Al Capi le conocí a los catorce años. Vivía en Canillejas e iba mucho por Pegaso. Él dice que me conoció en la parroquia, cuando estábamos preparando lo del flautista de Hamelín, que al final no salió porque ninguno de nosotros ensayábamos. Siempre ha ido diciendo que me vio como muy existencialista. Hombre, es que en esa época uno que era moderno era más bien existencialista, pero más por el rollo de los jerséis de cuello cisne negro y el pantalón ajustado, como muy París, pero, vamos, era más por la estética que por el pensamiento. Es que no sé qué es eso del pensamiento existencialista, ¿que existes o qué?
Pero de lo que sí me acuerdo es que él iba con una cazadora de raso morada, a lo Roxy Music, con hombreras y mucho cuello, muy total, y con unas botas altas, naranjas con tacón y cremalleras. «Este cómo va, ¿no?», pensé. Enseguida le pregunté dónde se las había comprado y me dijo que en Segarra, que era una tienda que había en la Gran Vía. Allí vendían zapatos normales, pero al ser ya los setenta habían traído unos de muestra para hombre de varios colores con tacón y unos de ante divinos. Y las dos dijimos:
—¡Guauuuu!
Así que todo el día a Segarra a por botas y zapatos, que eran totales. Con el Capi empecé a tirarme más por el rollo del glam y del gay power, que era como lo llamaron en España. El disco de Diamonds dogs, de la Bowie, me lo trajo él un día a casa y yo me quedé como de flash.
Todos los días salíamos a M&M, una discoteca que estaba por el barrio de Diego de León, en la calle Béjar. Era el único sitio donde ponían música total. El disc-jockey era Paco Martín y la entrada costaba cincuenta pesetas y, claro, como no todos los días teníamos el dinero, debíamos negociar con el portero, que a veces era un poco borde, pero Mariskal Romero —el dueño— le decía que nos dejara pasar porque los dos animábamos mucho la sala. Las paredes estaban decoradas con unos pósteres divinos que traían de Londres. Recuerdo unos de la Cooper, los Who y uno de la Jagger vestido de azul que era un escándalo.
Los sábados daban conciertos y actuaban tanto grupos nacionales como internacionales. En esta sala vimos a Gary Glitter, Nico. La Nico se acababa de separar de la Velvet, y se tiró dos horas de concierto con un armonio. Era total ese sitio. Cuando tocó Gary Glitter tuvieron que mover el escenario porque era muy pequeño y él no quería actuar ahí. Alucinamos cuando le vimos aparecer con una capa de lentejuelas. Todos queríamos una.
Descubrimos mucha música en M&M, porque se mezclaba lo underground con el rock duro de Deep Purple. También vimos a Geordie, que era la competencia de Slade. Recuerdo a la Capi y a mí tirados en el suelo, sentadas al borde del escenario, viéndole el tacón. Total.
Con él también descubrí a las Grecas. Estábamos sentados en la plaza del barrio una tarde y de repente oímos una canción sonando en una jukebox en un bar cercano; nos pasamos toda la tarde echando monedas a la máquina para escuchar la de Te estoy amando locamente. Nos quedamos muertas con aquellas dos gitanas dando esos gritos. Lo pasábamos muy bien.
El hermano del dueño de M&M tenía una tienda de discos al lado, en la calle Almadén, que se llamaba Pato Discos. La música la traía de Londres y, como nos conocía, nos enseñaban todo lo nuevo, que si la revista Melody Maker, que si el nuevo disco de tal o de cual. Allí vimos por primera vez el póster de Zappa, ese en el que está sentado en la taza de váter. Como tampoco lo podían poner muy a la vista, lo tenían en la trastienda. Lo pasábamos divinamente.
Éramos muy pequeños y nuestros padres no nos dejaban que fuéramos vestidos con esos modelos, y me acuerdo que salíamos con una bolsa y nos cambiábamos en una especie de explanada verde que llaman el nudo de Eisenhower, que está por la autopista de Barcelona, de camino al aeropuerto; detrás de unos matojos guardábamos la ropa, y a eso de las cinco cogíamos el autobús. A la vuelta, cuando llegábamos a eso de las diez de la noche, nos volvíamos a cambiar para entrar en casa. Si nos había sobrado algo de dinero, antes de coger el autobús para volver, comprábamos arroz con caldo para cenar en un sitio como de autoservicio a lo rollo americano que pusieron cerca de M&M.
Empezamos a ir todos los domingos al Rastro. Allí había mucho rollo. Entonces las vedets de los años veinte y treinta vendían sus trapos y encontrábamos maravillas. Ese tipo de ropa solo lo habíamos visto en las películas de Sara Montiel, así que era increíble encontrarte con un broche de lentejuelas o unas plumas. Eso era lo más. Desde siempre se me dio bien encontrar joyitas, y algunas veces la madre de Capi le hacía modelos con lo que comprábamos allí. Sus padres eran más liberales que los míos, aunque en casa yo no estaba mal, pero lo de los modelos no lo llevaban bien, aunque no les quedaba otra. Menudo era yo. Hoy se puede tener acceso a todo, pero antes era difícil, así que teníamos que buscarnos la vida para ir con nuestras pintas, y el único sitio en que podíamos encontrar algo era en el Rastro.
Aquí conocimos a la Concha, que era fan de Marc Bolan. Era muy dispuesta, como muy fresca, y durante un tiempo formó parte de la pandilla. Le gustaba escribir y me acuerdo que me hizo una poesía que decía algo como: «Llegaste en paracaídas azul Francia, pretendiste ser una estrella y te quedaste en un lucero sin brillo». También estaba Anita Putón y una tal Paloma que desaparecieron enseguida.
Estábamos ya muy metidos en la estética de la Velvet. Nos volvía locos todo lo que hacía la Lou Reed. Me ponía en casa su disco Berlín, encendía una vela y me echaba a llorar. Todo ese rollo de la decadencia, con la protagonista Caroline suicidándose y Jim el novio yonqui... Yo decía que eso tenía que ser lo máximo.
Me acuerdo que por la academia de pintura Peña aparecía con una chaqueta plateada, unos pantalones superajustados de tela vaquera con parches y pata de elefante, y unos tacones de diecinueve centímetros con plataforma que me los compraba en Blanco; yo gastaba un cuarenta y dos, y estos eran del número treinta y nueve de tía —pero aun así, me los metía como podía, y después de clase me iba a Ales, una discoteca de tarde a bailar que estaba detrás de la Gran Vía, por Santo Domingo—. Allí estaba yo, de cinco a siete, pintando con tacones una virgen con los pelos muy killer. Porque yo era muy killer, y los profesores y los alumnos —muchos de ellos señoras— alucinaban.
También se quedaban muertos, además, con mi surrealismo. En una de las clases había que dibujar a una modelo que nos ponían allí tumbada, y yo la dibujaba con un desatascador todo lleno de tuberías de colores rodeándola. Era mi propia interpretación. Una estructura clásica desde el punto de vista pictórico, pero con mi rollo. Otra vez pinté a una modelo desnuda, pero flotando por los aires totalmente calva, con una valla rosa y una farola tipo Magritte. Mis profesores veían que yo tenía genio y que no pintaba mal, pero debían de pensar: «Este es fuertecito».
Recuerdo que esos pantalones superajustados de campana los hacían en una boutique que se llamaba Oh Calcuta. Estaba por Bilbao y allí iban todas las modernas a hacerse el mismo. Entonces tenía unos zuecos de madera y cuero con chinchetas —de tía, por supuesto— que los vendían en Marlo, en la Gran Vía, con una altura de veinte centímetros que lo tapaba el pantalón, pero que al andar se veía. Era lo más ir subido a eso.
Franco aún no había muerto y ya estaba a mi rollo. Cuando dejé los estudios me puse a trabajar, pero reconozco que no daba el callo. Fue entonces cuando dejé Ciudad Pegaso. Era algo que se venía venir. Yo estaba que no paraba y no me quedaba mucho de estar con mis padres. Entre los modelos y los escándalos un día les dije:
—Que me voy, que me voy a un estudio que he alquilado en Noviciado.
Así que me cogí mi colchón de gomaespuma, lo enrollé, lo metí en un taxi y me fui. Otro día volví a por la bolsa con la ropa y se acabó. Tampoco hubo mucho drama, y si lo hubo me dio igual. Además, es que antes, en esa época, la gente se independizaba antes. Con dieciocho años uno no vivía con sus padres, era un coñazo. Yo ya había estado con ellos y quería otro rollo.
Por eso me alquilé este estudio que era muy fuerte. Lo conseguí porque un día en el Ales conocí a uno que había alquilado el cuartucho para utilizarlo como bombonera. Decidimos dividirnos los gastos —pagábamos cada uno quinientas pesetas al mes—, hasta que me cansé y le dije que me lo dejara a mí todo.
Era un espacio enano, medía tres por tres, sin baño, porque estaba fuera. Solamente había una cama y todo era muy oscuro porque no tenía ventanas. Aquel solar había sido antes un colegio, y una parte lo dejaron como tal y el resto de las aulas las convirtieron en estudios. Algunos tenían balcón, pero este no; el mío era el más pequeño. Como no tenía cocina, solía ir a comer por veinte duros a un restaurante que estaba al lado.
Lo decoré a mi rollo. Puse una cornucopia antigua, estilo Luis XIV, que me compré en el Rastro, también coloqué unas cortinas de rayas sobre la cama tipo dosel y en la cabecera unas cruces de cementerio. Como estaba tan loco, me dio por los cementerios. Una Nochebuena fui con una amiga —no recuerdo bien quién sería— al de la Alameda, a coger unas cruces de hierro de muerto con la placa típica de «Aquí yace» para ponerlas en mi cama. Era una locura, profané, cogimos las cruces con los nombres de las personas y me las llevé.
Tenía también una alfombra, un espejo para maquillarme y un tocadiscos donde escuchaba mucha música. Luego compré otras alfombras de piel de mono blancas y negras con el pelo muy largo que las utilizaba de manta. Más tarde me di cuenta de que esas pieles me daban un rollo raro, muy malo. Así que entre las cruces, las pieles, los tripis que me tomaba y la música a todo volumen —me pasaba el día escuchando las New York Dolls y todo tipo de rock— tenía un desquicie total.
Durante un mes estuve estudiando por las tardes en una academia de corte y confección de la calle Montera. Mis compañeros eran todas marujas y una maricona tipo filipina o china. Me mandaban hacer unas cosas que para qué. Mi idea era ir allí para tener algo de experiencia y después hacerme yo mis modelitos, pero aquello era el sistema Martí, corte moderno, donde lo primero que hacían era ponerte a hacer vestiditos de novia en papel de calco muy pequeñitos. «Esto no tiene nada que ver con el rock and roll ni con el glam; esto es una gilipollez», me dije, así que lo dejé porque era un rollo patatero.
Así que un día cualquiera era: a eso de las cinco de la tarde me cogía el metro en Noviciado, ya con el modelo puesto, y me iba a Peña, y de ahí al Ales, como hasta las nueve o nueve y media. A veces íbamos a unos pubs que había por la calle Libertad y toda esa zona como hasta las doce, y luego al estudio a dormir. También iba a la Stone’s, pero eso era más de noche y tipo los jueves y viernes.
En todo este tiempo estuvo conmigo la Capi. Él fue el primero que me llevó al Ales. Aquello era un escándalo, la pista se llenaba con gente bailando Led Zeppelin y Kiss, que era la apoteosis. Aquí es donde me puse el nombre de Fani. No por nada especial, sino porque procedía tener un nombre diferente del que había usado toda mi vida. Así que pensé: «Como ahora voy a otros sitios, pues ahora me llamo Fani». Otra vida, otro rollo, pero nada más. Fue aquí también donde conocí a Manolo Cáceres. Me acuerdo perfectamente de cómo iba vestido ese día: de marinero tipo Querelle como en los anuncios de Gaultier. Estaba guapísimo.
El sitio era total, ya desde la plaza de Callao empezabas a ver a gente divina. Tíos con plataforma y con escarcha por la cara. Todo un escándalo. Allí también iban tías fantásticas con sus pieles, macarras, maricones, roqueras, chulos... Se mezclaba todo, porque antes no era como ahora con lo de los locales de ambiente. Lo mismo iban maricones, que tías, que heteros, y se iba a bailar y a escuchar música. Todo por la tarde, aunque los días más fuertes eran los miércoles; era más gay y te daban dos copas.
Empecé a drogarme a los diecisiete años, primero con los típicos porros y un año después probé mi primer tripi. Recuerdo que me dio mucho flash, alucinaba en la discoteca. Como el efecto te duraba mucho, si luego tenías que ir a trabajar acababas muy loco. Lo de conseguir ácido era muy fácil, y digo esto porque he llegado a la conclusión que durante el final de la dictadura de Franco se podía hacer de todo. Hablo por mi experiencia, no sé cómo será la de otros, pero recuerdo siendo muy jovencito hacer lo que me daba la gana. Estando Franco vivo ya estaban abiertos dos Drugstore en Madrid, el de la calle Velázquez y el de la calle Fuencarral. Eran locales abiertos toda la noche, con un guirigay que para qué. Chulos y maricones de aquí para allá.
Entre los locales más gays estaban el Blackies, el Larra, el Rey Fernando, el Oliver... Que no me digan a mí que en la época de Franco se comían a los maricones crudos porque eso es mentira. Al menos así lo recuerdo yo. Claro que existía la ley de vagos y maleantes, pero que nadie se olvide de que esa ley la sacaron en la República, los republicanos, y Franco lo que hizo fue conservarla.
Aparte del Ales, también había otras discotecas, como la Stone’s, que era lo que hoy es Alegoría, cerca de la Puerta de Alcalá, en la calle Villanueva. Allí iban los americanos de la base de Torrejón y todo el mundo se mezclaba con un musicón increíble. El escándalo era total.
En esa misma época, en el local que luego se convertiría en Rock-Ola estaba el Music Hall Top Less, una especie de teatro con bailarines y actores que venían de París y Nueva York. En uno de los numeritos que protagonizaba Roxy —un tío que iba vestido mitad hombre, mitad mujer— se quedaba en tanga. Para esos shows vinieron tres bailarines: una chica que se llamaba Ingrid, y que era completamente calva porque se rapaba, y otros dos tíos gays que siempre iban vestidos de cuero blanco, con sus cazadoras de cuero blanco, los botines de charol blanco con las punteras tipo rockabilly y unas gorras al estilo nazi con cadenas que eran un escándalo. Iban mucho a bailar al O’Clock, otro local que estaba en la calle Hermosilla. Este sitio fue muy importante porque dentro del rollo gay era el más moderno. Allí ponían de todo, desde la Bowie hasta música disco de Donna Summer. Fue el Studio 54 de Madrid.
Eso por no hablar de lo que se cocía por el café Gijón y por el Rastro; las calles de Almirante y Prim estaban llenas de chulos haciendo la carrera. Todo coincide con lo que se llamó el gay power, el glam rock con ese rollo como bisexual que después acabaría derivando en lo de la cultura gay, y más tarde en el punk.
Siempre se ha dicho que entonces no te podías manifestar abiertamente, pero yo llevaba mis plataformas en el metro, por la Gran Vía, y no pasaba nada. Es que una cosa era el pueblo y otra, Madrid. Vamos, que no vivía en Valdeajos.
Por los años 1973-1974 se estrenó en la capital The Rocky Horror Show en un teatro, o una sala de fiestas que se llamaba Cerebro —creo que era donde después hicieron lo de «La juventud baila», la sección de José Luis Fradejas del programa Aplauso—, con Pedro Mari Sánchez, Mayra Gómez Kemp —la del Un, dos, tres...— y un tal Alfonso Nadal, haciendo de Frank-Burguesa. Un escándalo. Con esto me refiero a que no es que no hubiera libertad, lo que no podías ir diciendo es «soy comunista», y meterte en el rollo del politiqueo, pero para ir vestido como te diera la gana y hacer lo que te pidiera el cuerpo, sí que lo podías hacer, incluso más que ahora, ya que entonces no había peligro de que te robaran, de que te asaltaran, de que te vieran cuatro rumanos o cuatro moros con tus pintas y te pegaran un palizón. Ahora a ver quién se atreve a ir por ahí con mucho escándalo.
Cuando me acuerdo de todo esto veo clarísimo que al menos lo que yo viví en Madrid hice lo que me dio la gana y jamás me metieron en la cárcel, ni ningún policía me detuvo porque entonces yo habría estado preso siempre por llevar los dieciocho centímetros de tacón, chaquetas imposibles, el pelo afeitado tipo Kiss —en esa época descubrí el mundo de la peluquería— y todo eso por la Gran Vía con maricones por todos lados.
Si no se ha vivido esta época, la gente puede creer esas leyendas negras que se sacan los rojos y los hipitruscos de que los curas se comían a los niños crudos. Por tanto, he de reconocer que con Franco hice lo que quise. Menudas son los maricones, como para estarse calladitas. Se pasaban a Franco por la brinca del coño. Además, antes vestirse con flash tenía mucho más mérito que ahora.
Claro que también viví algunas redadas. Me acuerdo de una que tuvo lugar en el M&M, esa fue por drogas. Otro día estando en el Blackies entraron pidiendo los carnés, y a los que no lo llevaban los detenían. Los policías me preguntaron qué hacía allí y yo les dije que acababa de salir de clase y me dejaron en paz. Y ya está.
Sí es verdad que una vez me detuvieron, pero fue por tema de horario. Fue en la Gran Vía, como a las cuatro de la mañana, y yo con el circo puesto. Al verme tan joven me pidieron el carné porque pensaban que tenía algo que ver con putas y me llevaron a la comisaría de Luna. Me tuvieron allí dos horas y al final me soltaron. Los policías me decían que anda, que cómo iba así vestido y yo muy suelto les dije:
—Y qué le voy a hacer si me lo he pagado yo.
Y para el que quisiera ir, en medio de todo esto, estaba el cine Carretas, que era fino el sitio, el paraíso de lo sórdido. Aunque allí no había nada de glamour.