No es posible hablar del valor simbólico de la comida sin introducir una advertencia previa. Según informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), hay en el mundo 850 millones de personas que pasan hambre y mueren 24.000 al día como consecuencia de la mala alimentación. Esto quiere decir que donde domina el hambre casi todas las reflexiones que se puedan hacer acerca del simbolismo de la comida son completamente irrelevantes. Pese a esta advertencia, cabe mantener que la comida, allí donde se han cubierto las necesidades mínimas de la supervivencia, tiene una enorme fuerza simbólica.
¿Qué significa que la comida es, además de comida, un símbolo? Pues fundamentalmente que la alimentación humana es algo más que la mera satisfacción de necesidades corporales. Lo denota, de entrada, nuestro variado vocabulario para referirnos a lo mismo. Comer es algo más que comer: es degustar, devorar, saborear, paladear, catar, tastar… Si los humanos disponemos de tantos sinónimos para designar lo mismo es porque, en el fondo, no se trata siempre de lo mismo.
La polisemia y la plusvalía de la alimentación se deben a que son acciones de la cultura, y no tanto reacciones de la naturaleza. Comer no es tragar para sobrevivir, ni vestirse consiste en echarse ropa encima, del mismo modo que tampoco el sexo sirve únicamente para la reproducción de la especie. En esas acciones elementales de la vida humana —la comida, el vestido o la sexualidad— se pone de manifiesto que somos animales simbólicos. Alimentarse es una actividad cotidiana necesaria para la supervivencia, por supuesto, pero también algo más. Como decía el semiólogo francés Roland Barthes, «alimentarse en una acción que se despliega más allá de su propio fin, que sustituye, resume o remite a otras conductas y que por eso mismo es un signo». A la vista de la riqueza de las distintas culturas gastronómicas, uno estaría tentado de definir al ser humano como aquel que siempre hace más de lo que hace, que convierte los asuntos de la supervivencia en ámbitos estéticos, de vida buena, que inevitablemente transforma la fisiología en cultura.
Podría explicarse esto a partir de una experiencia de manejo del tiempo. En muchas instituciones lo más racional es alcanzar cuanto antes el fin de que se trate: llegar pronto a casa, cumplir con celeridad una orden, no retrasar una respuesta, satisfacer de inmediato una necesidad… Pero esto no vale para todos los ámbitos de la vida, como aquellos en los que hay una procesualidad y en los que no tiene ningún sentido acabar antes sino realizar mejor el proceso. No es un buen músico el que interpreta lo más rápidamente posible una pieza musical, por ejemplo. En este y otros casos, acabar cuanto antes no es el fin de la acción. Hay además otros asuntos en los cuales es razonable el rodeo, el «andarse con contemplaciones», la dilación, la desaceleración. Hay momentos y asuntos en los que lo que debe hacerse es precisamente evitar el camino directo hacia el fin. Pensemos por ejemplo en el erotismo. El principio de economía aconseja ir cuanto antes al asunto, mientras que el principio cultural exige un comportamiento más procesual. Puede que lo más esencial de la vida esté justamente en la mediación y el rodeo. Los seres humanos somos aquellos lugares en los que se suspende el principio general de entropía creciente que vale para todo el universo. La vida humana es la suspensión de la entropía en un determinado plazo de tiempo y dentro de unos determinados límites. La desaceleración, que está en el núcleo de esa propuesta que es la slow food, es un principio crítico que pone en cuestión la validez universal de lo económico en favor de lo simbólico.
Así pues, los seres humanos nos diferenciamos del resto de los animales en el hecho de que no sólo comemos los alimentos, sino que los concebimos y los pensamos. Al simbolismo de la comida accedemos cuando nos preguntamos por qué comemos lo que comemos, cómo lo comemos y qué significado tiene. La comida, por muy ordinaria o modesta que pueda ser, siempre tiene una significación simbólica para nosotros. Lo que se come y cómo se come nunca es un acto neutro de alimentación sino algo que incluye determinadas significaciones, que pueden cambiar, que se comparten en una misma cultura o en los grupos sociales. Hay maneras muy diversas de comer, tanto por lo que se refiere a los recursos de los que disponemos como por el significado que tiene para cada uno, significados que no son coincidentes sino diversos, como las culturas del mundo, como las personas. Nuestra cultura gastronómica —qué, cómo, con quién, por qué comemos— resulta de una pluralidad de motivos culturales, sociales e históricos. Los «secondary meanings» de la comida de los que habla el historiador belga Peter Scholliers, pueden cambiar con el curso del tiempo. La pizza comenzó siendo un plato italiano para pobres y hoy es comida en todo el mundo y por todo el mundo; la cerveza empezó siendo una bebida alimenticia para las clases populares, e incluso para que ciertos monjes pasaran sin demasiadas penurias la cuaresma, y ha terminado siendo una seña de identidad para los alemanes; comer en solitario pudo ser un signo de distinción para los monarcas del absolutismo, pero hoy indica más bien o que se es muy pobre o que los negocios no le dejan a uno tiempo ni para eso.
Incluso allí donde no se tiene esa pretensión, comer es una acción en la que se reflejan muchas dimensiones antropológicas y sociales. Los humanos, en tanto que seres que interpretamos, hemos dotado de diversos significados a las actividades banales del comer y del beber. Cuando el ser humano come, no sólo se introduce alimentos por la boca para asegurar su supervivencia y procurarse las energías necesarias, sino que realiza una actividad en la que están inscritas muchas experiencias de carácter social y cultural. De alguna manera, se podría decir que comemos sentido y significación.
La alimentación humana es extraordinariamente plural en significaciones. En este sentido, puede decirse que el ser humano no es tanto lo que come sino fundamentalmente lo que quiere hacer con lo que come, ser este o aquel. No sólo comemos, sino que al comer, voluntaria o involuntariamente, nos expresamos más allá de la comida. Comer remite a modas sociales, a desarrollos históricos, a sensibilidades individuales, a pertenencias sociales, a roles sociales y situaciones específicas. Todos los actos que se relacionan con la comida son símbolos con una gran fuerza comunicativa. Con cada acto de comer se introducen significaciones en el mundo, de forma que cada alimentación es también algo simbólico.
La comida puede ser y es un medio de comunicación, una actividad con significación religiosa, un medio de creación de identidad y otras muchas cosas. La comida también es escenificada de diversas maneras, según el significado que se le quiera otorgar: puede ser algo importante o funcional, cotidiano o extraordinario, exhibición o privacidad, trabajo u ocio. Los productores conocen bien esta pluralidad de significaciones y por eso también los productos alimenticios son escenificados de acuerdo con el sentido que su productor quiera sugerir: si pretende provocar, hacerse merecedor de confianza, indicar lujo o austeridad, exotismo o proximidad. En todo producto hay al menos una pequeña historia envasada para que el consumidor compre también ese suplemento simbólico que tantas veces busca sin saberlo.
En las sociedades de consumo estas posibilidades de significación de la conducta alimentaria han crecido enormemente. La dimensión simbólica de la alimentación se ha situado en el centro del interés de un tipo de comensal cada vez más extendido. Se trata de lo que podríamos llamar «comensales creativos», para los cuales las decisiones alimentarias no se llevan a cabo de acuerdo con el dinero, el hambre o la tradición sino en función de sus gustos personales. En el mundo más desarrollado se ha producido lo que podríamos llamar una «estetificación de la comida». Por supuesto que me refiero a una mínima parte de los consumidores, pero esta tendencia ya se aprecia en la industria alimentaria. Para ellos se trata no sólo de comer mucho, sino también sano, diverso, equilibrado, con buen gusto e incluso con cierto sentido ético. La alimentación integra valores de uso (calóricos, sanitarios…), hedonistas (de gusto, estéticos…), simbólicos y morales. Su consumo es una construcción compleja que articula configuraciones cada vez más singulares, según el criterio personal. El régimen alimentario del individuo se convierte así en una creación personal. Esta es una de las razones que explican por qué la alimentación está adquiriendo cada vez más importancia en eso que algunos llaman las «clases creativas» y que no es más que el deseo de considerar el ámbito de la alimentación como un espacio de realización y expresión personal.