Un oblicuo rayo de sol atravesaba los cristales del mirador y proyectaba sobre el papel rameado de las paredes las inquietas cabezas de los niños. En los cristales bajos, protegidos por barritas doradas, revoloteaba un moscardón azul que saltaba de uno a otro tan rápido como si rebotase:
—Los hombres sólo vienen de noche; a estas horas no viene nadie —dijo la niña defraudada.
Los cuarterones estaban entornados y, a la luz del rayo polvoriento que se adentraba en el salón, los muebles macizos, de madera noble, y las cornucopias y cuadros de marcos dorados parecían adormecidos en una prolongada siesta. En chaflán, frente al mirador (en la encrucijada de dos calles angostas), se alzaba el Friné, un café cantante que, en invierno, salvo sábados y domingos, únicamente abría de noche, y a los dos pequeños les fascinaban aquellas puertas abigarradas como de barraca de feria, flanqueadas por dos faroles rojos que, al oscurecer, derramaban sobre la lóbrega tenebrosidad de la calleja un rojizo resplandor fantasmal. Mamá Zita les tenía prohibido asomarse al mirador, pero ellos lo hacían, a escondidas, zafándose de su vigilancia y del ojo alerta de la señora Zoa, porque aquellos hombres que llegaban al Friné les cautivaban; lo hacían subrepticiamente, como ladrones, procurando asegurarse de que nadie los veía, los cuellos de los gabanes levantados, vencidas las alas de los sombreros, impacientes a la llegada, furtivos y recelosos a la salida, como si tuvieran algo de que esconderse. Los domingos azules de primavera, a mediodía, sin hombres merodeando por los alrededores, las mujeres del Friné, muy maquilladas, con los cabellos sueltos (muchas de ellas teñidas de rubio) y batas chillonas, se asomaban a los balcones, encima del café, y parloteaban incansables unas con otras, se reían y alborotaban como pájaros, fumando cigarrillos en largas boquillas de hueso con anillos de oro. A los pequeños les atraía este espectáculo pero si, casualmente, mamá Zita o la señora Zoa los descubrían, armaban una trifulca y los sacaban del mirador a empellones, regañándoles, y no paraban hasta verlos encerrados en el cuarto de jugar. Cada vez que esto ocurría, Gervasio y Florita, desesperados y sin recursos, solían sentarse ante el balcón que daba a la calle de las Brígidas y, recogiendo los visillos, jugaban durante horas a los entierros.
Una mañana, papá Telmo sorprendió a mamá Zita reprendiendo a los niños, y, desde el umbral del aseo, con la cara enjabonada y los pies descalzos, como era su costumbre, indagó jovialmente qué ocurría, pero mamá Zita bajó tanto la voz que Gervasio sólo pudo captar dos palabras («malas mujeres»), y entonces, papá Telmo rompió a reír, con aquella su risotada gorda, entre ácida y socarrona, e indagó si no sería más didáctico enseñarles que esconderlos, a lo que mamá Zita replicó tan aprisa y malhumorada que ninguno de los dos niños pudo entender su respuesta.
No obstante, el sábado siguiente, Florita preguntó a tía Cruz qué era aquella casa con la puerta de colorines que se abría frente al mirador, y la tía, sin alterarse dijo: «Ah, un colegio». Y Florita: «¿Un colegio de niñas tan mayores?», pero el tío Felipe Neri, que ya andaba carraspeando y torciendo la boca a causa de los ácidos del estómago, salió al quite y, después de doblar cuidadosamente el gabán sobre la barra dorada del perchero, se volvió hacia los niños y preguntó:
—¿Dónde anda Crucita?
—Tomando el té con mamá.
—¿Ya no se le ponen las manos rojas?
—Sí, pero en casa dice que no le importa.
Tío Felipe Neri, con su pelo color ceniza, partido en dos mitades por una raya, y sus lentes de montura de oro, hizo por sonreír pero prevaleció el rictus amargo de su boca. Los tíos Cruz y Felipe Neri eran padrinos de bautismo de Crucita, la sobrina predilecta, y, en el buen tiempo, antes de marchar de veraneo a Fuenterrabía, la invitaban a la horchatería de Simón Beade a beber horchata, y en invierno, durante el curso, a la sala azul del Círculo a tomar té completo (aunque últimamente Crucita procuraba evitar el té porque le enrojecía las manos) y, en cualquier caso, ante mamá Zita, reconocían derretidos que aquella chiquilla alta, de ojos verdes, arrogante, reunía todas las cualidades que hubieran deseado para una hija que no pudieron tener. Incluso los morritos despectivos de Crucita, sus aires de grandeza, sus desplantes con la gente de alpargatas, hacían gracia a tío Felipe Neri, que comentaba: «Tiene porte de princesa. Le desagrada la chusma». Y era cierto que Crucita, corrigiendo la corpulencia de mamá Zita, tenía un porte majestuoso y sus descarados ojos verdes traslucían aristocratismo. Erguida, delgada, cimbreante, Crucita adolecía, sin embargo, de un defecto que le impedía ser el arquetipo de la quinceañera perfecta: no tenía pechos, defecto que para Gervasio, su hermano, atento observador de la vida en torno, constituía un serio motivo de preocupación:
—¿Por qué no tiene tetas Crucita?
Y Flora, que alimentaba un original concepto de la causalidad, respondía sin vacilar:
—Ha crecido toda hacia arriba. Es demasiado flaca.
La falta de pechos de Crucita era uno de los temas de conversación habituales en la cocina, por más que siempre, tras las más peregrinas discusiones, se llegara a los mismos resultados: para la señora Zoa la Crucita era demasiado dura para tener tetas, mientras para la Amalia la Crucita no tenía tetas porque era rica y las tetas constituían el privilegio de los pobres, que otra cosa no, pero ella no había conocido a una sola mujer pobre sin tetas. Este defecto no representaba, sin embargo, para los tíos Cruz y Felipe, una rémora grave, algo que deteriorase la belleza esplendorosa de su ahijada.
Habituado a la disciplina tiránica de la úlcera, tío Felipe Neri era un ser metódico y ordenado, hasta el extremo de que cada vez que en su vida surgía una novedad significativa abría un cuaderno donde anotaba todo lo referente a ella. Así, debidamente clasificados, guardaba en su buró un dietario profesional (ingreso, academia, destinos, ascensos, haberes, masita, trienios, uniformes, etc.), otro matrimonial (noviazgo, petición de mano, boda, viaje, efemérides, ritmo de reglas y relaciones sexuales, ginecólogo, etc.), un tercero de enfermo (primeros síntomas de la úlcera, médicos, diagnósticos, tratamiento, períodos de remisión, recidivas, eclosiones primaverales, etc.) y uno más relativo a Crucita (nacimiento, peso, desarrollo, ombliguito, primera palabra, sarampión, etc.). A través de estos cuadernos, debidamente datados, no resultaba difícil reconstruir los raíles sobre los que la vida de su autor había discurrido. Ahora, de pronto, a sus cuarenta y seis años, cuando ya no esperaba sorpresas, en un punto de madurez más propio para cerrar cuadernos que para abrirlos, había surgido el episodio de Gervasito, aquellas extrañas manifestaciones capilares que tanto le habían conmovido. El sábado 11 de febrero de 1927, tío Felipe Neri, apenas se vio en casa, tomó un cuaderno negro, de pastas de hule, del cajón inferior del escritorio, lo abrió, estampó una cruz en lo alto de la página cuadriculada, conforme a inveterada costumbre, y debajo escribió con esmeradas versales: CUADERNO DE GERVASIO. El punto de la pluma permaneció un rato vacilante, describiendo pequeños círculos en el aire, antes de posarse sobre el papel para consignar: «Abro este cuaderno, dedicado a mi sobrinito Gervasio, bajo una hondísima impresión, ya que el pequeño, a juzgar por ciertos indicios, parece predestinado para muy altos destinos. Anoche, en la velada familiar, en casa de mi padre político don León de la Lastra, el niño quedó en trance cuando escuchaba una marcha militar, la piel se le escarapeló y se le pusieron de punta los pelos de la cabeza. Dada su intensa palidez y el rubicundo cabello nimbándola, la faz del pequeño recordaba la Santa Hostia dentro de una flamígera custodia de oro. Vidal, mi hermano político, proclive al materialismo, atribuye la crispación a meros fenómenos eléctricos, pero yo entiendo que, para un hombre de fe, el fenómeno ofrece unos perfiles cuando menos inquietantes...». Fechas más tarde, en plena, fervorosa exaltación, tío Felipe Neri añadió: «Prudente y ecuánime, mi cuñada Zita se ha negado a que don León, mi padre político, haga de mi sobrino Gervasio un cobaya experimental. Es preciso dejarle vivir una vida de normalidad y ya el Señor, de considerarlo discreto, se encargará de mostrarle el camino a su debido tiempo. Las últimas pruebas parecen confirmar que los éxtasis del pequeño responden a estímulos marciales, lo que acredita que, en contra de la creencia originaria de Cruz y mía, no hay santo en ciernes, sino héroe. ¡Loado sea Dios!».
Ante la inesperada novedad, la inclinación afectiva de tío Felipe Neri se dividió, y si su mitad civil permaneció fiel a su ahijada Crucita, su mitad castrense se decantó por Gervasio, objeto de tan grandes esperanzas en aquellos días. En cualquier caso, los sobrinos (incluidos los dos pequeños de tía Macrina) agotaban su capacidad de ternura, de acuerdo con la máxima lapidaria que estampó en el cuaderno de Crucita la noche de su nacimiento: «Los tíos sin hijos son los abuelos de sus sobrinos». Fieles a este postulado, su esposa y él veían el mundo a través de los pequeños, los sacaban de paseo, cuidaban sus enfermedades, controlaban su conducta, los agasajaban, ahorraban para ellos, y los domingos y festivos, por riguroso turno, uno de ellos compartía su almuerzo y, al concluir, en inalterable rito, disputaban un cuproníquel a la brisca, partida que indefectiblemente ganaba tío Felipe Neri, e, indefectiblemente también, en un repetido alarde de liberalidad (que formaba parte de su austero sistema educativo), entregaba al sobrino invitado:
—Toma, para tus gastos.
A Gervasio, orgulloso de su ostento, antes que las muecas de tío Felipe Neri le intrigaba la hiriente blancura del rostro de tía Cruz, que tanto envidiaban mamá Zita y tía Macrina. A él, sobre desagradarle su crudeza, le molestaba que aquellas mejillas, tan semejantes al yeso en coloración y textura, pinchasen como cardos al besarlas. La primera vez que lo advirtió, había corrido desalado hacia Florita en busca de una explicación, y la contundente respuesta de su hermana le dejó boquiabierto:
—Tía Cruz se afeita y huele a vieja desde el año catapún. ¿Es que no te habías fijado?
—¿Y a qué huelen las viejas?
—A agua muerta.
—¿Y qué es agua muerta, Flora?
—El agua parada; la que no corre.
Ahora, en el mirador, Gervasio observaba las parábolas alocadas del moscón azul por encima de sus cabezas. Una mujer madura con cinta rosa en el pelo y tintineantes pulseras de bisutería había aparecido en un balcón del Friné sobre la F del rótulo, y, vuelta de espaldas, levantaba los ojos y llamaba a Raquel con una voz ronca, erosionada, sin que Raquel compareciese. Gervasio volvió perezosamente la cabeza hacia ella. Una cierta rigidez de nuca obligaba al niño a girar la cabeza con lentitud, como si padeciese problemas motores. La vecindad de su hermana activaba su imaginación:
—¿Y por qué se afeita tía Cruz si es mujer?
—Porque las mujeres, al hacerse viejas, se vuelven como hombres y los hombres como mujeres. ¿No lo sabías?
Los ojos grises, con felinos cercos amarillentos, de Gervasio expresaron desconfianza:
—¿Es verdad eso o te lo estás inventando?
La niña hizo una cruz con dos dedos y la besó:
—Mira papá León —dijo como prueba incontrovertible.
Gervasio no salía de su asombro:
—¿Es mujer papá León?
—Todavía no, pero poco a poco se está haciendo. ¿No te has fijado en su voz?
Gervasio admitió que la voz del abuelo era atiplada como la de una mujer y sus manos, pequeñas, traslúcidas y sin vello (también femeninas), azuleaban en el anverso, por mor de las venas, como los ríos de los mapas de la hermana Luciana en el colegio. Arguyó empero:
—Pero papá León tiene barbas.
—Sí, pero son blandas y se le están cayendo.
Las barbas de papá León eran, en efecto, inconsistentes y ralas y, a través de sus pelos lacios, clareaba el mentón, apenas un hueso pugnaz, revestido de piel, y, cuando reía, en espasmos uniformes y crocantes, las amarillentas barbitas rilaban como si las agitase el viento. Y, al comer, en especial en las solemnes conmemoraciones familiares en las que, al decir de tía Cruz, le vencía la gula, se le ponían aceitosas como la piel de la marta cebellina.
Unos días después de la visita clandestina al mirador, Florita cayó en cama con gripe. Al margen de sus salidas extemporáneas, la niña tenía una cualidad impropia de su edad: era paciente, sabía esperar. Así, cuando tía Cruz la visitó por la tarde y se sentó a los pies de la cama, la calceta entre los dedos, dispuesta a contarle un cuento, la niña reanudó la conversación interrumpida días antes como si no hubiera transcurrido el tiempo:
—Tía —dijo—: ¿por qué esas mujeres tan mayores van al colegio?
—¿De qué mujeres hablas, Florita?
—De las señoritas de ahí enfrente, tía.
—¡Ah!, las señoritas de ahí enfrente. Te traen a ti muy preocupada, por lo que veo, las señoritas de ahí enfrente. Verás, en realidad, se trata de un colegio especial —carraspeó—: un colegio para señoritas descarriadas.
—¿Yo soy descarriada, tía?
—¡Jesús, qué disparate!
A las mejillas blancas, empolvadas, de la tía Cruz, asomaba esta tarde un matiz sonrosado:
—Pues ¿qué es descarriada, tía?
—Mira, Florita —dulcificó la voz con el propósito de quitar importancia al tema—: hay señoritas que de niñas estuvieron abandonadas, y como no fueron educadas de pequeñas, hay que educarlas de mayores. Por eso van al colegio. ¿Has comprendido?
Los niños trataban de completar estas y otras informaciones insuficientes en la cocina, su refugio predilecto, en particular en invierno, cuando la leña crepitaba en el fogón y la señora Zoa abría el tiro, y la chapa y las arandelas enrojecían, como los faroles del Friné. La Amalia, sentada en su taburete, canturreaba en un rincón mientras lustraba los zapatos de la familia. En aquel reducto acogedor, los coloquios solían girar sobre temas espinosos o confidenciales. De ahí que Flora, apenas restablecida, todavía convaleciente, preguntara a la Amalia por las señoritas del Friné, pero la Amalia no llegó a responderle, se limitó a mirar socarronamente a la señora Zoa y a hacer un expresivo gesto con la cabeza. Mas, como la niña porfiase, dijo:
—¿Por qué no se lo preguntas a tu mamá?
—Ya se lo pregunté a tía Cruz y me dijo que es un colegio.
La Amalia soltó una risotada:
—Un colegio, ¿eh? ¿Oye usted, señora Zoa? ¡Buenas enseñanzas van a sacar ésas de ese colegio!
La Amalia, con sus cejas depiladas, delgadas y lineales, elevándose hacia las sienes, apenas llevaba tres años con ellos, pero la señora Zoa, que acababa de cumplir los setenta y tres, había servido desde los veinte a papá León, para continuar a su lado una vez que mamá Obdulia falleció y mamá Zita se hizo cargo de la casa. Y por una de esas insondables inclinaciones, propias de las solteronas vírgenes al alcanzar cierta edad, experimentó una ardiente pasión por el niño, por el varoncito; una pasión limpia, asexuada pero exclusivista, que no se conformaba con querer y ser querida sino que, al propio tiempo, exigía la preterición de los demás:
—¿Quién te quiere a ti, corona?
—Tú, Zoa.
El niño se resumía contra el angosto regazo de la vieja, un costillar duro y arqueado, seco como el de un galgo, pero caldeado por un aroma especial: acre, estancado, doméstico.
—Tu mamá no tiene ojos más que para la Crucita, de manera que ya lo sabes.
—¿Y mi papá, Zoa?
—Tu papá, tu papá. Tu papá es ciego por la Florita, ¿es que no te das cuenta?
El mundo se hundía bajo sus pies y el niño oprimía su carita contra ella, contra su saya negra, acogido a aquel vago olor de humos mezclados, de fogón y baldosas rojas, e, igualmente, acudía a refugiarse en su amoroso regazo cada vez que se peleaba con su hermana y su madre le regañaba. La vieja, entonces, le tomaba en sus brazos y restregaba su mejilla, fría como la de una culebra, contra la suya, como buscando su calor, y repetía:
—La mamá no te quiere, corona; la mamá no tiene ojos más que para la Crucita.
De este modo, Gervasio, desde muy niño, se habituó a buscar seguridad en los brazos siempre prestos de la señora Zoa; sus alegrías y sus tristezas las depositaba en ella como en un confesionario. De ahí que la noche del 11 de febrero, tan pronto abandonó la reunión, aturdido aún por las voces de yunque del tío Vidal, por las lágrimas de tía Cruz, por el clima supersticioso de la reunión, echó a correr por el largo pasillo y no paró hasta sentirse protegido por los brazos huesudos de la señora Zoa:
—Zoa, te voy a decir un secreto.
—Dime, hijo, dime.
Pegó sus labios a la oreja transparente de la mujer, que apenas asomaba bajo los blancos cabellos, recogidos atrás en un moño, y musitó:
—Voy a ser héroe.
—¿Estás tonto? ¿Pero un héroe de esos que se mueren? —La señora Zoa levantó la voz instintivamente, a la defensiva.
—No, Zoa, voy a ser héroe sin morirme. Papá León lo ha dicho. Pero mamá no quiere que lo sepa papá Telmo; es un secreto.
Entró la Amalia, con la cofia y el delantal blanco, y se les quedó mirando con sorna, los brazos en jarras:
—Míralos, como dos tórtolos. El Anselmo Llorente se va a reír las muelas mañana, cuando se lo cuente.
Morena, nerviosa, vivaz, la pierna derecha levemente renqueante, la Amalia, como deferencia y signo de distinción, designaba a su novio con nombre y apellido, pero pese a su magnificencia el Anselmo Llorente era poca cosa, apergaminado, enjuto, un rostro lascivo donde apenas sobresalían los pómulos y los lentes sin montura, de cristales siempre impolutos. En invierno y verano vestía trajes oscuros, muy marcada la raya del pantalón, y un sombrerito gris de fieltro con el ala sombreándole el ojo derecho. Hasta bien entrada la primavera no se desprendía del abrigo azul marino, que casi le alcanzaba los tobillos, ni de la bufanda a cuadros que protegía la escuálida garganta tan a conciencia que, entre sombrero y tapabocas, apenas se descifraba un enigmático, menudo rostro oriental. En ocasiones, Crucita le decía a la Amalia que el Anselmo Llorente era muy señorito y ella sonreía halagada por lo que entendía un piropo. Mas la Amalia consideraba que le ennoblecía, refiriéndose a él por el nombre y el apellido.
—Me voy. Ya estará abajo aguardándome el Anselmo Llorente.
A Gervasio no acababa de gustarle el Anselmo Llorente, tan descolorido, tan anguloso, tan distante, recorriendo de arriba abajo el portalón de palacio a largos trancos, los ojos esquivos, el busto inclinado, las manos en los bolsillos, y, si acaso le saludaban al pasar, él respondía con un gruñido, sin reparar en quienes eran, excepto si los acompañaba la señora Zoa, en cuyo caso se sacaba ceremoniosamente el sombrero de la cabeza, cambiaba unas palabras con ella y le hacía objeto de toda clase de zalamerías. Al final, siempre decía lo mismo:
—Si va para arriba, señora Zoa, haga el favor de decirle a la Amalia que baje, que estoy jodido.
A la señora Felipa, la lavandera, también se le antojaba el Anselmo Llorente un mirlo blanco:
—¡Madre, vaya un novio que te has echado, hija! Ya estará bien colocado.
—Es empleado —respondía jactanciosa la Amalia.
—Se ve a la legua, hija; menuda ropa.
Lunes y jueves, la señora Felipa venía por palacio a hacer la colada familiar en la gran artesa revestida de zinc de la galería de la cocina, sobre el jardín, donde Clemente, el sordomudo, el hijo del señor Pedro, el portero, podaba los rosales y ahuecaba la tierra de los arriates para las siembras de primavera. La señora Felipa, como la señora Agustina, la cuñada viuda de la señora Zoa que cosía para la casa, vivía extramuros, en los suburbios, allá donde la ciudad diseminada se iba convirtiendo en campo, un campo sórdido (dos hileras de chopos delimitando la tímida acequia) de pedrizas, basuras y huertos alambrados. Pero mientras en el suburbio norte, donde moraba la señora Felipa, la acequia vertebraba el caserío de adobes, con bardas cariadas preservando los corrales, en el sur, donde habitaba la señora Agustina, era la línea férrea la ordenadora del poblado, desperdigado por las faldas de los cerros, mísero como un aduar, acribillado a todas horas por los silbidos de las locomotoras.
En casa de la señora Felipa, en el arrabal norte, cercado por alambres de púas, había un huerto en el que cultivaba patatas, cebollas y lombardas, y en la trasera, preservada por una tela metálica, criaba una docena de conejos blancos con párpados rojos, otra de gallinas pusilánimes, y un cerdo gruñidor arrinconado en una cochiquera de tablas mal avenidas por cuyas rendijas los niños le fustigaban con juncos. La figura grande y animosa de la señora Felipa, portadora de saludables aires rurales, atraía a los pequeños, los embelesaba con los pequeños acontecimientos de su mundo:
—Ayer parió la coneja.
—¿Sí, Felipa?
—Catorce gazapines echó.
—¿Tantos?
—Eso no es nada. Una tuve el año la gripe que parió veintidós.
La señora Felipa restregaba la ropa contra la tabla ondulada y jabonosa con sus enormes manos amorcilladas y Florita observaba sus dedos amoratados, hinchados como sapos, las yemas fruncidas como castañas pilongas, las uñas blancas:
—¿Te has fijado? La señora Felipa tiene manos de ahogada.
—¿Cómo son las manos de ahogada?
Florita le explicaba que los ahogados al principio se ponían rojos, luego amarillos y, después, morados, como las manos de la señora Felipa, y los dedos se les arrugaban porque el agua envejecía a las personas más aprisa que el aire.
En el buen tiempo, la Zoa sacaba a los niños los jueves a dar un paseo largo, porque papá Telmo no consentía verlos en casa o encerrados en el pequeño jardín:
—Tienen que dar un paseo, Zita; tienen que hacer ejercicio. El músculo que no se fatiga, se intoxica.
La alternativa no variaba:
—¿Dónde queréis que vayamos, donde la señora Felipa o donde mi cuñada Agustina? —inquiría la señora Zoa.
Los niños no vacilaban:
—Donde la señora Felipa.
Pero la señora Zoa tiraba para el suburbio norte o para el suburbio sur según le viniera en gana.
La señora Agustina, su cuñada, era viuda con dos hijos, Daniel, cetrino, musculado y hosco, que trabajaba en la planta baja en su banco de carpintero y seguía el curso de las horas por los pitidos de los trenes ascendentes y descendentes, y la Felisilla, la niña, un poco corta, babeante, que, pese a haber cumplido diecisiete años, no conocía otra distracción que revolcarse en el montón de virutas que saltaban del cepillo, riéndose sin causa. Mas en aquella casa, aparte la manifiesta hostilidad de Daniel, no había más bichos que un macho de perdiz enjaulado junto a la puerta que no paraba de dar vueltas sobre sí mismo, picoteando los alambres, como buscando un agujero por donde escapar, y un canario amarillo, espantadizo, que no sabía cantar porque era hembra. Como la señora Agustina les prohibía pisar la huerta, a los niños no les quedaba otro entretenimiento que encaramarse a la higuera tan pronto las brevas empezaban a sazonar. Pero a Daniel, el carpintero, terminó también por disgustarle que se comieran los frutos maduros, con lo que Gervasio y Florita, cuyo último recurso consistía en sentarse en el cembo para ver pasar los trenes y decir adiós a los viajeros, no dudaban ante la opción planteada cada jueves de primavera por la señora Zoa:
—Donde la señora Felipa, Zoa; en casa de tu cuñada nos aburrimos.
Bien procedieran del arrabal norte o del sur, Flora y Gervasio regresaban al caer la tarde, con las piernecitas entumidas y el rostro quemado por el primer sol. Ya cerca de casa, en el callejón de las Brígidas, entre dos luces, solían cruzarse con la Amalia y el Anselmo Llorente, muy juntos, muy amartelados, aprovechando la penumbra. A veces, la Amalia, encandilada, ni los veía, y en esos casos Gervasio le propinaba inocentemente un azote en las prietas nalgas y le gritaba:
—¡Adiós, Amalia!
Ella se volvía sobresaltada:
—¡Habrase visto! Este chico es de la piel de Barrabás.
En la encrucijada, frente al arco de dovelas del portón de palacio, los hombres empezaban a llegar al Friné, cautelosos, desconfiados, ocultando los ojos bajo el ala del sombrero, excepto los jóvenes reclutas que lo hacían a cuerpo limpio, riendo y voceando, con juvenil altanería, sin reservas. Unos metros más allá, los niños se detenían ante el kiosco que les brindaba todo un mundo de sugestiones: tebeos, pelotas de goma, canicas multicolores, recortables, regaliz de palo, chufas, altramuces... La señora Zoa, desde que Florita cumplió ocho años, ya no les aguardaba, se metía deprisa en el portalón, limitándose a rezongar:
—Ya estáis arriba, ¿eh? Ya sabéis cómo las gasta la mamá.
Pero ellos hacían sus adquisiciones y cambalaches con calma, cuidando de sacar el máximo rendimiento a la propina de papá Telmo y, en su caso, al cuproníquel del tío Felipe Neri, y al concluir subían la ancha escalera de madera encerada por la alfombra granate del centro, charlando, planeando juegos hasta la hora de la cena, intercambiando fruslerías.
Una noche, seis semanas después de la enfermedad de Florita, bien porque la Amalia se retrasara, bien porque se hubiere citado con el Anselmo Llorente más tarde que de costumbre, vieron venir a éste muy excitado, diciéndole escuchitos a una de las muchachas rubias del Friné que taconeaba firmemente sin hacerle caso, pero como quiera que la acera era angosta, el Anselmo Llorente trotaba a su lado, un poco rezagado, subía y bajaba de la calzada, brincaba, estiraba su flaco y arrugado pescuezo de tortuga hasta enredar su naricilla puntiaguda en las melenas de la mujer rubia, pero ésta seguía su rumbo imperturbable, como si el Anselmo Llorente no existiera. Gervasio dio con el codo a Florita y ambos se detuvieron en la esquina y, al pasar junto a ellos la pareja, dijeron a dúo:
—Adiós, Anselmo Llorente.
El Anselmo Llorente empalideció, el tono cerúleo de su piel se volvió casi verde, se detuvo, se ajustó el nudo de la corbata haciéndose el distraído y, por fin, se inclinó sobre ellos:
—¿Qué demontres pintáis vosotros aquí?
—Venimos del kiosco.
—¿Y dónde se ha metido la señora Zoa?
—Arriba, ¿por qué?
—Por nada. No está bien que andéis solos por la calle.
—¿Quién era esa señora rubia que iba contigo?
El Anselmo Llorente se sujetó los lentes con un dedo, se abotonó la americana, sacudió sus frágiles hombros, vaciló, señaló, por último, a la muchacha rubia que entraba en ese momento en el café y dijo despechado:
—Ésa, como todas las de ahí dentro, no es más que una zorra. —Hizo pinza con dos dedos, prendió el cuello de Gervasio y se dobló sobre él—: Pero a la Amalia no le vayas a ir con el cuento, ¿me has entendido? —Oprimió el pescuezo del niño como para advertirle que estaba dispuesto a estrangularlo—: Ahora sube y dile a la Amalia que baje, que llevo media hora de plantón y estoy jodido.