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DE CÓMO SURGE UN EMPERADOR

En el verano de 1496, mediado ya el mes de agosto, una gran flota se reúne en el puerto cántabro de Laredo. No se trata de una flota de guerra, aunque vaya lo bastante preparada para repeler un posible ataque enemigo. Se trata de una flota que ha de llevar una novia desde España hasta los Países Bajos. Y como la novia es hija de los muy poderosos Reyes Católicos, la flota ha de ir en consonancia con el poderío de aquellos soberanos, que ya por ese año de 1496 se perfilaban como una verdadera potencia, ya que habían sido capaces de terminar la dura y secular Reconquista, de patrocinar el fantástico viaje de Cristóbal Colón a través del mar tenebroso, y de echarle un pulso a los franceses en el sur de Italia.

Pero un estadista no solo ha de vencer sino de convencer; y eso, en política internacional, pasa por asegurar los triunfos obtenidos, y para ello hay que manejar las bazas diplomáticas. Siendo su gran rival Francia, los Reyes Católicos maniobraron para lograr la alianza de las potencias norteñas al país galo; de ahí su acercamiento al emperador Maximiliano I. Para aquellas fechas, en 1496, los Reyes Católicos ya habían desposado a su hija mayor, Isabel, con el príncipe Alfonso de Portugal, pero todavía tenían varios hijos casaderos, entre ellos al único varón, el príncipe don Juan —a la sazón, de 17 años— y a la infanta doña Juana, que contaba 16. A su vez, por parte de Maximiliano de Austria, estaban sus dos hijos, Felipe y Margarita, de edades muy similares, pues Felipe había nacido en 1478 y Margarita en 1480. ¿No era una feliz coincidencia? No había que esperar nada. Todo estaba a punto. Y así se prepararon los dobles enlaces matrimoniales entre Juan de España y Margarita de Austria y entre Felipe el Hermoso, señor de los Países Bajos, y la infanta española doña Juana.

De ahí la armada dispuesta en Laredo en aquel verano de 1496 para llevar a la tercera hija de los Reyes Católicos a los Países Bajos: una chiquilla de 16 años, que debe dejar el hogar familiar y la tierra que la vio nacer, que ha de cambiar los lazos de amistad de familiares y cortesanos amigos por unas gentes que le son extrañas, que hablan en una lengua que le es ajena, lo que supone como una barrera infranqueable.

Y también a anotar en ese cambio que se produce el de trocar unas costumbres que le son familiares —empezando por la dieta alimenticia, tan distinta en el país donde crece el olivo—, y hasta el mismo color del cielo, esa luz tan clara y tan diáfana en la España meseteña y mediterránea y que en los Países Bajos siempre está entre brumas y aguaceros.

Y luego, la sensación de soledad, de orfandad si se quiere, pese a que acompañando a la Infanta van algunos buenos servidores de los Reyes, como su capellán, el grave clérigo don Diego Ramírez de Villaescusa, el futuro obispo de Cuenca y fundador del Colegio Mayor del mismo nombre, que será uno de los grandes Colegios vinculados a la Universidad de Salamanca; pero también sus damas de honor, como doña Beatriz de Tábara, doña Blanca Manrique, doña María de Aragón y doña Beatriz de Bobadilla, sobrina de la gran confidente y amiga de la Reina, la marquesa de Moya.

Pero, al fin, esa es su pequeña Corte, no su familia. La Infanta va destinada a formar una nueva, la suya propia, y a tal fin le está esperando en los Países Bajos su prometido, Felipe el Hermoso, archiduque de Austria y señor de los Países Bajos.

Y esa será otra: que cuando la Infanta llega a su nueva patria, tras de un viaje complicado que le ha obligado a recalar en Inglaterra, se encuentra con que nadie la espera, cuando pone sus pies en tierras de Flandes, el 8 de septiembre de 1496.

Todo esto hay que señalarlo para entender el grado de incertidumbre en que se mueve la Infanta; para entender también, por tanto, su doloroso proceso de enajenación mental que tendría tan acusada influencia en la historia, no solo de España, sino de Europa, e incluso en la universal.

Nadie esperaba a la infanta doña Juana, en efecto, cuando su flota arriba a las costas de Holanda; nadie de la nueva familia a la que estaba destinada, se entiende. Sobre todo, la Infanta echará de menos la acogida de su prometido, aquel Felipe el Hermoso de quien tanto le han hablado. Y la Infanta se adentra por las tierras de los Países Bajos, a lo largo del mes de septiembre, entra en Bergen y en otros pequeños lugares. En Bruselas sí puede saludar a la viuda de Carlos el Temerario, el legendario conde de Flandes que había tenido en jaque a toda una poderosísima Francia del rey Luis XI, a Margarita de York. Y allí precisamente, en Amberes la infanta Juana cae enferma. ¿Fiebres? ¿Pesadumbre sufrida por el descortés comportamiento de su prometido? Porque no verá a Felipe el Hermoso hasta que llega a Lille.

Era el 12 de octubre de 1496.

Y es entonces cuando surge lo inesperado, aquello que hará cambiar el curso de la historia, el golpe de pasión, la furia erótica que de pronto se desata en aquella pareja joven, entre la Infanta que todavía no ha cumplido los 17 años (los haría al mes siguiente) y el Archiduque que ya tiene 18. Y con tal desenfreno, que no son capaces de esperar a las fechas concertadas para los esponsales, y deciden celebrarlos sobre la marcha, precipitando los acontecimientos. Verse y desearse ardientemente todo fue uno, así que mandaron a por el primer sacerdote que hubiese a mano, para casarse aquel mismo día, sin aguardar a otras jornadas.

Así darían comienzo unas relaciones amorosas llenas de altibajos, entre frenéticos arrebatos y lagunas de ausencias marcadas por un marido, acaso temeroso de verse muy pronto consumido por aquel fuego. Para Juana, era algo nuevo e inesperado, como lo describí en otro libro mío:

La atracción del sexo: un mundo entrevisto hasta ahora y que se le descubre a Juana de pronto, como una explosión y que acabará dominándola, mostrando cuán vulnerable podía ser...1

Ese fue el asidero al que se agarró la Infanta para salvar todas sus zozobras y para romper aquel cerco de angustiosa soledad que la estaba argollando. Pero con tales arrebatos que su marido se alarmó y procuró ponerse a salvo, dejando de frecuentar el lecho de su esposa.

Abandonando el lecho conyugal y frecuentando el de algunas damas de la Corte, cosa que pronto llegará a oídos de la Infanta. De ahí unos celos cada vez más fuertes, con unos accesos de ira, de rabia, de impotencia por verse despreciada, en lo que aparecen algunos rasgos familiares, pues no de otro modo había reaccionado su madre, la gran reina Isabel la Católica, al tener noticia de las infidelidades de Fernando el Católico, su marido, con alguna dama de la Corte.

La propia Juana lo diría, como para justificar su conducta: no había que reprochárselo demasiado, pues no había sido la única en sufrir aquellos arrebatos de celos:

... y no sólo se halla en mí esta pasión, mas la Reina mi señora, a quien dé Dios gloria, que fue tan eçelente y escogida persona en el mundo, fue asimismo çelosa, mas el tiempo saneó a S. A., como plazerá a Dios que hará a mí...

Así escribiría años después, en 1505, la ya reina de Castilla, a su padre Fernando el Católico2. Pero sobre esto volveremos.

Arrebatos de celos, pues, confesados por la propia Juana. Y con ellos, o entremezclados con ellos, cartas apasionadas, ardientes, desesperadas, dirigidas a su marido, consiguiendo fugaces reencuentros, donde otra vez se desbordaba aquel amor lleno de furia, de deseo insaciable, de ansia del ser amado.

Y en esa guerra del sexo, fueron naciendo los hijos. La primera una niña, a la que pusieron por nombre Leonor, que nació en 1498, a los dos años de la llegada de Juana a Flandes. El segundo sería ya un varón, el hijo tan deseado por el padre, para asegurar la sucesión.

Ese hijo nacería el 24 de febrero de 1500, de cara por tanto al nuevo siglo, o cerrando el anterior, que también podría tomarse como la culminación o el final de algo más de un siglo: de todo el milenio medieval. Y su padre, Felipe el Hermoso, decidió ponerle el nombre de Carlos, de tan glorioso recuerdo familiar.

El parto había sido tan sencillo, que llamó la atención de toda la Corte. Pues celebrándose en Gante una fiesta en palacio —el castillo de Gante—, la Infanta se mostró indispuesta, pero antes de retirarse a su cámara ya había dado a luz al futuro emperador de Europa.

Diez días después tuvo lugar el bautizo. La comitiva salió de la zona palaciega adosada al viejo y sombrío castillo de los condes de Flandes para dirigirse a la catedral de Saint Bavon. Margarita de York, la viuda de Carlos el Temerario, que venía a representar así lo más destacado de la reciente historia del país, llevaba al recién nacido. Padrinos de la ceremonia, Charles de Croy, príncipe de Chimay, y Margarita de Austria, la hermana de Felipe el Hermoso. Fue una jornada de gran aparato cortesano, una jornada de fiesta celebrada ruidosamente por toda la ciudad, con la altiva torre municipal —el Beffroy— iluminada brillantemente.

Nadie podía vaticinar entonces que cuarenta años más tarde aquella altiva y próspera ciudad, orgullosa de ser la cuna del futuro Emperador, se alzaría contra el gobierno de su hermana María y que sería castigada severamente por ello por el propio Carlos.

De momento, en todo caso, un niño que se criaba con toda normalidad y al que su padre, antes de que acabase el año, cuando todavía no había aprendido a andar, ya había hecho duque de Luxemburgo y caballero de la Orden del Toisón de Oro.

De toda aquella solemne ceremonia del bautizo algo hay que recordar: que todo ello se realizase bajo el maravilloso retablo La adoración del cordero místico, la obra maestra de los hermanos Van Eyck. Y de sus tablas una destaca especialmente, por su simbolismo en relación con la futura vida del Emperador: la del grupo cortesano Los caballeros de Cristo; esos caballeros reflexivos y serenos, como seguros de su destino, que sujetan con las riendas sus corceles, para indicarnos que su vida estará entregada al servicio de Cristo. Porque, como hemos de ver, ese sería el anhelo de Carlos V. También los bellísimos ángeles cantores, acaso la pieza más lograda del políptico de los Van Eyck, se nos antoja que influyeron ya para siempre sobre el nuevo cristiano, con esa devoción musical que acabaría sintiendo. A nosotros, la vista de la ciudad que aparece al fondo de la tabla principal, nos lleva de inmediato al Gante que tuvo en su seno al príncipe niño.

Por lo pronto, nada permitía vaticinar que los honores y los poderes se irían acumulando sobre aquella criatura, que de momento sólo tenía asegurado el título de conde de Flandes. Es cierto que en España ya había muerto el príncipe don Juan y que la criatura que llevaba en su seno su esposa, Margarita de Austria, había nacido muerta. Pero era pronto para que Juana y Felipe se titulasen príncipes de Asturias, como herederos de la monarquía hispana, y así se lo reprocharon los Reyes. ¿Acaso no vivía todavía la hija mayor, Isabel? Isabel, entonces ya princesa, la primera princesa de Asturias, que después de unos esponsales fallidos con el príncipe Alfonso de Portugal, se había desposado con el rey Manuel el Afortunado, Manuel «O Venturoso».

Pero aquí también la muerte allanaría el camino a Carlos de Flandes. En 1498, un año después de la muerte de su hermano Juan, fallecía Isabel en Portugal a causa de un mal parto. Es cierto que había dejado un hijo, de nombre Miguel, a quien las Cortes sucesivas de Portugal, Castilla y Aragón fueron jurando su heredero, como para asegurar que con él se iba a cerrar aquella unidad política de la península ibérica, tan deseada por los Reyes Católicos.

No sería así. Pese al mimo con el que sus abuelos maternos lo trataron, llevándolo consigo a todas partes —lo cual acaso no fuera lo más indicado para tan tierna criatura—, el príncipe Miguel no se lograría, falleciendo el 20 de julio de 1500 en Granada, donde habían ido los Reyes para apagar los últimos rescoldos de la peligrosa hoguera encendida por los insumisos granadinos musulmanes.

Curiosamente, esa noticia era esperada por el Archiduque, por Felipe el Hermoso. También era deseada, porque le abría las puertas a la sucesión del trono de España, tan anhelado por él. De forma que para saberlo al instante, tenía ordenado a su hombre de confianza en la Corte hispana, Juan Vélez de Guevara, que en cuanto se produjese aquella muerte, como si ya estuviera prevista y no hiciese falta más que tener un poco de paciencia, se lo hiciese saber, mandando un correo urgente a espaldas de los Reyes Católicos. En este hecho, que nos plantea tantas dudas, el texto del cronista —que lo era Lorenzo de Padilla— es de un realismo poco menos que estremecedor:

Estando (Felipe el Hermoso) en esta villa3, por el mes de Agosto, le llegó correo en once días de Granada, despachado por Juan Vélez de Guevara, trinchante de la Archiduquesa, haciéndole saber la muerte del Príncipe don Miguel, que era la sucesión del Reino...

¡En once días llevó aquella noticia el correo, desde Granada hasta Gante! Cerca de 2.000 kilómetros, o si se quiere mejor, en términos de la época, de 333 leguas, a través de montañas fragosas, franqueando anchos ríos, recorriendo las ardientes mesetas castellanas, antes de penetrar por la extensa llanura francesa, para al fin cruzar la frontera de Flandes y alcanzar la corte del Archiduque en su villa de Gante. Realizar tal recorrido en once jornadas suponía hacerlo a una media en torno a los 180 kilómetros diarios, velocidad mucho más alta que la conseguida normalmente por el correo del Rey, que se cifraba en los 135 kilómetros. Por lo tanto, hay que pensar en una exageración del cronista. Pero esto ya nos quiere decir algo. Nos da a entender con cuánta impaciencia esperaba Felipe el Hermoso aquella nueva, por él tan deseada.

Porque la muerte del príncipe don Miguel era una buena nueva para el Archiduque. Y eso sí que nos lo refleja fielmente el texto del cronista Lorenzo de Padilla:

Los Archiduques se holgaron desta nueva, como era razón...

Aquella muerte les traía en bandeja la sucesión a la Corona de España, les daba el ansiado título de príncipes de Asturias, les abría un futuro del mayor esplendor. Y como si hubiera existido algo inconfesable en todo ello, el correo sale de Granada a escondidas de los Reyes:

este correo —añade ingenuamente el cronista4— no llevó cartas del Rey5 ni de la Reina6 porque no se lo hizo saber Juan Vélez de Guevara...7

Y de esa forma la estrella de aquel Carlos, el nacido en Gante, iba a brillar con más fuerza. Porque Juana tendría cada vez más perdida la razón, pero sus hijos, esos hijos que iban naciendo tan regularmente —Leonor, Carlos, Isabel, María, Fernando, Catalina— todos crecían sanos y sin mayores problemas, sorteando los mil peligros de aquella época en la que la mortandad infantil era tan grande.

Ahora bien, la fortuna que de ese modo sonreía a los Archiduques iba a traer sus consecuencias en la crianza de aquella pequeña tropa infantil que se educaba en Flandes. Porque dado aquel estado de cosas, Felipe y Juana tuvieron que ponerse en camino hacia España en octubre de 1501, para recoger ya de modo oficial aquel nombramiento de príncipes de Asturias, y con él, de sucesores a la Corona de España.

Un viaje largo, a través de Francia, no exento de complicaciones, del que Felipe no regresaría hasta las Navidades de 1502 y Juana hasta bien entrado el año de 1503.

Atrás habían dejado en la Corte de Malinas a sus tres hijos de tan tierna edad: Leonor de tres años; Carlos, de dieciocho meses e Isabel que apenas si contaba los cien días.

Tenemos un hermoso tríptico que nos permite evocar aquella menuda tropa infantil. Es obra de un anónimo maestro flamenco y se custodia en el espléndido Kunsthistorisches Museum de Viena.

Estamos ante el cuadro más antiguo de Carlos V cuando tenía dos años y medio. Ocupa el centro de la tabla, flanqueado por sus dos hermanas Leonor, a la izquierda, e Isabel a la derecha. Pese a su corta edad, el artista solo quiso dar una muestra de ello en el retrato de Isabel, a la que se pinta con una muñeca en las manos. Pero tanto Carlos como Leonor aparecen vestidos como si se tratara de adultos. Carlos con una mirada reflexiva, lleva ya colgado al cuello el collar de la Orden del Toisón de Oro, esa Orden que tanto carácter imprimiría ya en su conducta a lo largo de toda su vida.

Se trata de un tríptico de pequeñas medidas (24 centímetros de ancho por 13 de alto) y, por lo tanto, bueno para ser llevado de viaje, aunque Juana no lo pudiera tener consigo todavía cuando abandonó la corte de Bruselas en 1501, pero que reclamaría sin duda desde España cuando allí prolonga su estancia en la Corte de sus padres los Reyes Católicos.

Es una pequeña obra maestra que el anónimo pintor flamenco realizó en cuatro meses, entre el final del verano de 1502 y el comienzo del otoño del mismo año, y de ello deja constancia, marcando la edad exacta de los tres niños, en los momentos en los que va terminando sus retratos. Así sabemos que el primero que termina es el de Carlos, del que nos dice que tenía «deux ans et demi», y que, por lo tanto, acaba en agosto de 1502. Después vendría el de Isabel, de la que nos dice que tenía «l’aige de un an et III mois», y puesto que había nacido el 27 de julio de 1501, se terminaría en octubre de 1502. Y el último sería el retrato de Leonor, a los cuatro años, que cumplía en noviembre de 1502.

Unos retratos familiares, para consuelo de la princesa Juana que está ausente; lo cual nos hace recordar que aquellos niños crecen sin su madre, que no regresa a los Países Bajos hasta la primavera de 1504, y que pronto dejará —y ya para siempre— aquella corte de Bruselas, cuando sale de ella con su marido Felipe el Hermoso para reclamar su herencia de la Corona de Castilla, a principios de 1506.

Un viaje sin retorno para los dos. Para Felipe el Hermoso porque, una vez cumplidos todos sus objetivos, siendo reconocido más que como rey consorte de Castilla, como soberano con todos los poderes, dada la incapacidad mental cada vez más acusada de su esposa doña Juana, moriría súbitamente en Burgos el 25 de septiembre de aquel mismo año de 1506. Y Juana, porque pronto se convertiría en la cautiva de Tordesillas, de donde ya no saldría en el resto de su vida, cumpliendo acaso el cautiverio más largo de la Historia, de casi medio siglo de duración.

Por lo tanto, y en los Países Bajos, aquella tropa infantil, a la que en 1505 se ha incorporado otra niña, de nombre María —la futura reina de Hungría— crece en plena orfandad. Afortunadamente han encontrado en Malinas a una segunda madre, su tía Margarita que, viuda sucesivamente del príncipe don Juan de España y del duque de Saboya, se ha retirado a los Países Bajos, a los que regirá desde entonces en nombre de su sobrino Carlos, poniendo su Corte en esa villa de Malinas, donde crecen, bajo su cuidado, sus cuatro sobrinos.

Existe un cuadro muy expresivo de la princesa Margarita, la que pudo llegar a ser Reina de España, de mano de un buen pintor flamenco, Van Orley, y que posee el Museo de Bellas Artes de Bruselas. Con tocas de viuda, es una mujer joven de mirada serena, que ha recobrado sin duda su estabilidad emocional, dedicada de lleno a esas dos grandes tareas que le han sido impuestas: la de gobernar su país natal y la de dar un hogar a sus cuatro sobrinos que la desgracia ha convertido en huérfanos.

Cuatro niños que irán creciendo muy unidos, entre juegos y riñas infantiles, pero manteniendo ya para siempre esa entrañable unión fraterna que veremos como una constante a lo largo de sus vidas.

Conocemos también el nombre del aya de aquellos niños, que lo era desde 1502 Ana de Borgoña, viuda de Rakenstein, y el del primer chambelán de Carlos, Charles de Croy, designado como tal por Felipe el Hermoso poco antes de su marcha a España.

Eso ocurría en 1506. Y ese mismo año, cuando en octubre se conoce en Flandes la muerte del Archiduque, al punto se reúnen los Estados Generales para hacer frente a la grave situación creada con aquel vacío de poder, dado que el heredero era aquel niño de 6 años.

Era el 17 de octubre de 1506.

Se va a producir el primer acto oficial de Carlos, el nuevo conde de Flandes. Solo tiene 6 años y ya ha de asumir responsabilidades políticas. Evidentemente no con plena conciencia, pero sin duda algo de aquella solemne ceremonia hace impacto en su ánimo. De entrada, debe presentarse ante los Estados Generales, rodeado de su Corte borgoñona: los príncipes de la sangre, los grandes cargos palatinos, los caballeros de la Orden del Toisón de Oro; los ministros, por último, de su Consejo. Y Carlos, aquel niño de 6 años, lo hará ya vestido como un adulto, lo que podría hasta parecer cómico, si el acto no fuera tan solemne, con su adorno desde entonces preferido: el collar de la Orden del Toisón de Oro. Los Estados Generales le reconocerán como su nuevo Señor, dada la muerte inesperada de Felipe el Hermoso, pero han de encontrar un regente, y ofrecen el cargo a su abuelo paterno, al emperador Maximiliano; el cual, a su vez, delegará en su hija Margarita. Y así, un año después, en 1507, Margarita tomará posesión de su nuevo cargo ante los Estados Generales, reunidos esta vez en Lovaina.

Era el 17 de abril. Tres meses después resonaría en Malinas, donde la regente Margarita asentaría su Corte, el grito ritual:

Le roi est mort. ¡Vive Monseigneur!8

Solo tenía siete años, pero ya era el símbolo del poder. Y eso no había hecho más que comenzar. Diez años después embarcará para asumir las coronas de Castilla y Aragón, de la Monarquía Católica que se extendía hasta las tierras italianas, hacia Levante, y hasta el nuevo mundo descubierto más allá del Océano, hacia Occidente.

En verdad que su infancia, la infancia de cualquier niño de su edad, había pasado, había quedado irremediablemente atrás. A partir de ese momento, Carlos empezaba a entrar en la Historia.

Y para señalar que todo aquello era verdad, realizaría por primera vez un acto propio de su cargo, propio de su nueva dignidad: armaría un caballero, dándole el espaldarazo con la espada, conforme al rito cortesano; si bien podemos creer que debidamente ayudado, para que su menudo brazo pudiera manejar como debía hacerse, la pesada arma. Y al día siguiente tendría su primer discurso ante los Estados Generales, para pedirles que votaran a favor del subsidio que les solicitaba la regente Margarita, su tía.

LOS AÑOS DE MALINAS

Entre 1507 y 1515 Carlos irá creciendo en Malinas, donde tenía la Corte su tía y Regente de los Países Bajos, Margarita; bien acompañado el futuro Emperador por aquellas tres hermanas suyas que habían nacido en los Países Bajos: Leonor, Isabel y María. En 1507 Leonor tenía ya nueve años, Isabel, cinco, y María, la más pequeña, tan sólo dos. Se comprende que a la hora de los juegos Carlos escogiera a Leonor, que sería ya su hermana preferida, pero en conjunto, un estrechísimo lazo fraterno se establecería entre los cuatro, como si estuvieran necesitados de ello por la orfandad que de hecho estaban viviendo, paliada eso sí por el sincero cariño de la Regente, la que desde entonces Carlos llamaría «ma bonne tante».

Pues una cosa hay que anotar de inmediato: Carlos crece en un ambiente de refinada cultura palaciega, donde el francés es la lengua básica. Hay que sospechar que al estar Malinas enclavada en un área lingüística flamenca, algo del habla popular también salpicaría a Carlos en aquellos años infantiles y juveniles, dando así lugar a un incipiente bilingüismo, preparándole para aquel don de lenguas que sería después una de las características de su personalidad.

Los juegos, por tanto, del conde niño. Pero también el iniciarse en la vida de la corte de la Regente y su propia educación, bajo la enseñanza de buenos maestros

¿Cómo era Malinas a principios del siglo XVI? Un grabado de la época nos la presenta como una urbe bien poblada, con sus murallas que la delimitan frente a la campiña, dando el típico modelo de ciudad en forma de manzana, con una gran plaza central a donde desembocan sus calles principales. Sede de primer orden, asiento del alto Tribunal de Justicia, Malinas estaba lejos del bullicioso trajín de las ciudades industriales y mercantiles de los Países Bajos. Era famosa por su industria de encajes, pero eso no alteraba su vida apacible. Y por eso la Regente la prefirió para hacer de ella su Corte, desplegando un mecenazgo sobre las Letras y las Artes de su tiempo; sin olvidar, claro, sus responsabilidades políticas. Y, por supuesto, la atención hacia sus sobrinos, que eran toda su familia. Andando el tiempo, cuando la vida fuera dispersando aquellos sobrinos suyos por los más apartados rincones (Carlos, a España; Leonor, a Portugal y después a Francia; Isabel, a Dinamarca y María a Hungría), Margarita instaría a Isabel, la Emperatriz, que diera nuevos hijos a Carlos y que le permitiera tener con ella al menos a uno, para educarlo como un hijo; tanto sentía la soledad de su vida, desde que había visto marchar, uno a uno, a aquellos sobrinos que otrora habían alegrado su vida en los años en que había sido la Regente de los Países Bajos.

Sobre este último aspecto, los documentos algo nos reflejan. Así, unas cuentas de gastos de la Corte en el que se apunta el costo de un clavicordio comprado para Leonor y Carlos y una cama de muñecas para la pequeña Isabel9.

Un muchacho que juega con sus hermanas, pero que pronto ha de dejar los juegos infantiles para irse formando como lo que ya es: el señor de los Países Bajos y el heredero de la extensa y poderosa Monarquía hispana.

Pero, ¿cómo era aquella Corte? ¿Cuál era el talante, el espíritu, las características propias de la Corte borgoñona donde van pasando los primero años del futuro Emperador? Las biografías al uso suelen silenciar esta cuestión, pese a su indudable importancia.

Tres eran las características principales de la Corte borgoñona, que bajo la regencia de Margarita de Austria mantenían viva la rica tradición del siglo XV: una ceremoniosa etiqueta, un espléndido brillo en la vida social y un magisterio espiritual presidido por una figura excepcional: Erasmo de Rotterdam.

En efecto, y en cuanto a lo primero, lo cierto es que la Corte borgoñona era famosa en toda Europa por su complicado ceremonial palatino, con su peculiar tono caballeresco, desde que el duque Felipe el Bueno había fundado, en 1429, la Orden del Toisón de Oro, dando lugar a unas jornadas caballerescas a tono —y acaso inspirando— con los relatos de los libros de caballerías, que pronto serían la lectura obligada de todos y en todos los rincones de la Europa occidental. Unas jornadas caballerescas que tendrían su brillante cronista en Olivier de la Marche, preceptor de Felipe el Hermoso y autor de uno de los libros que luego sería de los preferidos por Carlos V: Le chevalier déliveré10. Toda una vida cortesana llena de justas y banquetes, que darían un tono de fiesta continua a la sociedad entera, propagándose su influjo de un sector a otro, como si se tratara de ondas sucesivas provocadas en el agua hasta llegar al mismo seno del palacio.

Como comentaría un gran historiador de los Países Bajos:

Así se pasó de los caballeros a los grandes señores y de los grandes señores a los príncipes, con una ostentación y magnificencias siempre crecientes, hasta entrar en el ámbito del propio Duque11.

Un aire de fiesta perpetua que también alcanzaría el ámbito popular, pasando de la ciudad al campo.

Por ejemplo, a la ciudad, en cualquiera de sus albergues. Véase, si no, cómo nos lo describe nada menos que Erasmo:

En la mesa estaba siempre presente una mujer para entretener a los huéspedes con bromas y chistes, pues allí dominaba siempre una admirable libertad...12

Y esa es la palabra que hay que evocar: libertad. Una vida libre, de un pueblo que paladea la abundancia y que siente el gozo de vivir. Algo que también se aprecia en el campo, si damos por buenos y veraces los cuadros pintados por el pintor holandés Brueghel el Viejo (cierto, algo después, pero ¿acaso la vida campesina no es la misma año tras año, y década tras década?), en especial el titulado La fiesta aldeana que puede admirarse en el Kunsthistorisches Museum de Viena, que yo he comentado en uno de mis libros preferidos:

Estamos ante una de las obras maestras del Quinientos. En primer término irrumpe una pareja que quiere incorporarse, regocijada, al baile: él corriendo delante, llevando de la mano a su rústica compañera, que avanza intrépida, con el pie derecho en alto, señalando el frenesí de que se halla poseída...13

Ahora bien, ese país opulento, libre de las trabas medievales, era también la patria de una serie de notabilísimos pintores, dando la prueba de que los Países Bajos tenían su propio Renacimiento que no desmerecía del de la Italia del Quattrocento. Baste recordar algunos nombres: Thierry Bouts, Roger Van der Weyden, Hugo Van der Goes, Hans Memling, Gerard David y por encima de todos, destacando con luz propia, los hermanos Van Eyck, a los que ya hemos aludido, creadores de una pieza maestra que es el retablo de La adoración del cordero místico (Catedral de Gante) y de no pocas piezas más, como la de los esposos Arnolfini, que hoy puede admirarse en la National Gallery de Londres, donde Jan Van Eyck pone orgulloso su firma:

Johannes de Eyck fuit hic

Y a tono, o incluso superando todo este brillo de las Artes, el de las Letras. Pues no en vano es de esta época el magisterio de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), el propugnador de un humanismo cristiano, el que aboga por la tolerancia y el diálogo con los disidentes, el que clama por la paz en la cristiandad por encima de la guerra, de cualquier guerra, de todas las guerras. Y Erasmo es el autor del famoso Diálogo de la locura, pero también —que no en vano llega a ser súbdito de Carlos V— de un breve pero importante tratado de educación política para los soberanos: Institutio Principis Christiani, que Erasmo dedicará a Carlos V en 1516 cuando conoce que su señor se va a convertir en rey de las Españas y, por ende, en el monarca más poderoso de su tiempo.

Es en ese ambiente cortesano y en ese país, verdaderamente a la cabeza de Europa, donde se forma en su juventud Carlos V.

LA FORMACIÓN DEL CONDE DE FLANDES, CARLOS DE GANTE

En aquella corte de Malinas, cercana a la gran urbe belga de Bruselas, transcurren pues los primeros años juveniles del nuevo conde de Flandes. Ante su vista tendría la esbelta torre de la catedral de Saint Rambaut, tan alta que casi alcanzaba los cien metros. Pronto comenzarían los ejercicios caballerescos, para hacer de aquel muchacho un completo soberano, diestro en los usos de la caballería.

Y también, claro, sus estudios.

¿Qué sabemos a este respecto? ¿Quiénes fueron los maestros de Carlos en estos principios?

Y la pregunta clave: ¿En qué medida aprovechó las lecciones de sus preceptores?

Uno de los primeros maestros que vemos al lado de Carlos es un español: Luis de Vaca. Y nombrado por Felipe el Hermoso en 1505 para que el que entonces no era más que duque de Luxemburgo fuera aprendiendo las primeras letras. Evidentemente, Felipe el Hermoso ya estaba pensando en prepararlo para que heredara en su día la Monarquía hispana, pues para entonces ya había muerto Isabel la Católica y él mismo se aprestaba para acompañar a su esposa Juana a España, de hecho, como reina de Castilla.

Otros dos españoles aparecen también en ese entorno escolar: Anchieta y, sobre todo, como figura de más relieve, el obispo de León, Juan de Vera, que además era capellán mayor de la capilla de Carlos. Y entre los flamencos, Roberto de Gante.

Pero será en 1511, cuando Carlos, ya conde de Flandes, está entrando en una edad más difícil, cuando la Regente decide poner a su lado, como máximo preceptor, a un hombre sencillo, un clérigo de origen humilde con fama de santidad, que había empezado su carrera eclesiástica como párroco de una iglesia rural: era Adriano de Utrecht, una de las personalidades más notables de ese primer cuarto de siglo, y no solo de los Países Bajos.

Adriano de Utrecht parecía poseído de esa piedad sincera por la que clamaba el gran Erasmo: la que nace del corazón y no se queda meramente en el rezo mecánico de las oraciones. La oración mental, en suma, más que la bucal. Y eso fue decisivo en la formación del muchacho, de aquel Carlos que entraba poco a poco en la pubertad. Por entonces, Adriano era ya deán de San Pedro, en Lovaina, estaba vinculado a su Universidad y su fama como teólogo y como hombre bondadoso y honesto era muy grande. Diríase que era, en frase de los españoles de la época, «un hombre de Dios». Su vida religiosa se atenía a los principios de los Hermanos de la Vida Común que tanta influencia habían tenido en la vida espiritual de los Países Bajos desde mediados del siglo XV. Y algo de todo eso supo transmitirlo a su principesco discípulo14.

Y, por supuesto, algo más mucho más importante para el futuro Emperador: un riguroso sentido de su responsabilidad como gobernante.

¿Qué materias entrarían en los estudios de Carlos? Aparte de los conocimientos básicos de las primeras letras —eso sí, en francés, no lo olvidemos—, la Historia tendría un relieve particular, como pedían los humanistas de la época. Sin duda, Luis de Vaca debió intentar enseñarle el español, aunque con poco éxito.

Y aquí tocamos un punto que suele darse de lado en las biografías de Carlos V: ¿En qué grado fue capaz de aprender en sus estudios?

Pues bien, todo apunta que no demasiado, si nos fijamos en lo que consiguió en los idiomas. Cuando llega a España, en 1517, apenas sabe nada de español; ya veremos que muy pronto las Cortes de Castilla le aprietan para que lo aprendiese:

... a fin de que podamos entenderle y que nos entienda.

Y en cuanto al latín, una de las disciplinas básicas para lograr entonces un nivel aceptable de cultura (no olvidemos que los libros de ciencia se escribían entonces en latín; recordemos el De humani corporis fabrica de Vesalio, o el copernicano De revolutionibus orbium coelestium), no debía serle muy familiar. Andando el tiempo se lamentaría de no haberlo aprendido, no queriendo lo mismo para su hijo, como parece desprenderse de sus Instrucciones de 1543:

... no hay cosa más necesaria ni general que la lengua latina, por lo cual yo os ruego mucho que trabajéis de tomarla de suerte que después, de corrido, no os atreváis a hablarla...15

¿No estamos ante una confesión de Carlos V?

Pero además de aquellas lecciones, más o menos asimiladas por el juvenil Carlos, habría que tener en cuenta también el nivel cultural de la Corte de la regente Margarita, con su protección a las Artes. Por aquella Corte pasaron algunos de los mejores artistas de la época, como Van Orley —de cuyos retratos, tanto de Margarita como de Carlos tendremos ocasión de hablar— e incluso como Durero. Posiblemente ya empezó por entonces Carlos V a tantear quién debía consagrar su imagen a la posteridad, algo tan importante para los hombres del Renacimiento y que tenía que encomendarse a los humanistas, en el campo de las Letras, y a los pintores preferentemente —aunque también a los escultores— en el campo de las Artes.

Y era más que afán de marcar su huella para la posteridad. El poder sabe muy bien, y era algo aprendido de la técnica política desplegada por la Antigüedad, que tiene que magnificar su imagen ante la opinión pública, y para ello le resultan imprescindibles los escritores y los artistas. En el fondo, se trata de una cuestión de propaganda, a realizar del modo más hábil posible.

Como lo expresaría Luis Vives, aquel súbdito tan notable de Carlos V, en dedicatoria a uno de los Reyes de aquellos años, a Juan III de Portugal (el cuñado de Carlos V): los Reyes, como mecenas, y los escritores, por su pluma, se necesitaban mutuamente:

... que los unos sean el apoyo de los otros y se presten ayuda recíproca...16

A este respecto, aún faltaría tiempo para que Carlos V consiguiese encontrar el artista que acabaría ligándose a su fama, aquel Tiziano, aquel pintor de mágico pincel que no entraría en su vida hasta entrados los años treinta.

APARECE CHIÈVRES

En 1509, cuando todavía el conde de Flandes es un niño que está bajo la regencia de su tía Margarita, nos encontramos ya con este personaje, Guillermo de Croy, Señor de Chièvres, que tan destacado papel tendría en los primeros años de Carlos V, hasta 1521 en que fallece.

En efecto, es en 1509 cuando Guillermo de Croy sucede a su primo, el príncipe de Chimay, como primer chambelán de Carlos V. Dotado de un notable poder de seducción, Chièvres se hace pronto con la voluntad de Carlos. Le cerca de tal modo que llega incluso a dormir en su cámara, con la excusa de estar siempre a su servicio y de que tuviera alguien con quien conversar, si despertaba a medianoche o al romper el día. Y eso lo sabemos por el propio Carlos V, que intentó algo semejante con su hermano Fernando en 1517, ordenándole que estuviera siempre con él, incluso de noche, alguien como Alonso Téllez:

... como lo hace mosur de Gebres17 en la mía, porque cuando despertase, si quisiere, tenga con quien hablar18.

Chièvres nos da la estampa del político corrupto, sobre todo por su codicia, bien marcada en los despojos realizados en España años después, y de los que tendremos ocasión de hablar; pero lo cierto es que cumplió con su deber al lado de Carlos V, instándole muy pronto a sus deberes de gobernante.

Desde luego, vinculándolo a sus ansias personales de poder. Y de tal manera que en 1515 maniobró hábilmente para conseguir que Maximiliano I, el abuelo paterno de Carlos y cabeza de la Casa de Austria, accediera a que se adelantase la mayoría de edad de su nieto —que en principio no le llegaba hasta los dieciséis años—, recibiendo en compensación una sustanciosa ayuda económica de los Estados Generales, bien manejados por Guillermo de Croy.

Eso ocurría el 5 de enero de 1515. Terminaba de esa forma la regencia de Margarita y Carlos asumía todo el poder en los Países Bajos, si bien delegando en su privado, el señor de Chièvres; por cierto, anotemos en seguida que sería el único privado que tendría Carlos V. De la etapa anterior, bajo la regencia de su tía Margarita, conservaría después al piamontés, Mercurino de Gattinara, pero no con aquel abandono de sus poderes, como sería en el caso de Chièvres.

El cual hay que decir que procuraría, en todo caso, la formación política de su discípulo en materias de Estado, instándole a asistir a las sesiones del Consejo y a leer previamente los despachos que en su seno debían discutirse. Todo ello como si de antemano supiese que no le quedaban muchos años de vida, y como si quisiese que Carlos pudiera valerse pronto por sí mismo.

Entonces tendría lugar la primera actuación política de Carlos V, como soberano con plenos poderes de los Países Bajos. Reunidos los Estados Generales para reconocer su mayoría de edad, les agradecería su gesto con una breve frase que resumiría cómo entendía que debían desarrollarse las relaciones entre señor y súbditos:

Yo os agradezco el honor que me otorgáis. Sed buenos y leales súbditos y yo seré para vosotros un buen príncipe.

Una breve, pero sin duda emotiva jornada, que tendría lugar en la gran sala del palacio de Bruselas el 5 de enero de 1515. En el mismo sitio donde cuarenta años después se realizaría la solemne abdicación del Emperador.

El cambio de gobierno trajo consigo también un cambio en la política exterior. Margarita de Saboya19 se había mostrado claramente hostil a Francia, en parte por su propia experiencia personal, dado que en su juventud había llegado a la Corte francesa como prometida del Delfín y había sufrido el desaire de que, a la postre, aquel matrimonio fuera suspendido. En cambio, Chièvres se mostraría abiertamente inclinado a una alianza con Francia, en la línea francófila que ya había mostrado Felipe el Hermoso diez años antes. Y fruto de ello sería el tratado de Noyon firmado con Francia en 1516, por el que Carlos daba satisfacción a Francia en los dos pleitos principales que el recién fallecido Fernando el Católico tenía con el rey francés: Nápoles y Navarra. Y en estos términos, que podrían tenerse por humillantes: debería pagar 100.000 ducados de renta anuales por la posesión de Nápoles hasta que se casara con la princesa Luisa de Francia, y 50.000 hasta que tuviera sucesión, considerándose de ese modo que los derechos franceses sobre Nápoles sería la dote que llevaría al matrimonio la princesa Luisa. Y en cuanto a Navarra, Carlos se obligaría a reconsiderar la licitud de su dominio, dado el despojo hecho por Fernando a sus anteriores reyes de la Casa de Labrit.

En fin, y eso era sin duda lo más lesivo, Carlos se reconocía expresamente vasallo de Francia, por sus señoríos de Flandes y Artois.

Para entonces, ya se estaba preparando un cambio extremo: el viaje de Carlos V a España para hacerse cargo de la herencia hispana, dada la muerte el 23 de enero de 1516 de Fernando el Católico.

España ya era el horizonte para Carlos V. Pero, ¿qué España? ¿Qué había ocurrido en España durante aquellos años?