En la primavera del año 1829 el autor de esta obra, que había venido a España atraído por la curiosidad, hizo un viaje desde Sevilla a Granada, acompañado de un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid. La casualidad nos había reunido desde regiones muy distantes, y la semejanza de aficiones nos despertó el deseo de peregrinar juntos por las románticas montañas de Andalucía. ¡Si estas páginas llegan a sus manos, ojalá que le recuerden las escenas de nuestro aventurero viaje, ora esté ocupado en los negocios de su cargo diplomático, o mezclado en el bullicio de la corte, o ya esté abstraído ante las galas de la naturaleza; y ojalá que también puedan traerle a la memoria los detalles de nuestra amena excursión, y con ellos el recuerdo de un amigo al cual ni el tiempo ni la distancia harán jamás olvidar la dulce memoria de su amabilidad y gran valía!
Ahora, antes de entrar en mi asunto, séame permitido apuntar algunos pormenores sobre el aspecto de España y la manera de viajar en este país. Casi todos se figuran en su imaginación a España como una región meridional preciosa, con los suaves encantos de la voluptuosa Italia; pero es, por el contrario, en su mayor parte —si bien se exceptúan algunas de sus provincias marítimas—, un país áspero y melancólico, de escarpadas montañas y extensísimas llanuras desprovistas de árboles, de indescriptible aislamiento y aridez, que participan del salvaje y solitario carácter de África.
Aumenta esta silenciosa soledad la ausencia de las canoras aves, natural consecuencia de la falta de árboles y de pastos; se ven el buitre y el águila revolotear alrededor de los escarpados picos de las montañas, precipitándose al llano, y las bandadas de recelosas avutardas trepar por entre los matorrales; pero esa multitud de pajarillos que anidan en otros países no se encuentran más que en unas pocas provincias de España, y principalmente en los huertos y jardines que rodean las habitaciones de los naturales.
En las provincias interiores atraviesa el viajero de vez en cuando grandes campos sembrados de granos, que verdean de trecho en trecho, tan extensos, que se pierden de vista, y que en otros tiempos estaban yermos y áridos; en vano se buscará la mano que ha cultivado aquel suelo. En lontananza se divisa algún pueblecito situado sobre escarpada colina o agrio despeñadero, semejando murallas desmanteladas o ruinosas atalayas; o bien alguna guarida, en tiempos pasados, fortificada en la guerra civil o contra las correrías de los moriscos, pues todavía se conserva entre los aldeanos de muchas partes de España la costumbre de unirse para la mutua protección, a causa de los robos de los vagabundos ladrones.
Pero aunque una gran parte de España está falta de arboleda y florestas y carece de los encantos del cultivo que engalana los campos, con todo, su conjunto ofrece una noble severidad que está perfectamente en armonía con la manera de ser de los habitantes; y yo me explico mejor al arrogante, intrépido, frugal y sobrio español y su arrojo en los peligros y su desprecio a los afeminados placeres desde que he visitado el país en que habita.
Hay algo también en los severos y sencillos paisajes del territorio español que imprime en el alma un sentimiento de sublimidad. Las inmensas llanuras de Castilla y de la Mancha, que se extienden hasta perderse de vista, atraen e interesan por su gran aridez e inmensidad, y poseen en alto grado la solemne grandiosidad del océano. Recorriendo estas vastas llanuras, se divisa por aquí y por acullá algún rezagado rebaño o manada guardada por un solitario pastor, inmóvil cual una estatua, con una larga y delgada vara que enarbola hacia los aires a manera de lanza; o ya una larga recua de mulos marchando lentamente a través de la llanura, semejando una caravana de camellos en el desierto; ya un solo labriego armado de trabuco y puñal y vagando por el llano. De este modo, el país, los habitantes y las mismas costumbres del pueblo participan en algo del carácter árabe. La general inseguridad de esta región está demostrada con el universal uso de las armas: el pastor en la campiña y el zagal en el llano tienen su escopeta y su navaja, y el opulento aldeano rara vez se aventura a ir a la feria real sin su trabuco, y acaso también acompañado de un criado a pie, con su arma de fuego al hombro; y, en general, no se emprende la más pequeña caminata sin todos los preparativos de una empresa guerrera.
Los peligros del camino dan también lugar a un modo especial de viajar, parecido, aunque en pequeña escala, a las caravanas del Oriente. Los arrieros se reúnen y emprenden juntos la caminata en largo y bien armado convoy y en ciertos y determinados días; y, a la vez, algún que otro viajero aumenta el número y contribuye a la general defensa. En este primitivo modo de viajar está el comercio del país. El mulatero es el ordinario medianero del tráfico y el legítimo viajero de la tierra: él atraviesa la Península desde los Pirineos y las Asturias hasta las Alpujarras, la Serranía de Ronda y aun hasta las puertas de Gibraltar. Vive sobria y duramente; sus alforjas de tela burda constituyen su mezquina despensa de provisiones; una bota de cuero pendiente de su arzón contiene vino o agua, que le da refuerzo a través de aquellas estériles montañas y secas llanuras; una manta de mula tendida en la tierra le sirve de cama por la noche y la albarda de almohada. Su pequeño pero bien firmado y membrudo cuerpo indica su vigor; su tez es morena y tostada por el sol; su mirada resuelta, pero tranquila en su expresión, excepto cuando se enardece por alguna repentina emoción; su porte es franco, varonil y cortés, y nunca pasa junto a alguno sin dirigirle este grave saludo: «Dios guarde a usted», «Vaya usted con Dios, caballero».
Como estos hombres llevan constantemente toda su fortuna entregada al azar en las cargas de sus acémilas, tienen siempre sus armas a mano, colgadas de los aparejos y prontas para poderlas coger en alguna desesperada defensa; pero, como viajan reunidos en gran número, se hacen temibles a las partidas de merodeadores, y el solitario bandolero, armado hasta los dientes y montado en su corcel andaluz, anda recelosamente acechándolos, como el pirata que persigue un barco mercante, sin tener valor para dar el asalto.
Los arrieros españoles tienen un inagotable repertorio de cantares y baladas, con las que se entretienen en sus continuos viajes. Sus aires musicales son severos al par que sencillos, y consisten en suaves inflexiones; cantan en alta voz y sostienen el canto modulando cadencias, sentados a mujeriegas en su mulo, que parece escucha con pausada gravedad y a la vez guarda con el paso el compás de las cantilenas. Las coplas que cantan son casi siempre referentes a algún antiguo y tradicional romance de moros, o a alguna leyenda de un santo, o de las llamadas «amorosas»; otras veces —y esto es lo más frecuente— entonan una canción sobre algún temerario contrabandista, pues el bandolero y el bandido son héroes poéticos en España entre la gente baja. Ocurre a menudo que los arrieros improvisan en el acto coplas, inspirándose en algún paisaje que se les presenta o sobre algún incidente del viaje; esta vena fácil para comprender e improvisar es característica en España, y, según se dice, heredada de los moros. Se siente, pues, una mezcla de severidad y encanto al oír estas estrofas en los agrestes y salvajes parajes en que se modulan, y más yendo acompañadas del especial retintín de los campanillos de las mulas.
Ofrece también el cuadro más pintoresco una banda de arrieros atravesando por el paso de una montaña: primero se oyen los campanilleros, que turban con su monótono sonido el silencio de la elevada cumbre, o acaso la voz del mulatero arreando a alguna perezosa o rezagada bestia, o bien cantando con toda la fuerza de sus pulmones algún romance tradicional. Otras veces se ve una recua al borde de un horrible desfiladero, o descendiendo por agrias pendientes, de tal modo que parece destacarse de relieve en el firmamento, o bien caminando junto a terribles precipicios que se abren bajo sus pies. A medida que se acercan las bestias se van distinguiendo sus vistosos arreos de cáñamo bordado, sus penachos y sus mantas; y al pasar por nuestro lado nos hace recordar la poca seguridad que ofrece el camino su inseparable trabuco pendiente de los fardos y de las mantas.
El antiguo reino de Granada, del cual estábamos ya a muy corta distancia, es una región de las más montañosas de España. Vastas sierras desnudas de pastos y arboledas y formadas de variados mármoles y granitos elevan sus crestas sombrías y negruzcas hasta la región de los cielos; pero en sus rugosos senos crecen fertilísimos y verdes valles, luchando por dominar en ellos la aridez y la vegetación de tal modo, que la misma piedra viva se ve obligada a producir higueras, y el naranjo y el limonero crecen junto al mirto y el rosal.
En las escabrosas laderas de estas montañas la perspectiva de ciudades y pueblecitos amurallados, construidos a manera de nidos de águila suspendidos entre las rocas y rodeados de moriscos baluartes o cuarteadas ciudadelas, nos lleva a remontarnos con la imaginación a los caballerescos tiempos de las guerras entre moros y cristianos y a la romántica lucha por la conquista de Granada. Al atravesar estas elevadas sierras el viajero se ve obligado a cada paso a echar pie a tierra y guiar sus caballos por las laderas y rápidas subidas y bajadas de aquellos cerros que semejan los desiguales peldaños de una escalera. En ocasiones, el sendero va serpenteando junto a horrorosos precipicios, sin parapeto que lo ponga a salvo del tajo que se mira en lo profundo, y después desciende hacia los hondos abismos por oscuras y peligrosas bajadas. Otras veces, al través de accidentados barrancos, carcomidos por los torrentes del invierno, atraviesa la oculta vereda de que se sirve el contrabandista, sin contar con que de cuando en cuando aparece alguna fatídica cruz, en memoria de algún robo o asesinato, erigida sobre un montón de piedras en un sitio solitario del camino, la cual advierte al viajero que se encuentra en medio de las guaridas de los bandidos, y acaso en el mismo momento de ser acechado por algún oculto bandolero. También otras veces, al cruzar por un angosto valle, se ve uno sorprendido por un ronco mugido; y pronto divísase por encima del prado que tapiza la falda de la montaña una vacada de bravos toros andaluces, destinados a ser lidiados en la plaza. Yo he experimentado —si así puedo decirlo— un agradable horror contemplando muy de cerca estos temibles animales, dotados de tremendo poder, rebuscando sus gratos pastos, y en estado salvaje, pues casi nunca han visto la gente, ni conocen a nadie más que al solitario pastor que los cuida, y aun a veces él mismo no se atreve a acercárseles. El ronco bramido de estas fieras y su aire amenazador, cuando miran abajo desde la elevada roca en que se hallan, añaden fiereza a los salvajes contornos del paisaje.
Me he entregado maquinalmente, y con más detenimiento de lo que yo me proponía, a hacer estas consideraciones sobre las fases generales que presentan los viajes por España; pero hay tal poesía en los dulces recuerdos de la Península, que se siente dulcemente arrebatada la imaginación.
Era el 1 de mayo cuando mi compañero y yo salimos de Sevilla en dirección a Granada; lo habíamos dispuesto todo para hacer nuestro viaje por sitios montañosos, pero por caminos un poco mejores que las primitivas veredas de los mulos, sin contar el que están frecuentemente visitados por los bandidos. Lo de más valor de nuestro equipaje se había enviado delante con los arrieros, llevando solamente con nosotros lo necesario para el viaje y el dinero para los gastos del camino, con un suficiente sobrante de esto último para satisfacer la codicia de los ladrones, si por desgracia nos asaltaban, y para librarnos de los duros tratamientos que sufre el indefenso viajero que es demasiado confiado. Nos prepararon un par de resistentes caballos de alquiler, y además otro tercero para nuestro sencillo equipaje y para que sirviese a la vez a un robusto vizcaíno, mozo de unos veinte años de edad, que era nuestro guía por todos aquellos confusos vericuetos y caminos montañosos, el cual cuidaba de nuestros caballos y hacía alguna que otra vez de lacayo, sirviéndonos constantemente de guardia, pues llevaba un formidable trabuco para defendernos de los criminales, y sobre cuya arma nos hizo muchos y pomposos elogios; aunque en descrédito de esta su celebrada herramienta debo consignar que casi siempre estaba descargada y colgada detrás de la silla. Era, sin embargo, fiel, divertido y de buena condición, y ensartaba refranes y proverbios como aquel flor y nata de los escuderos, el mismísimo afamado Sancho, cuyo nombre le pusimos; y como buen español —aunque le tratábamos con la familiaridad de compañero— nunca, ni aun por un solo momento, traspasó los límites del decoro debido, a pesar de su ingénito buen humor.
Así equipados y servidos, nos pusimos en camino en muy buenas condiciones para que fuera el viaje agradable. Pero ¡qué país es España para un viajero! La más miserable posada está para él tan llena de aventuras como un castillo encantado, y cada comida constituye por sí misma toda una hazaña. ¡Quédese para otros el criticar la falta de buenos caminos y de suntuosos hoteles, y de las esmeradas comodidades de un país adelantado y corriente; pero déseme a mí la áspera y escarpada serranía, la vagabunda y azarosa vida del caminante, y las francas, hospitalarias y primitivas costumbres que prestan exquisito sabor a la romántica España!
Nuestra primera velada tuvo cierto tinte agradable. Llegamos, ya puesto el sol, a un pequeño pueblecito situado entre las sierras, después de una penosa marcha por una dilatada llanura sin caseríos, y en donde nos mojamos varias veces por la lluvia. En la posada había una patrulla de miqueletes que andaban rondando aquella zona en persecución de malhechores. La presencia de extranjeros de nuestra alcurnia no era muy frecuente en esta apartada aldea; mi posadero, con dos o tres viejos locuaces camaradas, con mantas pardas, revisaron nuestros pasaportes en un rincón de la posada, mientras que un alguacil tomaba nota a la débil luz de un candil. Como los pasaportes estaban en lengua extranjera se quedaron perplejos; pero nuestro escudero Sancho les ayudó en sus investigaciones y les ponderó nuestra importancia con la grandilocuencia propia de un español.
Además, la espléndida distribución de unos cuantos cigarros nos ganó las simpatías de los que nos rodeaban; y, momentos después, todos los presentes se agitaban a porfía por instalarnos cómodamente. El mismo corregidor en persona vino a vernos, y la posadera trajo pomposamente a la habitación un gran sillón formado con juncos, para el descanso de tan importante personaje. El jefe de la patrulla cenó con nosotros: era un andaluz vivo, decidor y alegre, que había hecho su campaña en la América del Sur; nos contó sus aventuras amorosas y guerreras, con ostentación fraseológica, vehemencia en el gesticular,ycon un cierto misterioso entornar de ojos; nos dijo que tenía una lista de todos los ladrones de la comarca, y que se disponía a dar una batida a cada hijo de su madre; nos ofreció al mismo tiempo algunos soldados para escolta: «Uno es bastante para guardar a ustedes, señores; los ladrones me conocen y conocen a mi gente: la mirada de uno solo es bastante para aterrorizar la sierra entera». Le quedamos altamente agradecidos por su ofrecimiento, pero le aseguramos, con nuestra natural franqueza, que con la custodia de nuestro escudero Sancho no temíamos a todos los ladrones de Andalucía.
Mientras estábamos cenando con nuestro amigo el perdonavidas se oyeron acordes de una guitarra y el ruido de castañuelas, y poco después varias voces cantando en coro un aire popular. En efecto, mi posadero había reunido conjuntamente a los aficionados al canto y a la música y a las beldades del rústico vecindario, y al salir al patio del mesón se presentó ante nuestra vista el cuadro de una verdadera fiesta española. Tomamos asiento, con nuestros huéspedes y con el jefe de la patrulla, en el cenador del patio; la guitarra pasó de mano en mano, haciendo un jocoso zapatero de Orfeo de la función. Era un buen mozo de sendas patillas negras; llevaba las mangas arrolladas hasta los codos; tocaba la guitarra con magistral destreza y cantaba coplas amorosas, lanzando miradas expresivas a las mozuelas, de quienes era indudablemente el favorito. Bailó después un fandango con verdadero garbo andaluz y con gran satisfacción de los espectadores. Pero de las muchachas presentes ninguna podía compararse con la linda hija de mi posadero, Pepita, que había desaparecido de pronto para hacerse el tocado que el caso requería: se adornó su cabeza con rosas, y se lució danzando el bolero con un bizarro soldado. Dimos órdenes a nuestro posadero para que repartiese vino y ofreciese galantemente refrescos a los circunstantes; siendo de notar que, aunque aquélla era una humilde abigarrada reunión de soldados, arrieros y aldeanos, nadie traspasó los límites de una decorosa alegría. La escena era un digno cuadro para un pintor: grupos pintorescos de bailarines, soldados en sus trajes medio militares, aldeanos envueltos en sus parduscas mantas, y no he de pasar en silencio al viejo y flacucho alguacil con su corta capilla negra, el cual no hacía caso de lo que allí pasaba, sino que, sentado en un rincón, escribía diligentemente, a los pálidos fulgores de un enorme velón, digno de haber figurado en los tiempos de Don Quijote.
No estoy haciendo un croquis perfecto, ni mucho menos pretendo bosquejar los variados sucesos de cada una de nuestras jornadas por sierras y valles, barrancos y montañas. Viajábamos del mismo modo que los contrabandistas, tomando cada cosa lisa y llanamente como era, y confundiéndonos con personas de todas clases y condiciones, como unos meros despreocupados vagabundos: el mejor y único modo de viajar por España. Conociendo las miserables despensas de las posadas y los desiertos pasajes que el viajero tiene necesidad de atravesar, pusimos todo nuestro cuidado, al partir, en tener bien abastecidas las alforjas de nuestro escudero con provisiones de fiambres y llenar la bota —que era de respetables dimensiones— hasta la boca de exquisito vino de Valdepeñas. Como estas municiones eran más importantes para nuestro viaje que las de su trabuco, le advertimos que tuviese mucho ojo con ellas y le hago justicia diciendo que su homónimo el mismísimo Sancho Panza no le hubiera podido aventajar en su oficio de administrador despensero. Aunque las alforjas y la bota eran frecuentemente asaltadas con ganas durante el viaje, parecían poseer la milagrosa virtud de no agotarse nunca; y era que nuestro celoso escudero tenía cuidado de guardar lo que quedaba de nuestras cenas nocturnas en las posadas, para suplir nuestras comidas del día.
¡Qué sabrosísimas meriendas hacíamos sobre el florido césped, a la orilla de algún arroyuelo o fuente y a la sombra de algún frondoso árbol! Y después, ¡qué deliciosas siestas en nuestras mantas extendidas sobre la hierba!
Cierto día nos detuvimos a la caída de la tarde, para regalarnos con una merienda de esta clase, en una agradable pradera tapizada de verde y rodeada de colinas cubiertas de olivos. Se tendieron numerosos cobertores sobre el musgo y bajo un álamo próximo a un delicioso arroyuelo, y se ataron los caballos donde pastasen la hierba. Sancho presentó sus alforjas con cierto aire de triunfo, y en ellas los sobrantes de cuatro días de camino, y además notablemente enriquecidas con los acopios hechos la tarde anterior en una rica posada de Antequera. Nuestro escudero iba sacando uno por uno su heterogéneo contenido, y parecía que aquello no iba a tener fin. Primero una pierna de cabrito asada, casi sin haberla tocado; luego una perdiz entera; seguidamente un gran trozo de bacalao en salazón, liado en papel; después los restos de un jamón, y, por último, media gallina; todo ello junto con algunos panecillos y una carga de naranjas, higos, pasas y nueces. Su bota había sido repuesta con excelente vino de Málaga. A cada nueva aparición de su despensa gozaba con nuestra cómica sorpresa, tirándose de espaldas sobre la hierba y reventando de risa. De nada gustaba tanto el sencillo muchacho como el ser comparado —por su afición a guisandero— con el celebérrimo escudero de Don Quijote. Estaba muy ducho en la vida del «caballero andante», y —como el pueblo bajo de España— creía firmemente que era una historia verídica.
—¿Hace mucho tiempo que sucedió eso, señor? —me preguntó cierto día con mirada investigadora.
—Ya hace mucho tiempo —le dije.
—¿Se puede decir que hará más de mil años? —añadía mirando todavía con aire de perplejidad.
—Yo te aseguro que es lo menos.
El escudero quedó convencido.
Cuando estábamos dedicados a la refacción antes citada y divirtiéndonos con las bufonadas de nuestro escudero, se nos acercó un pobre mendigo que tenía cierto aspecto de peregrino. Era un anciano con la barba muy encanecida, y se venía apoyando en un cayado, aunque la vejez no le había encorvado todavía; era alto, esbelto y conservaba vestigios de haber tenido hermosas facciones; cubríase con un sombrero calañés y traía zamarra y calzones de cuero, polainas y sandalias. Su vestido —aunque viejo y remendado— era decente y su porte muy noble, y dirigiose a nosotros con esa grave cortesía que se nota en el más pobre español. Estuvimos expresivos con semejante huésped, y por antojo de caprichosa caridad le dimos algunas monedas de plata, un pan de trigo blanco y un vaso de nuestro excelente vino de Málaga. Él lo recibió con gratitud, pero sin ninguna muestra de servil adulación. Probando el vino lo levantó en alto, mirándolo al trasluz con cierta expresión de asombro, y luego bebiéndoselo de un trago: «Ya hace muchos años —dijo— que no he probado vino igual a éste. Es un excelente tónico para el corazón de un viejo». Después, contemplando el panecillo que se le había ofrecido, añadió: «¡Bendito sea tal pan!». Le invitamos a que lo comiese allí mismo: «No, señores —respondió—; el vino lo he bebido con vuestro permiso; pero el pan me lo llevo a la casa para compartirlo con mi familia».
Nuestro Sancho nos miró, e interpretando a seguida nuestro asentimiento, dio al anciano una parte de las abundantes sobras de nuestra merienda, con la condición de que se sentase a tomar un bocado.
Sentose, pues, a corta distancia de nosotros, y empezó a comer despacio, con sobriedad y con la delicadeza propia de un hidalgo. Había, en verdad, cierto modo mesurado y tal tranquila serenidad en el anciano, que me hizo creer que habría disfrutado de mejores días; además, su lenguaje, aunque sencillo, era de vez en cuando pintoresco y de una poética fraseología. Creí ver en su interior a un arruinado caballero, pero me equivoqué; no había más que la innata cortesía del español y los giros poéticos de la fantasía y del lenguaje usado comúnmente por las clases bajas de este pueblo de viva imaginación. Nos contó que durante cincuenta años había sido pastor. «Cuando era joven —decía— nada podía dañarme ni afligirme: siempre me encontraba bueno, siempre alegre; pero ahora tengo setenta y nueve años, y soy pobre y mi corazón empieza a abandonarme».
Sin embargo, todavía no era un completo mendigo, pues hacía poco que había venido a aquel estado de degradación; nos hizo una conmovedora pintura de la lucha entre el hambre y la dignidad cuando las miserables privaciones se apoderaron de él. Volvía de Málaga sin dinero; no había probado bocado desde algún tiempo, y cruzaba uno de los más dilatados llanos de España, donde había muy pocos albergues. Cuando casi desfallecía de necesidad, se acercó a la puerta de una venta: ¡Perdone usted por Dios, hermano!, le dijeron (que es el modo usual de despedir a un pobre en España). «Yo me fui —continuó— con más vergüenza que hambre, pues mi corazón era demasiado orgulloso todavía. Dirigime, pues, hacia un río de profundas márgenes e impetuosa y rápida corriente, y estuve tentado a arrojarme a él. ¿Para qué quiere vivir un viejo miserable y desgraciado como yo? Mas, cuando estuve al borde de la corriente, me acordé de la Santísima Virgen y volví atrás mis pasos. Anduve errante, hasta que divisé un cortijo situado a corta distancia del camino, y penetré en el portal exterior que daba al patio. La puerta estaba cerrada, pero había dos señoritas en una ventana; me acerqué y les pedí una limosna: ¡Perdone usted por Dios, hermano! Y cerraron la ventana. Me salí del patio flaqueándome las piernas; pero el hambre me rindió y me faltó el valor; pensé que había llegado mi última hora, y me tendí en la puerta, encomendándome a la Santísima Virgen y cubriéndome la cabeza para morir. A poco de esto vino a recogerse el amo de la casa, y viéndome acostado en su puerta, tuvo piedad de mis canas, metiome en su casa y me dio de comer. ¡Vean ustedes, señores, por qué tengo puesta mi confianza en la protección de la Virgen!».
El anciano iba camino de su pueblo natal, Archidona, que se halla situado en lo alto de una escarpada y áspera montaña. Señalando con el dedo las ruinas de su vetusto castillo árabe: «Aquel castillo —nos dijo— estuvo habitado por un rey moro en tiempo de las guerras de Granada. La reina Isabel lo sitió con un gran ejército; pero el infiel la miraba desde su castillo junto a las nubes y se reía con desprecio. En esto se apareció la Virgen a la reina, y la guió juntamente con sus tropas por una misteriosa vereda de las montañas, que nunca después se ha vuelto a encontrar. Cuando el moro la vio venir quedó estupefacto, y, saltando con su caballo por un precipicio, se hizo pedazos. Las huellas de las herraduras de su caballo —prosiguió el viejo— todavía se pueden ver en el borde de la roca; y véanlo ustedes, señores: aquél es el camino por donde la reina y sus soldados treparon; véanlo ustedes como una cinta por la falda de la montaña; el milagro consiste en que se ve a cierta distancia; pero a medida que uno se acerca va desapareciendo».
El ideal camino que nos señaló es, sin duda, una faja arenisca de la montaña que se distingue perfectamente dibujada y marcada desde lejos, pero que de cerca se borra y desaparece.
Luego que el ánimo del viejo se reanimó con el vino y la merienda, se puso a contarnos cierta historia de un misterioso tesoro escondido debajo del castillo del rey moro, junto a cuyos cimientos estaba su propia casa. El cura y el notario soñaron tres veces con el tesoro y fueron a excavar al sitio indicado en sus ensueños, y su mismo yerno oyó el ruido de los picos y azadas cierta noche. Lo que ellos se encontraron nadie lo ha sabido: se hicieron ricos de la noche a la mañana, pero guardaron su mutuo secreto. Así, pues, el anciano tuvo a su puerta la fortuna; pero estaba condenado a vivir perpetuamente de aquel modo.
He notado que las historias de tesoros escondidos por los moros, que prevalecen tanto en España, son muy corrientes entre la gente menesterosa. ¡De tal suerte la benévola Naturaleza consuela con la fantasía la falta de recursos: el sediento sueña con fuentes y fugitivas corrientes; el hambriento, con fantásticos banquetes; el pobre, con montones de oro escondidos! ¡Nada hay,en verdad, más espléndido que la imaginación de un pobre!
La última escena que referiré es una velada en la pequeña ciudad de Loja. Éste fue un famoso apostadero fronterizo beligerante en tiempos de los moros, que hizo frente a Fernando desde sus murallas; fue la guarida del viejo Aliatar, sueño de Boabdil, desde donde este fiero veterano se lanzó con su yerno a una desastrosa correría que concluyó con la muerte de su jefe y la prisión del monarca. Loja está agrestemente situada en un quebrado paso montañoso a orillas del Genil, entre rocas y montañas, y jardines, y la población parece conservar todavía el intrépido espíritu de fiereza de los tiempos pasados. Nuestro mesón estaba en relación con el sitio. Hallábase al frente de él una joven y hermosa viuda andaluza, cuya adornada basquiña de seda negra con franjas de abalorios dejaba ver los encantos de sus graciosas formas y de sus torneados y flexibles miembros. Su andar era firme y delicado; sus ojos, negros y llenos de fuego; y la coquetería de su porte y los variados adornos de su persona indicaban que estaba acostumbrada a que la admirasen.
Hacía la hembra buena pareja con un hermano suyo, casi de su misma edad, y eran ambos tipos perfectos de majo y maja andaluces. Él era alto, vigoroso y bien formado, de color aceitunado claro, negros y chispeantes ojos y rizadas patillas de pelo castaño que se unían por debajo de la barba. Estaba donosamente vestido con una chaquetilla corta de terciopelo verde, ajustada a su talle, y ricamente adornada con botones de plata, con un blanquísimo pañuelo en cada bolsillo. Llevaba calzones de lo mismo, con hileras de botones desde la cadera hasta la rodilla, pañuelo de seda color de rosa al cuello, sujeto con una sortija sobre la pechera de la camisa, admirablemente rizada; faja alrededor de la cintura para que hiciera buen contraste, botines de cuero encarnado, elegantemente trabajados y abiertos por la pantorrilla, enseñando sus medias; y, por último, zapatos que dejaban ver un pie muy pulido.
Luego que estuvo un rato en el zaguán llegó un jinete y trabó con él formal conversación en voz baja. Venía vestido por el mismo estilo y casi con el mismo refinamiento, y era un hombre como de unos treinta años, de complexión vigorosa y de rígidas facciones romanas, guapo, aunque ligeramente picado de viruelas, y con aire franco, audaz y algún tanto atrevido. Su poderoso caballo negro hallábase adornado con borlas y caprichosos jaeces, y llevaba un par de bocachas colgando por detrás de la silla. Mostraba el aire de uno de esos contrabandistas que he visto en las montañas de Ronda. Sin duda alguna, tenía gran confianza con el hermano de mi posadera, y —si no me equivoco— era el predilecto admirador de la viuda. En suma, la posada entera y sus huéspedes tenían cierto aspecto contrabandista, y los trabucos andaban en un rincón al lado de la guitarra. El jinete que he descrito pasó la noche en la posada y cantó algunos picarescos aires de la Serranía con mucha gracia. Cuando estábamos cenando, dos pobres asturianos se acercaron, mendigándonos míseramente alimento y posada. Habían sido asaltados por los ladrones al venir de una feria por las montañas; les habían robado un caballo en que llevaban todo su capital comercial; los despojaron del dinero y de sus ropas; los habían maltratado por haber hecho resistencia, y los dejaron casi desnudos en la mitad del camino. Mi compañero, con espontánea generosidad, natural en él, les pagó la cena y una cama, y les dio una cantidad de dinero para ayudarles a volver a sus casas.
Más entrada la noche se aumentaron los personajes del drama. Un hombre como de sesenta años, de fornida y vigorosa naturaleza, entró impertérrito hacia adentro a charlar con mi posadera. Vestía el ordinario traje andaluz, pero llevaba un enorme sable debajo del brazo, con largos bigotes, y ostentaba un marcado aire de valentón. Parecía como que todos le miraban con gran respeto.
Nuestro Sancho nos dijo en voz baja que era don Ventura Rodríguez, el héroe y campeón de Loja, famoso por sus proezas y por la fuerza de su brazo. En tiempos de la invasión francesa sorprendió a seis soldados que estaban dormidos: ató primeramente sus caballos, y, después les acometió sable en mano, matando a uno y haciendo prisioneros a los demás. Por este hecho de armas le señaló el rey una peseta diaria y fue dignificado con el título de Don.
Me gustaba observar su ampuloso lenguaje y ademanes. Era un perfecto andaluz, muy pagado de su bravura. Tan pronto tenía el sable en la mano como debajo del brazo; lo llevaba constantemente consigo, como una niña lleva una muñeca; le llamaba su Santa Teresa y decía que cuando lo sacaba «temblaba la tierra».
Permanecí hasta hora bastante avanzada contemplando las varias conversaciones de este abigarrado grupo, donde hablaban todos con la poca reserva propia de una posada española; tuvimos canciones de contrabandistas, historias de ladrones, hazañas de guerras y leyendas moriscas. El fin de fiesta estuvo a cargo de nuestra hermosa posadera, y consistió en una poética relación de Los infiernos de Loja, tenebrosas cavernas en cuyos subterráneos hacen un misterioso ruido corrientes y cascadas de agua. El vulgo cree que hay allí encerrados monederos falsos desde tiempo de moros, y que los reyes moriscos guardan sus tesoros en estas cavernas.
Podríamos llenar las páginas de esta obra con los incidentes y sucesos de nuestra accidentada expedición, si fuera éste el objeto de ella; pero perseguimos otro fin. Prosiguiendo nuestro viaje, salimos de las montañas y entramos en la deliciosa vega de Granada. Aquí hicimos la última merienda, a la sombra de unos olivos y a orillas de un riachuelo, con la vieja ciudad morisca en lontananza, coronada por los picos de Sierra Nevada, brillante como la plata. El día estaba sin nubes y el calor del sol atemperado por las frescas brisas de la montaña; después de la comida tendimos nuestras mantas y dormimos nuestra última siesta, acariciados por el zumbido de las abejas entre las flores y por los arrullos de las palomas torcaces en los cercanos olivares. Cuando pasaron las horas del calor emprendimos de nuevo la marcha; y, después de haber pasado por entre vallados de pitas y chumberas y por un laberinto de huertas, llegamos, al ponerse el sol, a las puertas de Granada.
Para el viajero inspirado en lo histórico y en lo poético, la Alhambra de Granada es un objeto de tanta veneración como la Kaaba o Casa Sagrada de la Meca para los devotos peregrinos musulmanes. ¡Cuántas leyendas y tradiciones verídicas y fabulosas, cuántos cantares y romances amorosos, españoles y árabes, y qué de guerras y hechos caballerescos hay referentes a aquellos románticos torreones! El lector comprenderá fácilmente nuestra alegría cuando, poco después de llegar a Granada, el gobernador de la Alhambra nos dio permiso para residir en las habitaciones vacías del Palacio morisco. Mi compañero fue pronto llamado por los deberes de su cargo oficial; pero yo permanecí de intento algunos meses en el viejo Palacio encantado. Las siguientes páginas son el resultado de mis abstracciones e investigaciones durante tan deliciosa permanencia. ¡Si ellas pudiesen comunicar algo de los fascinadores encantos de este sitio a la imaginación del lector, éste no podría menos de apesadumbrarse de no haber pasado conmigo una temporada en los legendarios salones de la Alhambra!
La Alhambra es una antigua fortaleza o palacio amurallado de los reyes moros de Granada, desde donde ejercían dominio sobre este ensalzado paraíso terrenal, última posesión de su imperio en España. El palacio árabe no ocupa sino una parte de la fortaleza, cuyas murallas, guarnecidas de torres, circundan irregularmente toda la cresta de una elevada colina que domina la ciudad y forma una estribación de la Sierra Nevada.
En tiempo de los moros era capaz la Alhambra de contener un ejército de 40.000 hombres dentro de su recinto, y sirvió alguna que otra vez para librarse los soberanos del furor de sus rebeldes súbditos. Después que el reino pasó a manos de los cristianos continuó la Alhambra siendo del patrimonio real, y también algunas veces ha sido habitada por los monarcas castellanos. El emperador Carlos V edificó un suntuoso palacio dentro de sus murallas, pero se suspendió la obra por los continuos terremotos. El último rey que la vivió fue Felipe V, y su hermosa esposa Isabel de Parma, a principios del siglo XVIII. Hiciéronse grandes preparativos para su recepción: el palacio y los jardines sufrieron notable reforma y se agregaron algunas habitaciones, que fueron decoradas por artistas traídos de Italia. La permanencia de estos soberanos fue efímera, y después de su partida el Palacio volvió de nuevo a su abandono.
El recinto fue en adelante ocupado por fuerza militar; el gobernador de la Alhambra quedó bajo la dependencia de la Corona, y su jurisdicción se extendía hasta los arrabales de la ciudad. Su autoridad era del todo independiente de la del capitán general de Granada. Se alojaba en el interior de la Alhambra una respetable guarnición; el gobernador tenía sus habitaciones frente al viejo palacio morisco, y nunca bajaba a Granada sin una escolta militar. La fortaleza, en resumen, era una pequeña ciudadela independiente, con algunas calles y casas dentro de sus muros, y además con un convento de franciscanos y una iglesia parroquial.
La retirada de la corte, fue, en verdad, un golpe fatal para la Alhambra. Sus bellísimos salones se desmantelaron y algunos de ellos quedaron en ruinas; los jardines se destruyeron y las fuentes cesaron de correr. Poco a poco las viviendas se fueron habitando por gentes de mala reputación: contrabandistas que se aprovechaban de su exenta jurisdicción para emprender un vasto y atrevido tráfico de contrabando, y ladrones y tunantes de todas clases, que hacían de ella su guarida y su refugio, y desde donde a todas horas podían merodear por Granada y sus inmediaciones. La energía del gobierno intervino al fin: expulsó, por último, a esta gente y no se permitió el vivir allí sino el que probase que era hombre honrado y que, por tanto, tenía justos títulos para habitar en aquel recinto; se demolieron la mayor parte de las casas y solamente quedaron en pie unas pocas, con la iglesia parroquial y el convento de San Francisco. Durante las últimas guerras habidas en España, mientras Granada se halló en poder de los franceses, la Alhambra estuvo guarnecida con sus tropas, y el general francés habitó provisionalmente en el Palacio. Con el ilustrado criterio que siempre ha distinguido a la nación francesa en sus conquistas, se preservó este monumento de elegancia y grandiosidad morisca de la inminente ruina que le amenazaba. Los tejados fueron reparados, los salones y las galerías protegidos de los temporales, los jardines cultivados, las cañerías restauradas, y se hicieron saltar en las fuentes vistosos juegos de aguas. España, por tanto, debe estar agradecida a sus invasores por haberle conservado el más bello e interesante de sus históricos monumentos.
A la salida de los franceses volaron éstos algunas torres de la muralla exterior y dejaron las fortificaciones casi en ruinas. Desde este tiempo cesó la importancia militar de la fortaleza. La guarnición consta de unos pocos soldados inválidos, cuya misión principal consiste en guardar algunas de las torres exteriores que sirven actualmente de prisiones de Estado; y el gobernador, habiendo abandonado la elevada colina de la Alhambra, reside en Granada, para el más cómodo despacho de los asuntos oficiales.
No concluiré esta breve reseña sobre el estado de la fortaleza sin rendir el debido elogio a los laudables esfuerzos de su actual gobernador, don Francisco de Serna, quien está empleando los limitados recursos de que dispone para ir reparando el Palacio, y con sus acertadas precauciones ha impedido su inminente ruina. Si sus predecesores hubieran cumplido los deberes de su cargo con igual esmero, la Alhambra podría haber permanecido casi en su prístina belleza; y si este gobierno le ayudara con medios iguales a su celo, este edificio podría conservarse aún como la joya de la nación, y atraería a los curiosos e inteligentes de todos los países durante largas generaciones.
La Alhambra ha sido descrita tan minuciosamente y con tanta frecuencia por los viajeros, que un ligero croquis será acaso suficiente para refrescar la memoria del lector; por consiguiente, haré una breve relación de nuestra visita al otro día de llegar a Granada.
Dejando la posada de la Espada, atravesamos la famosa plaza de Bibarrambla, teatro en otros tiempos de las moriscas justas y torneos, y ahora convertida en mercado principal. Desde allí subimos por el Zacatín, que es la calle más importante, y que en tiempo de los moros era el Gran Bazar: en él las tiendecillas y callejuelas conservan todavía el carácter del Oriente. Cruzando una plaza por frente del Palacio del capitán general, subimos por una estrecha y tortuosa calle, cuyo nombre nos recordó los tiempos caballerescos de Granada. Se llama la Cuesta de Gomeres, una familia morisca célebre en los romances y cantares. Esta cuesta conduce a una maciza puerta de arquitectura griega, construida por Carlos V, y que forma la entrada a los dominios de la Alhambra.
Había en la puerta dos o tres mal vestidos soldados veteranos, dormitando en un asiento de piedra, los sucesores de los Zegríes y los Abencerrajes; en tanto que un alto y flacucho ganapán, con una mugrienta capa de color castaño, que tenía por objeto, sin duda, el ocultar el andrajoso estado de su traje interior, se hallaba holgazaneando al sol y charlando con un viejo veterano que estaba de centinela. Se nos agregó el tal cuando hubimos pasado la puerta, y nos ofreció sus servicios para enseñarnos la fortaleza.
Tengo repugnancia, como viajero, a estos oficiosos cicerones, y no me agradó, en verdad, el aspecto del que se me presentaba.
—¿Supongo que conocerá usted bien este sitio?
—Ninguno mejor, señor, pues soy hijo de la Alhambra.
La generalidad de los españoles emplea singulares giros poéticos para expresarse. ¡Hijo de la Alhambra! La frase esta me sorprendió al pronto; pero el humildísimo traje de mi nuevo conocido le daba un expresivo sentido ante mis ojos: era el emblema de las vicisitudes de aquel lugar, y él representaba maravillosamente al descendiente de tales ruinas.
Le hice algunas preguntas, y me convencí de que era legítimo su título. Su familia se venía sucediendo en la fortaleza de generación en generación, casi desde el tiempo de la conquista, y su nombre era Mateo Jiménez 1.
—Entonces —le dije— quizá será usted descendiente del gran cardenal Jiménez de Cisneros.
—¡Dios sabe, señor! Muy bien puede ser. Somos la familia más antigua de la Alhambra: cristianos viejos, sin mezclas de moros ni judíos. Yo sé que pertenecemos a cierta familia noble, pero no me acuerdo cuál. Mi padre sabe todo eso, y conserva el escudo de nobleza colgado en la habitación, en lo alto de la fortaleza.
No hay español, por pobre que sea, que no tenga sus pretensiones linajudas sobremanera, y acepté, por tanto, los servicios del hijo de la Alhambra.
Nos internamos a seguida en una honda y estrecha cañada cubierta de frondosa arboleda, con una alameda en pendiente y varios caminillos alrededor, provista de asientos de piedra y adornada de fuentes. A nuestra izquierda divisamos las torres de la Alhambra asomando por encima de nosotros; y a la derecha, en la falda opuesta de la cañada, estábamos dominados igualmente por otras torres contrarias, en lo alto de una roca. Éstas, según nos dijeron, eran las Torres Bermejas, llamadas así por su color rojo. No se sabe su origen; son de una época muy anterior a la Alhambra, y suponen que fueron edificadas por los romanos; y, según otros, por una errante colonia de fenicios. Subiendo la pendiente y sombría alameda, llegamos al pie de una gran torre morisca cuadrada, que forma una especie de barbacana, y que constituye la entrada principal de la fortaleza. Dentro de la barbacana había otro grupo de veteranos inválidos, uno haciendo la guardia en la puerta, mientras que los otros, envueltos en sus ya roídos capotes, dormían en los poyos de piedra. Esta puerta se llama la Puerta de la Justicia, del tribunal establecido en aquel vestíbulo durante la dominación de los musulmanes, para los simples juicios y causas ordinarias; costumbre común en los pueblos orientales, y citada frecuentemente en las Sagradas Escrituras.
El gran vestíbulo o porche de entrada está formado por un inmenso arco árabe de forma de herradura, que se eleva a más de la mitad de la altura de la torre. En la clave de este arco hay grabada una gigantesca mano, y dentro del vestíbulo, en la del portal, hay esculpida del mismo modo una desmesurada llave. Los que pretenden ser peritos en los símbolos mahometanos afirman que esta mano es el emblema de la doctrina, y la llave el de la fe; otros sostienen que está significando el estandarte de los moros que dominaron la Andalucía, en oposición con el cristiano emblema de la cruz. Sin embargo, el hijo de la Alhambra le dio una diferente explicación, más en armonía con las creencias del vulgo, que atribuye algo misterioso y mágico a todo lo que es de moros, y cuenta toda clase de supersticiones referentes a estas viejas fortalezas.
Según Mateo, era tradición admitida en general desde los primitivos habitantes, y que venía de padres a hijos, que la mano y la llave eran mágico amuleto del que dependía el hado de la Alhambra. El rey moro que la fundó era un gran nigromántico, o —según otros opinan— se había vendido al diablo y había levantado la colosal fortaleza por arte mágica. Por tal motivo se sostiene ésta desde tantos siglos, desafiando las tormentas y los terremotos, mientras que casi todos los otros edificios moriscos habían venido a tierra y desaparecido. Este privilegio, según cuenta la tradición, durará hasta que la mano del arco exterior baje y asga la llave, y entonces la fortaleza saltará en pedazos y quedarán descubiertos todos los tesoros escondidos en su seno por los moros.
Sin hacer caso de este fatídico vaticinio nos aventuramos a entrar por el estrecho y encantado paso de la Puerta, poniendo cierta esperanza contra la magia en la protección de la Virgen, cuya escultura vimos sobre el portal.
Después de haber atravesado la barbacana subimos una angosta callejuela que da la vuelta entre murallas y conduce a una especie de explanada dentro de la fortaleza, llamada Placeta de los Aljibes, por unos grandes depósitos de agua que hay bajo ésta, cortados por los moros en la roca viva para el abastecimiento de la ciudadela. Hay también un pozo de gran profundidad, que da clara y fresquísima agua, y que es otro monumento del delicado gusto de los moros, los cuales fueron incansables en sus esfuerzos para obtener este elemento en su cristalina pureza.
Frente a esta explanada está el suntuoso palacio comenzado por Carlos V, y destinado —según se dice— a eclipsar la residencia de los reyes moros. Con toda su grandeza y mérito arquitectónico, nos pareció más bien una orgullosa intrusión, y, pisando por delante de él, entramos en un sencillo y severo portal, que conduce al interior del morisco palacio.
La transición es casi mágica; parecía que habíamos sido transportados a otros tiempos y a otros reinos, y que estábamos presenciando las escenas de la historia árabe. Nos encontramos en un gran patio embaldosado de mármol y decorado a cada extremo con ligeros peristilos moriscos: se llama el Patio de la Alberca. En el centro hay un extenso estanque o vivero, de ciento treinta pies de largo por treinta de ancho, poblado de dorados pececillos y adornado de vallados de rosas. Al otro lado del patio se eleva la gran Torre de Comares.
Por el costado de enfrente, sirviendo de entrada un arco morisco, entramos en el famoso Patio de los Leones. No hay un sitio del edificio que dé una idea más completa que éste de su original belleza y magnificencia, pues ninguno ha sufrido menos los deterioros del tiempo. En el centro se halla la fuente celebrada en los cantares e historias. La alabastrina taza derrama por todas partes sus gotas de diamantes, y los doce leones que la sostienen arrojan sus cristalinos caños de agua como en los tiempos de Boabdil. El patio está tapizado con un lecho de vegetación y rodeado de aéreas arcadas árabes de calados trabajos afiligranados, sostenidos por esbeltas columnas de mármol blanco. La arquitectura, semejante a toda la del Palacio, está caracterizada por la elegancia más bien que por las dimensiones, poniendo de relieve cierto delicado, gracioso gusto y predisposición especial a los indolentes goces. Cuando se mira a través de la maravillosa tracería de los peristilos y de los —al parecer— frágiles festones de las paredes, se hace difícil el creer que haya sobrevivido a la destrucción y desmoronamiento de los siglos, a las sacudidas de los terremotos, a los asaltos de la guerra y a los pacíficos y no menos dañosos saqueos del entusiasta viajero; todo lo cual es bastante suficiente para disculpar la popular tradición de que está protegida por mágico encantamiento.
A un lado del patio hay un pórtico ricamente adornado, que abre paso a un hermoso salón embaldosado de mármol blanco, y que se llama la Sala de las Dos Hermanas. Una cúpula o tragaluz da entrada por la parte superior a una moderada claridad yauna fresca corriente de aire. La parte baja de las paredes hállase ornamentada con hermosos azulejos morunos, en algunos de los cuales se representan los escudos de los monarcas moros. La parte superior está adornada con delicados trajes en estuco, inventados en Damasco, y consisten en grandes placas vaciadas a molde y artificiosamente unidas, de tal modo, que parecen haber sido caprichosamente modeladas a mano en medio relieve, y elegantes arabescos entremezclados con textos del Corán y poéticas inscripciones en caracteres árabes y cúficos. Estos adornos de las paredes y cúpulas están ricamente dorados, y los intersticios pintados con lapislázuli y otros brillantes y persistentes colores. En cada lado de la sala hay departamentos para las otomanas y los lechos, y, encima de un pórtico interior, un balcón que comunica con el departamento de las mujeres. Existen todavía las celosías, desde donde las beldades de los ojos negros del harén podían mirar sin ser vistas los festines de la sala de abajo.
Es imposible el contemplar este departamento, que fue en otro tiempo la mansión favorita de los placeres orientales, sin sentir los primitivos recuerdos de la historia árabe y casi esperando ver el blanco brazo de alguna misteriosa princesa haciendo señas desde el balcón o algunos ojos negros brillando por detrás de la celosía. La morada de la belleza está allí, como si hubiese estado habitada recientemente; pero ¿dónde están las Zoraydas y Lindarajas?
En el lado opuesto del Patio de los Leones está la Sala de los Abencerrajes, llamada así de los galantes caballeros de este ilustre linaje que fueron allí pérfidamente asesinados. Hay algunos que dudan de la completa veracidad de esta historia; pero nuestro humilde guía, Mateo, nos señaló el verdadero postigo de la puerta por donde se dice que fueron introducidos uno a uno, y la fuente de mármol blanco, en el centro de la sala, donde fueron degollados. Nos enseñó también unas grandes manchas rojizas en el pavimento, señales de su sangre, que, según la tradición popular, nunca se borrarán. Notando que lo escuchábamos con credulidad, añadió que se oía a menudo durante la noche, en el Patio de los Leones, cierto débil y confuso ruido que parecía murmullo de gente, y alguna que otra vez, un estridente sonido, como lejano rechinar de cadenas. Este rumor es debido, sin duda, a las espumosas corrientes y a la estrepitosa caída de agua que va por bajo del pavimento para surtir las fuentes; pero, siguiendo la leyenda del hijo de la Alhambra, era producido por los espíritus de los asesinados Abencerrajes que frecuentaban de noche el sitio de su tormento e invocaban contra sus verdugos la venganza del cielo.
Desde el Patio de los Leones volvimos pie atrás hacia el de la Alberca, cruzando el cual entramos en la Torre de Comares, así llamada del nombre del arquitecto árabe. Es de maciza solidez e inmensa elevación, y sobresale del resto del edificio, dominando el precipicio del lado de la colina que desciende agrestemente hasta el cauce del Darro. Un arco morisco da entrada al vasto y elevado salón que ocupa el interior de la Torre, y que fue la gran Sala de Audiencia de los monarcas musulmanes, y por tanto llamada Sala de los Embajadores. Conserva todavía restos de su antigua magnificencia: sus paredes están ricamente estucadas y decoradas de arabescos, y su abovedado techo construido de madera de cedro; aunque confuso en la oscuridad a causa de su gran elevación, brilla todavía con los más ricos dorados y las más hermosas tintas del pincel árabe. En tres lados del salón hay grandes huecos abiertos a través del inmenso espesor del muro cuyos balcones dan vista al verde valle del Darro, a las calles y conventos del Albaicín, y dominan el panorama de la lejana vega.
Descubriré brevemente los demás deliciosos departamentos de esta parte del Palacio: el Tocador de la Reina, que es una especie de mirador en lo alto de una torre, desde donde las sultanas moriscas gozaban los puros ambientes de las montañas y la vista del paraíso que hay alrededor; el apartado y pequeño patio o Jardín de Lindaraja, con su fuente de alabastro y sus plantaciones de rosales y mirtos, naranjos y limoneros; los frescos salones y bóvedas de Los Baños, en cuyo interior se atemperan el resplandor y los colores del día con cierta misteriosa luz y corriente de frescura. Me abstengo, pues, de insistir, aunque someramente, en estas consideraciones; el objeto que me propongo es dar solamente al lector una idea general del interior de esta mansión, que, si gusta, puede recorrer conmigo a su sabor en las páginas de esta obra, familiarizándose poco a poco con todos sus departamentos.
Un abundante caudal de agua traído desde las montañas por viejos acueductos moriscos corre por el interior del Palacio, surtiendo sus baños y estanques, brotando en surtidores en medio de las habitaciones y jugueteando en atarjeas a lo largo del marmóreo pavimento. Cuando ha pagado su tributo al real edificio y visitado su jardines y parterres, se desliza a lo largo de la extensa alameda, precipitándose hasta la ciudad, ya corriendo en arroyuelos, ya esparciéndose en fuentes que mantienen en perpetuo verdor los bosques que cubren y hermosean toda la colina de la Alhambra. Solamente el que habita en los ardientes climas del Sur puede apreciar las delicias de esta mansión, en que se combinan las apacibles brisas de la montaña con la frescura y verdor del valle. Mientras que la ciudad baja se siente molestada con el calor del mediodía y la seca vega hace confundirse la vista, los delicados aires de Sierra Nevada circulan en el interior de estos hermosos salones, arrastrando con ellos el aroma de los jardines que los rodean. A cada instante convida al indolente reposo la exuberancia de los climas meridionales; y mientras que los ojos, a medio entornar, se recrean desde los umbrosos balcones con el brillante paisaje, el oído se siente acariciado por el susurro de las hojas de los árboles y el murmullo de las cascadas.
El lector tiene ya un croquis del interior de la Alhambra, pero acaso deseará que le demos una idea general de sus contornos 2.
Una mañana serena y apacible, cuando el sol no calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer desaparecer la frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama de Granada y sus alrededores. Ven, benévolo lector y compañero, y sigue nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas tracerías que conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las murallas. ¡Ten mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en caracol, y casi a oscuras; sin embargo, por esta angosta y sombría escalera redonda han subido a menudo los orgullosos monarcas y las reinas de Granada hasta la coronación de la torre, para ver la aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las batallas en la vega. Al poco rato nos encontramos en el adarve; y, después de tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando el espléndido panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un lado verás ásperas rocas, verdes valles y fértiles llanuras; por el otro, algún castillo, la catedral y torres moriscas, cúpulas góticas, desmoronadas ruinas y frondosas alamedas. Aproximémonos al muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este lado se nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la torre se ve el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero rodeado de flores; un poco más allá, el Patio de los Leones, con su famosa fuente y con sus transparentes arcos moricos; en el centro del Alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja, sepultado en medio del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de verde esmeralda.
Esta línea de muralla, salpicada de torres cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de la colina, es el lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados fragmentos han arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el lado septentrional de la torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos se elevan entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre ha sido cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando han consternado a Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este vetusto Alcázar a un simple montón de ruinas. El profundo y angosto valle que se extiende debajo de nosotros, y que poco a poco se abre paso entre montañas, es el Valle del Darro; contempla el manso río cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos y floridos cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con frecuencia el preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que lucen por aquí y por allá entre árboles y viñedos eran campestres retiros de los moros, donde iban a gozar el fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar con sus esbeltas y elevadas torres y largas arcadas que se extienden en lo alto de aquella montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual se refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún más puros y deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre de aquella alta colina verás sobresalir unas informes ruinas: es la Silla del Moro, llamada así por haber servido de refugio al infortunado Boabdil, durante el tiempo de una insurrección, y desde la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de su rebelada ciudad.
Un placentero ruido de agua se oye de vez en cuando por el valle: es el acueducto del cercano molino morisco, situado junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más allá es la Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se oye la guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que adornan el paseo. Ahora no hay más que unos cuantos pacíficos frailes que se sientan allí y un grupo de aguadores camino de la Fuente del Avellano.
¿Te has sobrecogido? Es una lechuza que hemos espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo criadero de pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que por la noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero búho sale de su escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre las murallas. ¡Mira cómo los gavilanes que hemos echado fuera del nido pasan rastreando por debajo de nosotros, deslizándose entre las copas de los árboles y girando por encima de las ruinas que dominan el Generalife!
Dejemos este lado de la torre y volvamos la vista hacia Poniente. Mira por allá, muy lejos, una cadena de montañas limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la Granada musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás todavía fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones parecen formar una sola pieza con la dura roca sobre la que están enclavadas, y tal cual solitaria atalaya erigida en algún elevado paraje, dominando, como en otros tiempos, desde el firmamento los valles de uno y otro lado. Por uno de esos desfiladeros, conocidos vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército cristiano descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana, pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata hasta el seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones se lanzaron a campo raso, con flotantes banderas y al estrépito de timbales y de trompetas. ¡Cuánto ha cambiado el cuadro! En lugar de la brillante cota del armado guerrero vemos ahora el pacífico grupo de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de las veredas de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en que Colón fue alcanzado y llamado por el emisario de la reina Isabel, precisamente cuando partía desesperado el navegante para anunciar su proyecto de descubrimiento a la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar, célebre también en la historia del descubridor: aquella lejana línea de murallas y torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los Católicos Reyes durante el sitio de Granada, después que un incendio devoró su campamento. Éste es aquel mismo Real donde Colón fue llamado por la heroica princesa, y dentro del cual se ultimó el tratado que dio lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia el Mediodía, la vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata, acrecentándose por multitudes de arroyos encauzados en viejas acequias moriscas, que mantienen la campiña en un perpetuo verdor; por aquella otra parte, los placenteros bosques, cármenes y casas de campo, por las que los moros lucharon con desesperado valor; las alquerías y casitas, por último, habitadas al presente por campesinos, en las cuales se conservan vestigios de arabescos y de otros delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas y elegantes.
Más allá de la fértil llanura de la vega verás hacia el Sur una cadena de áridos cerros, por la cual marcha lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de estas colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso sitio apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus ojos hacia la nevada cumbre de aquella lejana cordillera que brilla como una nube de verano sobre el azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y delicias de Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa cadena de montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan rara en las ciudades meridionales: la fresca vegetación y templados aires de un clima septentrional con el vivificante ardor del sol de los trópicos y el claro azul del cielo del Mediodía. Éste es el aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con el aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos por todos los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo vegetación, fertilidad y hermosa verdura de esmeralda por una prolongada cadena de numerosos y encantadores valles.
Estas sierras pueden llamarse con razón la gloria de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía y se divisan desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el marinero español, desde el puente de su barco, lejos, muy lejos, allá en el seno del azul Mediterráneo, las mira atentamente y piensa melancólico en su gentil Granada, mientras que canta en voz baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya... El sol aparece por encima de las montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre nuestra cabeza. Ya el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla, y bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de los Leones.
Uno de mis sitios favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melancólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega, entre tanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria —semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos torreones— alcanza un mágico poder y se remontaba a la vida retrospectiva para recordar las glorias del pasado.
Hallábame sentado meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que domina en su interior arquitectura, y el contraste que ofrece con la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la Península. Poco a poco fui pasando a otra serie de consideraciones sobre el singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más anómalos aunque brillantes episodios de la Historia. Fuerte y duradera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer desbordamiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el Peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!
Rechazadas dentro de los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada —según ellos— por Alá, y se esforzaron en embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron al imperio árabe de Oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las occidentales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía y en la música del Oriente, y los bravos guerreros del Norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada, se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como alarde vano y arrogante?
Generación tras generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesivamente, y todavía mantienen los moros sus derechos a este suelo. Después de haber transcurrido un período de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y Guillermo y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.
Sin embargo, el imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del Occidente por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus congéneres del Oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente aislado. Su existencia fue un prolongado cuanto bizarro esfuerzo caballeresco por defender un palmo de terreno en un país usurpado.
Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la Península el gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del Norte y los musulmanes del Oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza hispanogótica.
Y por cierto que no se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que dé alguna idea de mi doméstica instalación en esta singular residencia. El Palacio Real de la Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora soltera y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según costumbre española, le daban sus vecinos el nombre de la Tía Antonia. Cuidaba de las moriscas habitaciones y de los jardines, y los enseñaba a los extranjeros; en recompensa de lo cual percibía gratificaciones de los visitantes del Alcázar y los productos de los jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y frutas que acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba en un extremo del Palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina, era un joven de bastante mérito y de gravedad española; había servido en el ejército, tanto en España como en las Indias occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico, con la esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy honroso y que podría producir unos ciento cuarenta duros al año. En cuanto a la sobrina, era una robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada Dolores, aunque por su aspecto y vivo carácter bien merecía un nombre más risueño. Era la heredera presunta de todos los bienes de su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas situadas en la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de ciento cincuenta duros. No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los cuales no aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y corazones sino el que aquél recibiera el título de médico y el que se obtuviese la dispensa del Papa, a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con la buena de doña Antonia, bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme plato y hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También tenía a mis órdenes un mozo rubio y algo tartamudo, llamado Pepe, que cuidaba de los jardines, y el cual me hubiera servido de continuo asistente a no haberme ya de antemano concertado con Mateo Jiménez, el hijo de la Alhambra. Este infatigable y pertinaz individuo se pegó a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por vez primera en la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se entrometía en todos mis proyectos, que al fin consiguió acomodarse y contratarse conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero o historiógrafo, viéndome, por tanto, precisado a mejorarle de equipo, para que no me sonrojase en el ejercicio de sus variadas funciones; dejó, pues, su vieja capa de color castaño, como la culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la fortaleza con su magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran satisfacción suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo que me había forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin duda, que mi condescendiente y pacífico temperamento le podría proporcionar una renta segura, ponía todo su pensamiento en adivinar de qué modo y manera tendría que hacérseme necesario para la satisfacción de todos mis deseos. En una palabra, yo era la víctima de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del Palacio ni dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme, explicándome todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía recorrer las cercanas colinas, no había más remedio sino que Mateo tenía que servirme de guardián, aunque estoy persuadido de que hubiera sido más a propósito para darle a los talones que para hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido acompañante: era de índole sencilla y de muy buen humor, con la charlatanería de un barbero de lugar, y tenía al dedillo todos los chismes de la vecindad y de sus contornos; pero por lo que más se enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos aquellos sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias tenía la más absoluta fe.
La mayor parte las había aprendido, según decía, de su abuelo, que era un célebre legendario sastre que vivió cerca de los cien años, durante los cuales hizo apenas dos salidas fuera del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de un siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes, que se pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y de los maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La vida entera, los hechos, los pensamientos y los actos todos del sastre celebérrimo habían tenido por límite las murallas de la Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas vivió, creció y envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el mismísimo Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír atentamente las consejas de su abuelo y de la habladora tertulia que se reunía alrededor del mostrador de la tienda; y de este modo llegó a poseer un repertorio de interesantes narraciones sobre la Alhambra, que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se van depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los personajes que contribuían a darme plácido contemplamiento en la Alhambra; y dudo que ninguno de cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes que yo en el Palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni gozado de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba por la mañana, el tartamudo jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores recién cogidas, que eran a seguida colocadas en vasos por la delicada mano de Dolores, la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía yo donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca, otras bajo el templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y fuentes; y cuando deseaba pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por los sitios más románticos de las montañas y deliciosas guardias del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes era teatro de algún maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento natural —sentido común, como le llaman los españoles— que les hace despejados y de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues la Naturaleza les ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar,omás bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser la conserje del Palacio, y la hacían la corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que me ilustraron acerca de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la localidad.
Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo da interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua Historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos creyentes.
Después de haber redactado las anteriores páginas sobrevino un incidente que causó una ligera tribulación en la Alhambra y que entristeció la interesante fisonomía de Dolores. Esta señorita sentía esa natural pasión de mujer por los animales domésticos de todas clases; y, efecto de su bondadoso carácter, había poblado de los que le eran predilectos uno de los patios ruinosos de la Alhambra. Un arrogante pavo real, con su hembra, parecía como que estaba ejerciendo soberanía sobre otros hermosos pavos, cacareadoras gallinas de Guinea y una bandada de pollos y gallinas comunes. Pero el principal deleite de Dolores fue mucho tiempo un par de pichones que habían entrado ya en el sagrado estado del matrimonio, sustituyendo en el cariño de la joven a una gata maltesa con sus gatitos.
A manera de vivienda, y para que pudieran hacer vida doméstica, Dolores les había arreglado un pequeño cuartito junto a la cocina, cuya ventana daba a uno de los silenciosos patios moriscos. Allí vivía la feliz pareja, no conociendo más mundo que su patio y sus relucientes tejados, sin que jamás se les hubiera ocurrido asomarse por encima de las murallas ni volar a lo alto de las torres. Su virtuosa unión se vio al fin coronada por dos preciosos huevos, blancos como la leche, que estremecieron de alegría a la cariñosa joven. Nada tan tierno y digno de admiración como los desvelos de los tiernos esposos en tan interesante situación; turnaban en el nido hasta que nacieron los pollos, y mientras la tierna prole necesitaba calor y abrigo, el uno quedaba en el nido y el otro salía fuera para buscar comida y traer a la casita provisiones.
Este cuadro de felicidad conyugal se alteró de pronto con un triste contratiempo. Una mañana temprano, cuando Dolores daba de comer al macho, tuvo la idea de querer enseñarle el gran mundo; y, abriendo la ventana cuyas vistas daban al valle del Darro, lo lanzó de pronto fuera de la muralla de la Alhambra. Por primera vez en su vida, el inexperto pájaro tuvo que usar de todo el vigor de sus alas; se precipitó hacia el valle, y levantándose después de un revuelo se remontó hasta cerca de las nubes. Nunca se había visto a tal altura ni gozado de las delicias de volar,y, semejante al joven calavera que está en su elemento, parecía estar aturdido con el exceso de libertad y con el ilimitado campo de acción que de pronto se abrió a sus ojos. Durante todo el día estuvo dando vueltas, girando en caprichosas curvas, de torre en torre y de árbol en árbol. Todas las tentativas para cogerlo, echándole comida en los tejados, fueron vanas; parecía que se hubiera olvidado de su casa, de su tierna compañera y de sus dulces pichoncillos. Para aumentar la pena de Dolores, se reunió con dos palomas ladronas, cuya habilidad consiste en atraer a su nido a los pichones que se escapan de otro palomar. El fugitivo —como los jóvenes mal aconsejados en su primera salida al mundo— se fascinó con la compañía de estos perjudiciales amigos, que tomaron a su cargo al enseñarle a vivir y presentarlo en sociedad, y estuvo volando con ellos por encima de los tejados y campanarios de Granada. Sobrevino una ligera tormenta, y, sin embargo, nuestro prófugo no volvía a su nido; se echó encima la noche, y nada, no aparecía. Para agravar la situación, la hembra, después de estar bastantes horas en el nido sin ser relevada, salió al fin en busca de su fiel compañero, pero estuvo tanto tiempo fuera, que uno de los pichoncillos pereció por falta de calor y de abrigo del pecho materno. A última hora de la noche avisaron a Dolores que habían visto al truhán del pájaro en la torre del Generalife. Nos enteramos de que el administrador de este antiguo palacio tenía también un palomar, entre cuyos habitantes se decía que había dos o tres pájaros ladrones que eran el terror de los aficionados a palomas en la vecindad. Dolores dedujo en seguida que los dos pájaros con quienes había visto al fugitivo eran los del Generalife, e inmediatamente se reunió un consejo de familia en la habitación de la tía Antonia. El Generalife tiene distinta jurisdicción que la Alhambra, y existe cierta rivalidad, sin enemistad manifiesta, entre sus conserjes. Se determinó, por fin, enviar al tartamudo jardinero Pepe en calidad de embajador, exigiendo que, si se encontraba el fugitivo dentro de aquellos dominios, fuese entregado inmediatamente, por ser súbdito de la Alhambra. Pepe partió a cumplir su embajada diplomática, a la luz de la luna, por entre bosques y alamedas; pero volvió al cabo de una hora con la desconsoladora noticia de que el tal pichón no se encontraba en el palomar del Generalife. El administrador, sin embargo, prometió, bajo la palabra de honor, que si el desertor se refugiase allí, aunque fuera a medianoche, sería arrestado inmediatamente y enviado prisionero a la joven señorita.
Así seguía este desagradable asunto, que tan grave desazón produjo en el Palacio y que, durante la noche, no dejó pegar los ojos a la inconsolable Dolores.
«No hay bien ni mal —dice un adagio vulgar— que cien años dure». Lo primero que vi, al salir de mi cuarto por la mañana, fue a Dolores con el truhán del palomo extraviado, en sus manos, y sus ojos brillando de alegría. Había aparecido a primera hora en las murallas revoloteando cautelosamente de tejado en tejado, hasta que entró por la ventana rindiéndose a discreción. Y por cierto que no ganó muy buena fama con su vuelta; pues por la insaciable manera con que devoró la comida que le pusieron delante daba bien a entender que, como el Hijo Pródigo, había regresado a su casa sólo acosado por el hambre. Dolores le riñó por su mala conducta, diciéndole toda clase de nombres injuriosos (aunque, ¡condición tierna de mujer!, lo acariciaba al propio tiempo contra su pecho, cubriéndolo de besos). Observé, sin embargo, que tuvo cuidado de cortarle las alas, para evitar el que escapase nuevamente; precaución que hago constar en beneficio de las que tienen amantes veleidosos y maridos callejeros. Más de una saludable moraleja pudiera sacarse de la historia de Dolores y su pichón.
Al alojarme en la Alhambra me arreglaron una serie de habitaciones de arquitectura moderna, destinadas para residencia del gobernador. Estaban enfrente del Palacio mirando hacia la explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros varios aposentos —parte moriscos, parte modernos— que ocupaban la tía Antonia y su familia, y terminaban en el salón grande antes mencionado, que servía a la buena de la anciana de gabinete de descanso, cocina y sala de recibo. Por estos sombríos departamentos se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando un estrecho corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero sorprendido al salir a la brillante antecámara del Salón de Embajadores, con la fuente del Patio de la Alberca, que se destaca en primer término.
No estaba muy satisfecho con verme instalado en una habitación moderna, contigua al Palacio, y deseé trasladarme al interior del edificio. Paseábame cierto día por los moriscos salones cuando encontré junto a una apartada galería una puerta que no había notado anteriormente y que comunicaba —al parecer— con algún extenso departamento reservado. Aquí, pues, había misterio; era, sin duda, el sitio encantado de la fortaleza. Me procuré la llave, no sin gran dificultad; la puerta conducía a unas habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque edificadas sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones, tenían macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica y hábilmente talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las paredes habían estado, sin duda, en otros tiempos, tapizadas de damasco, pero ahora se encontraban desnudas y garabateadas con las firmas de los turistas noveles, sin nombre ni importancia; las ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire y la lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de los naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de estos departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen también al jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay canastillos de frutas y guirnaldas de flores, pintadas por no imperita mano, y en un estado regular de conservación. Las paredes estuvieran antes pintadas al fresco, al estilo italiano; pero las pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas, como en las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones termina en una galería con balaustradas que seguía en ángulos rectos los lados del jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta esta habitacioncita en su decorado, y tiene tal carácter de rareza y soledad por su situación junto a este oculto jardincito, que tuve curiosidad por conocer su historia. Después de varias preguntas, supe que era un departamento decorado por artistas italianos a principios del siglo pasado, en la época de Felipe Vy la hermosa Isabel de Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó a la reina y damas de su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue su dormitorio; la estrecha escalera que conduce a él —ahora tapiada— daba al delicioso pabellón, antes mirador de las sultanas moras, y posteriormente decorado para peinador de la bella Isabel, por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama del Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la fuente de alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó mis pensamientos a los tiempos antiguos del reinado de la hermosura: a los días de las sultanas y odaliscas.
«¡Qué bello es este jardín —dice una inscripción árabe— donde las flores de la tierra rivalizan con las estrellas del cielo! ¿Qué podrá compararse con la taza de la fuente de alabastro llena de agua cristalina? ¡Nada más que la luna en su apogeo, en medio del firmamento sin nubes!».
Siglos han pasado y, sin embargo, resta mucho todavía de esta incomparable aunque frágil belleza. El Jardín de Lindaraja hállase aún engalanado de flores y luce la fuente todavía su espejo cristalino. Es verdad que el alabastro ha perdido su blancura, y que el tazón inferior, cubierto de hierbas, se ha convertido en nido de lagartos; pero aun este mísero estado aumenta el interés de semejante sitio, pregonando la inestabilidad, el inevitable fin de las obras humanas. También la desolación de los regios aposentos, residencia en otros días de la altiva y espléndida Isabel, ofrecían mayor encanto ante mis ojos que si los hubiera visto en su posterior suntuosidad, brillando con la pompa de la Corte. Determiné, pues, fijar mis reales en este departamento.
Mi determinación causó gran sorpresa a la familia, que no podía imaginar ningún aliciente racional para haber elegido un sitio tan apartado, solitario y abandonado. La buena de doña Antonia creyó esto altamente peligroso.
—La vecindad —decía— está infestada de perdidos; las cuevas de los cercanos montes son nidos de gitanos; el Palacio está ruinoso y es de fácil escalo por muchas partes. Por otro lado, el rumor de un extranjero alojado solo, en un sitio semejante, lejos de la defensa de los restantes individuos de la casa, podría despertar la codicia de algunos de los mismos entrantes y salientes, sobre todo durante la noche, porque a los extranjeros se les supone siempre bien provistos de dinero.
Dolores, por su parte, me hizo pensar en la espantosa soledad del Palacio a tales horas, sin más que murciélagos y mochuelos revoloteando alrededor de él, diciéndome, además, que había una zorra y un gato garduño que andaban por las bóvedas y merodeaban durante la noche.
No quise, a pesar de todo, desistir de mi propósito, por lo cual llamé a un carpintero y al siempre servicial Mateo Jiménez, los que me pusieron las puertas y ventanas en un estado regular de seguridad. A pesar de todas estas precauciones, confieso que la primera noche que pasé en estos alojamientos fue inexplicablemente triste. Acompañome hasta mi cuarto toda la familia; y cuando se despidieron de mí, volviéndose por las extensas antecámaras y resonantes galerías, me acordé de aquellas mágicas historias en que el héroe es abandonado para llevar a cabo la aventura de algún castillo encantado.
Hasta los recuerdos de la hermosa Isabel y las bellezas de su corte, que en otros tiempos adornaron aquellas estancias, les añadían entonces, por una aberración tal vez del gusto, cierto bello tinte melancólico. Éste fue el teatro de su transitoria alegría y hermosura, y allí estaban las huellas de su elegancia y regocijo. ¿Qué ha sido de ellos y dónde están? ¡Polvo y cenizas!... ¡Habitantes de las tumbas!... ¡Fantasmas del recuerdo!...
Un vago e indescriptible terror se apoderó de mí, tal vez infundido por la conversación nocturna de los ladrones, aun comprendiendo que todo era vana ilusión y absurdo. Es decir, que sentí revivir en mi imaginación las olvidadas impresiones terroríficas de la nodriza; con tal poder arraigan en ella. Todas las cosas, los objetos todos, tomaban el ser y forma que les daban mi quimérica fantasía: el rumor del siniestro gemido; los árboles que veía en el Jardín de Lindaraja me presentaban un aspecto amenazador, y la espesura, confusas y horribles formas. Me apresuré a cerrar la ventana de mi alcoba, pero en todas partes veía las imágenes fantásticas: un murciélago se metió dentro de mi aposento y vertiginosamente revoloteaba alrededor mío y en torno de mi lámpara, en tanto que los grotescos mascarones tallados en el artesonado de cedro parecía que me miraban mofándose de mí.
Levantándome, pues, y casi sonriéndome por esta flaqueza momentánea, resolví arrostrar el peligro, y, lámpara en mano, salí a hacer un reconocimiento por el antiguo Palacio. Pero, a pesar de todo el poder y esfuerzos de mi razón, la empresa parecíame arriesgada. Los resplandores de mi lámpara no se extendían más que a una limitada distancia a mi alrededor, andaba como en una aureola de luz, y fuera de ella todo era oscuridad. Los embovedados corredores parecían cavernas, y las bóvedas de los salones se perdían en las tinieblas: ¿qué invisible enemigo me estaría acechando por un lado o por otro? Mi propia sombra, dibujándose en las paredes de alrededor, y el eco de mis pisadas mismas me hacían temblar de miedo.
En este estado de excitación, y conforme iba atravesando el Salón de Embajadores, oí rumores verdaderos que no eran ya imaginaria ilusión mía. Sordos quejidos y confusas articulaciones parecían salir como de debajo de mis pies. Me paré y escuché. Entonces me figuré que resonaban por fuera de la torre. Unas veces semejaban aullidos de un animal; otras, gritos ahogados mezclados con sofocados ruidos. El mágico efecto de estos gemidos a tal hora y en sitio tan extraño destruyeron todo deseo de seguir mi solitario paseo. Volví a mi cuarto con más prisa que había salido, y respiré con más libertad cuando me vi dentro de sus paredes, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando desperté por la mañana y percibí los resplandores del sol en mi ventana e iluminado todo el edificio con sus alegres y vívidos rayos, empecé a recordar las sombras e ilusiones conjuradas en la oscuridad de la pasada noche, y me parecía imposible que aquellos objetos que me rodeaban y que entonces veía en su sencilla realidad pudieran haber estado velados con tan imaginarios horrores.
Sin embargo, los lastimeros quejidos y sollozos que había oído no fueron fantásticos, pues pronto tuve de ellos explicación con el relato que me hizo mi ayuda de cámara Dolores. Eran los gritos de un pobre maniático, hermano de su tía, que padecía de violentos paroxismos, durante los cuales lo encerraban en un cuarto abovedado que se hallaba debajo del Salón de Embajadores.
Ya he descrito mi departamento cuando tomé posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches más produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que había estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco por la noche y después brillaba con todo su esplendor sobre las torres, derramando torrentes de suave luz en los patios y salones. El jardín de debajo de mi ventana se iluminó dulcemente; los naranjos y limoneros se bañaron del color de la plata, y la fuente reflejó en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi perceptible el carmín de la rosa.
Pasábame largas horas en mi ventana aspirando los aromas del jardín y meditando en la adversa fortuna de todos aquellos cuya historia está débilmente retratada en los elegantes testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche, cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio. ¿Quién se figurará tal como es una noche al resplandor de la luna en este clima y en este sitio? La temperatura de una noche de verano en Andalucía es enteramente etérea. Parecíame elevado a una atmósfera más pura; se siente tal serenidad de corazón, tal ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia es un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la Alhambra tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del tiempo, todas las tintas apagadas y todas las manchas de las aguas desaparecen por completo; el mármol recobra su primitiva blancura; las largas filas de columnas brillan a la luz del astro de la noche; los salones se bañan de una suave claridad, y todo el edificio semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.
En una de estas noches subí al pabelloncito denominado el Tocador de la Reina para gozar del extenso y variado panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra Nevada, que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento, percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña. ¡Qué delicia tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del Tocador, contemplando abajo la hermosa Granada, extendida como un plano bajo mis pies, sumida en profundo reposo y viendo el efecto que hacían a la blanca luz de la luna sus blancos palacios y conventos!
Ya oía el ruido de castañuelas de los que bailaban y se esparcían en la alameda; otras veces llegaban hasta mí los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún trovador que cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil caballero que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en las remotas ciudades y aldeas de la poética España. Con tales escenas me entretenía largas horas vagando por los patios o asomado a los balcones de la fortaleza, y gozando esa mezcla de ensueños y sensaciones que enervan la existencia en los países del Mediodía, sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana antes de haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro del agua de la fuente de Lindaraja.
He observado que, generalmente, cuanto más ricos han sido los habitantes de un edificio en los días de su prosperidad, tanto más pobres y humildes son los que viven en los de su decadencia, y que los palacios de los reyes concluyen con frecuencia sirviendo de asilo a los mendigos.
La Alhambra se encontraba en ese triste estado de decadencia. Cuando alguna torre empezaba a desmoronarse, venía a instalarse en ella alguna andrajosa familia, que se hacía la propietaria de sus dorados salones en compañía de los murciélagos y búhos, y colgaban sus guiñapos, emblema de la pobreza, en las ventanas tragaluces.
Me quedaba atónito viendo los variados tipos que habían tomado por asalto las antiguas moradas de los califas, pues parecía que se habían asentado allí, dando un desenlace terrible al drama del orgullo humano. Uno de estos habitantes era una viejecita llamada María Antonia Sabonea, que tenía el apodo de la Reina Coquina; tan diminuta, que parecía una bruja, y debía de serlo, según pude colegir, pues nadie conocía su origen. Su habitación era una especie de zaquizamí debajo de la escalera primera del Palacio, y se sentaba en las frías piedras del corredor, dándole a la aguja y cantando desde por la mañana hasta la noche, y bromeándose con todos los que pasaban, pues, aunque muy pobre, era la vieja más alegre del mundo. Su principal mérito consistía en contar cuentos, teniendo, según creo, tantas historias a su disposición como la inagotable Scheherazada, la de Las mil y una noches, y alguno de los cuales le oí contar en las tertulias nocturnas de doña Antonia, a las que asistía con frecuencia. La extraordinaria suerte de esta misteriosa vieja ponía de manifiesto que debía de tener ribetes de bruja, pues, a pesar de ser muy pequeña, muy fea y muy pobre, había tenido cinco maridos y medio —según contaba—, refiriéndose a un soldado que murió cuando la cortejaba. El rival de esta pequeña reina bruja era un orgulloso viejo de nariz chata, que iba vestido con un harapiento traje y un sombrero mugriento con una escarapela encarnada. Era hijo legítimo de la Alhambra y vivía allí toda su vida, desempeñando varios oficios, tales como alguacil, sacristán de la iglesia parroquial y marcador de un juego de pelota que había al pie de una de las torres. Era tan pobre como las ratas y tan altivo como desharrapado, blasonando de su alcurnia, pues decía ser de la ilustre casa de Aguilar, de donde salió el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba. Efectivamente, llevaba el nombre de Alonso de Aguilar, tan renombrado en la historia de la Reconquista, aunque la gente maleante de la fortaleza le puso por apodo El Padre Santo, nombre usual del Papa, que creí demasiado venerable a los ojos de los verdaderos católicos para ser puesto como mote. Era un verdadero sarcasmo de la fortuna el presentar bajo la grotesca persona de este harapiento un tocayo y descendiente del valeroso Alonso de Aguilar, espejo de la caballería andaluza, arrastrando una existencia miserable por la que fue en otro tiempo arrogante fortaleza, y que ayudó a tomar su antecesor; sin embargo, ¡tal hubiera sido la suerte de los descendientes de Agamenón y Aquiles si hubiesen permanecido dentro de las ruinas de Troya!
En esta abigarrada compañía la familia de mi charlatán escudero Mateo Jiménez formaba —al menos por su número— un papel muy importante. Su orgullo por ser hijo de la Alhambra no era infundado, pues su familia habitaba en la fortaleza, sin interrupción, desde el tiempo de la Reconquista, legándose una pobreza hereditaria de padres a hijos, y sin que se sepa que haya tenido ninguno de ellos jamás un maravedí. Su padre era de oficio tejedor de cintas, y sucedió al histórico sastre como cabeza de la familia, tenía entonces cerca de setenta años de edad y vivía en una casilla de caña y barro hecha por él mismo encima de la Puerta de Hierro. Sus muebles consistían en una desvencijada cama, una mesa y dos o tres sillas. Una arca de madera contenía su ropa, y el archivo de familia es, a saber: unos cuantos papeles que trataban de pleitos antiquísimos, que él no podía descifrar; pero el orgullo de su casa consistía en el escudo de nobleza de su familia, rabiosamente pintado, y colgado de un marco en la pared; demostrando claramente por sus carteles las varias casas nobles de que descendía esta familia.
El mismo Mateo hizo todo lo posible por perpetuar la rama genealógica, teniendo una esposa y una numerosa prole que habitaban un desmantelado rincón de la casilla. Cómo se las arreglaban para vivir sólo lo sabía Aquel que profundiza todos los misterios; la vida de una familia de esta clase en España fue siempre un enigma para mí; y, sin embargo, viven, y, lo que es más extraño, gozan de una feliz existencia, al parecer. La mujer bajaba los domingos al paseo de Granada con un chiquillo en brazos y media decena detrás, y la hija mayor, que había entrado en la adolescencia, se adornaba el cabello con flores y bailaba alegremente tocando las castañuelas.
Hay dos clases de gente para quienes la vida es un perpetuo día de fiesta: los muy ricos y los muy pobres; unos porque no carecen de nada, y los otros porque no tienen nada que hacer; pero no hay nadie que entienda mejor el arte de no hacer nada y vivir sobre el país que los pobres de España, pues el clima les da la mitad y su temperamento lo restante. Dele usted a un español sombra en el verano y sol en el invierno, un poco de pan, ajos, aceite, garbanzos, una capa de paño pardo y una guitarra, y ande el mundo como quiera. ¡Hable usted de pobreza!... A él no le hace efecto; vive en ella tan grandemente: él lleva su capa andrajosa, pero se tiene siempre por un hidalgo, aun con sus harapos.
Los hijos de la Alhambra son una demostración elocuente de esta filosofía práctica. Creen, como los moros, que el paraíso terrenal está en esta tierra favorecida, y me inclino a presumir que hay todavía vestigios de la Edad de Oro entre sus pobrísimos habitantes. Nada tienen, nada hacen, nada les preocupa. Sin embargo, al parecer no hacen nada durante la semana, son fieles guardadores de todas las festividades y días santos, como el más laborioso artesano. Celebran los días festivos bailando en Granada y sus contornos y haciendo hogueras en los cerros la víspera de San Juan, y suelen pasarse bailando las noches de luna cuando recogen la cosecha del pequeñísimo secano que poseen en el recinto de la fortaleza, que no da más que unos cuantos celemines de trigo. Antes de concluir estos apuntes mencionaré uno de los entretenimientos de este sitio que más me sorprendieron. Había notado repetidas veces que un largo y flacucho individuo, subido en lo alto de una de las torres, meneaba dos o tres cañas como si tratara de pescar las estrellas. Quedeme perplejo un buen rato, viendo las contorsiones de este pescador aéreo, y creció mi perplejidad cuando vi a otros ocupados en la misma faena en diferentes sitios de las murallas y baluartes, y no pude resolver este misterio hasta que consulté a Mateo Jiménez.
Parece que la pura y ventilada situación de esta fortaleza la ha hecho —como el castillo de Macbeth— un fecundo criadero de golondrinas y aviones, que revoloteaban a millares alrededor de sus torres, con la alegría de un travieso chicuelo en día de fiesta, cuando le dejan salir de la escuela. El atrapar estos pájaros en sus vertiginosas vueltas por medio de anzuelos encebados con moscas es la diversión predilecta de los desharrapados hijos de la Alhambra, que en su ingenio de hombres ociosos han inventado el arte de pescar en el firmamento.
Este antiguo y fantástico Palacio posee una magia singular, un especial poder para hacer recordar sueños y cuadros del pasado, y para presentarnos desnudas realidades con las ilusiones de la memoria y de la imaginación. Sentía yo, pues, una inefable complacencia paseándome entre aquellas «vagas sombras», buscando los sitios de la Alhambra que más se prestaban a estas fantasmagorías de la imaginación; y nada era tan adecuado para el caso como el Patio de los Leones y sus salones adyacentes. Aquí ha sido más benigna la mano del tiempo: los adornos moriscos, elegantes y primorosos, existen casi en su primitiva brillantez. Los terremotos han conmovido los cimientos de esta fortaleza y agrietado sus más fuertes muros; sin embargo, ¡ved!, ni una de estas delgadas columnas se ha movido, ni se ha desplomado ningún arco de ese ligero y frágil templete; toda la obra de hadas de estas cúpulas, tan delgadas —al parecer— como los delicados cristales de la mañana de escarcha, se conserva, después de un período de siglos, en tan perfecto estado como si acabase de salir de la mano del artista musulmán. Escribía yo en medio de estos recuerdos del pasado, en las plácidas horas de la mañana y en el fatal Salón de los Abencerrajes; la fuente manchada de sangre, monumento legendario de la degollación de aquellos magnates, estaba delante de mí, y el elevado surtidor de ella salpicaba sus gotas sobre mi escrito. ¡Cuán difícil se hacía el armonizar la antigua tradición de sangre y de violencia con la dulce y apacible escena que me rodeaba! Todo parecía preparado de antemano para inspirar buenos y dulces sentimientos, porque todo era allí delicado y bello: la luz penetraba plácidamente por lo alto, al través de las ventanas de una cúpula pintada y decorada como de mano de hadas; por el amplio y labrado arco del pórtico contemplaba el Patio de los Leones iluminado por el sol, que enviaba sus rayos a lo largo del peristilo, reverberando en las aguas de la fuente; la alegre golondrinilla revoloteaba en torno al patio y después se elevaba y partía trinando melodiosamente por encima de los tejados; la laboriosa abeja libaba zumbando por los jardines, y las pintadas mariposas giraban de flor en flor, jugando unas con otras en el embalsamado ambiente. No se necesitaba más que un débil esfuerzo de la imaginación para figurarse alguna pensativa beldad de harén paseándose por aquella apartada mansión de la voluptuosidad oriental.
Sin embargo, el que quiera contemplar este sitio bajo un aspecto más conforme con sus vicisitudes, visítelo cuando las sombras de la noche roban su luz a aquel hermoso patio y echan también un velo a los salones contiguos. Entonces nada hay tan dulcemente melancólico ni tan en armonía con la historia de su pasada grandeza.
A esas horas del ocaso visité en cierto día la Sala de la Justicia, cuyas soberbias y oscurecidas arcadas se extienden a un extremo del patio. En tal sitio se celebró ante Fernando e Isabel y su triunfante comitiva la solemne ceremonia de una misa de gracias al tomar posesión de la Alhambra. La cruz puede todavía verse en el punto donde se levantó el altar y en el que ofició el gran cardenal de España y otros dignatarios eclesiásticos del país. Me imaginaba yo entonces la escena que presentaría esta regia estancia cuando se vio ocupada por los ufanos conquistadores; la mezcla de mitrados obispos y tonsurados frailes, caballeros cubiertos de acero y cortesanos vestidos de seda, el cómo cruces y báculos y religiosos estandartes se confundirían con los arrogantes pendones y banderas de los altos personajes de Aragón y de Castilla, desplegados en señal de triunfo en los moriscos salones; me figuraba también a Colón, al futuro descubridor del Nuevo Mundo, humilde y olvidado espectador de la fiesta, ocupando un modesto sitio en un apartado rincón; y veía, por último, allá en mi mente, a los Católicos Soberanos postrándose delante del altar elevando un himno en acción de gracias por su victoria, y resonando en las bóvedas los sagrados acordes y la grave entonación del Tedéum.
Pero la pasajera ilusión, el vano fantasma de la imaginación huyó, como los pobres musulmanes sobre quienes habían triunfado. El salón donde se celebró la victoria estaba derruido y solitario, no oyéndose sino el aleteo del murciélago en las oscuras bóvedas o la lechuza lanzando sus gritos siniestros desde la vecina Torre de Comares.
Al entrar en el Patio de los Leones uno de los días siguientes me sorprendí sobremanera viendo un moro cubierto con su turbante, pacíficamente sentado junto a la fuente. Creí al pronto ver tornada en realidad alguna de las supersticiones de aquel sitio y que algún antiguo habitante de la Alhambra habría roto el manto de los siglos, volviéndose ser visible. Pero no tardé en reconocer que era un simple mortal, un tetuaní de Berbería, que tenía una tienda en el Zacatín de Granada, donde vendía ruibarbo, quincalla y perfumes. Hablaba correctamente el español, y conversé con él, pareciéndome despejado e inteligente. Me dijo que subía la Cuesta muy a menudo en el verano para pasar una parte del día en la Alhambra, en donde recordaba los antiguos palacios de Berbería construidos y ornamentados de un modo semejante, aunque nunca con tanta magnificencia.
Mientras nos paseábamos por el Palacio, me llamó él la atención sobre algunas inscripciones arábigas, que encerraban gran belleza poética.
—¡Ah, señor! —me dijo—. Cuando los moros dominaban en Granada eran una gente más alegre que hoy. No se cuidaban más que del amor, de la música y de la poesía. Componían versos con pasmosa facilidad, y los cantaban al son de la música. Los que hacían mejores estrofas y los que tenían mejor voz podían estar seguros de obtener favor y preferencia. En aquellos tiempos, si alguno pedía pan, se le respondía que compusiese una canción, y el más pobre mendigo, si pedía limosna en verso, era recompensado a menudo con una moneda de oro.
—Y esa afición popular a la poesía —le pregunté—, ¿se ha perdido completamente entre ustedes?
—De ningún modo, señor; la gente de Berbería, aun los de las clases más bajas, componen todavía canciones bastante buenas, como en otros tiempos, pero no se recompensa hoy el talento como entonces; el rico prefiere en la actualidad el sonido del oro al de la poesía y la música. Hallábase hablando así cuando se fijó en una de las inscripciones que profetizaban el poderío y la imperecedera gloria de los monarcas musulmanes, señores de esa fortaleza. Movió su cabeza, se encogió de hombros y la vertió al español.
—Así hubiera sucedido —exclamó—, y los musulmanes reinarían todavía en la Alhambra, si Boabdil no hubiese sido un traidor y no hubiera entregado la ciudad a los cristianos; pues los Monarcas Católicos no habrían podido nunca conquistarla por la fuerza.
Traté de vindicar la memoria del desgraciado Boabdil contra esa difamación, y demostrar que las disensiones que acarrearon la caída del trono musulmán fueron debidas a la crueldad de su padre, que tenía el corazón de un tigre; pero el moro no admitió esta disculpa.
—Muley Hassan —dijo— pudo ser cruel; pero fue bravo, activo y patriota. Si le hubieran ayudado, Granada sería todavía nuestra; pero su hijo Boabdil desbarató sus planes, quebrantó su poder y sembró la traición en su Palacio y la discordia en sus huestes. ¡La maldición de Dios caiga sobre él por su traición!
Pronunciadas estas palabras, el moro se retiró de la Alhambra.
La indignación de mi compañero el del turbante venía bien con la siguiente anécdota que me contó un amigo mío, y fue: «que durante un viaje por Berbería tuvo una entrevista con el Pachá de Tetuán. El gobernador morisco le significó particular interés en sus preguntas sobre este país, y con especialidad en lo que concernía a las hermosas provincias de Andalucía, a las delicias de Granada y a los restos de la regia Alhambra. Las respuestas de mi amigo despertaron en él todos esos recuerdos, tan profundamente adorados por los moros, del poder y esplendor de su antiguo imperio en España; y, volviéndose a sus servidores musulmanes, el Pachá se mesó la barba y exhaló tristes y apasionadas lamentaciones porque centro tan poderoso se hubiera caído de las manos de los verdaderos creyentes. Se consoló, sin embargo, cuando supo que el poder y prosperidad de la nación española estaban en decadencia, creyendo que vendría un tiempo en que los moros reconquistarían sus perdidos dominios, no estando quizá muy lejano el día en que los ritos de Mahoma se celebrarían en la Mezquita de Córdoba, y en que algún príncipe mahometano tuviera de nuevo su trono en la Alhambra».
Tal es el deseo y la creencia general de los moros de Berbería. Ellos consideran a España, y especialmente a Andalucía, como su legítimo patrimonio, del cual fueron despojados por traición y violencia. Estas ideas se confirman y perpetúan entre los descendientes de los proscritos moros de Granada diseminados por las ciudades de Berbería. Algunos de ellos residen en Tetuán, conservando sus antiguos nombres, tales como Páez y Medina, y uniéndose en matrimonio con familias que presumen ser del mismo elevado origen. Su ponderado linaje es mirado con cierta popular deferencia, rara vez demostrada entre las familias mahometanas por ningún rango hereditario, excepto por la familia real.
Los vástagos de estas estirpes —según se dice— continúan suspirando por el terrestre paraíso de sus antecesores, y entonan preces en sus mezquitas todos los viernes, implorando de Allah que llegue el tiempo en que Granada vuelva a ser restituida a los fieles, suceso que esperan con tanta avidez y confianza como tenían los cruzados cristianos en recobrar el Santo Sepulcro. Añadamos aún que algunos de ellos conservan los antiguos planos y escrituras de las posesiones y jardines de sus antepasados de Granada, y aún tienen las llaves de sus casas, enseñándolas como testimonio de su hereditario derecho, para presentarlas en el soñado día de la restauración.
El Patio de los Leones tiene también su repertorio de leyendas maravillosas. Ya he mencionado la vulgar creencia en los lúgubres ecos y ruidos de cadenas producidos de noche por los espíritus de los degollados Abencerrajes. En una de las reuniones nocturnas en la casa de doña Antonia contó Mateo Jiménez un hecho que ocurrió en tiempos de su abuelo, el famoso sastre:
«Había un soldado inválido que estaba encargado de enseñar la Alhambra a los extranjeros. Cierta noche, entre dos luces, pasando por el Patio de los Leones, oyó pasos en la Sala de los Abencerrajes.
»Suponiendo que se hallaba dentro algún curioso, se llegó para acompañarle, cuando vio con gran asombro cuatro moros ricamente vestidos, con brillantes corazas y cimitarras y puñales cuajados de piedras preciosas. Movíanse de un lado a otro con paso grave y solemne, súbitamente se pararon y le hicieron señas para que se acercase; pero el viejo militar echó a correr, y no pudo nadie hacer que volviera a entrar jamás en la Alhambra». De este modo los hombres vuelven algunas veces la espalda a la fortuna, pues —según la firme opinión de Mateo— los moros querían revelarle el sitio donde se hallaban escondidos sus tesoros. «Un descendiente del inválido fue más avisado que él; vino a la Alhambra, pobre; y, al cabo de un año, se fue a Málaga, compró casas, echó carruaje, y todavía vive allí, siendo uno de los hombres más respetados y poderosos de aquella ciudad». Todo lo cual —según sospechaba sabiamente Mateo— fue por consecuencia de haber encontrado el tesoro de los fantásticos moros aparecidos.
Mi conversación con el moro en el Patio de los Leones me hizo reflexionar sobre el singular destino de Boabdil. No ha habido sobrenombre más bien aplicado que el «Zogoibi» o el desgraciado, que le pusieron sus súbditos. Sus infortunios principiaron casi desde su cuna. Durante su tierna infancia fue reducido a prisión y amenazado de muerte por un inhumano padre, de lo que pudo escapar por la estratagema de una madre; pasados algunos años, su vida estuvo amargada y repetidas veces puesta en peligro por las hostilidades de un tío usurpador; su reino se vio turbado por extranjeras invasiones y por las luchas interiores; él fue el enemigo, el prisionero, el amigo y casi la víctima de Fernando, hasta que se vio sometido y destronado por aquel astuto monarca. Desterrado de su país natal, se acogió a uno de los príncipes del África, y murió oscuramente en el campo de batalla, peleando por la causa de un extranjero. Sus desgracias no cesaron con su muerte; si Boabdil abrigaba el deseo de dejar un nombre honoroso en las páginas de la Historia, ¡cuán cruelmente han sido defraudadas sus esperanzas! ¿Quién ha fijado su atención en la romántica historia de la dominación musulmana en España sin encenderse de indignación por las atrocidades atribuidas a Boabdil? ¿Quién no se ha sentido conmovido ante las penas de la hermosa y gentil reina, sometida a un proceso de vida o muerte por una falsa acusación de infidelidad? ¿Quién no se ha aterrorizado ante el asesinato que se le imputa, y cuyas víctimas fueron su hermana y sus dos hijos, en un arrebato de pasión? ¿Y quién no ha sentido hervir la sangre por la inhumana matanza de los gentiles Abencerrajes en número de treinta y seis, y que, según se afirma, él mandó que fueran decapitados en el Patio de los Leones? Todas estas inculpaciones han sido repetidas de varios modos; se han puesto en baladas, dramas y romances, y hasta han pasado al dominio público de tal modo que no pueden ya desarraigarse. No hay extranjero ilustrado que visite la Alhambra que no pregunte por la fuente en que fueron decapitados los Abencerrajes, y mire con horror la enverjada galería donde se dice que fue encerrada la reina; no hay campesino de la vega o de la sierra que no cante esta historia en rudas canciones, acompañadas de su guitarra, mientras sus oyentes aprenden a odiar el nombre de Boabdil.
No ha habido, en verdad, nombre más injustamente calumniado. He examinado todas las crónicas y cartas auténticas escritas por los autores españoles contemporáneos de Boabdil, algunos de los cuales gozaron la confianza de los Monarcas Católicos y estuvieron presentes en el campo de batalla durante la guerra; he examinado también todas las autoridades arábigas que pude hallar a mano ya traducidas, y no he encontrado nada que justifique tan negras y repugnantes acusaciones. El origen de tales fábulas parte de una obra muy popular, Las guerras civiles de Granada, que contiene la supuesta historia de las rivalidades entre los Zegríes y los Abencerrajes durante la última lucha del imperio morisco. Este trabajo apareció últimamente en español, indicando ser traducción del árabe, por un tal Ginés Pérez de Hita, vecino de Murcia; después fue vertido a varias lenguas, y Florián tomó mucho de él para la fábula de su Gonzalo de Córdoba; de este modo se ha desautorizado en gran parte la verdadera historia, siendo aquel libro tenido como verídico por el pueblo y más particularmente por la gente rústica de Granada. Sin embargo, el contenido de éste es un tejido de falsedades zurcidas con algunos acontecimientos auténticos que le dan al todo cierto carácter de veracidad. Lleva en sí mismo, además, el sello interno de su falsedad; los usos y costumbres de los moros están descritos de un modo extravagante; las escenas que presenta son del todo incompatibles con sus hábitos y religión, y no es posible que puedan ser de tal modo referidos por ningún escritor mahometano.
Creo francamente que hay un fondo criminal en las premeditadas falsedades de la obra: es indudable que la ficción novelesca admite amplias licencias; pero éstas tienen sus límites, de los cuales no se puede pasar, y los nombres de los difuntos distinguidos que pertenecen a la Historia no deben calumniarse, como se hace, por desgracia, con los contemporáneos. ¡Harto pagó el infortunado Boabdil su justificable hostilidad con los españoles, siendo desterrado de su reino, quedando su nombre injustamente calumniado, llevado de acá para allá y tenido por el vulgo como un padrón de infamia, y esto en su propio país natal y en el mismo palacio de sus padres!
No se pretenda por esto afirmar que las inculpaciones que se hacen a Boabdil carezcan totalmente de fundamento histórico; pero, tal como están formuladas, parece que deben dirigirse con más razón a los actos de su padre, Aben Hassan, a quien representan —contesten los cronistas árabes y cristianos— dotado de un carácter cruel y feroz. Él fue quien dio muerte a los caballeros del ilustre linaje de los Abencerrajes, por sospechas de que estaban comprometidos en una conspiración para arrojarle del trono.
La historia de la acusación de la madre de Boabdil y de su prisión en una torre también puede explicarse como uno de los incidentes de la vida de su sanguinario padre. Aben Hassan, en su edad provecta, casó con su bella cautiva cristiana de noble linaje, y que tomó el nombre morisco de Zorayda, de la cual tuvo dos hijos. Estaba dotada de un espíritu ambicioso, y anhelaba el que éstos heredasen la corona. Con este objeto amargó el corazón del desconfiado rey, encendiéndolo de celos contra los hijos de las otras esposas y concubinas, a quienes acusó de conspirar contra su trono y su vida. Algunos de ellos fueron muertos por su feroz padre. Ayxa la Horra, la virtuosa madre de Boabdil, que había sido en otro tiempo la adorada favorita de aquel tirano, fue también blanco de sus sospechas. La encerró con su hijo en la Torre de Comares, y hubiera sacrificado en su furia a Boabdil si su madre no le hubiera descolgado de la Torre cierta noche, valiéndose de su ceñidor y de los de sus esclavas, con lo que quedó en condiciones de poder huir a Guadix.
Éste es el único fundamento que he podido encontrar para la historia de la acusada y cautiva reina, y de ella se desprende que Boabdil fue perseguido, en vez de perseguidor.
En medio de su breve, turbulento y desastroso reinado Boabdil deja ver un carácter tierno y amable. Desde un principio se ganó el cariño de su pueblo por sus afables y dulces modales; fue siempre clemente y nunca impuso severos castigos a aquellos que se le rebelaban a cada instante. Era bravo físicamente, pero carecía de valor moral, y en los momentos de dificultad e incertidumbre se mostraba perplejo e irresoluto. Esta debilidad de espíritu apresuró su caída y lo despojó al mismo tiempo de aquel heroísmo que le hubiera engrandecido y dignificado, haciéndole merecedor de finalizar el brillante drama de la dominación musulmana de España.
Preocupada mi imaginación con la historia del malaventurado Boabdil, me puse a ordenar los recuerdos referentes a su historia, y que existen todavía en esta mansión de su regio poder y de sus infortunios. En la Galería de cuadros del Palacio del Generalife está colgado su retrato; su semblante es dulce, hermoso y algo melancólico, de color sonrosado y rubios cabellos. Si el retrato tiene verdadero parecido, pudo ser ciertamente inconstante y veleidoso, pero de ningún modo cruel ni sanguinario.
Después visité la prisión donde fue encerrado en los días de su niñez, cuando su cruel padre meditaba su muerte. Es un cuarto abovedado, en la Torre de Comares, debajo del Salón de Embajadores; una habitación semejante y separada por un estrecho pasadizo fue la prisión de su madre, la virtuosa Ayxa la Horra. Las paredes tienen un espesor prodigioso y las ventanas están aseguradas con barras de hierro. Una estrecha galería de piedra con un pequeño parapeto se extiende por dos lados de la torre, debajo de las ventanas, pero a una altura considerable de la tierra. Desde esta galería cuentan que la reina descolgó a su hijo con los ceñidores de ella y los de las fieles mujeres de su servidumbre, al amparo de la oscuridad de la noche, por la parte de la colina, al pie de la cual esperaba un criado con un caballo, veloz en la carrera, para escapar rápidamente con el príncipe a las montañas.
Mientras me paseaba por esta galería figurábame estar viendo en aquel momento a la inquieta y desasosegada sultana echada sobre el parapeto, escuchando con las ansias de su dolorido corazón de madre los últimos ecos de las herraduras del caballo en que corría su hijo a lo largo del estrecho valle del Darro.
Luego dirigí mis pesquisas en busca de la puerta por donde salió Boabdil de la Alhambra, poco antes de entregar la ciudad. Con el melancólico acento de un espíritu abatido, dicen que rogó el infortunado príncipe a los Monarcas Católicos que no se permitiera a nadie, en adelante, pasar por esta puerta. Su ruego —según las antiguas crónicas— fue respetado, por la mediación de Isabel, y aquélla se tapió. Por algún tiempo anduve preguntando, en vano, por ella, hasta que, por último, Mateo, mi humilde guía, oyó decir a los habitantes más ancianos de la fortaleza que existía todavía un portillo, por el cual —según la tradición— salió el rey moro de la ciudadela, pero que no recordaban que hubiera estado jamás practicable.
Me condujo después al indicado sitio de la referida famosa puerta, la cual se encuentra en el centro de la que fue en otro tiempo una inmensa torre llamada La Torre de los Siete Suelos, sitio afamado de las historias supersticiosas de la vecindad, de extrañas apariciones y moriscos encantamientos. Esta torre, inexpugnable en otro tiempo, es hoy un montón de ruinas, por haber sido volada por los franceses cuando abandonaron la fortaleza. Grandes bloques de muralla derrumbados hállanse allí enterrados entre la frondosa hierba, y cubiertos de vides e higueras. El arco de la puerta existe todavía, aunque agrietado por la voladura; sin embargo, el último deseo del infortunado Boabdil ha sido respetado, aunque no de intento, pues la puerta está cegada con los escombros de piedras formados por las ruinas y completamente intransitable. Siguiendo el camino del monarca musulmán, tal como se indica en las crónicas, crucé a caballo el Campo de los Mártires, pasando a lo largo de la huerta del convento del mismo nombre, y bajando desde allí por un agrio barranco rodeado de pitas y chumberas, y ocupado con cuevas y chozas pobladas de gitanos. Éste fue el camino que tomó Boabdil para evitar el cruzar por la ciudad. La bajada es tan violenta y escabrosa que tuve necesidad de apearme del caballo y llevarlo de la brida.
Saliendo del barranco, y pasando por la Puerta de los Molinos, entré en el paseo público llamado el Salón y, siguiendo la corriente del Genil, llegué a una pequeña mezquita morisca, convertida ahora en Ermita de San Sebastián. Una lápida incrustada en la pared refiere que Boabdil entregó en aquel sitio las llaves de Granada a los monarcas castellanos. Desde allí crucé despacio la vega, y llegué a un pueblecito donde la familia y la servidumbre del infeliz monarca lo esperaron, y adonde las había enviado con antelación la noche de la víspera, desde la Alhambra, para que su madre y su esposa no participaran de su propia humillación ni estuvieran expuestas a las miradas de los conquistadores. Siguiendo adelante el camino del melancólico cortejo de la real familia destronada llegué al extremo de una cadena de áridos y tristes cerros que forman la base de las montañas de la Alpujarra. Desde la cumbre de uno de éstos el infortunado Boabdil contempló por penúltima vez a Granada, por lo que lleva el expresivo nombre de su tristeza: la Cuesta de las Lágrimas. Más allá de ésta sigue un camino arenoso: escabrosa y árida llanura doblemente triste para el desdichado monarca, puesto que era el camino de su destierro.
Guié, por último, mi caballo hacia la cima de una roca, desde la cual Boabdil lanzó su última exclamación, volviendo los ojos para mirar por vez postrera a Granada; todavía se llama este paraje El último suspiro del Moro. ¿Quién se extrañará de la inmensidad de su dolor, saliendo expulsado de tal reino y de tal morada? Con la Alhambra perdió todos los honores de su linaje y todas la glorias y delicias de la vida.
Aquí también fue donde su aflicción se acrecentó con las reconvenciones de su madre Ayxa, que tantas veces le animó en los momentos de peligro, y que en vano quiso inculcarle su firmeza de ánimo. «Llora —le dijo—como mujer el reino que no has sabido defender como hombre». Frase que participaba más del orgullo de princesa que de la ternura de madre.
Cuando el obispo Guevara refirió esta anécdota al emperador Carlos V éste añadió a aquella expresión de desprecio lanzada a la debilidad del irresoluto Boabdil: «Si yo hubiese sido él o él hubiese sido yo, antes habría hecho de la Alhambra mi sepulcro que vivir sin reino en la Alpujarra».
¡Cuán fácil es para los que gozan de poder y prosperidad predicar el heroísmo a los vencidos! ¡No comprenden que la vida es más estimada del ser infortunado cuando no le resta ya otra cosa sino ella en el mundo!
En el hueco central del Salón de Embajadores hay un balcón, que antes he mencionado, el cual semeja en la pared de la torre una como jaula suspendida en medio del aire y por encima de las copas de los árboles que crecen en la pendiente ladera de la colina. Servíame este ajimez como una especie de observatorio, en donde solía sentarme a contemplar ya el cielo por arriba y la tierra por debajo. Además del magnífico paisaje que se ofrecía ante mis ojos, montaña, valle y vega, contemplaba un cuadro, en pequeño, de la vida humana dibujado ante mi vista, constantemente debajo. Al pie de la colina hay una alameda o paseo público, que, aunque no tan de moda como el moderno y espléndido del Genil, atrae, sin embargo, una varia y pintoresca concurrencia. Aquí acude la gente de los barrios, y los curas y frailes que pasean para abrir el apetito o para hacer la digestión, majos y majas (los guapos y guapas de las clases bajas, vestidos con trajes andaluces), arrogantes contrabandistas, y tal cual vez algún tapado y misterioso personaje de alto rango, que acude a alguna cita secreta.
Esto presenta una viva pintura de la vida y del carácter español, que me deleitaba en estudiar; y como el naturalista tiene su microscopio para ayudarse en sus investigaciones, así yo tenía un anteojo de bolsillo, que me aproximaba los rostros de los abigarrados grupos tan de cerca, que me creía algunas veces hasta adivinar su conversación por el fuego y la expresión de sus facciones. Con lo cual era yo un invisible observador que, sin dejar mi retiro, me encontraba a la vez y prontamente en medio de la sociedad, ventaja rara para el que tiene carácter reservado observar el drama de la vida sin desempeñar el papel de actor en la escena.
Hay una considerable barriada debajo de la Alhambra, que comprende la estrecha garganta del valle y se extiende por el opuesto cerro del Albaicín. Muchas de estas casas están construidas al estilo morisco, con patios alegres abiertos a cielo raso y fuentes en medio que les prestan frescura; y como los habitantes se pasan la mayor parte del día viviendo en estos patios o subidos en los terrados durante la estación del verano, ocurre que se pueden observar muchos detalles de su vida doméstica por un espectador aéreo como era yo, que podía mirarlos desde las nubes.
Disfrutaba yo maravillosamente las ventajas de aquel estudiante de la famosa y antigua novela española que tenía todo Madrid sin tejados abierto a su vista; y mi locuaz escudero Mateo Jiménez hacía el papel de Asmodeo con gran frecuencia, contándome anécdotas de las diferentes casas y de sus moradores.
Sin embargo, prefería formarme yo mismo historias conjeturales, y de este modo me distraía sentado horas enteras, deduciendo de incidentes casuales e indicaciones que pasaban ante mis ojos un completo tejido de proyectos, intrigas y ocupaciones de los afamados mortales de debajo. Difícilmente había lindo rostro o gentil figura que yo viera más de un día, acerca de la cual no formase poco a poco alguna historia dramática; hasta que alguno de los personajes hacía de pronto algo en directa oposición con el papel que le había yo asignado y me desconcertaba todo el drama. Uno de estos días en que me hallaba mirando con mi anteojo las calles del Albaicín vi la procesión de una novicia que iba a tomar el hábito, y noté varias circunstancias que me despertaron una gran simpatía por la suerte de la tierna joven que iba a ser enterrada viva en una tumba. Me cercioré a mi satisfacción de que era hermosa, y que, a juzgar por la palidez de sus mejillas, era una víctima más bien que profesa voluntaria. Estaba adornada con vestidos de novia y ceñida la cabeza con una guirnalda de flores, pero evidentemente se resistía de su desposorio espiritual y se apartaba con dolor de sus amores terrenales. Un hombre alto y de fruncido ceño iba junto a la novicia en la procesión; era sin duda el tiránico padre, que por fanatismo o sórdida avaricia le había compelido a este sacrificio. En medio de la multitud había un joven moreno y de buen aspecto, que parecía dirigirle miradas de desesperación. Éste debía de ser, sin duda alguna, el secreto amante de quien le separaban para siempre. Mi indignación creció de punto cuando noté la maligna expresión pintada en los semblantes de los frailes y monjas que la acompañaban. La procesión llegó a la iglesia del convento; el sol derramaba sus pálidos reflejos por vez postrera sobre la guirnalda de la pobre novicia, la cual cruzó el fatal atrio, desapareciendo dentro del edificio. La multitud entró detrás del estandarte, la cruz y el coro; pero el amante se detuvo un momento en la puerta. Adiviné el tropel de ideas que le asaltaron; pero se dominó al cabo y entró. Pasó un largo intervalo, durante el cual me imaginé lo que pasaba dentro: la pobre novicia fue despojada de sus transitorias galas y vestida con los hábitos conventuales; la guirnalda de novia arrancada de su frente, y su hermosa cabeza despojada de sus largas y sedosas trenzas; la oí murmurar el irrevocable voto; la vi tendida en el féretro cubierta con el paño mortuorio; vi hacer sus funerales, que la proclamaban muerta para el mundo, y sentí ahogarse sus sollozos con el grave sonido del órgano y con el plañidero Réquiem de las monjas; todo lo cual presenció el padre sin conmoverse y sin derramar una sola lágrima. El amante..., ¡no!, mi imaginación no quiso figurarse la agonía del desdichado amante; aquí la pintura quedó desvanecida.
Al poco tiempo la multitud salía otra vez, dispersándose en todas direcciones para gozar de los rayos del sol y mezclarse en las bulliciosas escenas de la vida; pero la víctima, la de la guirnalda de novia, no estaba ya allí. La puerta del convento que la separaba del mundo se le había cerrado para siempre.
Vi al padre y al amante que se retiraban sosteniendo una animada conversación. Este último hablaba acaloradamente, y estuve esperando de un momento a otro algún fin desagradable del drama; pero un ángulo del edificio se interpuso, y terminó la escena. Desde entonces volvía los ojos frecuentemente hacia aquel convento con cierto penoso interés, y noté a deshora de la noche una solitaria luz que fulguraba en la apartada celosía de una de sus torres. Allí —me dije— la desdichada monja estará sentada en su celda, llorando, en tanto que, quizá, su amante paseará la calle contigua entregado a un horrible tormento.
El oficioso Mateo interrumpió mis meditaciones y destruyó en un segundo la tela de araña tejida en mi fantasía. Con su celo acostumbrado, había reunido todos los datos concernientes a este episodio, echando por tierra mis ficciones. La heroína de mi novela no era joven, ni hermosa, ni mucho menos tenía amante; había entrado en el convento por su voluntad, buscando un asilo responsable, y era una de las más felices que había dentro de sus paredes.
Pasó largo tiempo para que yo pudiera perdonar a la monja el chasco que me había dado, viviendo perfectamente dichosa en su celda, en contradicción con todas las reglas de la novela.
Pero calmé mi disgusto muy en breve, observando uno o dos días las lindas coqueterías de una morena de ojos negros que, desde un balcón cubierto de flores y oculto por una cortina de seda, sostenía misteriosa correspondencia con un gentil mancebo con patillas, que paseaba a menudo por la calle debajo de su ventana. Unas veces lo veía rondando por la mañana temprano, embozado hasta los ojos en una manta; otras se ocultaba en una esquina, con diferentes disfraces, aguardando —al parecer— alguna seña particular para entrar en la casa. Después se oía el sonido de una guitarra por la noche, y un farol que cambiaba a cada instante de sitio en el balcón, imaginé que sería alguna intriga como la de Almaviva; pero me quedé desconcertado otra vez en todas mis suposiciones cuando me informaron de que el imaginado amante era el marido de la joven, y un famoso contrabandista; y que todas aquellas misteriosas señales y movimientos obedecían, sin duda, a algún plan ya concertado.
Solía entretenerme también observando desde mi balcón los cambios graduales que se verificaban en la vida de aquel vecindario, según las diferentes horas del día.
Aún no había teñido el cielo la purpurina aurora, ni se había oído el canto de los madrugadores gallos de las casas del vecindario, cuando ya por aquellos alrededores se empezaban a dar señales de vida, pues las frescas horas del amanecer son muy agradables en el verano en los climas cálidos. Todos deseaban levantarse antes de salir el sol para desempeñar las faenas del día. El arriero hacía salir su cargada recua para emprender su camino; el viajero ponía su escopeta detrás de la silla, y montaba a caballo en la puerta de la posada; el tostado campesino arreaba sus perezosas bestias cargadas de hermosas frutas y frescas legumbres, mientras que su hacendosa mujer iba ya camino del mercado.
El sol salía y brillaba en el valle, atravesando el transparente follaje de los árboles; las campanas resonaban melodiosamente al toque del alba en la pura y fresca atmósfera, anunciando la hora de la devoción; el trajinero detenía su cargado ganado delante de alguna ermita, metía su vara por detrás de la faja y entraba, sombrero en mano, arreglándose su cabellera negra como el ébano, a oír misa y a rezar una plegaria para que su viaje fuese próspero por el corazón de la sierra. Luego salía una señora, con lindos pies de hada, vestida de preciosa basquiña y con el inquieto abanico en la mano, con unos ojos de azabache que fulguraban por debajo de su mantilla graciosamente plegada; iba en pos de una iglesia bien concurrida para rezar sus oraciones matinales; pero, ¡ay!, el gracioso y ajustado vestido, el bien calzado pie, con medias como la tela de la araña, sus negras trenzas elegantemente peinadas, la fresca rosa cogida hacía un momento y que lucía entre sus cabellos, demostraban que la tierra compartía con el cielo la posesión de sus pensamientos. ¡Ojo alerta, celosa madre, solterona tía, vigilante dueña, o quienquiera que seas tú, la que va detrás de la linda dama!
Conforme avanzaba la mañana se acrecentaba por todos lados el ruido del trabajo; las calles se llenaban de gente, caballos y bestias de carga, y se notaba un clamor o murmullo como el de las olas del mar. Cuando el sol estaba sobre el meridiano este rumoroso movimiento iba cesando, y al mediodía todo quedaba en calma. La cansada ciudad se entregaba al reposo, y durante algunas horas había un rato de siesta general; se cerraban las ventanas, se corrían las cortinas, los habitantes se retiraban a las habitaciones más frescas de sus casas. El rollizo fraile roncaba en su celda, el robusto mozo de cordel se acostaba en el suelo junto a la carga, el campesino y el labrador dormían debajo de los árboles del paseo arrullados por el monótono chirrido de la cigarra; las calles quedaban desiertas, transitando sólo por ellas los aguadores, que a voces pregonaban las excelencias de la cristalina agua «más fresca que la nieve de la Sierra». Cuando el sol declinaba la animación empezaba otra vez, pareciendo como que al lento toque de la creación de nuevo se regocijaba la Naturaleza porque había desaparecido el tirano del día. Entonces principiaba el bullicio y la alegría, y los habitantes de la ciudad salían a respirar la brisa de la tarde y a esparcirse en el breve rato que duraba el crepúsculo en los paseos y jardines del Darro y del Genil.
Cuando cerraba la noche las caprichosas escenas tomaban nuevas formas. Una luz tras otra iban centelleando poco a poco; aquí un farol en el balcón; más allá una votiva lámpara alumbrando la imagen de algún santo. Así, por grados, salía la ciudad de su tenebrosa oscuridad y brillaba salpicada de luces como el estrellado firmamento. Entonces se oían en los patios y jardines, calles y callejuelas, el sonido de innumerables guitarras y el ruido de castañuelas, mezclándose en esta gran altura en un imperceptible pero general concierto. «¡Disfrutar un rato!». Tal es el credo del alegre y enamorado andaluz, y nunca lo practica con más devoción que en las plácidas noches de verano, cortejando a su amada en el baile con coplas amorosas y con apasionadas serenatas.
Una de las noches en que me hallaba sentado en el balcón, disfrutando de la suave brisa que venía de la colina por entre las copas de los árboles, mi humilde historiógrafo Mateo, que estaba a mi lado, me señaló una espaciosa casa en una oscura calle del Albaicín, acerca de la cual me relató —con poca diferencia de como yo la recuerdo— la siguiente tradición.