
Me llamo Marcos, y esta es la historia de lo que me ocurrió cuando tenía trece años. Estoy seguro de que no fue imaginación mía, sino que sucedió tal y como lo voy a contar aquí.
Todo comenzó cuando mis padres decidieron enviarme a pasar las vacaciones de verano con el tío Lucas, el único hermano de mamá. Me acuerdo como si fuera ayer.
—Tenemos que hablar de este verano —me dijo mi madre unos días antes de que terminara el curso.
Fuimos a la sala donde mi padre leía el periódico.
—Papá y yo vamos a hacer un viaje a Brasil —prosiguió.
—¿A Brasil? ¿Por qué?
—Asuntos de mayores —respondió mi padre cerrando el periódico—. Negocios de la empresa.
—¿Y yo? —pregunté.
Aquella parte le costó más trabajo a mi madre.
—Vas a ir con tío Lucas.
—Irás al Palacio Fantasía —sentenció papá.
Así era como él llamaba, en broma, a la casa del hermano de mamá.
—¿Y por qué no puedo ir con vosotros a Brasil? —pregunté.
—Te aburrirías —respondió mi madre.
—¿Por qué? —insistí.
—Ya te lo he explicado, Marcos —repitió mi padre mirándome muy serio—. Es un viaje de negocios.
Aquella mirada de papá quería decir que ya no admitiría más preguntas.
—El tío te quiere mucho, Marcos —comentó entonces mi madre.
Eso era cierto. Cada vez que lo veía, me regalaba algún objeto curioso de los miles y miles que tenía en Palacio Fantasía.
—Y, además —añadió con una sonrisa—, a ti siempre te ha gustado ir a su casa.
También eso era cierto. Me gustaban las rarezas de tío Lucas. Me gustaba su casa, el misterio que la rodeaba. Siempre había querido conocer sus secretos o más allá de las burlas de papá.
—Tu hermano —recuerdo que mi padre le decía a mamá— vive en las nubes, metido en sus libros. Tu hermano es una nube con pantalones, chaqueta y corbata.
Ella se reía, pues nadie conocía mejor las rarezas de tío Lucas, al que visitábamos por Navidad y Año Nuevo. Sin olvidar el día de su cumpleaños, que también le visitábamos, pero sin verle. Nunca veíamos a tío Lucas en el día de su cumpleaños, porque ese día estaba siempre de viaje. Mi madre dejaba una tarjeta y un regalo en la puerta y después nos íbamos.
—¿Cuántos años tiene? ¿Cincuenta? Y sin embargo, ha conservado esa estúpida ilusión de soñar. Tu hermano, querida, todavía vive en el mar con el capitán Avery y la piratesa Mary Read, con canciones marineras de tempestades y aventuras, con aullidos al final del abordaje, botellas de ron y algún sorprendente botín que capturar. Tu hermano vive en un mundo que no existe. Pero allá él. Todos elegimos un lugar para vivir. Y el suyo está lejos de todo, es un país de sueños.
Me acuerdo de esas palabras. Se las dijo mi padre a mi madre después de una de aquellas extrañas visitas que le hacíamos a tío Lucas en el día de su cumpleaños. Yo, lo recuerdo muy bien, pregunté quiénes eran el capitán Avery y Mary Read y mi madre me dijo que antiguos amigos del tío, de la época en que navegaba.
Nuestra casa era muy sencilla y estaba en la ciudad. La de tío Lucas estaba cerca del mar y no parecía una casa sino un galeón de piedra descansando sobre un acantilado.
Tío Lucas vivía allí sin otra compañía que sus libros, sus mapas y una sirvienta asturiana. La sirvienta se llamaba Rosalía y era una mujer muy fea. Y según mi madre, un poco bruja. Pero no. Me falla la memoria. Rosalía no vivía en Palacio Fantasía. Al menos, eso decía tío Lucas, quien una noche me explicó:
—Ella no vive en la casa. Entra con el graznido de las primeras gaviotas y se va cuando oscurece. Por la noche, aquí solo estamos tú y yo. Y un millón de almas: los libros.
¿Qué hacía tío Lucas en aquella casa? ¿Por qué vivía allí, con todos aquellos libros? Él… que había amado la aventura por encima de todas las cosas. Él… que había sido marino y navegado por todos los mares del globo. Él… que al hablar de sus viajes, sentía la nostalgia del azul oscuro del Atlántico, del verde esmeralda de las Antillas, de los claros de luna del Pacífico y los mares del Sur, de los puertos blancos del Mediterráneo y las aguas heladas del Gran Norte.
—Para ver lo que a tu edad había leído en los libros —me dijo en una ocasión— renuncié a ser un hombre de provecho y seguí otra vida más fiel a la imaginación.
—¿Qué es un hombre de provecho? —le pregunté.
—Alguien que cree que los días deben repetirse siempre iguales, uno detrás de otro, y que solo piensa en el mañana y en la vejez.
Así era tío Lucas. Un aventurero. Un soñador. Así lo recuerdo. Alto, fuerte como un lancero bengalí. Tenía la cara tostada por el sol de muchos trópicos y unos ojos minúsculos, igual que los piratas malayos que aparecían en los cuentos de Marco Polo. Tenía una nariz larga y afilada que hacía pensar en unas tijeras abiertas y un bigote del color del amanecer. Así lo veo ahora.

Pero, ¿qué hacía tío Lucas en Palacio Fantasía? ¿Era verdad lo que contaba? Todas sus historias del mar, todos sus recuerdos de Shanghai, Zanzíbar, Macao o San Francisco podían resumirse en una sola frase: la vida, la buena vida, la emocionante, la de verdad, está lejos, está fuera. Sin embargo, él vivía en aquella casa junto al mar. Vivía solo, en una isla de libros. Su mundo era una isla de palabras.
—A tu tío tienes que conocerle bien —me dijo una vez Rosalía.
Y hablaba con tanto sigilo que aún recuerdo las frases con toda exactitud. Era como si, de pronto, ella me contara en voz baja los secretos de Palacio Fantasía.
—Tu tío —añadía— ha visto la China y lugares remotos como sueños. Ha visto la aurora sobre las islas más bellas de la tierra y ha estado en el Lejano Oeste, donde la llanura termina junto a un mar azul, como tus ojos. Pero una sombra empaña su corazón.
Una pena muy honda, es verdad, habitaba su corazón. Pero entonces yo no era capaz de ver esa tristeza. Para mí, tío Lucas era la aventura, la fantasía. Nadie como él me animó a viajar y a conocer tierras exóticas. Nadie hasta él me enseñó que el pasado, la Historia, puede ser la más asombrosa de todas las aventuras imaginables.
Sí, tío Lucas me fascinaba, tanto como su fabulosa biblioteca: una sala cuyo tamaño era imposible de calcular, pues las estanterías no solo ocupaban los muros, sino que formaban caprichosos caminos entre hileras e hileras de libros.
Una tarde le pregunté a tío Lucas si sabía cuántos libros había acumulado allí.
—No sé cuántos son —me dijo—. Dejé de contarlos hace tanto tiempo que ni siquiera me acuerdo.
—¿Y los has leído todos?
—Por supuesto que no. Una biblioteca no es para leerla entera, sino para viajar a países lejanos y consultar las cosas que no sabemos. En el Antiguo Egipto —añadió— a las bibliotecas las llamaban «los tesoros del espíritu» porque creían que ayudaban a remediar los males que devoran el alma de las personas. Y así es, muchacho. Además de extender la memoria y enriquecer la imaginación, en ellas nos curamos de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás.
Pasaba en aquella biblioteca una cosa curiosa. Cada vez que entrabas en ella la veías de manera distinta, como si fuera uno de esos libros mágicos de los que hablan los antiguos árabes de Bagdad: libros que cuentan una historia diferente dependiendo de quién lo abra y de la hora del día en que lo haga. Así, al principio, la vi como un laberinto cuyo centro era inalcanzable. Después me pareció otra cosa: un mapa del mundo. Ahora, que tan solo vive en mi recuerdo, pienso que era un inmenso cofre donde tío Lucas guardaba la memoria de todas las civilizaciones.
¡Ay, aquel verano! ¿Cómo podía saber entonces que el viaje a Brasil de mis padres iba a regalarme la mayor aventura de mi vida?
Mamá se despidió con muchos besos y abrazos.
—No des mucho trabajo a tu tío —me dijo en un aparte, mientras papá hablaba con él.
Después me recordó que solo serían dos meses de nada.
Cuando tío Lucas y yo nos quedamos solos, me dijo:
—Lo vas a pasar bien aquí. Ya verás como sí. Vamos a vivir muchas aventuras.
Y no mentía.
Recuerdo la primera noche. Tío Lucas y yo estábamos en el salón, cenando. De pronto, me dijo:
—Tu madre dice que te gustan mucho los libros. ¿Qué sueles leer?
Por aquellos días, yo prefería los cuentos que hacían soñar, los relatos de piratas y barcos, llenos de islas maravillosas y personajes tenebrosos.
—La isla del tesoro, Los tigres de Malasia…
—A tu madre —me dijo él entonces— también le gustaba La isla del tesoro. Ella siempre se ponía de parte del pirata John Silver. Pero prefería los libros de Historia.
—¡Historia! —exclamé decepcionado—. Qué aburrimiento...
Una sombra cubrió el rostro de tío Lucas.
—La Historia, muchacho, siempre es el mejor libro de aventuras. Y nunca para de escribirse. Luchas. Venenos. Traiciones. Odios. Venganzas. Hombres valientes. Hombres sabios. Reyes. Santos. Héroes. Tiranos. Viajes fabulosos. Persecuciones. Fugas… Todo eso es la Historia. Nos muestra de dónde venimos, quiénes somos y qué nos puede deparar el futuro.
—¿En serio?
—¿Pero acaso no te enseñan nada de eso en el colegio?
—Sí… Historia de España —repliqué—. Pero es un rollo.
Y queriendo saber más, pregunté:
—¿Qué libros de Historia leía mamá?
—Oh, leía muchos… Ahora, los que más le gustaban eran los que hablaban de la conquista de América. Si la hubieras conocido entonces. Tu madre soñaba despierta, no dormida. Y pronunciaba los nombres mágicos de las ciudades del Nuevo Mundo como si saboreara golosinas: Tenochtitlán, Cuzco, Bimini, Cíbola… Ay, ella creía. Sí, sí, creía en las sirenas, en la ciudad encantada de El Dorado, en las alfombras voladoras, en la fuente de la Eterna Juventud…
—¿Mamá…? —pregunté con lo ojos como platos.
—¿Quién va a ser? —refunfuñó tío Lucas.
Y prosiguió con sus recuerdos:
—Yo siempre le leía en voz alta por las noches. Sí, todas las noches. A ella le gustaba.
—Sería antes de conocer a papá —dije sin salir de mi asombro.
Tío Lucas enmudeció. Miraba ensimismado al suelo, como si se hubiera perdido en sus pensamientos.
—¿Era cuando mamá tenía mi edad? —susurré.
Tío Lucas me miró.
—El mundo de los adultos es un aburrimiento —dijo—. Adoran las matemáticas. Para ellos todo se mide por números: los años que hemos vivido, el dinero que lo compra todo… ¿Por qué te crees que vivo aquí, entre tantos libros? Porque el mundo de los mayores es un rollo.
Ahora, con el paso del tiempo, sé lo que tío Lucas quería decirme aquella noche de niebla, pero entonces no le entendí. De hecho no entendí nada. Mi madre, los conquistadores de América, alfombras voladoras, las matemáticas…
Recuerdo su rostro. Aquella noche parecía el rostro de un fantasma.
Y recuerdo muchas de las historias que me contó aquel verano. Había que verlo relatar el levantamiento de los madrileños contra Napoleón. Había que ver a tío Lucas enfundado en su traje blanco. Había que verlo acomodarse en su sillón y comenzar la narración:
—Los días anteriores al motín, Madrid parecía una olla a presión puesta al fuego. El agua hervía, hervía, hervía… Imagina los cuchicheos conspiradores en palacio, las maldiciones dichas entre dientes por las calles. Hasta que el 2 de mayo de 1808 esa olla de murmullos y odios se convirtió en un grito unánime que salió de todas las gargantas. «¡Nos quieren llevar al infante! ¡Muerte a los franceses!». De pronto, el pueblo entero de Madrid se arrojó a las calles en un levantamiento inesperado y devastador. ¿Los ves? —me preguntaba entonces—. ¿Ves a los grupos de hombres del pueblo, seguidos de mujeres y niños dando «mueras» a los franceses? De las casas salen gentes armadas con cuchillos de cocina, tijeras, tizones, escopetas de caza… ¿Oyes los disparos en todas partes? ¿Oyes los cañones? Son los franceses, que perfectamente ordenados disparan sin piedad.
Trato de recodar los sorprendentes detalles con que adornaba sus relatos. Al oír su voz, yo me olvidaba de todo, viajaba a otra época, y solo despertaba al final, como de un sueño. Por ejemplo, una vez me describió con todos los detalles imaginables la calamitosa aventura de la Armada Invencible.
—Que la empresa organizada por Felipe II para invadir Inglaterra terminó en fracaso, es un asunto que todos los niños de mi época sabíamos. Muchas vidas perdidas, millones de ducados malgastados, el dominio de los mares perdido, los galeones ingleses atacando Portugal y las Azores… son el triste resultado de la aventura. Y, sin embargo, ¡qué indestructible parecía aquella flota! ¡Con qué elegancia se hizo a la mar en Lisboa el año 1588! Aquellos ciento treinta navíos eran como una ciudad en marcha. Una ciudad con sus casas, sus palacios, sus campanarios, sus murallas, sus banderas. Una ciudad moviéndose, balanceándose, sobre el dorado vaivén de las olas.
Aquellas historias me encantaban y al mismo tiempo me intrigaban. Parecían tan reales… Era como si tío Lucas hubiera estado allí. Un día que me había relatado las correrías por el Mediterráneo de los hermanos Barbarroja, los más crueles piratas de todos los tiempos, le pregunté cómo podía saber tanto de berberiscos, galeras y esclavos.
—Todo está en los libros —me dijo—. Para vivir aventuras no hay nada como las emocionantes historias de la Historia. Ningún velero puede compararse a una biblioteca con un buen cargamento de ellas.
Fue así, escuchando los relatos de tío Lucas, como me aficioné a la historia de España. Recuerdo que me pasé casi todo el verano metido en la biblioteca. Me gustaba explorar las estanterías en busca de títulos. Sobre todo, me gustaba hacerlo de noche. No sé por qué. Tal vez porque la noche, en Palacio Fantasía, estaba llena de silencios que hacían más emocionante la lectura.
Entonces ocurrió. Una noche descubrí que si se abría cierta puerta aparecía una sala desde la que se accedía a un oscuro y largo pasadizo. ¿Qué niño no se hubiera preguntado hasta dónde llegaba aquel sendero excavado en los muros de piedra? ¿Quién se hubiera resistido a explorarlo? ¿Y si era un túnel encantado? Así di con el secreto del tío Lucas. Así empezó mi asombrosa aventura: un fabuloso viaje a través del tiempo.
No lo dudé. Dejé atrás el salón y me interné en el pasadizo. Dentro, hacía frío y olía a humedad. Pequeños faroles iluminaban el camino con un débil resplandor dorado. Reinaba un silencio total. Al cabo de un rato, me encontré frente a otra puerta.
Grité:
—¿Hay alguien ahí?… ¿Tío Lucas?…
Pero nadie contestó. Entonces, al acariciar la cancela de la puerta me di cuenta de que también estaba abierta. Empujé y entré. Ante mí tenía una escalera muy estrecha con forma de caracol. Una inscripción grabada en la pared decía:
Atrévete y desciende.
Al final de esta escalera, te aguardan grandes personajes
para guiarte por los siglos…
Me atreví y empecé a bajar por la escalera. Bajé durante horas y horas. Seguí bajando. A cada paso aumentaba la oscuridad. De pronto, sentí miedo. ¿Y si la escalera no terminaba nunca? Pero entonces la piedra de los escalones se hizo de arena y una luz anaranjada me golpeó como un grito. El sol. ¡La salida! Cual no fue mi sorpresa al ver lo que me aguardaba en el exterior…
