INTRODUCCIÓN

VIDA Y OBRA DE ALEJANDRO CASONA

El día 23 de marzo de 1903 nacía en el pueblecito asturiano de Besullo, concejo de Cangas del Narcea (Oviedo), Alejandro Rodríguez Álvarez, más tarde conocido en el mundo de las letras con el seudónimo de Alejandro Casona. La elección de este seudónimo se debe a una circunstancia biográfica: sus padres, maestros en Besullo, vivían en una gran casa, destinada a escuela y vivienda habitual de los maestros. Los Rodríguez Álvarez eran conocidos en el entorno por este hecho, como explica el propio Casona:

Nací y me crié en una vieja casa solariega que, por ser la más grande de la aldea, es llamada por todos la casona. Es frecuente en las aldeas (donde por ser casi todos parientes, los apellidos se repiten mucho) distinguir a las familias por el lugar en que habitan: así se dice «los de la Fuente», «los del Valle», y, en mi caso, «los de la Casona». Al publicar mi primer libro destinado al público, decidí adoptar este seudónimo, que he empleado desde entonces y que ha llegado a sustituir a mi apellido, incluso en la vida de relación1.

Al fondo de la elección del seudónimo, el inmenso amor que Casona guardó siempre a su tierra natal. En Besullo vivió hasta los cinco años; en Villaviciosa, desde los cinco hasta los diez, cuando sus padres tienen que trasladarse a Gijón. Allí, en el Instituto Jovellanos, cursará los dos primeros años de bachillerato, y allí también asistirá por primera vez a una representación teatral2, hecho que le conmocionó fuertemente, según él mismo cuenta:

Entonces vi teatro por primera vez. Y eso me intranquilizó de un modo terrible, hasta el extremo de que no pude dormir. Había descubierto algo sensacional, un mundo maravilloso...3.

Otro acontecimiento importante para la vocación teatral de Alejandro Casona tiene lugar en Gijón: la lectura de La vida es sueño de Calderón, que le deslumbra y le incita a escribir obras para la representación escénica.

Tras un breve período de estancia en Palencia, y ya con el gusanillo del teatro dentro, se traslada Alejandro, junto con su familia, a Murcia, ciudad en la que vive entre los años 1917 y 1922. Estos años pasados en la ciudad del Segura son para él años de formación académica y teatral —allí termina su bachillerato, allí asiste a las clases del Conservatorio de Música y Declamación, allí comienza la carrera de Filosofía y Letras, allí escribe sus primeras colaboraciones en prosa o en verso para los periódicos locales, allí, en fin, comienza su loco y definitivo amor por el teatro4— vividos tan intensamente que llegará a decir: «Mis años de Murcia (quizá embellecidos por la distancia) están entre las cosas mejores de mi vida»5.

En 1922, quizá por imperativos paternos6, se traslada a Madrid para estudiar en la Escuela Superior de Magisterio, donde se hace inspector tras cuatro años de estudios. Durante estos cuatro años asiste no sólo a las famosas tertulias literarias de Pombo y del Café de Platerías, sino que no se pierde, en lo posible, ninguna de las representaciones teatrales que tenían lugar en los más prestigiosos teatros de la capital de España. Suponen también estos años el inicio de su trayectoria literaria: en 1926 ve la luz su primer libro de versos, El peregrino de la barba florida, aún firmado por Alejandro Rodríguez Álvarez; también en 1926 —año de su titulación como inspector— presenta en la Escuela Superior de Magisterio su trabajo de fin de carrera, «El diablo en la literatura y en el arte», donde da muestras ya de su interés por el diablo como personaje literario (en 1928, Alejandro Casona fue finalista de uno de los premios para autores noveles que organizaba el periódico ABC con una obra titulada Otra vez el diablo7).

Esta trayectoria comenzada durante los años de estudiante en Madrid continuará en el valle de Arán a partir de 1928, año en el que, habiéndose casado con su compañera de estudios Rosalía Martín Bravo, se traslada al pequeño pueblo leridano de Les para regentar su escuela. Esta regencia duró sólo tres años, pero para el dramaturgo fueron de los más felices de su existencia. Rodeado de silencio, con tiempo suficiente para leer confortablemente instalado ante la chimenea, Casona se entrega de lleno a una fecunda labor tanto en lo intelectual como en lo socio-cultural.

Allí [en el valle de Arán] fundé, con los chicos de la escuela, el teatro infantil «El pájaro Pinto», realizado a base de repertorio primitivo, comedia de arte y escenificaciones de tradiciones en dialecto aranés. Tuvimos éxito. Se entretuvieron los más chicos y quedó prendida en la mente de los mayores una lección, una enseñanza, un aletazo de imaginación8.

Ha encontrado ya en estos momentos Casona en el teatro el espacio donde conjugar arte y acción didáctica, entidades ambas estrechamente vinculadas en la dramaturgia casoniana, como tendremos ocasión de ver a lo largo de esta Introducción.

Además de teatro infantil, Casona escribe en Les su segundo libro de versos, La flauta del sapo9, primero de los publicados con el nombre de Alejandro Casona, una adaptación de la novela de Oscar Wilde El crimen de lord Arthur10, la traducción de Cuatro dramas en un acto de Augusto Strindberg y, con toda seguridad, La sirena varada.

Durante unos pocos meses de 1931 retorna Casona a su Asturias natal para ejercer el cargo de inspector de Enseñanza Primaria, pero unas oposiciones a una plaza de inspector provincial de Primera Enseñanza en la Inspección de Madrid, que ganó, lo enviaron de nuevo a la capital de España, donde fijaría su residencia hasta que en 1937, a causa de la guerra civil, se ve obligado a abandonar su patria.

Recién instalado en Madrid Casona y recién proclamada la República, el Gobierno crea el 29 de mayo de 1931, por decreto, el Patronato de Misiones Pedagógicas (el Decreto se publicó en la Gaceta del 31 de mayo de 1931). Dicho decreto establecía en el artículo 1.º que el objeto de dichas Misiones Pedagógicas era:

difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural11.

El Patronato de las Misiones Pedagógicas dedicó gran parte de sus esfuerzos a la sección denominada «Coro y teatro del Pueblo», en la cual participó Casona como director. En ella se ve realizada a plena satisfacción y con incansable entusiasmo la doble vocación casoniana: la del autor teatral y la del maestro. Cuando, años más tarde, en 1949, publica las adaptaciones que había hecho para este teatro ambulante, plasma en la Nota Preliminar sus sentimientos hacia aquella labor:

Durante los cinco años que tuve el honor de dirigir aquella muchachada estudiante, más de trescientos pueblos —en aspa desde Sanabria a la Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana— nos vieron llegar a sus ejidos, a sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una educadora experiencia.

Para este teatro, cuya última representación se celebró en un pueblo de la comarca de Sanabria en julio de 1936, escribió Casona dos piezas cortas: Sancho Panza en la ínsula y Entremés del mancebo que casó con mujer brava, que con Farsa del cornudo apaleado, Fablilla del secreto bien guardado y Farsa del corregidor, escritas durante su estancia en América, vieron la luz, como acabo de decir, en 1949, bajo el título de RETABLO JOVIAL, y que presentamos en este mismo volumen.

En 1932 ganó el Premio Nacional de Literatura con una colección de narraciones titulada Flor de leyendas, que constituye su única aportación a la prosa narrativa. Las catorce leyendas de que consta el libro no son creación del propio Casona sino adaptación de las más importantes y conocidas leyendas medievales tanto españolas como extranjeras. Destaca en su adaptación el lirismo de la prosa y la voluntad didáctica de acercar tanto a jóvenes como a adultos estas joyas de la cultura universal.

Al año siguiente, 1933, presenta La sirena varada al Premio Lope de Vega, y lo gana, estrenándose la obra en el Teatro Español el 17 de marzo de 1934. Este éxito le decide a hacer del teatro su única profesión, y así irá estrenando sucesivamente, antes de su obligada partida hacia América, Otra vez el diablo (1935), y Nuestra Natacha12 (1936), que constituyó un verdadero éxito, y gracias a la cual adquiriría su autor el gran prestigio que le acompañó, por todo el mundo, hasta su muerte.

El estadillo de la guerra civil —julio de 1936— vino a interrumpir la actividad teatral española, por lo que Casona, junto a la Compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado, emprende una gira artística —que duraría dos años, de 1937 a 1939— por diferentes países del continente americano: México, Cuba, Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Perú, Chile y Argentina.

A pesar del continuo vaivén a que se ve sometido en esta gira, no deja Casona de producir obras teatrales, que va estrenando en los diferentes teatros de Hispanoamérica por los que va pasando. Así, Prohibido suicidarse en primavera, escrita al parecer en el barco que traslada a la Compañía a América, se estrena en México en el mismo año de 1937; en La Habana (1938), una nueva versión de El crimen de lord Arturo; en Caracas, también en 1938, Romance de Dan y Elsa (luego Romance en tres noches); en Montevideo (1939) Sinfonía inacabada.

Allí por donde pasa, Casona deja constancia de un incansable bullir intelectual, compaginando su quehacer de autor —y en ocasiones de actor13— teatral con la lectura de incontables conferencias, entre las que destacan sus biógrafos las que tuvieron lugar en la Universidad de La Habana, Las mujeres de Lope de Vega, y en el teatro de la Comedia de la misma ciudad, Sugerencias acerca del amor: El Amor: Historia.—El Amor: Geografía.—El Amor: Psicología y Ética, durante 1938.

En 1939 Casona decide fijar su residencia en Buenos Aires, donde se instala junto a su mujer y su hija y donde verá llegar, uno tras otro, sus éxitos teatrales. Al margen de su ininterrumpida actividad como guionista de cine, colaborador radiofónico, articulista, ensayista, conferenciante, adaptador y traductor de obras ajenas, Alejandro Casona escribe, y estrena, hasta su regreso a España, esta extraordinaria nómina de obras, todas ellas, según alguno de sus críticos, de calidad admirable: Las tres perfectas casadas (1941)14; La dama del alba (1944); La barca sin pescador (1945); La molinera de Arcos (1947); Los árboles mueren de pie (1949)15; La llave en el desván (1951); Siete gritos en el mar (1952); La tercera palabra (1953); Corona de amor y muerte (1955); La casa de los siete balcones (1957); Carta a una desconocida (1957), y Tres diamantes y una mujer (1961).

Buena parte de esta labor escénica de veinticinco años será traducida a diversos idiomas —entre ellos el hebreo— y se representará en los teatros más importantes dentro y fuera de Europa.

El éxito internacional alcanzado por Casona no impidió que éste se viera asaltado frecuentemente por la nostalgia de su tierra natal. Esta nostalgia comenzó a hacerse insufrible a partir de 195616. La necesidad del regreso se va haciendo imperativa tras su breve escala en Barcelona —donde ve a su padre, ya muy anciano—durante un viaje a Francia y Portugal; tras el recuerdo fresco de la patria que le lleva su propia esposa, que visita España en 1958; y, definitivamente, tras su propia estancia en Madrid durante algunas semanas de 1961.

Por fin, en abril de 1962, la familia Casona abandona de forma definitiva Buenos Aires para fijar su residencia en Madrid, donde se representa el 23 de abril de ese mismo 1962 La dama del alba, con el mismo clamoroso éxito de público que tendrán las representaciones de La barca sin pescador (16 de febrero de 1963); Los árboles mueren de pie (18 de diciembre de 1963), o La casa de los siete balcones (29 de marzo de 1964). Una a una van representándose en España las obras que ya habían obtenido gran resonancia en los ámbitos teatrales extranjeros. Con estas representaciones, Alejandro Casona va reencontrándose con el público español, que, en honor a la verdad, le recibió con los brazos abiertos. No se necesitó mucho tiempo para que Casona se viera alzado a la cima de la popularidad: de todas partes se le llamaba para dar conferencias. Proliferaron las tesis doctorales sobre la vida y sobre la obra del dramaturgo asturiano; se le hacían múltiples entrevistas tanto en las revistas especializadas como en las de sociedad; se leían y representaban, por doquier, sus obras. Pero si la popularidad le acompañaba, la salud se negó a hacer lo mismo: una vieja dolencia cardíaca se le fue agravando y hubo de someterse a una operación quirúrgica en julio de 1965. La recuperación no fue posible y falleció, tras una nueva intervención, el 17 de septiembre de 1965.

EL CABALLERO DE LAS ESPUELAS DE ORO

La última de las obras escritas por Casona, primera que vio la luz en España tras su definitivo regreso en 1962, es EL CABALLERO DE LAS ESPUELAS DE ORO. Retrato dramático en dos tiempos, dividido en ocho cuadros17, cuyo personaje central es don Francisco de Quevedo.

De ella dice Federico Carlos Sainz de Robles que «es obra que se aparta radicalmente del resto de la producción escénica de Casona»18. La razón de este radical apartamiento hay que buscarla en la propia circunstancia histórica que como autor teatral tuvo que vivir, y vivir dramáticamente, Alejandro Casona a su vuelta a España.

La idea del regreso había sido obsesiva para el autor de La dama del alba desde mediados los cincuenta; en sus pensamientos ocupaban un lugar destacado no sólo los asuntos materiales —traslado, búsqueda de piso...— y de adaptación a la situación política de España sino también una honda preocupación por el lugar que le correspondería en el panorama teatral español de 1960. Era consciente Casona de que durante el cuarto de siglo que había permanecido desligado del quehacer escénico español debían haberse producido en éste cambios que podrían hacer peligrar el prestigio que como dramaturgo le había acompañado desde el estreno de La sirena varada y Nuestra Natacha.

Para cerciorarse, y precaverse, de los efectos de estos posibles cambios, durante una breve estancia en Madrid en 1961 hizo que su amigo Sainz de Robles le trazara, muy en detalle, el panorama del teatro español contemporáneo. No hay que dudar que tan sagaz crítico le haría ver que los autores españoles no habían permanecido estancados sino, muy al contrario, abiertos a todos los vientos renovadores que se habían levantado en los teatros mundiales de la posguerra. Le habría hecho observar, también, el fuerte compromiso que los dramaturgos más jóvenes tenían con la realidad inmediata, compromiso que había acarreado un sensible cambio de tono en el lenguaje de la escena, y en el modo de entender la propia función del teatro.

Durante esta misma estancia de unas semanas en Madrid —recordemos, en 1961—, Casona tendría oportunidad de asistir en directo al éxito clamoroso que estaban obteniendo las obras de Buero Vallejo pertenecientes al luego denominado «ciclo histórico»: Un soñador para un pueblo (1958) y Las Meninas, cuyo estreno estaba aún reciente (diciembre de 1960). Estas obras, según Ruiz Ramón, «toman sus materiales del pasado histórico sin intención ni empeño alguno de recrearlos históricamente, sino como trampolín o espejo y como mina de significaciones cara al presente y como “modelos” en el sentido que la sociología da al vocablo»19.

No hay duda del influjo que Las Meninas ejercieron en Casona a la hora de redactar la que sería su última obra. Sobre el paradigma del drama histórico de Buero comenzó a investigar concienzudamente en la vida y obra de Quevedo, figura que, según el propio dramaturgo, le había interesado desde siempre pero que en su opinión sólo podría tener interés para el público español.

Así pues, ya desde 1961, Casona trabajaba en esta obra. Sin embargo, frente a la relativa facilidad con que había producido todas sus creaciones anteriores, ésta se le fue resistiendo y no vio la luz hasta finales de 1964. Casona quería dar al público el producto más acabado de su arte. Pero la dificultad estribaba en el esfuerzo de adaptación a las corrientes teatrales actuales que estaba haciendo. Este esfuerzo de adaptación le había hecho renunciar a los temas y técnicas a las que había permanecido fiel desde La sirena varada; le había hecho renunciar, según afirma F. C. Sainz de Robles, hasta a su propia voz poética para dar paso a la del propio don Francisco de Quevedo.

Las características fundamentales del teatro de Casona anterior al Caballero... se han solido resumir en dos notas esenciales: su lirismo por un lado y la mezcla de fantasía y realidad por otro. Ambas notas estaban presentes ya en su primera obra estrenada y el propio Casona fue consciente —así se lo dice a José Monleón en una entrevista publicada en 1964 en Primer Acto— de que tal vez todo su teatro «responda a un desarrollo del mundo esbozado en La sirena varada, que fue, por otra parte, una revolución en el panorama teatral español de preguerra». Y puntualiza más adelante:

También fue nueva la intervención de la lírica —excesiva, hoy lo reconozco, pero entonces lo sentía así—y un enfrentar la realidad y la fantasía, triunfando finalmente la primera a pesar de vestir a esta última con las mejores galas.

La novedad del teatro casoniano en 1934 es puesta así de relieve por F. C. Sainz de Robles:

¿Por qué La sirena varada nos parece distinta a las obras teatrales vigentes en la España de 1934? Ante todo por su intención: no intenta defenderse con frases ingeniosas ni con diálogos de oportunidad social; no pretende reflejar un costumbrismo facilón en tecnicolor eficiente; desdeña los efectos —trucos— de un realismo crudo, espejo de muchas vidas similares o parecidas a las sumadas en la sala del espectáculo; repudia el chiste rebuscado y la situación retrucada; rehúye el vocabulario corriente y moliente y la táctica para alcanzar epidérmicas reacciones. La intención de Casona en su comedia juzgada suma una serie de problemas planteados por vez primera sobre los escenarios: la dignificación de la frase en su mejor expresividad lírica y la dignidad de la idea en su secreto más engolosinante; la superación del realismo ortodoxo en un plano de identificación con el mundo de lo soñado, de lo imprevisto, de lo asombrosamente revelador; la caracterización de los personajes no por su palabrería y por sus respingos sociales, sino por su voluntad subterránea de evadirse de las trampas de lo vulgar; la revalorización del instinto como inspiración vital, y con él las potencias subconscientes e inconscientes; la recuperación de la realidad normal de las verosímiles y asequibles sorpresas de la realidad extraordinaria; la armonía de lo vivido y de lo anhelado no como incidencia, sino como coincidencia20.

Los mismos valores pueden encontrarse en Prohibido suicidarse en primavera (1937) o en Los árboles mueren de pie (1949), en las que se plantea el mismo enfrentamiento entre realidad y fantasía. Podemos decir que durante toda su vida Casona fue fiel a los planteamientos dramáticos de su juventud, profundizando, si cabe, cada vez más en su posición lírica (buena prueba de ello son La dama del alba (1944) y La casa de los siete balcones (1957)21.

En América, estas constantes le habían franqueado siempre las puertas del éxito, a pesar de que ninguna de sus obras reflejara los problemas del momento. Al llegar a España el público español pareció reaccionar de igual modo. Una a una fueron estrenándose en los escenarios españoles las obras que durante veinticinco años de exilio había producido Casona. Todas con gran éxito de público. Un público que fervorosamente aplaudía al mito Casona que se había ido forjando desde su partida en 1937.

Pero el dramaturgo, que, como he dicho, conocía ya el cambio que en la escena española se había producido desde que ganara el premio Lope de Vega la obra de Buero Historia de una escalera (1949), se sentía cada vez más inquieto y desasosegado. La crítica joven le pedía con insistencia una obra nueva no estrenada fuera de España y se mostraba cada vez más recelosa de que el dramaturgo pudiera adaptarse a los nuevos tiempos. El recelo se convirtió en franca hostilidad. A medida que se iban representando las obras de Casona se iban sucediendo también en las revistas especializadas —Ínsula y Primer Acto primordialmente— las críticas más negativas. Ricardo Doménech denuncia la falta de actualidad de las obras de Casona —obras «que si cuando nacieron ya eran viejas, hoy nos parecen piezas de museo»—, su poca utilidad en un momento en el que los dramaturgos han optado por dar «la batalla en favor de un arte realista, comprometido, responsable» con el que nada tiene que ver el teatro casoniano, «teatro poético, teatro donde la realidad es presentada a través de un laborioso proceso de alquimia, teatro que cuida más de lo retórico de una frase que de su verosimilitud en el lenguaje cotidiano, teatro, en fin, que nos da una versión amable y convencional de la vida y donde todo lo que puede tener una entidad trágica se diluye y se esfuma por obra y gracia de un afán esteticista [...]»22.

A estas críticas se unen A. Fernández Santos y José Monleón, para quienes el teatro de Casona es, como para Doménech, un teatro lírico, alejado del teatro realista y social vigente, un teatro de «evasión»23.

Estas opiniones acerca de su teatro hacen mella en el ánimo de Alejandro Casona, acostumbrado desde sus comienzos a un éxito sin fisuras. La experiencia del retorno se le convierte en una experiencia agridulce en la que se mezclan los aplausos del público y el acíbar del rechazo de los críticos. Vive desasosegado y en ocasiones su nerviosismo le vuelve irascible incluso en público. Resulta casi patético observar cómo interpela directamente a los críticos de Primer Acto en una entrevista publicada en enero de 1964. Según palabras de J. Monleón, Casona fue directamente al asunto que le inquietaba preguntando:

¿Qué les pasa conmigo? ¿Cómo después de llevar tantos años escribiendo y estrenando comedias, puedo ser juzgado de un modo tan subjetivo? [...]24.

También es patente su amargura en las palabras que dirige a Antonio Gala desde las páginas del número 51 (1964) de Primer Acto, en que se publica el texto de Los verdes campos del Edén:

Si hoy vengo otra vez aquí es simplemente a avisarte de un grave peligro que estás corriendo, porque has tenido el atrevimiento inaudito de llegar a la escena española con tu carga fresca de humor, de poesía y de ternura precisamente en un momento en que la poesía, la fantasía y la sonrisa empiezan a estar muy mal vistas entre los que dictan la moda en nuestro teatro. Tan mal vistas que, de seguir así, pronto estarán las cosas condenadas a destierro en nombre de un mal llamado «realismo», mucho más falso en su imitación de la realidad que aquella magnífica «mentira desnuda» en que el teatro tuvo su nacimiento y sus siglos de oro.

El esfuerzo que debería hacer para adaptarse al teatro realista imperante en aquellos días, no hay duda, tenía que resultar en extremo doloroso para un hombre que se había forjado en el credo estético del lirismo y que creía firmemente que «por mucho que los dictadores de la moda truenen contra la poesía, no creo que nadie pueda expulsarla jamás de los escenarios, que son su casa solariega»25.

El fruto de este esfuerzo, como he dicho, es EL CABALLERO DE LAS ESPUELAS DE ORO, que el propio autor —recuperamos aquí la voz de Casona— resume así a José Monleón en la entrevista antes citada: «—El protagonista es Quevedo, un personaje que me atrajo siempre. Hasta ahora no he podido escribir la obra meditada durante tantos años: ¿qué Quevedo iba yo a presentar en América? Es aquí donde debo gritar, donde Quevedo tiene una significación, donde se le puede entender... Muchos me han dicho que la figura de Quevedo no es buena para el teatro porque “le falta mujer”. Pero yo creo que hoy el público acepta la problemática del hombre solo. Además, en la vida de Quevedo sí hay mujeres. Quizá el mejor soneto en lengua castellana es el que dedicó Quevedo a una mujer que conoció en Italia, y que aparece en mi obra con el nombre de Laura. En mi pieza, al final de su vida encuentra a Sanchica, una manceba de catorce años, que viene a personificar la visión de una España mejor. “El caballero de las espuelas de oro” es un drama dividido en dos partes, con un intervalo en el que se suponen transcurridos veinte años. En la primera parte aparece Quevedo en constante lucha y en agitada crítica contra su tiempo. Quevedo es el Señor de la Soledad, como los pícaros o los caballeros auténticos de la época. En la segunda parte vemos un Quevedo aquietado en apariencia. En realidad ha dejado de ser un polemista para consolidar su condición revolucionaria. Se le ofrece una embajada, que Quevedo rechaza. Su lucha con el Conde-Duque de Olivares acaba por llevarle a la cárcel de San Marcos, de León, donde soporta grillos en pies y manos. De allí sale incapacitado para escribir y se refugia en su casa de Villanueva de los Infantes, donde muere. En Villanueva encuentra a Sanchica, una muchacha de la región a quien gustan las ventanas abiertas y la verdad gritada. Quevedo muere en sus brazos. En cuanto al título, lo he sacado de esas espuelas de oro que, según dicen, tenía Quevedo para la muerte, y que, naturalmente, le robaron al morir. Quevedo era cojo, y las espuelas de oro tenían un signo no sé si de revancha o desafío. Es en esta superación de su limitación física donde la anécdota adquiere categoría de título».

Como se desprende de este resumen, EL CABALLERO DE LAS ESPUELAS DE ORO —también lo he dicho más arriba— pretende adherirse al paradigma del drama histórico propugnado por Buero. Pero Casona no pudo desembarazarse de su talante lírico y, a pesar del éxito de público que obtuvo —desde que se estrenó, primero en Puertollano, en seguida en Madrid (1 de octubre de 1964) alcanzó cerca de mil representaciones—, la crítica más joven siguió manifestándose insatisfecha. Ángel Fernández Santos se refería al CABALLERO... afirmando que «su primera obra “española”, después de tantos años, nada nuevo aportaba a lo que ya habíamos visto en las “argentinas”. La misma prosa, el mismo lirismo, las mismas estructuras poéticas y mentales»26.

Llama la atención este juicio que denuncia la persistencia casoniana en sus esquemas y el totalmente contrapuesto de Sainz de Robles, para quien EL CABALLERO DE LAS ESPUELAS DE ORO es un flagrante caso de infidelidad.

La verdad es que el texto de EL CABALLERO... evidencia signos de ambas cosas: por un lado una voluntaria cesión de la voz propia en favor de la del personaje; por otro, pasajes enteros de un contenido lirismo.

Poseedor de una técnica consumada para la adaptación de obras clásicas, Casona presenta a un Quevedo verosímil gracias a la incrustación en el diálogo dramático de párrafos enteros tomados literalmente de las obras de Quevedo. Es tal la maestría con que los incrusta que sólo tras un minuciosísimo examen del texto escrito es posible reconocer las fuentes —fuentes, por lo demás, confesadas por el propio dramaturgo—: Memorial pidiendo plaza en una Academia, Premática del desengaño contra los poetas güeros, Aguja de navegar «cultos», Capitulaciones matrimoniales, Vida de la corte y oficios entretenidos de ella, Premática de las cotorreras, La culta latiniparla, El siglo del Cuerno, los Sueños, etc... También los textos poéticos quevedianos reviven en boca del personaje casoniano, bien reproducidos fielmente —caso del famoso soneto «Cerrar podrá mis ojos...»—, bien manipulados a gusto del autor, como es caso de unos versos de la jácara de Quevedo «Relación que hace un jaque de sí y de otros»...27.

El realismo histórico de Casona se sustenta casi exclusivamente en esta mímesis lingüística, puesto que al lado de episodios realmente documentados en la biografía del genial autor de los Sueños y de la presencia en escena de personajes que convivieron con él o al menos transitaron por la España de la época, aparecen escenas totalmente inventadas, bien por la leyenda popular, bien por el propio Casona. Tampoco el rigor cronológico le preocupa. Su única preocupación es presentar un Quevedo que, como reza la cita del Marco Bruto que figura al frente de la obra, amoneste «lo que debe hacer el vivo».

A la superficie del texto pretendidamente realista afluyen, sin embargo, como dije antes, ráfagas del talante poético del Casona de siempre: las escenas en que se vive el imaginario reencuentro entre Monna Laura y Quevedo, con la inserción del conocido soneto; las escenas en las que aparece Sanchica... Sanchica, nombre que quiere simbolizar el pueblo llano, real, sin instrucción..., pero nutrido por la canción, por la poesía:

QUEVEDO.—Mi paje no puede tener secretos para mí. ¿Adónde vas cuando desapareces?

SANCHICA.—A aprender a cantar

QUEVEDO.—¿A cantar? ¡Dónde!

SANCHICA.—¡Chiss! (Comprueba que nadie escucha.) ¿Ves aquel monte? Al otro lado hay un río. Y al otro lado del río un soto de álamos blancos...

QUEVEDO.—¿Y en aquel soto?

SANCHICA.—En aquel soto hay una calandria que es un milagro. Cuando ella canta, todos los otros pájaros se callan. No se lo dije a nadie. No quiero que la gente se ría de mí. ¿Tú no te ríes, verdad?

QUEVEDO.—Al contrario, Sanchica; a mí los que me hacen reír de pena son los que no serían capaces de atravesar montes y ríos para oír cantar a una calandria.

[Cuadro séptimo]

Sanchica, que simboliza, como dijo el dramaturgo a J. Monleón, la esperanza de una España mejor. Así lo dice expresamente Quevedo momentos antes de caer el telón: «... mientras existas tú, nuestra ciudad podrá ser salvada, Sanchica-Pueblo».

La lección que Casona pretendía darnos es la de que, como Quevedo, se debe permanecer fiel a uno mismo, a su verdad. Y, en cuanto a su quehacer teatral, también él ha sido fiel a esa lección propuesta. Ya lo había dicho en la entrevista que le hicieron los críticos de Primer Acto, tantas veces citada:

Yo no miento jamás en mi teatro. Hago el teatro que me sale y responde de mí por su sinceridad. Mi obra es unitaria y basta leer un par de escenas para que cualquier crítico lo identifique como mío. Nunca he escrito sirviendo ideas o afectos ajenos. Como decía el poeta, el vaso es quizá pequeño, pero limpio y mío. No quiero servir a la moda con un criterio de sombrerería. Mi teatro «está ahí», ni a la moda ni a la penúltima moda.

RETABLO JOVIAL

Con el título de RETABLO JOVIAL publicó Casona, en la editorial Ateneo de Buenos Aires (1949), cinco farsas: Sancho Panza en la ínsula, Entremés del mancebo que casó con mujer brava, Farsa del cornudo apaleado, Fablilla del secreto bien guardado y Farsa y justicia del Corregidor.

La fecha de composición de cada una de ellas es diversa: las dos primeras habían sido estrenadas en España antes de 1936, mientras que las restantes pertenecen ya a su trayectoria americana.

En la nota preliminar que el autor pone al frente de la edición de estas cinco farsas en un acto da cuenta con todo detalle de las razones que existieron en su día para emprender su adaptación escénica.

Como recordábamos en el apartado dedicado a la vida de Alejandro Casona, éste formó parte, desde su creación en 1931, de las Misiones Pedagógicas que había instaurado la República. Su cometido, como el de Lorca al frente de La Barraca, era dirigir el Teatro del Pueblo y llevar a los lugares más recónditos de nuestra geografía «los gozos del arte» de nuestra tradición escénica. De esta labor, de la que siempre se sintió tan orgulloso, escribe el propio Casona:

A semejanza de la Carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable de aire libre, primitiva y jovial de repertorio. Formado por estudiantes y consagrado a auditorios sin letras, no podía ser de otra manera. Tanto por sus representantes como por su público, la comedia y el drama hubieran resultado géneros demasiado evolucionados para él. En cambio la farsa, el proverbio y la fábula, con su juego violento y sabor agraz, eran expresión natural, así como lo eran en la música el romance coral, la cantiga y la serranilla.

Ante la sugerencia del maestro Cossío —y de A. Machado— Casona comenzó adaptando el pasaje del Quijote, Sancho Panza en la ínsula, que rápidamente se incorporó al repertorio estudiantil. Lo mismo sucedió con el apólogo XXXV del Conde Lucanor de don Juan Manuel, que se convirtió en el Entremés del mancebo que casó con mujer brava.

La fuente de la Farsa del cornudo apaleado es la historia LXXII del Decamerón de Boccaccio, mientras que Fablilla del secreto bien guardado procede de un cuento italiano y la Farsa y justicia del Corregidor, que, como en el caso anterior, el autor ha tomado de la tradición popular, tiene sus raíces en un apólogo oriental que retoma Timoneda en la patraña VI de El Patrañuelo.

Lo mismo que en otras adaptaciones —tanto en las más ceñidas al texto adaptado como en las recreadas libremente—, Casona pretende en éstas —y lo consigue— hacer llegar el texto clásico al público actual a la vez que se conservan las características más relevantes del lenguaje de la época, y ello a pesar de que, como reconoce el autor, «huye a sabiendas de todo rigor filológico, aceptando alegremente la distorsión pintoresca y el anacronismo venial, sin otra pretensión que la de contribuir a la sazón y colorido del conjunto».

El resultado es una colección de farsas con unas características comunes: sencillez argumental, colorido, frescura, ironía..., en suma: jovialidad. Características que contribuyen, como señala Rodríguez Richart, a que se pueda «enmarcar en una larga tradición española de teatro sencillo, sin ambiciones excesivas: el de los “pasos y entremeses” de Juan de la Encina, de Lope de Rueda, de Ramón de la Cruz..., que figuraban también, por lo demás, en el repertorio de esa compañía, peregrina por las aldeas y los pueblos de España»28.

M.a DE LAS MERCEDES MARCOS SÁNCHEZ