SÓLO CUENTO LO QUE HE VIVIDO
El libro que tiene, lector, en sus manos es la continuación de mis recuerdos expuestos en las entregas anteriores Cuando el tiempo nos alcanza y Dejando atrás los vientos, pero es también un compendio general de mi vida política, pues aunque abarca el período que va desde 1991, mi dimisión de la vicepresidencia del Gobierno, hasta la actualidad, se revisan algunos hechos anteriores para explicar mejor el sentido de una vida dedicada a la actividad política.
El período que se explica corresponde a una etapa difícil de la historia reciente del socialismo español. En un sentido amplio, general, podría hablarse de una época de declive de las ideas del socialismo o tal vez de la forma de hacerlas vivir por los dirigentes socialistas. Una época en la que, como dice Sándor Márai, «en el siglo de la aceleración todo cambia a un ritmo vertiginoso, hasta la voz de las ideas».
Acudo de nuevo a la cita para ofrecerles Una página difícil de arrancar.
Siempre advertí de mi escasa confianza en el interés que pudiera tener para el público el relato de mis experiencias. Me equivoqué. El éxito en la difusión de los libros anteriores y la amplia correspondencia a que ha dado lugar me han convencido de que mi inseguridad no estaba fundamentada.
Hoy vuelvo a sentir la inquietud por la acogida que puedan dar a Una página difícil de arrancar. Dicen los expertos que las segundas o terceras partes de los libros aseguran más compradores y menos lectores. Yo quisiera romper esa regla, con permiso de la editorial. Espero que lean este libro y que establezcan un diálogo tan intenso como el que han originado los libros anteriores.
Éste, Una página difícil de arrancar, es un volumen que como los anteriores está escrito por su autor. No es lo habitual en libros firmados por políticos.
He escrito el libro sin ayuda de documentalistas ni archivistas. Es producto de mi memoria —aún es buena— y los cuadernos de notas en los que anoto habitualmente mis reflexiones.
Una página difícil de arrancar está escrito muy sinceramente, sin guardar nada de mi pensamiento, y también cuidadosamente, por el material que he debido manejar. Son unas memorias políticas, no es una autobiografía, aunque en muchos pasajes comprobarán ustedes que se solapan; se ocupa cronológicamente de los acontecimientos que he vivido.
Cuento lo que he vivido y lo que he visto. Otros pueden contar otras cosas. Y yo los respeto. Pero lo que cuento es la verdad que he vivido, incontestable, documentada, y por lo tanto irrebatible. La escritura no tiene sentido si no es para decir la verdad.
Buscar la verdad profunda no es lo mismo que zaherir gratuitamente. No lo he buscado. No podrán encontrar en el libro no ya descalificaciones de personas, sino ni siquiera calificativos. Expongo lo que he visto, oído y leído. Si hay quien se enfade, debo pensar que no le agrada su propia imagen reflejada en el espejo.
Mi pretensión de no ocultar lo que he vivido se enfrenta a otra vocación: no herir a nadie deliberadamente. Acepto, en todo caso, los errores de perspectiva que pueda haber cometido. Son los riesgos de expresar en letra impresa tus propios pensamientos.
Lectores habrá que echen en falta tal o cual hecho o acontecimiento. Les asiste la razón. Los recuerdos responden a una selección que retrata el pasado reciente sin hacerlo inacabable. Queda lo esencial de todo lo que he vivido en este período.
Mi única posesión segura es el sentimiento de libertad interior.
Quizás deba a la situación que viví durante la dictadura mi temprana pasión por la libertad. Una pasión que la juventud de hoy desconoce, y que difícilmente podrá vivir con la misma vehemencia e intensidad.
He creído en la libertad y en la igualdad de todos los seres humanos. He sido también relativista. El hecho de ser relativista no excluye creer en la propia verdad, aunque el relativista se cuidará de imponerla, por respeto a la verdad ajena.
Mi irrenunciable respeto a las ideas de los demás ¿me convierte en un ecléctico sin compromiso? No. He sido moderado en todas las circunstancias de la vida. También en la política, aunque intransigente en cuanto a las actitudes morales. Pretendo comprender antes que juzgar.
Pero aún me interrogo sobre si fallamos en crear la atmósfera moral que necesitaba el país, el gusto por el trabajo bien hecho, el compromiso con el ser más que con el tener. Porque crear una atmósfera es tan importante como las obras y los hechos.
Yo, como el poeta sevillano, tengo unas gotas de sangre jacobina, no comparto el carácter despectivo con que se quiere hoy descalificar a quien defiende el Estado, la nación.
A cada generación le corresponde sufrir alguna vergüenza, unos lo viven con sentimiento de culpa, otros como víctimas indefensas.
En los años cuarenta fue el Holocausto, la industria criminal de los nazis; también los crímenes de Stalin y el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima.
En los sesenta, el uso del napalm sobre la población civil de Vietnam. Hoy vivimos la vergüenza del terrorismo y de las cárceles del oprobio como Guantánamo y Abu Ghraib. La diferencia con el pasado es que hoy la conciencia moral del mundo está agotada, ha perdido capacidad de indignarse ante las injusticias, las mentiras manifiestas o la violación de los derechos.
Pensar sobre los acontecimientos que viví me ha proporcionado algunas claves útiles para la explicación y la interpretación de la historia reciente de España.
La lección que se puede extraer de una larga vida política es, como diría Jack Lang, que «la política no es nada si no está apoyada por una visión y por una ética de la convicción».
Mi actividad política me ha ofrecido la oportunidad de conocer a muchos personajes de los que aparecen en los noticiarios de la televisión y en las primeras páginas de los periódicos. ¿Qué aprendí de ellos? Los grandes hombres son siempre los más amables y casi siempre son los que viven de la forma más sencilla.
He mantenido una tendencia a la desdramatización de la política. En nuestro país todo se quiere dirimir como en un torneo a sangre. He procurado introducir algún elemento de distensión en los momentos más controvertidos. A veces recurriendo al humor, otras veces a la comprensión humanitaria del adversario, o a la compasión.
A veces mis propuestas suenan como un trueno en medio de la tormenta, pero también en ocasiones iluminan como un rayo.
Por mi parte siempre acepté la regla del código de los samuráis: «Debes mantener tu palabra incluso si se la has dado a un perro». Ustedes me entienden.
Y este cumplimiento de los compromisos me ha sido reconocido por todos, hasta por los obispos.
Ver cómo los otrora enemigos reconocen que tenía razón produce una delectación inevitable.
No hay que olvidar las palabras de Gorki: «Allí donde se libra una batalla hay héroes en los dos bandos». Lo más difícil para mí es discutir con fanáticos porque la estupidez lo oscurece todo.
Quizás fuera esa orientación de mi vida política lo que me granjeó la hostilidad de algunos. Me consideraban un radical que era necesario eliminar. Yo sabía que detrás de cada arbusto podía haber un francotirador, que a cada palabra, a cada declaración, a cada movimiento mío responderían con la artillería gruesa, pero no me doblegaron. Los alaridos demostraban que yo acertaba de lleno en la diana. Mantuve mis convicciones y, al final, la coherencia recibe su premio. Hoy muchos de los que me hubieran azotado me toman como referencia en algunos pronunciamientos. Porque, como dijo Rilke, la fama es esa «suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre».
La nostalgia, la añoranza, es un sentimiento que calma las ambiciones personales de los que habiendo disfrutado de los sabores de la vida se repliegan hacia una existencia algo más retirada. Tienen el consuelo de recordar su etapa de mayor actividad vital, lo que con frecuencia les reportará la satisfacción de considerarla mejor que la que están viviendo. La conclusión a la que derivará su comparación es que todo tiempo pasado fue mejor. Pero es sólo un espejismo que les proporciona una felicidad que ya no encuentran en su inactividad: no es verdad la razón de la nostalgia, no todo tiempo pasado es preferible al posterior.
Y si hablamos de la actividad política, el lema es justamente contradictorio con el avance histórico de la humanidad. Cuando dedico mi atención a un análisis de los instrumentos y la acción de la política actual me surge naturalmente una actitud crítica. Acostumbro a hacer una comparación con el pasado y, casi siempre, se beneficia el estado actual en la comparación. Ese equilibrio, esa actitud crítico-negativa hacia la nostalgia, es difícil de mantener en muchas ocasiones. En otras, no. En otras se ve con claridad que la evolución de los hechos ha caminado hacia atrás. Un ejemplo, la evolución de los conceptos que alimentan la militancia en los partidos. Lo que era una empatía que impulsaba al desinteresado voluntariado ha sido sustituido por el encargo a agencias o empresas dedicadas a la imagen y la comunicación. La actividad política se ha sometido a las reglas de la mercadotecnia, con grave efecto sobre sus principios.
Cuando viví momentos difíciles me atuve a Huanchu Daoren, que advierte: «En los momentos de decepción, no abandones; trágate la decepción a pequeños sorbos, saboréala, y no te rindas sin luchar. Sé, llegado el caso, un vencido; nunca un cobarde».
Durante años he pensado si me equivoqué, si mi actuación fue un error. No estoy seguro, pero sí sé que me ayudó a forjar un espíritu fuerte, al contribuir a un cambio trascendental para España.
La arquitectura de la sociedad ha estado siempre dominada por una fuerte desigualdad. Los desheredados sabían que sus sacrificios, su vida de trabajo y penalidades tendrían una compensación posterior. La Iglesia les aseguraba que todos los padeceres de esta vida tendrían el premio de una vida mejor tras la muerte. Este «valle de lágrimas» no era más que una prueba para lograr los rendimientos de una vida luminosa después. Soportadlo, se les decía, que los más sufridos serán los mejor tratados. Ya se sabe, «antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos», y también «los últimos serán los primeros».
A este discurso, que postergaba la felicidad y conformaba «la desgracia» de pertenecer a los que no encontraban la felicidad en la Tierra, se oponía a partir del siglo XIX el discurso del paraíso en la Tierra, la sociedad sin clases, pero postergada también en el tiempo. Se aseguraba en el discurso comunista que los afanes y las limitaciones de hoy tendrán su recompensa para las generaciones futuras, cuando se construya un mundo de igualdad y sin distinción de clases.
Hoy los dos discursos padecen un claro retroceso, las dos promesas (una para la vida posterior en el cielo, otra para la vida en la Tierra pero en un tiempo indeterminado) han quedado debilitadas.
Los jóvenes quieren construir el presente, y hacerlo ya. Quieren disfrutar de las posibilidades materiales ahora, y no aceptan barreras de clases en cuanto a sus aspiraciones o ambiciones. Todos lo quieren todo. No aceptan la promesa del futuro y casi no quieren mirar al pasado. Han roto con el pasado (incluso el reciente les parece prehistórico) sin conocer por dónde transitará el futuro. Esta posición en tierra de nadie los conduce al hedonismo, a vivir el momento satisfactoriamente.
Las posiciones conservadoras políticas y económicas entienden que este giro cultural favorece el triunfo de sus postulados ideológicos. Ellos ofrecen un mundo sin límite para el luchador individual. Se dirigen a cada uno —«Tú puedes llegar»—, sin advertirles que ese triunfo individual implica con frecuencia la renuncia a la ética en su conducta y el deterioro de los derechos de otros muchos que no llegarán.
Es en este contexto de batalla por la salvación individual de la crisis en el que el esfuerzo de un socialista convencido se hace más difícil que nunca. Como escribió Hélène Berr, una joven asesinada en los campos de exterminio nazi: «Es el drama inmenso de esta época. Nadie sabe nada de la gente que sufre».
He vivido toda mi vida desde posiciones de izquierda, pero nunca me he sentido perteneciente a una secta que exigiera de mí la genuflexión. En todo caso no me arrodillé, nunca acepté ciegamente las decisiones del poder, fuera éste del Gobierno, del partido o el poder económico.
La historia de la izquierda, del movimiento obrero, de las capas populares, es ejemplar si atendemos a sus intenciones y al sacrificio de muchos hombres que han entregado su vida, libertad y bienestar en la lucha por la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, por el perfeccionamiento del mundo y de la sociedad.
Jamás acepté la ocultación de las máculas que delatan algunos desvíos de las intenciones y los discursos.
Mis lecturas tempranas de Gide, Fernando de los Ríos, Camus, Koestler, Orwell, Rosa Luxemburgo y Bobbio me liberaron del síndrome de la izquierda, que impide la autocrítica para no facilitar los ataques de la derecha.
No hago una valoración distinta de los mismos hechos en función de que fueran debidos a fuerzas de izquierda o de derechas. La violencia fascista debe ser condenada, pero la ejercida en nombre «del proletariado» ¿merece nuestra tolerancia? No es admisible mentir para evitar que el enemigo utilice tus palabras críticas.
En la polémica entre Albert Camus y Jean-Paul Sartre, mis ideas y mi condición moral estaban con Camus, no podía tolerar el cinismo de los intelectuales de izquierda dispuestos siempre a encontrar razones que explicaran la violencia ejercida sobre la libertad de las personas en la experiencia comunista soviética.
Todavía en 1976, cuando en una conferencia denuncié los crímenes de Stalin, me abuchearon. Pero no me callaron.
Creo en el humanismo y en la alternativa que ofrece el socialismo, pero no puedo callar cuando la izquierda se comporta como la derecha. Los partidos políticos me parecen un vehículo imprescindible en la democracia representativa —y no conozco ninguna otra democracia que respete la libertad de la persona—, y creo en la conveniencia de salvaguardar las instituciones democráticas, pero no puedo aceptar que los partidos colonicen las instituciones para su propio beneficio.
Ser de izquierda exige, para mí, decir la verdad de lo que se piensa, atreverse a caminar, con muchos o solo, sin ocultar la realidad porque interese aparecer defendiendo lo que defiende el establishment, sea éste el Gobierno, el partido, los periódicos o los intelectuales de moda.
Y tenemos ejemplos para avergonzar a algunos prebostes de la izquierda, como el pacto que en Cataluña hace la izquierda con la burguesía del «soberanismo de los ricos», en frase afortunada del siempre lúcido Félix de Azúa.
Debido a la crisis económica que asola al mundo y que obliga a replantear muchas cosas, ya nada será como antes, dicen los que exigen el sacrificio de los más humildes.
Pues bien, esta nueva definición de las relaciones de la sociedad es también una oportunidad para la izquierda, si ésta recupera su tradición reformista y lanza una batalla imparable contra la existencia de privilegios. Sin locuras y sin miedo. Nada es intocable, repensemos el mundo sin temor y con prudencia, pero dispuestos a establecer la austeridad de los poderosos por delante de la de los débiles. Siempre me ha atraído con fuerza la sentencia de Camus: «Me rebelo, luego existo».
Las injusticias del mundo, allí donde estén, lejos o cerca, entre los otros o entre los nuestros, exigen la rebelión de los socialistas. Y aquí y ahora se presentan las condiciones idóneas.
El socialismo nació como un movimiento anticapitalista que pretendía la sustitución del sistema capitalista de producción y distribución.
La creación, tras la segunda guerra mundial, del Estado de bienestar, por medio de un pacto capital-trabajo que garantizó las prestaciones que aseguraban la cobertura de las necesidades de los trabajadores, propició que sus organizaciones sindicales y políticas aceptaran las formas capitalistas de distribución de la riqueza. El Congreso del Partido Socialdemócrata alemán de Bad Godesberg, en 1959, fue el primero en aceptar aquella adaptación.
Pasado el tiempo, la socialdemocracia no sólo abandonó su vieja doctrina anticapitalista, sino que pasó a ser el «mejor» administrador del capitalismo.
Contemplando el proceso desde la crisis económica que padece el mundo, originada por la condición del capitalismo financiero que ha roto aquel pacto histórico con los trabajadores, debemos plantear un cambio que niegue el sistema capitalista como un régimen de creación de desigualdad.
¿Se encuentra caduco el testimonio de coherencia entre la palabra y la obra que fue fácilmente reconocible en la trayectoria del socialismo? No lo creo; muy al contrario, estoy persuadido de que cobra vigencia en un momento en el que buena parte de los problemas de legitimación a los que se enfrenta en la actualidad la política democrática descansan, precisamente, en el descrédito al que se ve sometida, entre amplias franjas de la ciudadanía de los países democráticos, como resultado de la creciente distancia entre el discurso político y la acción política que afecta a los ciudadanos.
Dos son los valores que identifican desde siempre al socialismo: los conceptos de igualdad y de libertad, sin que uno pueda tener primacía sobre el otro.
La libertad, concepto básico en el socialismo. Pero no el concepto reductor del liberalismo que establece la libertad de la persona sólo frente a la amenaza del Estado. Para el pensamiento socialista también los poderes privados pueden ejercer una limitación de la libertad bajo la presión económica.
La libertad para un socialista no se respalda solamente en la existencia de garantías jurídicas que apoyen los derechos de los ciudadanos. Exige también la liberación de la pobreza, de la enfermedad, de la ignorancia, de todos los condicionamientos que puedan someter unos hombres a otros.
El segundo concepto identitario del socialismo es la igualdad. El pensamiento conservador lo limita a la igualdad ante la ley. Todos somos iguales ante la ley, es su principio, pero el pensamiento socialista supone además la emancipación del hombre de toda forma de dominación política, económica, familiar, cultural.
Los conservadores afirman que basta con garantizar la igualdad de oportunidades. Pero ésta es teórica, pues las condiciones económicas dan seguridad a unos y ponen obstáculos a otros para competir en la carrera de la vida. El concepto de igualdad de los socialistas retira del concurso, de la competencia, bienes y derechos que corresponden a la persona como ser humano. La salud, la cultura, la vivienda son derechos de dignidad que no pueden estar sometidos a la desigualdad que supone competir por alcanzar unos objetivos desde condiciones diferentes.
Son los fundamentos del socialismo, libertad e igualdad, los que deben contar a la hora de enjuiciar la continuidad, más allá de contingencias políticas. Los compromisos políticos, sociales y culturales son muchos, pero de forma especial el de cumplir el compromiso moral de saber transmitir a las nuevas generaciones el espíritu de lucha por la libertad y la igualdad para todos, en un mundo tan necesitado de ideales. Es en esta dirección en la que escribo este libro. Transmitir a otros lo que he vivido. Para que no se olvide lo que aquí ha ocurrido, para que no puedan borrar la verdad de la historia.
Las experiencias progresistas que ha vivido la sociedad española han representado pequeñas islas en el océano de los regímenes conservadores. Para la generación a la que pertenezco, la etapa progresista que nos inspiraba era la Segunda República española, especialmente el primer bienio de Gobierno socialista-republicano. Era una república de colaboración de clases sociales, una república reformista, pero prendió en el corazón de los españoles el fuego de que podía existir una sociedad liberada de la influencia dominadora de las fuerzas reaccionarias históricas: la Iglesia, el ejército, los terratenientes y la banca.
La derecha española, tras el triunfo de los sublevados del general Franco, intentó borrar de la historia aquellos años, cubriéndolos de basura intelectual. Pero no es fácil arrancar la página de la historia, ésta se rebela y acaba desvelando la verdad.
Tras la dictadura ha habido dos períodos de gobiernos de izquierda, los años del presidente Felipe González y, con una parada en firme, los de Rodríguez Zapatero.
La práctica de la crítica no supone la negación de los logros. Como con la Segunda República, las derechas españolas, la política y las otras, han vuelto a querer eliminar esa página de la historia, la transformación espectacular de España durante los gobiernos de Felipe González, especialmente en la primera década, y la ampliación de los derechos civiles durante los gobiernos de Zapatero.
La derecha ha elaborado un discurso que acusa a las etapas de la izquierda de ser responsables del hundimiento de la nación, lo que sostiene la necesidad de la llegada al poder de la derecha para la salvación del país. Son mentiras que quieren ocultar y hacer desaparecer las etapas de avance de la sociedad española. Incluso han puesto en circulación la denigración de la etapa de Transición política de la dictadura a la democracia. Es verdad que en esta aventura cuentan con algunos intelectuales de la izquierda que hacen coro con los más conservadores.
Todo el que conozca los dos últimos siglos de enfrentamientos de la historia de España entiende mal el nuevo deporte de disparar contra una Transición que si no fue ideal sí sentó las bases de una convivencia pacífica entre los españoles. Son escasos los intelectuales que alzan su voz en defensa de una etapa que, aun con sus imperfecciones, representa un momento de serenidad y acuerdo en nuestra historia, y así se ha reconocido internacionalmente. Las excepciones son algunos historiadores como Santos Juliá, y periodistas, analistas políticos y escritores como Antonio Muñoz Molina, Patxo Unzueta y Jorge Martínez Reverte, quien sabiamente se preguntaba: «¿A qué nos llevaría reventar el edificio de la Transición? ¿A pelearnos de nuevo?».
Con un carácter mucho más modesto, también mi propia trayectoria política personal ha sufrido, pero no sucumbido a los intentos de negar una página de la realidad. De fuera o de dentro se intentó anular mi presencia en la escena política, con un resultado tan adverso que ha desembocado en una situación en la que, si no puedo contar con todos los apoyos de la sociedad, sí con el respeto de la mayoría. Y es que no hay página más difícil de arrancar que la de la historia.
Debo terminar estas, ya largas, palabras de introducción cumpliendo una obligación: quiero agradecer el apoyo a la editorial Planeta, a Carlos Revés y a Ramon Perelló, que han creído en el texto; a Salvador Clotas y José Antonio Amate, que me han permitido leer sus notas de la época; a Luis Fajardo, por sus observaciones sobre los asuntos territoriales; a José María Benegas y Francisco Fernández Marugán, por tantas conversaciones; a los que directamente han trabajado conmigo en estos años, Antonio Luis Hernández, Rafael Delgado, José Fernández, Elisabeth Levene, Olimpia Núñez, Patricia Gervasio y, de manera muy especial, a Olvido Camarero, cuyo trabajo de transcripción de mi difícil letra al teclado de un ordenador ha sido elemento capital en la confección de la obra. Y por último, pero no lo menos importante, mi agradecimiento a todos los lectores que compartirán conmigo las preocupaciones y las esperanzas de un mundo complejo que avanza más rápido de lo que uno cree. A ellos me confío.