I

Subió las escaleras de tres en tres, el tronco adelantado, los brazos inertes a lo largo del cuerpo, la boca entreabierta, pero al llegar al segundo piso su respiración empezó a agitarse y se detuvo en el rellano a tomar aliento, la mano izquierda asida al pasamanos. En el techo, una lámpara enrejada, de escasa potencia, iluminaba los desconchones de las paredes, los nobles escalones de madera, desgastados en los bordes, los balaustres torneados del antepecho, cubiertos de polvo, las puertas de los dos pisos —izquierda y derecha— encaradas, como observándose, con sus desorbitadas mirillas de bronce, sus orlas y molduras relevantes, de un recargamiento barroco. En una de ellas, la que Víctor tenía junto a sí, una placa blanca, desportillada, decía: «Dimas Reglero. Médico. Garganta, nariz y oídos».

Víctor respiró hondo y se acarició pausadamente las barbas: «No soy el que era, coño. Se notan los años de inactividad», se dijo en voz apenas audible, en un murmullo. Oyó el portazo en el cuarto piso y, de inmediato, los pasos mesurados, uniformes, de alguien que descendía las escaleras. Aguardó. Arturo, con su traje claro de entretiempo, su corbata a listas marrones y blancas, sujeta con un alfiler de oro con el emblema del Partido, apareció en el recodo. Se sorprendió al verlo:

—¿Qué haces aquí? ¡Pareces un desenterrado!

Se miraron mutuamente, Arturo con cierta altanería. En el hueco de la escalera se confundían las voces de los compañeros, arriba, en la sede del Partido, con la del locutor de televisión y la de Leonard Cohen en Canciones desde una habitación.

—¿Está Dani arriba?

—Ha preguntado por ti.

Arturo se mordía el labio inferior y adelantaba el mentón, de cuando en cuando, como si pretendiera estirar la piel del cuello que quedaba oculta bajo la camisa. Víctor sonrió. Sacó del bolsillo de la cazadora un folleto plegado y lo desdobló:

—¿Y esta propaganda a la americana que te gastas? —dijo.

Arturo carraspeó, visiblemente turbado. Le azoraba contemplar su propia imagen en una fotografía de estudio, la pipa entre los dientes, sonriendo con fingida campechanía. Estiró la barbilla. Dijo con voz sofocada:

—No te lo vas a creer, pero esta propaganda a lo Kennedy funciona.

Víctor movió la cabeza dubitativo:

—Quizá —dijo—. Pero ¿no te habrás pasado un pelín?

—No irás a sentir escrúpulos ahora...

Víctor no respondió. Abrió el folleto y en la plana de la izquierda apareció un Arturo juvenil, en calzones cortos, corriendo por una pradera tras una pelota inalcanzable. Una leyenda decía debajo: «Por un deporte popular». En el grabado de la derecha, Arturo, retrepado en los cojines de un diván, el brazo sobre los hombros frágiles de Laly, su mujer, miraba tiernamente a dos niñas rubias jugando a sus pies con unos muñecos de trapo. Debajo rezaba la leyenda: «Por una educación sin privilegios». Víctor cerró el folleto sin dejar de sonreír. Levantó sus ojos grises, un poco fatigados:

—¿Y esto? —dijo, mostrando la contracubierta.

En la fotografía, Arturo aparecía en mangas de camisa, despechugado, sentado en un poyo, protegido por una pared de adobes, entre los ancianos de la solana de un pueblo. El pie decía: «Por una tercera edad digna». Y más abajo aún, cubriendo el último blanco del papel, con caracteres tipográficos más gruesos: SI DESEAS UNA ESPAÑA MÁS JUSTA, VOTA A ARTURO GONZÁLEZ TORRES, UN HOMBRE PARA EL SENADO. En los ojos de Víctor apareció una chispa de ironía. Arturo tornó a contraer los labios y a adelantar la barbilla:

—Te guste o no, esto vende —dijo—, da la imagen, macho. No confundas el Senado con el Congreso. El Senado es una opción personal.

—Quizá —dijo Víctor. Y como Arturo no replicara, añadió—: Bueno, me subo.

—Hale, hasta luego.

Víctor ascendió lentamente los tramos que le separaban del cuarto piso y empujó la puerta, donde un cartón mal recortado decía: «Pase sin llamar».

El vestíbulo, alto de techo, decorado con banderas, posters y emblemas del Partido y gigantescas hacinas de impresos adosados a las paredes, estaba en plena ebullición. Había humo de cigarrillos y voces y risas y apremios y octavillas y folletos desprendidos de los rimeros, desparramados por el suelo entarimado, fregado precipitadamente dos semanas antes, y un trasiego incesante de muchachas y muchachos con grandes insignias en el pecho y vistosas pegatinas publicitarias en las culeras de los pantalones vaqueros. A ratos, cuando el rumor de las risas y conversaciones decrecía, se oía una música rítmica, de una radio o un magnetófono, procedente de las piezas posteriores de la casa, entremezclada con la voz monocorde del locutor de televisión en una habitación más próxima. En primer término dos muchachos, uno espigado y rubio, de cabellos ensortijados y mirada dulce, y otro bajo, macizo, de brazos increíblemente cortos, vertían cola en unos cubos azules de plástico. De frente, bajo un lienzo de pared ilustrado por la ancha sonrisa del líder, un pequeño grupo charlaba apasionadamente con Juanjo Merino, embutido, como de costumbre, en su jersey rojo, tan holgado y dado de sí que le cubría hasta los muslos.

Víctor se detuvo en el dintel, ante los cubos de plástico. El muchacho de cabello ensortijado enrollaba ahora unos carteles y contaba a su compañero que la noche anterior le habían pedido cola los de Alianza Popular:

—¿Y se la diste?

—Joder, era demasié, ¿no?

—Tampoco es eso, tío.

Por la esquina del pasillo apareció la almidonada calva de Carmelo sobre las gafas de gruesa montura, del brazo de Laly, a la que hablaba confidencialmente, como dándole instrucciones. Laly caminaba con el largo cuello erguido, el pelo descuidadamente recogido en cola de caballo por detrás de la cabeza, ingrávida y fragante como si acabara de salir del baño. En aquel ambiente denso, ruidoso y destartalado, su grácil figura era como una aparición. Posó sus ojos un instante en Víctor y sonrió imperceptible, remotamente. También Carmelo, con su frondosa humanidad, su brillante calva desolada, lo divisó y le hizo una seña con la mano. Soltó el brazo de Laly y dijo:

—Perdona. —Se dirigió a él—: ¿Has cenado?

—Bueno, tomé unos pinchos abajo —dijo Víctor.

—Vale. Dani ha preguntado por ti.

—Voy enseguida.

Salió Andrés de la habitación central y se encaminó hacia la puerta de la calle. Vestía una camisa blanca, demasiado amplia, sin cuello, y el pelo, muy largo y fosco, le desbordaba las orejas. Al pasar, propinó a Víctor unas palmaditas en la espalda:

—¿Cómo fue eso, Diputado?

—Así, así... —respondió Víctor.

Carmelo se ajustó las gafas, con un dedo, en el caballete de la nariz y le observó con desdibujada mirada bovina:

—¿Es que no fue bien?

—Lo de siempre —dijo Víctor—. El alcalde empezó con las coñas habituales y terminamos en el teleclub.

—¿Y eso?

—Dicen que hace dos días anduvo allí ese tal Agustín y montó el número de tapar el Cristo con la bandera. Ya les conoces, esos tíos creen que seguimos en el treinta y seis.

La reluciente calva de Carmelo osciló de un lado a otro:

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con Agustín?

—Nada, por supuesto, pero el alcalde anda como encabronado. Dice que no cede el salón de sesiones ni a San Pedro bendito que baje del cielo, que nos arreglemos en el teleclub y que si queremos concentración de masas, a la plaza. Chorradas, tú verás.

Carmelo soltó una risita entrecortada, como si bisbisease:

—¿Una concentración de masas en Vadillos?

—Tampoco es tan chico, tú. Nos juntamos más de cien personas.

—¿Y qué?

—Bueno, salimos del paso.

—¿Hablasteis?

—Formalmente, no. Hoy, el campesino es más pragmático, no aguanta el rollo.

Carmelo volvió a encajar las gafas con un dedo en el montante de la nariz:

—¿Una mesa redonda?

—Una rueda informativa, diría yo. Llámalo como quieras.

El muchacho del pelo ensortijado rozó con un cubo de engrudo la pierna de Carmelo. Éste se apartó:

—Cuidado, tú.

—¡Joder, cuidado! ¿Qué tal si os quitarais del medio?

Carmelo dio un paso atrás. Tomó a Víctor por un brazo y abrió la primera puerta a su izquierda:

—Pasa aquí —dijo.

Cerró tras sí. Félix Barco y Ayuso, que escribían afanosamente sobre una mesa de cocina, levantaron los ojos al entrar ellos. Sobre el tablero se veían varios folios garrapateados y llenos de tachaduras. Aparte de la mesa y cuatro sillas, y los carteles, pasquines, banderas, pegatinas y emblemas que cubrían las paredes, la amplia habitación estaba vacía. En ella se hacía más perceptible la voz mecánica del locutor de televisión. Ayuso sonrió con media boca. En el pómulo derecho tenía un aparatoso hematoma y el labio superior inflamado y tumefacto:

—Oye, Diputado, majo, échanos una mano —dijo.

—¿Qué es?

Carmelo flexionó su copiosa humanidad sobre la mesa y tomó un folio. Pasó la vista distraídamente por él:

—Cosas de Dani —aclaró—: Quiere acompañar las candidaturas con una carta al elector.

—¿Más rollo?

—Dice que hay que contrarrestar la estrategia de Suárez.

Ayuso pestañeó como un muñeco mecánico.

Vestía un extravagante chaleco de lona parda, sin mangas ni solapas, con grandes bolsos a los costados y un fuelle, como un acordeón, en la cintura. Dijo entre dientes, sin mover apenas los labios:

—Dani es así, como un poco maximalista.

Víctor recogió el folio de manos de Carmelo y le echó un vistazo mientras éste le observaba por encima de los cristales de sus gafas:

—¿Qué dice aquí?

—Ominosa.

Víctor concluyó de leer, arrugó la nariz y denegó con la cabeza:

—No me gusta —dijo.

Félix Barco agitó su mano pequeña y morena, con las uñas negras, descuidadas, en ademán de protesta:

—Jo, tío, eres la pera —volvió los ojos a Ayuso—. Dos horas rompiéndonos la crisma y ahora el Diputado que no le gusta.

—Entiéndeme —dijo Víctor—: A mi juicio os enrolláis demasiado.

—¿Y puedes decirme cómo le comes el coco tú al personal sin darle el coñazo?

Víctor frunció la frente, pensativo:

—Muy sencillo —dijo al cabo—: Con ideas concretas. A estas alturas de la campaña nadie se traga un rollo de éstos así le den veinte duros.

Terció Carmelo:

—Creo que Víctor lleva razón, estamos ahogando al pueblo en literatura; en mala literatura.

Víctor prosiguió imperturbable, como si nadie le hubiese interrumpido:

—Al elector sólo hay que decirle tres cosas, así de fácil: primera, que vote. Segunda, que no tenga miedo. Y tercera, que lo haga en conciencia.

La voz de Félix Barco salió tonante pero tamizada entre sus lacios y frondosos bigotes:

—¡Joder, estoy harto de vaselina! ¡Estoy de conciencia hasta los mismísimos huevos! ¿Y si la conciencia no coincide con nuestro programa? —preguntó.

—Mala suerte.

Carmelo se inclinó nuevamente sobre la mesa, ordenó los folios con calma, golpeando el canto contra el tablero y, finalmente, los ojeó sin leerlos:

—Es demasiado —insistió—: A Dani tampoco va a gustarle esto.

—¡Ostras, que lo haga él! —voceó Félix Barco.

—Tampoco es eso, coño.

Inopinadamente, a través de las rendijas del balcón, penetró en la estancia una voz lejana, metálica, que fue progresivamente aumentando, hasta llegar a la estridencia, sofocando todo otro rumor. En las pausas, entre frase y frase, se oía el zumbido de un motor. Paulatinamente, de la misma manera que surgió, el vocerío se fue alejando, apagándose, y la casa fue recobrando sus ruidos de fondo habituales.

—Joder, esos macarras no dejan al pueblo ni descansar —dijo Ayuso entreabriendo penosamente su labio tumefacto.

Víctor asintió, pero no parecía asentir a las palabras de Ayuso sino a su propio razonamiento interior:

—¿Conocéis el sondeo del Instituto Consulta? —preguntó.

—Lo he leído —dijo Félix Barco con suficiencia, como advirtiendo que a él era difícil sorprenderle en un renuncio.

—Habrás visto que hay mucho vacile; que todavía quedan un cuarenta por ciento de indecisos en el país, ¿no? Bueno, pues lo que interesa es decidirlos, ganárnoslos. ¿Con triunfalismos? Al contrario, con pocas palabras, con palabras sencillas, exponiendo nuestra verdad.

Ayuso puso una mano encima del brazo de Félix Barco:

—Vamos a dejarlo, tío, demos de lado a Suárez y hagamos como dice el Diputado.

Víctor sonrió tenuemente:

—Tampoco creáis que gobernar ahora vaya a ser una pera en dulce.

Carmelo asintió, moviendo de arriba abajo su impúdica calva almidonada. Félix Barco accionó vivamente con sus pequeñas manos morenas y expresivas:

—También eres tú de los que piensan que ganar ahora sería la leche, ¿no?, una especie de catástrofe.

—Tampoco es eso —respondió Víctor—, pero procuro ser realista.

—Vale —dijo Ayuso. Y, sin consultar con Félix Barco, cogió la media docena de folios y los rasgó en dos mitades arrojando los fragmentos al suelo. Miró a Víctor con ojos apagados—: Lo enfocaremos como tú dices y punto.

Carmelo, visiblemente complacido, se ajustó las gafas, dio media vuelta y entreabrió las puertas correderas que comunicaban con la pieza inmediata, una habitación espaciosa, con una potente lámpara, sin pantalla, en lo alto, pendiente de una moldura circular de escayola, y una gigantesca mesa ovalada debajo, alrededor de la cual se sentaban, en sillas desiguales, una veintena de muchachos y muchachas cuyos rostros se difuminaban entre el humo del tabaco. Hablaban todos al tiempo y sus voces se confundían con la voz del televisor sobre una banqueta minúscula, en el rincón que formaba la pared con la puerta de acceso al vestíbulo. Olía a posos de café, a alcohol y a tabaco revenido, mal apagado en los ceniceros. En los espacios libres que dejaban las tazas vacías, las botellas, los paquetes de cigarrillos y los ceniceros, se apilaban los impresos rectangulares de las candidaturas y montones de sobres blancos y amarillos. Como en otras habitaciones de la casa, también aquí detonaba el chafarrinón de los posters y banderas y la sonrisa triunfal del líder, sujetos con chinchetas a las paredes. La irrupción de Víctor provocó un relajamiento general:

—¡Coño, el Diputado! —dijo Darío con su habitual tono reticente.

Rafa, a la derecha de Laly, que ocupaba una de las cabeceras, frunció cómicamente su rostro infantil:

—¡Joder! —voceó—. ¿Podéis decirme qué sería de nosotros, pobres provincianos, sin los fichajes madrileños?

Ante cada asiento había unas largas relaciones de nombres y direcciones meticulosamente punteadas. Ángel Abad alargó a Víctor una de las papeletas.

Dijo:

—Di que no queda fardona la candidatura con tu nombre en cabeza, tío.

Víctor sonreía y asentía. Intercambiaba frases con unos y otros:

—Ya veo que esto funciona —dijo.

Parecía intimidarle el hecho de que aquella concentración humana se hubiera puesto en movimiento en homenaje a su persona. Tras los cuarterones del mirador, dos chicas extremadamente jóvenes continuaban embutiendo papeletas en los sobres, ajenas a su presencia. A pesar de los pocos años de todos ellos, del conjunto trascendía un cierto clima de enervamiento. Apenas Laly, altiva y segura de sí misma, se erguía en su silla en contraste con el cansancio general. Víctor la miró y Laly señaló con el mentón, un mentón bien conformado pero enérgico, levemente masculino, las puertas de comunicación que Carmelo acababa de cerrar:

—¿Han terminado ésos?

Víctor enarcó las cejas:

—Están con ello.

Rafa se alteró todo:

—¡Joder, están con ello! Llevan con ello toda la tarde, los tíos no saben ni de qué va.

—¿Tanta prisa corre?

—Toda, joder. Mientras ellos no terminen, esto no funciona, y son más de cien mil sobres los que hay que despachar.

Adosados a las paredes, salvando los vanos, se apilaban más candidaturas, millares de sobres blancos y amarillos. En un silencio, se escuchó la voz del locutor de televisión: «No lo olvide, Suma, el toque de seguridad».

Rafa cruzó los brazos sobre el pecho y se rascó cómicamente los sobacos como un mono:

—El toque de seguridad, ¿no te jode? Lo que es como el tiempo no cambie ya van a hacer negocio los desodorantes este año.

Una muchacha menuda, morena, poco agraciada, con una insignia en la solapa de su blusa rosa y a la que Víctor veía por primera vez en el Centro, le dijo a Rafa, autoritariamente:

—Menos cachondeo, tío, y a lo que estamos. Esta hoja está terminada, ¿no?

Rafa hizo una ceremoniosa reverencia:

—Está terminada, señoría.

—Pues táchala y retírala, no la liemos.

Se iba reanudando la actividad interrumpida. Pedrito, el Perplejo, con sus diecisiete años mal cumplidos, se dirigió sumisamente a Laly:

—¿Dónde pongo estos sobres?

Laly señaló otro montón:

—Con ésos, encima, pero sin mezclarlos. Del norte de la provincia no tenemos aún las direcciones.

Carmelo se asomó al mirador y contempló, en silencio, la calle desierta, sembrada de panfletos. Al cabo de un rato, se agachó y abrió una de las hojas de la parte baja. Dijo:

—¿Os molesta? Hay una atmósfera irrespirable aquí.

Ángel Abad denegó con la cabeza. Rafa hizo un cilindro con la mano izquierda, tapó la salida con la derecha y echó el aliento en el hueco:

—Si no fuera por la campaña... —dijo—: ¡Joder, machos, vaya un junio!

La muchacha morena, de la blusa rosa, inquirió:

—¿A qué hora necesita Arsenio el texto de la carta?

—A las ocho —dijo Darío—. Si se la entregamos a esa hora, a las doce tendrá hecha la tirada.

Rafa indicó con un ademán de cabeza las puertas correderas. Dijo burlonamente:

—A lo mejor les da tiempo.

Se abrió una pausa. A compás de las monótonas voces del receptor de televisión, las manos se movían diligentemente, con un automatismo y una eficacia que únicamente podían provenir de incontables horas de ejercicio. Ángel Abad hizo un alto. Preguntó a Víctor:

—¿Viste esta tarde a los del Pecé en la tele?

—Me han dicho que han estado hábiles.

Rafa hizo un gesto despectivo:

—De cagarse, macho.

—A mí no me ha parecido mal.

—Lo siento, pero a mí ese tipo de propaganda no me mola.

—Pero bueno, ¿qué han dicho?

—Lo justo, mira.

—¡Ostras!, si es lo justo sacar al Camacho, al Rabal, la Ana Belén y la tira diciendo que van a votar comunista porque sí, porque les sale de los huevos, que baje Dios y lo vea.

—Tú estás encabronado por lo de anoche.

—No, macho. Yo parto de un hecho: el pueblo está alienado después de cuarenta años sin abrir el pico, de acuerdo. Entonces, si queremos mentalizarlo, lo que hay que darle no son latiguillos sino argumentos, así de fácil.

—Me estás dando la razón, macho. Si el pueblo ni sabe de qué va y sale el divo de turno y le dice: «Yo voy a votar esto», el personal detrás, a ver, lógico, ni se preguntan por qué.

Carmelo levantó sus manos regordetas en actitud apaciguadora, un tanto clerical. Después, cogió a Víctor por un brazo y le enfocó sus ojos miopes, implorantes:

—Oye, ya está bien, Dani te está esperando.

Rafa guiñó un ojo:

—No me jodas, tú, no seas clasista. ¿Es que no vas a dejar al Diputado que tome un cafetito con la base? A ver, ¿quién se apunta?

Recorrió la mesa, señalando uno a uno con el dedo:

—Doce solos, tres cortados y dos Veteranos —dijo cuando terminó el recuento. Levantó la voz para llamar—: ¡Primo!

—Deja, ya voy yo; no te va a oír —dijo Laly.

Arrastró la silla hacia atrás y se incorporó. Caminó hasta la puerta marcando inconscientemente la ondulación de sus caderas. Los ojos de Rafa, bizqueando, se fueron tras sus pantalones vaqueros:

—Esta niña —dijo cuando salió— cada día está más buena. ¿En qué estará pensando Arturo?

—¿Qué Arturo? —preguntó tímidamente Pedrito, el Perplejo.

—¡Ostras! ¿Qué Arturo va a ser? ¡Su marido!

—El Senador —aclaró Ángel Abad.

Añadió Rafa como para sí:

—En dos años la hace dos hijos y, luego, si te he visto no me acuerdo.

La muchacha morena, de la blusa rosa, intervino:

—Tampoco te pienses que es oro todo lo que reluce, tío.

—¡Ostras! ¿A qué te refieres?

—Yo sé lo que me digo.

Se abrió la puerta y reapareció Laly:

—Ahora lo traen —dijo. Se dirigió a Víctor—: Dani te reclama. Está muy excitado. Yo te pasaré el café.

—Vale, gracias —dijo Víctor.

II

En la habitación trasera, ante la doble puerta de cristales que daba acceso a la galería, armada de tres teléfonos —negro, blanco y crema—, una vieja máquina de escribir, una carpeta roja de plástico, dos ceniceros, un bote con lápices, bolígrafos y rotuladores, un flexo, una caja de cigarros y una botella de güisqui, había instalado Dani su mesa de trabajo. Alrededor, gran profusión de carteles, pasquines y banderas alusivas al Partido y el mismo aire de provisionalidad que caracterizaba al resto de la casa. Al entrar Víctor, Dani, embutido en un jersey azul marino de cuello alto, el teléfono blanco pegado a la oreja, tiraba pataditas al aire con una pierna montada sobre la otra, levantaba intermitentemente la ceja derecha y tabaleaba con los dedos de la mano izquierda el brazo plano del sillón frailero en que se sentaba. Tras él, los cristales oscuros de la galería y, detrás de los cristales oscuros de la galería, del otro lado del gran patio, los cristales de las galerías de las casas de enfrente, algunos de los cuales estaban aún iluminados. Al aparecer Víctor, Dani le hizo un gesto de resignación indicando el teléfono y le señaló la butaca tapizada de plástico rojo del otro lado de la mesa para que se sentara. Le dijo al auricular irónicamente:

—Yo paso de eso, majo, ya lo sabes...

Frunció su rostro, enjuto y vivaz, con impaciencia. En su ceja derecha levantada, las pataditas que tiraba al aire por debajo de la mesa y el tabaleo de sus dedos, se manifestaba una tensión reprimida. Víctor se recostó en el brazo de la butaca roja, junto a Carmelo, en esa actitud de violencia propia de quien sorprende una conversación que no deseaba escuchar. Miró mecánicamente a un lado y a otro de la habitación y, al advertir que Carmelo le susurraba algo al oído, inclinó su cabeza hacia él:

—Es de Madrid —dijo Carmelo señalando el teléfono.

—Ya —dijo Víctor.

Volvió la cabeza hacia la alcoba italiana y descubrió nuevas hacinas de impresos, folletos y octavillas y tres grandes cajas de ceniceros, insignias y encendedores del Partido que no estaban allí la víspera. Dijo al oído de Carmelo: «¿Cuándo vamos a distribuir ese arsenal?». Carmelo se ajustó las gafas con un dedo y encogió los hombros. Dani adelantó la palma de la mano para que callasen:

—Precisamente el personaje está aquí en este momento —dijo al auricular—: Un montón... Cantidad... ¿Sin visitar? No más de una docena... Medio vacíos... En la montaña, claro...

Guardó un silencio atento y prolongado. De pronto, se ladeó en el sillón, desmontó la pierna derecha, se inclinó sobre la mesa y dijo con irritación:

—¿Yo?... ¿Nosotros?... ¡Joder, yo no me puedo dividir!... Llevo cuatro noches sin acostarme...

Conforme se acaloraba se hacía más hondo el silencio de las pausas:

—Sí... No... Tampoco es eso... Sí, me hago cargo... Bueno... lo otro es demencial... Leoncio o San Leoncio, me la trae floja... El que os parezca más majo...

Movía ostensiblemente la cabeza de un lado a otro para que Carmelo y Víctor fueran testigos de que se las tenía tiesas con los cuadros:

—¡Joder, yo no puedo estar en todas partes, Silvino, majo, cómo te lo voy a decir!... No... no... Tampoco es eso... A Víctor le necesitamos aquí... Mañana tiene viaje...

Sonó el teléfono negro y, cuando Carmelo adelantó la mano para cogerlo, las timbradas se interrumpieron. Dos muchachos entraron en la alcoba por el falsete, vacilaron unos segundos ante las pilas de papel y, finalmente, hicieron dos grandes rollos con unos carteles, los ataron burdamente con cuerdas y se marcharon. La voz de Dani volvió a sonar contundente, notoriamente alterada:

—De vacilón, nada, macho... Él tiene que dar la cara... Literalmente tiene que mostrar la cara... Desde ya... Ten en cuenta que aquí no le conoce ni dios...

Se interrumpió unos instantes. Agregó:

—¡Joder, claro que me importa!... ¡Me importa todo, coño!... Eso es otra cuestión... Descuida... Vale... Vale... Vale... Lo haremos como dices... ¡Hale!... Otro para ti...

Colgó el auricular, infló los carrillos enjutos y expulsó el aire de golpe, como si con ello se liberara de su contrariedad. Se encaró con Víctor:

—Tus paisanos son la pera, macho. No saben andar solos por el mundo. ¿Pues no querían ahora que fuésemos mañana a Madrid a grabar el programa de la tele?

—¿Tú?

—Yo y tú. Tanto monta. ¿Para qué quieren allí la plana mayor? —preguntó—. Dicen que están liados. ¡Creerán que aquí estamos tocándonos los cojones!

Entró Laly con el café de Víctor:

—Perdonad —dijo.

Lo dejó en una esquina, sobre la mesa. Dani se agarró el centro de la boca con dos dedos y sopló hasta formar un ocho con los labios. Luego la soltó y le dijo a Laly con voz apagada:

—Oye, Laly, maja, ¿te importa decirle a Primo que suba otro para mí?

A Dani se le mudó la expresión mirando el trasero de la chica cuando salía:

—¿Te has fijado cómo está esta criatura? Tiene unas nalgas que son un reto para el futuro.

Una música insistente llegaba de alguna parte. Víctor comentó:

—Su marido no parece estar de acuerdo.

—¿Quién? ¿Arturo?

—Arturo, claro. Me lo encontré en la escalera, iba más bonito que un San Luis.

Dani sonrió. El juego reiterado de su ceja derecha imprimía a sus palabras una malicia muchas veces inexistente:

—El tío no se ha quitado la corbata desde que hizo la comunión.

Víctor sacó del bolsillo de la cazadora el folleto publicitario:

—Te equivocas —dijo.

Dobló el papel por la mitad y señaló la fotografía de Arturo equipado de futbolista. Volvió a plegarla y mostró el grabado de la solana. Añadió:

—Él dice que da la imagen, lo que no dice es qué imagen da. La única foto que se agradece es ésta que está con Laly, y, para eso, todo el mundo sabe que lo suyo con la chica ya no funciona.

La mirada de Dani se ensombreció. Señaló el folleto:

—Lo conozco. Tenemos cantidad ahí —indicó con un gesto la alcoba italiana—: Me lió. Él dice que para el Senado eso vende y no me atreví a contradecirle. La verdad es que después de cuarenta años de silencio no hay dios que sepa lo que va a funcionar en el país en este momento. Personalmente sí, tengo que reconocer que toda esa publicidad a la americana, con la sonrisa estereotipada de la bonita mujer colaboradora, los rubios niñitos inocentes y los ositos de trapo, me da por el mismísimo culo. Pero ¿qué vas a hacer? No puedes hacer nada...

Se abrió la puerta principal y entraron Julia y Miguel. Julia, con su abigarrada ruana salvadoreña y su pelo corto, dijo «¿Qué hay?», al grupo, mientras Miguel se aproximó hasta la mesa de Dani, con movimientos envarados, rígidos, de muñeco mecánico, en la sumisa actitud del contable que se dirige al jefe para rendir cuentas:

—¿Qué tal por Algera? —preguntó Dani.

—Bueno, Algera, Tubillos, Casares... ¡La tira, macho! Hemos visitado cinco pueblos.

La música que llegaba de alguna parte elevó el tono. Dani apeló a Carmelo:

—Diles que bajen eso, joder. Aquí no hay dios que se entienda.

Salió Carmelo. Dani se acodó en el borde de la mesa:

—¿Y qué? —preguntó.

—Bueno, cuatro paletos. Tenemos los alcaldes a la contra. Me da la impresión de que Alianza los tiene bien trabajados.

El tono de la música descendió tanto que casi se hizo inaudible. Carmelo regresó discretamente por la puerta del falsete. Dani se esforzaba por conservar la moral:

—Pero Algera farda, agrícolamente digo.

—Jo, farda. Quinientos veinte vecinos.

—¿Soltasteis el rollo?

—Tratamos de comerles el coco, pero no es fácil, macho. En el llano el personal es más receloso que la leche. El minifundio es conservador.

La ceja derecha de Dani subía y bajaba a intervalos rapidísimos. Dijo:

—Eso no es nuevo, majo. El problema está en mentalizarlos. No se trata de quitarles nada.

—Ya se lo dije. Les hablé de la necesidad de una nueva política agraria, de una racionalización de cultivos, la hostia...

—¿Y nada?

—No reaccionan, macho, están out, parecen estatuas. No saben hacer una O con un canuto pero les jode que alguien trate de enseñarles algo.

Dani sacudió la cabeza:

—Eso precisamente es lo que hay que arreglar —dijo.

—¿Cuál?

—Pues, eso. Enseñarles a hacer una O con un canuto. Volverles un poco más permeables. En una palabra, lo de siempre: escuelas, escuelas y escuelas.

Sonó el teléfono negro y Dani lo descolgó:

—Sí... —dijo.

Miguel cuchicheaba con Carmelo. Julia cogió distraídamente el folleto que Víctor acababa de dejar sobre la mesa y sonrió:

—¿Es que Arturo ha jugado al fútbol alguna vez? —le preguntó.

Dani hizo un contundente ademán para que callasen:

—¿Otra vez? —dijo al auricular—: ¡Joder, estoy de broncas hasta los cojones, Paco...! Por supuesto... Yo no digo que tengáis la culpa pero Madrid no quiere violencias. Ya... ya... Pues, antes de liarla, agarráis los carteles y os vais con la música a otra parte... En ningún caso... En último extremo, como si fuerais de Ruiz Giménez: calláis la boca y ponéis la otra mejilla... ¡Hale!... Hasta luego.

Colgó el teléfono. Parpadeó tres veces antes de hablar:

—El pleito de cada noche —dijo—. Este Paco es la repera. ¡Que le tapan los carteles! ¡Joder, qué novedad! Nosotros se los tapamos a ellos. Es la guerra de los carteles, ya se sabe.

Julia aprovechó la pausa para mostrar el folleto que había estado examinando y preguntó de nuevo:

—¿Es que Arturo ha jugado al fútbol alguna vez?

Todos rieron. Dani se puso serio:

—Vamos a dejar tranquilo al Senador —dijo gravemente. Sonó una voz ronca desde el falsete:

—¿Se puede?

Sin aguardar respuesta, entró Primo, el ordenanza, con el café de Dani. Primo, escorado del lado izquierdo, tenía un rostro inexpresivo y un algo agarrotado en las cortas piernas, que le hacía detenerse cada dos pasos. Depositó el café sobre la mesa. Dani cogió la taza con la mano izquierda y bebió un sorbo. Lo paladeó con delectación. Dijo:

—Tenían que hacer un monumento al tío que inventó el café.

Al ver que Primo se marchaba, separó la taza de los labios y voceó:

—Primo, por favor. Dile a Ayuso que qué pasa con esa carta, que es para hoy.

Bebió el café hasta los posos, cerró los ojos, se pasó los dedos por los párpados, oprimiéndolos, volvió a abrirlos y miró a Miguel:

—Si no os importa —dijo—, vosotros esperad fuera. Hay otra salida mañana.

—¿Otra?

—Sí, joder. ¿Qué quieres que yo le haga? No hay gente, no hay tiempo. Todo este tinglado está montado sobre cuatro tíos. El pueblo nos votará o no nos votará, eso está por ver, pero se resiste a la militancia.

—Vale, coño, tampoco te pongas así.

Pasó el brazo por los hombros de Julia y salieron. Dani se encaró decididamente con Víctor:

—También vosotros tendréis que mover las tabas mañana —dijo—. Aquí no se salva ni dios...

—De acuerdo —dijo Víctor.

—Es cosa de Madrid —se disculpó—. Más que nada, cuestión de amor propio.

—Tú dirás.

—Silvino quiere que llevemos nuestra voz hasta el último rincón, que no dejemos una aldea, por pequeña que sea, sin visitar. En realidad, eso ya está hecho, pero si miramos el mapa encontraremos una docena de pueblos en blanco. Pasa un momento, majo.

Separó el sillón de la mesa y se incorporó. Dani, de pie, era más pequeño y escurrido de lo que parecía sentado, más ligero:

—Mira —repitió pulsando el interruptor de la galería que, tras unos breves parpadeos, se iluminó con tres grandes tubos de neón, una luz blanca, cruda, en contraste con la amarillenta del flexo, que, momentáneamente, los deslumbró. Un mapa de la provincia de más de tres metros de largo, adosado al muro, encaraba la cristalera. Todo él se hallaba sembrado de chinchetas rojas y azules. Dani tomó un pequeño puntero y, brincando de un lugar a otro, le fue exponiendo a Víctor la situación. Carmelo, con su mirada cansada, observaba todo desde un segundo plano. Los cristales de las galerías de enfrente, a excepción de uno, se habían apagado ya. Dijo Víctor:

—Esto parece un cuartel general.

Dani asintió:

—En realidad no es otra cosa.

Con el extremo del puntero señaló la zona sur de la provincia, allí donde los nombres de los pueblos se amontonaban:

—Observa. Esto está copado. Las chinchetas rojas indican los lugares que hemos recorrido dos veces. Corresponden, por lo general, a las cabeceras de comarca, lo que antes decíamos partidos judiciales. Hay también algún pueblo grande, como La Sala, que cuenta con modestas industrias. Curiosamente La Sala es el único pueblo de la provincia que demográficamente ha ido a más desde la guerra. Bien, todos estos pueblos han sido trabajados a fondo. No es necesario volver. Si acaso, en Montejos, con sus quince mil habitantes, tiraremos unas octavillas el día trece y punto.

—¿Y Bocigas? —apuntó Víctor.

—En Bocigas estuvo Ayuso con su equipo y luego Miguel o no sé qué otro. Es igual. Además anda allí de veterinario Chucho Medina y no lo deja de la mano. —Levantó el puntero y dibujó un círculo imaginario en la zona oeste—: Esta comarca —añadió— quizá sea la más descuidada. Únicamente hay chinchetas azules, lo que quiere decir que nuestra gente no ha visitado estos pueblos más que una vez. En realidad, son pueblos de una emigración tan fuerte que apenas quedan en ellos niños y viejos.

—Pero los viejos también votan —interrumpió Víctor.

—Tranquilo —prosiguió Dani, a quien el café parecía haber insuflado una verbosidad desacostumbrada—: Aquí estuvo Juanjo hace tres días y encontró un ambiente bastante mollar. Está sembrado de propaganda mural, cantidad. Tan sólo este rincón, la zona de Corcuenda, está por ver. Mañana irán allí Miguel y Julia a dar un repaso. La familia de Julia procede de allí. El abuelo fue cacique en su tiempo, no creo que haya problema.

Dani hizo un alto. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón y prendió uno con un encendedor del Partido:

—Por último —agregó, guardando el tabaco y el encendedor y llevando el puntero a la zona más alta del mapa— nos quedan estos tres pueblecitos entre Refico y Palacios de Silos. ¿Los ves? Como de todo el norte, tenemos los datos de los colegios, pero andamos a falta de direcciones. Tal vez no valgan la pena, pero en fin...

—Eso es ya la montaña, ¿no? —preguntó Víctor.

—Exacto, majo, son pueblos serranos, pueblos pobres, de costumbres ancestrales, que malviven de pequeñas hazas de cereal, frutales y miel. No sé si merecerán el viaje, pero por nosotros que no quede.

Bajó el puntero hasta el empeine de sus zapatos y dio una larga chupada al cigarrillo. Enarcó la ceja derecha para preguntar:

—¿Tienes algo que hacer mañana por la mañana?

Víctor consultó una pequeña agenda que sacó del bolsillo interior de la cazadora:

—Por la mañana, imposible —dijo.

—¿Ni siquiera a mediodía?

—Imposible —insistió Víctor—: A las diez tengo la entrevista de la radio, ya sabes. A las once y media, la encuesta esa de la Gaceta: «Si sale usted diputado, ¿qué piensa hacer por la provincia?». Una chorrada, de acuerdo, pero no puedes decir que no —guiñó un ojo—: Con los medios de comunicación hay que estar a bien.

Dani bajó la cabeza y quedó unos momentos pensativo. Al callar se diría que sus facciones se serenasen. Finalmente dijo mirando al vacío:

—En todo caso, si salís a la una podéis comer en Refico. Por la tarde despacháis holgadamente los tres pueblos, hay luz hasta las tantas. Yo no sé la carretera, son cincuenta kilómetros, pero de seguro enrevesados y de mal piso. Échale dos horas. Con otra que dediquéis a cada pueblo es suficiente.

Víctor asintió:

—Vale —dijo.

Repentinamente, Dani alzó la cabeza hacia el techo y continuó hablando en esta postura:

—Paco y Ángel Abad pueden salir a las once en el Dos Caballos y anunciar los actos. A las cinco en Cureña, a las seis y media en Quintanabad y a las ocho en Martos. Todavía os da tiempo de cenar aquí, llegáis con luz.

—Vale —repitió Víctor.

Dani volvió a poner la cabeza en posición normal:

—Queda la compañía —dijo—. Yo había pensado en Rafa. Es un chaval simpático y charlatán, un poco ligero pero majo. Ya le conoces, para una tarde, vale; conduce bien, además. Luego está Laly, conviene que vaya una mujer. Laly es una tía muy maja, ya la conoces, lo más decorativo de que disponemos, y muy inteligente; lo único que tiene que hacer es dejar, por una vez, su feminismo a un lado. Hablar de movimientos de liberación en la montaña resultaría grotesco, debes disuadirla, hay que ir por partes.

Víctor tornó a asentir:

—De acuerdo —dijo.

Dani se volvió a Carmelo:

—¿Quieres avisarles?

Carmelo salió silenciosamente. Dani encogió los hombros y, súbitamente, levantó la cabeza de nuevo.

—¿Te pasa algo? —preguntó Víctor.

—No, nada, un punto doloroso. Cuando estoy fatigado se me fija en la primera vértebra y me hace la puñeta.

Al regresar Carmelo con Laly y Rafa, Dani había recobrado su posición normal. Rápidamente, con una gesticulación muy viva, les expuso el programa. Cuando concluyó de hablar, Rafa se aproximó al mapa y fue recorriendo con el dedo el trayecto Refico-Palacios de Silos:

—¿Aquí? —dijo—. ¡Joder, si esto es las Hurdes!

—¿Has estado alguna vez?

—No, joder, ni tú, ni éste, ni nadie. Por eso digo que es las Hurdes. O sea, con las Hurdes pasa como con El Capital, que todo el mundo habla de ellos pero nadie los conoce.

—Habrá que intentarlo —dijo Dani.

—Desde aquí te aseguro que ahí no quedan ni las ovejas. Cincuenta vecinos entre los tres a todo tirar.

—Mira, si están casados pueden ser cien votos.

—Menos votos, macho.

Sonó el teléfono en la mesa de Dani:

—¿Quieres cogerlo? —dijo éste.

Carmelo tomó el auricular:

—Sí... Sí, estuvo aquí... Con los carteles, claro... Varios grupos... No puedo decirte... No... no... no... Nunca ha pasado nada... No tienes por qué preocuparte...

Rafa continuaba estudiando el mapa con concentrada atención. Víctor le aclaró:

—El plan es comer en Refico y, por la tarde, subir a Cureña, Quintanabad y Martos. A la hora de la cena podemos estar de vuelta.

Rafa se llevó las dos manos a la cabeza:

—¡Ostras! —dijo—: ¿Os habéis fijado que es carretera blanca? ¡De cagarse, machos! —sonrió—: La única compensación son las truchas de Refico.

Regresó Carmelo a la galería:

—Matilde —dijo suavemente—: Que si estaba aquí Manu. A saber dónde andará el pollo ese ahora.

Víctor al oír el nombre de Matilde se desentendió del asunto. Cerró corro con Dani, Laly y Rafa. Se dirigió a estos últimos:

—A la una aquí abajo, en la cafetería, ¿vale?

—Vale, Diputado.

Intervino Dani:

—Una cosa —dijo—: A Miguel ya sabéis que no hay quien le apee del ciento treinta y uno, una manía. ¿Os importa llevar el ciento veinticuatro?

—Mejor —dijo Laly—. El ciento treinta y uno queda como burgués.

Rafa se apresuró:

—Cojonudo —dijo—. El ciento veinticuatro tiene casete —miró a Laly, le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí—. Además, es más chico e iremos más juntos.

III

Grupos bulliciosos de jóvenes se arracimaban, charlando y fumando, ante la barra de la cafetería, en un hervor humano, confuso y excitante. Por el suelo se entremezclaban desperdicios de marisco, huesos de aceituna, puntas de cigarrillos, envolturas de azúcar y servilletas de papel arrugadas. Víctor se situó en un pequeño hueco, en el extremo de la barra, junto a la caja. La muchacha más vistosa —una rubia, de brazos pecosos y sonrosados— de las cuatro que atendían al mostrador, se dirigió sonriente a Víctor al divisarlo:

—¿Un vinito? —preguntó.

—Un vinito, vale —dijo Víctor.

Puso un vaso en la barra, cogió una botella de la estantería y le sirvió:

—¿De viaje otra vez?

—¡Qué remedio!

—Siempre de viaje. ¿Cómo marchan las cosas?

—Marchan, que no es poco.

Por la puerta de cristales abierta entraba un vaho de humedad, pues apenas habían transcurrido cinco minutos desde el último chaparrón. En las aceras, húmedas, se veían centenares de octavillas de colores, embarradas, pegadas al suelo. Por la calzada pasó un coche con un altavoz estridente, pero iba tan rápido que apenas pudo escucharse el comienzo de la alocución antes de que sus voces fueran sofocadas por el rumor del resto de los automóviles que circulaban por la amplia avenida:

—Coño, qué cargantes son estos tíos —dijo un muchacho imberbe, a su lado.

Apareció Laly, con su escotado suéter azul, que ceñía sus pequeños pechos, y unos pantalones vaqueros:

—¡Hola! —dijo—: ¿Qué tal has dormido?

—Poco y mal —confesó Víctor.

La sonrisa de Laly era jugosa y elástica, sin ese acartonamiento que suele acompañar a las sonrisas tras varias horas de sueño.

—¿Qué tomas?

—Nada; no me apetece —dijo la muchacha.

Víctor se peinó las barbas frondosas con los dedos de la mano derecha. Agregó Laly:

—¿Qué tal fueron las entrevistas?

—Un purete.

—¿Y eso?

—Ya sabes. —Víctor engoló la voz con cómica solemnidad—: «¿Qué va usted a hacer en las Cortes si es elegido diputado?». ¡Coño, pues qué voy a hacer en las Cortes! Seguir la corriente de las Cortes e intervenir cuando me parezca oportuno.

—No les dirías eso, queda como desairado.

—Más o menos. Templando gaitas, naturalmente.

Se hallaban de espaldas a la puerta y cuando Rafa entró y les puso los brazos por los hombros, Laly no acertó a evitar un estremecimiento:

—¿Qué dicen los diputados? —dijo Rafa. Aproximó su rostro al de Laly—: Un besito, amor. —Laly le besó mecánicamente en la mejilla—. Si le echaras un poquito más de entusiasmo a la cosa tampoco creas que iba a pasar nada, tía —se dirigió a la camarera rubia—: ¡Un tinto, tú, rápido!

—¿Dónde has dejado el coche? —preguntó Víctor.

—En la esquina. Está mal aparcado.

Bebió el vaso de un trago y dejó unas monedas sobre la barra. Desde la puerta divisaron la avioneta que sobrevolaba la ciudad. Atravesaba un retazo azul de cielo y la cinta blanca, amarrada a la cola, ondeaba como una serpentina.

—Joder, machos, anda y que tampoco se están poniendo pesados con el avión ese.

Laly corroboró:

—Suárez se está pasando un pelín.

Víctor miró a un lado y a otro:

—¿Dónde anda el coche, tú?

—Sigue, macho, a la vuelta.

Era un 124 amarillo claro y en el costado derecho figuraba la sonriente efigie del líder y un gran emblema del Partido en el costado izquierdo. Rafa abrió la portezuela posterior, invitó a Víctor:

—Tú detrás —al ver que remoloneaba añadió—: ¡Joder, no seas vacile, para eso eres cabeza de candidatura!, ¿no?

Víctor obedeció. Dijo Laly:

—¿Quieres que lo lleve yo?

Rafa daba vueltas al llavero entre los dedos:

—¿Qué dices? —se sentó al volante—: Tú observa las normas de tráfico y ciñe tu hermoso busto con el cinturón de seguridad.

Puso el coche en marcha. La calle parecía un hervidero. Los automóviles circulaban en ambas direcciones y los peatones, muy numerosos, descendían a la calzada al menor entorpecimiento. Rafa sorteaba a unos y a otros con frívola desenvoltura y deslizaba el automóvil por espacios inverosímiles, con objeto de ganar puestos en los semáforos:

—Tranquilo, tú. No me gustaría llegar al mitin con los nervios descompuestos —dijo Víctor.

La calle estaba alfombrada de folletos y octavillas y los coches imprimían en ellas las huellas de sus neumáticos. En las fachadas de las casas, en las tapias de las obras, en los mármoles de los bancos, abigarrados cartelones invitaban a votar a un partido o a otro. De vez en cuando, algún letrero indeleble trazado con spray:

—Mira ése —dijo Laly riendo.

Entre las lunas de un gran establecimiento de tejidos, una mano anónima había escrito: «Vota o no votes. Haz lo que te salga de los cojones».

Rafa soltó una carcajada:

—Es bueno —dijo—: ¡Mira ese otro!

Poco más allá, la misma mano había escrito con caracteres análogos: «Curiel, autonomía». Víctor preguntó:

—¿No es Curiel el pueblecito ese de las salchichas? ¿El de la iglesia mozárabe?

—Ése —dijo Laly.

Bajaban raudos hacia los puentes y la circulación iba remitiendo, haciéndose paulatinamente más fluida. Víctor se ladeó, sacó del bolsillo una casete y se la entregó a Laly por encima del hombro:

—¿Te importa poner eso? Vamos a amenizar un poco el viaje.

Laly miró la cinta por los dos lados y volvió la cara hacia Víctor con una sonrisita de conmiseración:

—Pero Víctor... —dijo.

—¡Ostras!, ¿qué es? —inquirió Rafa, mirando la cinta con el rabillo del ojo.

La del manojo de rosas —dijo Laly.

—Jo, Diputado, no seas quedón.

Laly introdujo la cinta en la ranura. Su sonrisa era ahora tierna y condescendiente, la sonrisa que se dibuja en el rostro de un adulto cuando se dirige a un niño. Las últimas casas de la ciudad iban quedando atrás y, en unos segundos, accedieron a campo abierto. Sonaron los primeros compases:

—Es demasiado, tío —dijo Rafa.

Laly añadió, sin cesar de sonreír:

—Víctor está como out, sigue en la zarzuela y la zarzuela no encaja con nosotros.

Víctor flexionó el tronco. Agarró a Laly por el pelo y dio un tironcito hacia él:

—¿Crees de veras que cada opción política tiene su música?

—Tampoco es eso —dijo Laly—, pero tú me dirás cómo casas el género chico con una alternativa progresista.

El coche verde que les precedía disminuyó repentinamente la velocidad y Rafa dio un frenazo y lo sorteó airosamente por el lado izquierdo:

—¡Cuidado, tú!

—¡Joder, cuidado! Ni siquiera ha dado al intermitente, el tío.

Laly miró hacia atrás:

—Tía —dijo.

El altavoz cantaba melifluamente: «Qué tiempos aquéllos, qué tiempo querido, qué tiempo perdido, ¡qué pronto se fue...!».

—¡Escuchad! —dijo Víctor—: ¿No es bonito? —seguía el compás con la cabeza—: Yo creo que si me gusta esto es porque me ayuda a recordar mis diecisiete años, cuando empecé en la Universidad y me enamoré por primera vez.

—¡Coño, Diputado! ¿Es que tú te has enamorado alguna vez? —preguntó Rafa.

—Muchas —respondió Víctor—. ¿Por quién me has tomado?

—Y has cumplido treinta y siete y nada. ¡También manda cojones!

Intervino Laly, imperceptiblemente molesta:

—Por si no te has enterado, Víctor ha pasado encerrado siete de los últimos quince años. No es que sea un récord, pero no está mal.

Rafa soltó el volante un momento y estiró los dedos:

—Vale —dijo—, pero, aparte empollarse en la Edad Media, ¿puede saberse qué hizo este hombre en los ocho que estuvo libre?

El motor zumbaba alegre, regularmente. Los chopos de las cunetas desfilaban a gran velocidad. Desde las ventanillas se divisaba el campo abierto, de un verde tierno, con diferentes matices, las perspectivas acotadas por suaves ondulaciones, moteadas, en sus lomos, por pequeñas matas de aulagas. Entre las siembras, aquí y allá, se abrían esponjosos barbechos de tierra rojiza, profundamente subsolados y, de pronto, a mano izquierda, en un perdido poblado de amarillas y amapolas, apareció, muy apiñado, un rebaño de ovejas. Rafa señaló con el dedo un extenso barbecho:

—Y eso, machos, ¿por qué no lo siembran? ¿Es que en España sobra trigo?

—¿Eh? —dijo Víctor inclinándose hacia adelante—: Baja un poco ese chisme, Laly, haz el favor.

Laly giró el botón y ladeó la cabeza para que Víctor la oyese:

—Los barbechos —dijo—: A Rafita le chocan los barbechos, no sabe de qué van. Todavía no se ha enterado de que la tierra, como todo el que trabaja, tiene que descansar.

Víctor se interesó en el tema:

—A esa rotación le llaman aquí de alguna manera.

—De año y vez —dijo Laly.

—¡Joder, tía! —terció Rafa—: Sabes de campo cantidad, sabes de campo más que el que lo inventó.

—De año y vez —repitió Víctor—. Es hermoso, ¿no?

Rafa escoró la cabeza:

—Un besito, campesina, aunque esté fuera de programa. Con el tatachín este de los cojones me estoy quedando traspuesto.

Laly adelantó los labios y le besó en la mejilla. Rafa soltó la mano derecha y se la pasó a la muchacha por la espalda:

—Con más ardor, compañera. No seas estrecha.

La atrajo hacia sí. Laly movió los hombros incómoda:

—Agarra el volante y no hagas chorradas, cacho puto.

Víctor miraba por la ventanilla ensimismado. Aquel campo verde, recién lavado, con las rojas amapolas enhiestas, le fascinaba:

—Hay muchas amapolas.

—Las amapolas son malas, ¿no, macho?

—Eso dicen —dijo Laly.

Los agudos pitidos del magnetófono anunciaron el final de la cinta. Laly pulsó el botón:

—¿Le doy la vuelta?

—¡No jodas! —exclamó Rafa.

Laly se quedó con la cinta en la mano:

—¿Qué pongo?

—Por ahí andan el Te recuerdo Amanda y el The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd. Cualquiera.

La carretera empezaba a retorcerse y cada vez eran menos frecuentes los tramos rectos. Los árboles de los flancos eran ahora castaños de Indias y la topografía más accidentada. Rafa metió la tercera velocidad, aceleró súbitamente y adelantó a un camión entre dos curvas:

—¡Cuidado, tú! Has hecho un adelantamiento antirreglamentario.

—Tranquilo, macho, no había raya.

—¿Y eso qué? Con raya o sin ella, si viene otro de frente nos pegamos la leche.

—¡Ostras!, con la razón por delante —apuntó Rafa—: A mí no me importaría darme una leche con la razón por delante.

Por el interior del automóvil se desbordaron, como el aroma de un perfume, el tic-tac doméstico, el timbre del despertador, las notas inconexas de la nueva cinta. Víctor hizo una mueca de desagrado:

—Pero, ¿te gusta eso?

—¿Pink Floyd? ¡Mola cantidad!

Víctor se recostó en el asiento, resignado. Laly giró la cabeza y apoyó la barbilla en el respaldo del sillón:

—Y a todo esto, ¿de qué va a ir hoy el rollo?

—Más o menos de lo de siempre.

—Oye, macho, ¿y a qué llamas tú lo de siempre? —preguntó Rafa.

Víctor pareció reflexionar:

—Tú, por de pronto —dijo, tras una breve pausa—, de pensiones y seguridad social. Dani dice que ésta es tierra de emigración fuerte, que no quedan en los pueblos más que niños y viejos.

—Vale —dijo Rafa—: El tema es fardón.

Víctor continuó hablando monótonamente como para sí:

—Por mi parte soltaré la parida de costumbre: abandono secular, estructuras medievales y justiprecio de los productos agrícolas.

La cinta de Pink Floyd producía unos sonidos áridos, remotamente melódicos:

—¿Y yo? —preguntó Laly.

Víctor carraspeó:

—Habrá que pensar un tema adecuado.

—¿Por qué no de la equiparación de la mujer?

Víctor no respondió.

—¿No te gusta? —agregó Laly.

—No es eso, Laly, pero estas gentes de la montaña desconocen esos movimientos, no saben ni de qué van.

Laly levantó la cabeza del respaldo, dijo, encrespada:

—Pues en 1977 ya es hora de que se enteren.

Víctor se adelantó hasta quedar sentado en el borde del asiento. Sus labios casi rozaban la oreja izquierda de Laly:

—No te cabrees —dijo—: Ya sabes que en este punto estoy de acuerdo contigo, pero no debemos precipitarnos, hay que dar tiempo al tiempo.

—¿Lo dejamos para las Cortes? —preguntó Laly irónicamente—: ¿También tú eres de los ingenuos que creen que es éste un problema de Cortes?

—Bueno, tampoco es eso —dijo Víctor sin convicción.

Laly se iba exasperando y su rostro en tensión, vibrante, levemente congestionado, se tornaba más atractivo:

—Desengáñate —añadió—, el planteamiento social del problema es machista. La batalla, sobre el papel, está tirada, no ofrece dudas. O sea, la cuestión estriba en cambiar la mentalidad de una sociedad patriarcal; pero si hay un reducto del viejo patriarcado, ése está aquí, Víctor, en estos pueblos. ¿Y cómo coños vas a llegar a ellos desde las Cortes, di? Ten por seguro que los derechos fundamentales no se van a legislar.

—¡Toma castaña! —exclamó burlonamente Rafa.

Víctor se rebulló inquieto:

—Te pones muy bonita hablando de estas cosas —dijo finalmente con una sonrisa, buscando la conciliación.

—¡Chorradas! —dijo Laly sarcástica—: Ése es el viejo truco del macho ibérico. Lo que sucede es que tú, y tú, y la totalidad de los hombres y el noventa y nueve por ciento de las mujeres, en el fondo, sois machistas y punto.

Rafa la miró de reojo:

—Tampoco faltes, tía. Yo paso de eso.

La voz de Víctor se tornó implorante:

—No te enojes, Laly. Sabes de sobra que el Partido os apoya.

Laly se encolerizó aún más:

—¡No me toques ese punto, por favor! —voceó—. El Partido me dirá que sí, que muy bien, que todo eso de la reivindicación de la mujer es positivo, el rollo de costumbre. Pero, a la hora de la verdad, ¿qué? Encogimiento de hombros y sonrisitas condescendientes, eso es lo que nos da el Partido. No te engañes, Víctor, nuestra lucha se acepta como un coñazo social; no nos la tomamos en serio más que cuatro docenas de mujeres.

Tímidamente, la mano de Víctor se posó sobre la cabeza de Laly y la empujó suavemente hacia sí hasta que sus frentes se rozaron:

—Por favor —dijo—, no me tomes a mal lo de bonita. Es cierto que me pareces bonita y especialmente cuando te enfadas.

—¿Y qué arregla eso? —dijo Laly con dureza.

—Nada, ciertamente, pero no deja de ser importante. ¿Quieres decirme qué será del mundo el día que alcancéis vuestros derechos si las mujeres habéis dejado de atraernos?

La voz de Laly acusó un imperceptible desfallecimiento:

—Son cosas compatibles —dijo.

Rafa emitió un prolongado silbido:

—¡Es demasiado!, ¿no?

Se ciñó a una curva y metió la tercera velocidad para aliviar al motor. Laly agachó la cabeza, prendió un cigarrillo y dijo en tono reticente:

—Resumiendo, hoy me toca callar.

—¿Por qué callar? Temas sobran, la cultura, por ejemplo, el derecho a la cultura; ya lo has hecho otras veces.

—Vale, la cultura. Ante todo disciplina.

Rafa ladeó ligeramente la cabeza:

—¿Me pones fumando?

Laly le colocó un cigarrillo entre los labios y le dio fuego.

Rafa aspiró una fumada profunda:

—¡Camaradas! —dijo enfáticamente mientras expulsaba el humo—: Me parece que os estáis pasando. A estos paletos con decirles que les vas a subir las pensiones y doblarles el precio del trigo, te los metes en el bolsillo.

Volvieron a sonar los intermitentes pitidos del magnetófono:

—Dale la vuelta —dijo Rafa.

Laly sacó la cinta, la volvió y la hundió malhumorada en la ranura:

—Miguel dice que andan recelosos y no le falta razón —arguyó Víctor.

—¿Desde cuándo? —preguntó Rafa.

—¿Tú qué crees?

—En cierto modo —dijo Rafa—, ganarte el voto de un paleto es fácil. Lo difícil es mentalizar a un paleto.

El coche subió una empinada rampa, giró bruscamente a la izquierda, en una curva muy pronunciada, y alcanzó el páramo. A lo lejos se dibujaba, azulada y escueta, la línea dentada de la montaña con las cumbres espolvoreadas de blanco:

—¡Joder, pero si hay nieve! —exclamó Rafa.

Las siembras habían desaparecido y, salvo los castaños de Indias que flanqueaban la carretera, el campo no ofrecía otro ornamento que media docena de enebros raquíticos y las matas rastreras de brezos y espliegos sin florecer aún. Rafa se inclinó repentinamente sobre el volante:

—¡Adiós! —exclamó—: Mirad quién anda ahí.

A ambos lados de la carretera se agrupaban varios jóvenes embutidos en jerseys chillones y otros deambulaban alrededor de tres coches aparcados en las cunetas, entre los árboles. Dos muchachos ataban a un tronco una gran cartela pero, al divisarlos, interrumpieron su actividad y se unieron a los otros abriendo calle. Rafa bajó rápidamente el cristal de la ventanilla y aceleró. El primer muchacho de la izquierda lanzó una piedra que rebotó ruidosamente en el capó, mientras otro, con barba y pelo afro, disparado, les hizo un corte de mangas. Los demás agitaron los puños y vocearon:

—¡Fascistas, maricones!

Rafa los rebasó a ciento veinte, sacó la mano izquierda por la ventanilla, el dedo corazón erecto entre los otros cuatro abatidos, y voceó:

—¡A tomar por el culo, machos!

Subió el cristal y soltó la carcajada, el ojo en el espejo retrovisor:

—Lo que faltaba —dijo—, el macarra de Agustín.

—¿Qué Agustín? —preguntó Víctor.

—¡Joder! ¿Qué Agustín va a ser? El que las urde en todas partes, el que se metió una mañana en Kansas a tirar pasquines y quiso salir tan aprisa que se aplastó contra la vidriera como un sello.

Víctor sonrió:

—He oído contar esa historia.

Añadió Rafa:

—Pues si el Viejo no la dobla, todavía andaría a la sombra. ¡Tres años, jo, qué tío!

—Pero ¿qué hacían ahí? —preguntó Laly.

—A saber, pegaban carteles. Estarán preparando en la carretera una fiesta de carnaval. Tú no conoces a Agustín.

Concluyó la recta e iniciaron las revueltas del descenso. Tras una de ellas, apareció, abajo, un vallejo angosto y, entre el follaje nuevo de los frutales, media docena de casas con las tejas ennegrecidas.

—Berrueco —dijo Rafa—: Pago un vinito.

—¿Qué hora es? —preguntó Víctor.

—Y diez. Sobra tiempo.

Víctor se inclinó hacia delante:

—¿Qué queda para Refico?

—Once kilómetros. Está hecho, macho.

Se deslizaban entre dos hileras de casas de piedra amarilla, con tiestos en las ventanas y blancas galerías colgantes. Las calles estaban desiertas y en la plaza, sin pavimentar, con una olma en el centro, brillaban los charcos. Rafa buscó el vado y aparcó a orillas del árbol, frente a la cantina. Se apearon. Desde el ábside de la iglesia, el líder les sonreía, entre cuatro carteles desgarrados. Rafa se aproximó al póster y lo palpó por dos veces:

—Está húmedo aún —dijo—: Ángel acaba de pasar.

—¿Qué Ángel? —preguntó Laly.

—Joder, el Cojo, ¿qué Ángel va a ser?

—¡Ah, Ángel Abad! Habla, hijo, por Ángel no le conoce nadie.

En la cantina en penumbra, con un ventano enrejado orientado a mediodía, dos hombres de edad, las boinas caladas hasta los ojos, fumaban parsimoniosamente ante dos vasos de tinto, junto al mostrador. En el momento de entrar, el más viejo, un octogenario con las encías deshuesadas, decía con voz chillona:

—Y también más tardío que el sesenta y cinco.

—Natural —dijo el tabernero—: Si no ha calentado, si no ha habido primavera.

No alteró la expresión para dirigirse a ellos:

—¿Qué va a ser?

—Tres vinitos —dijo Rafa.

Les sirvió lentamente, en silencio, la atención concentrada en los vasos que iba llenando. Detrás de él, en la estantería, se amontonaban latas de conserva, chicles, cajetillas de tabaco, cajas de galletas y botellines de cerveza y coca-cola. A lo largo de los puntales pendían botijos, cazuelas, lías de cuerda y ristras de ajos. Laly preguntó:

—¿Sabe si ha pasado por aquí un muchacho cojo con una bufanda a rayas?

El hombre se le quedó mirando largamente, sin decir palabra, como si aquello que preguntaba resultase difícilmente inteligible:

—¿Iba con otro? —preguntó al fin.

—Sí —miró a Víctor—, Paco.

El hombre hizo otra pausa:

—¿Iban por eso de las elecciones?

—Sí —dijo Laly.

Tornó a quedar en suspenso el tabernero:

—Por aquí pasaron, sí señora. Hace ya rato —dijo, al cabo.

—¿Como cuánto?

Los ojos del hombre revelaban un absoluto desconcierto:

—¿Cuánto, qué?

—Tiempo —dijo Laly un poco irritada—: ¿Cuánto tiempo hace que pasaron por aquí?

Vocalizaba y elevaba la voz como cuando se le habla a un sordo. Desde el rincón, los dos viejos la observaban, fumando, con socarrona curiosidad. El tabernero se rascó prolongadamente la nuca:

—A punto fijo no le puedo decir. El correo ya había bajado —se dirigió a los dos parroquianos como buscando ayuda—: ¿O no?

—El correo bajó hace un par de horas —dijo el de la voz chillona.

El otro negó reiteradamente con la cabeza:

—Un par de horas de ninguna manera. Hace un par de horas saqué yo la cabra y el correo no había bajado aún.

—Está bien —terció Víctor—: ¿Qué le debemos?

—Doce pesetas.

Víctor le alargó un billete de cien. El hombre movió la cabeza de un lado a otro:

—No tengo vueltas.

Rafa depositó tres monedas de cinco pesetas sobre el mostrador de madera:

—Hale —dijo—: Hasta luego.

Ya en el coche, Laly estalló:

—¡Joder, qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros.

Víctor sonreía. Rafa metió la marcha atrás y giró el volante a tope.

Aguardó. Un gitano renegrido con un niño de la mano cruzaba bajo la olma. Cuando se apartaron, arrancó, salió a la carretera y rompió a reír:

—¿Sabéis el de los gitanos?

—¿Eh? —dijo Víctor.

—Un chiste de gitanos —aclaró Laly.

Rafa fue cambiando las velocidades y, cuando metió la directa, se retrepó en la butaca. Dijo:

—Van los del Pecé a las chabolas de Almedina y preguntan por el jefe de los gitanos. ¿El jefe, el jefe? Todo dios buscando al jefe. Al fin aparece el jefe y uno del Pecé empieza con la de siempre, que el Partido va a redimirles, que el Pecé es el partido de los marginados y que si tal y que si cual. A todo esto, el jefe de los gitanos no le quita ojo a la hoz y el martillo de la bandera. Y el del Pecé, dale, que es una injusticia más de la sociedad capitalista, joder, y que la solución está en que se afilien todos al Partido. Cuando acaba, el jefe de los gitanos les dice que bien, que está muy bien, pero que con esto de la democracia él no puede tomar una determinación sin consultar a la tribu y que, si no les molesta, vuelvan al día siguiente. Los del Pecé se van jodidos, pero vuelven a la mañana siguiente y preguntan por el jefe. ¿El jefe, el jefe? Todo dios a buscar al jefe. Al fin sale el jefe y se queda mirando la hoz y el martillo todo el tiempo. «Bueno —le dice el del Pecé—, supongo que ya os habréis decidido, camaradas.» «Pues sí señor —contesta el jefe de los gitanos—: Hemos determinado por unanimidad afiliarnos al Partido.» Al del Pecé, joder, se le hace la boca agua. «Dile a tu pueblo, camarada, que agradecemos su confianza y...» En éstas, el jefe de los gitanos levanta una mano: «Un momento, tú. Todos estamos de acuerdo en afiliarnos al Partido, pero con una condición». El del Pecé sonríe y pregunta en tono conciliador: «¿Qué es ello?». Entonces, el jefe de los gitanos se adelanta, apunta con un dedo a la hoz y el martillo y dice muy serio: «Que quitéis la herramienta de la bandera».

Víctor rió con ganas. Laly movió la cabeza sonriendo:

—¡Qué chorrada! —dijo.

—¡Joder, es bueno!, ¿no?

Ante el «stop» de la general, Rafa detuvo el coche, miró a un lado y a otro y reanudó la marcha. Al doblar la primera curva, surgió un chalé en la falda de la montaña:

—Refico, parada y fonda —dijo Rafa.

Y continuó en tercera velocidad hasta alcanzar las primeras casas del pueblo.

IV

En el espacioso aparcamiento, bajo la blasonada casa de la torre, reposaban media docena de camiones, cuatro turismos y una furgoneta azul, ocupada por dos hombres, que arrancaba en ese momento. Cincuenta metros más allá, flanqueada por la carretera, se abría la plaza, rectangular, de casas de piedra, de dos pisos, montadas sobre los arcos de los soportales, con largas galerías abiertas, animadas de geranios y petunias. En el centro de la plaza, regada de asfalto, una gran cruz de piedra y, a los costados, cuatro bancos metálicos, pintados de colores distintos —rojo, amarillo, verde y azul— en cuyos respaldos se leía: «Caja de Ahorros Municipal». Encarada a la carretera estaba la fonda, con un mirador colgante, a cuya puerta conversaban tres hombres, uno de ellos muy alto, vencido de espaldas, con aspecto de ilustrado, que vino hacia ellos sonriente tan pronto se bajaron del coche.

Rafa advirtió en voz baja:

—Ojo, es el alcalde. Candad el pico si no queréis que nos mande la competencia detrás.

Se encontraron en el centro de la plaza:

—Buenas —dijo el hombre—: ¿Otra vez por aquí?

—Vamos de paso —dijo Víctor.

El alcalde tenía el pelo engomado, los cabellos partidos al medio por una raya y unos ademanes ceremoniosos, como de jesuita preconciliar:

—Hace un rato pasaron también los de Falange —dijo.

—¿Auténtica? —indagó Laly.

Los ojos del alcalde se redondearon de inocencia:

—No me pregunte —dijo—: Los de Fernández Cuesta eran. Supongo que para ellos la auténtica será la suya, ¿no?

Nadie respondió. Rafa tiró del grupo, encaminándose lentamente hacia la fonda y los demás le siguieron. El alcalde miró al cielo:

—Mal tiempo traen.

—¿Lloverá?

El hombre estiró los labios:

—De momento, no. Contra la tarde es posible que truene.

A la puerta del bar, Rafa se volvió hacia el alcalde en actitud de despedida:

—¿Si quiere comer con nosotros?

—Gracias, yo ya lo hice...

El local, alargado y bajo de techo, tenía las vigas de roble descubiertas y, en el centro, una vieja estufa de hierro, pintada de purpurina, cuyo tubo de salida de humos se acodaba al alcanzar la viga maestra y seguía la linea de ésta hasta desaparecer por el tabique del fondo. A la derecha, en el rincón, sobre una repisa de pino apuntalada por dos listones, el televisor iniciaba el noticiario de las tres, sin que los hombres que jugaban a las cartas o al dominó le prestasen atención alguna:

—¡Arrastro!

—¡Pito doble!

Al descubrir el naipe o colocar la ficha golpeaban rudamente el mármol y alzaban la voz como tratando de imponerla a la de sus compañeros. Varios hombres, tocados de boina, levantaron la cabeza al pasar ellos y sus ojos se fueron instintivamente, sin perder su impasibilidad, tras las caderas de Laly.

En el extremo del mostrador arrancaba una escalera, y un rótulo decía: «Comedor». En el primer rellano Rafa empujó la puerta de cristales granulados y una bocanada de humo y conversaciones entrecruzadas los acogió. Las ocho mesas del local se hallaban ocupadas y dos muchachas muy jóvenes se multiplicaban por atenderlas. Una de ellas se aproximó a Rafa con una servilleta sucia en la mano:

—Si no quieren aguardar —dijo— la galería está libre.

Rafa miró a Víctor:

—Vale, ¿no? —dijo éste.

En la galería cubierta —un mirador desahogado— había dos mesas, con migas de pan y restos de comida, que la muchacha se apresuró a echar al suelo con la servilleta. A través de la cristalera se divisaba la cinta gris topo de la carretera punteada de amarillo y, del otro lado, el emparrado de un merendero con mesas de madera carcomida por las lluvias y la intemperie. Más allá, corría el río, torrencial y cristalino y, en la ribera opuesta, se iniciaba la ladera, muy pina, abrigada de robles con hoja nueva y coronada por abruptos tolmos, en torno a los cuales planeaban pausadamente los buitres. La muchacha recitó la lección cotidiana:

—Tienen judías verdes y potaje; la paella se ha terminado.

De segundo, truchas, pichones y huevos.

Rafa se frotó las manos:

—Truchas, truchas —dijo con entusiasmo.

—¿Y de primero?

Laly sonrió a la muchacha:

—¿Son frescas las judías?

—No señora, el campo viene muy tardío este año.

Víctor les consultó con la mirada:

—¿Un potajito? —preguntó. Y sin esperar respuesta agregó—: Venga, potaje para tres.

Se retrepó en la silla y tendió la mirada por el panorama que tenía ante los ojos:

—Es increíble —dijo—. En ochenta kilómetros el paisaje da un vuelco total. No parece Castilla.

Rafa se ofendió:

—¡Joder! ¿Qué idea tienes tú de Castilla? Los viejos maestros os malmetieron, macho. —Ahuecó la voz y añadió en tono campanudo—: «Señora, en Castilla no hay curvas». Anda que si las llega a haber. ¡Tócate los cojones!

La muchacha les sirvió:

—¿Qué vino quieren?

—Del país, una jarra.

Los camioneros iban saliendo de dos en dos. Pagaban de pie, con las farias o un pitillo entre los dientes, y mientras les daban las vueltas requebraban a las chicas, que se reían con ellos y hacían gestos escandalizados. Víctor miró fijamente a Laly y le preguntó:

—Tus oposiciones son en diciembre, ¿no es eso?

—En teoría —dijo ella—: Somos más de quinientos para cuarenta plazas.

—¿Tenéis tribunal?

—No, ése es el problema.

Rafa terció con la boca llena:

—¡Es alucinante! —dijo—: Una chica como tú, licenciada en Exactas. Eres una virguera, escandalizas al personal.

Laly se volvió bruscamente hacia él:

—¿Qué querías? ¿Qué opositara a Miss Universo?

—Tampoco es eso, joder, pero hay otras opciones, me parece a mí.

Laly añadió maliciosamente:

—O seguir tus pasos, veintitrés años y segundo de Derecho. Es una manera como otra cualquiera de realizarse.

—¡Ostras! —dijo Rafa—. ¿Por qué no terminas el melodrama? Hijo de viuda y cuatro hermanitos a su cargo.

Víctor se pasó por los labios la servilleta de papel. Bebió un sorbo de vino y puso la mano sobre el antebrazo desnudo, blanco, sin apenas vello, de Rafa. Dijo:

—Pues me temo que en esta convocatoria te vas a lucir.

—¡Joder! Antes es el Partido, ¿no?

—Pero con la mano en el corazón, ¿has mirado un libro en los últimos seis meses?

Rafa soltó la cuchara, levantó exageradamente las manos por encima de la cabeza y trenzó los dedos en ademán solidario:

—Tengo fe en la democracia —dijo—: Éstos van a ser los primeros exámenes democráticos en cuarenta años, no lo olvides.

—Y confías en el aprobado general.

—Tampoco es eso, macho.

—¿Entonces?

—Mira. A mí los exámenes no me molan, son pruebas absurdas, memorísticas, puro anacronismo.

—¿Y por qué los sustituimos?

—¡Ah! Ése es otro cantar. Yo sólo te digo una cosa, si el Partido quiere ganarse a la juventud tendrá que acabar con los exámenes. O sea, el primero que levante esa bandera se los lleva de calle, tenlo presente, macho.

Laly descarnaba la trucha manejando delicadamente los cubiertos. Levantó la cabeza:

—No te enrolles, cacho puto —dijo—: Con lo que el Partido tiene que acabar es con los señoritos y los parásitos.

Víctor soltó una risotada:

—¡Vaya corte!

—¿Va por mí? —inquirió Rafa.

—¿A qué ton por ti? Va por los señoritos y los parásitos —dijo Laly.

—Eres la pera, tía —dijo Rafa inclinándose sobre el plato. Hizo una pausa—: La trucha está cojonuda, ¿eh?

Laly le miró con ojos compasivos:

—Reúnes todos los vicios del pequeño burgués, las tres Pes, como dice Ayuso: pereza, pito y paladar.

La cara aniñada de Rafa expresó auténtico estupor:

—¡Manda cojones! —dijo—: Yo no oculto que me gusta vivir bien. Soy un tío a quien le mola comer y ligar tías. ¿Por qué no? O sea, si las tengo a punta de pala, ¿qué le voy a hacer? Te juro que no soy un frustrado por eso.

Víctor intervino gravemente:

—Ten en cuenta que nosotros predicamos austeridad.

—Austeridad, los cojones. ¿Dónde está la austeridad de los cuadros? En el Eurobuilding, con sopa de tortuga y pato a la naranja. ¡No te jode! Así también soy austero yo.

—¿Se puede saber, entonces, qué es lo que pretendes?

Rafa se impacientó:

—¡Ostras! Vivir. ¿Te parece poco? Yo no soy un pasota, macho, si me he enrolado aquí es para que todo dios pueda vivir a gusto.

—Pero sin pasarse.

—¡Joder, pasarse! Yo no me estoy escornando de la mañana a la noche para que la gente se muera de hambre, te lo prometo, para eso se basta la oligarquía. Pero tampoco soy un empollón, ¿qué quieres? Lo que me mola es esto, un día aquí y otro allá. Comer una trucha cojonuda con dos diputados cojonudos y merendarme luego un pedazo de queso y un vaso de vino con un paleto infumable. O sea, yo no soy un clasista, macho. Me molan tanto los unos como los otros.

Laly mondaba la naranja, que la chica acababa de servirle, con el cuchillo y el tenedor. Clavó, de pronto, los ojos en Rafa con cierta dureza:

—Mira, monigote —dijo—, si no quieres encabronar la fiesta, no vuelvas a repetir eso de los dos diputados.

Rafa quedó un momento desconcertado; luego, rió francamente, se inclinó hacia Laly y la besó en la mejilla:

—Eres cojonuda —dijo—: Si no quieres ser diputado, ¿a qué te presentas? Había más de veinte esperando su oportunidad.

—Obedecí —dijo Laly—: Nunca pensé que hubiera ni la más remota posibilidad.

Víctor la miró paternalmente:

—¿Tanto te importa?

—Todo —respondió Laly.

—¿Y eso?

—¡Qué sé yo! Me pone a mil, no lo puedo remediar.

—¿Desde cuándo?

—Desde ya —dijo Laly terminante.

Se aproximó la chica. En el comedor no quedaban más que dos mesas ocupadas. Dijo Víctor:

—Tres cortados, por favor —y cuando la chica daba media vuelta añadió—: Y la cuenta.

Dijo Rafa:

—Laly me está resultando una mujer de su casa.

—No seas quedón, tú.

—Hablo en serio. Tú estás construida para el matrimonio. A mí, en cambio, el matrimonio me da por el culo. Ésa es una piedra en la que nunca tropezaré.

Víctor se quedó boquiabierto:

—¡Anda! —dijo—: ¿pues no querías casarme a mí?

—Es distinto, joder. Tú estás carroza, macho, eres un espécimen de otra generación.

—¿Y qué pensáis vosotros?

—Por de pronto que los niños son un coñazo. La gente nueva está por la píldora, el aborto, el amor libre y punto.

Víctor miró a lo lejos, a la ladera de los viejos robles, con su mirada ausente, ensoñadora. Dijo:

—Yo no tengo una familia, pero creo en la familia. —Bajó la voz para añadir—: Tal vez porque el matrimonio de mis padres funcionó.

Rafa insistió:

—¿Cómo puedes defender a la familia cuando la crisis ha llegado hasta sus cimientos?

Víctor se peinó con los dedos su frondosa barba:

—Y eso ¿qué? —dijo gravemente—. El cine también está en crisis y, sin embargo, creo en el cine.

Rafa miró a Laly:

—Amor, ya sabes de qué va el rollo —dijo, como invitándola.

Laly sacudió la cabeza:

—Lo mío no quiere decir nada, cacho puto —respondió cortante—. El hecho de que yo haya tropezado con un gilipollas únicamente demuestra que no se puede tomar una decisión seria, como yo la tomé, a los diecinueve años.

Rafa le cogió una mano:

—En estas circunstancias, lo mejor que podrías hacer es no ser tan estrecha y venirte unos meses conmigo.

Sonrió Laly teatralmente:

—Exactamente en eso estaba pensando.

Se acercó la chica con la nota en un plato. Víctor la retiró, le echó una ojeada y alargó un arrugado billete de mil:

—Es barato, tú —dijo cuando la chica se alejó—: No llega a trescientas por barba.

Se levantó, hizo un gurruño con la servilleta de papel y añadió:

—No debemos dormirnos, Cureña queda cerca, pero a saber cómo estará la carretera.

En el comedor permanecían dos camioneros, con aspecto fatigado, fumando y charlando a media voz. Abajo, en la cantina, proseguían las partidas de cartas y dominó y el televisor exhibía, en ese instante, una cartela anunciando que se cerraba el espacio político:

—¿No era hoy Cantarero? —preguntó Laly.

—Es verdad —dijo Víctor—: Nos lo hemos perdido.

—No me digas que os interesaba Cantarero —dijo Rafa.

Víctor asintió:

—Me parece un tío aprovechable.

—¡Joder, aprovechable! Un fascistón de tomo y lomo.

El cielo seguía nublado pero se sostenía sin llover.

Al entrar en el coche, Rafa advirtió:

—Tenemos que coger gasolina.

Llenó el depósito ante la primera casa del pueblo, en un viejo surtidor de manivela, luego atravesó el puente y dobló a la izquierda, por una carretera angosta, sin pavimentar, de un tono rosa-violáceo, salpicada de charcos:

—¡Joder, la que nos espera!

—Tranquilo, tú.

El motor renqueaba y Rafa metió la segunda velocidad. El desnivel era muy acusado y las curvas se sucedían sin pausa. El coche botaba en los baches:

—Con un poco de suerte llegamos a la nieve —dijo Rafa.

A medida que ascendían, el río se convertía en una cinta verde, reverberante, que se ensombrecía en los tozos profundos y, a trechos, blanqueaba en cachones espumeantes. En la ribera opuesta, los tejados de Refico detonaban entre el verde uniforme de la fronda, y alguna viejecita, menuda y negra como un insecto, atravesaba una de las callejas enlodadas. Dijo Rafa, que, inclinado sobre el volante, concentraba su atención en la carretera, procurando inútilmente eludir los baches:

—A este paso no sacamos una media de veinte.

—Vamos bien —dijo Víctor—: El acto de Cureña está anunciado a las cinco.

Sacó una cinta magnetofónica de la cazadora y se la entregó a Laly. Se arrellanó en el asiento:

—Pon esto; va bien con el paisaje —dijo.

Rafa echó una ojeada a la cinta:

—¡Joder, macho, no empecemos!

—¿Tampoco te gusta Cuco Sánchez?

—¡Un montón! —bromeó Rafa.

Dijo Víctor en tono profesoral:

—A las nuevas generaciones os jode la melodía, eso es lo que os pasa. Os alucinan los ruidos descoyuntados, lo único que os interesa es romper.

Rafa sonreía piadosamente:

—Tampoco es eso, macho, pero esa música es de la época del Diluvio. Es la que le gusta a mi madre y punto.

—No es tan vieja tu madre —apuntó Víctor.

—¡Joder, cuarenta y cinco! ¿Te parecen pocos?

Cuco Sánchez cantaba Guitarras, lloren guitarras. Rafa acompañaba ahora su sonrisa con reiterados balanceos de cabeza:

—Huy, la leche —dijo—: Apuesto a que también te mola la María Dolores Pradera.

—Claro —dijo Víctor—: Y la Baez y Machín, y la Piquer, y Atahualpa, y la Tuna.

—¡No sigas, macho! Estás definitivamente kitsch.

—¿Es malo? A mí me estimula la música popular. Me concentra. ¿Soy un reaccionario por eso?

Laly, que llevaba un largo rato en silencio, dijo conmiserativamente:

—Más bien un sentimental.

Víctor alzó los hombros:

—A lo mejor —dijo.

Agregó Laly:

—Afortunadamente tienes algo aquí —se señaló la frente con un dedo— y eso te salva.

Rafa aproximó la cabeza al parabrisas y alzó los ojos:

—Parece que quiere abrir —dijo.

La carretera se rizaba como un tirabuzón. A la izquierda, en la falda de la ladera, crecían las escobas florecidas de un amarillo ardiente, luminoso, y, más arriba, una ancha franja de robles parecía sostener la masa de farallones grisientos que remataba la perspectiva por ese lado. A la derecha, el terreno, encendido asimismo por las flores de las escobas, se desplomaba sobre el río, flanqueado de saúcos y madreselvas y, una vez salvado, volvía a remontarse en un pliegue casi vertical, exornado, en las cumbres, por extrañas siluetas de piedra erosionada que resaltaban contra la creciente luminosidad del día:

—¡Joder! El Cañón del Colorado —exclamó Rafa.

La hoz se hacía por momentos más angosta y tortuosa. En la desembocadura de las escorrentías, las lluvias habían arrastrado tierra a la carretera y las ruedas traseras del coche derrapaban en las curvas. Víctor miró alternativamente por ambas ventanillas:

—Es increíble —dijo.

Laly apuntó a una piedra enhiesta, exenta, entre el bosque apretado de robles:

—¿Te fijas? Las rocas hacen figuras raras. ¡Mira ésa! Parece una Virgen con el Niño.

Rafa rió:

—Y detrás, San José con la borriquilla. ¡No te jode! Os pierde la imaginación.

Al coronar el puerto, la topografía se hizo aún más adusta e inextricable. Detrás de los farallones aparecieron, de pronto, las oscuras siluetas de las montañas con las crestas blancas de nieve. Al pie, en un nuevo y angosto valle, se adensaba la vegetación, dividida en dos por el río. Víctor dio a Rafa unos golpecitos en la espalda:

—Para, tú. Nunca vi una cosa igual.

—Vale, Diputado.

Rafa detuvo el coche en el borde de la carretera:

—¿No te orillas más?

—Tranquilo. Por aquí no pasa un alma desde el treinta y seis.

Víctor se asomó cautelosamente al borde del abismo. De pronto, el sol, que desde hacía rato pugnaba con las nubes, asomó entre ellas y el paisaje, adormecido hasta entonces, adquirió relieve, animado por una insólita riqueza de matices. La mirada ensoñadora de Víctor ascendió desde el cauce del río hasta la flor amarilla, estridente, de las escobas, a las hojas coriáceas, espejeantes ahora, del bosque de robles y, finalmente, se detuvo en lo alto, en los dentados tolmos, agrupados en volúmenes arbitrarios pero con una cierta armonía de conjunto. De lo más profundo del valle llegaba el retumbo solemne, constantemente renovado, de las torrenteras del río. Permaneció un rato en silencio. Al cabo, repitió en voz baja, como un murmullo:

—Es increíble.

Dijo Rafa, frívolamente:

—Alucinante, macho, pero si un día me pierdo no me busques aquí. Esto está bien para las ovejas.

La mirada de Víctor siguió ahora el curso del río y se detuvo en una poza verde, transparente, a la vera de un frondoso nogal. Dijo:

—Pues a mí no me importaría instalarme aquí para los restos con la mujer que me quisiera.

Rafa hizo un cómico visaje con los ojos:

—Vale —dijo—, pero a ver dónde encuentras esa mujer.

Terció Laly:

—¿Puede saberse por qué tienes ese concepto tan particular de las mujeres?

Rafa no respondió. En el silencio se hacían más perceptibles los golpes del agua contra las rocas, allá abajo, en lo más profundo de la hoz.

—Esto me recuerda —dijo Víctor, de pronto, adoptando una actitud de gravedad— el pleito que plantea Zanussi en La estructura del cristal. ¿Os acordáis?

—Cojonuda película —dijo Rafa.

Laly observó a Rafa con curiosidad:

—Tú, ¿con quién te identificas? —preguntó.

—Identificarme, ¿de qué?

—Con el tío que se integra en el pueblo y asume serena y responsablemente la vida rural o con el becario, ávido de subir.

Rafa se apresuró a responder:

—Con éste, joder. El otro es un alienado.

Intervino Víctor:

—No seas maximalista.

—¡Ostras! —voceó Rafa—: Un pueblo, una tía buena, tus libritos, tus discos... Muy bien, cojonudo. Y los demás que se jodan. Muy cómodo pero socialmente inútil.

Víctor se acarició la barba, acuclilló las piernas, tomó una hierbecilla de la cuneta y se la puso entre los dientes. Dijo suavemente:

—¿Por qué inútil?

—Egoísta, me es igual.

—¡Coño, egoísta! Según lo mires —dijo Laly—: Más egoísta es la postura del tío que sólo piensa en medrar para alcanzar la fama y el dinero. Puro arribismo.

—Pero es un servicio, tía. ¿No hemos quedado en que si estamos aquí es para servir? ¿No te presentas tú a diputada por espíritu de servicio?

Víctor mordisqueaba la hierbecilla. Se incorporó y dijo apaciguador:

—Simplificas demasiado. El meteorólogo tampoco está en el pueblo tocándose los huevos, simplemente no es ambicioso, opta por servir desde un puesto modesto. Que en las horas de ocio se entretenga con un libro o agarre la caña y se vaya al río a coger un pez no es ninguna deserción.

Rafa se agachó, cogió una piedra del borde de la carretera y la lanzó con todas sus fuerzas intentando, en vano, alcanzar el río. Víctor sonrió e hizo lo propio. Su piedra se sumergió con un glup seco en la tablada más próxima:

—Los chicos de ahora no sabéis ni tirar piedras —dijo con indulgente menosprecio.

El rostro de Rafa cambió de expresión. Observaba insistentemente el abismo, el rotundo tajo del sol dividiendo en dos el angosto valle. Dijo con una seriedad impropia de él:

—Luces y sombras. Ahí lo tenéis en vivo, coño. ¿No era ése el invento de los Lumiére?

La mirada gris de Víctor se tornó, de nuevo, ensoñadora y remota:

—Luces y sombras —repitió como para sí—: Tenebrismo puro. ¿Y en qué ha ido a parar todo? Mera experimentación para encubrir la mediocridad.

Rafa recuperó en un instante su despreocupación habitual:

—Joder, macho, tampoco te pongas así.

Laly asintió:

—Estoy de acuerdo —dijo—: El cine o la literatura que no exploran el corazón humano no me interesan. Las artes de laboratorio son pura evasión.

Víctor la miró profundamente a los ojos:

—¿Realismo crítico? —apuntó.

Laly denegó con firmeza:

—No —dijo—, no quería decir eso ahora. Pensaba en el neorealismo italiano, Cuatro pasos por las nubes, Milagro en Milán, ya sabes.

—Cochambre, joder —dijo Rafa—. Antonioni enterró eso y bien muerto está.

Laly levantó de pronto su brazo, mostrando el reloj, escandalizada:

—Pero ¿sabéis qué hora es?

—Joder, las cinco, tú —dijo Rafa—: Somos la pera. Los paletos llevarán media hora en la plaza aguardando a sus ilustres visitantes.

V

A la derecha del camino, el pueblo se apiñaba al abrigaño de la roca, entre la fronda de las hayas, emergiendo del soto-bosque de zarzamoras, hierbabuena y ortigas. La vaguada se remataba allí, en una abrupta escarpadura cuyas crestas hendían el cielo anubarrado y en torno a las cuales revoloteaban las chovas, graznando destempladamente.

De la piedra donde se asentaba el caserío brotaba un chorro de agua, desflecado en espuma, que se precipitaba desde una altura de veinte metros para perderse bajo el puentecillo, que ahora atravesaban, y encontrarse con el río en lo hondo del valle.

Víctor golpeó con dos dedos el hombro de Rafa:

—Métete por ahí, tú.

—¿Por ahí? ¡Joder, si no cabemos!

Rafa, empero, dobló el volante y el automóvil abocó a una calleja estrecha y pina, flanqueada por casas de piedra de toba, con puertas de doble hoja y galerías de balaústres de madera, deslucidos, en los pisos superiores. Los tejados vencidos, los cristales rotos, los postigos desencajados, la mala hierba obstruyendo los vanos, producían una impresión de sordidez y ruina. Laly sacó la cabeza por la ventanilla. Miró a un lado y a otro. Dijo:

—Esto está completamente abandonado.

—Sigue un poco —dijo Víctor.

La calleja serpeaba y, a los lados, se abrían oscuros angostillos de heniles colgantes, apuntalados por firmes troncos de roble, costanillas cenagosas generalmente sin salida, cegadas por un pajar o una hornillera. Frente a una casa de piedra labrada, con arco de dovelas, Rafa detuvo el coche. Salvo el ligero zumbido del motor y los gritos lúgubres de las chovas en la escarpa, el silencio era absoluto:

—¿Y esto? —señaló el arco—: ¿Qué pinta esto aquí?

Víctor examinó la casa con ojos expertos:

—Ya vi otras en Refico —dijo—. Incluso dos con portadas blasonadas. Esta zona tuvo su importancia en el siglo diecisiete.

Rafa meneó la cabeza dubitativo y reanudó la marcha. La calle se estrechaba aún más:

—Joder, macho, da como miedo —dijo.

Dobló la esquina de un pajar desventrado, con las piedras al pie, y, al fondo de la calle, se hizo la luz. El coche accedió a una amplia explanada por medio de la cual corría un riachuelo cristalino —que parecía provenir de una gruta, excavada en la base de la escarpa— sobre un lecho de guijos blancos.

Entre las hayas, en torno al arroyo, picoteaban unas gallinas rojas y, del otro lado de aquél, junto a un nogal, donde había amarrado un borrico ceniciento, se alzaba una casa con emparrado sobre la puerta y una galería con tiestos y ropa blanca tendida en un alambre.

Laly suspiró y se apeó del coche:

—Alguien ya hay —dijo aliviada.

En el muro ciego de un pajar, Ángel había pegado dos cartelones del líder y una leyenda debajo convocando al vecindario para un mitin a las cinco:

—Un mitin aquí, ¡no te jode! —dijo Rafa—: Este Dani es un quedón.

—¿Y qué sabía Dani?

—Tampoco era tan difícil averiguarlo, macho.

Víctor guardó silencio. Contempló la doble fila de edificaciones paralelas al arroyo y luego levantó la cabeza hacia las concavidades de las rocas en lo alto, donde las chovas armaban su loca algarabía. Respiró hondo y, finalmente, sonrió:

—¿Sabes qué te digo? Que sólo por ver esto, ya valía la pena el viaje.

—Joder, si es por eso, me callo.

Una voz levemente empañada, comedidamente cordial, les alcanzó desde el otro lado del riachuelo:

—Buenas...

Los tres se sobresaltaron. Un hombre viejo, corpulento, con una negra boina encasquetada en la cabeza y pantalones parcheados de pana parda, les miraba taimadamente desde la puerta, bajo el emparrado de la casa. Víctor, al verlo, franqueó la lancha que salvaba el arroyo y se dirigió resueltamente hacia él:

—Buenas tardes —dijo al llegar a su altura—: Dígame: ¿podríamos hablar un momento con el señor alcalde?

El hombre le miraba con sus azules ojos desguarnecidos en los que aparecía y desaparecía una remota chispa de perplejidad:

—Yo soy el alcalde —dijo jactanciosamente.

Portaba una escriña en la mano derecha y una escalera en la izquierda. Víctor se aturdió:

—¡Oh!, perdone —dijo—: Venimos por lo de las elecciones, ¿sabe?

—Ya —dijo el hombre.

—Sabrá usted que el día quince hay elecciones, ¿verdad?

—Algo oí decir en Refico la otra tarde, sí señor.

Víctor observaba los bordes pardos, deslucidos por el viento y las lluvias, de la boina del hombre, su hablar mesurado y parsimonioso. Vaciló. Al fin se volvió atropelladamente hacia Laly y Rafa:

—Éstos son mis compañeros —dijo.

En el rostro del hombre, de ordinario impasible, se dibujó una mueca ambigua. Adelantó hacia ellos, a modo de justificación, la escriña y la escalera:

—Tanto gusto —dijo—: Disculpen que no les pueda ni dar la mano.

En la puerta de la casa apareció un perro descastado, la oreja derecha erguida, la izquierda gacha, el rabo recogido entre las patas, y se dirigió a Víctor rutando imperceptiblemente.

—¡Quita, chito! —dijo el hombre, moviendo enérgicamente la cabeza hacia un lado.

El perro cambió de dirección y se parapetó tras él.

El viejo apoyó los pies de la escalera en el suelo y penduleó la escriña. Dijo Víctor:

—Diga usted, ¿no habrá por aquí un local donde reunir a los vecinos?

—¿Qué vecinos? —preguntó el hombre.

—Los del pueblo.

—¡Huy! —dijo el viejo sonriendo con represada malicia—: Para eso tendrían ustedes que llegarse a Bilbao.

—¿Es que sólo queda usted aquí?

—Como quedar —dijo el viejo indicando con la escriña la calleja— también queda ése, pero háganse cuenta de que si hablan con ése no hablan conmigo. De modo que elijan.

Rafa, tras Víctor, le dijo a Laly a media voz: «Ahora sí que la hemos cagado». Sacó del bolsillo del pantalón un paquete de tabaco y ofreció al hombre un cigarrillo:

—Gracias, no gasto.

Víctor insistió:

—¿De modo que sólo quedan ustedes dos?

—Ya ve, y todavía sobramos uno. Aquí contra menos somos, peor avenidos estamos.

Víctor puso el pie derecho en el poyo de la puerta y se acodó en el muslo. Dijo forzadamente, con notoria incomodidad:

—En realidad nosotros sólo pretendíamos charlar un rato con ustedes, informarles.

Brilló de nuevo el asombro en las pupilas del viejo:

—¡To!, lo que es por mí, ya puede usted informarme.

La cabeza de Víctor osciló de un lado a otro:

—Bueno —dijo, al cabo—, así, en frío, mano a mano, no es fácil, compréndalo... Pero en fin, lo primero que debemos decirle es que estas elecciones, las elecciones del día quince, son fundamentales para el país.

—Ya —dijo lacónicamente el viejo.

—O sea, que es una oportunidad, casi le diría la oportunidad, y si la desaprovechamos nos hundiremos sin remedio, esta vez para siempre.

El rostro del viejo se ensombreció. Parpadeó por dos veces. Se tomó un poco de tiempo antes de preguntar:

—¿Y dónde vamos a hundirnos, si no es mala pregunta?

Víctor se acarició las barbas:

—Bueno —respondió—, eso es largo de explicar. Nos llevaría mucho tiempo.

Bajó el pie al suelo y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, desalentado. Laly se llegó al riachuelo y metió la mano en el agua. La sacó al instante, como si se hubiese quemado:

—Está helada —dijo.

El hombre miró a la gruta:

—A ver, es agua de manantial.

Laly se aproximó a él:

—¿Es éste el arroyo que arma la cascada ahí abajo, a la entrada del pueblo?

—¿Las Crines?

—No sé, digo yo que serán las Crines.

—Esta agua es —sentenció el hombre.

En el hueco negro de la puerta, bajo la parra, apareció una mujer vieja, de espaldas vencidas, enlutada, con un pañolón atado bajo la barbilla y una lata entre las manos temblorosas. El hombre ladeó la cabeza y dijo a modo de presentación:

—Aquí, ella; es muda.

Laly y Víctor sonrieron:

—Buenas tardes.

La vieja correspondió con una inclinación de cabeza, se adelantó hasta el borrico, bajo el nogal, y comenzó a emitir unos ásperos sonidos guturales, como carraspeos, al tiempo que desparramaba, a puñados, el grano de la lata. Las gallinas rojas de la cascajera acudieron presurosas a la llamada y comenzaron a picotear en torno a ella. Rafa miró a lo alto, a las chovas de los cantiles:

—¿Y no les hacen nada los bichos esos a las gallinas?

En la boca del viejo se dibujó una mueca despectiva:

—¿La chova? —inquirió burlonamente—: La chova, por lo regular, no es carnicera.

Al concluir el grano, la mujer dio la vuelta a la lata y sus dedos descarnados tamborilearon insistentemente en el envés, y dos gallinas rezagadas corrieron hacia ella desde la gruta. Víctor se sacudió una mano con otra. Le dijo al viejo:

—Bueno, creo que estamos importunándole.

—Por eso, no —replicó el hombre. Y añadió como justificándose—: Iba a coger un enjambre, si ustedes quieren venir...

A Víctor se le iluminó la mirada:

—¿De veras no le importa que le acompañemos?

—¡To! ¿Y por qué había de importarme?

—En realidad —prosiguió Víctor, intentando de nuevo una aproximación—, todavía no nos hemos presentado. Yo me llamo Víctor; mi amiga, Laly, y mi amigo, Rafael. ¿Cuál es su nombre?

—Cayo, Cayo Fernández, para servirles.

—Pues nada, señor Cayo, si me permite, le echo una mano —asió la escalera por un larguero.

El señor Cayo sonrió. La mirada perspicaz ennoblecía su media sonrisa desdentada, entre condescendiente e irónica. Le cedió la escalera:

—Si ése es su gusto.

Víctor la tomó. Exclamó sorprendido:

—Si no pesa, parece corcho, ¿de qué madera es esto?

—Chopo. El chopo es ligero y aguanta.

Precedidos por el señor Cayo, doblaron la esquina de la casa y abocaron a un sendero entre la grama salpicada de chiribitas. A mano izquierda, en la greñura, se sentía correr el agua. Laly se acercó a la maleza y arrancó una flor silvestre, formada por la conjunción de muchos botones, blanca y grácil, abierta como una breve sombrilla:

—¿Qué flor es ésta? —preguntó, y la hacía girar por el tallo, entre dos dedos.

El señor Cayo la miró fugazmente:

—El saúco, es la flor del saúco. Con el agua de cocer esas flores, sanan las pupas de los ojos.

Laly se la mostró a Víctor:

—¿Te das cuenta?

El señor Cayo, penduleando la escriña, ascendió por la senda, bordeada ahora de cerezos silvestres, y, al alcanzar el teso, se detuvo ante la cancilla que daba acceso a un corral sobre cuyas tapias de piedra asomaban dos viejos robles. En un rincón, al costado, se levantaba un cobertizo para los aperos y, al fondo, en lugar de tapia, la hornillera con una docena de dujos. Dentro de la cerca, las abejas bordoneaban por todas partes. El señor Cayo se aproximó al primer roble, levantó el brazo y señaló a la copa con un dedo:

—Miren —dijo, y sonreía complacido—: Hace más de quince años que no agarro un tetón así.

Laly, Víctor y Rafa miraron hacia la copa del roble. De una de las ramas altas pendía un gran saco negruzco, en torno al cual revoloteaban las abejas en vuelos espasmódicos, de ida y vuelta.

Fue Rafa el primero en advertir:

—¡Joder, si son todo abejas!

—¿Cuál es todo abejas? —preguntó Laly.

—¡Joder, cuál! El saco ese que cuelga de la rama. ¿Es que no las ves?

Víctor exultó:

—¡Es cierto, tú! Están unas encima de otras. ¿No las ves moverse?

El viejo los contemplaba con pueril satisfacción. Las abejas caminaban unas sobre otras, avanzaban, retrocedían, sin levantar el vuelo. El señor Cayo se empinó, cortó un carraspo de la rama más baja y lo introdujo en la escriña, sacando el rabo por el agujero. Se llegó al chamizo, cogió el humeón y rellenó de paja el depósito. Parsimoniosamente raspó un fósforo y le prendió fuego. La paja ardía sin llama, como un pequeño brasero de picón de encina. Depositó el humeón en el suelo, tomó con un dedo una pella de miel y untó las hojas exteriores del carraspo. Reunió todo y regresó junto al árbol. Laly, Víctor y Rafa continuaban embobados, observando las evoluciones de las abejas del tetón:

—¿Qué?

Dijo Víctor sin dejar de mirar a lo alto:

—Oiga usted, ¿y por qué se posan todas juntas?

—La abeja posa donde posa la reina.

—¿Y si la reina se larga?

—Todas detrás, es la regla.

Las preguntas se encadenaban en los labios de Víctor:

—Y si usted no las coge ahora, ¿se quedarían ahí de por vida?

Bajo el añoso roble, la voz calmosa del señor Cayo cobraba un noble acento profesoral:

—¡Quia, no señor! Las emisarias andarán ya por ahí, desde hace rato, buscando casa.

—¿Y si no la encuentran?

—Raro será. Pero, mire, si no la encuentran o en la casa que han escogido se las hostiga, los animalitos vuelven a la madre.

—¿A la madre?

—Al dujo de donde salieron.

Víctor se cruzó de brazos, sonriente. Miró a Laly:

—Es increíble.

El señor Cayo afianzó la escalera en el primer camal:

—Lo que va a hacer ahora el señor Cayo —dijo— es darles la casa que buscan. ¿Me aguanta usted la escalera?

Víctor puso el pie en el primer peldaño. El señor Cayo cogió la escriña con una mano y el humeón con la otra y comenzó a trepar, sujetándose a los largueros con las muñecas, ágilmente, sin vacilaciones. Una vez arriba, comenzó a hablar en un murmullo apenas audible, en un tono monocorde, entre amistoso y de reconvención, persuasivo:

—Ahora, en diez minutos, todas adentro. Así, a ver, con calma. Un poquito de humo y arriba.

Colocó la escriña boca abajo de forma que las hojas del carraspo untadas de miel rozasen la rama de la que pendía el tetón y accionó el fuelle del humeón lentamente, con las dos manos:

—Vamos, poco a poco, así. Otro poquito de humo y todas adentro.

Paulatinamente, la gran bolsa oscura se iba disolviendo. El tetón ya no tenía vértice, se había convertido en un fondo de saco romo, distendido, y las abejas seguían trepando unas sobre otras, hacia la boca de la escriña, sin levantar el vuelo. Cuando todas estuvieron dentro, el señor Cayo dejó caer al suelo el humeón y comenzó a descender por la escalera con la misma resolución que ascendiera antes. Víctor lo observaba atenta, admirativamente.

—¿Qué edad tiene usted, señor Cayo?

—¿Yo? Para San Juan Capistrano los ochenta y tres.

Rafa agitó ruidosamente el dedo índice contra los otros tres:

—¡Ostras, ochenta y tres años y subiéndose a los árboles!

Laly estaba pendiente de la escriña que se balanceaba en la mano del viejo mientras descendía la escalera. Dijo asombrada:

—Pero no se cae ninguna, oiga.

—¡To! ¿y por qué habían de caerse? Ya saben agarrarse, ya —dijo el señor Cayo.

Cuando llegó al suelo, metió la mano en el bolsillo del remendado pantalón y sacó de él un trapo blanco. Se acuclilló junto a la hornillera y extendió aquél en el suelo, haciendo coincidir el extremo con la hendidura de un dujo. El señor Cayo se movía lenta, aplicadamente, sin un solo movimiento superfluo. Víctor no le quitaba ojo. Dijo de pronto:

—Diga usted, ¿y esos troncos metidos en la tapia?

El señor Cayo señaló a la hornillera, los troncos grises, hendidos, empotrados entre las piedras amarillas:

—¿Esto? —dijo—. Los dujos son, a ver, las colmenas.

Las abejas entraban y salían por las hendiduras, entraban lentamente, mediante un esfuerzo, y salían ligeras, dispuestas nuevamente al vuelo. Añadió el señor Cayo:

—Mire, mire, cómo se afanan.

Cogió la escriña y la sacudió golpeando el suelo reiteradamente con uno de los bordes. Del cesto se desprendió el enjambre que quedó amontonado, burbujeante y negro, sobre el trapo. Algunas abejas aisladas, levantaban el vuelo y zumbaban, insistentes, en torno suyo. Rafa comenzó a hacer nerviosos aspavientos con ambos brazos. Dijo el señor Cayo:

—Déjelas quietas, no las hostigue.

—¡Joder, no las hostigue!, ¿y si me pican?

—Qué han de picar, la abeja enjambrada no pica.

Víctor contemplaba arrobado el montón de insectos, que, poco a poco, pero de manera ostensible, como minutos antes en el árbol, se iba reduciendo. Las primeras avanzadillas, caminando ligeras sobre el trapo, se adentraban ya por la ranura del dujo:

—Ya entran —dijo Víctor—. Es alucinante.

El señor Cayo, que vigilaba de cerca el comportamiento de los insectos, frunció sus cejas canosas con reprimido enojo:

—Entran, entran, pero no muy voluntarias.

Agarró delicadamente las puntas exteriores del trapo y levantó éste lentamente, formando un plano inclinado, empujando con suavidad al enjambre hacia la colmena. Varias abejas treparon por sus dedos, a paso vivo, por sus brazos, y se le apiñaban luego en la espalda y la culera de los pantalones. Otras mosconeaban alrededor del grupo, encolerizadas. Rafa se excitó:

—¡Tiene usted más de una docena posadas en el culo, señor Cayo!

El señor Cayo, arqueado sobre el trapo, le miró de soslayo:

—¿Y qué mal hacen ahí? —preguntó—: Déjelas estar, una vez que entre la reina, todas detrás.

Se inclinó sobre el enjambre y prosiguió, como hablando consigo mismo:

—No entran muy voluntarias, no señor. Yo no sé qué las pasa hoy.

Eran cada vez más las abejas que levantaban el vuelo y zumbaban alrededor de los robles. El señor Cayo se volvió hacia Víctor:

—¿Me alcanza el humeón?

—¿El fuelle ese?

—El fuelle, sí señor.

Víctor alargó el humeón al señor Cayo. Dijo éste:

—No, usted, haga el favor.

—¿Yo? —dijo Víctor, intimidado.

—Usted, sí señor, es fácil. Arrime la boca al enjambre y dé tres soplidos, sólo tres, ¿oye?

Víctor, poseído de una alegría infantil, accionó torpemente el fuelle por tres veces. Rafa rompió a reír y se golpeó los muslos con las palmas de las manos:

—¡Joder, qué foto tienes, Diputado!

Dijo el señor Cayo:

—Ya basta.

Acosadas por el humo, las abejas que aún yacían en el trapo comenzaron a desplazarse apresuradamente hacia el gárgol. Añadió el señor Cayo:

—Cuando yo le diga, dé usted otros tres, haga el favor.

Al cabo de unos minutos, el montón de abejas había desaparecido por la hendidura y apenas quedaban unas cuantas revoloteando alocadamente alrededor. El señor Cayo se enderezó, las manos en los riñones, plegó el trapo y volvió a guardarlo en el bolsillo. Luego volcó la paja del humeón en el suelo y aplastó la lumbre con el pie. Se sujetó la boina:

—Ya vale —dijo.

Se encaminó lentamente hacia el chamizo de los aperos. Laly, Víctor y Rafa le seguían, comentando. Inopinadamente, el señor Cayo se detuvo, la cabeza ladeada, las pupilas en los vértices de los ojos, inmóvil como un perro de muestra:

—Quietos —dijo con energía. Se dirigió indistintamente al grupo, sin moverse:

—¿Me alarga usted un palo?

Víctor se adelantó hasta unas leñas amontonadas al costado del chamizo y le entregó una:

—¿Vale?

—Qué hacer.

Con insospechada rapidez, el señor Cayo levantó el palo por encima de su cabeza y lo descargó contundentemente contra el suelo, junto a un tomillo. Arrojó el palo lejos de sí y rompió a reír al tiempo que se agachaba e izaba, prendido con dos dedos por la pata trasera, un lagarto verde con la cabeza destrozada. Dio media vuelta y se lo mostró:

—¿Se dan cuenta? Este bicho, para las abejas, peor que el picorrelincho. ¡Peor, dónde va! El lagarto, cuando se envicia, se hace muy lamerón.

VI

El señor Cayo puso la escalera en posición horizontal y la colgó de dos clavos de pie, herrumbrosos, encima de las baldas, y la escriña, en el inmediato. Sobre los vasares, alabeados, se alineaban los frutos arrugados del último otoño. Olía intensamente a manzanas viejas y a alholvas. Al fondo de la manzanera se abría un cuchitril ahumado, sin cielo raso, difusamente iluminado por un ventano cuyos cristales rajados estaban cubiertos de mugre y telarañas. Dijo el señor Cayo, con cierta solemnidad, tal que si presentase a una persona:

—La hornera. Ella y yo cocemos el pan aquí.

Dijo Víctor sorprendido:

—¿El pan? ¿Es que también hace usted con sus manos el pan que come?

—Qué hacer, ¿qué ciencia tiene eso?

Los ojos iban habituándose a la penumbra y Víctor descubrió, sobre las piedras desnudas y amarillentas del muro, junto a los clavos herrumbrosos donde el señor Cayo acababa de colgar la escriña y la escalera, varios útiles y aperos de labranza. Víctor los examinó superficialmente y ante un cepillo de madera con cerdas metálicas preguntó:

—Y esto, ¿qué es?

—Una cardancha.

—¿Y para qué sirve?

—¡To, para cardar lino! Antaño estos vallejos no daban otra cosa.

A Víctor le espoleaba una curiosidad insaciable:

—¿Qué años hará de eso?

El señor Cayo se rascó ruidosamente la barba:

—Ponga setenta años, menos no. Era yo un chiquito entonces.

—¿Y por qué dejaron el lino?

—Era muy esclavo, mire. Y cuando el Cipriano volvió de la mili y se trajo los primeros manzanos, lo dejamos. ¡Qué sé yo qué año sería! Eche cuentas. El Cipriano murió en el setenta y uno y para la víspera de la Virgen hubiera cumplido los noventa y tres.

—¡Ostras! —terció Rafa—, aquí todo dios llega a viejo.

El señor Cayo hizo una mueca de suficiencia:

—Otra cosa no —dijo—, pero sano sí es esto.

Apuntó irónicamente Víctor:

—Será la miel, la jalea real esa.

—Será, mire, no digo que no.

En las baldas más bajas se hallaban esparcidas las nueces desconchadas. Rafa cogió una, la echó al suelo y la cascó de un taconazo. Víctor preguntó:

—¿También trajo las nueces el Cipriano?

—¡Quia, no señor! Los nogales llevan aquí desde siempre, como las piedras. ¡Qué sé yo! Lo mismo dos mil años.

Entró el perro subrepticiamente y se puso a olisquear entre los estantes. El señor Cayo le tiró un puntapié:

—¡Quita, chito!

El animal aulló, recogió el rabo y salió a la explanada trompicando en el banzo de la puerta. Víctor daba vueltas entre las manos a un extraño artilugio de alambre con dos correas:

—¿Y esto que parece un bozal?

—Un bozal es.

—Pues menudos perros se gastan ustedes.

—No es de perro, es de burro.

—¿Es que también muerden los burros en este pueblo?

—No es que muerdan, no señor, pero se pone usted a acarrear mieses con un burro sin bozal y no llega una espiga a casa.

Víctor asintió:

—Ya entiendo.

Laly, a su lado, alargó el brazo y tomó una manzana de la tabla más próxima:

—¿Puedo comérmela?

—Coma, cómala, aproveche, este año ni las vamos a catar.

—¿Tan malo viene? —inquirió Víctor.

—Malo es algo. Las heladas de abril quemaron la flor, lo malrotaron todo.

Tras ellos, en lo negro, sonó un gemido lastimero. El señor Cayo sonrió y se rascó insistentemente una mejilla:

—¿Lo sintieron?

—¿Qué es?

—El cárabo es. Hace dos años que le ha dado por anidar aquí, ya ve.

—¿Es que antes anidaba fuera?

—De siempre, pero parece como que ahora se sintieran solos.

Ciñó el puntal con el brazo izquierdo, agachó la cabeza para esquivar la zapata y les invitó:

—Pasen, pasen.

Él avanzaba despreocupadamente y ellos le seguían medio a tientas, titubeando, en la penumbra, entre las tablas desiguales. En el rincón más oscuro, el señor Cayo se detuvo y prendió un fósforo. Dos animales gemelos, como dos pelotitas de plumón ingrávido, les miraban desde el suelo, junto al montón de heno, con sus redondos ojos negros. El señor Cayo tomó una paja y anduvo un rato hostigándoles y los cárabos bufaban y mostraban las garras, unas uñas largas, corvas, afiladas como navajas. Sin cambiar de postura, el señor Cayo cogió dos bolas grises, resecas, de color de estaño, junto a los pájaros y sacudió la mano con el fósforo. Prendió otro, se incorporó y mostró las bolas sobre la palma de la mano. Amusgó los ojos:

—¿A que no saben qué es esto?

—¡Coño, dos cagadas! —dijo Rafa sin vacilar.

El señor Cayo rió:

—Pues, no señor, no son cagadas, ya ve lo que son las cosas. Esto lo echa el cárabo por la boca. Todo lo que no es momio lo escupe, para que me entienda, huesecillos y pellejos por lo regular.

Deshizo las pellas entre los dedos para que comprobasen su afirmación, arrojó los restos con la cerilla al suelo, pisó ésta y volvió a acuclillarse para sortear la viga. Contra la claridad de la puerta era más fácil caminar. El señor Cayo se detuvo ante los trebejos del muro. Escogió cuidadosamente una azada:

—Ahora he de bajar a la huerta —dijo como excusándose.

Víctor se sacudió las manos:

—¿Podemos bajar con usted? —preguntó.

—Mire, por mí, como si quieren quedarse. Y, si ése es su gusto, luego les enseño el pueblo.

—¿Es que hay algo que valga la pena?

—¡To!, dejará de haber. Arriba, en el cerral, orilla del cementerio, tiene usted una ermita de mucho mérito, de cuando los moros, sí señor. Luego tiene la gruta de las Crines, no la hay más capaz en toda la provincia; cuando la guerra nos encerrábamos allí todo el vecindario, hágase cuenta.

Víctor escuchaba atentamente las palabras del viejo mientras avanzaba junto a él hasta la puerta de la manzanera. De la parte de la calleja, las sombras empezaban a estirarse sobre la explanada, en tanto el sol reverberaba en el riachuelo y doraba la escarpa. En los silencios intermitentes de las chovas, se sentía el arrullo del agua entre los guijos y el estruendo lejano de la cascada sobre el camino. Rafa se acercó a Víctor:

—¿Sabes qué hora es, Diputado?

Víctor le consideró displicentemente:

—¿Qué importa eso ahora? —dijo—. Estamos bien aquí, ¿no? —Y, como para acallar su conciencia, preguntó al señor Cayo—: ¿Qué vecinos quedan en Quintanabad?

—En Quintana, por mayor, ninguno.

—¿Ninguno?

—Ninguno, no señor.

—¿Y en Martos?

—En Martos, cinco. Aguarde, digo mal, cuatro, el Baudilio falleció el mes pasado.

Víctor se encaró con Rafa:

—Tú dirás.

—¡Joder, tampoco es eso! A Dani le importan tres cojones los vecinos, ya lo sabes, él lo que quiere es poner en el mapa la última chincheta y punto.

Víctor levantó los hombros:

—Lo siento —dijo—. Yo no juego a eso.

La mujer enlutada volvió a salir de la casa con el perro detrás y Víctor la siguió con los ojos hasta el nogal. Una vez allí, desató al borrico, lo tomó de la soga y desapareció tras la esquina de la casa, seguida del perro. El señor Cayo, que desde hacía un rato golpeaba la azada contra el suelo, la levantó finalmente, la inspeccionó y dijo como para sí:

—A esta azada hay que mangarla.

—Mangar, ¿es poner mango?

—Natural.

—En la ciudad, mangar es robar.

El viejo no se dio por aludido:

—Para mangarla, ¿sabe usted?, no vale un palo, ha de ser un enterizo.

—¿Un enterizo?

—El palo con su raíz. Solo, no sujeta.

A Víctor le brillaban los ojos de entusiasmo. Dijo a Laly:

—¿Te das cuenta?

Laly insinuó a media voz, débilmente:

—Aunque en Martos no hablemos, deberíamos al menos hacer acto de presencia, Víctor. Tal vez Dani se cabree.

—Dani, Dani, Dani, no se os cae Dani de la boca, coño. ¿No podéis dejar a Dani de una puñetera vez?

—Como quieras.

Víctor dio media vuelta, malhumorado:

—Vamos a la huerta, señor Cayo.

El viejo flanqueó el arroyo por su margen derecha y, al alcanzar el talud, tomó un senderillo sinuoso, entre los helechos, dejando a su izquierda un pilón con entrada y salida de agua. En el primer bancal, formado por tierras de aluvión, estaba el huerto, parcelado en cuadrículas simétricas, primorosamente cuidadas en contraste con los eríos circundantes, asfixiados por la mala hierba. Apenas llegados, Rafa se agachó y observó la disposición de las habas, la vaina erecta sobre el tallo, contrariamente a los guisantes, de vaina desmayada:

—¿Qué planta es ésta? —preguntó.

—Habas —respondió el señor Cayo.

Rafa rió. Le dijo a Laly en voz baja:

—¿Te fijas? Un símbolo fálico perfecto. ¡Si lo coge Freud! Ahora queda claro eso de «tócame el haba».

Laly puso su mano ligera en el hombro del muchacho:

—Rafita —dijo—, mucho me temo que no tengas remedio. Eres un obseso sexual.

Víctor miraba en torno, los bancales escalonados hasta el río, los manzanos puntisecos, y, en la ladera opuesta, los pastos tiernos del monte sofocados por las aulagas:

—¿Qué? —preguntó el señor Cayo tendiendo la vista hacia la montaña.

—Esto parece pobre, es cierto, pero tal vez en régimen de cooperativa podría funcionar.

El señor Cayo, instalado en su parcela, apoyado en el mango de la azada, replicó:

—Ya hubo de eso, no crea.

—¿Cooperativas?

—Eso, sí señor. Más de trescientas ovejas llegaron a juntar Misael y los otros el año sesenta y cuatro. Pero, ¿me quiere usted decir qué hacían con ellas si ninguno quería ser pastor?

Víctor parecía reflexionar:

—En realidad, no pensaba en eso ahora —dijo—, me refería a los frutales. En pocos años, el campo ha experimentado una verdadera revolución en Lérida. ¿Y sabe usted con qué? Con los frutales enanos y una comercialización eficiente, así de fácil.

Sonrió socarronamente el señor Cayo:

—¿Hiela en mayo en el pueblo ese que usted dice?

Víctor se llevó una mano a las barbas:

—Tal vez no le falte a usted razón.

El viejo escupió en la palma de una mano y la frotó enérgicamente con la otra, cogió la azada y comenzó a cavar pequeños hoyos en las crestas de los cerros. Trabajaba a un ritmo sosegado, pero activo y regular. Víctor le observaba atentamente:

—Usted nunca tuvo prisa, ¿no es cierto, señor Cayo?

—¡To! ¿Y a cuento de qué iba a tener prisa?

El sol se abrió de nuevo paso entre dos nubes e inundó de luz el vallejo. Laly se adelantó hasta Víctor, regateando entre las patatas, en tanto Rafa caminaba cansinamente hasta el límite del huerto y se sentaba en el ribazo, a la sombra de un nogal. Al verle, el señor Cayo interrumpió su labor, echó la boina hacia atrás y se pasó el antebrazo por la frente sudorosa:

—Ahí no debería sentarse —dijo.

—¿Yo? —inquirió Rafa, alarmado.

—La sombra de la nogala es muy traicionera.

—¡Ostras!, ¿y qué lo mismo da una sombra que otra?

—Pues, no señor, no da lo mismo, hay sombras y sombras. Y, si no, vaya usted a preguntárselo al señor Benito.

—¿Qué le ocurrió al señor Benito?

—Pues eso, se sentó un jueves a la tarde, tal que usted ahí, y el domingo, a la mañana, ya le habíamos dado tierra. Eso le ocurrió.

Rafa se puso en pie de un salto y se palmeó ardorosamente el trasero con ambas manos. Rió forzadamente:

—¡No joda! —dijo—, no sea usted quedón.

El señor Cayo movió levemente la cabeza como diciendo: «Más vale así», luego se inclinó de nuevo sobre la tierra y reanudó su tarea lenta, aplicadamente. Al cabo de unos minutos, dejó la azada en el suelo, se aproximó al cuadro sembrado de remolachas, agarró la hoja más larga y rizada de la primera planta y se la mostró. Dijo despectivamente:

—Ve ahí, de que se las deja, se espigan —fue extrayendo de la tierra húmeda pequeñas remolachas rojas, apenas formadas, y amontonándolas a un lado—. Si se las junta, no crecen para abajo, como debe ser, sino para arriba; se espigan. Hay que entresacarlas y ponerlas cama aparte.

Hablaba monótonamente, en tono menor, mientras trasladaba los frutos extraídos hasta la cuadrícula virgen. Una vez allí, las fue colocando con meticuloso recreo, una a una, en las hoyas que acababa de abrir. Al acabar, comenzó a enterrarlas mediante tres hábiles golpes de azada. Laly contemplaba sombríamente el perfil afanoso del hombre, sus manos grandes, sarmentosas, engarfiadas en el mango de la azada. Inesperadamente estalló:

—¡Esto es lo que no se puede consentir!

El señor Cayo dejó de mover la tierra y levantó los ojos humildemente, como si hubiera sido sorprendido en falta:

—¿El qué? —preguntó.

Laly le señalaba acusadoramente:

—Esto —dijo—, que un anciano, a los ochenta y tres años, tenga que seguir trabajando de sol a sol para ganarse la vida.

El señor Cayo parpadeaba sin salir de su asombro. Volvió a pasarse el antebrazo por la frente y se rascó la mejilla en un movimiento mecánico:

—Ande —dijo al fin, en tono de soterrada protesta—, ¿es que también va usted ahora a quitarme de trabajar?

A Laly le había nacido en la frente la vena del mitin, una leve protuberancia azulada que denotaba un ardoroso apasionamiento. Añadió resueltamente, en tono conminatorio, con voz firme pero impersonal:

—Una sociedad que tolera una cosa así, no es una sociedad justa.

El señor Cayo la miraba estupefacto, parecía un niño enfurruñado. Dijo:

—¡To! ¿Y si me quita usted de trabajar el huerto, en qué quiere que me entretenga?

Las cabezas de Víctor y Rafa penduleaban de uno a otro, a compás del diálogo. Los labios de Víctor esbozaban una expresión irónica. Agregó Laly visiblemente acalorada:

—¿Y qué pasa si usted enferma mañana?

—¡To! Ella me cuidará.

—¿Y si es ella la que enferma?

—Mire, para eso están los hijos.

Laly separó los brazos del cuerpo y abrió sus dedos crispados en ademán patético. Su silueta, recortada sobre las rocas doradas del despeñadero, tenía algo de teatral:

—¡Ya salió! —dijo—. Eso es lo que esperaba oírle decir.

El señor Cayo se mostraba cada vez más desconcertado:

—¿Es de ley, no? —apuntó tímidamente—. Si uno miró por ellos cuando no podían valerse, justo es que miren por uno cuando uno se queda de más.

Laly pareció renunciar a su empeño dialéctico. Murmuró algo relativo a las dificultades de desmontar una sociedad patriarcal, mas como el señor Cayo permaneciese expectante, sin comprenderla, Víctor intervino tratando de aliviar la tensión:

—¿Tiene usted muchos hijos?

—Dos tengo, la pareja —respondió el señor Cayo mirando de reojo a Laly, sin salir aún de su asombro, como esperando una nueva invectiva—: El hijo anda en Baracaldo, en una fábrica de cojinetes, y la otra en Palacios, está casada allí, ¿sabe?, lleva la tienda y el bar —sonrió tenuemente y aclaró—: Los dos tienen coche.

Intervino Rafa:

—¿Y por qué se fueron del pueblo?

El señor Cayo dibujó con ambas manos un ademán ambiguo:

—La juventud —dijo—, se aburrían.

—¡Joder, se aburrían! ¿Quiere usted decirme qué horizontes les ofrecía esto?

Las chovas aleteaban alrededor de los tolmos, graznando lúgubremente.

—Necesidad no pasaban —puntualizó tercamente el señor Cayo.

—¡Ostras, necesidad! Según a lo que usted llame necesidad.

El señor Cayo ladeó levemente la cabeza y le examinó un rato con remota indiferencia. Finalmente agarró la azada y siguió cubriendo las remolachas espigadas con cachazuda eficacia. Murmuró:

—Me parece a mí que no vamos a entendernos.

El sol descendía lentamente a la izquierda de los cantiles, sobre el río. Las nubes, cada vez más densas y oscuras, cruzaban raudas en dirección sudeste. A intervalos dejaban en sombra un sector del valle y, de inmediato, volvían a levantar y el sol expandía una dulce luminosidad anaranjada. Víctor, las manos en los bolsillos de los pantalones, se dirigió conciliador al señor Cayo:

—Dígame, señor Cayo, ¿cuándo empezó aquí el éxodo?

El señor Cayo le enfocó sus ojos romos. Aclaró Víctor:

—¿Qué año comenzó a marchar la gente del pueblo?

—¿La emigración, dice?

—Eso, la emigración.

—A ciencia cierta no sé decirle, pero de la guerra acá ya empezó el personal a inquietarse.

—¿De la guerra? ¿Tan pronto?

—Qué hacer, sí señor. Por aquellos entonces, más de uno y más de dos marcharon a la mili y no regresaron. Luego, la cosa fue a mayores.

—¿Cuándo?

—Ponga de quince años a esta parte.

—Pero este pueblo, ¿ha sido grande algún día?

Los ojos acuosos del señor Cayo se iluminaron:

—¿Grande dice? Aquí, donde lo ve, hemos llegado a juntarnos más de cuarenta y siete vecinos, que se dice pronto. Y no ha habido en la montaña pueblo más jaranero, que, no es porque yo lo diga, pero en la fiesta de la Pascuilla hasta de Refico subían. ¡No vea!

Rafa arrojó una colilla al suelo, la tapó con el pie, bajó la cabeza y murmuró con sorna: «¡Joder, Nueva York!». El señor Cayo concluyó de cubrir las hoyas, se arrimó a la acequia y, mediante dos golpes de azada, abrió la camella y el agua corrió alegremente por la reguera hasta la cuadrícula donde acababa de replantar las remolachas. Sonreía. Dijo, haciéndose destinatario de su propia voz:

—Si el agua no aprieta, la remolacha no fija. —Alzó imperceptiblemente los ojos hacia el cielo y añadió—: Y en menguante, como debe ser.

Rafa deambulaba por los eríos inmediatos, los viejos huertos abandonados y, de pronto, descubrió la cruz entre la greñura y se detuvo:

—¡Eh, señor Cayo! —voceó—: ¡Aquí hay una cruz!

El señor Cayo entrecerró los ojos:

—Natural —dijo pausadamente—: Yo la puse.

—¿Es que hay un muerto aquí debajo?

—Tal cual, sí señor, mi compadre Martín. El cementerio está arriba, hágase cuenta, yo no podía subirle solo.

Cansinamente, con la azada al hombro, se llegó hasta la cruz. Laly y Víctor le seguían. Aclaró:

—Por mejor decir, el compadre no era él, sino ella, la Andrea, la madre de la difunta Eloísa, pero él, el Martín, se casó en segundas con la madre de su primera y todavía tuvo un hijo con ella.

—¡Leche! —dijo Rafa—: ¿Es que va usted a decirme que después de enviudar le hizo un hijo a su suegra?

—Tal cual, sí señor, ¿es que le choca?

—¡Joder, vaya un serial!

—Tampoco se piense lo que no es. Para entonces apenas si quedaba personal en el pueblo, o sea, era difícil emparejar.

Rafa miró a Víctor divertido:

—Es increíble, macho.

El señor Cayo empezó a caminar por el borde del almorrón, la azada al hombro y la cabeza gacha:

—Son cosas que pasan —dijo filosóficamente.

Descendió unos peldaños socavados en el mismo sendero y ladeó la cabeza para decirles:

—Ahora pasaremos un momento por el río y, luego, si tienen tiempo, les enseño el pueblo.

—De acuerdo —dijo Víctor tratando de parear su paso al del viejo.

Descendían por la trocha de uno en uno, entre ringleras de manzanos chamosos, el caserío arriba, en el cantil, y abajo, en la hondonada, el río, las torrenteras rugientes, con un rumor sordo y cambiante como el del mar. Ya en la orilla, el señor Cayo caminó a paso rápido por la sirga hasta alcanzar un restaño:

—Cada día tiendo la red aquí —aclaró.

Víctor vigilaba sus movimientos con concentrada curiosidad. Le vio buscar una horquilla entre los zarzales, coger un cordel enredado en la salguera, pasarlo por aquélla y extraer del remanso un gran retel de tela metálica donde bullían dos docenas de cangrejos. Rafa se excitó todo:

—¡Joder! —exclamó—: Luego vas a un bar y te clavan una pasta por uno.

El señor Cayo sonreía vagamente. Sacó un fardillo listado de bajo las mimbreras y volcó los cangrejos en él. Chascó la lengua:

—Para dar gusto al arroz, valen —dijo. Y añadió—: Cuando gusten.

Se abrió paso por la sirga, entre los espinos, hasta abocar a la parte baja de la hoz, donde el estero se ensanchaba. Junto a la playita de guijos se abría una braña insignificante cubierta de malvas:

—¡Qué maravilla! —dijo Laly.

El viejo se volvió:

—¿Las malvas, dice?

—¿Son malvas?

—Malvas son, claro. Con las humedades de este año criaron bien. La flor esta es buena para aligerar el vientre.

Dijo Rafa burlonamente:

—¡Joder! En este pueblo todo sirve para algo.

—Natural —replicó el señor Cayo reanudando la marcha—: Todo lo que está, sirve. Para eso está, ¿no?

VII

El recial rompía contra la roca, deshaciéndose en espuma, y se precipitaba luego en el vacío desde una altura de veinte metros. Bajo la cola blanca de la cascada, zigzagueaba el camino y, bajo éste, encajonado, corría el río en ejarbe, arrastrando troncos y maleza, regateando entre los arbustos. Un suave viento del sur humedecía sus rostros con finísimas partículas de agua espolvoreada. El señor Cayo apoyó su mano en la roca y alzó la voz para dominar el fragor de la catarata:

—A la cascada esta le decimos aquí las Crines. De siempre. Pasen —afianzó el pie derecho en una leve cornisa cubierta de verdín y añadió—: Ojo no resbalen.

Se ciñó a la roca, giró ágilmente el cuerpo y, en un segundo, desapareció tras el abanico de espuma. Víctor le imitó y detrás entraron Laly y Rafa. Rebasada la angostura de la boca, el antro se ensanchaba en una caverna espaciosa, suelo y techo de roca viva, rezumante de humedad. El estruendo de la catarata se hacía más sordo allí. Al fondo, se divisaban las sombras torturadas de las estalactitas y, en las oquedades del suelo, huellas de fuego y, en torno a ellas, diseminados, troncos de roble a medio quemar, pucheros desportillados, latas vacías y unas trébedes herrumbrosas. Rafa paseó su mirada en derredor y sus ojos terminaron posándose en la hendidura de acceso, tras la cortina de agua, a través de la cual se filtraba, tamizada, la claridad de la tarde. Le dijo al señor Cayo:

—Vaya un escondrijo más cojonudo, oiga. Aquí no hay dios que le encuentre a uno.

El señor Cayo, en la penumbra, parecía más corpulento. Asentía mecánicamente con la cabeza. Dijo:

—Cuando la guerra, ¿sabe usted?, de que asomaban los unos o los otros, el vecindario se refugiaba aquí. Al decir de los entendidos, que yo en esto no me meto, no es fácil fijar la línea de trincheras en estas quebradas, ¿entiende? De forma que hoy estaban aquí los unos y mañana los otros. El cuento de nunca acabar.

—Y se metían con ustedes, claro —apuntó Víctor.

—Mire, tal día como el dieciocho de julio, al Gabino, que hacía las veces de alcalde, le pegaron cuatro tiros arriba, orilla del camposanto. A la semana, día más día menos, se presentaron los otros y le pegaron cuatro tiros al Severo, que había sido alcalde hasta el año treinta y uno. ¿Quiere usted más?

—O sea, que no sabían a qué carta quedarse.

—¡A ver! De esta forma, una tarde, don Mauro nos juntó a todos en la iglesia y nos lo dijo, o sea, nos dijo: «Hay que poner centinelas en los tolmos y, tan pronto asome un miliciano, todos a la cueva de las Crines». Y dicho y hecho, oiga. Metimos avío aquí y de que se veía bajar o subir un soldado, ¡todos adentro!

—¿Niños y todo? —dijo Víctor, antes que por afán de puntualizar por tirarle al viejo de la lengua.

—Todos, no le digo, hasta los perros, si es caso el ganado —sonrió—: Algo había que dejarles, ¿no?

—Pero, ¿no lloraban los niños? ¿No alborotaban?

—Dejarían de alborotar. Las criaturas son criaturas, ya se sabe. Pero lo que es aquí ya puede usted tirar un cañonazo que arriba ni se siente.

Laly se cogió los hombros, cruzando los brazos sobre el pecho, como si sintiese frío. Rafa, con un fósforo en la mano, curioseaba entre las estalactitas. Dijo Laly:

—¿Y cuánto tiempo llegaron a estar encerrados?

—Según —respondió al fin—; la vez que le echamos más larga, un par de semanas.

—Dos semanas aquí dentro, ¿y qué hacían?

—Pues, ya ve, los vasos y la partida, como una fiesta. Y ahí, orilla esa laja, donde está el señor, el Rosauro no hacía más que tocar la flauta, que buena murga nos daba.

—¿Y cuándo salían?

—Aguardábamos a que el Modesto diera razón. El pastor, ¿sabe? ¡Buen espabila era ése! Por las noches, salía de descubierta y luego volvía y decía, pues están en casa del uno o están en casa del otro, según, lo que fuera. Hasta que un día llegaba y decía: «Venga, arriba, ya se largaron», y, entonces, todos a casa, ¿comprende? Y así hasta que otro día don Mauro volvía a dar tres repiques cortos y uno largo, que era la señal, y otra vez a la cueva. Esto duró, si no me engaño, hasta bien metido setiembre que se armó el frente definitivamente ahí arriba, en los Arcos, y entonces montaron un hospital de urgencia en la parroquia, que me recuerdo que fue un enfermero de ese hospital el que despatarró a la Casi, para que me entienda, la hija del Paulino, que eso no lo olvidó el hombre.

—Ese don Mauro de que tanto habla sería el cura, ¿no?

—El párroco era, tal cual, sí señor. Alto y seco como un varal, con las gafas así de gordas, allí le vería —el señor Cayo posó sus ojos nostálgicos en los de Víctor—: Por aquellos entonces, en el pueblo había cura fijo, ¿sabe?, y a falta de alcalde, él hacía las veces, natural.

Se fijó en Laly que tiritaba:

—Pero vamos arriba —dijo—. Aquí tiene frío.

Salieron. Las nubes, unas nubes cárdenas de ribetes blancos, cubrían enteramente el cielo. El señor Cayo las observó un momento:

—Lo mismo se pone a tronar ahora —dijo.

Víctor se había quitado la cazadora y se la colocó a Laly sobre los hombros. Subían por una calleja enfangada, flanqueada de casas y pajares despanzurrados, casi obstruida por las piedras y la maleza. Dentro de los edificios, bajo los dinteles sin puertas o tras los postigos desencuadernados, se veían arcones de nogal, viejos arados, ganchos, escañiles y yugos llenos de polvo y telarañas. De cuando en cuando, el señor Cayo se detenía para mostrarles alguna peculiaridad del pueblo o contarles anécdotas nimias, en cuyo relato ponía un énfasis desproporcionado:

—Ve ahí, en esa casa, vivió la señora Laureana, la Saludadora. Nos quitaba las lombrices a los chiquitos partiendo una por la mitad y haciéndonosla comer frita, media antes del almuerzo y otra media a la hora de la cena.

Rafa frunció la nariz en un gesto de repugnancia:

—¡Joder! —dijo—. ¿Se comían ustedes las lombrices?

—¡To, natural! Ya sabe usted lo que dicen: No hay peor cuña que la de la misma madera.

En la esquina se detuvo muy ufano el señor Cayo. Señalaba una vieja inscripción, en una piedra, sobre las dovelas del portón:

—Vean —dijo con orgullo.

Víctor deletreaba con dificultad:

JESÚS-MARÍA, ÉSTA ES CASA DE PLACER Y LA GENTE DE ALEGRÍA, ABE MARÍA AÑO 1692.

Rafa se escandalizó:

—¡No jodas! —dijo—, ¿es posible que haya habido aquí alguna vez una casa de putas?

Víctor objetó:

—Tampoco es eso, macho. Una casa de placer en el campo, en el siglo diecisiete, era una casa de reposo. La urbanización de la época, para que lo entiendas.

El señor Cayo contemplaba la larga balconada de hierro con una sonrisa evocadora:

—A esta casa venía cada verano el doctor Sanz Cagiga, que era hijo de Cureña.

—Muy conocido en su casa a las horas de comer —dijo Rafa.

—¡To! —saltó el señor Cayo ofendido—. ¿Es que nunca oyeron mentar al doctor Cagiga? Hasta de Palacio lo llamaron una vez para atender al rey.

—¡Joder, un tío virguero! —dijo Rafa. Propinó unos golpecitos amistosos en el hombro al señor Cayo y añadió conmiserativamente—: Que nos está usted hablando de la época del Diluvio, señor Cayo, hágase cuenta, que se nos ha quedado usted un poquito kitsch.

Al concluir, Rafa puso los brazos en cruz, como si fueran alas, y trató de salvar un pequeño fangal saltando de piedra en piedra, pero resbaló y se precipitó contra una gran mata de ortigas. Arrugó su rostro infantil y agitó repetidamente su mano lastimada:

—¡Joder, me ortigué!

Laly y Víctor rieron. Dijo cachazudamente el señor Cayo:

—Deje, no se toque, si se rasca es cuando se irrita.

Rafa se acariciaba el dorso de la mano y la muñeca, repentinamente enrojecidas:

—¡Leche, no se toque! ¡Qué fácil se dice!

De lo alto de los riscos descendían los gritos destemplados de las chovas y, a intervalos, todas ellas parecían hallar acomodo y callaban y, entonces, se abría en derredor un gran silencio, acentuado por el rumor cristalino del riachuelo al atravesar el pueblo y el eco lejano, solemne, de la cascada, abajo, a sus pies.

Laly y Víctor, que caminaban delante, se habían detenido a la entrada de un angostillo, cerrado por una casa con los marcos de los vanos recientemente encalados, puertas y postigos pintados de verde y grandes latas de geranios a lo largo del balaustre de madera de la galería. Víctor señaló con el dedo:

—En esa casa vive alguien —dijo.

El señor Cayo pasó de largo frente al angostillo, sin mirar. Dijo, al cabo:

—Ahí vive ése. Ya se lo dije.

Víctor pareó su paso al del señor Cayo:

—¿Es que no se tratan?

El señor Cayo no respondió:

—¿Están regañados? —insistió Víctor.

El señor Cayo se detuvo. Se aclaró la voz con un carraspeo:

—Ése —dijo—, por si lo quiere saber, levanta la pata para mear, como los perros.

—¿Y qué quiere decir con eso?

El señor Cayo perdió su habitual aplomo:

—Que es un animal —dijo.

—¿Es que le ha hecho a usted algo?

—¿Hacerme? El jueves pasado, sin ir más lejos, me ahorcó la gata en la nogala de casa, ¿le parece poco?

—¡Manda cojones! —dijo Rafa tras él—: Son ustedes dos y no se hablan, ¡pues sí que están divertidos!

El señor Cayo reanudó la marcha sin responder. Al final de la calleja se abría una minúscula plaza, la fuente y el abrevadero en el centro, un costado de soportales y, frente a él, el muro ciego de una iglesia de traza reciente, cuya torre cobijaba un reloj con una sola manecilla. Víctor se fijó en él:

—Ese reloj anda —dijo sorprendido.

—A ver, yo le doy cuerda.

—¿Para qué?

El señor Cayo se encogió de hombros. Sonrió:

—Llena —dijo.

En los soportales, entre dos pilares de roble, una viga gris, vencida, a duras penas soportaba el peso de una casa a punto de derrumbarse. Un cartelón ladeado, casi ilegible, decía: bar. El señor Cayo dio un rodeo para orillar los escombros y empujó la puerta entornada. En el local, entre cuatro paredes desconchadas, se amontonaban cajas con cascos de vidrio, envases de madera y, sobre el mostrador apolillado, una vieja balanza de pesas cubierta de telarañas. Al señor Cayo se le ensombreció la mirada. Dijo:

—Ande, que buenas las hemos formado aquí.

—¿En las fiestas?

—¡To! Y los domingos, y en el sorteo de los quintos y a cada paso —se volvió de espaldas al mostrador y añadió—: Tal que aquí se sentaba el Paulino.

Víctor, desde la puerta, contemplaba la espadaña de la iglesia, con el reloj bajo la campana. Dijo:

—No será ésta la ermita que usted decía.

El señor Cayo se llegó a la puerta:

—¡Quia, no señor! La que yo le digo está arriba, orilla del camposanto. Ésa sí que tiene misterio.

Salieron de los soportales. Agregó Víctor:

—Y para cuarenta vecinos, ¿necesitaban ustedes dos iglesias?

El señor Cayo se pasó la lengua por los labios agrietados:

—Mire usted, al decir de don Senén, ésta debieron levantarla más tarde. En los inviernos, con las nevadas tan grandísimas que caían, ni se podía uno arrimar a la ermita.

—Don Senén, ¿fue otro párroco?

—Tal cual, sí señor, el último. Él fue el que inventó lo de bajar a la Virgen la noche del Viernes Santo para que no se quedase sola. Luego, para Pascua, la subíamos en andas y armábamos una romería arriba, en la pradera del Hacha —movió la cabeza de un lado a otro, los ojos enternecidos—: Aquí, donde lo ve, éste ha sido un pueblo muy jaranero.

Hizo una pausa. Al cabo añadió:

—También fue don Senén quien, de primeras, le negó tierra sagrada al Paulino por lo de la apuesta.

Inquirió Víctor:

—¿Qué historia es ésa?

—Las cosas —dijo el señor Cayo, que hablaba ahora fluida, ininterrumpidamente, como si le hubieran dado cuerda—: El Paulino se las daba de brujo, ¿entienden? Y algo raro debía de tener aquel hombre cuando sólo con ver un huevo ya sabía a ciencia cierta si lo que había dentro era pollo o polla.

—Sexador —dijo Víctor—: Eso lo hacen bien los japoneses, pero con pollitos ya nacidos.

El señor Cayo sonrió, desdeñoso:

—Pues el Paulino, no señor, antes de romper el cascarón ya lo sabía; recién puestos.

—¿Y cómo se las arreglaba?

Frunció las cejas blancas el señor Cayo y se ajustó la boina en el cogote:

—Eso no me pregunte, él los miraba al trasluz y lo sabía. Había quien decía que era por la sombra de la galladura. No me diga. El Paulino no daba explicaciones.

—¿Y acertaba siempre?

—En sesenta años no le cogimos en un renuncio.

Los paulatinos desvelamientos del señor Cayo avivaban la curiosidad de Víctor:

—Y antes de morir, ¿no reveló el secreto?

El señor Cayo ladeó la cabeza y denegó después obstinadamente:

—Ya ve, conforme fue a morir el hombre, ¿qué podía haber dicho?

—Pues, ¿cómo murió?

—¡To, ése es el chiste! Que acertó el día de su muerte, que lo adivinó, oiga.

Ante los tres pares de ojos expectantes, el señor Cayo se iba creciendo:

—Aguarden —dijo, y adelantó la mano derecha abierta como implorándoles calma—: El Paulino echaba también las cartas, ¿entienden? Y una tarde, en el bar, estábamos tal que así y va y dice: «Ya que estamos todos reunidos os voy a decir en qué año y en qué día me voy a morir», que el Bernardo le dijo: «Eso no puede ser, Paulino, eso sólo Dios lo sabe». «Pues yo también lo voy a saber», le contestó el Paulino. Esto sucedía, si no me engaño, allá por el año cincuenta y siete. Conque el Paulino puso una carta sobre la mesa, el seis de bastos. «Mira, ya sabemos el día —dijo—: un seis.» Y, ya ven, ante una cosa así, todos armamos corro alrededor de la mesa, que me recuerdo que don Senén le advirtió: «No juegues con esas cosas, Paulino, no tientes a Dios». Pero el Paulino estaba ciego, oiga, volvió otra carta y el cinco de oros. Contó con los dedos y dijo: «Mayo», miró al corro y dijo: «Un seis de mayo. Ahora vamos a ver qué año», que don Senén le advirtió: «No sigas, Paulino, no tientes a Dios». Pero el Paulino cuando la cogía, la cogía modorra, oiga, que era muy testarrón el Paulino. Así que sacó otra carta, y el seis de copas, y, antes de que don Senén pudiera evitarlo, mostró otra y era el cuatro de oros. «¡El 64! —voceó—: ¡Yo me voy a morir el seis de mayo de 1964!» Que el Bernardo, que era muy llevacontrarias el hombre, le dijo: «Te juego un billete a que no». Y el Paulino: «Va». Que, entonces, tercié yo y le dije al Bernardo: «¿Y cómo le vas a pagar el billete si las dobla?». Y el Bernardo se rascó la cabeza y dijo: «Pago la caja, las copas y el funeral, ¿vale?». «Hecho», dijo el Paulino. Y, en éstas, don Senén se marchó de la cantina y le dijo al Paulino: «Los demonios te están inspirando ese juego, yo no quiero ser testigo».

Laly, Víctor y Rafa miraban al señor Cayo sin pestañear. A Rafa se le consumía el cigarrillo entre los labios inútilmente. Al concluir de hablar aquél, se lo quitó de la boca para decir:

—No me joda, señor Cayo, no me vaya a salir ahora con que el Paulino se murió ese día. Se está usted quedando con nosotros.

El señor Cayo volvió a adelantar la mano:

—Aguarde —dijo—. Tal día como el cinco de mayo del sesenta y cuatro, o sea, la víspera, el Bernardo, que se gastaba muy mala leche, dijo a la hora de la partida: «Mañana le toca morirse a ése, ¿os recordáis?», que entonces, todos, «Es cierto». Y el Paulino, que estaba ese día más bueno que Dios, nos miró uno por uno con unos ojos que echaban chispas, oiga, no vean qué ojos, y dijo: «Así es, mañana las doblo. Y no te olvides de pagar la caja, las copas y el funeral», que lo dijo de tales formas, oiga, que todos nos quedamos mohínos, como acobardados, pero amaneció el día siguiente y el Paulino seguía tan terne, así que pensamos, una broma, echamos la partida como si tal y al marchar dijo: «Que lo paséis bien». Sólo eso dijo, pero a la mañana, cuando salió don Senén a tocar la misa, le encontramos colgado de la galería de su casa, con el traje de fiesta y la gorra puesta, ¿qué les parece?

—¡Increíble! —exclamó Rafa.

El señor Cayo asintió repetidamente con la cabeza:

—Era muy testarrón el Paulino, pero que muy testarrón, ustedes no le han conocido —dijo.

—¿Y le pagó la caja el Bernardo?

—A ver, sí señor, la caja, las copas y el funeral, tal como había prometido.

Las chovas, al recogerse, armaban una inextricable algarabía arriba, en los tolmos. También los vencejos planeaban ahora chirriando agudamente entre las hayas, rasando los viejos tejados. En la esquina de la iglesia, un gorrión se bañaba en el polvo, bajo el alero, ahuecando las plumas. Dijo Víctor, de pronto:

—¿Y le negó el cura tierra sagrada por suicida?

El señor Cayo parpadeó:

—De primeras, así fue, sí señor. Pero de que don Senén consultó a la capital, le dijeron que nones, que eso era lo antiguo, pero que ahora se tenía entendido que el que se quitaba la vida tenía la cabeza trastocada. O sea, le dieron tierra en el camposanto como es de ley.

Se abrió un profundo silencio. Al cabo de unos segundos, el señor Cayo añadió, como respondiendo a un oculto proceso mental:

—A la Casi, la hija del Paulino, la despatarró un enfermero del hospital, cuando la guerra. La dejó colgada con una barriga y el hombre no lo olvidó nunca.

Las chovas, cada vez más inquietas, graznaban desde las concavidades y cornisas de los farallones. Sobre los tolmos planeaba ahora, describiendo círculos incesantes, una baribañuela. Dijo Víctor, de pronto:

—Vamos a la ermita, ¿le parece? Se nos va a ir la luz.

El señor Cayo pareció volver de otro mundo:

—Es cierto —dijo—, lo había olvidado.

Se dirigió hacia una trocha bajo las hayas, en la trasera del templo, pero en el momento de iniciar la subida sonó la llamada doméstica, casi humana, del cuco por encima de su cabeza. El señor Cayo se volvió hacia ellos, una sonrisa maliciosa en sus labios:

—¿Le sintieron cómo reclama?

—¿Quién reclama?

—El cuclillo, ¿no le sintió?

Bajó la voz para añadir en tono confidencial:

—Es pájaro de mala ralea ése.

El cuco repitió la llamada —cu-cú— mientras Laly trataba inútilmente de localizarlo entre la fronda de las hayas.

Preguntó:

—¿Y por qué es pájaro de mala ralea el cuco?

Las pupilas del señor Cayo se avivaron:

—¿Ése? Ese pone los huevos en nido ajeno, donde los pájaros más chicos que él, para que le saquen los pollos adelante.

Víctor rió:

—Como algunos hombres.

—Eso.

—Los amos y los jefes.

—Eso.

La mirada fluctuante del señor Cayo quedó prendida de repente de las barbas oscuras, severas, de Víctor. Dudó un momento. Apuntó, al fin, tímidamente:

—Pero usted es jefe, ¿no?

—¿Yo? De ninguna manera, señor Cayo.

—Pero va para jefe, ¿no?

Víctor se turbó:

—No... no es exactamente eso.

Laly le miraba divertida. Añadió Víctor:

—En realidad yo voy para diputado.

El señor Cayo se rascó el cogote:

—Y ésos, ¿no son jefes?

Víctor bajó la voz, como si intentara hurtar sus palabras a los oídos de sus compañeros. Dijo:

—En cierto modo, entiéndame, un diputado es un hombre elegido por el pueblo para representar al pueblo.

—Ya —dijo el señor Cayo.

Rafa rió burlonamente:

—No has estado como muy convincente, macho —dijo.

Víctor levantó los hombros:

—¿Qué hubieras dicho tú?

—Yo paso de eso —respondió Rafa sin cesar de reír.

Terció el señor Cayo desde el arranque de la trocha:

—¿Quieren ustedes ver la ermita o no?

—Claro, la ermita —dijo Víctor.

Subieron en fila india por el sendero, entre los brezos florecidos. El señor Cayo trepaba ligero, sin esfuerzo aparente, flexionando la cintura, la cabeza entre los hombros. Rafa lo hacía penosamente, en último lugar, aferrándose a cada paso los muslos con las manos, como si quisiera apuntalarlos. En el tozal, sobre el precipicio, se alzaba la tapia del pequeño camposanto, de la que sobresalían cuatro negros y esbeltos cipreses, y, contigua, en la explanada, estaba la ermita. Víctor se aproximó a ella pausadamente, como deslumbrado:

—Coño, coño, coño... —murmuró.

—Románico —dijo Laly, tras él.

—O pre —sugirió Víctor.

El señor Cayo se llegó a ellos. Dijo con orgullo:

—Ahí donde la ven, mil años tiene esta ermita.

—O quizá más —dijo Víctor.

Dio media vuelta el señor Cayo y oteó el cielo, hacia el oeste, un negro nubarrón asentado sobre las lejanas cumbres nevadas:

—Apuren —dijo—. Miren la que se está preparando.

Laly y Víctor contemplaban arrobados la portada, el juego caprichoso de las grecas de las arquivoltas sostenidas por unas ligeras columnas de capiteles primorosamente trabajados. Víctor señaló con el índice el Pantocrátor, sobre el dintel:

—¿Te fijas?

—Ya —dijo Laly.

Él se aproximó al pórtico y observó atentamente la larga serie de relieves bíblicos de las arquivoltas:

—Atiende —dijo—: Mira qué Degollación.

A Laly se le iluminaron los ojos:

—Es la repera —dijo reverentemente.

—¡Coño, qué sentido de la composición tenían los tíos!

El señor Cayo, inmóvil tras ellos, seguía escrutando el horizonte, de donde llegó ahora un ligero, sordo retumbo, apenas audible:

—Ya está rutando la nube —dijo.

—Y eso, ¿qué quiere decir? —preguntó Rafa.

—Agua —dijo lacónicamente el señor Cayo.

A Rafa le entró el apremio. Se adelantó hasta Laly y Víctor:

—¿Oís? Va a llover.

Pero no le oían. Rafa agarró por un brazo a Laly y la zarandeó:

—¡Joder, estás alucinada, tía! ¿Tanto te gustan las piedras?

—Todo —dijo Laly.

—Pues abrevia, coño, va a caer agua a punta de pala.

Víctor forcejeó con el portón en vano. Alzó la voz:

—¿Tiene usted la llave, señor Cayo?

—Natural —se acercó a la puerta—: Aquí no hay más portero que yo.

La ermita, apenas iluminada por dos sórdidas rendijas en los costados, producía una impresión de frío y humedad. Laly y Víctor avanzaban despacio por el pasillo central, entre los escañiles negros, desvencijados. Cada poco tiempo se detenían y miraban fascinados a lo alto, al frente, a los costados. Ante el ábside, Víctor levantó la cabeza:

—Arquerías ciegas —dijo—: Me lo imaginaba.

Laly asintió, contemplaba las aristas de la bóveda cuando les alcanzó la voz perentoria, impaciente, de Rafa, desde la puerta:

—No seáis coñazos, joder. Está tronando ya.

Regresaron sobre sus pasos sin apresurarse y ante la portada se detuvieron de nuevo. Laly miró a lo alto, a los canecillos del tejado:

—Mira, el tercero de la izquierda —dijo—: están en plena cópula.

—Bueno —dijo Víctor señalando con el mentón el cementerio—: Eros y Tánatos. Eso es frecuente en la época.

De súbito vibró un relámpago en el aire y, casi simultáneamente, tableteó el trueno sobre ellos y comenzaron a caer las primeras gotas, unas gotas espaciadas pero gruesas, prietas, que reventaban sordamente contra el suelo:

—Vámonos, tú —dijo Laly.

Oscurecía. La luz era tan difusa que, por un momento, pareció que iba a hacerse de noche. Antes de llegar a la cambera, la lluvia se formalizó. Rafa les precedía a buen paso y, al alcanzar la revuelta, voló alborotadamente un pájaro negro entre el follaje de un avellano. Rafa dio un respingo:

—¡Joder, me ha asustado la chova esa de los cojones! —dijo.

El señor Cayo, tras él, sentenció circunspecto:

—No era una chova, eso; era un mirlo.

La lluvia arreciaba y, progresiva, insensiblemente, se convirtió en un violento aguacero, mezclado con granizos. El grupo descendía apresuradamente por la cambera, mientras el cielo se rasgaba a intervalos en relámpagos vivísimos y los truenos rebotaban ensordecedoramente contra las anfractuosidades de los cantiles. El señor Cayo se ajustó la boina, ocultó las manos en los bolsillos de los pantalones, apresuró el paso y dijo:

—Me parece que nos vamos a mojar.

VIII

La viga, ennegrecida por el humo, delimitaba el hogar y, sobre ella, se veían cazos de cobre, jarras, candiles y una negra chocolatera de hierro con mango de madera. Tras la viga se abría la gran campana de la cocina y, flanqueándola, un arca de nogal y un escañil con las patas aserradas. El fuego, que acababa de encender el señor Cayo, crepitaba sobre el hogar de piedra, revestido de mosaicos con figuras azules desdibujadas por el tiempo. Del lar colgaba el perol ahumado y, al fondo, empotrado en el muro, el trashoguero de hierro con un relieve indescifrable. De la gran viga, sujetos por los candiles y la chocolatera, pendían la camisa y la cazadora de Víctor y el jersey de Rafa, puestos a secar. En las poyatas, a los lados de la chimenea, se apilaban cazuelas, sartenes, pucheros, platos y, colgados de alcayatas, cacillos, espumaderas y un gran tenedor de latón. Sobre la cabeza de Víctor, sentado en el escañil, sujeta al muro por una taravilla, estaba una perezosa que medio ocultaba un calendario policromo.

Laly deambulaba de un lado para otro, curioseando, por el pequeño tabuco. Frente al lar, el señor Cayo hurgaba en una alacena y Rafa, que había permanecido unos minutos inmóvil, sentado en el arcón de nogal, acodado en los muslos, se incorporó de improviso y se sacó el niqui por la cabeza, dejando al descubierto un torso enteco y pálido:

—Esto está también calado —dijo.

Víctor sonrió indulgentemente, contemplándolo:

—Pareces un Tarzán.

Rafa sujetó la manga del niqui con un almirez de la poyata. Miró a Víctor, su ancho pecho velludo y musculado, con cierta inquina. Dijo:

—Pues lo que tengo más desarrollado no se me ve.

Laly, que curioseaba unas fotografías que había sobre una cómoda, dijo sin mirarle:

—Ya salió el macho ibérico.

El señor Cayo se acercó a Víctor. Sostenía en las manos una camisa blanca cuidadosamente planchada y, en el antebrazo, un traje negro que olía a naftalina:

—¿Por qué no se pone esto? —dijo—. Las mojaduras de nublado son malas.

—Deje —dijo Víctor.

El señor Cayo miró a Rafa:

—Gracias —dijo éste—, yo todavía soy joven.

El señor Cayo hizo un gesto de resignación y colocó las ropas en el respaldo de un taburete. En ese momento, Laly se dirigió a él con una fotografía en la mano:

—¿Es usted? —preguntó.

—Yo soy, qué hacer. Es de cuando la boda.

Laly aproximó la fotografía a los ojos:

—Su mujer era muy guapa —dijo.

Tendió la fotografía a Víctor y se sentó junto a él en el escañil. El señor Cayo se apoyó en la viga, sosteniendo el peso del cuerpo en su mano poderosa. Aclaró la voz, tal vez empañada por el recuerdo, mediante un carraspeo:

—En realidad —dijo—, no es porque yo lo diga, pero no había en el pueblo una cara más bonita. Y las hermanas, tal cual. Pero, lo que son las cosas, ninguna de las tres hablaba —se cogió con dos dedos la garganta a modo de explicación y, tras una pausa, añadió—: Claro que para lo que hay que hablar con una mujer.

Rafa miró a Laly, Laly miró a Víctor y Víctor sonrió. La sonrisa de Víctor pareció estimular al señor Cayo:

—El Bernardo decía que lo más práctico con una mujer era taparle la boca con la almohada.

Rió brevemente y añadió:

—Pero ya ven, ella se casó conmigo y también se casaron las hermanas, la una en Refico y en Quintana la otra. A ninguna le faltó proporción.

El señor Cayo se irguió de repente, como si recordara algo, y salió de la cocina ladeando la cabeza para no tropezar en el dintel. Apenas desapareció, dijo Rafa indicando la puerta con el pulgar:

—Laly, amor, ¿por qué no le hablas a la muda de la emancipación de la mujer?

Laly se agachó, furiosa, sobre el hogar, cogió un leño a medio quemar y se lo arrojó a Rafa a la cabeza:

—¡Vete a la mierda, maricón! —dijo.

Rafa lo esquivó sin cesar de reír:

—Tampoco es eso, coño. No vamos a hacer la guerra por tan poco, tía.

Regresó el señor Cayo con su mujer. Ella traía un plato de barro con rajas de chorizo y trozos de queso y, en la otra mano, apretadas contra el pecho, media docena de rosquillas de palo. El señor Cayo llevaba una jarra de vino que depositó en la mesa antes de soltar la taravilla y bajar la perezosa, que calzó, entre Laly y Víctor. Laly le miraba hacer, sorprendida:

—¡Qué mesa tan divertida! —exclamó—: ¿De dónde la ha sacado usted?

—¿Esto? —replicó el señor Cayo—: La perezosa. Va agarrada al muro para que no estorbe, por eso no la ha visto usted. Así se puede comer al abrigo de la lumbre sin necesidad de levantarse.

Trasladó a la perezosa los platos y la jarra, vertió vino en las tazas y se lo ofreció. Víctor cogió un pedazo de queso y bebió un trago de vino. Dijo luego:

—Apuesto a que este queso lo ha hecho usted.

—Natural, ahí tiene el entremijo —señalaba una mesita, en el rincón, junto a la cómoda.

—Y el chorizo, también.

—A ver, ya ve. ¿Qué misterio tiene eso? Y los roscos, ella.

La vieja, que se había sentado en una sillita de paja, un poco apartada, orilla de la alacena, los observaba, inmóvil, con sus ojillos afilados, cercados de patas de gallo. Aclaró el viejo:

—Los roscos son de la fiesta del domingo.

—¿Hicieron fiesta?

—La Octava, de siempre, desde chiquito la recuerdo.

—Octava, ¿de qué?

—De Pentecostés, claro. O sea, por mayor, bajamos todos a Refico en carros o en borricos, donde se tercie. Y a la puerta de la iglesia se subastan los roscos y los mojicones. Y lo que se saca para la Virgen. No crea que tiene más ciencia.

Hizo un alto el señor Cayo, que se había sentado en un tajuelo, cerrando el corro, y se quedó mirando fijamente para las llamas. Al cabo de una larga pausa, añadió:

—De regreso de una de estas romerías, el año que llevé el pendón, o sea, el veintitrés, que ya ha llovido, nos comprometimos. Yo la aupé a ella al borrico y la dije: «Sube». Y ya se sabía, que así era la costumbre, si ella subía era que sí y si ella no subía era que no. Pero ella subió y para diciembre nos casamos.

—Estaba por usted, vamos —dijo Rafa, prendiendo un cigarrillo con una ascua de la chimenea.

—Mire.

Volvió a llenar las tazas el señor Cayo. Luego se levantó, salió y volvió con una brazada de leña que depositó sobre las brasas, en el hogar:

—¿Todavía tienen frío? —preguntó.

Víctor se palpó los bajos de los pantalones, que humeaban:

—Ya están casi secos —dijo.

La llama rompió ruidosamente entre los sarmientos. Rafa apartó la cara. Laly miró en derredor y dijo:

—¿No tienen ustedes televisión?

El señor Cayo, acuclillado en el tajuelo, la miró de abajo arriba:

—¿Televisión? ¿Para qué queremos nosotros televisión?

Laly trató de sonreír:

—¡Qué sé yo! ¡Para entretenerse un rato!

Dijo Rafa, después de mirar en torno:

—¿Y radio? ¿Tampoco tienen radio?

—Tampoco, no señor. ¿Para qué?

Rafa se alteró todo:

—¡Joder, para qué! Para saber en qué mundo viven.

Sonrió socarronamente el señor Cayo:

—¿Es que se piensa usted que el señor Cayo no sabe en qué mundo vive?

Víctor seguía el diálogo con interés. Intervino, conciliador:

—Entonces, señor Cayo, ¿pueden pasar meses sin que oiga usted una voz humana?

—¡Quia, no señor! Los días quince de cada mes baja Manolo.

—¿Qué Manolo?

—El de la Coca-Cola. Baja de Palacios a Refico, en Martos todavía hay cantina.

—¿Y entra en el pueblo?

—Entrar, no señor, bajo yo al cruce y echamos un párrafo.

Víctor se mordió el labio inferior. Dijo:

—Pero vamos a ver, usted, aquí, en invierno, a diario, ¿qué hace? ¿Lee?

—A mí no me da por ahí, no señor. Eso ella.

Rafa cogió el cabo de un palo sin quemar y lo colocó con las tenazas sobre las ascuas. Luego, sopló obstinadamente con el fuelle de cuero ennegrecido hasta que hizo saltar la llama. La vieja, junto a la alacena, ladeaba mecánicamente la cabeza, como para escuchar o para dormitar, pero en el instante de cerrársele los párpados, la enderezaba de golpe. Víctor bebió otra taza de vino y se la alargó, luego, al señor Cayo para que la llenara de nuevo. Añadió al cabo de un rato:

—Pero si usted no lee, ni oye la radio, ni ve la televisión, ¿qué hace aquí en invierno?

—Mire, labores no faltan.

Insistió Víctor:

—¿Y si se pone a nevar?

—Ya ve, miro caer la nieve.

—¿Y si se está quince días nevando?

—¡To, como si la echa un mes! Agarro una carga y me siento a aguardar a que escampe.

Víctor movió la cabeza de un lado a otro, desalentado. Laly tomó el relevo:

—Pero, mientras aguarda, algo pensará usted —dijo.

—¿Pensar? ¿Y qué quiere usted que piense?

—Qué sé yo, en el huerto, en las abejas... ¡Algo!

El señor Cayo se pasó su mano grande, áspera, por la frente. Dijo:

—Si es caso, de uvas a brevas, que si me da un mal me muero aquí como un perro.

—¿No tienen médico?

—Qué hacer, sí señora, en Refico.

Saltó Rafa:

—¡Joder, en Refico, a un paso! ¿Y si la cosa viene derecha?

El señor Cayo sonrió resignadamente:

—Si la cosa viene por derecho, mejor dar razón al cura —dijo.

A Rafa se le habían formado dos vivos rosetones en las mejillas que acentuaban su apariencia infantil. Hizo un cómico gesto de complicidad a Laly:

—Alucinante —dijo.

El señor Cayo aproximó un rosco a la muchacha:

—Pruebe, están buenos.

Laly partió un pedazo con dos dedos y lo llevó a la boca. Masticó con fruición, en silencio:

—Tienen gusto a anís —dijo.

La vieja asintió. Emitió unos sonidos guturales, acompañados de un desacompasado manoteo, y sus manos, arrugadas y pálidas, con la toquilla negra por fondo, eran como dos mariposas blancas persiguiéndose. Al fin, de una forma repentina, se posaron sobre el halda. El señor Cayo, que no perdía detalle, dijo cuando la mujer cesó en sus aspavientos:

—Ella dice que lo tienen. Y también huevos, harina, manteca y azúcar.

—Ya —dijo Laly.

Víctor volvió a la carga:

—Díganos, señor Cayo, ¿cómo baja usted a Refico?

—En la burra.

—¿Siempre bajó en la burra?

—No señor, hasta el cincuenta y tres, mientras hubo aquí personal, los martes bajaba una furgoneta de Palacios. Y, antes, hace qué sé yo los años, estuvo la posta —sonrió tenuemente—, donde Tirso cambiaba los caballos.

Víctor apartó los pies de la lumbre:

—Y ahora, ¿quién le trae el correo?

—¿Qué correo?

—Las cartas.

El hombre rompió a reír:

—¡Qué cosas! —dijo—. ¿Y quién cree usted que le va a escribir al señor Cayo?

—Los hijos, ¿no?

Hizo un ademán despectivo:

—Ésos no escriben —dijo—. Tienen coche.

—¿Y vienen a verle?

—Qué hacer. El mes que viene vendrá él, con los dos nietos, ¿se da cuenta? A ella no le pinta esto. Dice que qué va a hacer ella en un pueblo donde no se puede ni tomar el aperitivo, ya ve. ¡Cosas de la juventud!

Víctor y Rafa bebían sin cesar. Dijo Víctor:

—Este vino entra bien.

—Es de la tierra.

—¿De aquí?

—Como quien dice, de la parte de Palacios.

A Víctor le ganaba por momentos una locuacidad expansiva:

—Pero tal como se explica, señor Cayo, usted aquí ni pun. Así se hunda el mundo, usted ni se entera.

—¡To! ¿Y qué quiere que le haga yo si el mundo se hunde?

—Bueno, es una manera de decir.

Rafa se inclinó hacia el tajuelo. Tenía los ojos turbios. Dijo con voz vacilante, un poco empastada:

—Un ejemplo, señor Cayo, la noche que murió Franco usted dormiría tan tranquilo...

—Ande, ¿y por qué no?

—No se enteró de nada.

—Qué hacer si enterarme, Manolo me lo dijo.

—¡Jo, Manolo! ¿No dice usted que Manolo baja con la furgoneta a mediados de mes?

—Así es, sí señor, los días quince, salvo si cae en domingo.

—Pues usted me dirá, Franco murió el veinte de noviembre, de forma que se tiró usted cuatro semanas en la inopia.

—¿Y qué prisa corría?

—¡Joder, qué prisa corría!

Laly alzó su voz apaciguadora:

—¿Qué pensó usted, señor Cayo?

—Pensar, ¿de qué?

—De Franco, de que se hubiera muerto.

El señor Cayo dibujó con sus grandes manos un ademán ambiguo:

—Mire, para decir verdad, a mí ese señor me cogía un poco a trasmano.

—Pero la noticia era importante, ¿no? Nada menos que pasar de la dictadura a la democracia.

—Eso dicen en Refico.

—Y usted, ¿qué dice?

—Que bueno.

Laly lo miraba comprensiva, amistosamente. Añadió:

—De todos modos, al comunicárselo Manolo, algo pensaría usted.

—¿De lo de Franco?

—Claro.

—Mire, como pensar, que le habrían dado tierra. Ahí sí que somos todos iguales.

Rafa bebió otra taza de vino. Tenía las orejas y las mejillas congestionadas. Dijo excitado:

—Pues ahora tendrá usted que participar, señor Cayo, no queda otro remedio. ¿Ha oído el discurso del Rey? La soberanía ha vuelto al pueblo.

—Eso dicen.

—¿Va a votar el día quince?

—Mire, si no está malo el tiempo, lo mismo me llego a Refico con Manolo.

—¿Votan ustedes en Refico?

—De siempre, sí señor. Nosotros y todo el personal de la parte de aquí, de la montaña.

—¿Y ha pensado usted qué va a votar?

El señor Cayo introdujo un dedo bajo la boina y se rascó ásperamente la cabeza. Luego, se miró sus grandes manos, como extrañándolas. Murmuró al fin:

—Lo más seguro es que vote que sí, a ver, si todavía vamos a andar con rencores...

Rafa se echó a reír. Levantó la voz:

—Que eso era antes, joder, señor Cayo. Ésos eran los inventos de Franco, ahora es diferente, que no sabe usted ni de qué va la fiesta.

—Eso —dijo humildemente el señor Cayo.

La voz de Rafa se fue haciendo, progresivamente, más cálida, hasta alcanzar un tono mitinesco:

—Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir al proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil.

El señor Cayo le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada. Dijo tímidamente:

—Pero yo no soy pobre.

Rafa se desconcertó:

—¡Ah! —dijo—, entonces usted, ¿no necesita nada?

—¡Hombre!, como necesitar, mire, que pare de llover y apriete la calor.

Víctor se incorporó a medias, presionado su estómago por el tablero de la perezosa. Se dirigió a Rafa:

—No te enrolles, macho, déjalo ya.

Rafa se levantó a su vez:

—Ya lo oye, señor Cayo. Mi amigo quiere que me calle. Mi amigo es muy modesto y quiere que me calle, pero si yo he llegado hasta aquí no es para callar la boca.

Le subían y le bajaban los puntos sonrosados de las tetillas sobre su pecho escuálido, blanco, sin vello. Agregó:

—El país ahora es libre. Por primera vez en cuarenta años, vamos a hacer con él lo que nos parezca razonable, ¿entiende?, pero algo que funcione. Su mujer, usted, yo, todos vamos a decidir cómo queremos gobernarnos, si dejamos los resortes del poder en manos de los de siempre o se los entregamos al pueblo...

Víctor soslayó la perezosa y puso un pie en el hogar. Repitió:

—Déjalo, Rafa, coño, es suficiente.

Pero Rafa no le escuchaba. Metió la mano en el bolsillo posterior del pantalón y sacó media docena de candidaturas del Partido arrugadas, dobladas en las esquinas, las alisó burdamente con el dorso de la mano y se las entregó al señor Cayo:

—Vea —dijo—: Ahí van los nombres de mis amigos, éste es él y ésta es ella. Si usted cree que mis amigos son personas decentes, coge y los vota. Y si cree que son unos sinvergüenzas, las parte por la mitad y punto.

Sin darle tiempo a echarles una ojeada, Víctor arrebató las candidaturas de manos del señor Cayo:

—Tampoco es eso —dijo. Rasgó los papeles y los arrojó al fuego, unas soflamas mortecinas. En unos segundos, los impresos fueron arrugándose, asurándose, hasta que brotó la llama y los consumió—: Usted vote la opción o la persona que le merezca confianza, señor Cayo, ¿me comprende? Y si no hay ninguna que le merezca confianza, vote en blanco o no vote.

Laly se puso en pie también:

—Son las diez menos diez —dijo—. Es hora de marchar.

Las pupilas desguarnecidas del señor Cayo brincaban inquietas de uno a otro. Víctor descolgó la camisa de la viga y se embutió en ella. Rafa, a su vez, se vestía en su rincón. La vieja empezó a manotear y a emitir unos ronquidos inconexos. El señor Cayo la miraba atentamente. Al final se volvió a ellos:

—Dice —aclaró— que se lleven ustedes los roscos.

Laly puso una mano sobre el hombro de la mujer:

—Muchas gracias —dijo.

Víctor estrechaba efusivamente la mano del señor Cayo. Dijo éste:

—Deje, salgo con ustedes hasta el coche.

En la explanada, con los pájaros guarecidos, no se oía ahora más que el rumor cristalino del arroyo en la cascajera y el apagado retumbo de la cascada, abajo, en las Crines. Una brisa muy fina había barrido el nubazo que ahora relampagueaba vivo sobre las crestas de poniente. De súbito, sobre el murmullo del agua y el remoto fragor de la catarata, se alzó un ronroneo uniforme, mecánico. El señor Cayo ladeó la cabeza:

—¡Un coche! —dijo sorprendido.

Ante la lancha que franqueaba el riachuelo se detuvieron en silencio. El señor Cayo miraba fijamente la sombra oscura de la vaguada. Se pasó la lengua por los labios antes de hablar:

—Baja de Quintana —aclaró.

Durante largo rato permanecieron inmóviles, escuchando la intensidad intermitente del zumbido del motor, de acuerdo con la orientación de las curvas. De repente, el ronroneo acreció, como si el coche avanzara a una velocidad más corta. Dijo el señor Cayo:

—Ha cogido el camino. Viene al pueblo.

Rafa frunció el rostro, contrariado:

—¿Quién puede ser?

El señor Cayo rió sofocadamente:

—A saber —dijo—, lo cierto es que el señor Cayo nunca en la vida recibió tantas visitas.

IX

Desde la roca de las Crines, Rafa oteaba la curva baja de la vaguada, el rojo camino serpenteado junto al río, entre ringleras de manzanos abandonados, y, aunque el sol estaba vencido, hizo pantalla con su mano derecha y amusgó los ojos para concentrar su mirada. Dijo, de pronto:

—Un R-12 blanco.

—¿Quién puede ser? —se preguntó Víctor inquieto. Rafa se incorporó al grupo y los cuatro aguardaron expectantes a que el coche apareciera y, cuando lo hizo, fue aquél el único que reconoció al conductor:

—Mauricio —dijo a media voz—, la cagamos.

—¿Quién es Mauricio? —preguntó Víctor.

Rafa no respondió. El coche se detuvo junto al otro, en la desembocadura de la calleja. Tres jóvenes, dos delante y uno detrás, miraban a través de los cristales con retadora altanería. El primero en apearse, el conductor, apenas un muchacho, vestía un niqui verde y unos pantalones vaqueros. Se dirigió al señor Cayo sin saludar:

—Qué, ya le habrán liado éstos, ¿verdad? —sonrió. Se volvió hacia Rafa, que era el más próximo, y agregó sin cesar de sonreír—: ¿Qué hacéis aquí? En la plaza de Quintanabad tenéis gente a manta. Hace más de dos horas que os esperan.

Rafa hizo ademán de chuparse el dedo:

—¿Y qué más? —dijo.

—¿Es que no te lo crees?

—Sí, hombre, con banderas y estandartes. Y la charanga estará recorriendo las calles, entonando alegres pasacalles, ¡no te jode!

Los otros dos jóvenes bajaron del coche. Uno de ellos, bajo, fornido, con el pelo a cepillo, iba envuelto en un chubasquero amarillo tan holgado que apenas dejaba asomar por las bocamangas las yemas de sus dedos. El otro era alto, descarnado, con un mentón pugnaz y unos dedos largos, expeditivos. Sin mediar palabra, automáticamente, como cumpliendo un rito, lanzó al aire dos puñados de octavillas de colores. Los impresos revolaron unos momentos y cayeron al suelo o al arroyo blandamente sin que nadie se tomara la molestia de mirarlos. El muchacho del niqui verde se encaró de nuevo con el señor Cayo:

—¿El alcalde? —preguntó.

—Yo soy el alcalde —dijo el señor Cayo golpeándose el pecho con los cinco dedos apiñados.

—Dígame. ¿Dónde podríamos reunir a los vecinos? Es cosa de un momento.

El señor Cayo meneó la cabeza ladinamente:

—¡Huy! —dijo—. Para eso tendría que llegarse a Bilbao.

—¿Tan lejos?

—¡Qué remedio!

Víctor se adelantó hasta el señor Cayo y le tendió la mano:

—Bueno, señor Cayo, se nos hace tarde. Nosotros nos vamos.

El muchacho del niqui verde se interpuso:

—No se fíe de éstos —dijo—. Vienen a quitarle sus tierras.

La frente del señor Cayo se llenó de pliegues horizontales:

—Por eso no —dijo—. Tierra hay aquí para todos. ¿Ha visto cómo están los bajos? Pues el páramo, tal cual. Doce años que no se mete el arado allí.

El muchacho del niqui verde siguió con la suya la mirada del viejo hasta los huertos cubiertos de mala hierba, erizados de caducos manzanos. Dijo con convicción:

—Confíe en nosotros. Arreglaremos esto.

El señor Cayo advirtió:

—Roto no está.

El muchacho del niqui verde se dirigió al del chubasquero amarillo:

—¿Le oyes, Goyo? Es un quedón, el tío.

Intervino Laly:

—Nosotros nos vamos.

El muchacho del niqui verde se impacientó:

—¡Coño, niña, que no mordemos!

Se cruzó de brazos ostentosamente y alzó la cabeza hacia el señor Cayo:

—Éstos le han malmetido, ¿verdad, tío?

Intervino Rafa, conciliador:

—Mira, Mauricio, tengamos la fiesta en paz.

—¡Paz! —dijo Mauricio con guasa—. ¿Oíste, Goyo? También le han hablado de paz al viejo. Eso queda siempre de lo más fardón.

Se encaró con el señor Cayo:

—Le han hablado de paz, tío, ¿no es cierto?

Víctor se colocó entre los dos. Le dijo a Mauricio:

—¿Por qué no dejas tranquilo a este hombre?

—¿Tranquilo? ¡Joder, tranquilo! Eso quisieras tú. Pero el país, este pueblo, este tío, son de todos. Eso es la democracia, ¿o no?

Víctor asintió:

—De acuerdo —dijo—. No me molesta que le hables, me molesta que lo hagas en ese tono.

Mauricio se dirigió de nuevo al del chubasquero amarillo:

—¿Oíste, Goyo? Al candidato le desagradan nuestros modales, va por el voto del viejo —se encaró con Víctor y su voz fue subiendo de tono—. Pero para conseguir el voto del viejo debes decirle toda la verdad. O sea, que al día siguiente de ganar las elecciones le prenderéis fuego a la iglesia del pueblo y le pegaréis cuatro tiros junto a la tapia del cementerio. Eso es lo primero que debes decirle al viejo.

Se agachó, tomó una de las octavillas que acababa de arrojar su compañero y la puso entre las manos pasivas del señor Cayo:

—Mire, tío —añadió—, si quiere usted orden y justicia, vote a esta candidatura.

El señor Cayo lanzó una ojeada convencional al papel arrugado y, al cabo, posó sus ojos mansos, desguarnecidos, en Mauricio y esbozó una sonrisa:

—¿Orden dice? Eso aquí de más. Ya ve.

Goyo adelantó un paso hacia él y Mauricio le sujetó por un brazo. Víctor observaba sin dejarlo las largas mangas del chubasquero amarillo. Dijo Mauricio:

—¿Oíste? Lo han trabajado a fondo, le han lavado el cerebro, me está encabronando el tío —bajó la cabeza y, de pronto, como si renunciase a algo, cambió de tono y le dijo al muchacho alto que permanecía impasible, recostado en la portezuela del coche—: Tú, Pepe, pega por ahí cuatro pasquines y vámonos. Ya son más de las diez y aquí no hay nada que hacer.

El muchacho alto se dirigió a la parte trasera del automóvil, abrió la maleta y sacó de ella un rollo de papel, un bidón de cola y una bruza. Mauricio le quitó el impreso de las manos al señor Cayo, lo hizo un gurruño y se lo puso en la boca, entre los labios, como un puro. Rió:

—Te guste o no te guste, tío, esto te lo tendrás que tragar.

Víctor le asió por la muñeca:

—¿No crees que te estás pasando?

El chico alto y desgarbado engomaba el cartel y cuando concluyó se encaminó al muro ciego del pajar y lo superpuso a la imagen sonriente del líder. Víctor soltó la muñeca de Mauricio y avanzó hacia él:

—Ahí, no —dijo—. ¿No tienes el pueblo entero para pegar tus carteles?

Agarró el pasquín de una punta y lo arrancó. El muchacho alto se volvió a Víctor con el otro engomado y se lo restregó repetidamente por la cara al tiempo que le propinaba un rodillazo en los testículos. Todo fue como un relámpago. En la mano, casi invisible, de Goyo, apareció una cadena, la levantó y fustigó por dos veces, duramente, el cuerpo caído de Víctor. Simultáneamente, Mauricio saltó al volante, conectó el motor y abrió las portezuelas del coche. Goyo se acomodó a su lado y el muchacho alto en el asiento posterior:

—¡Venga, tira! —dijo éste.

El automóvil reculó unos metros y embocó, petardeando, la calleja. Laly y Rafa se acuclillaron junto a Víctor, que se retorcía en el suelo:

—Cabrones —dijo Rafa entre dientes—. ¿Te han hecho daño?

Le empujó por los hombros, pretendiendo incorporarlo:

—Déjame —dijo Víctor.

Le temblaban las manos, y los muslos se plegaban sobre el bajo vientre, como protegiéndolo. Su rostro estaba lívido, con pegotes de engrudo en el pelo, la barba y las mejillas. Laly intentó desabotonarle la camisa:

—Deja —repitió Víctor—. Eso no importa.

El señor Cayo, de pie, inmóvil como una estatua, contemplaba la escena. Víctor se retorcía, apretando los labios y, al ver que Rafa trataba nuevamente de incorporarlo, dijo:

—No me toques, por favor.

Rafa se irguió, las manos en los riñones. Le preguntó a Laly:

—¿De dónde salieron ésos?

—Vete a saber, tuvieron la misma idea que nosotros.

Paulatinamente, Víctor se relajaba, aunque, de cuando en cuando, fruncía el rostro en un gesto de dolor. Agregó Rafa, quien, tras la agresión, se había convertido en un niño desvalido y perplejo:

—Mauricio y los suyos son una pandilla de matones.

Desde la nogala negra, les alcanzó el quiú-quiú lastimero del cárabo y, como si aquello fuera una señal, Laly consultó el reloj y dijo:

—Vamos a acomodarlo atrás. Dani estará impaciente.

—Vale —dijo Rafa.

Se dirigió hacia Víctor:

—Un momento —dijo Laly.

Se aproximó al riachuelo y mojó un pañuelo de papel. Luego, se llegó a Víctor y le lavó las pellas de engrudo de la cara y le pasó un pequeño peine de bolsillo por el pelo y las barbas:

—Cuando quieras —dijo.

Rafa tomó a Víctor bajo las axilas y le ayudó a incorporarse, mientras Laly sostenía abierta la portezuela del coche. Víctor se introdujo en él y se tumbó de costado, hecho un ovillo, en el asiento trasero. El señor Cayo le miraba a través del cristal y Víctor trató de sonreírle pero en su boca se dibujó una mueca indescifrable.

—Volveré a verle —dijo.

El señor Cayo asintió. Laly se acomodó al volante, en silencio, y se abrochó el cinturón. Rafa, fumando, se sentó sumisamente a su lado. Giró el cuello:

—¿Qué tal, tío?

—Ya va mejor.

El señor Cayo metió la cabeza por la ventanilla abierta de Laly:

—Vaya despacio —dijo—, la carretera esta es muy traicionera.

Laly arrancó y agitó por tres veces la mano fuera de la ventanilla. El señor Cayo iba quedando atrás, solo en la explanada, junto al riachuelo que rebrillaba a la mortecina luz crepuscular. Atravesaron el pueblo sin cambiar palabra y, una vez en el camino, Rafa aplastó el cigarrillo en el cenicero lleno de colillas, se abrochó el cinturón y dijo:

—Vaya numerito que nos han montado los pijos esos.

Laly miraba fijamente más allá del parabrisas, procurando sortear los baches y las piedras del camino. A la derecha, en lo más profundo del tajo, corría el río y, a su izquierda, sobre los bancales de manzanos, formando un semicírculo, se alzaban las siluetas dentadas, abrumadoras, de las rocas erosionadas, resaltando sobre el cielo rojizo del crepúsculo. Al llegar al cruce, Laly se distendió. Dijo sin mover la cabeza, los ojos en el espejo retrovisor:

—¿Duele?

—Ya se va pasando, no te preocupes.

El coche ascendía penosamente un repecho en tercera velocidad y, al afrontar una curva cerrada, Laly metió la segunda y dio la luz de cruce. Un conejo atravesó fugazmente la carretera. Rafa cogió mecánicamente una cinta y la introdujo en la ranura del magnetófono. Dijo burlonamente mientras encendía otro cigarrillo:

Hotel California, de Eagles. Se la dedico a mi jefe, Dani, que me estará escuchando.

Sonó estridente la orquesta.

—¿Por qué no pruebas de ponerlo más bajo? —preguntó Laly—. Marea.

Rafa lo desconectó:

—Tranquila —dijo.

Volvió el silencio. Laly tomaba las curvas sin frenar, ciñéndose al monte, con resolución. Rafa entrecerró los ojos para chupar del cigarrillo. Dijo luego, expulsando el humo voluptuosamente:

—Mauricio está encabronado. Sabe que el día quince no tiene nada que hacer y está encabronado.

Nadie le respondió. La noche les iba envolviendo y Rafa se dobló por la cintura para mirar a Víctor de frente:

—¿Cómo vamos, macho?

Repentinamente rompió a reír:

—¡Joder! —añadió—. Tienes unos ojos como si acabara de aparecérsete el apóstol Santiago.

La voz de Víctor sonó apagada pero firme:

—Ese tío, coño, es como Dios, de la nada saca cosas.

—¿El señor Cayo? —preguntó Laly.

—Claro.

Rafa volvió a reír:

—Estás traumatizado, macho. No es para tanto, joder. ¿Es que es la primera vez que ves a un paleto de cerca?

—Sí —reconoció Víctor—. La primera.

Rafa accionó cómicamente con las manos:

—Es que los tíos de Madrid sois la pera. Os creéis que Madrid es el ombligo del mundo, joder, y estáis pero que muy equivocados. Hay que asomarse a los pueblos, macho. Ahí, ahí es donde está la verdad de la vida —añadió con sorna.

Víctor se incorporó:

—No te lo tomes a cachondeo —dijo.

El cono de luz de los faros enfocó, entre la fronda, las primeras casas derrumbadas de una aldea sin vida:

—Quintanabad —dijo Laly.

Víctor inspiró por la nariz con precaución, pero cada vez con mayor profundidad, lentamente, la mano derecha en el pecho, como si esperase la aparición de un dolor. Al no producirse éste, repitió la operación otras dos veces, más relajado. Miró por la ventanilla, a la última luz, los tejados vencidos, los pajares desventrados, la yedra agrietando los muros, las pilas de piedras en las callejas enlodadas:

—No hay derecho —murmuró. Y recostó la nuca en el respaldo del asiento.

—¿A qué no hay derecho, macho?

—A esto —dijo Víctor, apuntando a los últimos edificios del pueblo—. A que hayamos dejado morir una cultura sin mover un dedo.

Rafa volvió la cabeza y le miró con unos ojos redondos, como platos.

—Tampoco es eso, joder, no te pases. El señor Cayo será un casta y todo lo que tú quieras, pero no es Einstein.

Víctor recostó de nuevo la nuca en el borde del respaldo. Habló monótonamente, sin inflexiones, sin pretender encontrar interlocutor:

—Yo veo una cosa aleteando en el cielo y sé que es un pájaro. Veo una cosa verde agarrada a la tierra y sé que es un árbol. Pero no me preguntéis sus nombres —bajó la cabeza de golpe y ocultó el rostro entre las manos—: Yo no sé una puñetera palabra de nada.

Rafa miró el perfil de Laly como buscando apoyo y dijo:

—Ni falta que te hace, macho.

Víctor adelantó el busto:

—¿Cómo que no me hace falta?

—¿Para qué?

—Eso es la cultura, ¿no?

Rafa rompió a reír:

—No digas chorradas —dijo—, eso es el escenario, pura exterioridad que diría el maestro —puso la yema del dedo índice en medio de la frente y añadió—: La cultura va aquí dentro.

Víctor balbució:

—La vida es la cultura.

La carretera, angosta y agujereada, llaneaba ahora sobre el teso y, por los costados, en las tinieblas, desfilaban las sombras difusas, amedrentadoras, de los robles. De pronto, al iniciar el descenso, brillaron tres lucecitas abajo, en el valle.

—Martos —anunció Laly—. El próximo, Palacios de Silos, allí empalmaremos con la general.

Víctor aproximó sus labios a la nuca de Laly:

—El señor Cayo dijo que en Martos había cantina. ¿Por qué no paras un momento? Necesito un trago.

Laly arrugó la frente. Consultó el reloj luminoso del salpicadero

—Son más de las once —dijo—. A Dani no le va a gustar este retraso.

—¿No puedes dejar de pensar en Dani siquiera cinco minutos?

—Como quieras.

Levantó el pie del acelerador al adentrarse en el pueblo, entre las casas dormidas, y en una esquina, bajo una lámpara mortecina sin protección, detuvo el automóvil. Por la puerta entreabierta de la casa inmediata se divisaba un elemental mostrador y cuatro estanterías abarrotadas de botellines y latas de conservas:

—¡Coño, a la primera, eres la leche! —dijo Rafa apeándose.

La cantina estaba vacía, tan sólo una mujer enjuta, renegrida, de media edad, de ojos inexpresivos y boca hermética, enjuagaba unos vasos en una fregadera de cinc. Los miró recelosa, sin decir palabra:

—Un Veterano —dijo Víctor.

Rafa se acodó en el mostrador:

—Que sean dos.

La mujer les sirvió lentamente, en silencio, como con desgana. Rafa la señaló con el pulgar, por detrás del mostrador:

—¿Te fijas? Parece de piedra.

Ambos bebieron y tendieron de nuevo los vasos vacíos hacia la mujer. Laly, impaciente, preguntó:

—¿Qué kilómetros hay a Palacios?

Los labios de aquélla apenas se movieron:

—Nueve —dijo.

Rafa reía bobamente a la nada y, por cuarta vez en cinco minutos, tendió su vaso a la mujer. Laly se encaró resueltamente con él:

—¿Qué os proponéis? Porque os advierto que a mí el coñazo no me lo dais.

Víctor puso delicadamente su mano sobre el antebrazo de Laly:

—Tr... tranquila —dijo—. El señor Cayo nunca tiene prisa —levantó su vaso—. ¡Por el señor Cayo!

—¡Por el señor Cayo, macho! —respondió Rafa con entusiasmo.

Bebieron. La mujer les servía sumisamente. Víctor, después de observarla, aproximó los labios al oído de Rafa y le dijo a media voz:

—El viejo Juan Jacobo tenía razón.

Rafa levantó los brazos eufóricos para abrazarle, pero sus ojos toparon con la figura muda de la mujer y quedó inmóvil, paralizado, a medio camino. Dijo decepcionado:

—Son como muertos vivos, coño, ¿te das cuenta?

Víctor apuró el vaso, lo levantó vacío y dijo en tono grandilocuente:

—Yo vengo a hablar por vuestras bocas muertas.

Rafa exultó:

—Eso —voceó—: Neruda. ¡No nos moverán!

Pasó el brazo sobre los hombros de Víctor y éste sobre los suyos, trenzándolos por detrás de las cabezas. Se recostaban uno contra el otro, como una yunta, y sin haberse puesto de acuerdo, ambos empezaron a cantar estentóreamente en el silencio de la noche:

No, no, no nos moverán
no, no, no nos moverán
igual que el pino junto a la ribera
no nos moverán.

Al concluir, se desuncieron y se miraron el uno al otro, como dos desconocidos, y Rafa vio un rebrillo en los ojos de Víctor y rió en corto y dijo:

—No irás a llorar ahora, ¿verdad, Diputado?

Víctor dio un paso atrás, trastabilleó y se pasó dos dedos por los vértices de los ojos. Parecía ensimismado:

—Los años de lucha... la Universidad —dijo.

Presentó su vaso vacío a la tabernera. Ésta apuró la botella y salió a la trastienda en busca de otra. A Laly le había nacido de nuevo en la frente la vena del mitin. Se enfrentó con ellos, zamarreó a Rafa; dijo furiosa:

—¿A qué viene esto? —fulminó a Víctor con la mirada y añadió con desprecio—: ¿Y eres tú el tipo que pretende representar a la provincia dentro de dos semanas? ¡Un diputado de libro! ¿Por qué no tratas de guardar las formas al menos por el Partido?

Regresó la mujer desempolvando la botella con un trapo. Rafa se encaminó hacia ella pero trompicó en una banqueta caída y se sujetó torpemente a los hombros de Laly y, al ver tan próximo el rostro de la muchacha, olvidó su propósito, se inclinó hacia ella y la besó ruidosa, teatralmente, en la mejilla:

—No te cabrees, Laly, amor —dijo.

Ella le apartó, tirando de sus cabellos, con una mueca de repugnancia:

—No te acerques a mí, cacho puto, ¿me oyes?

La mujer, indiferente, después de descorchar la botella, completó el vaso de Víctor, quien se bebió el contenido de un trago:

—Por el Partido —dijo al acabar de beber, en un gruñido casi ininteligible—. Yo le tengo ley al Partido, Laly, aunque tú pienses otra cosa.

La muchacha le volvió la espalda y puso sobre el mostrador un billete de quinientas pesetas.

—Cobre —le dijo a la mujer.

Recogió la vuelta y agregó dirigiéndose a la puerta:

—Yo me voy. Vosotros podéis hacer lo que os dé la gana.

Salió a la noche y Rafa, doblado por la cintura, la seguía como un perrillo faldero, babeando, y Víctor seguía a Rafa, mas, al llegar al banzo de la puerta, tropezó y cayó arrodillado en un charco, junto a la carretera, y Rafa, doblado por la cintura, reía espasmódicamente, hasta que Víctor levantó sus ojos graves hacia él, y Rafa cesó repentinamente de reír y preguntó:

—¿Qué pasa ahora, Diputado?

—Pasa —dijo Víctor con una expresión extrañamente reflexiva— que hemos ido a redimir al redentor.

Rafa estalló en una risotada estruendosa:

—¡Eso! —dijo—: Hemos ido a redimir al redentor —y, sin cesar de reír, como obedeciendo a una exigencia imperiosa, ladeó ligeramente el cuerpo y se puso a orinar.

Laly abrió las portezuelas del automóvil y cuando Víctor, tras dos tentativas fallidas, logró incorporarse, lo introdujo en él a empellones. Ella se acomodó al volante y se ajustó el cinturón:

—Nosotros nos vamos —le dijo a Rafa por la ventanilla.

Rafa se acercó balanceándose, subiéndose la cremallera de la bragueta, se sentó junto a Laly y volvió a reír, apagadamente ahora, mientras repetía: «Está bueno eso; redimir al redentor». Cabeceó. Laly pasó el brazo por delante de él y cerró de golpe la portezuela. Arrancó. Dio la luz larga y metió la segunda velocidad. Conducía deprisa, en silencio, enfurruñada, y antes de entrar en las curvas hacía parpadear los faros sin reducir la marcha. Rafa seguía cabeceando rítmicamente, arrullado por el traqueteo del coche y, en pocos minutos, se quedó dormido, la cabeza recostada en el vidrio, el mentón caído, la boca abierta. Laly le miró de reojo y suspiró aliviada. Aceleraba en la recta cuando oyó a Víctor rebullir detrás, su voz quejumbrosa:

—Para, Laly, por favor, me mareo.

Dobló el volante para meter la rueda derecha en la hierba de la cuneta, y, cuando se apeó, Víctor vomitaba violentamente en medio de la carretera. Le sujetó la frente y la nuca con ambas manos. Sudaba frío y se convulsionaba a cada arcada. Dijo Laly con un hilo de voz:

—Tranquilo, ya se te pasa.

Él alzó la cabeza y se limpió la boca con un pañuelo. Tenía un algo extraviado en los ojos. Suspiró profundamente y la miró:

—P... perdona —dijo.

En las brañas, en las dos orillas del camino, cantaban los grillos. Levantó los ojos al cielo estrellado:

—Qué... qué hermosa noche —añadió—, ¿por qué no damos un paseo? Estoy muy borracho, Laly.

Comenzaron a caminar carretera adelante, Laly los brazos cruzados sobre el pecho, Víctor tambaleándose a su lado. Dijo ella:

—Os habéis comportado como dos gilipollas.

Víctor se detuvo. Sus pupilas parecían ausentes. Dijo patéticamente:

—Ese hombre no nos necesita.

Laly reanudó la marcha. Dijo:

—¿Por qué no pruebas de olvidarte del señor Cayo? En definitiva no pasa de ser un ser prehistórico.

Víctor manoteó apasionadamente:

—¿Pr... prehistórico? ¿P... puedes decirme, Laly, por qué es más cultura nuestra cultura?

Laly se manifestaba en tono condescendiente, procurando no soliviantar a Víctor:

—Víctor, por favor —dijo—, la cultura del señor Cayo es de la época del Diluvio.

Víctor hizo dos eses y, por un momento, pareció que iba a caer, pero, en última instancia, conservó la estabilidad y se puso frente a Laly, cerrándole el paso:

—¿De... de veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del saúco?

Miraba a la muchacha fija, insidiosa, perentoriamente, esperando una respuesta. Laly bajó los ojos:

—Vamos a dar la vuelta —dijo.

Al final de la recta se divisaban las luces de posición del coche. Desde las cunetas de la carretera, los grillos aturdían ahora. Víctor titubeó. Dijo:

—¿C... con qué derecho pretendemos arrancarle de su medio para meterlo en el engranaje?

Laly lo consideró profesoralmente. Dijo:

—¿Sabes, Diputado, que tienes una lúcida borrachera?

Víctor se volvió hacia ella y, en un impulso, agarró ávidamente su pequeña, nerviosa mano, como buscando protección:

—No me dejes —casi gritó.

Laly sonrió tenuemente:

—Tranquilo —dijo.

Caminaban a pasos vacilantes, desiguales, juntándose y separándose alternativamente, sin soltarse de la mano. Al llegar al coche, se detuvieron:

—¿Sabes qué te digo? —dijo Víctor, de pronto, y su voz se iba caldeando a medida que hablaba—: Que nosotros, los listillos de la ciudad, hemos apeado a estos tíos del burro con el pretexto de que era un anacronismo y... y los hemos dejado a pie. ¿Y qué va a ocurrir aquí, Laly, me lo puedes decir, el día en que en todo este podrido mundo no quede un solo tío que sepa para qué sirve la flor del saúco?

La excitación de Víctor iba en aumento y Laly agitó su mano apresada con una mueca de dolor:

—¡Suelta! —dijo—. Me haces daño.

—¡Oh, perdona! —dijo Víctor—. Perdona, ni me daba cuenta.

Laly se cogió los dedos de la mano lastimada con la otra, luego abrió la puerta trasera del coche y ayudó a Víctor a acomodarse:

—Así —dijo, como si hablara a un niño—. Ahora podemos seguir charlando pero sin levantar la voz, no me despiertes a éste.

X

La Avenida, como el resto de la ciudad, salvo espaciados grupos que entraban y salían de las discotecas y cafeterías, estaba desierta. El pavimento negro, mate de humedad, hacía aún más mezquina la luz, lo que contrastaba con el aire festivo de los pasquines en las fachadas y los millares de octavillas multicolores desparramadas por el suelo. Laly dio vuelta a la glorieta para cambiar de dirección y, mientras aguardaba en el semáforo, se soltó el cinturón y le dijo a Víctor:

—No me montes números ahora, Diputado.

Víctor, adormilado en un rincón, pareció despertar al sentirse aludido, se incorporó y, al hacerlo, se llevó una mano al pecho como para conjurar un dolor y miró por la ventanilla desorientado:

—¿Dónde estamos?

Laly puso el coche en marcha:

—En casa —dijo.

Se desvió por el andén lateral y en un pequeño hueco, a diez metros de la cafetería, reculó y aparcó diestramente. Antes de que llegara a quitar el contacto, Víctor agarró a Rafa por el cuello:

—¡Eh, tú, espabila! ¡Ya hemos llegado!

Rafa abrió desmesuradamente los ojos y cerró la boca de golpe. Paladeó la lengua durante un rato y, al cabo, automáticamente, cogió el paquete de cigarrillos de la guantera y se puso uno entre los labios. A la puerta de la cafetería se estacionaba un grupo de gente. Laly torció el gesto al tiempo que agachaba la cabeza junto al volante para verificar si en el cuarto piso había luz. Sin venir a cuento, Rafa rompió a reír:

—¡Ji, ji, ji!

Se volvió a Víctor y dijo, como si continuara con una broma recién interrumpida:

—Hemos ido a redimir al redentor.

Víctor entreabrió la portezuela.

—No bajes ahora —dijo autoritariamente Laly.

—¿Por qué?

—Es mejor, luego te explicaré.

Reparó Víctor en el grupo de hombres, a la puerta de la cafetería. Hizo un nuevo ademán de apearse.

—Voy a decir a ésos cuatro cosas.

—Espera —dijo Laly.

—Yo también quiero bajar —dijo Rafa, forcejeando con la manija.

Laly lo cogió del brazo y lo retuvo:

—Tú te quedas aquí hasta que yo diga —dijo.

—Joder, Laly.

—Nada de joder, monigote.

Víctor hablaba laboriosamente, como si tuviese la lengua de estopa, pero pretendiendo aparentar naturalidad.

—El jefe dice... —dijo—. El jefe dice que un buen militante debe hacer proselitismo a toda hora: cuando trabaja, cuando pasea, cuando come, incluso cuando duerme...

Sin que Laly pudiera impedirlo empujó de golpe la portezuela y se apeó, pero su pie izquierdo se hundió en el alcorque de la acacia inmediata, trastabilleó y quedó sentado en la acera, los ojos cómicamente abiertos, como asombrado de su propia impericia. Rafa reía a carcajadas detrás del vidrio.

De pronto, cesó de reír, accionó rápidamente la manija del cristal y voceó por el hueco:

—¡Viva el señor Cayo, macho!

Los hombres que se estacionaban ante la cafetería interrumpieron la conversación y miraron hacia ellos. Víctor intentaba incorporarse, aferrado al tronco de la acacia con las dos manos. Laly saltó del coche y le ayudó, empujándole, de nuevo, hacia el interior, mientras Víctor repetía: «Yo estoy bien, Laly, déjame». Cuando ya casi le tenía dentro, Rafa se apeó a su vez y empezó a caminar por la ancha acera, describiendo eses y voceando:

—¡Laly, joder, dile al suelo que se pare!

Laly abandonó a Víctor y corrió hacia Rafa desolada, le cogió del brazo y le arrastró violentamente hacia el automóvil, pero, antes de llegar, vio a Víctor nuevamente de pie, recostado en el capó del coche, y dejó a Rafa agarrado al árbol y se llegó a Víctor y, cuando forcejeaba con éste, vio salir del portal la abigarrada ruana de Julia y la llamó a voces, y, tras Julia, apareció el jersey rojo de Juanjo, y, por último, Ángel Abad, arrastrando su pie derecho por el pavimento.

Julia se acercó a Laly:

—Laly, guapa, tenéis unos huevos como el caballo del Cid —divisó a Víctor y Rafa tortoleándose—: ¿Qué les pasa a ésos?

Dijo Laly sofocada:

—Ayúdame a subirlos.

Los hombres del grupo no les quitaban los ojos de encima. Víctor y Rafa se desmandaban y daban voces incoherentes, cada uno por su lado. Juanjo sujetó firmemente a Víctor por un brazo:

—Vaya mierda de puta madre que te has agarrado, Diputado —murmuró—. ¿Cómo ha sido eso?

Laly y Julia conducían a Rafa cada una por un brazo, como a un preso, simulando naturalidad, pero Rafa se resistía, intentando zafarse, y repetía obstinadamente: «¡Joder, sois la pera!; el Partido es libertad». Al pasar junto al grupo, uno de los hombres dijo: «¡Qué vergüenza!», y Rafa respondió: «A tomar por el saco», y Julia le propinó un empellón y lo introdujo en el portal.

En el piso se advertía la misma excitación de jornadas anteriores. Ayuso, que salía de la primera habitación, se detuvo al ver la comitiva que atravesaba el vestíbulo en ese momento y a cuyo paso se habían interrumpido todas las actividades y conversaciones. Darío miró a Víctor con la boca abierta:

—Joder, el Diputado —dijo— trae una mierda como un paralís.

La reluciente calva de Carmelo se empinó sobre el hombro de Ayuso. Manoteó nerviosamente, se acomodó las gafas con un dedo y preguntó:

—¿Son ellos?

Ayuso encogió los hombros. El moratón de la tarde anterior se le había acentuado, se le extendía ahora hasta el labio tumefacto. Dijo oscuramente, con media boca:

—El Diputado viene colocado, macho.

Carmelo dijo: «Déjame pasar», lo apartó bruscamente y se puso al frente del grupo, que avanzaba pasillo adelante, hacia los cuarteles de Dani. Abrió la puerta. Dani, sentado en el sillón frailero, cetrino y flaco, con cierto aire de inquisidor, hablaba por el teléfono negro. Del otro lado de la mesa, Miguel, sentado en el brazo del sillón rojo, fumaba. Carmelo entró triunfalmente:

—Ya están aquí.

Dani agitó la mano reclamando silencio:

—Sí —dijo—, así lo haremos... vale, majo... Te dejo —miraba, con creciente asombro, los visajes, los rostros sucios, las cabezas desgreñadas de Víctor y Rafa—: Sí... aquí están... de acuerdo... Hale... Un abrazo.

Colgó el teléfono, se acodó en la mesa y se quedó mirando al grupo triste, como penitencial, que formaban Laly, Julia, Juanjo, Víctor, Carmelo, Rafa y Ángel Abad. Dijo enarcando sus cejas espesas:

—Un espectáculo edificante.

Rafa se adelantó torpemente, riendo, hasta la mesa:

—¡Vaya corte, Dani! Hemos ido a redimir al redentor.

Dani no se dignó mirarle. Daba ahora golpecitos con la alianza de oro en el borde de la mesa y sus cejas se movían arriba y abajo espasmódicamente. Víctor se había desplomado pesadamente en el butacón rojo, la mano derecha en el pecho, y los demás mostraban una actitud sumisa y expectante.

Dani interrogó a Laly con la mirada:

—Supongo que todo esto tendrá una explicación —dijo.

Laly no se alteró:

—¿Qué quieres que yo le haga?

Reventó la tensión de Dani:

—¡Cojones, qué quiero que tú le hagas! Que los sujetes, ¡joder! Que te líes a leches con ellos si hace falta. ¿Sabes lo que puede representar esto a cuatro días de las elecciones?

—Lo comprendo —dijo serenamente Laly—, pero, ¿cómo crees tú que puedo sujetarlos?

Dani dio un manotazo en la mesa y se levantó:

—¡Coño! ¿No vales tú lo que un hombre?

—No desbarres, Dani, no empieces a decir tonterías, estás nervioso.

Rafa hizo un cómico aspaviento. Repitió:

—¿Sabes, Dani? Hemos ido a redimir al redentor.

Dani se llevó las manos a la cabeza:

—¡Quieres callar la boca de una puta vez! —se encaró con Miguel y Juanjo—: Tú y tú, vosotros, quitadme a este gilipollas de delante, metedle donde se os ocurra. Que Primo le suba un café y llevadlo a su casa a que la duerma.

Dijo Rafa con su voz tartajeante:

—Tampoco es eso, macho.

Miguel tomó a Rafa por los hombros:

—Vamos, liberado.

Salieron con Juanjo por la puerta del falsete. Víctor, sin levantarse del sillón, adelantó el busto y dijo con voz pastosa, pero con inesperada energía:

—Un momento, Dani, tú no le has visto, tú no puedes juzgar.

Dani arrugó la nariz:

—¿De quién está hablando? —preguntó a Laly.

—Del señor Cayo, un viejo campesino de Cureña.

Víctor bajó la cabeza:

—Increíble, Dani. Él es como Dios, sabe hacerlo todo, así de fácil. ¿Y qué le hemos ido a ofrecer nosotros? —preguntó—. Palabras, palabras y palabras... Es... es lo único que sabemos producir.

Dani volvió a sentarse. Su mano derecha tabaleaba impaciente sobre el tablero de la mesa:

—Siempre tendrá que haber dirigentes, supongo —apuntó.

Víctor alzó la cabeza:

—¿Dirigentes?, ¿y para qué quiere el señor Cayo que le dirijan? Desengáñate, Dani, él no nos necesita.

Los nerviosos ojos de Dani recorrieron los rostros de los presentes. Se advertía en ellos como un desfondamiento, un desencanto, una conciencia enervante de inutilidad. Dijo Ángel Abad tras una pausa:

—El Diputado tiene una extraña borrachera, Dani.

Laly puntualizó:

—Una lúcida borrachera, diría yo.

Dani la miró:

—¿Es que estás con él?

—Bueno, le comprendo.

Dijo Ángel Abad:

—Esos pueblos de la montaña están vacíos, Dani, ya te lo advertí.

Dani tiraba pataditas al aire por debajo de la mesa:

—¿Y por qué no disteis media vuelta al ver que estaban vacíos?

Dijo Laly:

—Debimos informarnos antes, Dani. Ése ha sido el error.

Dani se encolerizó de nuevo:

—¿Quieres decir que yo tengo la culpa de que esos pueblos estén vacíos? ¿Quieres decir, joder, que yo tengo la culpa de que, en vista de que esos pueblos están vacíos, los dos primeros hombres de nuestra lista se vayan por ahí de farra, armando...?

Víctor propinó un rotundo puñetazo en la mesa y los teléfonos, los ceniceros, los libros y las botellas retemblaron. Dani calló. Víctor asía ahora el borde del tablero y las yemas y las uñas de sus dedos se le pusieron blancas:

—Escucha, Dani —dijo desgarradamente—: tú no quieres entenderme. Ese tío sabe darse de comer, es su amo, no hay dependencia, ¿comprendes? Ésa es la vida, Dani, la vida de verdad y no la nuestra —le señaló admonitoriamente con el dedo índice y prosiguió—: Tú estás sofisticado, yo estoy sofisticado, éste está sofisticado, todos estamos sofisticados. No hemos sabido entenderles a tiempo y ahora ya no es posible. Hablamos dos lenguas distintas.

Calló y miró al vacío, detrás de Dani, a las apagadas cristaleras de las casas de enfrente. Sus ojos no tenían el brillo del alcohol sino la patética perplejidad del vidente. Al cabo de unos segundos, Carmelo carraspeó, intimidado. El ojo derecho de Dani parpadeó repetidamente:

—Digo, Laly... —balbució.

—Un momento —añadió Víctor—, aún no he terminado —levantó las dos manos, pausadamente, sobre la mesa—: Una hipótesis, Dani, todo lo absurda que tú quieras, pero es una hipótesis. Imagina, por un momento, que un día los dichosos americanos aciertan con una bomba como ésa de neutrones que mata pero no destruye, ¿no? Bueno, es una hipótesis, una bomba que matara a todo dios menos al señor Cayo y a mí, ¿te das cuenta? Es una hipótesis absurda, ya lo sé, pero funciona, Dani. Pues bien, si eso ocurriera, yo tendría que ir corriendo a Cureña, arrodillarme ante el señor Cayo y suplicarle que me diera de comer, ¿comprendes? —casi sollozaba—: El señor Cayo podría vivir sin Víctor, pero Víctor no podría vivir sin el señor Cayo. Entonces, ¿en virtud de qué razones le pido yo el voto a un tipo así, Dani, me lo quieres decir?

Los ojos de Víctor seguían brillando de una manera especial. Al concluir su discurso se desplomó en el sillón, la mano derecha abierta sobre el pecho, como si se sintiera agotado por el esfuerzo.

Ángel Abad sonrió conmiserativamente:

—Es alucinante —dijo—. Más que una mierda, lo que tiene el Diputado es un mal rollo.

Dani se puso en pie. Le dijo a Víctor:

—Está bien, ahora debes descansar, tal vez mañana veas las cosas de otra manera.

Se dirigió a Laly bajando la voz:

—Y en los otros pueblos, ¿qué?

—No había otros pueblos, Dani. Quintanabad está deshabitado y en Martos no quedan más que cuatro gatos.

Sonó el timbre del teléfono blanco:

—Contesta tú —le dijo imperativamente Dani a Carmelo.

—¿Sí? —dijo Carmelo al auricular y miró a Dani. Dani dijo que no con un dedo:

—Salió —dijo Carmelo empujando las gafas con el dedo índice—; ni idea... Supongo yo que sí, no lo sé... si no es urgente, mejor mañana... Vale... bien... de acuerdo... Hale, otro para ti.

Colgó. Dijo suavemente:

—Félix.

Dani recorría ahora la habitación a largas zancadas, en silencio, el mentón en el pecho, meditabundo. Llegaba hasta los rimeros de impresos de la alcoba italiana y regresaba a la mesa. A la segunda vuelta se detuvo ante Laly. Dijo colérico:

—Resumiendo, que habéis hecho un pan como unas hostias.

—Tampoco es eso, Dani.

—Tú dirás.

—No tenía otra alternativa, creo yo.

—Creo yo, creo yo... ¿También crees tú que era necesario agarrarse una cogorza y...?

Laly movió la cabeza de un lado a otro con resolución:

—No empecemos, Dani, te lo suplico.

Dani se cruzó de brazos. Víctor parecía dormitar en el sillón rojo. Ángel Abad encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa:

—Está bien, vamos a dejar eso —dijo Dani—. El problema, ahora, es este hombre. No podemos dejarle suelto. ¿Le ha visto alguien en este estado?

—Unos cuantos abajo, en la cafetería.

Apretó los labios Dani:

—¿Eran muchos?

—Cuatro o cinco.

—¿Lo habrán reconocido?

—¡Yo qué sé, Dani!

La ceja derecha de Dani se arqueaba hasta casi rozar el nacimiento del pelo. Su mano vacilante se posó en la máquina de escribir y pulsó nerviosamente, sin objeto, varias teclas. Dijo, como respondiendo a un tortuoso razonamiento interior:

—¿No habría entre ellos algún periodista...?

—Imagino que no.

Dejó la máquina y reanudó sus paseos a lo largo de la habitación, mientras decía:

—No quiero pensar que este affaire llegue a oídos de la prensa. ¿Os imagináis? «El candidato Víctor Velasco, más conocido por V.V., encogorzado hasta los cojones, recorre la provincia en viaje electoral» —cerró los puños—: ¡Joder, lo que nos faltaba!

Paró en seco y se encaró nuevamente con Laly:

—¿Y en los pueblos? —preguntó inquisitivamente—: Dilo ya, acaba. Imagino que en los pueblos habréis dado también el mitin.

—En Martos —admitió Laly—, pero sólo estaba la cantinera.

—¿Y el coche? Con los emblemas y toda la hostia habéis ido dejando por todas partes la tarjeta de identidad.

Laly suspiró hondo. Trataba de dominarse. Dijo:

—Tranquilo, Dani, el coche no lo vio nadie. La mujer no salió de la cantina y en las calles no había un alma. De Martos a aquí no hemos parado.

Dani volvió a cruzarse de brazos. Suavizó el tono de voz, como tratando de serenarse:

—En realidad esto no es más que una chiquillada, lo comprendo, pero el momento ha sido demencial, Laly, reconócelo. Si la prensa se entera y saca punta ya podemos ir haciendo las maletas.

Laly se aproximó a él. Le miró decididamente a los ojos:

—No le des más vueltas, Dani —dijo—: Lo ocurrido ya no tiene remedio, no podemos dar marcha atrás. Lo discreto es tomar medidas a partir de ahora.

—Exactamente —respondió Dani—, medidas. ¿Dónde coños metemos a este hombre esta noche? Aquí no puede dormir, llevarle al hotel en estas condiciones es impensable.

Sonó el picaporte del falsete y entró Pedrito, el Perplejo:

—¿Qué buscas tú aquí? —dijo Dani, intemperante.

—Unos posters —dijo Pedrito tímidamente.

—Está bien, cógelos y lárgate.

El muchacho se agachó, acobardado, y tomó unos rollos. Cuando salía, Dani le voceó:

—¡Eh, tú, dile a Primo que suba un café doble y bien cargado, haz el favor!

Se volvió a Laly:

—Yo creo que esto es lo procedente —miró hacia el sillón donde Víctor dormitaba—: En todo caso no creo que esta diarrea oratoria se le pase antes de un par de horas. ¡Imagina que le diera por soltar el rollo en el vestíbulo del hotel!

Laly inquirió suavemente:

—¿Por qué no lo llevamos a mi casa?

—¿A tu casa? ¿Y las niñas?

—Las niñas están con mi madre, no son problema.

—¿Y Arturo?

Laly alzó la cabeza arrogantemente:

—¿Quieres decirme qué pinta Arturo en mi casa a estas alturas?

Sonrió Dani. Le dio una palmadita en el antebrazo:

—Bueno, Laly, no te cabrees, maja, me gusta tu plan, pero, entonces, quizá sea mejor no espabilar a éste con el café.

—Es lo mismo —dijo Laly—, en casa le atizamos dos Valium diez y punto.

—¿Valium? ¿No está contraindicado con el alcohol?

—Chorradas —respondió Laly—. Dímelo a mí.

Ángel Abad hizo un contundente ademán con la mano:

—No seas vacile, Dani, vamos a acabar de una puta vez con este asunto.

Entró Primo, escorado, deteniéndose cada dos pasos, la taza de café temblándole en la mano. La dejó sobre la mesa y salió. Dani tomó la taza y se acercó al sillón rojo:

—Bebe, Diputado.

Víctor abrió los ojos, unos ojos atónitos, muy lejanos, los miró a todos, uno por uno, y bebió dócilmente. Ángel Abad se inclinó hacia Laly:

—¿Te fijas? Está como alienado.

Mediada la taza, Dani le dijo a Ángel Abad:

—Vete bajando, nosotros iremos detrás. Abre el coche y si hubiera alguien en la calle nos haces una seña antes de salir del portal.

Se dirigió a Carmelo:

—Procura que la salida esté expedita, que no se concentre gente en la puerta. Cuanto menos barullo armemos, mejor.

Laly entregó a Ángel Abad las llaves del coche y éste y Carmelo salieron. Dani pasó un brazo por la cintura de Víctor, Laly le cogió por el brazo del otro lado y lo incorporaron:

—Andando, Diputado.

—¿Adónde vamos ahora?

—A dormir. Es muy tarde.

—Yo... no quiero dormir.

—Bueno, no te preocupes.

Caminaba tambaleándose y la pobre humanidad de Dani y la fragilidad de Laly apenas bastaban para sostenerlo en pie. Carmelo había amontonado tras de la puerta los cubos, las bruzas y los posters. En el descansillo del primer piso Víctor se detuvo.

—Yo no quiero dormir —repitió.

—Está bien, pero hay que descansar, Víctor. Mañana, a las diez, tienes que hablar por la radio.

Lo miró como si no lo conociese:

—¿Del señor Cayo?

—Del señor Cayo, de lo que quieras. Ya lo pensaremos despacio, ahora baja.

Tardaron cinco minutos en llegar al portal. Carmelo había sustituido a Laly y ésta se adelantó. Vio a Ángel Abad junto al coche, apremiándoles. En la cafetería no había más que un hombre joven, de espaldas, los codos en la barra. Volvió al portal:

—Vamos, deprisa —dijo.

Ya en el coche, Laly suspiró. Dani y Carmelo, con Víctor entre ellos, se acomodaron en el asiento posterior. Dani sacó un gran pañuelo blanco y se lo pasó varias veces por la frente, luego se inclinó de medio lado para guardárselo en el bolsillo del pantalón:

—Vaya un coñazo —dijo.

Laly puso el motor en marcha. Añadió Dani:

—Lo peor de estas cosas es la prensa, los periodistas son la pera. De una cosa pueril como es agarrarse una mierda, a lo mejor mañana, una montaña.

El coche atravesaba velozmente las calles sin tráfico y las ruedas siseaban suavemente sobre el asfalto húmedo, empapelado de octavillas. Víctor rebulló detrás, se medio incorporó. Le dijo a Dani, mirándole fijamente:

—¿Sabes, Dani, para qué sirve la flor del saúco?

Dani le pasó el brazo por los hombros:

—Déjalo ya, majo, ¿te importa?

Víctor se volvió a Carmelo:

—¿Y tú?

Dijo Laly doblando el volante:

—Aunque es prohibida, voy a entrar por aquí, si no tenemos que dar la vuelta por Tirso de Molina.

—Ten cuidado, tú, no la caguemos.

Laly detuvo el automóvil frente a un moderno edificio de ladrillo de diez pisos, de puertas encristaladas y carpintería de aluminio. Se apeó y abrió la portezuela del lado de Carmelo. Ayudaron a bajar a Víctor, que miraba desorientado en todas direcciones. Laly cruzó la acera, metió la llave en la cerradura y, en ese instante, se iluminó el portal. Sacó la llave sin hacer intención de abrir:

—Pronto, al coche —dijo—, alguien baja.

Ángel Abad, Dani y Carmelo forcejearon con Víctor, que se movía torpemente. Le empujaron sin miramientos dentro del coche. Laly se puso al volante y dio al contacto en el momento en que dos hombres y dos mujeres salían del ascensor. Laly miró de refilón:

—Es Caviedes —dijo.

—¿El abogado?

—Sí.

—Mejor hemos hecho largándonos. Da la vuelta a la manzana.

Las dos parejas se despedían amistosamente en la esquina:

—A ver si se enrollan ahora.

—Ese Caviedes es un vacile, no se casa con nadie. Ahora dicen que anda con Areilza —explicó Ángel Abad.

Al regresar, la calle estaba de nuevo vacía y Laly aparcó frente al portal de su casa. Dani le dijo a Carmelo:

—Tú quédate en el coche, sobramos gente.

El piso de Laly tenía una acogedora gracia intelectual. Libros, bocetos, grabados, posters por las paredes, un minúsculo receptor de televisión rojo, entre los libros, y en el estante inferior, protegido por una cubierta de plástico transparente, un tocadiscos con los bafles en la parte alta, junto al techo. Bajo la librería, un diván y, ante él, una mesita enana con revistas, un cenicero de Murano y una rosa roja en un vaso. Víctor se tambaleaba entre Dani y Ángel Abad:

—¿Dónde lo acostamos?

—Aquí, pasad.

Laly los precedía encendiendo luces, abriendo puertas, hasta llegar al fondo del breve pasillo, una pieza con dos camas gemelas con cabeceros de bambú y dos mesillas de noche, llenas de libros de colecciones de bolsillo, a los costados. Dio la luz de dos quinqués con pantallas verdes y tiró de una punta de la colcha:

—Metedlo aquí —dijo—: Yo dormiré donde las niñas.

Entró en el cuarto de baño contiguo y durante un rato se oyó el repiqueteo de frascos medicinales sobre una repisa de vidrio, mientras Dani y Ángel Abad despojaban a Víctor de la cazadora y los pantalones y lo metían en la cama. Regresó Laly con un frasquito diminuto y un vaso de agua en la mano:

—A ver —dijo—, abre la boca.

Le puso a Víctor dos comprimidos azules en la lengua:

—Bebe —añadió.

Víctor se ladeó dificultosamente y bebió dos buches de agua. Laly depositó el vaso sobre el cristal de la mesilla de bambú y ayudó a Víctor a acomodar la cabeza en la almohada. Dani inspiró profundamente y Laly le sonrió:

—¿Tranquilo?

—Una cosa —dijo Dani—, mañana, sobre las diez, vendré a buscarlo. Es mejor que no os vean salir juntos.

Laly estiró su largo cuello y se echo a reír:

—Así queda como más decente, ¿no?

Dani enarcó las cejas espesas:

—Hay que guardar las apariencias —dijo.

—¡Dani!

Les alcanzó la voz de Víctor, una voz imperiosa y sombría. Laly y Dani se volvieron hacia la cama.

Víctor, recostado contra la almohada, se asía el cuello de la camisa por ambas puntas:

—Una cosa, Dani —dijo—, una cosa que todavía no te he dicho acerca de él.

—¿Del señor Cayo?

—Del señor Cayo.

Dani enarcó las cejas espesas y ladeó ligeramente la cabeza. El tono de voz de Víctor era excitado y dolorido:

—Él también odia, ¿sabes? —dijo pausadamente—: Odia como nosotros... A última hora estuvieron allí, en el pueblo, ésos, Mauricio, o como se llame. ¡Mira!

Tiró violentamente de las puntas de la camisa, saltaron dos botones y dejó al descubierto su pecho cruzado por dos costurones sanguinolentos. Alzó sus ojos melancólicos y añadió:

—Esto no tiene remedio, Dani, es como una maldición.

Dani miró a Laly con un fondo de reconvención antes de inclinarse sobre la cama:

—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?

Laly se llevó instintivamente las manos a la boca.

—¡Qué horror! —dijo—. ¿Por qué no lo dijiste antes?