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AL ENCUENTRO DE ESPAÑA

Por lo tanto, España en el horizonte.

Un viaje que apremiaba, dado que existía en Castilla un partido fernandino y que cada día que pasase aumentaba el riesgo de que todo se tornase más problemático. Y la primera en hacérselo saber y en reclamar su presencia fue la villa de Valladolid, con tanta frecuencia asiento de la Corte.

Es una carta digna de comentarse, porque nos evoca aquellos instantes, que todos comprendían decisivos, ya que de que Carlos se convirtiese o no en el nuevo soberano dependía el futuro de España y qué derroteros se habían de seguir y, sobre todo, si se mantendría el sosiego en el país o si se caería en una desastrosa guerra civil.

La carta comienza con un recuerdo a la memoria del rey Fernando, que tantos éxitos había logrado y bajo cuyo reinado España se había convertido en una gran potencia de la Europa cristiana:

El Concejo, justicia, regidores, caballeros de la noble villa de Valladolid, vuestros leales vasallos y servidores, besamos las reales manos de Vuestra Alteza, a los cuales ha quedado gran tristeza y sentimiento de la muerte de vuestro abuelo, por ser esta villa el quicio en que se rodea la justicia destos Reinos1; a la cual era tan favorable y tan amigo que los gobernó cuarenta y cuatro años2 en aquella paz y sosiego que César Augusto el mundo...

Tras esa referencia al Rey muerto y esa alabanza a su buen gobierno, los regidores vallisoletanos tratan de atraer al joven Príncipe presentándole la posibilidad de mil hazañas, resaltando las ya acometidas por España:

... en la cual no falta nada de los convenientes para señorear, que son grandes personas para mandar, ánimo y esfuerzo en toda la gente, caballos y armas y uso dellas.

La larga lista de capitanes y gobernadores, marinos y conquistadores daba esa primera seguridad: en España no había falta alguna de cabezas para gobernar, que sería la queja que estallaría un siglo después en el seno de la Corte. España seguía siendo fiel a su historia, como cuando en la Antigüedad proveía a la misma Roma de emperadores:

... que cuando otras tierras proveían a Roma de mantenimientos, España de emperadores...

Y luego, venía la relación de los grandes hechos, de las increíbles conquistas, de las notables incorporaciones de nuevas tierras y de nuevos Reinos: Granada, Canarias, Nápoles, Navarra, parte de África y las Indias de Occidente.

De todo ello, Valladolid destacaba la conquista de Granada, por lo que suponía como remate de lucha tan secular:

... el reino de Granada, reino muy fuerte y áspero y poblado de gente brava y feroz que novecientos años y más se defendieron...

No se quejaba Valladolid de mal gobierno, pues tenían el del anciano Cardenal, el de Cisneros «que tan sabiamente gobierna», pero le apremiaban a que hiciera su viaje, prometiéndole con orgullo que serían capaces de hacerle señor del mundo. Y es notable cosa que Valladolid quisiera hablar así, no en nombre de Castilla sino de España entera:

... venga [Vuestra Alteza] lo más presto que ser pueda, pues con vuestra real persona haréis a España señora de muchas tierras y ella a Vuestra Alteza señora del mundo...

Valladolid quería de ese modo, con la pronta presencia de Carlos, convertirlo en un príncipe español:

... porque los príncipes de vuestra edad siempre se han criado aquí, de donde salieron a comenzar grandes cosas...

¿Cuál era el temor de su ausencia? Que los grandes señores, las altivas cabezas de la alta nobleza volviesen a deshacer Castilla; y que los enemigos arcanos, en particular la morisca africana, volviese a ser una amenaza. Y así, Valladolid instaba a Carlos a que tomase en sus manos el yugo y las flechas que habían simbolizado el gobierno de los Reyes Católicos; el yugo con el que, en poder de Fernando el Católico

... tantos bravos y soberbios se domaron.... Y las flechas. Las flechas:

... de aquella reina sin par vuestra abuela doña Isabel, con que puso los moros tan lejos...3

Sin embargo, Carlos V tardaría aún más de año y medio en ponerse en viaje, pese a los riesgos ya indicados que podían surgir, provocados por el partido fernandino.

Tampoco se sabía muy bien cómo iba a reaccionar doña Juana, cuando llegase a Tordesillas la noticia de la muerte de su padre, Fernando el Católico, a quien guardaba tan profundo respeto y hasta no poco temor, como se trasluce por la documentación de la época.

Lo cierto es que los que la guardaban temían esa reacción, hasta el punto de que en un principio se diese la orden del silencio.

Fue una orden mandada urgentemente por los mismos consejeros que habían estado presentes en la muerte del rey Fernando. A nadie debía escapársele la noticia ante doña Juana4. Solo que un suceso de tal envergadura resultaba imposible de ocultar durante mucho tiempo. Y doña Juana acabó conociéndolo, mostrando algo de arrebato, preguntando con vehemencia quién estaba al cargo de la Regencia. Y al responderle que el cardenal Cisneros, se tranquilizó.

Es una reacción que no ha sido comentada suficientemente por los biógrafos de la Reina5. Y, sin embargo, es una muestra de que la Reina estaba presa de una parálisis de voluntad, pero que —al menos, a ramalazos— demostraba lucidez y nada de locura.

Y también hay que añadir, como referencia al buen gobierno del Cardenal, que también lo demostraría en sus relaciones con la Reina cautiva, haciendo más llevadero su encierro. Apartó al odioso mosén Ferrer del gobierno de su Casa, ordenó que el doctor Soto, médico de bien ganada fama, vigilase su régimen de vida, y en especial su comida, y puso al frente de aquella Corte-prisión a un hombre de otra catadura moral, a Hernán Duque de Estrada. Y fue muy posiblemente el anciano Cardenal quien se interesó por aquella criatura que vivía pegada a la Reina, la infanta Catalina, que sufría las consecuencias de aquel drama de Estado llevando el mismo cautiverio y aun en un grado peor, puesto que su habitación estaba en la recámara de la Reina, sin un hueco al exterior. ¡Y aquella niña había cumplido ya nueve años, cuando se produce la muerte de su abuelo Fernando el Católico!6.

Y así se operó aquel cambio en el torreón de la casona palacio, abriéndose un hueco a la calle, para que la Infanta pudiera ver, al menos, el cielo desde su habitación.

Y no se diga que recordar esto es una nadería impropia de un serio historiador. Me remito al comentario de un historiador de nuestros días:

Un hueco en la estancia de la infanta Catalina, para que al menos pudiera ver la campiña, el cielo, los pajarillos del aire y esos otros pajarillos de la tierra, los niños, los hijos de las gentes sencillas que, sabedores de su desamparo, acudían al pie de la torre para acompañar a la Infantita con sus voces y para comunicarle algo de su alegría y de su libertad7.

Porque si dolorosa era la estampa del encierro de doña Juana, no lo era menos el de su hija, aquella niña que prácticamente había nacido en prisión y que no había conocido otra cosa en su mísera infancia. Y de Juana podría decirse que su encierro era inevitable, fruto de su locura. Pero, ¿qué culpa tenía la Infanta niña?

Como hemos de ver, una pregunta dolorosa que también acabaría haciéndose el propio Carlos V.

Difícil situación, por tanto, la de aquella España a la muerte de Fernando el Católico, con la Reina propietaria encerrada en Tordesillas —y encerrada en su locura—, con el Príncipe heredero a trescientas leguas de distancia, con un partido fernandino cada vez más inquieto y ambicioso y con una alta nobleza que solo esperaba la primera oportunidad para lanzarse a la toma de tierras y villas ajenas, haciendo más grande su señorío.

Y al frente del Estado un hombre de la Iglesia, un anciano Cardenal ¡que ya había cumplido los ochenta años!8.

Pese a todo, Cisneros cumplió con su deber, consumiendo en aquel crítico momento y en tan alta empresa sus últimas energías, de forma que pudo entregar a Carlos V intacta aquella formidable Monarquía alzada por los Reyes Católicos. Frenó a la nobleza y defendió las fronteras del Reino, en especial las de Navarra, que Juan de Labrit trató de invadir desde Francia, aprovechando la crisis política abierta en Castilla. Pero el enviado de Cisneros, Fernando de Villalba, puso en estado de defensa el reino navarro y rechazó con facilidad al invasor. De igual modo se abortaron los intentos franceses de alterar Nápoles y Sicilia.

Quedaba por realizar lo más delicado: cumplir el deseo de Carlos V de ser proclamado rey de Castilla, puesto que, viviendo la Reina propietaria doña Juana, eso parecía vulnerar la ley sucesoria castellana.

¿Estamos ante un golpe de Estado?9.

En todo caso era una solución insólita que asombra que fuera ideada por aquel joven conde de Flandes, que a sus dieciséis años era todavía un adolescente. Más bien hay que ver en ello la mano de su privado Chièvres, asistido y aconsejado por el grupo español afincado entonces en la corte de Bruselas, y en particular por don Juan Manuel, que tanta ascendencia tenía también sobre Carlos V.

El plan era que, sin desposeer a la reina doña Juana de sus títulos, se proclamase a Carlos V, no como Gobernador, tal como había sido el título del propio Fernando el Católico a la muerte de Isabel y de Felipe el Hermoso, sino como rey con todos los derechos.

La fórmula planteada era:

Doña Juana e don Carlos, su hijo, por la gracia de Dios reyes de Castilla, de León, de Aragón...

¿Tanta ansia tenía Carlos de alcanzar la corona regia? ¿Se sospechaba en la corte de Bruselas que de otra forma sería aplazar el ascenso al trono regio hasta la muerte de doña Juana, lo cual nadie sabía cuánto tiempo tardaría? Y lo cierto era que, aparte las ambiciones personales, la solución suponía afianzar el gobierno de Carlos ante posibles disidencias, dado que no era igual alzarse contra el gobernador que contra el rey.

Y posiblemente eso fue lo que acabó convenciendo a Cisneros, que al principio se había mostrado contrario al deseo de la corte de Flandes.

Pero, claro, hacía falta que en Castilla se aceptase, lo cual no era fácil. De hecho, el Consejo Real y los más destacados de la alta nobleza se mostraron contrarios al proyecto carolino. De forma que ante ellos, a los que había convocado en su residencia de Madrid, Cisneros resolvió el pleito señalándoles que no se trataba de pedirles consejo sino de notificarles su decisión, que era la de acatar la orden de Bruselas.

Y bien pudiera ser que el precavido Cardenal gobernador, eficazmente asistido por un fuerte contingente de la guardia regia, respondiera a quien se atrevió a plantearle cuáles eran sus poderes para tal medida, que esos eran bien notorios, mostrando a sus guardas reales.

Esa es la tesis tradicional. La confrontación de otras fuentes de la época nos permite algunas matizaciones, en particular respecto al papel del Consejo Real. El cronista Quintana, en su fidedigna historia de Madrid, inserta una notable carta del Consejo Real a Carlos V que posiblemente influiría en el Príncipe para no dar de lado a su madre. Le pedía que respetase los títulos de doña Juana e instándole a que no se titulase rey con estos argumentos:

... por ser muy dañoso... e de que se podría seguir división. Y siendo, como todo es, una parte, hazerse dos, donde los que mal quisiesen vivir en estos Reinos y les pesase de la paz y unión tomarían ocasión, so color de fidelidad de servir más a V. Alteza y otros a la muy poderosa Reina, vuestra madre...

Aquí se aprecia que el Consejo Real tenía por cierta la incapacidad de doña Juana para gobernar el Reino, si bien no era partidario de cambios novedosos, sino antes bien de mantener la tradición, y que la Reina no fuese apartada de su estado regio. Y así añaden aquellos consejeros, que

... aquello sería quitar el hijo al padre en vida el honor. Y si alguna vez se ve en España haberse hecho sin justa causa, fue por usurpación o la voluntad del padre, y a V. Alteza hanse de traer los buenos exemplos y no los malos, de que se ofende Dios...

¿Qué podía esperarse de los que tal hicieran sino que habrían de sufrir el castigo divino? El Consejo Real se lo advierte a Carlos V:

... y así hallamos que los hijos que aquello hicieron, reinaron poco y con trabajo y contradicción...

Esto es, con el peligro de alzamientos populares contra su gobierno.

El Consejo Real estaba de acuerdo respecto a la incapacidad para gobernar de doña Juana, pero defendía que se le mantuviese el respeto que se le debía por su condición de reina soberana, y ello mientras viviere:

Tenga V. Alteza bienaventuradamente, en vida de la muy poderosa señora vuestra madre, la gobernación y libre disposición y administración destos Reinos, que ella no puede exercer, ayudándola, que con verdad se puede decir reinar, pues todo plenamente es de V. Alteza. Y por el temor de Dios y honor que hijo debe a su madre, haya por bien de dexarle el título enteramente, pues su honor es de V. Alteza, para que después de sus días, por muy largos tiempos gloriosamente goze V. Alteza de todo...10

El valor de los documentos insertados por Quintana es que nos invitan a una serie de reflexiones; en este caso, a considerar que Carlos V no fue del todo insensible a los argumentos del Consejo Real, puesto que si bien en el llamado golpe de Estado de 1516 se va a proclamar rey de Castilla y de Aragón, en vida de su madre, también es verdad que lo haría respetando sus títulos a doña Juana, de forma que todos los documentos regios irían encabezados, primero por la madre y después por él. Asimismo, sabemos que el problema que le inquieta, cuando hace su primera visita a España en 1517, es el de visitar a su madre en Tordesillas, para obtener de ella su beneplácito para que ejerciera el gobierno del Estado; en suma, para solicitar, como un buen hijo, la bendición materna.

AL ENCUENTRO CON ESPAÑA

Una atenta lectura de la crónica de Laurent Vital, que relata tan por menudo el primer viaje de Carlos V a España, nos hace ver ya cuánta era la expectativa en los Países Bajos respecto a España, en cuanto se supo la muerte de Fernando el Católico. Sin embargo, pese a las reiteradas llamadas de los castellanos para que Carlos acelerase su viaje, aún tardaría más de año y medio en realizarlo.

No era por desidia de la corte de Bruselas. Algo obligaba a ser prudentes y a tomar una serie de medidas antes de realizarlo. Era preciso dejar todo bien asentado en los Países Bajos, era preciso reunir los medios y allegar el dinero necesario para tan gran viaje de aquella Corte y, sobre todo, urgía arreglar las cosas con Francia, para que su joven Rey, Francisco I, no tramase algo contra la seguridad de las tierras de Flandes, aprovechando la ausencia de Carlos y de su gobierno.

El temor de Bruselas era justificado. La primera alabanza que canta Laurent Vital es que Carlos dejara en paz su tierra natal y al resguardo de la guerra. Y ello fue posible porque los diplomáticos carolinos trabajaron de firme con la corte de París. Un año antes, a comienzos de 1515, Francisco I sucedía a Luis XII en el trono de Francia. Tenía veinte años y unas ansias infinitas de gloria tal como la entendían los príncipes del Renacimiento: la conseguida en los campos de batalla. Y los hechos lo pusieron pronto de manifiesto, pues en aquel mismo año de 1515 a la cabeza de su ejército atravesaba los pasos alpinos por el angosto desfiladero de Argentière, gracias a la técnica de un experto soldado español pasado a su servicio, que se había hecho famoso bajo el reinado de Fernando el Católico: Pedro Navarro11. Y ya en las llanuras de Lombardía, el joven Rey francés lograba una fulminante victoria sobre la infantería suiza, tenida hasta entonces por invencible, en Marignano (15 de septiembre de 1515). Y lo que era más importante: firmaba un acuerdo con los Cantones suizos que le asegurarían el servicio de sus mercenarios.

Esas noticias alarmaron a la corte de Bruselas tanto más que se sabía que Francia nunca había dado por buena la ocupación de Navarra hecha por Fernando el Católico y que apoyaba a la desposeída Casa de Albrit para que recuperase su Reino. Por lo tanto, se imponía llegar a un acuerdo satisfactorio con Francisco I que dejase a Carlos las manos libres para su viaje a España. Eso fue lo que supuso el tratado de Noyon (13 de agosto de 1516) completado con otras negociaciones diplomáticas a principios de 1517, de forma que hubo que aplazar el viaje a España hasta el verano siguiente.

En junio de 1517 Carlos reunía los Estados Generales en su ciudad natal de Gante para justificar ante ellos su partida y para solicitar su ayuda. De ahí saldría hacia la costa. El 27 de junio estaba en Brujas. El 8 de julio, y siempre tras cortas etapas, entraba en Middelburgo. Su flota se aprestaba mientras tanto en Flesinga. Pero los vientos contrarios no permitieron al Rey embarcar hasta el 7 de septiembre. Con él iban, en su nave, lo más destacado de su Corte, empezando por su hermana mayor Leonor y por el señor de Chièvres, que era entonces su privado. Y entre los españoles, el obispo Mota, que tan destacado papel había de tener en las Cortes de Castilla.

El 8 de septiembre la armada se hizo a la vela. Los pilotos confiaban en que, si los vientos les eran propicios, podrían avistar las costas de España en seis días de navegación. Pero no fue así. Hubo que afrontar vientos contrarios y una fuerte tormenta, una nave se perdió, a causa de un incendio surgido a bordo, con 160 pasajeros, servidores en su mayoría de la Corte, con algunas mujeres de la vida, lo que provocaría este significativo comentario del cronista Laurent Vital:

... y aunque fuese una gran desgracia, no pudo haberse prendido el fuego para perder menos gente de bien, que allí donde se prendió...12

Las tormentas y los fuertes vientos retrasaron el viaje y llevaron a la armada más al oeste, desviándola de la ruta prevista; de forma que, en vez de alcanzar España por las costas de Santander, lo hicieron por las de Asturias, ante el pequeño puerto de Tazones. En vano esperaban al Rey en Laredo, con todo el aparato oficial preparado para tal jornada. En vez de ello, con lo que se encontró Carlos fue con un recibimiento hostil de lugareños asustados, que al avistar tan gran flota sin noticia alguna de lo que allí venía, temieron un ataque enemigo, acaso de turcos, acaso de franceses, y se aprestaron a combatirlo con sus pobres medios.

Jamás habían visto una armada tan poderosa, con aquellos cuarenta barcos altos como castillos, los asturianos de Tazones. Pero desvanecidas las dudas, el Rey pudo desembarcar con su Corte, penetrar en barca por la ría de Villaviciosa y pasar allí su primera noche en España.

Es un momento importante en la vida de Carlos V y también en la historia de España. Aquello que señaló Sánchez Albornoz: que era el tercer desembarco que cambió la historia de los españoles13.

Durante cuatro días el joven Rey hubo de permanecer en Villaviciosa, hasta que poco a poco se fueron reuniendo los carromatos y las bestias de carga que se precisaban para el traslado de aquel gran cortejo regio. No era, sin embargo, la región más adecuada para entrar en contacto con España, salvo por el hecho, que podía tomarse como simbólico, de la cercanía de Covadonga, punto de arranque de la España medieval y cristiana.

¿Debe ahora el historiador evocar las jornadas carolinas en Villaviciosa? La primera noche, dado que todavía no se había desembarcado el bagaje de cocina, todo el mundo, desde el primero al último, tuvo que poner manos a la obra para prepararse una rústica cena, diciéndose los unos a los otros: «Hagamos una buena comida y pasémoslo alegremente14

En pequeñas etapas Carlos fue bordeando la costa asturiana: de Villaviciosa a Colunga, de Colunga a Ribadesella, de Ribadesella a Llanes. Todas estas villas guardan el recuerdo del paso del Rey. Era la gran novedad, lo nunca visto, pues desde los remotos tiempos en que Asturias había sido cuna de la Reconquista y asiento de la Corte, puede decirse que había permanecido aislada del resto de España. La historia, la gran historia, se decidía en Castilla, en Cataluña o en Andalucía; con Castilla se mantenía la vinculación política, pero apenas la socioeconómica, dados los difíciles accesos a la meseta.

De esa suerte, Carlos y su cortejo se desviaron hacia Santander, para coger la ruta que desde Torrelavega enlaza con Reinosa y Aguilar, por el paso montañoso de Pozozal.

No sin sus fatigas y quebrantos.

Entre Villaviciosa y Colunga un fortísimo aguacero empapó a toda la Corte, máxime que descargó de golpe en medio del camino, cuando la jornada había amanecido con un sol radiante y con los postreros ardores veraniegos15. Y en la montaña de Santander, una fuerte tormenta les fustigó todo el camino, poniendo en cuidado a la Corte sobre la salud del Rey, que venía ya enfermo desde San Vicente; y tanto, que ni siquiera sus bufones le hacían sonreír. De forma que sus médicos creyeron conveniente acudir a un recurso extremo: a mezclar sus medicinas con raspaduras de unicornio, el animal fabuloso del que tantas maravillas se decían en aquella época, tan propicia todavía a las creencias mágicas16.

Para tomar alientos y recobrarse un poco de aquel rudo viaje, Carlos V permaneció cuatro días en Aguilar de Campoo. La hermosa villa palentina conserva todavía un arco renacentista labrado en piedra que recuerda la época del Emperador.

Carlos ya estaba en Castilla. Las montañas quedaban atrás y el camino se abría fácil hasta la gran urbe castellana de Valladolid. Pero otras novedades aguardaban a los viajeros: los vinos de la tierra, que entran bien pero que pueden hacer estragos. Y de hecho, gran número de cortesanos lo aprendieron en sus carnes «enfermos todos ellos por los excesos que habían hecho de beber los fuertes vinos de esta tierra»17.

Y fueron llegando los grandes de Castilla a rendir homenaje a su nuevo Rey. En Aguilar lo hizo el arzobispo de Burgos, en Becerril, el condestable de Castilla.

Fue una marcha lenta, acaso premeditadamente. Se rumoreaba que Chièvres quería aplazar la entrevista de su señor con Cisneros, acaso pensando que la muerte haría su oficio, pues era notorio que el anciano Cardenal tenía los días contados. Pero lo cierto es que, en la escala de valores del joven Rey, otra entrevista era más deseada, más anhelada y más urgente: la que había de tener con su madre, la reina Juana. Era obligado dejar a un lado a Valladolid para dirigirse a Tordesillas.

Para mí, y así lo indiqué en mi estudio sobre Juana la Loca18, no se trataba de un gesto calculado, sino de un sentimiento filial, tanto de Carlos V como de su hermana doña Leonor.

Un sentimiento filial doblado por el político, pues Chièvres sabía bien lo que importaba ante la opinión pública hispana aquel gesto afectuoso de Carlos, que era como un reconocimiento ante la madre y ante la Reina. El poder ya estaba en manos de Carlos, pero del éxito de la visita a Tordesillas dependía una confirmación moral.

Algo donde la habilidad política de Chièvres sería decisiva.

Ahora bien, sería minimizar la cuestión si lo redujéramos todo a una baza política jugada con maestría. De hecho, tanto Carlos como Leonor estaban ansiosos por ver a su madre, de la que se habían visto separados hacía más de once años, cuando el Rey solo contaba seis años de edad y su hermana apenas ocho. Si acudimos a las Memorias de Carlos V podremos comprobar que Carlos recuerda aquella jornada de forma muy escueta, pero marcando el gesto del respeto filial:

Continuando su camino a Tordesillas —nos dice—, fue a besar las manos a la Reina, su madre...19

Y, además, estaba el drama de su hermana pequeña, Catalina, a la que ni siquiera conocían. Y ello también era importante.

Había otra cuestión, y no pequeña para Carlos: ¿Acaso no estaba en el convento de Santa Clara de Tordesillas, el cuerpo insepulto de su padre, Felipe el Hermoso? Algo habría que hacer a ese respecto.

Por lo tanto, el viaje a Tordesillas se imponía por encima de cualquier otra consideración. Era una visita que no podía ser fugaz, sino que había que tomar con calma, para que no pareciera que se trataba de cubrir el expediente. De hecho, de las no pocas visitas que Carlos V haría a su madre, esta sería la más prolongada, después de la de 1524 y de la realizada en las Navidades de 1536. Durante toda una semana, Carlos V y Leonor, su hermana, convivieron con doña Juana y con la pequeña infanta Catalina.

El primero en pedir audiencia a la Reina, guardando así el protocolo regio, fue Chièvres. El valido quería preparar el camino al Rey, comprobar en qué situación se hallaba doña Juana, y tratar de inclinarla benevolentemente hacia su hijo. Tenía a su favor el haberla conocido en la corte de Bruselas y, sobre todo, el poder negociar directamente con doña Juana que, desde su estancia de casi diez años en la corte de Bruselas, dominaba perfectamente el francés20.

El plan de Chièvres, sintonizando en esto con su señor, era sencillo: entrevistarse con doña Juana para tantear su ánimo, hablarle de sus hijos, para saber si reaccionaba ante su recuerdo, y, en caso positivo, darle a conocer que estaban allí, deseando presentarle sus respetos; tras de lo cual vendría la persuasión para que, dejando todo cuidado, descansase de las tareas de Estado, delegando en su hijo.

Algo que ya estaba realizando, pero que convenía que el país comprobase que se seguiría haciendo, no usurpando a la Reina sus legítimos derechos regios, sino con su beneplácito y aprobación.

Y, con algún vaivén de su ánimo, lo cierto es que doña Juana respondió a lo que se pedía de ella. Ordenó que pasaran sus hijos, a los que abrazó sin más protocolos palatinos. Entonces Carlos le expresó sus vivos deseos de verla, tras tantos años de ausencia, y le manifestó cuán contento estaba por encontrarla tan bien de salud.

Lo cierto es que Juana contaba entonces treinta y siete años y su estado físico era bueno, y su belleza era manifiesta a poco que permitiera a su servidumbre que la arreglaran.

Pero hubo un momento de confusión. En la mente de Juana estaba el cliché de sus hijos pequeños, tal como los había dejado al salir de Flandes hacía once años. Era también la imagen perpetuada por aquel tríptico en el que aparecían Carlos, Leonor e Isabel, unos niños de cuatro, tres y un año. Entonces, ¿quiénes eran en verdad aquellos Príncipes que se presentaban ante ella, aquella mujer, Leonor, de diecinueve años y aquel joven de diecisiete?

Y se le escapó la duda: «Pero, ¿son mis hijos?»

Mas, una vez hecha a la idea del cambio operado por el tiempo, reaccionó con normalidad, permitiéndoles que se retiraran para descansar de aquel largo viaje.

Todavía quedaba la otra parte de la negociación, la de conseguir su visto bueno para que Carlos gobernase en su lugar.

Chièvres se lo planteó a la Reina con habilidad. La cuestión era tan importante, que el cronista flamenco Laurent Vital nos lo relata con todo detalle: Dado que el buen Dios le había dado tantos reinos que gobernar y tan pesada carga para hacerlo con orden y justicia, y dado que también le había dado tal hijo, con tan buenas condiciones, ¿por qué no descansar en él, dejándole la carga del gobierno?

Y añadió algo más, muy significativo, algo para persuadir de lleno a la Reina: así tendría la satisfacción de ver cómo su hijo se iba formando como un verdadero rey:

Harías bien, Señora, en entregarle desde ahora el cargo, a fin de que en vida vuestra aprenda a regir y a gobernar vuestro pueblo21.

Como cabía suponer, por las muestras constantes de la repugnancia que sentía la Reina hacia las materias de Estado, como si advirtiera que dada su incapacidad podía cometer grandes yerros, con la consiguiente carga de conciencia (algo que ya había manifestado cuando se produjo la muerte de Felipe el Hermoso, estando ausente su padre Fernando el Católico de Castilla), Juana accedió de buen grado a lo que Chièvres le proponía.

Y de ese modo Carlos V legitimaba a los ojos de todos su gobierno de España y se mostraba haberse comportado, desde el primer momento, como un buen hijo hacia su desventurada madre.

El cronista podía anotar, complacido:

Haciendo lo cual ha satisfecho a Dios y al mundo, como la razón lo quiere y enseña22.

Carlos V cumplía así también lo que hemos visto que le había pedido el Consejo Real: su madre, la Reina, mantendría todos sus títulos. Él no sería el hijo soberbio e ingrato que la despojara de su rango regio. Ya no cabía aquella maldición con la que se le había amenazado, aquello de que Dios castigaba a quienes tal hacían. Él no quitaría a su madre en vida el honor que se le debía.

Juana seguiría siendo la Reina, aunque él tuviese el poder, también con título regio. Y puesto que Juana había dado su conformidad, y como aquella entrevista entre ambos, entre la Reina madre y el Rey hijo, se había realizado en un clima de afectuosidad y de buen entendimiento, el asunto había que darlo por zanjado.

Otro, y doloroso, se presentaba a Carlos y Leonor: la situación de su hermana Catalina. ¡Era su hermana pequeña, a la que no conocían más que de nombre! Infanta de España y, sin embargo, en penoso contraste con ellos, no parecía una princesa, sino una zafia muchacha del servicio.

En efecto, aquella chiquilla de diez años había crecido en el desamparo, siempre al lado de su desvariada madre que solo se cuidaba de tenerla cerca. De aspecto gracioso y dulce, con hermosos cabellos rubios —como casi todos los príncipes de la Casa de Austria—, iba vestida de tal modo que al ver su porte nadie la tomaría como una de las nietas de los Reyes Católicos. El contraste con sus hermanos Carlos y Leonor, tan lujosamente ataviados, no podía ser mayor. El cronista Laurent Vital describe con asombro su atuendo:

No llevaba más adorno, encima de su sencillo jubón, que una chaquetilla de cuero, o por mejor decir, una zamarra de España que podía valer dos ducados. Su adorno de cabeza era un pañuelo de tela blanco...

La hija vestida con sencillez, a lo más como lo pudiera estar la de un sencillo caballero, no lo estaba menos la madre. Y el alojamiento, a tono con aquella austeridad, cubierto con esteras y sin sombra de tapices. Si se añadía la terrible sujeción de la Infanta, viviendo día y noche aquel triste encierro en compañía de la madre, se comprende que los dos hermanos se apiadasen de ella, tratando de mejorar su situación, como hemos de ver.

Pero primero se dispuso aquel otro acto que Carlos V quería realizar: los solemnes funerales en recuerdo de su padre, en el convento de Santa Clara de Tordesillas, donde se custodiaba su cuerpo insepulto. Era también un acto de reconocimiento público de su amor filial y de hacer bien patente la grandeza del finado. Había, pues, una mezcla de sentimientos íntimos con los propios de glorificación de la dinastía ante un público expectante, con esa preocupación que tienen los poderosos de aprovechar oportunidades tales para afianzarse ante el sentir de los súbditos.

Estaba la iglesia llena de gentes —nos informa el cronista flamenco—... en un tan grande número que no se podía entrar ni salir sino con gran trabajo, que habían ido allí, tanto para ver al Rey como las ceremonias...

Y añade, orgulloso de quién había sido su señor:

...jamás habían visto nada semejante ni tan auténtico y triunfante...23

Era un funeral regio, era el recuerdo de la muerte del rey Felipe el Hermoso; pero llevado a cabo con tal fausto que se convertía en un triunfo. En el triunfo de la dinastía.

Después de lo cual se imponía ya la reunión con el otro hermano, con Fernando, el nacido en Castilla y por tanto desconocido para Carlos, y la entrada triunfal en Valladolid.

Sobre su hermano Fernando tenía Carlos V preparado un plan cuidadosamente meditado, en el que le había aconsejado su abuelo, el emperador Maximiliano. No debía olvidar nunca que era su hermano, y tratarle como tal; pero dado que existía en Castilla un partido fernandino que le hubiera preferido como rey de España, en lugar de Carlos, era conveniente alejarlo lo más pronto posible, mandándolo a los Países Bajos, en espera de darle un digno acomodo en otra parte de los dominios de los Austrias.

Mas una cosa iba a ocurrir, y nada buena, sobre la que resulta difícil pronunciarse. Pues mientras ocurrían aquellas jornadas en Tordesillas, a principios de noviembre de 1517, agonizaba en Roa, apenas a 60 kilómetros de Valladolid, aquel anciano Cardenal que tanto había hecho por la Monarquía y tanto en favor de Carlos V.

En efecto, Cisneros había salido de Madrid para ir al encuentro de Carlos V. Un encuentro que para él hubiera sido gozoso, porque era tanto como entregarle personalmente el poder que se le había confiado, con el ánimo sereno de quien ha cumplido. Pero el anciano Cardenal, que ya tenía 81 años, no andaba bueno. Le apenaba el ver que pasaban los días y que el viaje de Carlos V se alargaba tanto; en primer lugar por no haberlo hecho en 1516, a poco de la muerte de Fernando el Católico. Después por haber esperado a tan entrado el verano de 1517, ya a las puertas del otoño. Y para postre, el llevar tan lentas sus jornadas, pues desde su desembarco en Asturias hasta su llegada a Tordesillas había pasado más de mes y medio. De forma que entre los servidores del Cardenal el comentario era unánime: todo era una maniobra del poderoso Chièvres para que Carlos V no se viera nunca con Cisneros, cuyos días estaban ya contados.

Lo cual tendría una consecuencia: que la opinión pública castellana acusara de ingrato al Rey por aquel despectivo olvido hacia quien tanto había hecho por él. Y Castilla perdía al buen gobernante que hubiera podido actuar sobre Carlos V, como contrapeso a las nocivas influencias de sus consejeros flamencos.

Un ambiente bien recogido por un cronista de excepción: Juan Ginés de Sepúlveda.

La muerte de un varón así resultó más penosa y preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles...24

Por su parte, otro cronista, Alonso de Santa Cruz, concreta más sus acusaciones: la corte carolina estaba al tanto, día a día, del avance de la enfermedad del Cardenal:

... tenían noticia grande a menudo los que estorbaban estas vistas25, porque del médico que le curaba recibían cada día avisos y hasta qué tiempo podía vivir, según natura...26

Por si fuera poco, Carlos V, mal aconsejado aquí, acaso por Chièvres, acaso por Mota, mandó una carta al Cardenal en la que daba por buenos sus servicios, permitiéndole retirarse a descansar a su arzobispado. Si hemos de creer a Santa Cruz, tal muestra de ingratitud afectó dolorosamente al Cardenal, acelerando su muerte27.

Una muerte de la que tenemos un testimonio del obispo de Ávila, que asistió al Cardenal en sus postreros momentos. Sus últimas cartas ya no las puede firmar: sus manos son ya las de un cadáver, tan frías estaban:

... cuando vinieron al tiempo de las firmar ya tenía las manos tan débiles y tan heladas que no fue posible poderlas firmar...

Y llegó el final temido, que Cisneros muriese sin alcanzar lo que tanto deseaba: verse con Carlos V, con su nuevo y joven señor:

Gran juicio de Dios ha sido éste —se lamentaría el buen obispo de Ávila— que no le dexasse ver a S. A. ...28

Con su escueta manera de recordar el pasado, cuando no se trataba de lances de guerra, Carlos V lo rememora en sus Memorias:

Y continuando su camino hasta Tordesillas, fue a besar las manos a la Reina, su madre; y partiéndose de allí y yendo a Mojados, halló al infante don Fernando, su hermano, al cual recibió con grande y fraternal amor. En este tiempo murió el cardenal fray Francisco Ximénez, que el Rey Católico29 había dejado por Gobernador de los dichos Reinos...30

Era otra operación diplomática de urgencia: atraerse a aquel muchacho (Fernando tenía entonces catorce años) cuyos partidarios tanto habían intrigado para convertirlo en el heredero de los Reyes Católicos, desplazando a Carlos V. Desde Middelburg, poco antes de embarcar para España, ya Carlos había escrito a su hermano, advirtiéndole que no toleraría cualquier desacato y ordenándole que apartase de su lado «aquellos malos servidores» que tal le aconsejaban:

Muchas veces y por diversas partes, he sido informado que algunas personas de vuestra Casa se ponían en cosas que eran en deservicio de la cathólica Reina, mi señora31, e mío e daño vuestro, y otros hablaban palabras feas y malas en desacuerdo y perjuicio de mi persona, hacían otras cosas dignas de mucho castigo...

Entre aquellos que Carlos tenía por alborotadores y malos consejeros de su hermano estaban el comendador mayor de Calatrava y el obispo de Astorga, a quienes Fernando debía apartar de su Casa, mandándolos a que residieran en su encomienda, el Comendador, y en su Obispado el prelado32.

Sin duda, fue otro acierto de la diplomacia carolina el atraerse al jovencísimo Infante, en lo que tuvo buena mano el cardenal Cisneros. Pero todo lo comenzado, toda aquella mejora en las relaciones entre los dos hermanos, tan beneficiosa para la paz del Reino, había que confirmarlo. De ahí la importancia del primer encuentro entre ambos.

Aquí la referencia del cronista flamenco Laurent Vital está llena de colorido. Mientras buena parte del cortejo carolino se dirigía ya a Valladolid, Carlos se desvió de su camino hacia levante, para ir al encuentro de su hermano, cuando supo que se hallaba en Mojados. A mitad del camino se encontró con su tío, don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, hijo natural de Fernando el Católico, que acudía a reverenciarlo. Poco después llegaba el propio Infante, acompañado de fuerte guardia y de gran número de nobles castellanos. Podía parecer que se trataba de mantener un pulso, mas al encontrarse ambos, Fernando descabalgó e hizo las reverencias al Rey que mandaba el protocolo, dando muestras de tan sincero acatamiento33 que ya no se borraría de la memoria de Carlos V.

... halló al infante don Fernando, su hermano, al cual recibió con grande y fraternal amor...

De esa buena armonía dependían muchas cosas, y la primera la paz en España. Y aun bastante más. Proféticamente lo diría Laurent Vital, testigo de aquel primer encuentro:

Ciertamente es de esperar que estos dos nobles Príncipes hermanos, e hijos34 de Emperador35 y de Rey36, en el tiempo futuro Dios dispondrá para ellos grandes tareas...37

La primera muestra de cuán estrechamente quería vincular Carlos a su hermano la dio en seguida, teniendo antes de su entrada triunfal en Valladolid un capítulo de la Orden del Toisón de Oro en el monasterio franciscano del Abrojo, para imponer a su hermano el preciado collar de la Orden.

A partir de ese momento ya se podía preparar la entrada triunfal en Valladolid. Hasta entonces, el viaje de Carlos por España había sido mero tránsito. Pero Valladolid ya era una meta. Con tanta frecuencia corte de la Monarquía, asiento de su Chancillería más antigua, Valladolid era ya como el corazón de Castilla, donde además el Rey había convocado sus primeras Cortes del Reino.

Por lo tanto, una entrada que tenía que ser triunfal, como la que las historias contaban que hacían los grandes vencedores en la Roma imperial.

Y así el pueblo castellano, arracimado en sus calles y plazas, pudo contemplar la magnífica entrada de su nuevo Rey. En primer lugar las habituales demostraciones del poderío regio: las armas. Primero, formaciones de infantes: las guardias de Espinosa. Tras ellos, la caballería regia. A continuación, los grandes señores de Castilla. Era como el anuncio de todo el esplendor que llegaría después: aquellos príncipes de la Casa de Austria, los nuevos amos de España y de media Europa: Carlos, Fernando, Leonor. No agrupados, sino escalonados, porque aquí también el pueblo tenía que ver las jerarquías; de forma que el primero en aparecer era Fernando, llevando a su diestra y siniestra al cardenal Adriano y a don Alonso, el arzobispo de Zaragoza. Y a conveniente distancia Carlos, el nuevo rey de Castilla y de España entera, de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y señor de las Indias occidentales; iba Carlos escoltado por los embajadores de la Cristiandad, sobresaliendo el del Papa y el del Emperador. Le seguía ya, en aquel desfile, doña Leonor, acompañada a respetuosa distancia por el señor de Chièvres, que en todo caso ya era señalado como el hombre fuerte del nuevo poder; y a su imitación, el resto de las damas de doña Leonor iban asistidas de algún caballero de la Corte. Cerraban el desfile otras formaciones militares: los arqueros de la guardia del Rey.

Damos tan particular cuenta de la primera entrada triunfal de Carlos V en Valladolid que, como asiento de las próximas Cortes de Castilla, asumía la capitalidad del Reino, para marcar algo más que su simbolismo, ese simbolismo con el que el poder se mostraba al público, para afianzar su poderío. Porque la pregunta que nos hacemos es en qué medida se consiguió ese objetivo.

En efecto, ¿qué es lo que vio principalmente el pueblo castellano agolpado en las calles de Valladolid? Una gran demostración de poder, sin duda. El lujo de aquella Corte borgoñona que ahora se instalaba en España. Por lo tanto, la nota extranjera: los Adrianos de Utrecht, los Chièvres, los Sauvages. La serie de damas vestidas a la moda de su país, tan distinto al de Castilla, como lo iba la propia doña Leonor. Y además, la extrema juventud: don Fernando —que, por lo demás, era el más querido—, un chiquillo que apenas si contaba catorce años. Y en la cumbre de todo el sistema, el nuevo príncipe, el Rey que se había arrogado la realeza en vida de su madre, la reina doña Juana: Carlos, que era también otro muchacho con aspecto ausente, bien joven pues no tenía más que diecisiete años. Y la gente comentaba: «Ese es el hijo de Felipe el Hermoso.» Ahora bien, Castilla tenía mal recuerdo del rey Felipe.

Por otra parte estaba el doble hecho inquietante de su extranjería, por un lado, y de su temprana edad, por el otro. Castilla estaba habituada al gobierno de maduros hombres —y mujeres— de Estado: de Isabel la Católica, de Cisneros, de Fernando el Católico, y últimamente otra vez de Cisneros. Con ellos, Castilla había salido de su aislamiento internacional, había entrado en el gran escenario europeo, había culminado grandes hazañas, que la habían convertido en una potencia mundial, la única que parecía capaz de enfrentarse con el temible poderío turco, la gran amenaza de la Europa cristiana que golpeaba por Oriente. Y ahora, todo ese poderío, todas esas expectativas hispanas, toda esa grandeza desplegada en la Europa mediterránea y todo lo que ya se anunciaba más allá de los mares, pasaba a manos de un joven señor venido del lejano Flandes, del que se decía que tenía su voluntad ganada por otro flamenco, aquel señor de Chièvres que con tanta arrogancia seguía en el cortejo a doña Leonor de Austria.

Por lo tanto, una muchedumbre contemplando aquel desfile, pero poco entusiasmo entre los espectadores. La propia villa de Valladolid parecía contagiada de esa frialdad castellana. El cronista Laurent Vital se asombra de los pobres arcos triunfales que la ciudad había levantado. Lo que había hecho Valladolid no era gran cosa, comenta el cronista, si bien busca una disculpa:

... no tiene costumbre de tales tareas...38

Estaba claro que daba comienzo una difícil etapa de transición, de acomodamiento entre el rey y el pueblo, entre el señor de Flandes y sus nuevos súbditos de Castilla. Y todos eran conscientes de ello. Empezando por Fernando el Católico, si bien el viejo Rey en las últimas recomendaciones a su nieto Carlos está obsesionado por un temor: lo que le ocurriría a su muerte a Germana de Foix, su mujer39. Pero era evidente que aquel relevo en el poder abría muchas incógnitas. El propio obispo Mota advertía a Cisneros el 8 de marzo de 1516: el príncipe Carlos no carecía de buenas condiciones, pero nada sabía de sus nuevos dominios, empezando por desconocer su idioma. Y además, lo que era más grave, estaba demasiado influido por sus consejeros flamencos, en particular por Chièvres, lo que era un peligro para España, dada la codicia de aquellos consejeros. Y lo mismo ocurría en política exterior, donde contrastaba la pugna anterior de los Reyes Católicos con los reyes de Francia, con la francofilia manifiesta de Chièvres (que no era otra que la que había sustentado diez años antes Felipe el Hermoso); y tanto, que hacía firmar a Carlos, en sus cartas a Francisco I, como «humilde servidor y vasallo», dejando prevalecer aquella condición primera de conde de Flandes40.

No poco de tales novedades trascendieron a la opinión pública, cuando no las sospecharon. Que los grandes señores flamencos miraban la empresa de España como una vasta operación económica de la que iban a sacar notables provechos se deduce por muchas vías; una operación que suponía, en principio, un alto coste que había que financiar, para lo que la corte de Bruselas acudió a las arcas del rey Enrique VIII de Inglaterra; posiblemente por la facilidad que deparaban las buenas relaciones con Londres, donde el rey de Inglaterra estaba desposado con Catalina de Aragón, tía carnal de Carlos V. Curiosamente, el préstamo de 100.000 florines de oro concedido por Enrique VIII, que sirvieron para financiar el primer viaje de Carlos V a España, estaba respaldado únicamente por los grandes señores flamencos de la Corte de Carlos V: Felipe de Clèves, señor de Ravenstein; Carlos de Croy, príncipe de Chimay; Enrique, conde de Nassau y señor de Breda; Guillermo de Croy, señor de Chièvres; Juan de Sauvage, canciller y señor de Descambelze, y por último, Antonio de Lalaing, señor de Montigny y Tesorero41.

Por lo tanto, no era extraño que un clima de desconfianza reinase en Castilla ante aquella invasión que les venía de Flandes y que no auguraba nada bueno para el futuro del país.

En ese ambiente tuvieron lugar las primeras Cortes de Castilla convocadas por Carlos V en Valladolid y celebradas en 1518.

LAS CORTES CASTELLANAS DE 1518

La desconfianza de Castilla hacia el nuevo gobierno de Carlos V estaba también, sobre todo, en relación con las mercedes sin cuento que el joven Rey estaba concediendo a sus consejeros flamencos. Era como un despojo que no tuviera fin, y hasta tal punto que lo llevado a cabo en el primer año del reinado de Carlos V, en 1516, hacía temer a López de Ayala —el comisionado de Cisneros en la corte de Bruselas— que se hiciera a Castilla:

... subjeta al condado de Flandes...42

Y se comprende, dada la cascada de regias recompensas realizadas a favor de los señores flamencos sobre dignidades y bienes de la Monarquía Católica.

El más beneficiado había sido Chièvres, a quien Carlos V había hecho, por su real cédula de 20 de abril de 1516, contador mayor de Castilla. Antes de acabar el año, el 24 de diciembre, se le nombraba capitán general del mar en la Corona de Aragón y almirante de Nápoles. Y no bastando eso, se le hacía señor del ducado de Sora, Castellaneta, Vico, Santa Ágata y Rocca Guglielma en el reino de Nápoles43.

Otros señores flamencos recibían mercedes en Indias. Y su alto clero no quedaba atrás: Adriano de Utrecht recibía el obispado de Tortosa y Ludovico Marliano el de Tuy.

A todos excedió lo conseguido por el sobrino de Chièvres, Guillermo de Croy, un jovencillo de 17 años al que se le otorgaba nada menos que el arzobispado de Toledo. La perla de la Iglesia española, su mitra más importante, concedida a un flamenco. ¡Que el sucesor del gran cardenal fuera un muchacho imberbe y extranjero era un alarde de prepotencia, un desprecio a los sentimientos nacionales de Castilla!

Con razón, pues, la opinión pública castellana estaba entre alarmada e indignada, aunque es posible que en la decisión de Carlos influyera la presión de algunos nobles, como el marqués de Villena, que antes que ver en la mitra toledana a un personaje poco grato, prefirieron apoyar al compañero juvenil del Rey44. Pero la opinión pública no sabía nada de tales manejos cortesanos, mientras que lo que verdaderamente contaba era que la Iglesia española había sido humillada; y eso era tanto como humillar a la nación entera. El malestar era tan grande que en Valladolid se hacía la vida imposible a los flamencos del cortejo de Carlos V, en especial cuando la dificultad de encontrar alojamiento llevó a los aposentadores a una medida extrema: acomodarlos en casa de los clérigos de la Villa, vulnerando sus antiguos privilegios. Las quejas de la clerecía fueron inmediatas y procedieron con todas sus fuerzas contra ellos, en especial en las iglesias. Laurent Vital nos lo cuenta gráficamente:

... nos daban con la puerta en las narices...

Y cuando se quejaban, oyeron la amenazadora respuesta:

... que era mala cosa encolerizar a los curas en Castilla...45

Así las cosas, y en un ambiente tan tenso, se abrieron las Cortes castellanas de 1518. Carlos V había nombrado a Sauvage como presidente, poniendo a prueba la resistencia de la institución; pero tuvo que ceder, ante la fuerte oposición encontrada, pues los procuradores se negaron a reunirse. Fue designado entonces el obispo Mota, dando comienzo las sesiones el 9 de febrero.

Dos días antes se procedió con toda solemnidad a rendir el pleito homenaje al Rey, dentro de la más estricta tradición medieval. En las primeras horas de la mañana fueron llegando los más destacados personajes de la nobleza castellana a la casona-palacio donde se alojaba Carlos. De allí salió la comitiva regia hacia la cercana iglesia de San Pablo, el Rey montado a caballo y siendo precedido por el conde de Oropesa que portaba la espada regia, como símbolo de la Justicia. El día, como de febrero, estaba lluvioso, incluso con copos de nieve:

... hacía muy mal tiempo...

relataba el cronista46.

Después de la solemne misa, se procedió a la ceremonia del juramento y pleito homenaje ante el Rey, sentado en su sillón puesto en alto ante el altar mayor; detrás de él, se veía al cardenal Adriano, el futuro Papa, con los santos Evangelios.

Y se inició el desfile de los presentes ante su Rey, empezando por sus hermanos Fernando y Leonor, siguiendo por la alta nobleza y el alto clero y terminando por los procuradores representantes de las dieciocho ciudades con voz y voto en las Cortes; todos besando la mano del Rey en señal de su acatamiento. Una ceremonia doblada con la que vino a continuación de pleito-homenaje:

... que es cosa mucho más firme, sin comparación, que hacer juramento, porque es un juramento que no se puede faltar a él sin cometer caso de traición47.

La ceremonia se terminó con el juramente de Carlos, con su mano diestra sobre los Evangelios, de cumplir como un buen rey para sus nuevos súbditos. Dos días después se abrían las Cortes.

Estamos ante una de las Cortes castellanas de mayor valor para el conocimiento del pensamiento político de la época. Frente a la tendencia absolutista de la Monarquía, haciendo hincapié en el origen divino de su poder, las Cortes alzan su propia voz: por el contrario, el poder está en la república, y si el rey reina y gobierna, es por un pacto callado. Y son estas mismas palabras las que se emplean, como hemos de ver.

En un principio, conforme mandaba la costumbre, las Cortes oyeron el discurso de la Corona, pronunciado por el obispo Mota. Tratándose de unas Cortes especiales, pues eran las que habían jurado como rey a Carlos, pero también las que se suponía que iban a exigir el reconocimiento por la Corona de los antiguos privilegios de Castilla, Mota comenzó su discurso con una loa a los procuradores presentes:

El Rey nuestro señor, honrados caballeros, está muy satisfecho de vosotros...

Todo el acto de la jura, tenido el domingo anterior en la iglesia de San Pablo, se había celebrado de forma solemne,

... con tanta fidelidad, acatamiento, reverencia y silencio...

Y a continuación, en justa correspondencia, la promesa regia:

Dice más Su Majestad, que su intención y determinada voluntad ha sido y será siempre guardaros vuestras preeminencias y privilegios y buenas costumbres...

Era evidente que la nación estaba alarmada. Mota trata de ganar la confianza de las Cortes: ¿Por qué se había puesto en viaje el Rey? ¿Para qué estaba en España?

... vino a España para guardarlas, no para quebrantarlas.

A partir de ese momento, Mota enfoca la cuestión del día: el servicio que el Rey esperaba de las Cortes; esto es, el dinero que los procuradores debían votar para ayudar a su Rey. Y, para ello, les recuerda las nuevas obligaciones que Carlos tenía, no solo de cara a Castilla, sino también de cara a Europa. Se dará cuenta de la victoria que el gran enemigo de la cristiandad había tenido sobre «el Soldán de Egipto»; era, como si dijéramos, la noticia del día. Y ya Carlos V considera que él tenía que salir al paso de aquella amenaza, porque a ello le obligaba su ejecutoria; que no en vano era rey:

... y rey cristiano y tener nombre de católico, y venir y descender de reyes, que tantas y tan gloriosas victorias han habido contra los infieles...

Y la complicación que supone para Castilla la nueva dinastía se anuncia rotundamente, porque su nuevo rey tenía la mayor frontera con el Islam, añadiéndose a las viejas fronteras marítimas de Nápoles y sur español, las que ahora se tenían hacia Constantinopla. Se daban ya como propias las fronteras austriacas, y a ellas se alude directamente:

... porque ancha parte del patrimonio del Emperador confina con el Turco, por parte de Constantinopla...48

El Emperador, esto es, Maximiliano I, el abuelo de Carlos V, que ya sentía la amenaza otomana por su frontera oriental. Era como augurar las correrías turcas sobre Austria, de 1529 y 1532, y lo que es más notable, como si el título imperial lo tuviese Carlos V en la mano. Y como era tanto el esfuerzo en pro de Europa que se va a solicitar de inmediato a las Cortes castellanas, vendría al punto el obligado halago. Se proclamará que el Rey tiene a Castilla como:

... la fuerza de todas sus fuerzas, con el cual [Reino] se conquistan y defienden los otros...

A ese discurso de Mota contestaría el procurador burgalés Zumel, en nombre de toda la corporación. Y se hace eco de una antigua concepción política, distinta a la tesis del origen divino del poder regio: la del contrato tácito entre Reino y Rey, por el cual se entendía que el Reino servía al Rey con sus tributos y le ayudaba con sus gentes en caso de guerra, mientras que el Rey se obligaba a una buena justicia. Por lo tanto, el Rey al servicio del Reino. Y así llegaron hasta los oídos de Carlos V aquellas altivas palabras:

En verdad —habló Zumel— nuestro mercenario es, e por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos e ganancias suyas e le sirven con sus personas todas las veces que son llamados...

Eso obligaba gravemente al Rey, y de ahí la severa advertencia de Zumel al monarca:

Pues mire Vuestra Alteza49 si es obligado por contrato callado a los tener e guardar justicia...50

El mejor alcalde, el rey; el mejor juez, el rey. Era un deseo popular que recogería la literatura. Para lo cual, era preciso que el rey eligiera bien a sus ministros, conforme a la sentencia bíblica:

Juzgarás a mi pueblo y escogerás varones prudentes, temerosos de Dios que tengan sabiduría e aborrezcan la codicia.

Tal era el recuerdo que había dejado Isabel la Católica, tenida por eso como modelo de reinas. Y como había advertido que no debía dejarse entrar a los extranjeros en el gobierno del Reino, las Cortes se lo recuerdan a Carlos V. La Reina pensaba en lo que ocurriría a su muerte, con la llegada de Felipe el Hermoso a España, pero la situación no podía ser más parecida, con la llegada de Carlos V a la muerte de Fernando el Católico. De ahí la petición de las Cortes al Rey:

Vuestra Alteza mande ver las cláusulas del Testamento de la reina doña Isabel, nuestra señora, que haya gloria, que en esto hablan...

Y, junto con la acostumbrada referencia al matrimonio, para que garantizara una de las misiones prioritarias de la realeza, lograr la tranquilizadora sucesión, una petición urgente: que aprendiera el castellano, para que entendiera y fuera entendido por sus súbditos.

Algo tan razonable que Carlos lo promete de inmediato:

A esto se vos responde que nos place dello e nos esforzaremos a lo fazer...

Es más, ya Carlos lo estaba intentando:

... e ansí lo habemos ya comenzado a hablar con vosotros e con otros destos nuestros Reinos.

Una cuestión quedaba pendiente, e importante: las Cortes castellanas tenían noticia de las negociaciones del Rey con Francia, en torno a una posible devolución de Navarra a la Casa Albrit. ¡Gran alarma! ¿Estaría en peligro la última gran obra política del rey Fernando, la que había cerrado la unidad territorial de la Monarquía hispana? Las Cortes aquí se mostrarían unánimes: el Rey debía mantener a Navarra incorporada a Castilla

... por ser la llave principal destos Reinos...

Para ello le ofrecían todo lo que tenían: vidas y hacienda51.

Al lado de las tradicionales peticiones de las Cortes, en cuanto a que se exigiese la residencia a todas las justicias del reino, a que no se sacase ni oro ni plata, a que no se enajenasen los bienes de la Corona, y a que no se exportasen caballos52, nos encontramos con otras muy significativas, relacionadas con lo que se estaba viviendo en Castilla: la llegada al poder de un rey extranjero.

De entrada, aquel Rey quería imponer usos nuevos, como el tratamiento casi divino de Majestad, frente al tradicional usado en Castilla para sus reyes de Alteza; cosa a la que se resistieron las Cortes.

Y estaba también la cuestión, dudosamente resuelta, del trato que se estaba dando a la reina doña Juana. ¿En verdad estaba incapacitada para regir sus Reinos? Las Cortes no lo tenían muy claro. De ahí que su primera petición a Carlos fuera que a doña Juana se le devolviera todo el rango a que tenía derecho.

... como Reina destos Reinos.

Su nombre debía anteceder al de Carlos en todos los documentos. Y sus derechos regios ser reconocidos, de forma que si recobraba la razón, Carlos, el hijo, dejara todo el poder en sus manos.

Era tanto como señalar al Rey cuánto se dudaba de la locura de doña Juana. ¿No se trataría de una mísera conjura, para que aquel joven señor venido de Flandes usurpase el poder?

Una duda que volvería a brotar con toda su fuerza, cuando se produjese a poco el alzamiento de las Comunidades53.

Por supuesto, las Cortes insistirían además en otros dos puntos: que no se diesen cargos a extranjeros y que el infante don Fernando no saliese de España hasta que Carlos no tuviese hijos.

Ahora bien, concedieron a Carlos un buen servicio de doscientos millones de maravedíes a pagar en tres años54.

LA VIDA FAMILIAR DEL REY: CATALINA, FERNANDO, GERMANA DE FOIX

Recojamos ahora otro aspecto distinto, pero tan importante para captar a nuestro personaje: su vida familiar. Carlos había dejado en los Países Bajos a sus hermanas Isabel y María. Acompañado de la mayor, doña Leonor, se encontraban en España a los dos Infantes que habían nacido aquí, Fernando (en Alcalá de Henares y en 1503) y la más pequeña, a la hija póstuma de Felipe el Hermoso, a Catalina, nacida en 1507. Para ambos, el Rey tenía previsto un cambio sustancial de sus vidas. Para Catalina, simplemente, sacarla de aquel cautiverio de Tordesillas e incorporarla a su Corte, junto a doña Leonor. En cuanto a Fernando, el problema era más delicado, por lo que suponía, tanto él como su partido, en relación con sus aspiraciones al trono de España.

El caso de la infanta Catalina, su tristísima niñez viviendo el cautiverio de la madre doña Juana en Tordesillas, conmovió tanto a Carlos como a Leonor, cuando lo comprobaron ellos mismos en su visita a la reina madre. De inmediato, se propusieron sacar a la Infanta, su hermana, para que viviera ya con ellos, con el rango que le correspondía.

Fue un plan que vivió emocionada toda la Corte y que nos transmite fielmente el cronista Laurent Vital.

Según esa información, los servidores del Rey penetraron de noche en la cámara de la Infanta, haciendo un hueco en su pared, y la sacaron de Tordesillas, llevándola bien acompañada en una litera a Valladolid, donde la esperaban impacientes sus hermanos, siendo alojada en la misma casa de doña Leonor.

Y añade Laurent Vital, como testigo de vista:

Con la llegada de esa gentil princesa toda la Corte se sintió muy alegre. La vi entrar e ir al cuarto de su hermana, por una galería, y la llevaba de la mano el señor de Traseignies, y la señora de Chièvres de la otra mano, y llevaba la cola de sus vestido la señora de Beaumont...55

De ese modo abandonaba su cautiverio y se incorporaba a la Corte, con todo el rango que le era debido como infanta de España, la hasta entonces desvalida Catalina.

Sería por poco tiempo. Pues los lamentos de su madre, la Reina, serían tales y tan desgarradores («¡Me han robado a mi hija!», no cesaba de clamar, desesperada) que Carlos V tuvo que consentir en que Catalina volviese a Tordesillas, si bien teniendo su cámara propia y con otros cuidados en trato y servicio, como los que correspondían a su categoría principesca.

Aquella chiquilla de diez años aún tendría que vivir otros ocho años en el retiro de Tordesillas, asistiendo a jornadas históricas de primera magnitud, como la rebelión de las Comunidades de Castilla, con su forcejeo por el dominio de aquella Villa, de tanta significación política, antes de su cambio radical de vida, al desposar en 1525 con el rey Juan III de Portugal.

Entonces la Infanta pasaría, definitivamente, de un cautiverio más o menos dorado, a reina del Reino más rico de la Cristiandad, jugando ya un papel de primer orden en el tablero de la Europa renacentista56.

Algo de lo que tendremos ocasión de hablar.

Quedaba para el Rey, Carlos de Flandes, resolver otra cuestión más peliaguda: la suerte de su hermano Fernando. En Bruselas se conocían los manejos del partido fernandino en Castilla para que Fernando desplazara a Carlos, con su argumento de que el trono de España no podía ser ocupado por un extranjero; de forma que el nacido en Alcalá de Henares debía ser preferido al que lo había hecho en Gante. Aunque entonces se tomaron medidas, como las ya indicadas de apartar del lado de Fernando a los más destacados cabecillas de aquel bando, el propio emperador Maximiliano I consideró que lo más seguro era resolver de una vez por todas el conflicto, sacando a Fernando de España; y para endulzarle la medida, se le hizo ver que si se conformaba con ello, se le aseguraba un digno destino, al frente del patrimonio territorial que la dinastía poseía en el centro de Europa.

Una decisión que se enfrentaba con el deseo de Castilla de que el Infante no saliese de España. A fin de cuentas, Fernando era el primero en la lista de los que tenían derecho al trono, en caso de que Carlos muriese, dado que el Rey todavía no se había casado y, por lo tanto, carecía de herederos propios. Y esa situación se prolongaría hasta 1527, de forma que durante esos nueve años, quien podía convertirse en el nuevo rey se hallaría a cientos de leguas de distancia.

Pero el plan regio se cumplió en aquel mismo año de 1518. Una flota fue preparada en Laredo, y allí hubo de dirigirse el infante don Fernando, aunque sus partidarios trataron de aplazar el viaje. Dejando su pequeña Corte de Aranda de Duero, Fernando llegó en el mes de mayo a la costa santanderina y el 23 embarcaba, rumbo a los Países Bajos.

Noticia tan esperada por Carlos V, que un mensajero tenía la orden de estar listo y con el pie en el estribo, para salir a galope cuando le viera embarcar, llevándole aquella para él tan buena nueva57.

Buena para él, pero lamentable para la mayoría de los castellanos, como el fidedigno cronista Sandoval recogería medio siglo más tarde:

... la ida del Infante destos Reinos pesó a muchos, y se comenzó a murmurar...58

Más placentero resultó para Carlos V atender el ruego de su abuelo Fernando el Católico en cuanto a que no abandonara a la reina viuda Germana de Foix:

... no le queda, después de Dios, para su remedio sino solo vos...59

Y Carlos tomó muy a pecho el ruego del abuelo. Ya en su primera entrevista con doña Germana «besó y saludó» a la Reina, mostrándose igual de afectuoso con las damas de su Corte. Y Laurent Vital, testigo de vista, añade este rumor:

... oí decir que había conquistado entonces el amor de una dama...

¿Quién era esa dama? Sin duda, muy principal, pues en su honor ordenó el joven Rey que se hicieran torneos y se celebrasen banquetes. Todo era poco para aquel joven enamorado:

Y no era maravilla, porque a gentes enamoradas nada les es imposible60.

El Rey tenía entonces diecisiete años y no es extraño que se dejara ganar por una mujer de veintinueve, atractiva, que todavía estaba lejos de aquel padecimiento que le llevó más tarde a la penosa obesidad que después tanto la afearía.

Unas relaciones amorosas que se dejan entrever por el relato del cronista. Así, el palacio del Rey y la casona donde vivía doña Germana en Valladolid estaban fronteros, pero eso no bastaría a Carlos V, quien ordenaría que se alzase un puente de madera:

... para que el Rey y su hermana pudieran ir en seco y más cubiertamente a ver a la dicha Reina...

Unas visitas que eran correspondidas, pues también Germana de Foix aprovecharía la oportunidad que le deparaba el puente, escapando al comentario de las gentes:

... y también la dicha Reina iría por él al palacio del Rey...

¿Visitas protocolarias? ¡No! Visitas secretas o, lo que es lo mismo, visitas amorosas:

Y sirvió de mucho —es otra vez el cronista quien nos informa— ... y, sobre todo a los enamorados, porque más fácilmente podían ir por él a visitar a sus amados y enamorados...61

Pese a ello, pese a tan reveladoras indicaciones del cronista flamenco, los historiadores actuales han ignorado esas andanzas del joven Rey. Sería preciso que una profesora valenciana, Regina Pinilla Pérez de Tudela, encontrase en Simancas las pruebas documentales de estas relaciones, al realizar su Tesis Doctoral sobre Germana de Foix; la Reina dejaba en su Testamento su joya más preciada a su hija, la infanta Isabel:

Item, legamos y dexamos aquel hilo de perlas gruesas de nuestra persona, que es el mejor que tenemos, en el que hay ciento y treinta tres perlas...

¡Un collar de 133 perlas gruesas! La joya no era cualquier cosa. ¿Y a quién se la lega la Reina?

... a la serenísima doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de su Majestad del Emperador, mi señor e hijo...

Por lo tanto, Germana de Foix deja marcada, sin lugar a dudas —y en un documento tan fidedigno como es su Testamento— quién era el padre de aquella Isabel de Castilla: el Emperador. Nada dice expresamente de la madre, aunque bien podía suponerse; eso lo atestiguará, como veremos, el duque de Calabria, su marido.

Una hija que se criaba ausente, acaso en la Corte de la Emperatriz, pues doña Germana hacía años que residía en Valencia, como virreina del Reino valenciano. Pero, naturalmente, seguía acordándose de su hija. Y así añade en su Testamento:

Y esto (lo hago) por el sobrado amor y voluntad que tenemos a Su Alteza...62

Y su viudo, el duque de Calabria, perfecto conocedor de todo aquel embrollo familiar, comenta en carta dirigida a la Emperatriz:

Vea V. M. el legado de perlas que dexa a la serenísima Infanta doña Isabel, su hija. V. M. Mandará screvirme si es servida que se le embíen con hombre propio...

Tal ocurría en octubre de 1536. Para entonces, Carlos V ya había tenido dos hijas con la Emperatriz: María y Juana. Pero en la Corte de su esposa se criaba esa otra hija suya, Isabel, a la que los duques de Calabria dan también el título de Infanta, aunque evidentemente sin que tuviera derecho a ello, ya que no tenemos noticia de que Carlos V la hubiera reconocido como hija. Añadamos que doña Germana acompañó a Carlos V hasta Barcelona, donde casó en 1519 con el marqués de Brandemburgo; era la forma imperial de dar por terminada aquella relación amorosa.

AL ENCUENTRO DE ARAGONESES Y CATALANES

El 22 de marzo, Carlos salía de Valladolid acompañado todavía de su hermano Fernando. En Aranda se despedirían, debiendo Fernando, como ya hemos visto, dirigirse hacia Laredo, para embarcar hacia los Países Bajos. Tardarían años en volver a verse.

El viaje de Carlos a sus reinos de la Corona de Aragón también tenía sus dificultades. Asimismo en Aragón había existido la sospecha de que otro personaje de la familia real se quería alzar con el poder.

Se trataba del arzobispo de Zaragoza don Alonso, hijo natural de Fernando el Católico. Y es posible que hubiera algo de cierto, si hemos de creer al dicho: explicatio non petita, accusatio manifesta. Pues a ese tenor, el 16 de marzo de 1516 mandaba a Bruselas don Alonso de Aragón a un enviado especial, don Juan de Aragón, con la misión de encarecer al Rey que él no tenía culpa alguna sobre los rumores que habían corrido en cuanto a su intento de hacerse con la Corona de Aragón:

... que me había de alzar con los Reinos...63

Por el contrario, don Alonso haría los mayores extremos para asegurar a su regio sobrino de su fidelidad sin fisura alguna:

... fasta derramar la sangre y perder la vida...64

Pero no debía de estar demasiado seguro de ello Carlos. Y tanto, que prohibiría a su tío, el arzobispo don Alonso, que fuera a visitar a la reina doña Juana, medida que agravió y mucho al Arzobispo65.

Evidentemente, en la prohibición al Arzobispo había algo más que una cuestión familiar. Que de pronto sintiera don Alonso de Aragón tanto deseo por ver a su hermanastra había que achacarlo, más que a un repentino amor fraterno, a una labor de información, como si se dudara por los aragoneses de la incapacidad mental de doña Juana y, en consecuencia, del derecho de Carlos a gobernar el país como verdadero rey. Sin que faltara el temor de que don Alonso quisiera intrigar en Tordesillas, para conseguir el favor de la Reina para esas aspiraciones que se le atribuían a convertirse en rey de Aragón.

En su viaje a Zaragoza, una vez separado de su hermano don Fernando, Carlos lo hizo acompañado de su hermana Leonor y de Germana de Foix.

Carlos hizo su entrada en Zaragoza el 9 de mayo de 1518. Encontró una buena acogida de la población, lo que le hizo creer que en breve podría celebrar las Cortes, ser jurado rey, obtener algún subsidio y continuar aquel mismo verano, o a lo más en otoño, su ruta hacia Barcelona.

No sería así. Por primera vez conocería Carlos las dificultades que entrañaba el negociar con las Cortes de la Corona de Aragón, bien reino tras reino, en lugares y fechas distintas, bien reunidas todas ellas —aragonesas, catalanas y valencianas— en un mismo sitio y a la vez. De forma que su esperanza de estar a principios del otoño en Barcelona, donde había convocado las Cortes catalanas para el 2 de octubre, se vio frustrada.

En vano hizo el Rey el mayor esfuerzo para convencer a los aragoneses, en el discurso inaugural de las Cortes aragonesas, iniciadas el 20 de mayo de 1518 en el palacio de la Diputación. Allí les recordó cómo había dejado sus tierras natales de Flandes:

... olvidamos el amor natural de tal patria, donde nacimos, a lo cual todos los mortales son inclinados...

Afrontó el peligro de la mar y el que quizás pudiera acecharle en tierra, como a su padre Felipe el Hermoso; donde se desliza una sospecha hacia aquella temprana muerte. Pero atendiendo a las peticiones de los embajadores que le llegaban de España, y entre ellos, del reino de Aragón, se había puesto en camino. Y en Castilla había sido jurado por rey y señor de aquel Reino y ayudado con un servicio de doscientos millones de maravedíes:

... que es el mayor servicio que nunca en aquellos Reinos se hizo a los Reyes nuestros predecesores...

Era lo mismo que esperaba del reino de Aragón: el juramento de fidelidad y un buen servicio.

Como en ocasiones similares, en el discurso de la Corona se entremezclarían los halagos al país con las exhortaciones a su buen comportamiento. El Reino aragonés era proclamado como el principal de aquella Corona (idea ciertamente que es dudoso que compartieran catalanes y valencianos):

... de todos los reinos nuestros marítimos de la corona de Aragón, de los cuales este Reino es cabeza y están a él unidos...

Para acabar de impresionar a sus oyentes, se haría un alarde de la prepotencia internacional del nuevo rey que les llegaba a los aragoneses; no era Carlos un príncipe cualquiera. Con el Papa tenía estrecha alianza:

... y le hallamos muy propicio y benigno en nuestras cosas...

El Emperador era no solo su abuelo, sino también su deudor, cosa razonable pues sus dominios eran el patrimonio familiar:

... su Estado y nuestro...

Con el rey de Francia Francisco I había establecida confederación, apoyada con futura alianza matrimonial66; y además le había concedido la Orden del Toisón de Oro; como también la tenía el rey de Inglaterra Enrique VIII:

... nuestro tío y hermano...

No menos estrecha era la alianza que tenía con el rey de Portugal. Y no quedaba ahí la cosa, pues tan venturosa paz en la Cristiandad se veía afianzada con las buenas relaciones con otros países más alejados, como Dinamarca y Hungría, cuyos reyes estaban casados con sus hermanas Isabel y María. Incluso el rey de Polonia

... es nuestro amigo y confederado y casado con nuestra parienta y natural...67

Eso es lo que le permitía venir a gobernar en paz a España y cumplir lo que más deseaba:

... hacer la guerra a los infieles enemigos de nuestra santa fe católica...68

Tantos halagos no bastaron para acelerar las Cortes aragonesas. Como comenta Merriman, los aragoneses estaban más interesados en defender sus privilegios que en celebrar todos aquellos parentescos regios de que había hecho gala el Soberano69. Acabaron por fin por jurar a Carlos como nuevo rey, conjuntamente con su madre doña Juana, concediéndole una discreta suma de 200.000 ducados, algo menos de la mitad que le había asignado Castilla.

Cuando tal ocurría, ya se había pasado el año 1518.

Y un hecho a recordar: durante su estancia en Zaragoza, en el mes de junio, fallecía uno de los principales consejeros flamencos de Carlos, Sauvage, que ostentaba el cargo de canciller.

Fue la ocasión para que entrase en escena un político que pronto daría que hablar, y que durante más de doce años llevaría en sus manos la política del Rey, que muy pronto sería Emperador: el piamontés Mercurino de Gattinara.

Y en la vorágine de los acontecimientos en que estaba entrando España, dos sucesos encontrados: la petición del rey de Portugal Manuel el Afortunado de casar con doña Leonor —boda que se celebraría en Zaragoza por poderes en junio de 1518—, y la noticia de cuán enfermo andaba el emperador Maximiliano I, con todo lo que eso suponía: la próxima batalla para cubrir aquella vacante imperial, tan anhelada por Carlos de Austria.

Dejando atrás Zaragoza, Carlos entraba en Barcelona el 15 de febrero de 1519. Y allí estaría casi un año, superando así durante su primera estancia en España el tiempo pasado en Valladolid (apenas cuatro meses) y en Zaragoza (unos ocho meses).

Para entonces, ya había muerto su abuelo Maximiliano I, el 12 de enero de 1519, y se entraba en la agitada etapa de la elección imperial.

En ese ambiente, ya tan tenso para Carlos, se abrieron las Cortes catalanas el 16 de febrero de 1519. El discurso de la Corona es prácticamente una repetición, casi al pie de la letra, del pronunciado en Zaragoza en el mes de mayo de 1518; se haría referencia a las tierras natales del Rey, al sentimiento por dejarlas atrás, a los peligros afrontados para hacer el viaje por mar, a la paz conseguida con toda la Cristiandad —aludiendo ya, claro, a la novedad de la boda de su hermana Leonor con el rey de Portugal Manuel el Afortunado— y al deseo de combatir al Turco, contra el que preparaba gran armada

... por consejo e inducción de nuestro Santo Padre...

Y como el fin último del discurso regio era inducir a las Cortes catalanas a un buen servicio, se les recordaba, como a las aragonesas, lo que ya le habían dado los Estados de los Países Bajos, de 800.000 coronas, las Cortes castellanas de 200 cuentos de maravedíes, y las aragonesas de 200.000 libras jaquesas. Para terminar con una declaración llena de orgullo: la guerra al Turco

... con lo cual creemos ampliar todos nuestros Reinos y señoríos, juntamente con nuestra persona real...70

Por lo tanto, era pasar ya abiertamente de aquella divisa suya inicial Nondum a la ambiciosa y que ya sería la del resto de su vida, Plus ultra, con la cual le conocería la Historia.

Por aquellas fechas, Alberto Durero haría un hermoso grabado de Carlos V. Aún no ha recibido la corona imperial, pero ya aparece con todos los signos emblemáticos hispanos, el yugo y las flechas del escudo de sus abuelos maternos. Y, sobre todo, con su lema preferido, aquí en alemán:

Noch weiter

Esto es, plus ultra, todavía más allá.

Y era necesaria aquella arrogante declaración, aunque solo fuera para tranquilizar a los catalanes, que precisamente por aquellas fechas se habían visto inquietados por la amenazadora presencia de varias fustas norteafricanas incluso ante Barcelona, cogiendo a la ciudad prácticamente indefensa, lo cual sintió Carlos con particular vergüenza:

... Su Alteza —nos refiere el cronista Santa Cruz— recibió mucho enojo y no pequeña afrenta en ver que no hubiese en la dicha plaza [de Barcelona] ningunas fustas ni galeras para salir contra las de los moros...71

Para entonces, la noticia de la muerte del emperador Maximiliano I planteaba a Carlos una cuestión tan urgente como anhelada: su elección a la corona imperial.