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LA MUJER CAMALEÓN

Ilusiones visuales y magia

Johnny Thompson, un famoso mago polaco, recorre el escenario en su inmaculado esmoquin. Lo llaman «el Mago de Varsovia» y no renuncia a la retahíla de chistes malos de costumbre. «Como soy una mezcla de polaco, irlandés y siciliano, podría haberme convertido en un portero borracho que también trabajara de sicario.» Más conocido como el Gran Tomsoni —«¿A que soy grande?», dice—, Johnny posee el aire afable de todo un maestro de la prestidigitación y está a punto de conseguir que el espectador recorra hacia arriba (¿o es hacia abajo?) un itinerario de artimañas digno de una escalera de M. C. Escher. Tiene el mentón prominente, la nariz aguileña, unas grandes orejas y se cubre la calva con la ensaimada más prodigiosa del mundo del espectáculo.

Ahora imagine que usted, lector, se encuentra entre el público. Las luces se amortiguan y Johnny extiende un brazo hacia una zona iluminada por un potente foco que envuelve a su hermosa ayudante, ceñida por un vestido muy corto. El Gran Tomsoni anuncia que con su magia va a cambiar el color del vestido, de blanco a rojo.

Los ojos del público se dirigen a la mujer y su imagen se queda grabada profundamente en las retinas y cerebro de los espectadores. Johnny da una palmada. El foco se apaga durante un momento y luego se enciende de nuevo, pero ahora la luz es de un rojo deslumbrante. La mujer aparece de repente bañada en luz roja.

¡Eh, un momento! Cambiar el color de un vulgar foco no es precisamente un ejemplo increíble de magia. Johnny permanece a un lado del escenario complacido con la pequeña broma que acaba de hacer. Sí, confiesa él mismo, ha sido un truco barato, y uno de sus favoritos, explica. Sin embargo, hay que reconocer que ha transformado el color del vestido, aunque también el de la chica. Pero, por favor, concédale otra oportunidad y dirija su atención a su preciosa ayudante mientras vuelven a encenderse las luces para el próximo truco.

Johnny da una palmada y la intensidad de la luz se reduce de nuevo. Seguramente estará usted preguntándose por qué compró las entradas de este pésimo espectáculo de magia cuando, en ese preciso momento, el escenario entero estalla en una supernova de blancura. Y ¿qué es lo que ve ahora? De forma inexplicable, esta vez el vestido de la mujer sí se ha vuelto de color rojo, un rojo carmesí, y la ayudante da un par de vueltas sobre sí misma para que usted pueda observar la mágica transformación que acaba de producirse.

El Gran Tomsoni ha vuelto a hacerlo.

Johnny acaba de crear una ilusión espectacular basada en las propiedades fundamentales del sistema visual de nuestro cerebro. Las ilusiones visuales —el principal objeto de nuestra investigación— constituyen una muestra especialmente palpable de la producción sistemática de ilusiones que ocurre en nuestro cerebro en todo momento y a todos los niveles de percepción, consciencia y pensamiento. Por definición, las ilusiones visuales son percepciones visuales subjetivas que no se ajustan a la realidad del mundo que nos rodea.1

Cuando usted experimenta una ilusión visual, probablemente vea algo que en realidad no está, o sea incapaz de ver algo que sí está, o vea un objeto completamente distinto del que en realidad hay. Sus percepciones contradicen las propiedades físicas de lo que está observando. Comprenderá entonces por qué las ilusiones visuales son tan útiles para los magos. Para los científicos, por su parte, estas ilusiones constituyen una herramienta indispensable para explicar los circuitos neuronales y los cómputos gracias a los cuales el cerebro construye sus experiencias cotidianas.

Porque la verdad, por asombrosa que parezca, es ésta: es nuestro cerebro el que construye la realidad, tanto visual como de cualquier otro tipo. Lo que usted ve, oye, siente y piensa se basa en lo que espera ver, oír, sentir y pensar. A su vez, sus expectativas se basan en la totalidad de sus recuerdos y experiencias previas. Lo que usted ve aquí y ahora es lo que le resultó de alguna utilidad en el pasado. Sabe que las sombras se proyectan de determinada manera dependiendo de la hora del día, que normalmente ve las caras de la gente en posición vertical y que la gravedad ejerce una influencia predecible sobre todas las cosas. Cuando estas predicciones no se cumplen, su cerebro necesita más tiempo para procesar los datos, o tal vez centre su atención en ese incumplimiento. Pero cuando todo va según lo previsto, sin sorpresas, su sistema visual se pierde muchas de las cosas que suceden a su alrededor. He aquí por qué puede usted volver a casa sin recordar lo que ha ocurrido desde que ha salido del trabajo hasta que ha aparcado el coche.

Una de las ideas fundamentales de este libro es que los mecanismos cerebrales que provocan las ilusiones percibidas, las reacciones automáticas e incluso la consciencia misma son lo que definen en esencia quiénes somos. Se han desarrollado a la par que nuestro andar bípedo y nuestro físico de mono sin pelo. Son el producto de un itinerario evolutivo que hizo posible que nuestros antepasados superaran las numerosas dificultades de la historia humana, sobrevivieran a la glaciación y siguieran avanzando para inventar la agricultura, el lenguaje, la escritura e incluso las herramientas más complejas.*

Somos el resultado de este viaje épico, único en el mundo. Sin estas capacidades sensoriales, motoras y cognitivas innatas, seríamos incapaces de descargar aplicaciones en nuestro smartphone, conducir un coche, gestionar las relaciones interpersonales necesarias para superar el bachillerato o golpear una pelota con un bate de béisbol. La razón por la cual somos capaces de hacer todo esto es que, en esencia, somos una máquina de predicción constante; podemos predecir, y además de forma correcta, casi cualquier suceso que esté a punto de sucedernos.

Los magos comprenden con una gran intuición que somos únicamente nosotros quienes creamos nuestra realidad, y, al igual que Johnny, saben explotar el hecho de que nuestro cerebro lleva a cabo una sorprendente cantidad de funciones instantáneas para construir la simulación mental de la realidad que conocemos como «consciencia». Con ello no pretendemos decir que la realidad objetiva no esté «ahí fuera» en el verdadero sentido del término. Sin embargo, todo lo que experimentamos es una simulación. El hecho de que la consciencia ofrezca una transcripción sólida, resistente y abundante en detalles de la realidad es una de las ilusiones que nuestro cerebro crea por sí mismo. Pensémoslo bien. La misma maquinaria neuronal que interpreta la entrada de información sensorial real es también la responsable de nuestros sueños, de nuestras falsas ilusiones y nuestros fallos de memoria. Lo real y lo imaginado comparten la misma fuente física en el cerebro.

En los siguientes capítulos trataremos de argumentar, con la esperanza de convencer al lector, que una sorprendente proporción de nuestra percepción es fundamentalmente ilusoria. Tal vez uno crea que las líneas que ve son curvas, pero cuando las mide con una regla descubre que son rectas. O quizá piense que no se le escapa nada, pero el ladrón consigue quitarle el reloj delante de sus propias narices sin que se dé cuenta. Creemos que somos conscientes de lo que sucede a nuestro alrededor, pero por lo general desechamos el 95 por ciento de lo que ocurre. Los magos recurren a estos procesos cerebrales y errores de percepción para jugar con nosotros en una especie de jiu-jitsu mental. Los samuráis inventaron el jiu-jitsu para poder seguir luchando en el caso de que el sable se les rompiera en la batalla. Golpear a un enemigo con armadura hubiese resultado del todo inútil, de ahí que el jiu-jitsu se fundamente en el principio de aprovechar la energía del atacante para hacerle frente, en lugar de oponerse a ella. Los magos tienen un modus operandi parecido. Su arte se basa en el principio de usar contra nosotros las propiedades intrínsecas de nuestra mente. Lo que hacen es mostrar nuestro cerebro tal cual es, como un mentiroso.

Para el truco del vestido rojo, Johnny no hace sino hackear nuestro sistema visual. Sabemos que éste lo constituyen básicamente el ojo y el cerebro, pero no deberíamos compararlo con una de esas costosas cámaras de vídeo capaces de tomar imágenes del mundo con una gran cantidad de píxeles. Se trata más bien de un arreglo, un apaño bastante evolucionado de circuitos que dependen de aproximaciones, suposiciones, predicciones y otros atajos para construir literalmente lo que podría estar ocurriendo en el mundo en un momento dado.

¿Qué sabemos de estos circuitos? ¿Qué aspectos del cerebro son exactamente los que conducen a las ilusiones visuales? ¿Cómo podemos explorar el sistema visual para comprender la fuente primordial de las ilusiones? Digámoslo ya: por lo general no podemos. A lo largo de este libro, distinguiremos los principios psicológicos de sus correlatos neuronales. Tomemos, por ejemplo, el trastorno por estrés postraumático», o TEPT. El principio psicológico que asegura que un exceso de estrés puede conducir a un TEPT está sobradamente documentado, pero no nos dice nada sobre los mecanismos cerebrales implicados. Para obtener un correlato neuronal del TEPT2 será necesario acudir a un neurocientífico que hurgue en el cerebro para descubrir los detalles de lo que está pasando físicamente dentro de sus circuitos.

En lo tocante a las ilusiones visuales, el principio psicológico define una ilusión como lo que ocurre cuando la realidad física no coincide con la percepción que se tiene de ella. Si nuestros ojos ven la profundidad de un paisaje cuando miramos un cuadro, seguramente se debe a cómo interactúan en la mente los bordes y contornos de la imagen, pero eso no nos informa de cómo el cerebro produce dicha ilusión. El principio psicológico trata el cerebro como una caja negra, no proporciona más que una «simple» descripción de las percepciones y sus supuestos fundamentos. Un correlato neuronal mide directamente la actividad cerebral y la anatomía para decirnos qué zonas del cerebro se utilizan para procesar lo que se percibe, qué circuitos dan lugar a una ilusión dentro de esas zonas, e incluso pequeños detalles como, por ejemplo, qué neurotransmisores están involucrados en ese proceso. Es biología, y de «simple» no tiene nada. Lo cierto es que sabemos más de los principios psicológicos que de sus correlatos neuronales, pero ese vacío está empezando a llenarse. Posiblemente, hoy en día los adelantos científicos más importantes se estén produciendo en el terreno de la neurociencia.

Para comprender mejor a qué nos enfrentamos los neurocientíficos cuando explicamos las ilusiones visuales, habrá que conocer primero cómo encajan todas las piezas del sistema visual. Y es que nuestros ojos tan sólo nos dicen una parte de lo que somos capaces de «ver»; del resto se encarga nuestro cerebro a través de un verdadero laberinto de estadios.

La primera capa del sistema visual la componen los fotorreceptores de nuestros ojos, que convierten la luz en señales electroquímicas. En esta capa surge asimismo un atributo fundamental del cerebro: el de ser capaz de detectar el contraste. Esta propiedad constituye la base de cualquier cognición, incluyendo la capacidad de ver, oír, sentir, pensar y centrar la atención en algo. Sin ella, el mundo carecería de límites y por tanto el cerebro sería incapaz de dar sentido a nada que estuviera dentro o fuera de sí mismo.

Naturalmente, los magos han descubierto métodos para sacar provecho de esta detección del contraste, incluyendo la asombrosa ilusión del llamado «arte negro», del que hablaremos más adelante en este mismo capítulo.

La información que recibe la retina se envía a un haz de fibras llamado nervio óptico que transmite los patrones electroquímicos al cerebro. Todo lo que percibimos entra en el cerebro en forma de patrón. En realidad, no «vemos» algo; lo que hacemos es procesar patrones relacionados con objetos, personas, escenas y acontecimientos para construir la representación del mundo. Esta información realiza una breve parada en el centro del cerebro, el tálamo, antes de ascender a la corteza visual primaria, la primera área visual del prosencéfalo, y también la primera de las aproximadamente treinta regiones corticales que, de modo jerárquico, extraen una información más detallada sobre el mundo visual. Aquí es donde se detecta en primer lugar las diferentes orientaciones de líneas, bordes y márgenes de una escena visual.3

Si ascendemos en la jerarquía, encontraremos neuronas que se activan en respuesta a los contornos, curvas, movimientos y colores, e incluso a rasgos específicos como las manos y los rostros. Tenemos neuronas binoculares, esto es, que responden a la estimulación de ambos ojos y no a la de uno solamente. Algunas responden sólo cuando el objetivo se mueve de izquierda a derecha. Otras, en cambio, sólo se activan cuando el objetivo se mueve de derecha a izquierda. Las hay que responden únicamente a los movimientos que van de abajo arriba o de arriba abajo. Y otras aún que responden mejor a un contorno en movimiento, o a un contorno en movimiento con una orientación determinada. De este modo, se pasa de detectar ciertos puntos de luz en los fotorreceptores a detectar la presencia de contrastes, contornos y bordes, para acabar construyendo objetos enteros, lo cual incluye la percepción de su color, tamaño, distancia y relación con otros objetos.

En este proceso, nuestro sistema visual hace continuas suposiciones y deducciones desde el principio. Percibimos un mundo tridimensional a pesar del hecho de que lo que recibe cada retina es una simple imagen bidimensional. Los circuitos visuales amplifican, contienen, convergen y divergen la información visual. Percibimos lo que vemos como algo diferente de la realidad. La percepción implica, pues, resolver un problema de ambigüedad. Obtenemos la interpretación más plausible de los datos que entran en la retina integrando una serie de indicios locales. Pensemos en la luna llena elevándose en el horizonte. Nos parece enorme y, sin embargo, al cabo de unas horas, cuando brille en lo más alto, que es, de hecho, cuando más cerca estará de nosotros —a una distancia equivalente a la mitad del diámetro de la Tierra—, la veremos más pequeña. El disco que impregna nuestra retina no es menor cuando la luna está en su cénit que en el momento en que se eleva. Entonces, ¿por qué la luna nos parece más pequeña? Una posible respuesta es que la vemos tan grande cuando se eleva porque la comparamos con los árboles, las colinas o cualquier otro objeto que aparezca junto a ella en el horizonte. Lo que hace el cerebro es, literalmente, agrandarla en función del contexto. Del mismo modo, un trozo de papel de color gris puede parecernos más oscuro si está rodeado de blanco, y más claro si está rodeado de negro.

Y es que, lamentablemente, no podemos fiarnos ni de nuestros propios ojos.

Las neuronas del sistema visual temprano residen en el interior de los ojos, en el cuerpo geniculado lateral (el centro del cerebro) y en la corteza visual primaria (la parte posterior del cerebro). Los cables que conectan estas áreas del cerebro con el campo visual se encuentran en el nervio óptico, el quiasma óptico, el tracto óptico y las radiaciones ópticas. (Ilustración cedida por gentileza del Instituto Neurológico Barrow.)

Además, inventamos gran parte de lo que vemos.4 Digamos que «rellenamos» los huecos de las escenas visuales que el cerebro no puede procesar. Y esto lo hacemos debido a las limitaciones en el número de neuronas y conexiones neuronales que subyacen a los procesos sensoriales y mentales. Por ejemplo, el nervio óptico contiene todas las fibras que envían la información visual a nuestro cerebro. Cada nervio óptico se compone de aproximadamente un millón de cables neuronales que conectan cada retina al cerebro. Cada uno de estos cables se denomina axón y constituye un «píxel» de la imagen visual que percibimos. Por tanto, podemos decir que cada ojo equivale más o menos a una cámara de un megapíxel. Parece mucho, pero tengamos en cuenta que probablemente la cámara de nuestro teléfono móvil tiene más resolución. Entonces, ¿cómo es posible que nuestra percepción del mundo sea tan rica y detallada, si en realidad la resolución de nuestro sistema visual equivale a la de una cámara digital barata? En pocas palabras: porque la riqueza de nuestra experiencia visual es una ilusión creada por los procesos de «relleno» de nuestro cerebro.

VISIBILIDAD Y LUZ

Tal vez creamos que la visibilidad requiere únicamente que la luz penetre en nuestra retina, pero la cuestión es algo más complicada. No toda la luz que usa el cerebro es visible para nosotros. Los humanos no somos muy buenos estimando el nivel de luz física que existe a nuestro alrededor. En realidad, ni siquiera somos conscientes del tamaño que adquieren nuestras pupilas en un momento dado. Y esto sucede en parte porque el iris se adapta al nivel de luz para ayudar a que las distintas señales luminosas sean accesibles de cara a su procesamiento neuronal. Con poca luz, el iris se abre para permitir la entrada de más fotones; y con mucha luz, el iris se cierra para impedir que la retina quede cegada por el resplandor. Éste es el motivo de que expertos en niveles de luminosidad como son los fotógrafos tengan que ayudarse del fotómetro, un dispositivo para medir de forma objetiva el nivel de luz, en lugar de fiarse de su propia estimación subjetiva, antes de decidir el número f idóneo del objetivo en cada momento. Pero esto parece casi un razonamiento circular. ¿Cómo es posible que no seamos capaces de cuantificar con exactitud la cantidad de luz que nos llega a los ojos debido al cambio que se produce en el iris, si es en realidad el cerebro quien controla nuestros iris para optimizar la densidad fotónica que alcanza la retina? La respuesta está en que el control neuronal del iris sí calcula con exactitud los cambios de intensidad de la luz, pero lo hace por medio de unos circuitos que no están conectados con los circuitos visuales que resultan en la experiencia consciente. De ahí que sólo seamos conscientes de determinados aspectos de la escena, como la luminosidad relativa de los objetos que hay en ella, mientras que otros fragmentos de información visual, como la medida cuantificada de nivel de luz global, se realizan de manera inconsciente.

Lo que hacen los magos es explotar constantemente estas características de nuestro sistema visual. En los trucos con cartas se sirven de la ilusión de profundidad; utilizan el contexto para que nuestra percepción sea errónea. Saben que rellenaremos las piezas que faltan en la escena. Se aprovechan de las neuronas que detectan los contornos para convencernos de que son capaces de doblar una cuchara, y pueden aprovecharse de determinadas propiedades de nuestro sistema visual para dejarnos ciegos por un momento, lo cual nos lleva de vuelta a Johnny.

¡ADVERTENCIA!

Algunos magos creen que los secretos que se esconden tras los trucos y las ilusiones jamás deberían revelarse, pero la mayoría está de acuerdo en que es necesario cierto nivel de revelación para la prosperidad de su arte, siempre, claro está, que los secretos se den a conocer con prudencia y sólo a aquellas personas que realmente deban saberlos. Jack Delvin, presidente del Círculo Mágico, una importante sociedad internacional de magia e ilusionismo, lo resume con estas palabras: «La puerta de la magia está cerrada, pero no con llave». O sea, que en realidad la magia no tiene secretos, están a disposición de cualquiera, siempre, eso sí, que se esfuerce lo bastante para descubrirlos. Tendremos que practicar como posesos para ganarnos el derecho a ser miembros del club, y no desvelar accidentalmente ningún truco en una función por falta de práctica. Sería inadmisible que nos topáramos por casualidad con uno de esos secretos al ojear una revista o escuchar una conversación ajena, no digamos ya al leer un libro…

Pero, puesto que es necesario revelar alguno de esos secretos para poder abordar la cuestión de la neurociencia de la magia, hemos decidido destacar aquellas partes del libro en que se desvela alguno de ellos. Llevan siempre el encabezamiento de «¡Advertencia!», y si el lector no quiere conocerlos ni saber cómo nuestro cerebro se deja embaucar, puede saltárselas sin más. O puede unirse a nosotros para investigar por qué razón y de qué manera se nos engaña con tanta facilidad.

El truco del vestido rojo del Gran Tomsoni pone de manifiesto un profundo conocimiento intuitivo de los procesos neuronales de nuestro cerebro. He aquí la explicación.

Mientras Johnny presenta a su ayudante, el espectador observa el vestido blanco que ésta exhibe; es tan ceñido que damos por sentado que no lleva nada debajo, mucho menos otro vestido. No es necesario decir que esta suposición tan razonable es incorrecta.

Además, el seductor y esbelto cuerpo de la mujer hace que fijemos nuestra atención exactamente donde Johnny quiere, esto es, en ella. Cuanto más la contemplemos, menos repararemos en los dispositivos que hay ocultos en el suelo y mejor se adaptarán las neuronas de nuestra retina a la intensidad del foco que la ilumina.

Mientras Johnny realiza su pequeña broma y da unos pasos en el escenario, nuestros ojos y nuestro cerebro están experimentando una adaptación neuronal. Cuando el foco de luz se apaga, las neuronas visuales, que se habían adaptado, lanzarán un efecto rebote conocido como «posdescarga». Esta reacción es la causante de que la imagen fantasma del objeto permanezca visible por un momento.5

Lo cierto es que imágenes ilusorias como ésta las vemos todos los días. Pensemos en el flash de una cámara, por ejemplo. Después del fogonazo, vemos temporalmente una mancha blanca y brillante que se oscurece poco a poco. Durante un instante, los fotorreceptores de la retina que han registrado el fogonazo «creen» que el mundo se ha convertido de repente en algo blanco y brillante, y enseguida se ajustan a ese nivel de brillo. Si el fogonazo es lo bastante potente, la retina necesitará unos segundos, incluso minutos, para readaptarse por completo a los niveles de iluminación real.

La adaptación de las neuronas sensibles al movimiento explica también la llamada «ilusión de la catarata». Si contemplamos unas cataratas durante al menos un minuto y de repente fijamos la vista en las rocas o las plantas que haya junto al agua que cae, tendremos la sensación de que estos elementos inmóviles se mueven hacia arriba. Esta ilusión se debe a que las neuronas del cerebro que detectan el movimiento descendente se han adaptado al estímulo constante del agua que cae y se han vuelto relativamente menos activas. Las neuronas vecinas que detectan el movimiento ascendente no se han adaptado a movimiento alguno y, a pesar de haber estado en posición de descanso, se muestran relativamente más activas. Dado que nuestro sistema visual está preparado para distinguir el contraste —en este caso, el de las neuronas adaptadas al movimiento descendente con respecto a las neuronas no adaptadas—, el cerebro llega a la conclusión de que algo se mueve hacia arriba. De ahí que, al mirar las rocas, durante unos segundos nos parezca que ascienden mágicamente.

¿Vemos ahora por qué funciona el truco de Johnny? Las neuronas de nuestra retina especializadas en distinguir el color rojo se adaptan al vestido iluminado por el foco también rojo y acaban reduciendo su actividad. Los fotorreceptores del rojo son mucho más sensibles a este color que los fotorreceptores del azul o el verde, de ahí que en nuestro sistema visual las neuronas sensibles al rojo se adapten más y tengan una mayor posdescarga. Lo que percibimos en la fracción de segundo que sigue al momento en que Johnny reduce la intensidad de la luz es un estallido de color rojo como imagen persistente reflejada en la forma de una mujer, imagen que permanecerá en el cerebro aproximadamente una décima de segundo.

Durante esa fracción de tiempo, se abrirá una trampilla oculta en el suelo del escenario y, entonces, el vestido blanco, que está levemente prendido con Velcro y sujeto a unos hilos invisibles que salen del suelo, se desprenderá enseguida del cuerpo de la mujer. Cuando las luces vuelvan a encenderse, el vestido que veremos será rojo.

Hay otros dos factores que contribuyen a que este truco funcione. En primer lugar, la iluminación es tan intensa justo antes de que el vestido se desprenda, que, al atenuarse, nos deja completamente ciegos. Por ello somos incapaces de ver los rápidos movimientos del vestido blanco y de los cables mientras desaparecen bajo el escenario. Es el mismo tipo de ceguera temporal que podemos experimentar si nos encontramos en una calle muy soleada y de repente entramos en una tienda con muy poca luz. En segundo lugar, Johnny realiza el truco cuando el espectador cree que ya ha acabado, y eso le otorga otra importante ventaja cognitiva: la sorpresa. En realidad, en el momento crítico no estamos pendientes de ningún truco y por eso relajamos la vigilancia.

Las postimágenes permanecen en todos nuestros sistemas sensoriales. Cuando éramos niños, quizá nos enseñaron a producir una postimagen de memoria muscular presionando el reverso de nuestra muñeca contra el marco de una puerta durante treinta segundos, después de lo cual teníamos la sensación de que nuestros brazos levitaban. Y es que las postimágenes abundan en la vida cotidiana, y mientras seamos conscientes de ellas, apenas les daremos importancia y serán meras molestias o impresiones efímeras. Para los magos, sin embargo, constituyen un verdadero tesoro.

Como científicos especializados en la visión, no dejamos de maravillarnos ante las artimañas a las que recurren los magos para manipular los circuitos visuales de nuestro cerebro. Recordemos lo que ya se ha dicho a propósito de nuestra capacidad para detectar el contraste: sin ella, el mundo carecería de límites y el cerebro sería incapaz de dar sentido a nada que estuviera dentro o fuera de sí mismo.

Los magos lo saben todo sobre la detección del contraste, lo descubrieron hace más de cien años con la invención del «arte negro». No se trata de un abracadabra propio de antiguas brujas y hechiceros, sino de una técnica escénica destinada a crear las más sorprendentes ilusiones visuales, descubierta accidentalmente en 1875 por el director y actor alemán Max Auzinger. Cuenta la historia que Auzinger estaba preparando una escena que debía desarrollarse en una mazmorra y, para que resultara lo más siniestra posible, decidió forrar la estancia con una tela de terciopelo negro. En un momento dado, un moro negro tenía que asomarse a una de las ventanas de la mazmorra para recitar su papel. Pero cuando el actor que interpretaba el papel de moro asomó la cabeza, nadie logró verlo. Lo único que se veía era dos hileras de dientes blancos flotando en el aire debajo de dos ojos también blancos.

Auzinger se dio cuenta de inmediato de las implicaciones de aquella ilusión.6 Sólo con manipular unas sábanas negras sobre un fondo negro, era capaz de hacer aparecer y desaparecer cosas y personas en el escenario. Nadie había visto jamás un truco de ilusionismo como aquél. Enseguida bautizó su espectáculo como «el Gabinete Negro», empezó a hacerse llamar Ben Ali Bey e inició una gira por Europa con un éxito de críticas arrollador.

Hoy en día, un especialista en arte negro como Omar Pasha, además de gozar de una gran popularidad, se sirve de modernos materiales y técnicas de iluminación para conseguir una espectacularidad muy superior a la de las funciones que se montaban hace un siglo.7 Los propietarios y artistas de la marca Omar Pasha son Michelle y Ernest Ostrowsky, junto con su hijo Louis-Olivier. En la función actúa un personaje que aparece con objetos fluorescentes que brillan sobre un escenario de color completamente negro y bañado en luz negra. La luz negra —eso que los científicos llaman luz ultravioleta— vibra con una longitud de onda más corta que la luz violeta visible, y se llama «negra» porque es invisible. La fluorescencia se produce cuando una longitud de onda de luz se convierte en otra. Hay miles de sustancias que muestran un brillo o una fluorescencia bajo la influencia de la luz negra, porque la luz invisible se convierte en luz visible, de modo que estas sustancias fluorescentes brillan con una luminosidad de apariencia poco natural. La vaselina tiene un brillo azul eléctrico, y el de la fluorita ofrece variedades de púrpura, amarillo, azul, rosa o verde. Hay otros materiales cuya luminosidad es de color rojo o naranja, en función de sus componentes químicos.

En el verano de 2009 asistimos a un espectáculo de Omar Pasha en directo.* He aquí lo que vimos. Se levanta el telón y aparece un hombre tocado con un turbante blanco con brocados de color rojo, una túnica blanca de seda, pantalones también de seda, una capa y un fajín rojos, guantes blancos, y zapatos rojos con unas pequeñas florituras rojas en la punta, como los que llevan los elfos de Santa Claus. Saluda al público con una reverencia. Ni ahora ni a lo largo del espectáculo ofrecerá la menor sonrisa. El hombre en cuestión es Omar Pasha (en realidad, Ernest Ostrowsky), y parece una mezcla del seductor presidente francés Nicolas Sarkozy y el actor de películas de capa y espada Errol Flynn. Como música de fondo, comienza a sonar el Bolero de Ravel. Todo lo que puede verse es de color negro, desde el suelo del escenario y las paredes laterales hasta el telón; todo, excepto Omar Pasha, que aparece bañado en luz negra.

En el primer truco, Omar saca del turbante un enorme rotulador y, a modo de grandes pinceladas, dibuja lo que parece un atril de música de un metro y medio de altura rematado con un pequeño travesaño dorado en el extremo superior. Luego dibuja tres velas rojas desde la base del travesaño, como si fuera un candelabro, pero no se trata de un dibujo: son tres objetos reales y tridimensionales. Omar levanta el atril y hace una pequeña reverencia invitando al público a aplaudir. A continuación, enciende una de las velas y la sostiene con el brazo derecho extendido; acto seguido, coge otra vela apagada con la mano izquierda y la sostiene con el brazo extendido, mira la llama y le dirige un gesto con los ojos. La llama empieza a flotar por encima de su cabeza, desciende hasta la otra vela y la enciende. Satisfecho, Omar asiente con la cabeza en dirección a la tercera vela, que sigue en el atril. La llama vuelve a elevarse y se desplaza de nuevo por encima de su cabeza para acabar aterrizando en la tercera vela. Omar se inclina ante el público, coge las tres velas, las presiona entre las manos y hace que desaparezcan. El candelabro empieza a flotar, cruza el escenario y se posa sobre una mesa.

En el segundo truco, Omar coge del suelo una sábana blanca de seda y la sacude con energía. De pronto, una silla surge de la nada. Omar se sitúa detrás de ella y la cubre con la sábana de modo que se ve perfectamente el contorno de la silla vacía. Luego levanta la sábana, que se llena de aire, igual que la vela de un barco, y al dejarla caer aparece un joven con turbante sentado en la silla. Omar le venda los ojos y empuña un sable. Se sitúa frente al joven y hace el gesto de degollarlo; cuando se aparte de él, veremos que el joven se ha quedado sin cabeza. Omar sostiene la cabeza cercenada entre las manos durante unos segundos y a continuación la coloca sobre una de las manos que extiende el decapitado. Es increíble, pero parece verdad. Luego, Omar se sitúa de nuevo frente al hombre y cuando se aparta de él vemos que la cabeza vuelve a estar en su sitio. ¡Menos mal que no ha sufrido ningún daño!

En el tercer truco, Omar extiende un brazo y de pronto aparece en su mano un póster enrollado. Lo desenrolla y muestra el dibujo de una hermosa joven. A continuación, cuelga el póster en medio de la nada, lo desenrolla otra vez y surge en carne y hueso la mujer que estaba dibujada, que sale del marco y camina sobre el escenario.

Ahora Omar cubre a la mujer y al joven con una sábana cada uno. Tras realizar unos gestos de magia con las manos, las sábanas crecen y se encogen de manera fantasmagórica. La sábana más baja, que cubre a la mujer, crece hasta llegar a la estatura de un hombre, y la que cubre al hombre se encoge hasta adquirir la altura de una mujer. Ya nos imaginamos lo que sucederá a continuación. El efecto de transportación que consigue es, desde luego, la versión más limpia de este truco que jamás hemos visto.

Y, ahora, la apoteosis final. Omar vuelve a cubrir al joven con la sábana de seda y lo invita a que dé unos pasos hacia delante. Se sitúa detrás de él, hace un gesto con las manos, agarra la sábana y tira de ella con fuerza. El joven se ha volatilizado. A continuación, Omar coloca en el suelo un aro y se coloca dentro para demostrar que no hay nada que lo sujete. Entonces, la mujer también se mete dentro. Omar sube el aro y vemos cómo ésta desaparece a medida que el aro asciende y borra literalmente su cuerpo. Para finalizar, Omar coge una sábana del suelo y se cubre a sí mismo con ella. Justo cuando el Bolero llega a su punto culminante, Omar desaparece bajo la sábana, que se agita dos veces en el aire como llevada por una mano invisible antes de caer por completo. El espectáculo de seis minutos ha terminado.

Todos estos asombrosos efectos tienen su fundamento en la detección del contraste. Nuestros ojos son incapaces de detectar algo si no se produce algún cambio. Podemos explicarlo por medio de una experiencia de todos conocida, como es la de contemplar de noche un cielo cubierto de estrellas. Imagínese el lector tumbado, una cálida noche de verano, bajo un firmamento sin luna. Todos esos puntos de luz están tan lejos que el área que cada estrella activa en la retina es más pequeña que el área de un único fotorreceptor. Eso significa que, desde la perspectiva de nuestro cerebro, una estrella es la cosa más pequeña que podemos ver.

Ahora imaginemos que estamos mirando el cielo azul un día despejado. Las estrellas siguen estando allí, brillando como siempre, pero no podemos verlas. Ello se debe a las cantidades comparativas de luz que nos llegan a los ojos de día y de noche. De noche, una estrella produce un diez por ciento más de luz que la luminosidad dispersa de la atmósfera que la rodea. Tal vez nos parezca muy poco, pero es suficiente para que nuestro sistema visual sea capaz de percibir la estrella. El contraste entre lo que hay en primer plano y el fondo constituye la señal fundamental que usa el cerebro para crear en la mente la imagen de la estrella. Sin ese contraste, las neuronas del cerebro no tendrían nada que decirse unas a otras. Durante el día, el cielo azul es diez millones más luminoso que el más oscuro de los cielos nocturnos. La estrella que era perfectamente visible de noche ya no puede ser detectada por nuestro sistema visual; el cielo que la rodea es tan brillante que la pequeña aportación de brillo de la estrella escapa a la detección del contraste. Como decía Henry Wadsworth Longfellow, «el cielo está lleno de estrellas que no vemos de día».8

Omar Pasha ha creado sus magníficas ilusiones gracias a que ha cubierto todo el escenario de terciopelo negro. Al empezar el espectáculo, los diferentes objetos que hay en escena —el atril de música, las velas, la silla— estaban también envueltos en terciopelo negro. Nuestro sistema visual no aprecia contraste alguno y por eso los objetos son invisibles para nosotros. También ha utilizado luz negra y pinturas fluorescentes para reducir aún más la visibilidad del fondo negro en contraste con los objetos que brillan en el escenario.

En ningún momento de la función se dice nada. Si Omar hablara, sus dientes brillarían con un color morado algo macabro. Si no llevara guantes, se le verían las uñas fluorescentes. Los ojos le brillan misteriosamente. Mientras Omar despliega sus dotes teatrales en el escenario, lo que en realidad hace es quitar, una tras otra, las telas negras que cubren los objetos, de manera que éstos resulten visibles. Unos ayudantes completamente vestidos de terciopelo entran y salen del escenario y se mueven con toda comodidad sin que seamos capaces de verlos. Son unas manos enfundadas en guantes de terciopelo negro las que hacen que la llama flote en el aire. La decapitación se produce gracias a una capucha también de terciopelo negro, y la mujer desaparece por medio de un aro del que cuelgan unas sábanas negras.

No es que el terciopelo negro sea invisible. Si Omar hubiese puesto su mano detrás del candelabro antes de mostrarlo al público, habríamos visto el perfil de un candelabro negro contra el blanco del guante. No, el truco reside en el contraste, o en la falta del mismo, entre la tela negra que cubre los diferentes objetos y el fondo negro del escenario.

Pero los magos no son los únicos en manipular el contraste para que las cosas se vuelvan invisibles. Para muchos animales es algo habitual. Se llama camuflaje.

Los animales con camuflaje reducen su contraste en comparación con el fondo en el que se hallan, haciéndose lo más invisibles que pueden. Tanto en el caso de las estrellas de un cielo nocturno como en el de Omar Pasha, reducir el contraste implica reducir la cantidad de luz sobre el fondo negro. Pero otro modo de disminuir el contraste consiste en volverse uno del mismo color, textura o brillo que el fondo, igual que un camaleón, un insecto palo o un soldado con uniforme de camuflaje. El contraste es la diferencia que hay entre un objeto y todo aquello que lo rodea. Si no hay ninguna diferencia en cuanto al color, la luminosidad o la textura, entonces no habrá contraste visible, sea cual sea la cantidad de luz que reciba el objeto.

Jamy Ian Swiss —con su elegantísima perilla con bigote, el pelo peinado hacia atrás y un pendiente en la oreja izquierda— es un mago de magos, el zar de la cartomagia. Adam Gopnik, del New Yorker, dice de él que es el Yo-Yo Ma del mentalismo. Penn y Teller lo llaman «el James Bond que usa baraja en lugar de pistola». Jamy se considera a sí mismo un «honrado embustero». Según él, ser mago es el oficio más honesto que existe: te promete que va a engañarte y eso es precisamente lo que hace.

Y vaya si lo hace. Coloca sobre la mesa cuatro cartas boca abajo, se arremanga la camisa y empieza a pasar sus elegantes manos sobre las cartas, como si despertara algún tipo de corriente mágica. Chasquea los dedos y, de pronto, una de las cartas, el as de picas, se encuentra inexplicablemente boca arriba. Al sonido de otro chasquido, una segunda carta, el as de corazones, se ha dado la vuelta misteriosamente. Chas, chas, y dos ases más quedan boca arriba. Y nosotros embobados. ¿Cómo diablos lo hace?

Ahora Jamy saca una baraja y nos muestra la carta que hay en la parte superior, el tres de diamantes, por ejemplo. «¿Han visto alguna vez a alguien que pasara la mano por encima de una baraja y cambiara el color de una carta?», pregunta al público mientras realiza el gesto, y el tres de diamantes se convierte en la jota de tréboles. «Basta con pasar la mano por encima —añade, mientras repite el movimiento—, y entonces cambia», y la jota de tréboles se convierte ahora en el seis de corazones. «Es así de sencillo —continúa—; a veces basta con chasquear los dedos…», y va cambiando el color de las cartas, una tras otra. El espectador es incapaz de ver nada remotamente sospechoso en sus movimientos. Lo cierto es que las cartas aparecen y desaparecen obedeciendo el hechizo de sus ágiles dedos.

Queríamos conocer a Jamy porque es uno de los mejores magos de cerca del mundo. Hay muchos trucos de magia para los cuales se necesita cierto atrezo (el clásico del humo y los espejos, por ejemplo) y otros elementos más o menos elaborados. Pero, para dominar los trucos de cerca, el mago debe confundir necesariamente el sistema visual humano. Nos preguntábamos cuánto habría meditado sobre ello un gran mago como él. ¿Habría intuido el trasfondo científico? ¿Sentiría curiosidad por saber lo que conocemos sobre el funcionamiento interno del cerebro? Muchos de los magos con los que hemos hablado ya se habían planteado estas preguntas, pero carecían del conocimiento científico necesario para aislar las respuestas, aunque eso no ha impedido que especularan y opinaran al respecto.

Nos encontramos por primera vez con Jamy en el Three Flags Café del hotel Marriott de Monterrey, California, a cuatro manzanas del Fisherman’s Wharf y de Cannery Row. Es última hora de la mañana y el lugar está prácticamente vacío. El aire huele a café y a marea baja.

Le pedimos que nos haga una desaparición con retención de la visión, que consiste en manipular una sola moneda. Nelson Downs, un mago de finales de la época victoriana y comienzos de la eduardiana, conocido como «el Rey de las Monedas», lo popularizó hace casi un siglo. Downs aseguraba ser capaz de ocultar en una sola mano hasta dieciséis monedas a la vez.

Nuestro amigo Eric Mead, genial mentalista y mago, ya nos avisó de que el truco de desaparición con retención de la visión que Jamy realiza es el mejor que ha visto en su vida. Jamy jamás defrauda. Con una sonrisa maliciosa, abre la mano izquierda con una floritura, coloca la palma boca arriba, ligeramente inclinada hacia nosotros, y la señala con el dedo índice de la mano derecha. A continuación, saca una reluciente moneda de cincuenta centavos que aparece sujeta entre el pulgar y los dedos índice y medio de la mano derecha. Su mirada acompaña a la moneda mientras la deposita en la palma de la mano izquierda.

Jamy cierra la mano que contiene la moneda en un puño, y lo hace dedo a dedo, empezando con el índice y terminando con el meñique, de forma secuenciada, como una ola en la Banzai Pipeline* de la isla de Oahu. A medida que cierra los dedos, vemos cómo la moneda desaparece bajo ese oleaje dactilar. Entretanto, Jamy aleja poco a poco la mano derecha.

Y ya está. Jamy abre el puño sin que le hayamos quitado los ojos de encima, y la moneda —que hemos visto depositada en la palma— ha desaparecido. ¡Increíble!

Jamy nos cuenta que el efecto de retención de la visión funciona mejor si el objeto es brillante. Una moneda resulta perfecta porque puede darle vueltas mientras la deposita en la mano izquierda. Esto asegura que el espectador verá reflejado un destello de luz por la iluminación existente en la sala. Ese destello origina una postimagen muy breve, no muy diferente del flash de una cámara aunque menos intenso. Literalmente, lo que vemos desaparecer o desvanecerse en el aire, ante nuestros propios ojos, es la imagen de la moneda.

El truco de Jamy se parece al de Johnny y su vestido rojo en la medida en que ambos recurren a la postimagen. La diferencia radica en una cuestión de escala, de tiempo y de las poblaciones específicas de neuronas que han de adaptarse. Johnny hace que nuestro sistema visual se adapte a un objetivo concreto, el vestido rojo. Por su parte, Jamy recurre al destello para adaptar sólo la pequeña porción de la retina que mira la moneda, de modo que cierra la mano sobre ella mientras se está produciendo su postimagen. Esto le proporciona unas pocas fracciones de segundo para retirar la moneda y esconderla en la mano derecha, cuando todo el mundo cree que está en la izquierda, pues la vemos con toda claridad. Entonces, la postimagen empieza a desvanecerse a medida que Jamy va cerrando los dedos hasta formar el puño. Y ya nos ha engañado.

Jamy asegura que si el truco funciona no es sólo por lo que hace con las manos; él utiliza todo el cuerpo. Exagera deliberadamente el movimiento de cada gesto para indicar cuáles son sus intenciones en cada momento. Los magos recurren a la tensión y a la relajación para manipularnos en la creencia de que un objeto está escondido en un sitio y no en otro. (Visto lo cual, decidimos que tendríamos que aplicar este principio para nuestro espectáculo en el Magic Castle.)

Lo que Jamy lleva a cabo es un falso depósito. Simula que pasa la moneda de la mano derecha a la izquierda: realiza el gesto de cambiar la moneda de mano y acentúa las consecuencias. La mano izquierda, la que supuestamente acaba de recibir la moneda, transmite tensión, mientras que la derecha, en teoría vacía, parece relajada, como si no hubiera nada en ella. En ese momento, Jamy utiliza todo el cuerpo en la representación: mientras realiza el falso depósito, bascula su peso de derecha a izquierda, como si esa parte del cuerpo estuviera sosteniendo el peso de la moneda. Contornea el pecho, gira los hombros y luego los deja caer ligeramente hacia la izquierda, como transfiriendo el peso de una mano a otra. También gira la cabeza mientras acompaña con los ojos el trayecto de la moneda.

Que la moneda pese menos que una pluma es lo de menos. Está claro que no tenemos por qué inclinar todo nuestro cuerpo cada vez que cogemos una, pero Jamy exagera discretamente cada paso de este falso depósito para convencernos de lo contrario. Gracias a la combinación de esta destreza con la postimagen de la moneda y el desplazamiento de su atención, Jamy obtiene un increíble poder de sugestión para llevar a cabo su pequeño engaño. Nos proporciona una enorme cantidad de pistas cognitivas sobre la atención que tenemos que descubrir por nuestra cuenta. Su técnica es tan perfecta que, aunque le pedimos que repita el truco una y otra vez (algo inadmisible entre mago y público), y acabe accediendo (por el bien de la ciencia, afirma), lo cierto es que no podemos impedir que nos engañe siempre. Por mucho que nos esforcemos en concentrarnos en las partes más relajadas del cuerpo de Jamy, acabamos fijándonos sólo en las que están tensas. «Porque es ahí donde transcurre la acción», no deja de repetirnos el cerebro, a pesar de que somos conscientes de lo contrario.

Jamy ha añadido una ilusión cognitiva a una ilusión visual, una estrategia que utilizan muchos magos para convencernos de que lo imposible es posible. Las ilusiones cognitivas, que exploraremos en los siguientes capítulos, implican unas funciones cerebrales de mayor nivel, como la atención y las expectativas. Pero, antes de llegar a ese punto, trataremos unas cuantas ilusiones visuales más producidas por niveles superiores en la jerarquía visual.