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UN NIÑO QUE CANTABA A ESCONDIDAS

La música nos envolvía, hacía vibrar la casa, a sus miembros, mis hermanos, mis padres. Siempre el tocadiscos encendido, siempre alguien entonando o susurrando una melodía, como si fuera un lenguaje secreto, cifrado, con el que solo nos podíamos comunicar en la familia. Es así como recuerdo, por ejemplo, a mi hermano Jose Mari, recién levantado, los ojos aún a medio abrir y el dedo ya dispuesto a colocarse en el botón de encendido del equipo musical. La rutina diaria para ir al instituto era impensable sin la banda sonora de cada mañana. Aunque fuera temprano, aunque los demás siguieran durmiendo, nada nos importaba: la música comenzaba a sonar.

Mis recuerdos van indisolublemente unidos a la figura de Jose Mari, mi hermano mayor —once años mayor—, con el que compartía apreturas en la misma habitación, un cuarto pequeño, casi una caja de música, que luego fue solo para mí. Y con el rostro amable de mi hermana María del Mar, también ocho años mayor, que dormía en la sala donde mi madre, que era modista, cosía durante las prolongadas horas del día.

Fue aquel equipo de música que le habían regalado a mi hermano el que revolucionó nuestras vidas. Se había instalado de pleno derecho en nuestro cuarto y sonaba todo el santísimo día, como si quisiera demostrar, a cada compás, que había tomado posesión de la casa. Extrañamente, nadie se quejaba. Solo se silenciaba al acostarnos, pero rápidamente, en ese impulso mecánico que se produce en los despertares, lo volvíamos a encender cada mañana. La música era, pues, mi arrullo y mi despertador, un relax y un excitante, el descanso del guerrero y la vitamina matinal. La nana y el toque de diana.

Las cosas eran muy diferentes entonces, en esa casa donde todo se compartía no usábamos auriculares, ni conocíamos siglas como las del CD y el MP3, que hoy utilizamos con soltura, pero que entonces parecían extraños adelantos futuristas. Quiero decir que era imposible aislarse. En mi casa se escuchaba lo que había, lo que elegía mi hermano, principalmente, que era de todo y muy variado, sin grandes filtros ni gustos rígidos. Sevillanas, pop internacional, canción melódica... Para ello teníamos un aliado: el walkman de Jose Mari, gracias al cual podíamos escuchar las cintas que nos prestábamos unos a otros, repasando nuestra discografía preferida.

Yo crecí con Michael Jackson y Tina Turner, pero también con Eros Ramazzotti, que nos encantaba, con las rumbas de Camela, Los Calis, Los Chichos, Los Chunguitos, El Junco y artistas latinos como Juan Luis Guerra... La casa de los Bisbal era una gran discoteca multidisciplinar donde cada disco tenía su sitio, su momento del día, su ocasión especial.

De hecho, a veces aprieto las sienes y viene a mi memoria una sintonía que podría reconocer desde el primer acorde: la de Los Chichos en su versión más moderna, ya sin Jero, «el de en medio», sonando en el coche de mi padre durante un viaje larguísimo de Almería a Barcelona. Íbamos toda la familia a ver a mi tío Pascual, casi hacinados en un viejo Simca 1200 que se paraba a cada pocos kilómetros y que nos hizo interminable el camino.

Tendría cuatro o cinco años, y recuerdo pasear por aquella Barcelona de los ochenta, la del Tibidabo y ese zoológico impresionante para los ojos de un niño que tenía un habitante mágico: Copito de Nieve, el famoso gorila blanco. Y tengo también un recuerdo vago, impreciso, de un mercado precioso al que fui agarrado de la mano de mi madre, sería La Boquería, pero yo por aquel entonces solo pude retener en mis pupilas asombradas sus cristaleras multicolores y esa vida que bullía en el interior, como si nos hubiéramos adentrado en una ciudad cubierta, un pequeño pueblo dentro de la gran urbe. Y a la salida, veo a ese niño que aún era yo, con la capacidad de sorpresa intacta recorriendo un paseo muy grande, lleno de puestos de flores y de animales, que solo años después he sabido ponerle el nombre de Las Ramblas. Ese día mi tío me compró una moto de juguete y yo la hacía rodar por cada banco de aquel bulevar, siempre con las rumbitas de Los Chichos sonando en mi cabeza.

Creo que desde muy niño ya supe que la música iba a ser una parte consustancial de mi vida. Aquellas viejas cintas de casete de Camarón de la Isla que todavía conservo como un tesoro en unas cajas de cartón gastadas, o las de Sergio Dalma, que fue mi ídolo de adolescencia, me marcaron para siempre; al igual que más adelante me sucedería con las canciones de Alejandro Sanz. Toda esa mezcla de estilos que iban construyendo la banda sonora de mi casa fue la que, dulcemente, apenas sin darme cuenta, construyó mi conciencia musical, la base sobre lo que se pudo crear todo lo que vino después. Yo nací y crecí con la música.

TRABAJADORES, BOXEADORES Y CANTANTES

Mi madre, María Ferre, y mi padre, José Bisbal, nacieron en el centro histórico de Almería, en el barrio de San Cristóbal, a los pies de la alcazaba árabe. El entorno de esa Plaza Vieja donde ahora está el Ayuntamiento era entonces el sitio más flamenco de la ciudad. Una zona muy humilde, pero muy popular, repleta de vida.

Recuerdo que un primo de mi padre tenía allí una peluquería muy conocida, adonde me llevaban para cortarme el pelo, sentado en un sillón antiguo, muy alto, que me hacía sentir un hombrecito y aspirar a poder participar en las conversaciones de los adultos. Como sucedía antiguamente en todas las pequeñas poblaciones de Andalucía, la barbería era el lugar de reunión de los hombres, el foro de las tertulias para hablar de política, de toros y de deportes.

Las respectivas familias de mi padre y mi madre se conocían de toda la vida. Vivían a escasos metros unos de otros, y cada uno de ellos era miembro de una ristra numerosísima de hermanos.

Por parte de mi madre, los abuelos Ferre tuvieron seis hijos. Mi tío Paco fue bailaor de flamenco y acabó regentando su propia academia de baile. Mientras que Pepe trabajó en las embajadas de España en Guatemala y Nicaragua. Sin embargo, al que mejor se le dio fue a Pascual, el de Barcelona, que llegó a ser arquitecto y se puso al frente de varios negocios, un supermercado y un bar adonde mi hermano Jose Mari se trasladó a trabajar un verano. Mi tía Lola es funcionaria en el hospital Torrecárdenas de Almería, mientras que mi tía Rosamari trabaja como maestra en un colegio.

En casa de mi padre la vida se dejaba sentir en toda su dureza, y todos tuvieron que trabajar desde muy pequeños. Apenas pudieron ir a la escuela y he llegado incluso a escuchar por boca de mi padre que han pasado hambre, pero eran unos luchadores natos que le plantaban cara a la miseria, que miraban de frente a la dificultad. Mi abuela Valera fue cocinera en el restaurante de un hotel, mientras que mi abuelo era funcionario en el Ayuntamiento. Pero ni el más sacrificado de los empleos —trabajar cuando los demás se divierten— le proporcionaba los suficientes ingresos como para sacar adelante a sus siete hijos por sí mismo.

Así que los hermanos tuvieron que hacer de todo. Alguna vez me contaron que, entre otras cosas, se dedicaban a recoger latas por las calles para venderlas, porque había quien las usaba para forrar baúles, como hacía el abuelo Antonio. Y ya después, los más valientes supieron desprenderse de sus raíces, armarse de valor y coraje y emigrar a Barcelona, como mucha otra gente en Almería, e incluso a Alemania y a Suiza.

Aparte de eso, todos los varones de la familia Bisbal desarrollaron una actividad que los distinguió siempre en la ciudad, que los hizo únicos y singulares: el boxeo... Imagino que heredaron la gran afición que siempre hubo en Almería por este deporte, a veces poco comprendido, pero tremendamente complejo y vocacional. Mi padre llegó a ser profesional durante dieciocho años y fue siete veces campeón de España en distintas categorías: mosca, ligero, gallo... La verdad es que no soy capaz de enumerar de corrido todos los títulos que tiene —y que andan repartidos por la casa— porque el boxeo me produce cierto rechazo. Probablemente, porque he visto cómo el ring le ha deteriorado más que lo hubiera hecho cualquier otra profesión.

En casa no se habla de boxeo, ni yo le vi nunca dentro de un cuadrilátero, pero la gente mayor me comenta que mi padre era muy bueno y muy técnico, un fino estilista que se dice. No era muy pegador, pero sí un deportista ágil y con buenos movimientos en la lona. Le gustaba boxear con arte. En cambio, mi tío Dionisio, que fue Campeón de Europa, tenía un estilo más agresivo.

Cuando se retiró del boxeo, José, mi padre, entró a trabajar de carpintero en el Ayuntamiento de Almería, y por las tardes se dedicaba a hacer trabajos por su cuenta, encargos personales: estanterías, algún mueble, sillas... Iba de un lado para otro con su Lambretta y tenía como almacén la casa de mis abuelos, la misma donde se crió, que ya se había quedado vacía. Yo tenía ocho o nueve años la primera vez que entré en aquella casa, y me asombré de que en un espacio tan pequeño como aquel pudiera haber vivido tanta gente junta en otra época.

He escuchado decir a mi madre que, cuando se casaron, tuvieron muchos altibajos económicos pero que, con mucho trabajo, consiguieron levantar la cabeza y poder formar una familia. Cuando nacieron mis hermanos, a finales de los años sesenta, su situación llegó a ser incluso bastante buena. Los dos tenían unos ingresos más que razonables, mi padre aún como boxeador y mi madre cosiendo para una tienda. Se complementaban bastante bien y consiguieron crear una familia estable, sin más apuros que los normales, con holgura para la vida diaria, pero sin capacidad para excesos.

Aquel caluroso 5 de junio de 1979 en el que yo nací, inmersos todos los españoles en una crisis muy parecida a la que ahora vive el país, el matrimonio Bisbal incorporó, no solo un miembro más a la familia, sino nuevos problemas económicos de los que, con muchísimo esfuerzo y sin torcer nunca el gesto, supieron salir adelante. Mi madre continuó en el mundo de la moda y mi padre se aseguró el empleo en el Ayuntamiento. Así que recuerdo haber vivido bien siempre, soy el pequeño de la familia y eso suele ser un privilegio. En mi casa, la de una familia trabajadora de clase media, no sobraba una peseta, pero nunca faltó de nada. Desde luego que, afortunadamente, mi infancia no fue como la de mis padres. En una sola generación las cosas habían cambiado mucho en este país.

Al margen de los trabajos y de los deportes, lo que de verdad les gustaba a los Bisbal, mucho más que el boxeo, era la música. Desde jovencitos todos cantaban y tocaban algún instrumento. Eran buenos músicos, aunque no se atrevieran nunca a cruzar la frontera de aficionados. Vamos, que no se ganaban la vida con ello, aunque me imagino que sí que se sacarían algún sobresueldo tocando y cantando en alguna fiesta.

Almería, como casi toda Andalucía, es una tierra muy musical. Y muy flamenca, claro. Y a la familia de mi padre la música le apasiona. Por ejemplo, mi tío Miguel toca el acordeón y casi todos sus hijos son músicos. Uno de ellos incluso es miembro de la banda municipal. Y mi tío Juan era un apasionado de los carnavales de Almería, y casi siempre ganaba el concurso de murgas, o chirigotas como las llaman en Cádiz.

Nunca lo escuché, pero he oído decir que mi padre sabía cantar flamenco y copla..., y que lo hacía muy bien. Incluso fue el pionero de la familia y cultivó cierta ambición por profesionalizarse, hasta tal punto que llegó a formar parte de dos grupos musicales, uno que se llamaba Los Jilgueros —un trío en el que también actuaba su hermano Miguel—, y otro al que le pusieron el nombre de Los Canasteros, que se formó con vecinos aficionados del barrio de San Cristóbal. He visto sus fotos de cantante repartidas por mi casa, pero yo apenas si le he escuchado cantiñear algo y nunca me llamó especialmente la atención.

Cuando he podido oírle, ya le costaba mucho hacerlo. Él mismo alega que el esfuerzo que le exigió el boxeo acabó afectándole a la garganta. Pero mi madre asegura que de joven tenía mucha calidad vocal. Es ella la que ha contado, en multitud de ocasiones, su anécdota más tierna de los tiempos en que eran novios. Una vez que se enfadaron, mi padre urdió un plan para pedirle perdón y se dirigió a la radio local para dedicarle una canción... ¡Cantada por él! Lo bordó, por supuesto, y como no podía ser de otro modo, hubo reconciliación.

CARNAVAL, CARNAVAL

Probablemente, ahí esté, en esta cadena genética heredada de mi familia paterna, el eslabón que me une a la música, esa que desde niño ha estado presente en mi vida. Es curioso, podemos decir que esto de la transmisión de genes es una cuestión que también pertenece al azar y tan solo yo, de entre mis hermanos, me traje al presente el don maravilloso de la música que mi padre llevaba consigo, pero que tenía ya olvidado.

Ni tan siquiera mi madre es capaz de entonar una nota. Nunca he visto en mi casa esa imagen tan recurrente y entrañable, tan de postal de la familia media española, de la madre que canturrea mientras hace las tareas de la casa o, en el caso de mi familia, mientras enhebraba agujas y acompasaba su trabajo con el pedal de la máquina de coser. Como se dice popularmente en mi tierra, mi madre tiene un oído enfrente del otro. Sin embargo, es una mujer de extraordinario sentido común, de sensibilidad exquisita y sabe distinguir lo que está bien de lo que no. Ella no sabe cantar, pero sus consejos son sabios para mí. No paso sin sus críticas, siempre me dice la verdad, y siempre con el cariño único que sabe dar una madre.

Nadie, pues, mis hermanos tampoco, se destacaba por saber cantar, y sin embargo, a mi familia le volvía loca una tradición popular que tiene mucho que ver con el folclore y la música en general: los carnavales, que en toda Andalucía se viven con pasión. Quizá sean más populares los que se celebran en Cádiz y Canarias, porque son extraordinarios, pero los de Almería también merecen mucho la pena y nosotros los vivíamos con pasión y muchísimo sentido del humor.

Mi abuelo paterno, al que no llegué a conocer, fue el primer gran carnavalero de nuestra familia —cantaba incluso cuando el carnaval era una fiesta prohibida y estaba censurado— y el que le inculcó la afición a toda la casa, que siempre ha participado de la fiesta como miembros de una murga, la agrupación con la que hemos competido y que tantos buenos ratos y tantas satisfacciones nos ha dado a los Bisbal. Mi tío Juan y mi tío Dionisio eran los que más arte y empeño le ponían al asunto. Les encantaba disfrazarse y participar en los concursos del teatro Cervantes, donde se llevaron muchos premios.

A mí lo que más me gustaba del carnaval no era el concurso en sí, sino cómo se vivía en la calle, la atmósfera de júbilo y desbordante alegría que se respiraba en esos días. El Paseo de Almería se convertía en un precioso y colorista desfile de agrupaciones, que iban parándose delante de los comercios para cantar a la gente. Desde muy niño, recuerdo a mis tíos, como si tuvieran el don del flautista de Hamelín, recorriendo el centro de la ciudad seguidos por cientos de personas que les jaleaban y aplaudían con entusiasmo. Eran unos fenómenos y sabían transmitir el verdadero espíritu del carnaval a la ciudad.

Sería por esa fascinación que me provocaba verles, y el entusiasmo con que les animaban los transeúntes, las muestras de cariño que recibían de sus paisanos, que yo traté de imitarles en el colegio. Mi tía Loli, la mujer de mi tío Juan, me propuso mil veces formar parte de su murga, pero a mí, como era un niño muy vergonzoso, ni se me pasaba por la cabeza. En el colegio era diferente, me sentía arropado entre los compañeros y no tenía que enfrentarme a las multitudes que llenaban las calles en esos días de carnaval en mi ciudad.

Aquella impaciencia con la que esperábamos a que llegaran esas fechas es uno de los recuerdos más bonitos, más vivos y dulces de mi infancia. Escribíamos nuestras propias letras sobre las melodías de las canciones que estaban de moda en la radio. Nos ayudaban a hacerlas los mismos profesores, y en ellas contábamos las cosas que sucedían en el colegio. Entre los seis y los diez años, me convertí en un gran letrista, desde semanas antes me enfrascaba en la composición de las canciones con la ilusión infantil de quien tiene la certeza de estar llevando a cabo una importantísima misión. Hice muchas, era divertidísimo.

Además, tenía la suerte de que mi madre, como cosía tan bien y tenía tanto arte, siempre trataba de confeccionarme el mejor disfraz, y casi siempre lo conseguía. Yo cantaba y tocaba el tambor, me gustaba la percusión, llevar el ritmo y ser, por decirlo de algún modo, el gran animador de la fiesta.

En quinto de E. G. B. mi clase ganó el concurso de murgas del colegio. Todavía conservo esas fotografías, yo en primera fila, con mi pelo rubio y mi tambor, el más bajito de entre los compañeros, el más infantil... Tardaría mucho aún en despuntar, tanto en estatura como en mi vocación por la música. La gran sorpresa fue que, tras el premio, nos eligieron a varios, supongo que a los que mejor entonábamos, para grabar nuestras canciones. Fue la primera vez que entré en un estudio de grabación y quién me iba a decir que años después lo iba hacer tantas veces como solista.

Aquel local estaba en la calle Murcia y me imagino que sería muy modestito, pero a mí me pareció fascinante, la puerta de entrada hacia el universo que yo quería explorar. Nos pusieron un micrófono en el centro del corro y todos los niños nos arrancamos a cantar varias canciones de la mejor manera que sabíamos, con un profesor, Rafael Florido, acompañándonos con la guitarra. No sé por dónde puede andar ahora esa maqueta, pero me encantaría poder recuperarla.

UNA ESCOBA POR MICRÓFONO

Es cierto que la época de carnavales, ese júbilo tan contagioso que invadía toda la ciudad me servía como desinhibición, me ayudaba a soltarme, a fantasear con la música y mi vocación de cantante, pero bien es cierto, y lo repito, que fui siempre un niño muy tímido, reservado, con cierto sentido del «ridículo», que ejercía en mí un efecto paralizante. Me gustaba mucho cantar, pero solo lo hacía en casa, encerrado en mi habitación, nunca delante de los demás. Me daba vergüenza mostrar en público lo que sentía a través de la música. Pero mi madre, que me oía, y toda mi gente, que lo sabían, siempre esperaban agazapados a que llegara una ocasión especial, como la boda de un familiar, una comunión o una reunión entre primos: «¡Venga, que cante el niño! ¡Cántate algo, David!». No fallaba. Pero yo no lo soportaba, me daba muchísimo coraje, me hacía rabiar. De repente, sentía un calor que me subía por las mejillas, me ponía colorado y hundía la cabeza en el pecho del bochorno que me invadía.

Y lo mismo me sucedía cuando llegaba al taller de costura donde mi madre trabajaba esporádicamente, en los almacenes Marín Rosa, tan conocidos en la ciudad, en pleno corazón del Paseo de Almería. En cuanto me veían entrar por la puerta, sus compañeras me pedían que cantara. Y entonces sí que hubiera agradecido al cielo que me tragara la tierra, pero me armaba de valor y, con mi vergüenza a cuestas, hacía una mínima demostración esperando, como cualquier chiquillo, la recompensa final: entre todas hacían una colecta y me daban veinte durillos para poder irme a comprar chucherías. Suelo decir, entre bromas, que ese fue el primer dinero que gané con la música.

Lola, una de las costureras, era la que siempre le insistía a mi madre en «el arte que tiene el niño». Mi tono de voz, su color, les parecía especial. Aún no era consciente de si lo hacía bien o mal, simplemente recuerdo la sensación de disfrute, el convencimiento de que aquello me apasionaba. En cuanto podía, cogía una escoba, un cepillo de peinar o cualquier objeto que simulara un micrófono y me ponía a cantar delante del espejo del armario de mi habitación.

Antes había estado un rato con el radiocasete y, parando y arrancando la cinta una y otra vez, me había escrito las letras de las canciones para aprendérmelas. Jugaba a que ese era mi trabajo. Y cantaba absolutamente todo lo que escuchaba, lo que fuera. Se me daban muy bien incluso las sevillanas, que, aún no sé por qué, siempre me han provocado cierto pellizco, las he cantado con sentimiento, con un regusto personal. Las de María del Monte, las de El Turronero...

Años después, cuando empecé a actuar en la orquesta, tuve que adaptar mi voz y mi estilo a todo tipo de géneros musicales. Y probablemente sería por eso, por esos juegos de infancia en los que todo me valía, que conseguí esa versatilidad. Desde la copla, imitando a mi paisano Manolo Escobar, hasta la rumba y las canciones modernas, puedo decir coloquialmente que en el escenario cantaba «lo que me echaran». Otros compañeros se encasillaban en géneros muy concretos, pero Rafa, el de los teclados, decía que yo era un todoterreno, el más moldeable y dúctil de todos.

En esos últimos años de la infancia ya sentía la necesidad de expresarme cantando, de sacar de dentro todo lo que la música me hacía sentir. Pero seguía teniendo un hándicap: la vergüenza. Haciendo un gran esfuerzo económico que siempre apreciaré, mi madre llegó a plantearme dar clases de guitarra, y sin embargo, no quise ir. De nuevo aparecía la vergüenza con su efecto paralizador. Y mi tía María, una hermana de mi padre, no cejaba en su empeño de presentarme a alguno de los concursos infantiles de música que había en esa época en televisión, desde Veo, veo hasta Lluvia de estrellas. Siempre estaba con eso, era su cantinela habitual y, cada vez que lo decía en casa, me negaba rotundamente. Insistía tanto que acababa siempre por enfadarme y, desairado, me iba a mi habitación para que me dejaran tranquilo. Porque es verdad que sabía cantar, sí, pero quería hacerlo solo para mí, no «para hacer el ridículo en la tele», que era lo que me repetía a mí mismo que podía pasar en el caso de que me hubieran llevado.

La timidez me acompañaba a todas partes como una incómoda sombra, no solo hacía su aparición en mi relación con la música y mi exposición al público. Incluso en el colegio. Tengo muy buenos recuerdos de mis años de escuela, pero nunca fui de los más populares de la clase. Estaba más cerca de los tímidos que de los líderes o los adelantados. Francamente, pasaba desapercibido.

El colegio Francisco de Goya era donde también habían estudiado mis hermanos mayores. Durante dos años coincidí con mi hermana María del Mar, que era quien me llevaba; hasta que después pasaron al instituto y me iba yo solo caminando desde mi casa hasta el barrio de La Molineta, donde estaba el centro. La distancia era larga, así que me tenía que quedar allí a la hora de comer y en esos lapsos de tiempo en los que la mayoría de los niños descansan en sus casas y solo unos pocos teníamos esa condición especial de «media pensión», no me costaba trabajo encontrar amigos. Era tímido pero bastante sociable, abierto para los demás. Pedro, que era hijo de un profesor que también entrenaba al equipo de fútbol del colegio, era el mejor de todos, al que tenía más cariño.

Reconozco ahora que lo miro con la distancia y reposo que dan los años que nunca fui muy buen estudiante, era más inmaduro que el resto, más infantil. Sería por esa timidez, o porque era demasiado sensible, pero la cuestión es que me costaba participar en las actividades, asumir cualquier tipo de liderazgo. En cambio, las veces en que me lo proponía en firme, sí fui capaz de sacar muy buenas notas. Por ejemplo, en Matemáticas, que era la asignatura en la que más empeño ponía. Hasta pedía yo mismo salir a la pizarra sin acordarme de la timidez.

Con el deporte me ocurría lo mismo. Desde niño he tenido mucha facilidad para casi todo, he sido atlético y tenía facilidad y coordinación para el ejercicio, lo que supongo que también es herencia de mi padre. Tenía unas facultades innatas y ya desde pequeñito, por ejemplo, jugaba muy bien a las palas en la playa. Viéndome darle a la pelota, a mi madre también le tentaba la idea de hacerme probar en alguna escuela de tenis. Pero, aunque me gustaba, no quise nunca ir a dar clases de ningún tipo por ese miedo visceral al ridículo.

Cuando lo pienso, entiendo que aquella actitud era simplemente una tontería de crío sobre la que no reflexionaba y a la que no le puse empeño por superar. Veo ahora a mis sobrinos, cómo disfrutan haciendo de todo, y aprecio la diferencia que hay entre los niños de antes y los de hoy, que tienen menos complejos. Y me da rabia, por ejemplo, haberme negado a apuntarme a un equipo de fútbol, que también se me daba muy bien, y no haber disfrutado de esa experiencia como todos los demás amigos del barrio.

Porque mi barrio era un paraíso para los niños, se jugaba en la calle sin problemas, y el fútbol era la manifestación diaria de la alegría infantil de aquella zona de la ciudad. Nací en un barrio cerca del centro de Almería, en un área más o menos nueva al otro lado de la Rambla Belén. La puerta del edificio donde vivíamos daba a la calle Granada, por donde pasaba mucho tráfico y no se podía jugar, pero justo detrás había una calleja que llevaba a una zona cerrada, una plazoleta muy amplia donde los chavales nos hicimos los dueños del terreno. Aquel era nuestro territorio y el barrio pareció entenderlo así.

Allí jugábamos a multitud de cosas, durante horas y horas, pero, sobre todo, nos entregábamos al fútbol. Pintábamos con tiza una portería en una pared y la otra, sobre la puerta de la cochera de un vecino, que siempre se enfadaba por el ruido de los balonazos en la chapa. Había piedras, escombros, supuestos peligros que hoy en día no pasarían controles de seguridad y que serían el temor de los padres..., pero allí nunca pasó nada. Los partidos eran larguísimos y nunca nos cansábamos. Con el tiempo, casi todos mis amigos entraron a jugar en equipos del barrio, como el Oriente o Los Ángeles. Posiblemente, podría haber entrado con ellos yo también, porque éramos más o menos del mismo nivel, pero, como digo, nunca me atreví.

Y ya que hablamos de fútbol, por si alguien siente curiosidad, no tengo pudor en confesar que me mueven los colores del Barça. Como a mis padres y mis hermanos. Pero, por encima de clubes y nacionalidades, más que de un determinado equipo, me siento un apasionado del fútbol en general, como deporte, como hermanamiento y escuela desde la que aprender grandes lecciones de vida: la lealtad, el compañerismo, la sana competitividad...

VERANOS AZULES

Aquel barrio almeriense en el que crecí era maravilloso, un entramado de calles estrechas que formaban el pequeño universo sobre el que giraba mi mundo. Un barrio de gente humilde y trabajadora, muy solidaria, siempre pendiente del vecino al que había que ayudar. En el momento en que entraba por la calle Cantavieja, la que daba a la plazoleta, ya me encontraba con todos los vecinos y con todos los amigos, que éramos como una gran familia.

Los chavales nos reuníamos en los portales de las casas. Si hacía mal tiempo, nos quedábamos a cubierto, jugando con cromos de coches y futbolistas. Y si lucía el sol, como casi siempre sucede en Almería, nos desplegábamos por las plazas y los callejones a correr y a desfogarnos. Hablo de mi barrio y su recuerdo me inspira una especie de País de Nunca Jamás y yo, un niño que como Peter Pan, nunca se haría adulto. Mi infancia fue paradisíaca, nunca tuve prisas por crecer.

Almería ha cambiado mucho, ha mejorado y ha crecido de una manera exponencial en los últimos años, pero en aquella época, aunque no estaba tan bonita, la ciudad tenía mucho sabor, un encanto y cierta decadencia que la hacían única. Recuerdo el paseo marítimo cuando aún era todo de tierra, y la Rambla, que no era más que eso, un cauce seco por donde nunca se veía pasar el agua y en el que todo el mundo aparcaba sus coches. Hoy en día es la flamante Avenida Federico García Lorca.

Los niños teníamos mucha libertad para movernos. Nos gustaba coger las bicicletas en grupo y soñar que éramos los protagonistas de Verano azul. A veces alcanzábamos hasta la playa y nos repartíamos en grandes pandillas diseminadas como montones humanos sobre la arena. Los padres se despreocupaban de nosotros, sabiendo que casi siempre nos tenían a mano, que la ciudad era entonces una burbuja de tranquilidad donde no cabía el peligro.

Otro de nuestros refugios infantiles era el portal de Javi, punto neurálgico de nuestras reuniones. Estaba al lado del bar donde mi padre echaba todas las tardes la partida de dominó. Y si se me antojaba algo de casa, solo tenía que dar quince pasos desde la plazoleta y me arrimaba a la ventana de la habitación donde trabajaba mi madre, que estaba en la entreplanta. Desde allí, me alcanzaba la merienda cada tarde.

Y así fui creciendo, en la calle, sabiendo quién era el dueño de la panadería, el de la droguería, el del puesto de chucherías, reconociendo a mi entorno y reconocido por él... He tenido una infancia feliz, rodeada de gente honesta y trabajadora, disfrutando de la compañía de muchos amigos que todavía siguen viviendo en el barrio.

Alguna vez, siendo ya conocido como cantante, no he podido evitar la tentación de volver a recorrer las calles del paraíso de mi infancia. Un día lo hice subido en mi moto, sin querer quitarme el casco, como si pudiera ser, por un rato, un mero observador anónimo de mi propio pasado, y así poder ver más tranquilamente cómo ha cambiado la zona y recordar tiempos felices. He sentido mucha nostalgia. No me he atrevido aún a pasear de nuevo a cara descubierta por allí por miedo a que se forme algún tumulto, pero, ahora que me estoy atreviendo a volver a hacer una vida medio normal, quizá algún día lo haga... Necesito estar en contacto con las personas y los paisajes que he amado.

Otra imagen de Almería que guardamos todos los que hemos crecido allí es la de la playa, El Zapillo, que está en la misma ciudad y que era, y sigue siendo, muy familiar. Allí me pasaba todo el verano, desde por la mañana hasta que anochecía. La playa era el lugar perfecto en el que pasar esas tardes eternas, de horas blandas y chicharra en que se convierten los veranos infantiles.

Mi padre se encargaba de coger sitio a primera hora y de cargar las mesitas, las tumbonas, la nevera, las sombrillas... y la radio, por supuesto, que nunca faltaba. Aquello se parecía más bien a una excursión o un campamento de verano y, mientras tanto, mi madre había hecho la comida y la había metido en fiambreras de todos los tamaños: pollo en salsa, tortilla española, filetes empanados... Aún me relamo al recordarlo. Como también nos reuníamos con el resto de primos y tíos, entre las mujeres de la familia se ponían de acuerdo para llevar varias cosas de comer cada una. Y, si no, nos íbamos todos al quiosco de Rosita, donde ponían unos jureles a la plancha riquísimos, recién pescados.

Mi padre nos bajaba en el coche, aquel Simca 1200 que era de los más antiguos que había en el barrio pero que a mí me encantaba, y luego en su Opel Kaddet, el coche que se compró cuando prosperó en los negocios y nos fue mejor en casa. Aparcaba en una calleja, a la sombra, y desde ahí, todos cargados, nos bajábamos a la arena. A veces venían también mis abuelos, que permanecían como petrificados en una silla, debajo de una gran sombrilla que mis tías les colocaban y huyendo del alboroto de los niños y el calor.

Como mis hermanos ya iban a su aire y tenían sus propias aventuras adolescentes, la playa era para mí el espacio de amistad con mis primos Héctor y Carlos, los hijos de mi tío Pepe, que es hermano de mi madre y que en verano se trasladaba a vivir justo al lado de la playa. Qué suerte tenían. Siempre fui tremendamente inquieto y jugábamos al fútbol y a las palas sin parar, cuando no nos daba por recorrernos a pie la orilla entera, desde el cable inglés, el viejo cargadero de mineral del puerto que es uno de los emblemas más importantes de la ciudad, hasta el lugar donde habíamos clavado las sombrillas, que era siempre el mismo y estaba bien lejos. Y después de haber nadado, andado y jugado toda la mañana, o de pasarnos metidos horas y horas en el agua, arrugados como garbanzos en remojo, mi madre nos reunía a todos a un golpe de voz y acudíamos como lobos hambrientos a comer debajo de las sombrillas.

A veces, pocas, íbamos también a otras playas de las muchas que convierten el litoral almeriense en un verdadero paraíso junto al Mediterráneo, pero, me imagino que por comodidad y cercanía, mi familia siempre optaba por El Zapillo; el mismo escenario que visité con mis amigos de adolescencia y por donde paseé descalzo con mis primeros amores. La playa de mi vida.

MI ÍDOLO, INDURÁIN

A principios de los noventa mi vida dio el primer cambio importante. Dejé el colegio, esa especie de refugio donde uno siente que nada malo le puede ocurrir, y pasé a estudiar en el instituto de bachillerato Al-Ándalus, que era mixto y estaba en la parte de arriba de la Rambla, cerca de la plaza de toros. Toda una revolución para un niño que amaba sentirse protegido por su entorno. Allí estudiaron mis hermanos, y allí, por pura inercia, también tenía que estudiar yo. Aunque no lo tuviera muy claro, era mi obligación.

Sin embargo, los mejores ratos de entonces los pasaba fuera de los muros grises del instituto, pescando con Jose Mari, al que desde niño le he tenido siempre una profunda admiración. Mi hermano ha sido para mí un modelo a seguir. Sabía hacer de todo, era muy inteligente, habilidoso y tenía ese halo de héroe que tan bien cultivan los hermanos mayores. Incluso para pescar tenía una facilidad y una habilidad asombrosas.

Cuando aún se podía pescar en el puerto de Almería, muchos atardeceres me iba con él hasta el faro. Antes habíamos comprado la carnada y las bogas, una suerte de anzuelos enormes, con un pelo del 120. Cuando teníamos ya todo preparado, Jose Mari se zambullía en el agua con su traje de neopreno y sus gafas y esperaba a que yo le lanzara las lienzas, que eran por lo menos treinta. Él las cogía y se sumergía con ellas a bucear en apnea, para buscar cuevas a siete u ocho metros de profundidad y dejar dentro el cebo. Desde arriba, yo le hacía a la lienza una coca, un nudo especial con el que se sabía cuándo picaban los peces. Nos íbamos de allí cuando anochecía, y a la mañana siguiente, muy tempranito, volvíamos a recoger lo que hubiera caído. Así hemos llegado a pescar meros de siete kilos y medio. Y no exagero, tengo fotos que lo acreditan y que me gusta enseñar, presumido y orgulloso de las hazañas de mi hermano mayor. Me encanta de él que siempre está probando e inventando nuevas técnicas de pesca, la mayoría de ellas muy efectivas.

Pero por aquel entonces, a pesar de los ratos de hermandad junto al mar, el deporte que más me gustaba era el ciclismo, el único que he practicado como federado. La afición se me despertó viendo a Miguel Induráin en televisión aquellas célebres horas de la siesta del mes de julio. Ya me había llamado la atención hacía años, de niño, con Perico Delgado, pero las victorias de Miguelón en el Tour me acabaron aficionando hasta el tuétano. Esa manera que tenía aquel navarro de subir las pendientes de los Alpes y de los Pirineos, el Alpe d’Huez, el Tourmalet... era asombrosa.

Como les ocurrió a muchos chavales que despertábamos a la adolescencia en aquellos años, yo quería ser igual que Induráin. Y durante mucho tiempo estuve recortando y pegando en mis carpetas todas las fotos suyas que me encontraba en los periódicos y en las revistas. Años después le pude conocer en una clásica de Almería, en un día que nunca olvidaré, pero mucho antes de tener la suerte de compartir con él una aventura también inolvidable.

Me apasioné tanto con el ciclismo que, con mucho esfuerzo, ahorrando durante meses un pequeño pellizco de mi paga semanal, me compré una bicicleta de carreras, una Zeus, la mejor que había entonces en el mercado. Al principio salía yo solo a la carretera, pero un día coincidí pedaleando con el que todavía es hoy mi mejor amigo, Indalecio, al que todos llamamos Ito, que ya estaba en un equipo ciclista.

Empecé a entrenar todos los días con él, al principio los dos solos. Ito estaba saliendo de una lesión y llevaba un ritmo asequible para un principiante como yo. Pero ya más tarde me recomendó a su entrenador personal... Fue todo un reto, ir viendo cómo me superaba, cómo iba mejorando y creciendo como ciclista. Así fue como ingresé en su equipo, el Yoplait, la conocidísima marca de yogures que lo patrocinaba y que precisamente tenía la fábrica principal en Huércal, un municipio de la provincia de Almería muy cercano a la capital.

Entré con quince años y durante dos temporadas corrí en las categorías de juvenil de primer y segundo año, pero no participé en muchas carreras. Tampoco gané ninguna. Era uno de los gregarios del equipo, un recadero que llevaba los bidones de agua a los compañeros. La verdad es que físicamente tardé mucho en desarrollarme, era delgado como un junco, frágil y rubio, infantil e inmaduro comparado con los otros chicos de mi edad. Tengo que confesar que tampoco me puse del todo en forma para competir en serio. Nunca comprendí muy bien el método de entrenamiento, ni tuve disciplina para cumplir una dieta.

Esa fragilidad física llevaba implícita también ser un niño enfermizo, que se ponía malo con mucha frecuencia. En esa época, concretamente, me diagnosticaron la enfermedad del beso. Se me inflamaron el bazo y el hígado y tuve que dejar el ciclismo durante un tiempo. Los médicos me prohibieron tajantemente coger la bicicleta porque corría el riesgo de que en alguna caída me reventara alguno de esos órganos. Lo recuerdo como una pesadilla.

Cuando me curé y volví al equipo, participé en el campeonato de Almería, una carrera que también era puntuable para la competición de Andalucía. La etapa fue muy larga, pero yo la hice muy tranquilo, sin apurar demasiado y sin sentirme nunca cansado, hasta llegar a la meta, que estaba en una calle del municipio costero de Roquetas de Mar. Cuando me bajé de la bici, Juande, el entrenador, me dio la enhorabuena, pero yo no sabía por qué. Me tuvo que anunciar él, porque yo no me había dado cuenta, que había llegado el quinto entre los corredores de Almería y el segundo de mi equipo.

En realidad, aunque era menudo y con poca consistencia muscular, tenía mucha potencia sobre la bicicleta. Creo que hubiera sido un buen esprínter, más que escalador. Juande era un currante nato que amaba el ciclismo, y se documentaba como podía para poder entrenarnos con toda su buena fe, pero yo no terminé de entender muy bien qué era lo que tenía que hacer para mejorar... Los sacrificios no me daban resultado y, cuando era consciente de ello, me invadía el desánimo. Recuerdo alguna carrera en la que iba con un plato de cincuenta y dos dientes bajando por una pendiente enorme, sin que me dieran las piernas para más, mientras otros rivales me pasaban de largo como rayos. Era desolador.

Y eso que le presté toda mi atención durante unos años. Era el centro de mi actividad diaria y, nada más terminar las clases en el instituto, comía rápido para irme a entrenar antes de que se hiciera de noche, en vez de hacer los deberes o estudiar para los exámenes. Aquel esfuerzo diario era enorme y me quitaba mucho tiempo, pero no progresaba lo suficiente como para sentirme motivado. Así que de ese amor por el ciclismo pasé casi a aborrecerlo. Definitivamente, abandoné la bicicleta cuando estaba a punto de cumplir los diecisiete años.

Ahora que lo conozco con más profundidad y que tengo amigos que han sido profesionales y me lo han explicado mejor, es cuando he entendido muchas más cosas del ciclismo. Si hubiera tenido todo ese conocimiento entonces, seguro que hubiese rendido de otra manera. Mi amigo Ito tardó más que yo en dejarlo. Pero también acabó por darse cuenta de que, a ese ritmo, era imposible llegar a lo que hacían muchos de los que competían con nosotros, que incluso tenían entrenadores personales y pedaleaban como motos por las carreteras.

REPETIDOR Y LIGONCETE

Supongo que en esas decisiones tan variables que tomaba, tan apresuradas y poco reflexivas, contaba mucho el hecho de estar en plena adolescencia, ese tiempo en que no sabes qué camino tomar para enfrentarte al mundo. Lo bueno es que la timidez parecía irse alejando de mí progresivamente... Y empecé a tener cierto éxito con las niñas. Había formado un nuevo grupo de amigos con los compañeros del bachillerato y con ellos me estrené en ese amago de libertad que es la iniciación en la vida nocturna, esa sensación de descubrir nuevos mundos, de llegar tarde a casa, etc. Nos gustaba explorar los bares de moda de las Cuatro Calles de Almería, algo que no hubiera podido disfrutar de haber seguido sacrificado con el ciclismo, como le pasaba a Ito.

Debe ser algo normal a esa edad, pero seguía desorientado y sin acabarme de definir en nada. Iba al instituto por obligación, porque me lo impusieron mis padres, pero no porque realmente tuviera asumido que había que formarse para buscarse un buen futuro, algo que sí pensaban ya algunos de mis compañeros.

Con el ciclismo, que tanto me fortaleció físicamente, yo mismo me imponía una disciplina que no aplicaba en los estudios. El caos hormonal y mental de la adolescencia fue in crescendo hasta hacerme repetir curso, en segundo de BUP. Sin embargo, cómo sería de arbitrario mi sentido de la responsabilidad que al año siguiente, justo en las mismas asignaturas que había suspendido, saqué unas notas extraordinarias. Con otra confianza en mí mismo, y con algo más de madurez, empecé a disfrutar de las ciencias, que me gustaban mucho, sobre todo las Matemáticas, la Biología y la Geología. Y también las actividades de laboratorio. Yo mismo me asombré del cambio. ¿Pero cómo me podía haber perdido todo eso el año anterior?

Es curioso cómo cambia la imagen que tienes de las personas que te rodean en función del momento vital en el que te enfrentas a ellas. Ahora que miro hacia atrás, veo que aquel profesor al que no soportaba era buenísimo y explicaba las materias de maravilla. Y la Historia, que era una asignatura que odiaba con todo mi ser, ahora me parece fascinante. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo para hacer caso a tantos buenos maestros que tuve... Me genera una enorme frustración haber dejado pasar todas esas oportunidades que me brindó la educación a la que tuve acceso y que no quise aprovechar.

En definitiva, la apatía adolescente y la desorientación en la que me sumí acabaron haciéndome perder la ilusión por seguir estudiando. Pensaba entonces que había sido culpa del ciclismo, incluso quise hacer responsable a alguna novieta a la que mi madre acusaba de haberme «echado a perder». Pero no era real. La única verdad es que aún era un inmaduro que no sabía lo que quería. Atravesaba por eso que de toda la vida se ha llamado «la edad del pavo».

La otra cara de la moneda, sin embargo, fue que gané en confianza, y ese año en que repetí curso ya empecé a notar que tenía tirón entre las niñas de mi clase, un año más jóvenes que yo. Parecerá una frivolidad, pero sentir la aprobación de mi entorno y sentirme líder en algún aspecto de mi vida diaria me dieron una inyección de moral... Le di una patada a la timidez y fui soltándome a pasos agigantados... Hasta descubrí lo bien que se me daba contar chistes, y pronto me convertí en uno de los ligoncetes del grupo.

Empecé a ser un buen observador: cuando íbamos a un pub o a una discoteca, yo me apoyaba en la pared mientras echaba una ojeada. Si tenía suerte de que se acercara alguna niña, intentaba desplegar mis encantos a base de buena conversación y sentido del humor. Y se acercaban, que conste, aunque pensaba más bien que era cuestión de suerte. Mi estrategia era esa: observar, dejar que se acercaran y verlas venir... Y es que aún no era tan seguro como me creía, me daba pánico dar yo el primer paso y que me dijeran que no. En el fondo, seguía siendo un tímido, aunque hubiera roto ya algunas barreras.

Fue entonces cuando volví a reencontrarme con la música. En el equipo ciclista me llamaban Camarón, porque cuando entrenábamos siempre iba cantando flamenco sobre la bici. Como me encantaba hacer el payaso, a veces al parar en los semáforos, me daba por echarles una coplilla a las señoras que pasaban... Ellas me desbordaban con sus piropos, y mis compañeros —porque para eso lo hacía— se morían casi literalmente de la risa.

En el instituto me apunté a unas clases de flamenco que pusieron como segunda actividad. Puede parecer extraño, pero las impartía el profesor de Biología, que era aficionado al cante y tocaba la guitarra. Nos enseñó los palos básicos y yo intentaba seguirlos con la voz. Era solo una hora a la semana, pero aquello me motivaba más que cualquiera de las asignaturas obligatorias. Podría haber elegido Informática u otra materia de las que daban en aquellos talleres, pero, sin pensarlo siquiera, yo elegí la música.

CANTÁNDOLE A LAS PLANTAS

Hubo un tiempo, durante el paso de la infancia a la adolescencia, en que me olvidé de la música, quién sabe si por que me atraían más los deportes o me divertía más con la pandilla. El caso es que dejé de cantar en mi habitación durante dos o tres años. Hasta que una tarde de invierno, aburrido por casa, y movido por un pálpito que no sabría muy bien explicar, me dio por volver a hacerlo. La música seguía latiendo dentro de mí, pero cuando canté de nuevo ya no reconocí mi voz, no era la de antes. Había muchas canciones que no me salían igual de bien, no llegaba a algunos tonos agudos ni era capaz de hacer los mismos giros. Y me sentí impotente. Creía que había perdido mi habilidad.

Sin embargo, lo único que sucedía es que mi garganta también estaba cambiando, como todo mi cuerpo, como mi mente; y aún no me había dado tiempo a explorar mis nuevas facultades. Tuvieron que pasar unos meses para que empezara a reconocerme en mi nueva voz. Y entonces sí que volví a convertir mi cuarto en una gran sala de conciertos, ya solo para mí, porque mi hermano Jose Mari se había independizado y me había dejado en herencia una habitación con aspiraciones a estudio de grabación.

Aparte de la música que siempre había escuchado, y sin olvidar las raíces de mi tierra andaluza, empecé a disfrutar con las novedades, nuevas incorporaciones que iban agrandando mi archivo musical. Y lo mismo cantaba por Camarón que por Sergio Dalma. Pero lo mejor de todo es que empecé a sentir e interiorizar las letras. Y notaba que, según qué melodía, las canciones podían invadirme con su tristeza, hacerme creer en el amor o colmarme de alegría, estados de ánimo que las canciones transformaban en mi interior más que ninguna otra cosa. Y así, cuando cantaba, era capaz de viajar desde las ganas de reír a las de llorar en apenas un momento. Me emocionaba escuchando mi propia voz. Puedo decir que fue ahí cuando la música me enganchó ya para siempre.

En 1995, cuando terminé segundo de B. U. P., dejé el instituto. No quise seguir estudiando, pero tenía que hacer algo para organizar mi futuro laboral. Así que decidí prepararme para ser guardia forestal, una profesión que entonces, por aquello del contacto con la naturaleza, me llamó mucho la atención.

Almería es una provincia muy bella, de una potencia natural y paisajística excepcional. Aunque parece desértica, no lo es tanto. Tiene parques naturales realmente extraordinarios, sobre todo el cabo de Gata, con un entorno de playas casi salvajes y sin urbanizar: la Isleta del Moro, la de los Muertos, Mónsul, la cala de la Media luna, Carboneras, Las Negras... La mayoría son espacios protegidos, y por eso pensé que allí podría desarrollar un interesante trabajo como guarda forestal. Y no solo en la costa, sino en sus paisajes de interior, como la sierra de los Filabres, Castala o la sierra de María.

Así que decidí matricularme en una escuela-taller del Ayuntamiento de Almería para diplomarme en la materia, una especie de formación profesional en jardinería. Me pasaba horas estudiando la teoría con verdadero interés: los trasplantes, las germinaciones, los tipos de tierra y de semillas, los esquejes, los injertos... Me pareció un excelente descubrimiento.

Cuando nos llevaron al vivero tuvimos que ordenar y cuidar una parcela de ficus que estaba muy abandonada. Era una especie de prueba de cara a nuestra contratación en el Ayuntamiento. Tuvimos que trasplantar los ficus y hacer unas zanjas muy bien medidas para sembrarlos, y luego podar las palmeras pequeñas que se iban a llevar a un parque. Y no lo hice nada mal, porque, de alguna manera, aquella prueba hizo sacar a flote mi vena artística.

El caso es que finalmente conseguí un contrato como jardinero. Al principio, no terminaba de encontrarme a gusto, empecé a considerar que si lo que en realidad me atraía de cara al futuro era convertirme en guarda forestal, trabajar en los parques de la ciudad —que era a lo que me dedicaba— no guardaba ninguna relación con este objetivo. Donde tenía que estar era en el monte o en las playas, con mis prismáticos y mi sierra mecánica. Pero, no, mi trabajo como jardinero consistía en repoblar los jardines de Almería. Y todos los días salíamos del vivero transportando árboles al Paseo o al parque Nicolás Salmerón, dentro de los trabajos de reforma del centro que estaba llevando a cabo el Ayuntamiento.

Me fui sintiendo mejor con el paso de los días. Le ponía pasión y se me daba bien todo lo que hacía con las plantas. Incluso me quedé de encargado del grupo de trabajo cuando mi amigo Jose, uno de los que mejor trabajaba, estuvo de baja por una lesión. Pero lo que más me gustó fue estrenarme en el placer y la satisfacción personal del primer sueldo, la primera nómina, el primer «dinerillo»... No mucho, pero sí suficiente para no tener que pedir en casa y sentirme, por primera vez en mi vida, independiente.

Con ese optimismo, sintiéndome más estable y más seguro en la vida, mi relación con la música también se afianzó. Me dio por cantar a todas horas: en el trabajo, con la pandilla, en la calle... Y siempre a capela. Empezó a convertirse en parte de mi encanto, de mi tirón con las niñas, evidentemente. Lo hacía solo para mí o para mis amigos, abriendo ya el abanico de mi exposición a los demás, pero siempre con ciertas reservas y poca gente delante. Nunca se me ocurrió pisar un karaoke.

Notaba que a todos les gustaba mi voz, que se quedaban atentos escuchándome. Y que cuando me pedían una canción determinada, sabía interpretarlas casi todas. La música seguía estando ahí, en el centro de mi vida, y ahora me estaba ayudando a encontrar mi verdadera personalidad. Sin que yo me diera cuenta, mi sueño más íntimo, el más oculto en mi subconsciente, iba camino de convertirse en realidad.

El trabajo de jardinero me gustaba, aunque la verdad es que nunca me llenó, no terminaba de sentirme realizado y tampoco me imaginaba pasar el resto de mi vida podando arbustos por los jardines. Y cuando, para salir de allí, ya había decidido presentarme a las oposiciones de guarda forestal, repentinamente, como si fuera una suerte de hada madrina, una mujer me hizo una proposición que terminó de descolocarme por completo.