15 agosto 1954, viernes
Al fin dejé el Instituto. Me viene al pelo porque aquí no están desdobladas las clases ni hay permanencias. Veré de agenciármelas para hacer unas pesetillas por las tardes.
Don Basilio, el director, me recibió bien y me soltó un discursito. Le dije lo de la casa y él me contestó que aguardemos una semana porque ahora están los pintores. A la madre no le gusta el traslado. Dice que ella preferiría morir donde vivió treinta años. Todas las viejas tienen las mismas pamplinas. Finalmente la convencí con lo de la renta.
Por otro lado, me dicen que aquí los obvencionales son sustanciosos, y hay una gratificación extra por Navidad. No para echar coche, desde luego, pero menos da una piedra. En fin, si las cosas vienen como espero, podré comprarme para diciembre la Jabalí del 16. Aquilino me dijo ayer que aguardará unos meses antes de sacarla a subasta. Me queda un poco larga de culata, pero Melecio podría cepillarla con cuidado. Por lo demás, me viene que ni pintada, es ligerita y los tubos brillan de tal modo que hacen daño a los ojos.
En el café volví a discutir con Tochano. Cuando Tochano coge una perra hay que sentarse. Me dice que por qué tiro con el 16, habiendo un calibre mayor y otro más pequeño. Apuré toda clase de razones, pero no le convencí. Acabó con la de siempre, diciéndome que estaba enviciado y que el 16 es un calibre a extinguir. No le basta que yo me acierte con él. Será porque soy zurdo, como él dice, pero yo me arreglo con él y no veo motivo para ensayar otro.
16 agosto, sábado
Estuve por la mañana con don Basilio viendo la casa. Los pintores la han dejado como nueva y huele a limpia. Lo celebro porque, según me dijo el señor Moro, la mujer de Ladislao era una tía guarra. El piso no tiene otro inconveniente que el de estar en la parte alta del edificio, expuesto a todos los vientos y a todas las inclemencias. El señor Moro me dice que con las lluvias del otoño salen goteras. Veremos de andar al quite.
18 agosto, lunes
A las seis de la mañana alquilé un carrillo de mano e hice el traslado. La madre anduvo llorando un rato, agarrada al quicio de la puerta. La Modes no quiso venir a echar una mano, eso que la avisé ayer. La Modes siempre anda a lo suyo. Si alguna vez viene por casa es a pedir. No he visto otra mujer que haya cambiado tanto como ella con el matrimonio. A todas horas anda desgreñada y sucia como las de la tirada del carbón. Cuando le dije lo del traslado me contestó que quién iba a atender lo suyo entonces. Le advertí que haría el traslado de los trastos de madrugada, antes de levantarse Serafín y de despertarse los críos, pero ella dijo que nanay. En cambio Melecio estuvo trajinando como un forzado hasta las ocho y media que se fue a la sierra. Tiene unas manos muy hábiles el condenado. Melecio es uno de esos tipos que no hace un solo movimiento de más. Al concluir la tarea, me dijo que ayer oyó decir en la Sociedad de Cazadores que el 24 se levanta la veda de la codorniz. Al parecer no hay mucha, aunque de la parte del páramo se las oye cantar. Dice que, en cambio, la perdiz crió bien este año y que se ven polladas de igualones por todas partes. Cuando oigo decir estas cosas me entra frío por la espalda. Desde marzo no he disparado un tiro. ¡Desde marzo, Señor! ¡Se dice pronto!
19 agosto, martes
Me despertaron los gorriones piando como locos en la azotea. Dice el señor Moro que la señora de Ladislao tenía la costumbre de echarles las migajas de pan de las sobras al levantarse. Así se explica que hubiera más de un ciento de ellos revoloteando entre las chimeneas y los tendederos. La madre llevaba un rato levantada, rutando porque no le tira la cocina. Debe de ser por el tiempo quedo, sin una brizna de viento. De todas formas a estas cosas hay que cogerles el punto. La madre estaba hecha a la cocina de la otra casa y ésta le extraña. Además, la madre siempre anda dispuesta a protestar. Es su manera de ser. Todavía no ha hincado el pico. Se le ha ido el día recordando a la señora Rufina. A las siete me dijo: «¿Y qué hago yo a estas horas si no puedo sacar una silla a la puerta?». «Siéntese en la azotea, madre», le dije yo. Ella dijo: «Ya, a ver pasar los pájaros, ¿verdad?». A la mujer no le falta razón, pero cuando hemos cenado a la fresca, bajo un techo de estrellas, se le ha desarrugado el semblante. A medio comer me pidió la toquilla porque notaba el relente. Yo le dije que de cuándo acá había necesitado la toquilla en agosto. Al concluir, la llevé a la baranda para que contemplara las vistas. Ella se asomó y dijo: «Es muy hermosa nuestra ciudad, ¿verdad, hijo?». Desde la azotea se divisa un mar de luces y todo está en silencio, como muerto. Sólo de vez en cuando le asusta a uno el silbido de un tren. Cuando le mostré el Sagrado Corazón, se le alegró la cara y se santiguó: «Lo tenemos aquí cerquita, hijo. Casi al alcance de la mano», decía. La notaba sobrecogida porque el Sagrado Corazón, iluminado por una luz blanquecina, parece tal cual una aparición milagrosa.
20 agosto, miércoles
De día es aún más hermosa la vista de la ciudad. Al pie de la casa brillan los carriles de la estación y se divisa el movimiento de los trenes sin que se oiga su jadeo. La ciudad queda enfajada por el río y de la otra orilla hay un extenso campo de remolacha, protegido por unos tesos rojizos, salpicados de vides. En las otras direcciones, la ciudad se pierde en unos arrabales polvorientos.
Melecio pasó la tarde en casa. Anduvimos recargando. Parece que lo de la codorniz es un hecho. Sacamos una mesa a la azotea y allí estuvimos a la fresca. El perdigón sigue subiendo. Nos lo han cobrado a veintidós. Menos mal que para la codorniz ponemos media carga. Melecio se da buena maña para calcular la pólvora. Yo me limito a numerar las tapas y a rebordear los cartuchos cargados. Siempre que hago esto, sea donde quiera, me acuerdo de la primera vez que salí al campo con el padre, después que la guillotina de la imprenta le segó la mano. Marró una liebre que le arrancó de los mismos pies en unas pajas y tiró la escopeta. Luego se puso a llorar, se sentó en un mojón y me dijo: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Yo le pregunté: «¿Se puede cazar con una sola mano, padre?». El dijo: «Por lo visto, no». A partir de aquel día empezó a consumirse y se nos fue en tres meses. ¡Qué cosas! Sólo contaba cincuenta y dos años. El médico decía: «Por más que le hurgo no le encuentro ningún mal». Mi madre dijo: «Es la pena, doctor». Y se murió y aún estamos aguardando el diagnóstico. Es chocante cómo cada vez que me siento a recargar me acuerdo del padre. Y también cuando me veo en el campo, con el sol arriba y un cansancio doloroso en los pies.
Al marchar Melecio, le pregunté dónde iríamos el domingo 24 y me dijo que ha oído que en Villatorán hay un corro grande de codornices. Iremos, pues, a Villatorán.
21 agosto, jueves
A la una fui a casa de Melecio a ver a la Doly. Está crecida la zorra de ella y tiene buena estampa. Estuve un rato enseñándola a cobrar con la boina vieja de Melecio. Pero ella lo echa a barato. Es un animal retozón y zalamero. O mucho me equivoco o no tiene casta. No volveremos a agarrar una perra como la Ina. Malas pulgas sí gastaba la condenada, pero conocía el oficio como nadie. Todavía recuerdo la perdiz alicorta que me cobró en lo de la Diputación. ¡Aquello eran vientos!
De regreso, me topé con la Modes. Al verme se echó a llorar. Siempre hace igual la chalada. Le dije que si a pedir limosna, y ella respondió que Serafín estaba enfermo. Me supuse que sería otra vez el vino, pero ella dijo que no, que esta vez tiene calentura. «¿Y el Seguro no paga?», dije yo. «Ése es otro cantar», respondió ella suspirando. Le di una pela, porque aunque le diese cinco sé que volverá mañana. A mi hermana le hizo la boca un ángel.
En el café estuve con la peña de Tochano. Parecen confabulados para no decir dónde piensan abrir la temporada. También yo me callé que en Villatorán hay un corro grande. Si quieren codornices, que las busquen. De todas formas no creo que Tochano y su partida se conformen con matar pajaritos el domingo. O mucho me equivoco o irán a la linde de lo de Muro, a las liebres. Jugué la partida con ellos y palmó el Pepe los cafés. Como acostumbra, lo anotó en cuenta. Don David no le puso buena cara.
22 agosto, viernes
He pasado un rebufe del demonio. Encontré llorando a la madre al regresar del café y me dijo que la hija segunda del señor Moro la había llamado tía. Le dije que se explicase y me dijo que desde hace cuatro días las hijas del señor Moro cuelgan la ropa en nuestro tendedero y hoy nos arrancaron un palo. Me endemonió la cosa, pues hace una semana me tiré la tarde colocando el alambre. Como no me gusta andar con tapujos pasé a casa del señor Moro y le dije que, con todos los respetos a su edad, no estaba dispuesto a molerme para él y los suyos. Las tres candajos de sus hijas vinieron a mí como tres furias y me dijeron que me explicara. Yo me expliqué a mi modo, y la Carmina, al concluir, me chilló que podía meterme el tendedero en el culo. El candongo del señor Moro me dijo que lo que yo decía no era cierto y que el tendedero lo había arrancado el viento. Fuera de tino le pregunté que qué viento. Él me pasó a la habitación vecina y me salió con que si yo había caído aquí al olor de la Conserjería. «Vamos, vamos, ¿es eso?», le dije. Él me dijo entonces que tenía muchos años y sabe que nadie dejaría el Instituto por esto si no esperara un ascenso. «Yo no vine aquí a hocicar —dije lealmente—. Eso no quita para que si don Basilio me ofrece la Conserjería le vaya a arrugar el morro.» El viejo empezó con que don Basilio le tiene aquí y que si el cargo lo dan por antigüedad, como debe ser, yo no pinto aquí nada. Me recomió el retintín y le contesté que no estaba allí para hablar de la Conserjería sino del tendedero y que, aunque joven, no me gusta que nadie se me siente en la barriga. Le dejé con la palabra en la boca.
He estado un rato en la azotea contemplando las luces de la ciudad.
23 agosto, sábado
Tengo un remusguillo dentro que no me lamo. He sacado a la cocina las botas, los pantalones de dril, la camisa vieja, la canana, la percha y la escopeta. No quisiera despertar a la vieja cuando salga de madrugada. Melecio estuvo aquí por la mañana y por la tarde. Con unas puntas afirmamos el cajoncito en el soporte de la bicicleta. Melecio trajo los pistones que nos recargaron en la cárcel. Supone una buena economía porque hoy día los pistones son un renglón. Le pregunté a Melecio si sabía dónde iban los de Tochano y piensa lo mismo que yo: que saldrán a las liebres. Le dije que si la Doly no se asustaría de ir en el soporte y me contestó que no lo cree fácil. Cuando se fue, estuve quitándole la grasa a la escopeta y me acosté temprano; pero, como me olía, no me pude dormir. No sé por qué me viene a la sesera cada vez que se abre la temporada la perdiz aquella de Villalba; la que me hizo la torre. La condenada no llevaba sino un perdigón en la cabeza. Le pegué a cincuenta metros cuando menos. He pensado en ella y luego he pensado en cuando yo era chico y dejaba los tiros cortos. Don Florián, el cura párroco del Carmen, se hartaba de decirme: «No es eso, mozo. No pares la escopeta cuando oprimas el gatillo. De otro modo, adelanta el tiro para que la pieza se encuentre con él». Pero yo no podía seguir sus instrucciones porque arrancarme la pieza y perder la cabeza era todo uno. Él decía: «Si no sabes reportarte es mejor que cuelgues la escopeta, mozo». Yo lloraba por las noches y me decía que nunca sería un buen cazador. Alguna vez, de casualidad, yo cobraba una caza y entonces la apretaba el pecho con toda el alma y encontraba un placer dañino en verla abrir y cerrar la boca en los estertores de la agonía. Y me gustaba ver mis manos untadas de sangre. Ahora, cada vez que encuentro a don Florián, inflo el pecho. Va y me dice: «¡Quién me iba a decir a mí que aquel rapaz sería con el tiempo la mejor escopeta de la provincia!». Yo lo echo a barato: «¡Qué cosas tiene, don Florián! ¡Qué más quisiera yo!». Él me da unos golpecitos en la espalda: «¿Quién si no?». «Docenas, señor cura. Hay docenas de ellos que funcionan mejor que yo.» Y él pone una sonrisa resignada. Yo pienso que el día que me ocurra lo que a él, que el reúma o el asma o la historia no me dejen salir al campo, me moriré de asco. Como el padre. Eso es, igual que el padre. Voy a intentar dormir, aunque de seguro volverá la perdiz aquella de Villalba. A las seis he quedado con Melecio frente a la botica de Creus.
24 agosto, domingo
El corro de Villatorán debió subirse al páramo. Ha cedido un poco el calor y la codorniz es muy sensible al cambio. En la huerta se constipa en días así. Por lo que he podido oír, casi todos los excursionistas se quedaron a la luna de Valencia. Decididamente no hay codorniz este año. Melecio me recordaba la primera salida del año pasado en la que cobramos ciento dieciséis. Hoy hicimos veintiuna, pero después de un buen jabón. Claro que la Doly es nueva y no parece le sobren vientos. En el arroyo trabajó mal y únicamente hizo tres muestras, una de ellas a una calandria. Mala cosa para un pointer, aunque sea nuevo, hacerle una muestra a una calandria. Melecio hizo once y yo sólo diez. Claro que tiré cuatro tiros menos. De salida hice un doblete junto a una morena que me llevó a pensar que las cosas rodarían bien, pero que si quieres. De todos modos ha sido un buen día. Salir al campo a las seis de la mañana en un día de agosto no puede compararse con nada. Huelen los pinos y parece que uno estuviera estrenando el mundo. Tal cual si uno fuera Dios. La Doly se arrojó dos veces del soporte y terminamos por amarrarla. El bicho regresó reventado.
25 agosto, lunes
Vino la Modes después de comer y volvió a echar unas lágrimas. Cuando se calmó dijo que le gustaba la situación de nuestra casa. La madre se va haciendo y dice que si no fuera por la vecindad del señor Moro y los suyos aguantaría. Ha cogido la costumbre de la mujer de Ladislao y todas las mañanas un ciento de gorriones la esperan en la azotea. Alguna tarde viene la señora Rufina a hacerle la tertulia. Sacan dos sillas a la azotea y no cesan de charlar. Otros días va la madre a casa de ella para ver pasar la gente. A la Modes le dije que escribiera a Tino, que está en mejores condiciones que nosotros para ayudarla. Tino, de churrero en Madrid, y sin familia, vive como un patriarca. Las Navidades últimas le habló a la madre de sacar un chiquillo del hospicio. La Modes me dijo que escribió a Florentino pero que, como acostumbra, se había hecho el roncero. Fue entonces cuando le dije que por qué no le dejaba uno de sus chiquillos. Se puso burra y dijo que antes los despachaba a todos que darle uno a Tino. Le pregunté la razón y me dijo que no me hiciera de nuevas, que yo sé lo mismo que ella que Florentino mete en casa a mujeres de la vida.
En el café pregunté a Tochano por su excursión. Como me olía, estuvieron en lo de Muro, a las liebres. Llevaban hechas dos cuando les salió la pareja y tuvieron que tirarlas. Luego no encontraron más que una. En resumidas cuentas, perdieron el día. Le pregunté si quería venir conmigo a Herrera, a las torcaces, un día de labor. Respondió que a las torcaces no hay quien les meta mano una vez que oyen un tiro. A pesar de lo que dice, yo iré a los pinares de Herrera antes de que empiecen los exámenes. Mal ha de darse para no colgar media docena.
A última hora caí por casa de Melecio. No estaba él y pasé un rato con el Mele enseñando a la Doly a cobrar. Luego el Mele me pidió que le contase cosas de pájaros. Le conté otra vez lo del alcaraván y la lagartija.
La madre me dice que en casa del señor Moro tuvieron barullo esta tarde porque es el santo de una de las chicas.
26 agosto, martes
Me pasé el día yendo y viniendo a la tienda de don Rafael para que firme unos traslados. Es la primera vez que veo a un secretario despachar los asuntos oficiales sin moverse de su almacén. Este don Rafael me va a hacer la tana. Ir y volver a la tienda le lleva a uno media hora larga. El señor Moro me dice que podíamos organizar el servicio por viajes, por días o por semanas; como a mí me pete. Yo prefiero por días, porque así durante las vacaciones no necesito aguardar una semana para salir al campo. Le pareció bien. El tío candongo no me habló una palabra de la Conserjería. Bueno está lo bueno.
28 agosto, jueves
En la vida pasaré un trago como el de hoy. Me sorprendió la pareja en un pinar y llevaba a la espalda una liebre como un burro. Bien sabe Dios que salí a las torcaces, pero la tía se me arrancó en la linde de un majuelo, tan clara y tan pausadita, que no me pude reportar. Le solté el izquierdo porque iba un si es no es larga y la dejé seca. El tiro le cogió la chola y sangraba a chorros. Me asusté porque la socia pesaba sus buenos tres kilos y hacía un bulto del diablo. Pensé que era mejor dejar las torcaces para otro día y volverme arreando a la bicicleta. Yo sabía que en Herrera hay cuartelillo, pero confiaba en que la pareja anduviera de servicio en la carretera. De todas formas, si no es por la mierda de la tamuja ellos ni se enteran. Pero la tamuja crujió al pisar y entonces ellos me sisearon. Me acerqué temblando como si acabara de matar a un hombre. El cabo me preguntó si no sabía que aún no es tiempo de caza y le respondí que había salido a las torcaces. Tenía las manos de sangre y no sabía dónde meterlas. «Ha tirado ahí arriba, ¿no?», preguntó el cabo. «Tiré una torcaz y se me fue de riñones. ¡Son duras las condenadas!», le dije. Yo le sonreía, pero el tío tenía cara de estreñido. Le ofrecí un cigarro, pero no tragó y dijo que no fumaba. Yo no hacía más que pensar si el Aquilino tendría autoridad para sacarme del aprieto. Luego dijo el cabo que según la Ley de Caza no puede cazarse donde haya frutos pendientes. «Son negrales estos; no dan más que resina», dije. «Aunque así sea», dijo el cabo. Y luego añadió: «Saque usted...». Y yo pensé que iba a decir: «la liebre del zurrón», pero dijo: «...los papeles». Se los mostré sin abrir la mano para que no viera la sangre. «Bueno», dijo mirándolos por encima. La liebre me pesaba una tonelada y pensé que no podía darme media vuelta mientras ellos siguieran mirando. Tampoco me petaba que me hiciera más preguntas el cabo y le pregunté, para distraerle, si conocía a un brigada que se llama Aquilino. Me dijo que dónde andaba y le respondí que en la capital. «Aquilino ¿qué?», dijo él, entonces. «Pérez. Es primo de mi madre.» El cabo llamó al otro y le preguntó si conocía al brigada Aquilino Pérez. El otro encogió los hombros. Me vi mal otra vez y entonces se me ocurrió contarles lo de la mujer soldado. Le interesó el asunto al cabo y me hizo muchas preguntas. «Cumplía por un hermano», dije. «¿Y el hermano?», preguntó el cabo. «Es desertor», dije. El cabo sonrió al fin y empezó a pesarme menos la liebre en la espalda. ¡La madre que le echó! Hasta las tres no llegué a la bicicleta. La madre ya había dado recado a Melecio. Me he metido en la cama sin comer. La liebre ha pesado tres kilos menos cien gramos.
29 agosto, viernes
Desde hace cuatro días me estoy dejando bigote. Arranca un poco ralillo, pero me da cierta prestancia. No tiene razón de ser, pero sale más recio del lado izquierdo. Claro que también el brazo y el pecho izquierdo los tengo más desarrollados que los derechos. Es natural siendo zurdo, pero no parece claro que lo del bigote tenga nada que ver con esto.
Don Basilio, el director, echó esta mañana un buen rapapolvo a José, el de Secretaría. Don Basilio si se atocina saca una voz chillona de pendoncete. José me dijo luego que él conoce a don Basilio y estas peteras no se las toma en cuenta.
No he visto a Melecio en todo el día. Realmente la sierra y los conejos, luego, no le dejan tiempo ni para echar un vaso.
30 agosto, sábado
La Sociedad de Cazadores era esta tarde una olla de grillos. El presidente leyó un escrito para la prensa contra los cazadores desaprensivos. El artículo estaba bien traído y viene a decir que si los cazadores no respetamos la veda acabaremos con la gallina de los huevos de oro. El domingo, los civiles hicieron una redada en el rapidillo y el que más y el que menos traía las manos manchadas. Se incautaron de veinticinco escopetas y ciento veintitrés cazas. He de ver a Aquilino. Uno de estos birlochos llevaba seis pollos de perdiz del tamaño de gorriones. Como el presidente dice, esto no se explica si no es por el placer de hacer daño. Según los informes, diez de las liebres estaban preñadas y veintitrés criando. A tres crías por término medio, resulta que los daños causados por esta bazofia son, además de las treinta y tres hembras muertas, las noventa y nueve crías que no nacerán o no podrán vivir sin la teta. Me dijeron si quería firmar al pie del escrito y no me hice de rogar. Hay que terminar con esa canalla.
El Pepe dijo en el café que a ver quién es el guapo que yendo de codornices se quita la gorra ante una liebre que se le enreda en los pies. Yo me cabreé y le contesté que el que no sepa reportarse que se quede en casa. Tochano dijo que para tanto como eso es mejor que no se abra la veda mientras no se pueda tirar a todo. Yo dije: «A ver qué codornices cazas tú en octubre». Él se sulfuró y terminó diciendo que por su parte las codornices podían morirse todas.
31 agosto, domingo
Hoy hicimos veinticinco pájaros sin movernos de un garbanzal y sin perder tiro. Estuvimos en lo de Ortega, junto al Duero, en una vega muy fresca. La Doly va espabilando. Cobra cuando quiere, pero tiene la boca dura y machuca los pájaros. Hizo cuatro posturas de tente y no te menees. Melecio llevó al Mele en la barra y el chiquillo se ensució los calzones. No debimos dejarle beber de la bota.
De vuelta, me dijo la madre que han robado el pellejo de la liebre de la ventana donde lo puso a secar. No es el valor del pellejo sino la acción lo que me giba. Pensé pasar sin más a casa del señor Moro y preguntarle para qué quería en casa un pellejo más, pero lo pensé mejor y me fui donde Tochano a pedirle el Sol. El Sol tiene unos vientos muy vivos. Tochano no había regresado y le esperé cosa de media hora. Al fin llegó con dos pollos de perdiz en el morral. Me dijo que las parejas andan muy movidas este año. Encontraron dos durante el día. Luego me preguntó para qué quería el Sol y se lo dije. El animal estaba cansado, pero no bien le dieron los vientos se coló en casa del señor Moro y salió con el pellejo en la boca. La candaja de la Carmina apareció detrás con la escoba en alto. Al verme tiró la escoba y se colocó en jarras. «¿Qué?», dijo en plan chulo. «Este pellejo tiene dueño», dije tranquilamente, quitándoselo al Sol de la boca. «¿Y quién ha metido esa basura en casa, si puede saberse?», dijo ella con el mayor cinismo. «Eso me pregunto yo», dije. «Habrá sido ese cochino perro, que como vuelva a echarle el ojo le parto los hocicos de un escobazo», dijo ella. Me estaba jorobando ya la tal Carmina. Dije: «El perro lo ha sacado, no lo ha metido». «Vamos, ¿es que ahora va a resultar que me he pringado en ese pellejo apestoso?», dijo la tía a voces. Salió el señor Moro y por buenas componendas le dije que a la próxima se enteraría don Basilio. Él sonrió y dijo que si llamaba a un guardia, ¿qué? Dije un poco cortado: «No quiero líos, señor Moro; bien claro se lo dije el primer día». No tuve ganas de darme otro paseo y le eché al Sol unos mendrugos y le extendí una arpillera para que durmiera en la azotea.
1 septiembre, lunes
El 5 empiezan los exámenes. Hoy conocí al de Francés, que es un tipo así pingorotudo y muy recompuesto. Ha veraneado en San Sebastián y es catedrático de última hornada. Como el de Francés del Instituto, también hace muecas con los labios cuando habla, como si estuviese dando la lección. Me gibó el pollo porque no respondió cuando le di los buenos días. Pregunté a don Basilio cuándo concluyen los pintores para que se lleven la chapera. El de Francés hacía que leía una revista, pero me miraba de reojo. Al salir le oí cómo preguntaba a don Basilio si yo era el nuevo. El de Francés me parece de esos tipos que miran a las mujeres de arriba abajo; de esos que se paran al ver una buena mujer, no para verla mejor, sino para que ella les vea a ellos.
Por la tarde he ido dos veces a la tienda de don Rafael a recoger unas firmas. Hoy volvió Zacarías por el café. Después de la enfermedad le ha quedado triste el ojo de la nube.
3 septiembre, miércoles
El Pepe ha andado toda la tarde de cachondeo a vueltas con mi bigote. Dijo que parecía tuerto del lado izquierdo y todos se rieron las muelas. No estaba Tochano y nos jugamos los cafés al parchís. Le tocó pagar al Pepe, pero dijo que se lo apuntaran. Como quien no quiere la cosa, don David se llegó a él y le dijo que para dar crédito ya estaban los bancos. El Pepe puso unos ojos como cortantes: «¿Desconfía?», dijo sin casi mover los labios. Don David tiene cara de mandria, pero cuando se atufa enseña los dientes como un caimán. Le dijo: «No fío ni a mi padre, que esté en gloria, más de dos meses». El Pepe hizo que se buscaba algo que no encontraba en el bolsillo del pantalón. «No tengo ahora», dijo. Veía mal la cosa y tiré de cartera y le dije al Pepe: «Me lo debes a mí». Cuando se largó don David, nos contó el Pepe que la víspera había dado en el cine cinco rubias de propina pensando que eran perras chicas. ¡Si no le conociera! Luego me dijo que quería salir un día conmigo a las codornices. Quedamos para mañana porque el 5 estoy de exámenes. El Pepe dijo que recogería al Sol en casa de Tochano. He estado recargando hasta las tres. Cuando me metía en la cama sentí silbar al exprés de Galicia.
4 septiembre, jueves
Estuve con el Pepe en lo de Aniago. Es un mar de surcos y duelen los ojos de la perspectiva. Hay unos linderos muy majos que tienen bastante codorniz. Lo malo fue el viento. Si la codorniz coge el viento, navega a vela. El Pepe es incansable. Tiró a troche y moche durante dos horas. Apenas había disparado yo cinco tiros y ya llevaba él diecisiete. En un alto que hicimos a dar un tiento a la bota me pidió cartuchos. Le advertí que eran del 16, pero él lo resolvió quitando el culatín a los del 12 y metiendo los míos por el canuto. Me gibó que tirase por puro placer a una picaza, que para tanto como eso no le dejé yo la munición. A poco de comer me llamó a voces. Me acerqué de mal café porque creí que iba a pedirme más cartuchos, pero no era para eso sino para enseñarme el nido de una liebre. No lo había visto nunca. Es un socavón en el surco hecho con mucho arte y forrado de pajitas y pelusas. Tenía tres crías recién paridas que parecían ratones a medio pelo. El Pepe me propuso manear los chaparros, puesto que la madre no andaría lejos. «¿Y las crías?», le pregunté. «Tampoco estarán malas en el cocido», respondió el Pepe. «Me sabe mal, la verdad», le dije. «Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán», dijo él. En el fondo me petaba el plan y al Pepe le sobraba razón. Acepté a condición de dar una pasada sólo. El Pepe me pidió dos cartuchos de perdigón gordo y me dijo que si no levantábamos la liebre me los devolvería. El Pepe caza haciendo un ruido con los labios como si tirara besos. No dimos con el bicho y ya nos volvíamos y el Pepe había abierto la escopeta cuando la tía se le arrancó de junto a un enebro, surco arriba, con las orejas gachas y corriendo a ciento por hora. Cuando el Pepe cerró la escopeta y se la quiso echar a la cara, la muy zorra estaba en París. Pero eso no es ley para el Pepe. Soltó los dos tiros con toda tranquilidad, como si los cartuchos fuesen suyos. «¡Me cago en tu padre, tía puta!», voceó. Ya le dije que no tirase a la desesperada, pero él protestó y dijo que a una liebre hay que tirarle aunque sólo asome las orejas, porque nadie sabe lo que puede ocurrir. Se puso de mal café y cien metros más arriba marró dos codornices que le volaron de la gorra. Entonces la tomó con el Sol. Empezó a darle cantazos porque decía que se alargaba y el animal se amorrongó, se puso tras mío y ya no hubo manera de hacerle trabajar. En total hicimos treinta y tres. Yo dieciocho y tiré quince cartuchos menos que el Pepe.
La madre me ha dicho al llegar a casa que anda alcanzada. Si no se resuelve pronto lo de la Conserjería tendré que agenciarme un complemento. Prefiero no pensar en eso ahora.
5 septiembre, viernes
Entré en el estanco esta mañana por unas pólizas y me encontré a Aquilino. Iba tan majetón como siempre, con el correaje y el tricornio relucientes y la guerrera bien estirada. Me preguntó qué había de la Jabalí, y le dije que aguardase a Navidad porque ahora no tengo disponibles. «Los tubos están criando moho», me dijo él con guasa. Yo me eché a reír: «Como dejes que eso ocurra hemos terminado», dije. Él entonces se puso serio y me preguntó qué me parecía lo del rapidillo del día 24. Le dije si había algo que mereciera la pena y respondió que sí, pero que sólo en 12 y 20. En ese caso no interesa.
El día, con los exámenes, ha sido de aúpa. El señor Moro me había dicho que eso de las propinas se acabó con la guerra, pero cuando vi su interés por repartir las papeletas le paré los pies. Me preguntó si es que para mí la antigüedad no contaba, pero le dije lealmente que también los jóvenes tenemos estómago. El tío marrajo aún se resistía y sólo cuando le propuse consultarlo con don Basilio se avino a hacer partes. Él ya sabe por dónde se anda. Con unas cosas y otras he sacado 20,35 líquidas, que no está mal.
Melecio estuvo un rato en casa. Me dijo que la Amparo rellenó de virutas la piel de la liebre y el Mele se pasa el día tirándosela a la Doly amarrada de un cordel. Le pregunté que qué tal y Melecio arrugó el morro. Me da mala espina. Es difícil quitarle el vicio a un perro con la boca dura. Y el caso es que la maldita, cuando le da la gana, sabe hacerlo. Por otra parte, tampoco es buena enseñanza que esté todo el día de Dios viendo correr los conejos por el corral. Ya me gustaría cruzarla con el Sol, por más que Melecio diga que el Sol es un perro resabiado.
6 septiembre, sábado
No me he sentado en todo el día. A la noche la madre me preparó un baño de pies porque no podía parar. Empezaron los exámenes de primero. El de Francés se cargó dieciocho de veintidós. ¡Buen guaje! Saqué 19,20 líquidas.
8 septiembre, lunes
Don Basilio me dijo esta mañana que me quitara el blusón y me pusiera la gorra del uniforme. Me lo estaba oliendo. Fui sincero con él y le expliqué que la gorra no me va a la cara. Él me salió con que el uniforme es la manifestación de la disciplina en el Centro. Le dije que era una gorra muy llamativa y entonces se le puso el habla de pendoncete y me dijo que él no la había inventado, sino que era la reglamentaria. Aún intenté convencerle de que quitándome el blusón y con los botones dorados sería suficiente para darme a respetar y él me respondió que yo no estaba allí para meter miedo a nadie sino para mantener el orden y la disciplina. Dijo, después, algo así como que él en su despacho era el ministro de Educación y yo en los pasillos era también como el ministro de Educación. ¡Mucho cuento! Al cabo se quedó mirándome la nariz y creí que iba a decirme algo del bigote. Así es que di media vuelta y he andado todo el día huido y como acobardado.
El de Francés se cargó hoy diecinueve de veintiuno. Saqué 21,70 líquidas. He borrado un letrerito en el váter que decía: «Pérez, cornudo». Pérez es el de Francés. Por la noche, me ha dicho Melecio que si tengo plomo sabe de uno que hace perdigón.
10 septiembre, miércoles
Esto de los exámenes es una lavativa. Hay mucha matrícula y van al paso. Esta mañana empezó la de Alemán y los claustros se quedaron vacíos porque es una hembra que marea. Dicen que por una grieta del pupitre se le ven las rodillas cuando se enoja. No sé, no sé. Lo cierto es que hoy en los pasillos no había una rata. Cuando tocó el timbre para entregarme las papeletas me dio un vahído. Realmente está que lo tira. Y el tono ronco de la voz le da aún más aliciente. Por lo visto era de Hitler, y desde que Hitler perdió la guerra anda como cabreada. Ella piensa que está vivo, escondido en alguna parte. El señor Moro, cuando le pregunté, me dijo furioso: «¡Como no lo tenga en su alcoba!». El señor Moro anda quemado desde lo del otro día. ¡Anda y que le zurzan! ¡Lo que es, si para que él desarrugue el morro he de dejarme pisar la barriga, está listo! Al entrar por las papeletas, el de Francés y ella hablaban en alemán. Él chapurreaba y ella se divertía corrigiéndole. Una de las veces le agarró de los labios con las puntitas de los dedos y le dijo: «Como la u castellana». Él me vio de pronto y se puso a vocear. «¿No han llamado?», dije. Ella me alargó entonces las papeletas sin decir palabra.
15 septiembre, lunes
No veo el momento de que esto termine para dar gusto al dedo. Fuera de ayer, que subí con Melecio a lo de Aniago, no salgo desde el día 4. Yo le tenía mucho hablado a Melecio de lo de Aniago y le conté lo del nido de la liebre. Pero lo que son las cosas, el domingo no vimos nada. Se conoce que lo habían pateado otros. Esto de la caza es como el huevo de Juanelo. Después de mucho mover las tabas hicimos once pájaros. Nueve yo y dos Melecio. El cielo se cargó por la tarde y se puso de nublado. No nos dio tiempo ni de llegar a las bicicletas. Nos metimos en el chozo de ramera de un melonar y allí aguantamos. Melecio se santiguaba a cada descarga y yo le pregunté si tenía rilis. «Lo que tengo son dos chavales», dijo el. Le vi tan blanco que no quise cachondearme. Ciertamente daba rilis aquel cielo negro y el brillo de los relámpagos y el ruido de los truenos. Le dije para calmarle que los rayos iban a los pinares, pero él no estaba por la labor. «No sería el primero que funde un chozo», me contestó. Con el tacón pateaba a la Doly. Le pregunté si le molestaba la perra, pero a él le atocinó la pregunta y dijo de mala gana que la piel de los animales atrae los rayos. Luego se pasó el nublado y empezaron a cantar los sapos. Estaba oscureciendo y olía bien el campo. En la bicicleta, Melecio no hacía más que rajar. Parecía como si quisiera que me olvidara de que le había visto pasar rilis. A mí me gibaba su runrún porque me gusta escuchar el ruido de las llantas sobre la carretera mojada. A última hora acordamos ir el domingo 28, que se levanta la general, a lo de Illera.
19 septiembre, viernes
Esta mañana me dijo José, el de Secretaría, que ayer estuvieron hablando don Basilio y don Rafael durante una hora sobre la Conserjería. Parece que no hay acuerdo. Por lo visto el vaina de don Rafael me pone la proa. José me suplicó que no haga uso de esta información.
La Modes pasó por casa esta tarde. Como de costumbre, anduvo un rato moquiteando. Me temí que fuese por lo de siempre, pero tampoco me chocó cuando dijo que esperaba otro chaval. La Modes ha tenido cuatro en cuatro años. La madre dijo: «¡Alabado sea el Señor! ¿Cuándo piensa sentar la cabeza el Serafín?». «Él dice que es lo único que nos queda a los pobres, madre», respondió la Modes. Mi hermana se calmó enseguida y se puso a hablar de los puntos y de los subsidios. Serafín está bien colocado y tiene un buen jornal, pero mi hermana es desordenada. Vino con los dos críos mayores, que andaban por la azotea, y, de pronto, los sentí llorar. La Modes saltó como un buscapié. Cuando salí tras ella ya estaba enzarzada con la Carmina, insultándose a voces. Por lo visto, los chicos se habían puesto a trastear con una camisa del señor Moro. Quise hacer ver a la Carmina que los chicos son chicos, pero ella contestó a grito pelado que la que no sepa atenderles que se los guarde. La Modes la llamó entonces tía marrana y la madre le echó en cara a la Carmina lo del tendedero y lo del pellejo de la liebre. Entonces dijo la Carmina que es muy bonito eso de echar golfos al mundo y que deberían colgar a las sinvergüenzas que dejan sus hijos en el arroyo. Cuando se largó la Modes, le dije a la madre que no quiero más cuestiones con el señor Moro y los suyos. No son trigo limpio. No he visto a Melecio en todo el día.
24 septiembre, miércoles
Hoy concluyeron los exámenes. Dentro de ocho días empezaremos el curso. El tiempo ha oscurecido y asoma la otoñada. La azotea se ha puesto gris. Por la tarde hice balance: 380 pelas con 65 céntimos me dejaron los exámenes. Está visto que esto del dinero es cuestión de ordeñar a lo que salte.
Pensaba ir a ver a Aquilino, cuando la madre me recordó que le debo a Asterio el último traje; el de las listas. ¡Tengo la cabeza a caldo! Asterio es considerado y nunca pasa factura. Le di a cuenta las 300 y todavía me dijo que no corrían prisa. Añadió, por guasa, que ya había pensado en denunciarme. Asterio, como de costumbre, estaba con dos amigos escuchando mambos en la gramola. De vuelta, me compré un extractor de los de tenaza. El otro no me va.
En el café, me dijo el saleri de Tochano que se vendrán con nosotros a lo de Illera. Le pregunté que quiénes y me dijo que Zacarías, el Pepe y él. Total, cinco. ¡Buena mano!
26 septiembre, viernes
¡La madre se los pisa, vamos! Hoy abrió al cobrador de la luz sin acordarse de quitar la horquilla. Por lo visto le dio un repaso regular. Se enteraron las de enfrente y para qué te voy a contar. La Carmina la llamó tramposa y beata de las de aquí te aguardo. La madre no sabía cómo decírmelo. Me he echado a la calle y he andado toda la tarde como un zarandillo. Melecio me habló de su primo Esteban y fuimos juntos a su casa. Esteban dijo que todo dependía de que el cobrador hubiera o no dado parte. Luego me preguntó si era Sisinio quien tiene esa vereda. Le dije que no lo sabía y él dijo que si era así, un muchacho más bien flaco, con cara de estreñido. Le dije que sí y nos fuimos los tres a casa del tal Sisinio. Sisinio estaba fuera y le aguardamos en el bar de la esquina. Me recomían los nervios, porque si don Basilio se lo cata no creo que la cosa me haga mucho favor. Le quise explicar a Esteban el asunto de la horquilla y me dijo que conocía todas esas triquiñuelas y aún podía enseñarme otras. El tal Esteban no hacía el favor de grado y me pareció que si daba este paso era en atención a su primo. Melecio es un individuo que se hace querer. Fuimos otra vez donde Sisinio y al verle le reconocí y le dije a Esteban que sí era el de mi vereda. Esteban, echándolo a barato, le preguntó si había encontrado una horquilla en la cobranza de la mañana. Dijo Sisinio que una horquilla y un imán. Esteban entonces le sacó de la habitación y les oímos cuchichear un rato en la cocina. Nos dejaron solos a Melecio y a mí con el padre de Sisinio, que se bañaba los pies en un balde. Cuando regresaron Sisinio y Esteban, Esteban dijo que todo estaba listo. Al despedirnos, me advirtió que anduviera con ojo porque todas esas gaitas están muy castigadas.
Melecio y yo hemos estado en casa recargando hasta las diez. A la madre le dije que en lo sucesivo retire la horquilla hasta para abrir al basurero. Hemos quedado con los de Tochano a las siete frente a la botica de Creus.
28 septiembre, domingo
Fuimos en tren hasta lo de Illera. Es un cazadero hermoso con una ladera muy áspera, llena de jaras y tomillos, y un chaparral arriba, en el páramo. El río corre por bajo y espejea con el sol. Lo de Illera, a las doce del día, es un bonito espectáculo. Cogimos la ladera de izquierda a derecha, porque si no la perdiz escapa al otro lado del río. Venteaba recio y las tías salían largas. Zacarías dijo que había que subirlas al monte si queríamos que aguantasen. La Doly empezó trabajando bien y a la mano, pero luego se cansó. El Pepe tiró a una liebre en París. A pesar del viento hacía calor y me quedé en camisa. Como no hacíamos nada, Tochano dijo que lo que procedía era dar unos ganchitos, primero en la ladera y luego arriba, en los chaparros. Organizamos la cosa de forma que ojeasen dos y tres se quedaran de puesto, alternando. En los tres primeros ojeos bajamos cinco y en el cuarto yo me quedé de puesto en la esquina, junto al río. No me prueba el ojeo porque soy nervioso y no sé decidir, hasta que ha pasado el momento, si es mejor tirar de pico o de rabo. Acababa de bajar una perdiz cuando sentí ruido entre los mimbrerales de la ribera y me puse al quite. De repente apareció el zorro como a unos treinta pies y pensé que era el perro de un pastor. Él se volvió de lado y entonces le vi la cola. «Me cago en su padre», me dije y me cubrí bien con los enebros. El indino estaba quedo, con unos ojos muy despiertos, escuchando las voces de Zacarías y el Pepe que traían la mano. Dudé si cambiar el cartucho porque tenía séptima, pero me dije que en la operación iba a armar ruido y le iba a espantar. Luego, cuando me eché la escopeta y le apunté a la paletilla a ciencia y paciencia, me oía el corazón con tanta claridad como cuando de chavea me ponía don Florián, el cura, el reloj en la oreja para que cantara los segundos. Iba a apretar el gatillo cuando el tío marrajo se arrancó. Entraba gazapeando, el hijoputa. Entonces me dio la duda de si tirarle de morros o sacudirle de culo. Aún me dio tiempo de pensar que si le tiraba de culo podría machucarle el rabo y, sin vacilar más, disparé. Dio un brinco como un títere, el condenado, pero siguió corriendo y creí que se me iba. Entonces tiré el segundo y le quedé. Empecé a vocear y Tochano acudió el primero. «¡Mira!», le dije. «¡Coño, el zorro!», dijo él. Y fue a echarle mano, pero el maldito se revolvió y le mordió el brazo. Tochano se puso a patearle. «Deja —dije—, vas a escoñarle la piel.» Allí mismo comimos y Zacarías contó que en Extremadura hizo una vez una carambola de zorros y que eran mayores que éste. Melecio le dijo que no era posible matar dos zorros de un tiro, y Zacarías, que no se calla ni por cuanto hay, explicó que uno mordía el rabo del otro porque el de atrás era ciego y el de delante hacía de lazarillo. ¡No te giba! Parpadeaba el cachondo de él como cada vez que suelta una trola. Al concluir de comer, Tochano tenía la muñeca como una morcilla. «Ya estará rabioso el hijoputa», dijo. El Pepe no hacía más que darle a la bota. Al levantarnos dijo que le debíamos los billetes. Yo le dije que él me debía a mí los cafés del otro día. Se cabreó y me salió con que si me había dejado de pagar alguna vez. Le abonamos los billetes y él me dijo que mañana me abonaría los cafés y en paz. No me atreví a recordarle lo de los cartuchos de Aniago.
Por la tarde hicimos dos perdices y una liebre. La liebre la agarró la Doly en la cama. Con paciencia, la Doly puede ser más perro que la Ina. Le sobra instinto; sólo le falta afinarse. Cuando tomamos el tren de vuelta, Tochano tenía el brazo como un neumático y le dolía el hombro. El revisor estuvo curioseando el zorro por arriba y por abajo como si le fuera a cobrar billete. Luego dijo que valía la piel. En la estación hicimos partes y el Pepe dijo que el que llevara el zorro no llevaba cazas. El Pepe sabía que yo quería llevarme el zorro. Pregunté que qué clase de reparto era ése, pero terció Tochano y dijo que liquidásemos pronto porque tenía calentura. No quise hacer una escena por Tochano, pero es fijo que no vuelvo a salir al campo con el Pepe. Es un granuja. Melecio me cedió una perdiz de las suyas. Mañana iré a que me curtan la piel del zorro.
29 septiembre, lunes
Dice el curtidor que la piel de los zorros vale los meses que traen «R». Yo le dije que septiembre traía «R» y él dijo que sí, pero me hizo ver que septiembre es el primer mes que trae «R» después de cuatro que no la traen y que por lo tanto era muda nueva y no se hacía responsable. Quedamos en que le pagaría seis duros por el servicio.
Por la tarde estuve donde Tochano. La hinchazón le llega a los ojos y tiene muchos dolores y calentura. La Paula, la mujer, anda más nerviosa que una lombriz. Él la sacude, pero a ella no parece importarle. Un día le pregunté a Tochano por qué no se casaba con la chica, pero él me respondió de malos modos que pusiera mi casa en orden y no metiera el cuezo en la de los demás. Le pregunté si había avisado al médico y me contestó que le estaban poniendo penicilina. Dice la Paula que el médico dijo que la cosa no le gusta y que había meneado la cabeza como con preocupación. También gibaría que Tochano la diñase por una pamplina así.
1 octubre, miércoles
Hoy cobré 615 líquidas. También cobraron los obvencionales, pero a mí no me corresponden porque soy nuevo. Dice José que, como mínimo, entre los repartos de octubre, febrero y mayo hemos de hacer las dos mil pelas. Si no, nos completan hasta esa cifra por Navidad. Le pregunté si en ese suplemento va incluida la extra, y dijo que son cosas aparte. El señor Moro ha hecho estos días varias matrículas de los de fuera y supongo que le rentarán lo suyo. Comprendo que lo haga él porque a mí aún no me conocen y Ladislao se largó. Al curso que viene veré de explotar este filón.
Llamé al bar de Polo a preguntar por Tochano y la Paula me dijo que tiene menos calentura, pero la hinchazón no baja.
El tiempo se ha metido en agua. Ha estado jarreando todo el día. Las tardes así me gusta encerrarme en casa y oír el chapoteo del agua en el tejado. Me gusta también escuchar los silbidos de los trenes cuando entran y salen de la estación. Pasé la tarde entretenido en limpiar la escopeta y después sumé las piezas de la temporada de codorniz. Total, bien poca cosa: una liebre, cincuenta y tres codornices, cuatro torcaces y dos tórtolas. Es la peor temporada en los últimos seis años. En el 42 hice cinco codornices menos. Fue el verano que anduve con las fiebres.
3 octubre, viernes
Sigue cayendo agua. Apertura de curso. A primera hora fui de uniforme a la Universidad a llevar las togas y los birretes. A don Basilio le cae bien el traje académico. El de Francés, en cambio, parece un espantapájaros. El acto resultó un buen tomate. Habló un catedrático de Medicina sobre tumores cerebrales. Cosme me dijo que a ver cuándo me voy con ellos. Ya le dije yo que por mi parte haré todos los posibles para no pasar a la Universidad. El vaina me preguntó que por qué y le contesté lealmente que hay demasiados actos, demasiadas conferencias y demasiadas historias. ¡Si aquello no es vivir! Al salir la procesión, dijo Emilio que ninguno iba como los del Insti. Me hizo gracia el disparate y le dije que se fijara en mi director. Preguntó quién era mi director y se lo dije. ¡Si parece que ha nacido con la toga puesta! Cosme metió el cuezo y dijo que no entraba ni salía en si le caía bien o mal la toga a don Basilio, pero que los catedráticos de Universidad tienen un qué que no tienen los de otros centros. La procesión duró sus buenos tres cuartos de hora, y cuando regresé a casa con las togas y los birretes, la madre andaba alarmada pensando en si me habría ocurrido algo.
No fui por el café. La madre me avisó para que me asomase a ver pasar el Talgo. Para la madre es un espectáculo de todos los días. Todos los días dice entre dientes: «¡Qué hermoso es!». A las siete vino Melecio y estuvimos recargando. Trajo más pistones de la cárcel. Nos los dan casi regalados y queman mejor la pólvora que los de fábrica. Melecio traía también una lata de pólvora P. B. S. Me dijo luego que, a mediodía, pasó por casa de Tochano y que la hinchazón había cedido. Después Melecio quedó como achucharrado y apenas hablaba. Casi a la hora de marchar me preguntó si me conformaría yo con otros treinta. Le dije que de cuál y respondió que de años. «¡Hombre! —dije—. Eso, Dios dirá.» Él dijo que los firmaba. «¿Es que te sientes mal? —le dije intranquilo—. ¿Por qué piensas hoy esas cosas?» «El otoño me abolla», agregó. Le pregunté si estaban malos los críos, pero él insistió que era el otoño. Cuando se iba me confesó que había regañado con el jefe. Este Melecio tiene un temperamento del diablo. A ratos pienso si no estará un poco chalado.
6 octubre, lunes
Hay más de doscientos chaveas de matrícula y algunos tan chicos que aún se mean la cama. La gorra es un cachondeo. Uno se me cuadró esta mañana y me dijo: «A sus órdenes, mi teniente». Luego he oído a varios llamarme Teniente. Me quedaré con Teniente para toda la vida, digo yo.
Al señor Moro le dicen la Gallina y al de Francés, José Bonaparte. Es ley de vida. Después de todo, también don Basilio es el Coronel. Tenía miedo de que me faltara la voz al llamar a clase o al dar la hora, pero todo rodó bien. El de Francés me ha dicho que le dé la hora a las menos diez; la de Alemán, a las menos cinco; don Basilio, a las menos siete, y don Rafael, a las menos cuarto. Así da gusto.
Después de comer, aunque la tarde estaba anubarrada, me cogí la burra y la escopeta y me llegué a Buitrejo. Los majuelos están aún sin vendimiar y viene una cosecha bien rala. A poco de llegar al pinar, descargó una nube y aguanté bajo un pino. Cuando escampaba, sentí cantar las perdices a mi vera. Hacía un ventarrón del demonio y me llegué a la linde del pinar cubriéndome con los pimpollos. Allí hay un claro de escobillas y jaras. El viento casi me tumbaba, pero aguardé con paciencia tras el pimpollo, pues la perdiz cantaba allí mismo. Cuando la vi apeonar, a tiro, estuve por sacudirla, pero aguardé por el placer de observarla. El sol rompió una nube y el campo se llenó de colores. De la parte de la derecha llegaron otras dos perdices cantando confiadamente. Luego se me ocultaron tras una avena y dejaron de cantar. Esperé un rato y salí a por ellas. Las suponía encamadas y llevaba a punto la escopeta. El bando de lo menos veinte se me levantó de los pies. Iban apiñadas y yo tiré al bulto y descolgué tres. No me atreví a tirar el segundo por miedo a perder las tres primeras y luego, en la bicicleta, me pesó.
En el café, el Pepe se cachondeó cuando se lo dije y me salió con la bobada de que también él, de chico, mató un oso de una pedrada en la ingle. Terció Zacarías y dijo que él cayó una vez dos perdices disparando cuando se cruzaban, pero no sabía de nadie que bajara tres de un tiro. Me cabreé y les dije si es que mi palabra no contaba. Los mandrias se echaron a reír. Juan, que retiraba los servicios, dijo: «El cazador no puede engañar a los de su oficio». Y me guiñó un ojo. Me levanté y me vine para casa sin jugar la partida. El que quiera divertirse que se compre un mono.
10 octubre, viernes
Vino Melecio después de comer. Traía en la mano un recorte de El Diario Vasco y me lo enseñó. Decía: «Proeza de un joven cazador. El joven de la localidad, Vicente Ansoátegui, tuvo la fortuna de matar ayer una hermosa liebre en este término municipal. Dicha proeza la realizó sin ayuda de perro». Dijo Melecio: «¿Qué te parece?». «Bueno —dije—. Yo no lo entiendo.» Luego me dijo Melecio que le acompañara al café, que íbamos a reírnos un rato. Respondí que ni hablar y me pidió que le explicara. Yo le conté lo de las tres perdices. Me preguntó si es que pensaba guardársela y le dije que no era eso, sino que no me petaba. Salí con él, pero en la esquina nos separamos y yo me fui donde el curtidor. La piel queda bien, aunque un poco tiesa. Le largué al tío los seis duros y él me dijo entonces que eran siete. Le dije que habíamos quedado en seis y seis le daba. El marrajo salió con que el bicho estaba machucado más de la cuenta y que si no quería la piel la dejase. Anduvimos un rato de picadillo. El tío estaba sentado en un taburete, enfrascado en la tarea sin mirarme. De repente levantó los ojos y dijo: «Vengan los seis. Con un duro me limpio yo el ojete». Le dije que no se trataba de eso y que si él creía que su trabajo lo valía le daba los siete duros y santas pascuas. Él saltó con que le diera lo que quisiera. Le dejé los siete pavos sobre el banco y llevé la piel a casa de Melecio para que la Amparo me la guarde hasta Navidad. A los tipos así hay que recortarles las alas.
12 octubre, domingo. El Pilar
Esta mañana bajé por unos churros para celebrar la fiesta. Hay una buñolería en la esquina, pero hasta hoy no había entrado en ella. Ya iban a cerrar aunque sólo eran las nueve y media. Había un montón de churros sobre el zinc y pregunté si estaban calientes. El tipo gruñó y preguntó cuántos quería. Yo los toqué por encima con cuidado para ver si estaban calientes. El hombre se subió a la parra y voceó que los sobase bien y luego dijera que estaban fríos. Yo le dije que no se trataba de eso. Había una chavala fregando la churrera a mano izquierda, bajo un grifo, y volvió la cara al oírnos. Tenía los ojos grandes y asustados. Le dije al tipo aquel que me diera dos pesetas. El hombrón, mientras me despachaba, dijo a la chica: «Lava bien la estrella, que luego pasa lo que pasa». La chavala tenía las manos torpes y daba lástima. Yo no podía apartar los ojos de ella, y cuando comía los churros mano a mano con la madre, veía sus ojos asustados en el tazón de café con leche. Luego, cuando llevaba la caja con los birretes y las togas, junto a la estatua de Colón, donde había un acto de la Hispanidad, me quedé mirando como alelado la puerta gris de la buñolería. Durante la misa de campaña y los discursos, seguía pensando en los ojos asustados de la chavala de la buñolería. Después de comer, me tumbé en la cama tripa arriba y en el techo continuaba viendo los ojos asustados de la chavala de la buñolería. No salí en toda la tarde. Por la noche me asomé a la azotea y se oía de lejos el concierto de la Banda Municipal en el quiosco del parque. Pensé que quería que tocasen La Bejarana y fue como un milagro, porque a la pieza siguiente la tocaban y hasta que la oí no me di cuenta de que si yo quería que tocasen La Bejarana era para poder recordar más de cerca los ojos asustados de la chavalilla de la buñolería. He estado un rato como un bambarria mirando las luces de la ciudad. Nunca he sentido una cosa así. También gibaría que la chavea esa me hiciera perder la cabeza.
15 octubre, miércoles
Hoy se presentó Serafín con un chirlo en la cabeza. Olía que apestaba a vino. La madre se asustó y le preguntó qué le ocurría. Él respondió que la Modes le había sacudido con el hierro de la cocina. Explicó que los embarazos irritan a mi hermana y que en la fábrica le habían dicho que diese parte, pero que él no va a dar parte porque quiere a la Modes, y eso era una vergüenza, y por los chicos. Le acompañé a la Casa de Socorro y le pusieron dos grapas. El menguado chillaba como una mujer cuando le cosieron. Al concluir le llevé a casa y la Modes se colgó de él como si hiciera un año que no le veía. «Eso es por lo que te quiero, gandul, ¿me oyes? Nada más que por lo que te quiero», decía a voces. Los dos lloraban y los chiquillos andaban por allí a la greña y yo, no sé por qué, me acordé de la chavala de la buñolería. Al regresar a casa, entré y pedí una pela de churros. El hombrón tenía una rueda en la sartén y la chavala atendía al mostrador. Me preguntó que si una peseta y yo dije que sí con la cabeza. Sirvió antes a dos vejetes y me di cuenta que en mis churros ponía más azúcar que en los de ellos. Le pregunté a qué hora cerraban y ella me dijo que a las ocho. Entonces le dije que si tenía algo que hacer a esa hora. Ella se achucharró y me hizo señas de que callara la boca porque el hombrón podía oírnos. A las ocho estaba como un clavo a la puerta de la buñolería y vi salir a la chica con el hombrón. Llevaba un abrigo muy corto y gastado y enseñaba unas pantorrillas demasiado flacas. A pesar de todo, tiene tilín. La seguí de lejos y por la noche, desde la azotea, me emperré en distinguir la casa donde ella vive.
17 octubre, viernes
Con estos fríos mi bigote anda flojo. Del lado izquierdo, todavía; pero del derecho... El Pepe dice que es un quiero y no puedo. A la madre le gusta y cuando me mira dice que hace nada era aún un mocoso. Si pasados unos días no da más, me lo corto y para la primavera volveré a ensayar. Yo quisiera saber qué piensa la chica de la buñolería de los hombres con bigote.
A Melecio le confesé este mediodía que hay una chavea que me tiene gilí. Melecio se interesó y aunque yo le dije que, aparte de que la chica me puso a mí más azúcar que a los vejetes, no había nada, me hizo contarle todo con pelos y señales.
Por la tarde volví junto a la buñolería. La chavala salió con el hombrón, pero se separaron en la esquina. Yo me acerqué y le dije que si no le importaba la acompañaría y ella dijo que no le importaba, y fui yo entonces y la acompañé. Ella me contó que la buñolería era de su padre y que acababa de tener un hermanito y por eso venía ella a ayudar a su padre en lugar de su madre. Le dije yo que era una cosa rara que siendo su padre tan fuerte fuese ella tan flaca, y ella se echó a reír y me dijo que su padre era hombre y ella mujer, y que su hermanito recién nacido era en proporción tan fuerte como su padre, porque era hombre también. Luego me dijo que se llamaba Anita y que sus amigas dicen que se parece a la Pier Angeli. Le pregunté quién era ésa y ella me dijo que no bromeara. Le dije lealmente que no bromeaba y ella me dijo entonces que era una artista de cine y que ya me mostraría fotografías. Le pregunté a intención que cuándo y me dijo que el domingo. Yo le dije que era cazador y que los domingos salgo al campo y a ella esto la gibó y dijo que si no tenía tiempo, nada. Le dije que cualquier otro día, pero ella dijo que no salía más que los domingos, y que si su padre la ve corriendo por las calles entre semana la dobla por la mitad. También la chavala es de su pueblo.
Pasé por casa de Melecio y el Mele me dijo que la perra estaba coja. La anduve mirando y tenía una garrapata entre los dedos inflada como un globo. Se la quité y le di un poco de alcohol. El animal aullaba y el Mele le acariciaba las orejas. Luego me pidió el chiquillo que le contara historias de animales. Le conté la del hurón que encontró dentro de la boca un turón y tuvo que salir de naja. El Mele se reía las muelas. Cuando llegó Melecio estuvimos un rato recargando.
A la chavala esa voy a darle otra oportunidad. Si quiere, bien; si no, ¡que tire por donde le dé la gana!
19 octubre, domingo
Estuvimos en lo de Quintanilla. Es un cazadero áspero, pero tiene perdiz. Por la mañana nos salió el guarda cuando acababa de coger un racimo de un bacillar. Lo arreglamos con dos barbos. Yo estuve hecho un panoli. Marré dos perdices que me salieron a huevo. Sobre la una, cuando llevábamos delante más de un ciento de ellas, apareció un jurado y nos dijo que aquello era vedado. Le pregunté por los postes y él dijo que arriba estaban. Le dije lealmente que arriba no había postes y él contestó que no tenía la culpa si los arrancan los del pueblo, pero que allí tenían que estar. Melecio me hizo señas de que callara la boca y tiramos para arriba. Buscamos la abrigada para comer y entonces le conté a Melecio que estuve con la chica de la buñolería la otra noche. Le dije también que me había citado para esta tarde y que se mosqueó cuando le dije que salía al campo. Dice Melecio que a las mujeres las cabrea la escopeta. Le pregunté la razón y él dijo que les estropea el domingo, y que recordase que la Amparo, mientras no tuvo el primer chico, siempre le ponía jeta.
Al volver para tomar el tren, me preguntó Melecio si conocía a uno que le dicen Pavo, que estudia donde yo estoy. Le dije que sí y que es el que organiza todas las jaranas. Melecio abrió el ojo y dijo que a ver si me hago con él, porque tiene un monte de la parte de La Pedraja, donde por lo visto no se da abasto para cargar la escopeta. Mañana haré por verle.
Hemos hecho cinco perdices y una media liebre. Yo hice dos perdices y el resto Melecio. En casa me mudé de ropa y me bañé los pies, y me fui a la calle a dar un clareo. No he visto a la Anita viva ni muerta.
20 octubre, lunes
El Pavo es mal estudiante, pero lleva dentro una alegría que para qué. Hoy, a cada vuelta que daba al corredor, yo le decía: «Pavo, majo». Él miraba y me hacía una seña con la mano. A la cuarta vez yo le dije también: «Pavo, majo», pero él no me hizo la seña. A la quinta vuelta se separó del grupo y vino a mí y me saltó con que qué coño pasaba ya con tanto Pavo. Me dejó parado, la verdad, y le dije que yo no había querido molestarle. Dijo él: «Joroba ya eso de Pavo, Pavo, a lo bobo, ¿no comprendes?». Yo intenté ganarle por la mano y le dije que no lo tomara por ahí, que si quería un pito. «Acabo de tirarlo. No lo tomes a desaire», dijo él. Luego el cipote volvió con su cuadrilla. No me pareció pedirle el permiso. Otra vez será.
Tochano fue hoy por el café. Aún se le notan los colmillos del zorro en la muñeca. Nos jugamos el café a la garrafina y le tocó palmar. Dijo, por guasa, que le salía más barata la penicilina.
Luego cogió la perra con que si en vez del trespito mete el cinco-pito no le ahorca Zacarías el seisdoble y nos dio la tarde. El Pepe todavía no se ha explicado.
En casa, la madre me contó otra vez lo del gobernador, cuando invitó al padre a cazar y le dijo que era la primera escopeta del país. Siempre que se acercan las Ánimas hablamos del padre. Cuando me acosté, el viento sacudía la persiana contra los cristales y no me pude dormir hasta las tantas. Sentí el exprés de Galicia.
2 noviembre, domingo. Las Ánimas
Por la mañana fui al camposanto a llevar al padre unas flores. He oído que en el cementerio hay una plaga de conejos. Me alegra por el padre. Así podrá entretenerse viéndoles corretear por entre las tumbas las noches de luna. Digo yo que así no se sentirá tan solo. Hace ya quince años que se marchó. ¡Cómo pasa el tiempo! A la salida del camposanto tropecé con don Florián, el cura párroco del Carmen. Me interesé por su reúma y me dijo que en los otoños secos mejora. Volvimos por el paseo de cipreses hablando del padre. Hacía una mañana templada y de no ser por lo apagado del sol y el aspecto del campo, parecería primavera. Le recordé al cura que hacía quince años de lo del padre y él dijo: «Verdaderamente no somos nadie». Él me contó algunas anécdotas de cuando cazaban juntos. Luego le recordé la tarde del entierro y le dije lealmente que su presencia me dio valor. Aquel día, quince años antes, don Florián me cogió de los brazos y me dijo: «Ya eres un hombre, Lorenzo». Lo decía porque yo tenía los ojos secos, sin darse cuenta de lo que a mí me costaba tener los ojos secos, recordando la mañana que el padre marró una liebre, tiró la escopeta y me dijo llorando: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Le dije luego si recordaba que el Don pasó la noche aullando como un poseído. Don Florián dijo: «¡Qué hermoso animal aquél! ¡Sentía casi como una persona!». Enseguida cambió de conversación y me mostró las casas del Secretariado. Le dije que vaya si era una gran obra. Al pasar por casa del Pepe me preguntó don Florián cómo marchaba y yo le dije que lo mismo. Él dijo que si seguía sin acercarse a la iglesia y tomando sus cosas a chacota. Le contesté lealmente que ya se sabe que el Pepe no toma nada en serio. Don Florián dijo que qué lástima de chico, que tenía buenos principios.
Hubo carta de Tino. El hombre, tan satisfecho de la vida como siempre. La madre dijo que todos los días le pide al Señor que a la Veva le nazca un crío. Le pregunté el porqué y ella dijo sólo que Tino necesitaba un hijo. Mi hermano dice en su carta que no podrá venir para Nochebuena.
6 noviembre, jueves
Esta mañana me topé con la de Alemán, de palique con el de Gimnasia en el sofá de la Sala de Profesores. Detrás mío entró el de Francés y les vio lo mismo que yo, pero como el de Gimnasia es un tipo con una espalda como un encerado, se hizo el tolondro y pasó a la Secretaría sin saludarles. Yo ya me olía la tostada, y cuando sonó el timbre sin dejarlo, ya sabía por dónde iba. El de Francés se puso guapo, aunque no llevaba razón. Le dije lealmente que no le vi salir de Secretaría y que le hacía arriba. Él dijo que mi obligación era estar abajo y no preocuparme de si él entraba o salía en Secretaría. Le dije entonces que si abandoné mi puesto fue por subir el correo y él me contestó que no me tomase atribuciones de cartero, que no me competían. ¡El muy cipote! Terminó por decir que esperaba que fuese ésta la primera y la última vez. Luego volvió a llamar todo el tiempo, porque le molestaban unos cuantos cantando en el corredor. Al salir se me acercó el Pavo y me preguntó qué pasaba. Me gustó que me tutease, la verdad, y yo le dije que el de Francés se quejaba de que un grupo cantase en los pasillos mientras daba la lección. El Pavo se echó a reír y me dijo que lo que pasa es que al tío le molestan los cuernos. Estuvimos un rato de cháchara y finalmente le dije al Pavo si era cierto que su padre tiene un coto. Me preguntó si era cazador y yo le respondí que sí y él entonces dijo que fenómeno, y que para vacaciones iríamos un rato. Le dije, para obligarle, que qué clase de combinación había y él me contestó que saldría por mí a la estación en la serreta.
A las dos, cuando todo el mundo se había largado, me topé con el de Francés hablando con la de Alemán. Él creía que estaban solos y le iba diciendo a voces que jugar con los sentimientos de un hombre honrado era una bajeza. La de Alemán no le hacía mucho caso y fue él entonces, la agarró de las muñecas y dijo no sé qué de hacer una barbaridad. Me di media vuelta y me puse a silbar para que me oyesen. ¡Toma del frasco!
7 noviembre, viernes
Le pregunté esta mañana al señor Moro si no nos renovarán el abrigo este invierno, porque el que tengo está para dárselo con cinco céntimos a un pobre. Me contestó que se lo diga yo a don Basilio, porque a él le duelen ya las narices de ir con esa embajada. Según el reglamento deberían renovarnos el vestuario cada tres años, pero por lo que dice el señor Moro va para cinco que no le dan un botón. Aproveché cuando don Basilio salía de clase para decírselo y él me respondió que estaba en ello, pero que el Centro no anda en fondos. Luego dijo que si le saca al director general para la Biblioteca, retirará un pellizco para los abrigos. Le dije que reparase en el mío y a él le gibó tanta insistencia, me apartó de malos modos y me dijo que sí, y que le dejara en paz.
A Melecio le conté esta tarde lo del Pavo. Melecio quiere ir en víspera de Navidad y traer conejos para las fiestas. Me preguntó si hay algo nuevo de la chavala. No he querido decirle que la tengo en las mientes a todas horas, y que esta mañana la vi salir de la churrería y me entró un temblor de piernas que para qué. Quedamos en ir el domingo a lo de Jado.
9 noviembre, domingo
Las perdices de lo de Jado están muy bravías. Claro que también es cierto que las ovejas han entrado ya en los majuelos y no tienen donde aguardar. Estuvimos tres horas dando patadas sin disparar la escopeta. La Doly andaba trabajadora, pero como si nada. A las dos nos llegamos a un maizal sin panochas, pero con las cañas altas. Allí se armó la guerra. Las tías salían a huevo, y no dábamos abasto. Cobramos cinco en un cuarto de hora y una se me largó de ala. Al concluir la mano, se me arrancó de los pies una media liebre. Las cañas me mareaban y dejé los dos tiros cortos. Le voceé a Melecio y le ocurrió otro tanto. En la vida se llevó una pieza más maldiciones. Melecio dijo que estaba cierto de haberla sacudido. Yo le dije que alguna habíamos de dejar para que criase. A cosa de kilómetro y medio hallamos la media liebre muerta junto a un chaparro. Melecio la puso a orinar y reventaba de contento. Nos sentamos a comer en una junquera y le pregunté que qué pediría él si le dijeran que se le concedía un favor. Melecio pensó un momento y dijo luego que el Mele fuese un gran cazador. Le pregunté por los años del Mele y me dijo que ya va para ocho. Luego nos pusimos de recordatorios, y Melecio mentó a doña Flora y el día que él se orinó en la procesión del Viernes Santo cuando iba tocando la corneta. Nos reíamos a carcajadas como dos menguados. Era por doña Flora, y por la media liebre, y por el cielo azul intenso, y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes piernas para recorrerlo. Melecio explicó que no se pudo contener, y que la gente armaba dos murallas a lo largo de la calle. Le recordé yo que doña Flora, de regreso, le sacudió dos guantadas y dijo que para tanto como eso no había dado ella permiso para orinar antes de la procesión, y que había sido una vergüenza para el Grupo Escolar número 4. Habíamos terminado de comer y nos tumbamos un rato al sol, entre los juncos. Dije, luego, que yo pensaba entonces que era una eternidad lo que nos faltaba para hacernos hombres. La Doly jadeaba a mi costado, y Melecio dijo que ahora, en cambio, piensa uno que es un suspiro sólo lo que nos queda. Le dije asustado que se callara.
Por la tarde vimos correr el zorro por un teso pelado. Cojeaba de la mano izquierda. Luego empezaron a bajar las primeras sombras sobre el campo y sentí, sin saber por qué, como una tristeza. Tiré dos perdices largas por calentarme la mano. Melecio, a última hora, derribó un engañapastor porque se aburría. Hasta las doce no regresamos a casa. El rapidillo traía cuatro horas. Dicen que ha habido un descarrilamiento de la parte de Cervera.
12 noviembre, miércoles
Esta mañana bajé por una pela de churros. La chica me despachó como si fuera un desconocido. Me dolió, palabra. El hombrón miraba sin dejarlo desde su taburete y callé la boca. Luego oí decir al Pavo que la chavala de la buñolería está como un tren. Por la tarde regañé con Tochano por jugar el rey a destiempo. Ha sido un día negro. Me acosté de mal café.
15 noviembre, sábado
Se presentó Serafín a la hora de comer y le dijo a la madre que la Modes andaba con dolores de parto. La madre se echó el abrigo y se fue con él. A la noche regresó. Mi hermana ha abortado. Dijo la madre que era un crío muy majo. Me pasé por casa de mi hermana después de cenar. Tenían al crío en una caja de zapatos sobre la mesa de la cocina, y mi cuñado lloraba a su vera. De vez en cuando acariciaba las manitas del chaval y lloraba más recio. No me imaginaba que la muerte de algo que no ha vivido pudiera doler. La Modes se quejaba en la habitación de al lado y entré a verla. Le dije que era una pena y que parecía un crío muy majo. Me agarró las manos y anduvo llorando un rato abrazada a ellas. Luego se serenó y me preguntó que si acompañaría a Serafín mañana a dar tierra al niño. Yo le pregunté que si se enterraba con todas las de la ley a algo que no ha nacido. Ella me contó que le habían bautizado y todo, y le habían puesto Pío, como el papa. Le dije que si aguardaban a la tarde podría ir con Serafín. La Modes me dijo que habían estado de la fábrica de mi cuñado y uno había dicho que el crío empezaba a oler. Yo le dije que si a oler con este frío, y ella insistió que eso decía uno. Le dije que eran pamplinas, y que a las cuatro iría con un taxi. Me han gibado la excursión de mañana.
16 noviembre, domingo
Hoy enterramos al chavea de mi hermana. Parecía una coña eso de enterrar una cosa que ha muerto sin nacer. Fuimos los dos solos, con la caja de zapatos. Yo, por distraer a Serafín, le pregunté si la caja era de unos zapatos suyos o de la Modes, y él me contestó que se la había dado un vecino, pero que de todos modos el chaval no mediría más de un cuarenta y uno. Serafín se había colocado una corbata negra. El tío es muy aparatoso. Le puse un brazo por los hombros y le dije que tuviera resignación y que aún le quedaban cuatro. El cagueta de él empezó a hipar y pidió al taxista que parara. Se apeó llorando y me dijo que aguardase un minuto. Le vi que se metía en un bar, y entonces me apeé yo. Me preguntó el taxista si era cierto que llevábamos en la caja un niño muerto. Le dije que sí y él me pidió que se lo enseñara. Levanté con cuidado la cubierta y él dijo que era muy majo y que parecía talmente un muñeco. Me metí en la taberna con la caja bajo el brazo. Mi cuñado estaba en un grupo y tenía un campano sobre el mostrador. «Ve, aquí está», dijo al verme, y me quitó la caja. Le pregunté qué iba a hacer, pero no me contestó, puso la caja sobre una mesa de mármol y la destapó. Los cipotes que andaban con él se quitaron la gorra. Serafín rompió a llorar, se bebió el vino y pidió otro. Yo entonces me cabreé, cogí la caja y la cubrí y le dije a Serafín que me iba a enterrarlo solo. Él vino a mí y se puso a zamarrearme y a decir que el crío era suyo y que dijera otra vez lo de irme a enterrarle solo y me daba una mano de guantadas que no me iba a conocer ni mi madre. Le dije entonces que si no le daba vergüenza emborracharse de esa manera con su hijo de cuerpo presente y él se echó a llorar y se me abrazó y me dijo que el chiquillo se había muerto porque no lo merecía. Como es de ley, me tocó pagar los vasos. Serafín iba voceando por la ventanilla que su hijo se había muerto porque no lo merecía. La gente miraba y yo temía que a Serafín le diera algo. A la vuelta le acompañé a casa y le dejé acostado. El desgraciado me ha dado el día.
19 noviembre, miércoles
Hubo Claustro esta tarde. Como me olía que tratarían de la grati de Navidad, anduve al quite. En las citaciones se hablaba primero de los ayudantes interinos y luego de la Biblioteca. La cosa salió a relucir en ruegos y preguntas. Don Basilio hace el canelo sometiendo estas boberías al Claustro. Al hombre se le encoge el ombligo cuando tiene que decidir solo. De todos modos, nadie puso pegas y la grati se aprobó. Al subir, se lo dije al señor Moro y me soltó un bufido. Me eché a reír en sus barbas, más tranquilo que el Bomba, y esto al tío marrajo le desconcertó. ¡Anda y que te zurzan!
Al afeitarme, después de cenar, me encontré cara de panoli y me corté el bigote. La gorra me va peor sin él. Para la primavera me lo volveré a dejar. Con estas heladas no hay bigote que resista.
La madre ha vuelto a decirme que anda alcanzada. Estas cosas me ponen de mal café. Ella dice que no tiene culpa, pero la fetén es que otros viven con menos. Le dije que aguarde a que se resuelva lo de la Conserjería y, si fallase, habrá que pensar en buscar algo para por las tardes.
23 noviembre, domingo
La Amparo ha caído con la gripe y en vista de ello me subí en la burra con el Mele, a lo de Herrera. La Doly nos dio la tarde, pues no se hace al soporte. La amarré, pero la tía es terca como una mula y dos veces estuvo en un tris de ahorcarse. Lo de Herrera está muy pateado y las pocas perdices que quedan se levantan en París. En toda la mañana no vi más que una liebre rabiosa que se me arrancó a dos kilómetros. Está visto que en esto de la caza lo que no se haga en septiembre y octubre no se hace luego. Comimos en la cotarra San Crispín. Desde el alto se dominan los bosques de negrales, perdiéndose en la distancia. El río corre por medio y espejea con el sol. El Mele me preguntó dónde acostumbra a anidar la perdiz, y le dije que en Castilla suele hacerlo en las cebadas y los trigos. Le estuve contando que a veces los segadores encuentran un nido con huevos y al día siguiente no queda más que el cascarón. Me preguntó si es que nacían corriendo y le respondí que algo parecido a eso. A la derecha del pinar están los barbechos, y al cabo, lo de Muro, y le dije al Mele que íbamos a seguir el lindero después de comer, a ver si había más suerte. Me prometí de antemano no pisar una hierba del coto, pero luego, al ver que no salía una mosca, maneé unos chaparros. Era tan grande el silencio que me confié y al llegar a la pimpollada tiré a la derecha y me metí tranquilamente en el coto. Casi no habíamos dado un paso cuando apareció el guarda. Le di las buenas tardes y él dijo «si no sabíamos que eso estaba penado». Puse cara de gilí y le dije que cuál. El candongo tiró de libreta y me pidió los papeles. Le pregunté si es que me iba a denunciar y si por casualidad era aquello terreno de Muro. Respondió que bien claro lo decían las tablillas. Había una a cuatro metros, pero le dije que debía dispensarme porque no obré a intención. Él se cabreó, volvió a pedirme los papeles y dijo que todos iban con la misma copla. Vi la cosa mal y le puse en la mano un billete de cinco pavos y le pregunté qué alargaba el rifle. El vivales miró de reojo la mano y respondió que como alargar puede que los dos kilómetros, pero que a esa distancia no se hace puntería. Le dije que si eran alemanes y él dijo que sí, que eran alemanes. Luego le pedí que me indicara por dónde iba la linde y me largué. De retirada, se arrancó una perdiz en unas palas, grandota como un ganso, y le tiré por calentarme la mano. La tía zorra cayó como un trapo. Llamé a la Doly, pero no sé qué coños la pasa a esta perra que, a pesar de que la llevé donde el plumón todavía caliente, no dio con ella ni la picaron los vientos. El bicho este no vale un real. Sobre los cinco barbos, esto. Lo que faltaba para el duro. Y, encima, la madre me puso jeta porque vengo de vacío. Las mujeres son así. Creen que esto de la caza es aquello de llegar y besar el santo.
25 noviembre, martes
Dice el Pavo que el doce sale con la tuna para Marruecos. Como veía mal la excursión, le pregunté si desistíamos de lo del monte, y él entonces me dijo que si hacía el siete. Le contesté que fenómeno, aunque no sé qué pensará Melecio sobre el asunto.
Al concluir las clases, don Rodrigo, el de Matemáticas, me llamó y me dijo que si quiero encargarme de la venta de unos apuntes de su asignatura. Me advirtió que se trata de hacer las cosas discretamente, y que me dejará un duro limpio cada ejemplar. El asunto me hizo tilín y le dije que de acuerdo. Don Rodrigo, aunque joven todavía, da la sensación de un hombre agotado. A pesar de que le dije que bueno, él se puso a darme explicaciones y me dijo que ya sabía que esto no debería hacerlo, pero que le dijera qué puede hacer un hombre con seis hijos y mil ochocientas mensuales si paga novecientas de casa. Me gibaba tanta historia, pero él como si nada, siguió diciendo que en un país bien organizado él vendería sus apuntes en la librería, pero que si conocía yo la comisión del librero, y que para tanto como eso él se hubiera metido librero y no tendría necesidad de estrujarse los sesos. Yo le dije que sí y él se animó y dijo que no fuera a creer por estas cosas que me decía que el negocio fuese una cosa inmoral, pero que me pusiera en su situación, con ocho bocas en casa y no sabiendo más que matemáticas y no poder dar clases particulares, porque está prohibido, y que lo de vender apuntes se hace en todos los centros docentes. Le dije que qué cosas tenía, y él me contó entonces que no hablaba por hablar y que, en el último viaje de estudios a Baleares, oyó decir a dos alumnos en la cubierta del barco que don Rodrigo era capaz de afeitar un huevo. Luego insistió en que le dijera sinceramente qué puede hacer un hombre como él con mil ochocientas mensuales y ocho bocas en casa si no es afeitar un huevo. Para que me soltara tuve que decirle que tenía que dar la hora al de Francés, y que ya sabía cómo las gastaba. Me dijo que no dejara de pasarme por su casa a recoger los apuntes.
En casa me encontré a Melecio. Dice que la Doly está enferma y que no sabe si es el moquillo, porque el animal anda muy postrado. Recuerdo que la tarde de Herrera no quiso seguir el rastro de la perdiz que caí, a pesar de que la llevé donde estaba el plumón todavía caliente. Quedé en pasarme por su casa para ver lo que procede. Éramos pocos y parió la abuela.
28 noviembre, viernes
La Doly anda cogida. Lleva dos días sin probar bocado. En el ojo derecho se le ha formado como una telilla transparente. El Mele no se separa de ella. Acordamos llamar al veterinario. Melecio me preguntó si sabía lo de Tochano. Dije que no, y él dijo entonces que se casa con la Paula para Navidad. Le pregunté cómo era eso y él me contó que le encontró ayer tarde y le había dicho que durante su enfermedad pensó en la vida y había decidido casarse con la chica que le había demostrado su cariño. Le dije lealmente a Melecio que mira por dónde un zorro había conseguido lo que no consiguió don Florián, el cura.
José, el de Secretaría, me ha dicho que ayer volvieron a hablar de la Conserjería don Basilio y don Rafael. No sabe qué decidirán, pero cree que lo que sea sonará pronto. Al tal don Rafael le tengo más miedo que a un nublado. Es más tonto que un hilo de uvas, pero se me hace que no me tiene buena ley.
Como me prometió el Pavo, la tuna estuvo esta noche donde la Anita. Sólo se asomó el churrero y les dijo que se largaran, porque el chaval acababa de agarrar el sueño. Les dio tres pelas. El tío no se ha corrido. La verdad es que tres pelas en estos tiempos no son dinero.
29 noviembre, sábado
Estuve esta tarde a ver a la perra. Por lo visto el veterinario ha recetado penicilina. Pregunté a Melecio si interesaba la inversión con un animal que así viva mil años nunca aprenderá a cobrar, pero él dijo que aunque no sea más que por el chico está determinado a ello. Escotamos a diez barbos. De vuelta a casa me di de bruces con la Anita. Me acerqué a ella y la panoli puso cara de circunstancias. Le pregunté si le gustó la serenata y respondió que su padre a poco la desloma, porque había entendido que ella salía con estudiantes. Le dije entonces que si tenía a mano las fotografías de la artista esa que se le parece, y me contestó que el domingo las sacó, pero que no me vio en el paseo vivo ni muerto. En el portal le agarré una mano y ella me dejó hacer. La arrinconé y le solté lo que pensaba desde que la conocí en la buñolería. Ella me salió con que por qué me había quitado el bigote. Le pregunté si le gustaba más con bigote, y ella dijo que ni más ni menos, solamente que extrañaba el verme ahora sin él. Estaba tan mollar que pensé que era buen momento y le pregunté por su madre. Ella se extrañó que le preguntase por su madre, y yo le dije que era por lo del crío. Se achucharró como si yo le hubiera propuesto un qué y, al fin, me dijo que su madre iba ya por la buñolería, y que ella había vuelto a peinar. Le dije que no sabía que peinara y ella dijo que iba para un año que trabajaba con las Mimis en la peluquería de la calle Blanca. He quedado en ir el martes a la noche y ella en echarse al bolso las fotografías.
2 diciembre, martes
En cuanto oteé al Mele esta tarde trasteando en la calle, ya me imaginé que la perra estaba buena. El chavea me lo confirmó. Anduvimos los dos un rato tirándola el pellejo de la liebre, ella enreda con él, pero no lo trae. Melecio me ha devuelto 4,75. No ha sido caro el tratamiento. Ahora, cuando se mete uno en boticas, hay que cerrar los ojos. Me preguntó Melecio si se había explicado Tochano. Ya le dije que no. Al marchar me preguntó dónde iba con tantas prisas y le conté lo de la chavala. Estuvo un rato de cachondeo.
La Anita sacó las fotografías. Sí, pero no. Es la Anita, pero no es la Anita. Ella tiene un qué que le falta a la otra. Se lo planté así y ella dijo que eso quisiera. Aunque hacía fresco, dimos una vuelta por los soportales y la invité a un bartolillo en La Conchita. La Anita es más golosa que un gato. En el portal le pregunté cuándo iba a darme una respuesta, y ella dijo que no sabía que le hubiera preguntado nada. No sé qué me da esta mujer que me tiene como tolondro.
3 diciembre, miércoles
Los apuntes de don Rodrigo se venden como rosquillas. Ya me han dejado 125 líquidas. Esta tarde me llegué a su casa a llevarle su parte y me mandó pasar, y me enseñó un termómetro para que vea que la temperatura no pasa de trece grados, y que no puede encender una estufa de petróleo porque entonces se vería obligado a reducir la ración de los chicos. Dijo que aborrecía todo eso de andar con tapujos y no obrar a las claras, pero que los hijos son los hijos y con mil ochocientas mensuales, pagando novecientas de piso, no puede hacer milagros. Luego dijo que si sabía yo por qué ellos no tenían economatos, que si por casualidad los hijos de los catedráticos no tienen estómago como los demás. Le contesté que no lo sabía y le di los cuartos. Los contó dos veces delante de mí y, luego, me entregó otra docena de ejemplares de sus apuntes. Al marchar, insistió en que no se trata propiamente de un negocio clandestino, sino que al rogarme discreción pretende tan sólo no darle excesiva publicidad. Me escama a mí ya tanta gaita, pero si yo dijera no, el señor Moro no le iba a ir con ascos.
En el café nadie dijo media palabra de la boda. Echamos la partida como si tal cosa. Palmó Zacarías. El Pepe me preguntó por qué no íbamos el domingo a lo de Villalba. Le dije que tenía compromiso y él preguntó que dónde. Le conté lo del Pavo y me dijo que si no había sitio para él. Le respondí lealmente que no. Todavía estoy aguardando que me liquide los cafés y los cartuchos de Aniago.
4 diciembre, jueves
Cuando subí a comer este mediodía no se podía parar. En la azotea había una docena de cajones de envasar pescado que tiraban para atrás. Llamé en casa del señor Moro y le pregunté qué pintaba allí aquella basura. Asomó la bruja de la Carmina y me voceó que si me importaba a mí mucho lo que pintaban allí los cajones. Le dije que tanto, que si ella no los quitaba de allí los iba a tirar yo mismo a la calle. Metió el cuezo el señor Moro y me dijo que los cajones se estaban secando para luego hacer astillas con ellos. El cipote me preguntó si sabía yo lo que costaba un saco de leña. La madre, que andaba al quite, dijo que si creía el señor Moro que ella encendía la lumbre con piñas de California. Yo dije entonces que bien que ahorrasen en leña, pero que pongan a secar los envases donde no molesten. La pingo de la Carmina todavía voceó que si los iba a meter en la cocina, y yo le contesté, de mal café, que por mi parte podía metérselos donde le cupieran.
A las siete salí con la chavala. No sabe hablar más que de las Mimis. Dice que la mayor tiene un novio fogonero y que ella por nada del mundo querría un novio fogonero. Le pregunté que si por lo de los tiznones, y ella dijo que no por eso, sino porque cada jueves y cada domingo se largan de casa y a ella le gustan los hombres caseros. Anduvo un rato rondando delante de La Conchita, pero yo me hice el sueco.
De retirada me topé con Melecio. Ha recibido una citación del Ayuntamiento y le dije que es fijo por lo de la Sinfónica. Él se encogió de hombros. Ya le advertí que si le hacen flauta caerán unas pelas. Mañana se pasará por allí a ver lo que se cuece. Le pregunté por la Doly y me dijo que el domingo podremos llevarla ya donde lo del Pavo.