados en un carro, y que detrás del mismo marchaba un autocar de Asalto con fuerza del mismo Cuerpo y entre ellos vi a Juan González Vázquez».

Por si quedaba alguna duda, la testigo Filomena Torregrosa Peñaranda señalaba también a González Vázquez como jefe del piquete.

Por eso mismo, la declaración del guardia de seguridad Antonio González Vicente, de treinta y dos años, casado y natural de Alhama (Murcia), resultaba cuanto menos insólita. Tras admitir que formó parte del retén de Guardias de Asalto que supuestamente custodiaba el exterior del Reformatorio de Adultos la madrugada del 13 de octubre de 1936, para impedir que el populacho invadiese el establecimiento, aseguró desconocer quiénes formaron parte del piquete de ejecución. Hasta el punto de mostrarse incapaz de distinguir si fueron guardias de Asalto, milicianos o soldados voluntarios.

A continuación, para justificar su grado fingido de ignorancia, aseguró que «había un gentío inmenso que pasaría de las cuatro o cinco mil almas». Toda una brigada.

Entre semejante revuelo y confusión, le resultó así más fácil al guardia González Vicente afirmar que tampoco sabía si se profanaron luego los cadáveres, si bien, acorralado durante el interrogatorio, acabó reconociendo en un repentino ataque de lucidez que estaba al corriente de la presencia del sargento González Vázquez en el lugar del crimen.

PETICIONES DE CLEMENCIA

Aun así, como es natural, la esposa del sargento González Vázquez se aferró al último recurso que le quedaba para intentar salvarle del mismo martirio al que él había sometido a tantos inocentes.

Confinado en el castillo de San Fernando, a modo de corredor de la muerte, el sargento González aguardaba al pelotón de fusilamiento entre aquellos muros levantados sobre el monte Tossal durante la Guerra de la Independencia contra los franceses, en 1813. Aunque esta vez el pelotón ya no lo mandaría él.

La fortaleza donde se le custodiaba fue concebida en su día como prisión para reforzar la capacidad defensiva del castillo de Santa Bárbara, y ahora se utilizaba como centro de reclusión militar para reos de muerte como él.

La afligida esposa del condenado a muerte imploraba así la clemencia del auditor de guerra en esta desconocida carta datada en Alicante, el 3 de octubre de 1941:

Ilmo. Señor:

Isabel Barbero García, de 54 años, natural de La Unión (Murcia), esposa de Juan José González Vázquez, que fue sentenciado a muerte en Consejo de Guerra Sumarísimo el día 30 de septiembre pasado. A V. I. acude en súplica e implora justicia y clemencia, pues en el día de mañana y por el señor gobernador del Castillo de San Fernando le serán presentadas a su autoridad pruebas fehacientes de que mi marido es inocente.

Señor, durante toda su vida militar, 28 años en el Cuerpo de Seguridad, estuvo dando su vida a España. Ha sido objeto de atentados, en uno de ellos perdió la vida una de mis hermanas. Soy [sic] sola, no tengo hijos. Nada más tengo su cariño y su recurso para los pocos años de vida que me quedan. Yo le suplico que estudie en el día de mañana con cariño el escrito que le será presentado, donde comprobará que es inocente, donde podrá comprobar la monstruosidad que personas sin conciencia quieren cometer, varias gozando de libertad. Que tenga el consuelo de poder volverlo a ver en mi casa, mientras que los insanos sean juzgados como se merecen, que no pague lo que otros han hecho y para ello en V. I. confío.

V. I. tiene resortes sobrados para esclarecer la verdad y que no paguen justos por pecadores.

Es gracia que espera alcanzar del bondadoso corazón de V. I., cuya vida guarde Dios muchos años. Fdo. Isabel Barbero.

Las «pruebas fehacientes» que invocaba la esposa eran en realidad un escrito elaborado por el propio condenado la víspera del 2 de octubre, dirigido al «Ilmo. Sr. Auditor de Guerra de esta Plaza», a quien también apelaba la mujer.

El documento manuscrito obraba en poder del gobernador del castillo de San Fernando, el cual había anotado al margen, en referencia al detenido: «Desde su ingreso en esta prisión ha observado una conducta intachable», lavándose acto seguido las manos, como Pilato, al consignar: «Ignoro todos cuantos datos indica».

¿Qué decía González en este nuevo documento rubricado de su puño y letra? Nada que el tribunal ignorase ya: que el piquete de ejecución del general García Aldave lo mandaba el capitán Eduardo Rubio Funes; que el de José Antonio corrió a cargo de un tal Domingo Díaz, sargento miliciano ferroviario afiliado a la FAI, y que los demás fusilamientos fueron supervisados por José Fuster, suboficial del Cuerpo de Seguridad, además del sargento Maestre y del cabo José de Egea Sánchez, condenado a treinta años de prisión.

Presintiendo su cercana muerte, el reo volvía a incriminar sin pruebas a personas con nombres y apellidos sobre las que el magistrado no había apreciado la menor vinculación con los hechos juzgados.

Sin ir más lejos, sobre el fusilamiento de José Antonio, el sargento esgrimía como única prueba el reportaje de Alfredo R. Antigüedad titulado José Antonio en la cárcel de Alicante, donde salía a relucir el nombre del supuesto miliciano de la FAI.

A falta de evidencias legales que pudiesen salvarle la vida, González aportaba testimonios favorables de personas que nada tenían que ver con los asesinatos y que tan solo trataban de acreditar su buena conducta, incluso antes del estallido de la guerra. Declaraciones obtenidas por Isabel Barbero cuando su esposo ya había sido condenado a muerte, como si no tuviese ella más recurso a su alcance que el de ablandar el corazón de la Justicia para evitar lo inevitable.

Entre esos escritos figuraba uno firmado por fray Juan José Gómez, superior de los Padres Franciscanos de Alicante y exministro provincial de la misma orden, quien, tras certificar que González era «persona de sentimientos humanitarios y de honradas costumbres», admitía «desconocer sus ideas políticas».

El fraile relataba a continuación cómo el sargento González le salvó una vez la vida:

Me acompañó en septiembre de 1936 con grave peligro de su destino desde Madrid hasta Murcia, dado que yo carecía de todo documento exigido entonces para viajar y transitar por las calles en territorio marxista, hasta que me dejó en un lugar seguro donde pude salvar mi vida.

Nadie dudaba tampoco del testimonio veraz de sor Valera Elizalde Abrego, superiora del asilo de la Purísima de Murcia, pero su escrito no podía utilizarse en modo alguno como prueba exculpatoria de unos hechos perpetrados en plena contienda, sobre los que la monja no tenía la menor idea. Aun así, nos sirve para conocer su juicio parcial sobre el condenado:

Declaro que he tratado durante muchos años a Juan José González Vázquez, por haberlo tenido de pasante en las Escuelas de este Asilo; y después, cuando por su empleo se encontraba fuera de Murcia, siempre que venía a ella no perdía ocasión de visitarnos, demostrando tener arraigadas creencias religiosas, y en sus conversaciones, no estar conforme con el ambiente de anarquía que reinaba antes del Glorioso Movimiento. Terminada la guerra, fue uno de los primeros en visitarnos, y precisamente vino por los arreglos de candeleros y mantelillo para una persona que iban a viaticar. Todo lo dicho lo hago espontáneamente, sin indicación ni presión de nadie, enterada de la sentencia que sobre él ha recaído.

Junto a testimonios que intentaban hacerle pasar por un hombre devoto y temeroso de Dios, había otros que le señalaban nada menos que como un seguidor incondicional de Franco.

Fernando Flores Guillamón, agente de aduanas colegiado en Alicante, daba fe de esto mismo:

Hasta el momento en que yo tuve que huir de Alicante, a finales de septiembre de 1936, en cuantas conversaciones sostuve con el mismo [González Vázquez] se mostró absolutamente afecto a la causa de nuestro Caudillo, lamentándose de las monstruosidades que cometían los marxistas.

Parapetado así en la incriminación de terceros y en las declaraciones aportadas por él mismo, que le presentaban ante la Justicia como un manso corderito, el sargento aludía también «a nuestro Caudillo» en su escrito al auditor de guerra, concluyendo de esta manera:

Con todos estos hechos a V. I. acudo, le suplico, le ruego y le lloro para que se esclarezcan todos los puntos negros de mi sumario, para que V. I. con su autoridad no deje pasar este monstruo de falsedad del que V. I. sería el primer engañado.

LOBO CON PIEL DE CORDERO

¿Quién era en realidad este lobo con piel de cordero a quien el dedo acusador señalaba de forma tan pertinaz a como él trataba en vano de esquivarlo?

Nacido el 26 de enero de 1884 en el pueblo murciano de La Ñora, Juan José González Vázquez recibió el sacramento del bautismo a los pocos días en la parroquia de Nuestra Señora del Socorro, en presencia de sus padres, Evaristo y María.

El 21 de febrero de 1905, con veintiún años recién cumplidos, ingresó en el Ejército como voluntario, incorporándose al Cuerpo de Seguridad de Barcelona el 7 de septiembre de 1909 y resultando herido tres meses después por metralla de explosivo durante la célebre Semana Trágica.

En la Jefatura del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) obraba años después un informe secreto, elaborado por la propia XL Compañía del Cuerpo de Seguridad y Asalto a la que pertenecía el sargento desde el 23 de septiembre de 1933.

El 20 de agosto de 1939, el capitán jefe de Alicante José Castro Caruncho remitió el citado expediente al coronel jefe de los Servicios de Orden Público y Policía de Madrid y su provincia, quien lo puso a su vez en manos de la Justicia.

El retrato robot de González Vázquez bosquejado en ese documento no era muy edificante que digamos. Sus tétricas pinceladas hablan por sí solas:

De la información recogida por el personal de esta plantilla, se desprende que fue siempre un hombre ambicioso, sin escrúpulos para lograr sus propósitos. Antes del Glorioso Movimiento y encontrándose de plantilla en Barcelona, hacía acto de presencia en los actos religiosos, granjeándose la simpatía de unas hermanitas por su ferviente catolicismo.

Al llegar destinado a esta [plaza de Alicante] y muy particularmente al iniciarse el Movimiento trató de significarse a toda costa haciendo alarde de su izquierdismo. Frecuentaba mucho el Círculo Republicano, situado en la Avenida de Orihuela, donde ejerció mucho predominio por sus ideas izquierdistas.

Cuando se verificó el fusilamiento del mártir de nuestra causa don José Antonio Primo de Rivera fue el encargado de darle el tiro de gracia y parece ser que hizo unas manifestaciones después del crimen, invitando a unos amigos a quienes dijo: «Hoy pago yo, que ha caído un buen pez», todo esto con gran satisfacción.

Las copias de los telegramas que se adjuntan patentizan su afán de destacar, tratando de convertirse en hombre de confianza del que fue capitán de la 40 Compañía, Rubio Funes.

Como dato preciso de su actuación destacada, es la información que aporta el guardia de esta plantilla, Antonio Nicolás Faus, quien dice que, con motivo del fusilamiento de nueve personas de derechas de Aspe, se nombró un piquete de ejecución al mando del suboficial Fuster y al que asistió sin duda, voluntariamente, el referido Juan González Vázquez. Al aproximarse el primero con objeto de dar el tiro de gracia a los nueve sentenciados, se le encasquilló la pistola, adelantándose espontáneamente Juan González Vázquez, quien consumó el acto.

También, y con motivo del fusilamiento del teniente de Asalto perteneciente a esta plantilla, don Enrique Robles, y cinco o seis más, se distinguió nuevamente con su vituperable conducta. Los familiares de los que iban a ser fusilados habían enviado unos ataúdes. A la vista de ellos, el repetido González Vázquez se dirigía a la chusma que acudía a presenciar los fusilamientos diciéndoles en estos o parecidos términos: «Camaradas, los familiares han enviado estos ataúdes para que sean depositados en ellos. ¿Queréis esto o que sean arrojados a la fosa común?». Contestando que a la fosa común.

Según este informe, el sargento González fue «el encargado de darle el tiro de gracia» a José Antonio, lo cual no significaba que necesariamente se lo descerrajara él mismo, como jefe del pelotón de ejecución, sino que tal «honor» correspondió finalmente al miliciano Guillermo Toscano Rodríguez, sobre quien nos detendremos más adelante.

PARTES COMPROMETIDOS

En la Jefatura del SIPM se custodiaban otros documentos que probaban la total identificación del condenado con la Segunda República y su Frente Popular, en contra de lo manifestado por él mismo a la Justicia.

Bajo el membrete del «Cuerpo de Seguridad y Asalto, 40 Compañía, Alicante», el propio González informaba a su capitán Rubio Funes del accidente sufrido el 18 de julio de 1936 por las fuerzas a su cargo, hallándose a bordo del vehículo requisado de la compañía La Unión.

Alrededor de las 23 horas de aquel señalado día, y a unos nueve kilómetros de Chinchilla, camino de Madrid «para reprimir la sublevación», según sus propias palabras, el coche se estampó contra un árbol, registrándose varios heridos hospitalizados poco después en Albacete.

Pues bien, el sargento se dirigía a su jefe en estos términos: «Tengo el honor de poner en su superior conocimiento que, con motivo de la alta rebelión fascista en contra del régimen de la República…».

Días antes, el periódico El Luchador había publicado este suelto:

Próximamente, a las seis y treinta horas, las fuerzas de Asalto en número de 47 mandadas por el suboficial Sr. González y el sargento Amorós, distribuidas en dos camiones, se dirigieron a Madrid ante el entusiasmo del pueblo republicano que no cesaba de vitorearles.

Entre los telegramas aludidos en el informe policial figuraba el siguiente no menos comprometedor para González, enviado por este a su capitán:

Seguimos sin novedad, fuerzas con mucho entusiasmo, sin novedad dando abrazos a todos nuestros compañeros, quedando jefes satisfechos, emocionados, estando en permanente cumplimiento del deber. ¡Viva la República!

El capitán Rubio Funes propondría finalmente a González para el ascenso a alférez de Asalto, como «recompensa extraordinaria por defender de una manera heroica, leal y entusiasta a la República en Alicante, Almansa y Albacete».

El mismo hombre que luego, cuando el capitán ya había fallecido y no podía defenderse de sus acusaciones, le incriminaría sin miramiento alguno en el asesinato del general García Aldave tratando en vano de eludir su responsabilidad.

La Policía Militar conservaba también este parte del sargento a su capitán, en relación con la lucha mantenida contra las tropas nacionales el 10 de septiembre de 1936, durante la cual resultó herido él mismo, debiendo ser evacuado:

Fuerzas destacadas en Boquerón. El suboficial que suscribe a V. da parte de que en el combate sostenido en el día de la fecha contra fuerzas facciosas en esta posición resultaron heridos, muertos y desaparecidos las clases y guardias de esta unidad que al dorso se relacionan.

Se refería el sargento González al puerto del Boquerón, situado a doce kilómetros de Ávila, al sur del valle del Tiétar, hacia donde había partido el 4 de septiembre anterior a las órdenes del capitán Del Barco, junto con las secciones de Logroño, Zaragoza y Alicante.

Poco después regresaría a esta ciudad levantina, en donde el tribunal militar que le juzgó consideró probada su participación en las ejecuciones del general García Aldave y de José Antonio, entre otras.

El 26 de enero de 1938, con treinta y tres años de servicio en el Ejército, González se jubiló con una pensión de cuatro mil quinientas pesetas anuales.

Por fin, el 26 de julio de 1939 la Jefatura Superior de Policía de Barcelona ordenó su busca y captura, siendo detenido el 16 de octubre en su domicilio alicantino, situado en el número 4 de la calle del Cirio, en el mismo barrio de La Florida donde estaba la cárcel provincial.

MENTIROSO COMPULSIVO

Sabemos ahora que Juan José González Vázquez era un mentiroso compulsivo, hasta el punto de contradecirse en sus declaraciones, lo cual, lejos de beneficiarle, sirvió para afianzar su letal condena.

El lector tiene por fin acceso a sus seis declaraciones en el anexo a estas páginas. Tan solo la última, prestada el 1 de diciembre de 1941 ante el fiscal de la Causa General de Madrid, se reprodujo por primera vez en un libro, La pasión de José Antonio.

En esta última comparecencia, transcrita en un folio mecanografiado por ambas caras, el condenado debió de hacer un esfuerzo desesperado por salvar el pellejo. Obnubilado por su inminente ejecución, tal vez no recordase ya su propio relato del fusilamiento de José Antonio efectuado tres años atrás.

Sea como fuere, lo cierto es que se desdijo de su primera declaración, en la cual ratificaba todos y cada uno de los extremos recogidos en el informe de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, que también examinaremos.

¿Qué declaró el sargento poco antes de ser conducido hacia el patíbulo?

Recordémoslo: a las dos de la madrugada del 20 de noviembre, el capitán Rubio Funes le ordenó que estuviese preparado a las seis en punto para mandar el piquete de ejecución de José Antonio en la cárcel provincial.

El veterano sargento se acercó antes al Gobierno Civil para comprobar si había llegado de Valencia algún telegrama de conmutación de pena, mientras los guardias le esperaban en la camioneta que debía conducirlos hasta la prisión.

Tras cerciorarse de que no se había recibido el indulto, subió al vehículo. Eran alrededor de las seis menos cuarto de la mañana.

Poco después, cuando llegaron a la prisión, vieron salir un coche ambulancia de la Cruz Roja con el cadáver de José Antonio a bordo, amontonado junto a otros cuatro cuerpos que no pudieron identificar.

Una jauría de energúmenos pugnaba por hacerse con los restos mortales del jefe de Falange para ultrajarlos, hasta el punto de que el sargento y sus hombres debieron intervenir para impedirlo.

Por las puertas de la cárcel, abiertas de par en par, entraba y salía numerosa gente.

Los guardias de Asalto escoltaron al coche ambulancia hasta el cementerio municipal de Nuestra Señora del Remedio, seguidos por tres vehículos cargados de milicianos.

Hasta aquí, nos hemos limitado a reconstruir los hechos de acuerdo con la última declaración del propio González Vázquez.

¿Mintió el sargento de Asalto con respecto a su primera declaración prestada ante la Policía, tratando de atenuar su responsabilidad en la muerte de José Antonio y, por tanto, su condena a la pena capital?

Ahora, insisto, ya puede decirse que sí…