INTRODUCCIÓN

LA ÉPOCA DE ISABEL

No hay modo razonable de hablar sobre un personaje, y más si se trata de uno de los grandes de todos los tiempos, si no lo situamos previamente en su época. Es entonces, tras ponerle ese marco, cuando somos capaces de comprenderlo, de apreciarlo y de valorarlo.

En ese sentido, la época en que vivió Isabel la Católica, la que va desde el año 1451, en el que nace, hasta el de 1504, en el que muere, está enmarcada por dos acontecimientos de primer orden. En primer lugar, dos años después de su nacimiento se produce, en la otra punta de Europa, nada menos que la caída de Constantinopla en manos del naciente Imperio turco; esto es, la desaparición del Imperio bizantino, que había brillado a lo largo de todo un milenio. Algo de tanta trascendencia, que no en vano la historiografía tradicional lo consideraba como el final de la Edad Media; curiosamente, sería la España de Isabel la que daría, medio siglo más tarde, la justa réplica a ese avance musulmán, con la conquista del reino nazarí de Granada.

De tanta trascendencia o más, si cabe, fue el otro fenómeno ocurrido en Occidente: el de las navegaciones oceánicas, y con ello, el magno descubrimiento de América, en el que tanto protagonismo tendría la gran Reina. Eso ocurriendo en una Europa occidental, donde las monarquías nacionales iban a dar una peculiar nota política. Y si eso ocurría a oriente y occidente de Europa, no podemos olvidar que en la zona central, en una franja que iba desde los Países Bajos hasta Italia, se estaba desarrollando un movimiento cultural tan pujante que todavía percibimos su perfume: ese al que damos el nombre de Renacimiento; precisamente esa misma Italia con la que la España isabelina tendría tantos contactos, y no solo políticos (como la conquista de Nápoles), sino también culturales. ¿Haría falta recordar ahora que la misma tumba de la Reina, como la de su marido Fernando, que puede admirarse en la catedral granadina, fue obra de un escultor italiano, de nombre Domenico Fancelli?

Por ello, trataremos de presentar ahora cómo era esa Europa, la Europa de Isabel, fijándonos sucesivamente en esos aspectos ya señalados: la caída de Constantinopla frente al empuje turco; la hazaña de los descubrimientos geográficos desplegada por los nautas portugueses, y, finalmente, el estallido de ese movimiento cultural que llamamos Renacimiento, y que se produce con especial brío en tierras de Italia.

Porque es en esa Europa tan inquieta, la que es la proa del mundo moderno, donde Isabel lleva a cabo, con la inestimable ayuda de su marido Fernando el Católico, su gran tarea que convierte a España en la primera potencia política de su tiempo. Y eso es lo que queremos destacar desde el primer momento: la obra de Isabel la Católica, como es notorio, no es de ámbito local; ni siquiera, o al menos no solo, de ámbito nacional. Es una obra política de alcance universal que se inserta plenamente en la Europa del Renacimiento.

LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA: LA AMENAZA TURCA

En cuanto a la caída de Constantinopla, la mayor ciudad de la Cristiandad, si algo puede sorprender es que resistiese tanto a los embates de sus enemigos, en especial después de que la marejada turca fuera apoderándose no solo de la asiática región de Anatolia, sino de los territorios que el Imperio bizantino poseía en el oriente de Europa. En ese sentido, la conversión de los otomanos al islamismo les dio una cohesión y una moral de la que hasta entonces carecían, que durante siglos les iba a transformar en un Imperio verdaderamente temible.

¡El Imperio turco! Uno de los acontecimientos más notables desarrollados entre la Baja Edad Media y el Renacimiento (siglos XIV al XVI). Es la increíble historia de un pueblo nómada, mal articulado, valiente y violento, salido de las estepas de Asia, capaz tan pronto de ataques esporádicos como de desaparecer de la escena, hasta que encuentra un caudillo que logra aglutinarlo, de darle un objetivo, de imponerle una fe y una disciplina; tal sería la tarea de Otman, ese mítico personaje que vive entre finales del siglo XIII y comienzos del XIV (m. en 1326).

Estamos ante uno de los grandes personajes de la Historia. La leyenda habla de una súbita transformación, fruto de un sueño, según el cual un ángel le revela un futuro grandioso, para él y para su pueblo, si se convierte al Islam y lleva a ese pueblo suyo a la guerra santa contra el infiel. Lo cierto es que el islamismo ya había penetrado en no pocas tribus turcas, pero Otman, dotado de una particular fuerza espiritual, combinando las condiciones del caudillo religioso con las del político y las del soldado, supo aunar a su pueblo, dándole una misión: la conquista para el Islam del caduco Imperio bizantino.

Por decirlo con los términos del poeta, Constantinopla se ofrecía a los turcos como un espléndido botín.

Pero para que aquel intento se convirtiera en una realidad, despojando a la Cristiandad de todo el sudeste de Europa (sin olvidar las plazas que Bizancio poseía a principios del siglo XIV en la asiática Anatolia), fue preciso que se dieran una serie de factores: el debilitamiento del Imperio bizantino, provocado incluso por la Cruzada de principios del siglo XIII (la época del llamado Imperio latino), y la división de la Cristiandad, enzarzada en interminables luchas internas; baste recordar aquí la fatigosa guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que durará hasta bien entrado el siglo XV, precisamente el siglo de la caída de Constantinopla en manos de los turcos.

Algo más habría que tener en cuenta: la temible operatividad del Imperio turco. De una crueldad pavorosa con aquellos pueblos que osaban resistirles, empalando hombres (el horrible tormento que desgarraba a las víctimas, sentándolas brutalmente sobre recios troncos terminados en afilada punta, que les penetraba por el ano)1, violando mujeres, y degollando chiquillos y ancianos; imponiendo, por lo tanto, el terror con sola su presencia, esclavizando y deportando al más duro de los cautiverios a los supervivientes, hasta dejar despoblados territorios enteros.

El terror; eso es lo que producía la mera voz de que llegaban los turcos. Una Europa aterrorizada, a lo largo de más de dos siglos. Todavía en pleno siglo XVI un español universal, el humanista Luis Vives, dejaría constancia de ello en un escrito suyo, destinado a dar la voz de alarma a toda la Europa cristiana. Lo tituló: De Europae dissidiis et bello turcico; esto es, de las divisiones de Europa cuando era una realidad la guerra con Turquía2. Allí expresa Luis Vives lo que suponía caer bajo el dominio turco, como había ocurrido al pueblo húngaro tras el desastre de Mohacs:

Después de esto, el Turco, derramado por Hungría, saqueó, pasó a fuego y sangre las ciudades, asoló el campo y sembró matanza y estrago dondequiera...

Y añade:

... cometiéronse muchos horrores...3

De ahí el peligro si invadían Alemania. Entonces:

... no quedaría esperanza alguna de que todo el Occidente no cayese en su poder y de que no emigraran al Nuevo Mundo en grandes flotas los que no quisiesen vivir bajo su dominio4.

Ahora bien, el Turco aplicaba a un tiempo con habilidad el trato benevolente a todos los que se le sometían, fijando dos reglas de oro: el respeto a la religión del vencido, de forma que pudiera seguir practicándola libremente, y no someterles al atropello de los insufribles impuestos, antes marcándolos con moderación; por lo tanto, dejando una vía libre para tranquilidad de las almas y para alivio de las bolsas.

Y algo más que les haría verdaderamente distintos al resto de los imperios que la historia había conocido: imponiendo la entrega de un cupo de niños de los pueblos vencidos, para convertirlos en los futuros soldados de uno de los cuerpos más aguerridos de todos los tiempos: los temibles genízaros.

Y eso sí que era sorprendente: que la fuerza militar de aquel Imperio, por el que dominaba y se extendía tan rápidamente, viniera a descansar y apoyarse en las reservas humanas de las naciones vencidas. Es verdad que las potencias marítimas del Mediterráneo venían aplicando ese principio desde la Antigüedad al poner al remo de sus galeras a los cautivos que lograban en sus victorias. Pero lo hecho ahora por los turcos en su expansión por tierra era mucho más calculado: los niños arrebatados a los cristianos eran llevados a la Corte y cuidadosamente educados como grupo de élite, para que en el futuro integraran aquella invencible infantería de los genízaros, e incluso, en los casos más destacados, para que formaran parte de los cuadros de mando del Estado otomano. Y eso sí que era notable y sorprendente: «No hay en la historia —señala el estudioso alemán Hans Heinrich Schaeder— otro ejemplo de un Estado sustentado sobre el esfuerzo de esclavos pertenecientes a razas extranjeras»5.

Entre los avances del temible Imperio turco sobre el bizantino, un hecho de armas tuvo especial significado: la batalla de Nicópolis, librada en 1396, en la que contingentes de media Europa cristiana combatieron en esa región del Bajo Danubio contra Bayaceto I. Allí lucharon franceses, alemanes, ingleses, flamencos e italianos, codo con codo con polacos y húngaros, y allí fueron derrotados, diríase que aplastados por la superior máquina guerrera turca.

Cuando se fue extendiendo por la Cristiandad la magnitud de aquel desastre sufrido, fue como si se diera ya por perdida cualquier otra acción contra el prepotente enemigo turco. Durante horas y horas, las campanas de París tocaron a muerte; moría también la esperanza de poder librar a Constantinopla del asedio turco.

Sin embargo, lo que parecía ya inevitable, que Bayaceto I tomase al asalto la codiciada capital del antiguo Imperio bizantino, iba a demorarse aún durante medio siglo. Inesperadamente, a Constantinopla le salió un fuerte aliado: Timur o Tamerlán, el caudillo mongol, que penetraba por Anatolia a toda furia, lo que obligó a Bayaceto I a cambiar de planes, aplazando su ansiado asalto a la capital bizantina. Enfrentados mongoles y turcos en Angora (1402), sufrió Bayaceto su primera derrota, cayendo incluso prisionero de Tamerlán; derrota que le produjo tal depresión que, no superando su prisión, al poco le sobrevino la muerte.

Como suele ocurrir en los imperios en gestación, regidos por el sistema del caudillaje, la muerte de Bayaceto I supuso el caos en el pueblo turco. Pasarían cerca de dos décadas hasta que otro gran soldado, Murad II (1421-1451), consiguiera restablecer la unidad, la disciplina y el empuje de su pueblo. En 1444 tomaba al asalto la ciudad búlgara de Varna, sobre el mar Negro, y cuatro años después derrotaría en los campos de Kosovo a un abigarrado ejército cristiano, integrado por húngaros, alemanes y checos. Ya todo parecía a punto para que Murad II se lanzase sobre Constantinopla, ciudad inerme, casi sin guarnición, y que se había quedado sin aliados que pudieran asistirle.

Solo una cosa podía detener a Murad II: la propia muerte, que le alcanzó en 1451.

(Era el mismo año en el que, en una pequeña villa de la lejana España, nacía una princesa: Isabel de Castilla, Isabel de España. Una princesa que, andando el tiempo, sería la única que lograría nivelar la balanza de aquella feroz pugna entre el mundo musulmán y el mundo cristiano, conquistando —o mejor dicho, reconquistando— el reino nazarí de Granada, el último enclave que los musulmanes poseían en la Europa occidental.)

La falta de reacción de los reyes de la Cristiandad —en parte por la ineficacia de las anteriores ayudas, en parte por sus propios intereses— hizo más fácil el último asedio de Mahomet II (1451-1481) a Constantinopla, quien apenas si necesitó dos meses para doblegar la resistencia de sus postreros defensores, dos años después de subir al trono.

Tal ocurriría el 29 de mayo de 1453. Un grave acontecimiento que, quizá por considerado como inevitable, siguió sin hacer reaccionar a los soberanos de Europa. Situación bien reflejada en la carta latina que el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini escribió al Turco y que, traducida al romance, venía a decir:

Tú eres sin duda el mayor soberano del mundo. Tan solo te falta una cosa: el bautismo. Acepta un poco de agua y te convertirás en el señor de todos estos pusilánimes que llevan coronas consagradas y se sientan en tronos bendecidos...

De ese modo, aquel gran humanista, que para entonces ya había sido elegido Papa y tomado el nombre de Pío II (1458-1464), podía recordar los primeros tiempos del cristianismo, convertido ya en religión del Imperio romano:

Sé mi nuevo Constantino: yo seré para ti el nuevo Silvestre6. Conviértete al cristianismo y juntos fundaremos desde Roma, mi ciudad, y desde Constantinopla, ahora tuya, un nuevo orden universal7.

Carta que no llegaría a su destinatario —parece que jamás se mandó—, pero que pone de manifiesto cómo se reconocía en Roma el contraste entre la agresividad y el empuje de los otomanos, frente al encogimiento de los medrosos y acobardados príncipes cristianos.

De ahí la importancia que tendría para esa Europa cristiana, tan a la defensiva en Oriente frente al poderío musulmán, que en Occidente surgiera lo que nadie esperaba, una potencia capaz de batir al Islam en Granada, que llevaba casi ocho siglos en la fe del Corán.

EL DESAFÍO PORTUGUÉS: EL MAR TENEBROSO

El otro gran acontecimiento de aquella época fue, sin duda alguna, la impresionante expansión portuguesa por el Océano, arrostrando los peligros de aquel Mar Tenebroso, como lo llamaban y lo temían todos los navegantes de la Europa occidental.

Eso venía de muy atrás, del corazón del Medievo. Así, cuando el geógrafo musulmán El Edrisí describe en el siglo XII la península Ibérica, al tratar del Océano lo hace con palabras impregnadas de misterio, que todavía sugestionan profundamente a quien las lee:

Nadie sabe —nos dice— lo que hay en ese mar, ni puede averiguarse, por las dificultades que oponen a la navegación las profundas tinieblas, la altura de las olas, la frecuencia de las tempestades, los innumerables monstruos que la pueblan y la violencia de sus vientos. Hay, sin embargo, en este océano un gran número de islas habitadas y otras desiertas; pero ningún marino se atreve a penetrar en alta mar, limitándose a costear sin perder de vista el Continente. Empujadas hacia delante las olas de este mar, parecen montañas y caminan sin romperse, y si no fuera por esto sería imposible franquearlas8.

Ese penetrante aroma de misterio que venía con el aire de la mar saturaba las tierras costeras que miraban al Océano, es decir, a ese Mar Tenebroso. España y Portugal eran las avanzadas de tierra firme, hacia Occidente. Cercano al sepulcro del apóstol Santiago se hallaba el cabo Finisterre. Y no había peregrino que después de rezar ante la tumba del Apóstol no se sintiese atraído por el Mar Tenebroso. En los dos relatos que nos quedan del viaje del noble checo Rhosmithal, los escritos por sus servidores Schaschek y Tetzel, integrantes ambos de su comitiva, en ambos campea esa fascinación que ejercía sobre los hombres de Europa el Mar Tenebroso, cuando mediaba el siglo XV. Por entonces Portugal se afanaba por arrancar a la mar sus secretos; pero era hacia el sur, no hacia occidente, que era hacia donde apuntaba el cabo Finisterre. Schaschek nos relata su conmoción, al asomarse a aquellas aguas alborotadas, con estas sencillas palabras:

... más allá no hay nada más que las aguas del mar, cuyo término nadie más que Dios conoce9.

Esa sencilla frase, que hoy nos resulta verdaderamente impresionante y que basta para reflejar la fuerte carga emotiva que sacudía el alma de aquel centroeuropeo, se hace amplio comentario en el otro servidor, en Tetzel, quien nos dice:

Desde Santiago fuimos a Finisterre, como le llaman los campesinos, palabra que significa el fin de la tierra. No se ve más allá sino cielo y agua, y dicen que la mar es tan borrascosa que nadie ha podido navegar en ella, ignorándose por tanto lo que hay más allá.

Y añade, como dramática síntesis de aquella inquieta época:

Dijéronnos que algunos, deseosos de averiguarlo, habían desaparecido con sus naves y que ninguno había nunca vuelto10.

¿Quién no ve aquí esa fuerza que empuja al hombre, sin descanso, a conocer, es decir, a penetrar en el misterio, avanzando hasta el límite de sus dominios, sea en el espacio, sea en el tiempo? La época antigua había explorado su mundo, como lo hace la actual con el suyo. Las naves de tartesos, fenicios, griegos y cartagineses habían rozado los bordes del misterio en sus viajes a las islas Casitérides, en sus intentos de periplos sobre África, en sus expediciones hasta la lejana Thule o hasta las Afortunadas. Las falanges de Alejandro se habían asomado al Índico; al mar del Norte, las legiones romanas. Desde Aristóteles la creencia en la esfericidad de la Tierra era casi un axioma, así como el de la existencia de la «Terra Australis». La posibilidad de los viajes oceánicos debía de ser tema corriente, a juzgar no solo por la conocida profecía de Séneca en su tragedia Medea11, sino sobre todo por estas otras palabras del mismo autor, que se encuentran en su obra Naturalium questionum, donde dice:

El espectador curioso desea salir de su estrecha sede. En realidad, ¿qué distancia hay entre las playas extremas de España y la India? Poquísimos días de navegación, si sopla para la nave un viento propicio12.

Parecía España (la España romana, claro, o sea, España y Portugal), pues, desde la Antigüedad el lugar propicio para saltar sobre el abismo, para vencer al Océano. Y aunque la Edad Media retrocedió infinito empírica y científicamente, después, al contacto con la cultura musulmana, que había asimilado gran parte de la antigua, volvió al cabo de los siglos a mostrarse altamente sensible para las empresas descubridoras. Si la Antigüedad había creado la hermosa leyenda de la Atlántida, la Edad Media hablaba de las fabulosas Antillas, lejanas islas hacia occidente adonde habían llegado en el año 711 el arzobispo de Oporto y otros seis prelados huyendo de España, después de la derrota de Guadalete. Ingenuas narraciones sobre exploraciones en el Océano, y los peligros que entrañaban, eran transmitidas de generación en generación. A lo largo del siglo XV, hasta su muerte, acaecida pocos años antes de la llegada de Rosmithal a España, en 1460, Enrique el Navegante había creado en Portugal una auténtica necesidad: la descubridora, encauzada a buscar el paso marítimo hacia las Indias orientales costeando la tierra africana.

Tal sería el desafío portugués. Ahora bien, para que aquello pudiese prosperar tuvieron que darse una serie de condiciones, que no suelen ponerse de manifiesto por los historiadores europeos, en particular por los españoles. Y la primera, que Portugal se convirtió en el primer Estado moderno, entendiendo por tal el que se configura con los rasgos de un Estado nacional.

En efecto, la diferenciación histórica de Portugal se remonta al siglo XII, gracias al largo reinado de uno de sus estadistas más notables, bajo cuya égida Portugal se convierte en Reino. Ese personaje es Alfonso I. A su muerte, en 1185, Lisboa es ya portuguesa y la nueva nación cuenta con un centro espiritual: el monasterio de Alcobaça, de la Orden cisterciense. Un siglo más tarde, a finales del XIII, Portugal ha concluido su proceso secular de Reconquista, sin las oscilaciones de su vecina Castilla, y ha fijado sus fronteras con los castellanos en unos límites que prácticamente siguen siendo los actuales. Los años 1279 y 1297 son, a este respecto, dos fechas significativas. En 1279, Alfonso III concluye la Reconquista con la toma de Faro, en los Algarves, y elimina la frontera sur musulmana, dos siglos antes de que lo haga España; y en 1297 el tratado de Alcañices fija su frontera con Castilla. A mediados del siglo XIII ya tiene Portugal funcionando sus Cortes, con la participación de las ciudades, y establecida su Universidad, la fundación de don Dionís, que acabará fijando su sede en Coimbra.

Esa fuerte estructuración nacional permite comprender la fácil superación de la crisis sucesoria producida a la muerte del rey don Fernando sin hijos legítimos en 1383; que encumbrará la dinastía Avís, con Juan I; situación consolidada en el campo de batalla, con la aplastante derrota de los castellanos en Aljubarrota, la batalla por antonomasia del reino luso, recordada en el célebre monasterio de tal nombre (Batalha). Se ponen así las bases para el impresionante despliegue en Ultramar, que los portugueses realizan en el siglo XV. Restablecida la paz con España (después del intento de Alfonso V de intervenir en el pleito entre Isabel la Católica y Juana), por el tratado de Alcáçobas de 1479, y resueltas las nuevas dificultades planteadas por las rivalidades descubridoras, con el tratado de Tordesillas de 1494; coronada la empresa de enlazar con las Indias orientales, después del viaje de Vasco da Gama (1497-1499), se abría ya para Portugal su nueva etapa consolidadora de su imperio marítimo. Es la que se corresponde con la época del tardío Renacimiento europeo y la Reforma.

La gesta portuguesa era de tal magnitud que provoca una de las obras maestras de la literatura universal: Os Lusiadas de Camoens.

Camoens pertenecía a la generación que había crecido a la sombra de tan magnos sucesos. Él mismo conocía los riesgos de tamañas travesías, de forma que su testimonio nos adentra de lleno en aquella fascinante aventura, como era el bordear con unas naos tan inseguras toda la costa occidental africana, para doblar el cabo de Buena Esperanza y adentrarse en el mar Índico, en ruta hacia las Indias orientales; un viaje interminable y lleno de riesgos. Todo aquello superaba a lo que se sabía y se ensalzaba de las gestas marineras de la Antigüedad, de forma que con razón podía escribir Camoens en su canto épico:

Quédense a un lado las grandes navegaciones emprendidas por el sabio griego [Ulises] y por el troyano [Eneas]; enmudezca la fama que Alejandro y Trajano consiguieron con sus victorias...

¿Acaso no había quedado todo aquello superado por los nautas portugueses? Así que, fiero de su gente, Camoens añade:

Yo canto el corazón ilustre lusitano, a quien obedecieron Neptuno y Marte. Cese, en fin, todo cuanto ensalza la poesía antigua, y ceda el puesto a las heroicas hazañas que voy a celebrar...13

La mayor parte de aquellas gestas tuvieron lugar sincrónica mente al reinado de Isabel, desde que los portugueses lograron dejar atrás las costas arenosas del Sahara occidental para bordear el África ecuatorial. En 1447 se asomaban ya a unas tierras tan distintas, que con razón las bautizaron Cabo Verde. Isabel tenía nueve años cuando murió el impulsor de toda aquella gesta, Enrique el Navegante, del que sin duda oyó hablar. En 1471, cuando la entonces Princesa de Asturias se enfrentaba a la enemiga del marqués de Villena, los portugueses alzaban en el África ecuatorial el castillo de San Jorge de la Mina.

Eran los tiempos en los que Luis XI de Francia pugnaba con Carlos el Temerario por el ducado de Borgoña, y cuando todavía Inglaterra se veía inmersa en la guerra civil de las Dos Rosas, que no se resolvería hasta que en 1485 Enrique VII no lograse la victoria de Bosworth sobre el siniestro monarca Ricardo III.

Eso pondría las bases de las grandes monarquías nacionales del occidente de Europa, las de Francia e Inglaterra.

EL NUEVO IMPULSO CULTURAL: EL RENACIMIENTO

Sin entrar en la polémica de los precedentes del Renacimiento, que tanto atosigó a los contemporáneos de Huizinga, y dando por sentado que los tuvo, y de todo género, a lo largo de los siglos de la Edad Media tardía, podemos dar como válida la tesis de que con el Renacimiento irrumpen, con un empuje magnífico, los llamados tiempos modernos. Y ese empuje es ante todo vital, es decir, demográfico. El último siglo medieval se había cerrado con una catástrofe demográfica, fruto de la terrible peste negra, de las malas cosechas enlazadas y de las guerras sin fin que asolan la Europa occidental, mientras en la oriental se siente cada vez más fuerte la presión del pueblo turco. Esa catástrofe demográfica del siglo XIV tendrá su reflejo fiel en la obsesión por la muerte que campea sobre aquella sociedad. La muerte no es ya la liberación de un alma que aspira a la eternidad; la muerte no es, tampoco, el mensajero de la divinidad. La muerte es algo más —y ahí está el tono macabro—: es un personaje que se impone a los mortales y que los trata con sarcasmo, o por mejor decir, los maltrata. Tiene una presencia física, y lo que es más, una voluntad propia. Cada mortal va seguido por una muerte, que se alza siniestra a sus espaldas y se divierte con su víctima.

Esa visión espeluznante de la existencia da paso, de pronto, a un ímpetu, a unas ansias de vivir formidables. Con la superación de la crisis demográfica, Europa parece entregarse a la alegría de la vida terrena, como un convaleciente que ha superado una larga y grave enfermedad y percibe con mayor fuerza el color y el sabor de las cosas. De pronto el mundo parece como una fruta madura al alcance de la mano de los mortales. Los europeos del siglo XV se lanzan a este torbellino de vivir.

Por lo tanto, sobreviene un corte con los ideales ascéticos que campeaban en la Edad Media. Es cierto que esos ideales aparecían ya gravemente erosionados y habían perdido buena parte de su contenido. Cuestión de interés sobre la que será preciso volver. De momento es importante señalar que, unido a ese afán de vida, está el deseo de alcanzar fama. La gloria de vivir en la memoria de los hombres no será ya un privilegio de reyes, guerreros y santos; ahora quieren participar de ella los poderosos, tanto los de antiguo cuño, respaldados por sus linajes, como los nuevos, a los que dan firmeza los negocios hábilmente manejados. Y además, los artistas, los sabios humanistas y los literatos. Por lograr fama el hombre del Renacimiento no dudará, en ocasiones, hasta en emplear la violencia, aunque ello le depare la muerte física: mors acerba, fama perpetua. Por perpetuarse, cualquier burgués de mediano pasar gastará parte de su caudal en hacerse un retrato, y así la clientela de los pintores, aun de pequeña y mediana talla, crece constantemente.

Pues lo cierto es que la época del Renacimiento coincide en Europa con una eclosión de vitalidad. No hemos de tomarlo como algo casual, sino como dos hechos fuertemente trabados. A la anterior atonía demográfica sucedía por todas partes un impulso vital ascendente. No es que el hambre y la peste hubieran desaparecido, pero los años de escasez se espaciaban cada vez más y el europeo medio, mejor alimentado, superaba con menos bajas los ataques pestíferos. Por todas partes el comercio crecía en intensidad, las ciudades se esponjaban, las rutas eran cada vez más frecuentadas. Una ola de prosperidad recorría el continente entero, vivificando los más apartados rincones, pues los tiempos de la bonanza no eran solo del comercio. Una población en auge daba más clientes a la industria artesana, fijaba a los obreros en sus oficios y atraía más brazos del campo circundante. A su vez, esa población en alza, con mayores posibilidades económicas, exigía más alimentos de la campiña y extendía más y más su radio de influencia sobre la zona comarcana. Por otra parte, el hecho de que los caminos se viesen más transitados favorecía a los lugares, grandes y chicos, apostados en las principales rutas. En otras palabras: la riqueza atraía la riqueza, en particular después que la guerra de los Cien Años dejó de asolar los campos de Francia. Por toda Europa, los bosques y los pantanos empezaron a mermar, en beneficio de las tierras de labor. Los países del este suministraban cada vez más trigo, madera y pieles a cambio de paños, armas y otros productos manufacturados. El comercio más caro seguía siendo el que se establecía con el Lejano Oriente, a través de los puertos del Mediterráneo oriental. Un comercio que hacía a Europa deficitaria en su balanza de pagos con Asia, con el consiguiente drenaje de sus reservas de oro y plata. Para remediar esa necesidad, se habían puesto al máximo rendimiento las minas argentíferas del centro de Europa, y la técnica alemana había dado un notorio avance en la industria extractora de minerales, así como en su posterior tratamiento, pese a lo cual la situación seguía siendo desfavorable, pues la alta civilización oriental no pedía nada a la europea, salvo sus metales preciosos.

Un impulso hacia el exterior. Un impulso marítimo. Con más precisión aún, la necesidad de asaltar el murallón del Océano, aquel Mar Tenebroso tan temido por el hombre del Medievo. ¿Tiene algo de extraño que fueran los pueblos iberos los primeros en conseguirlo? Portugal, con su amplia fachada sobre el Océano; España, con su mano metida en el mar, a la que por algo se llama Finisterre.

Aquella Europa próspera y abundante, pero con este problema acuciante de falta de medios de pago, se vio forzada a la búsqueda ansiosa del oro y, para ello, a volcarse hacia el exterior. Ese impulso, en su primera fase, tomó la dirección atlántica, en parte por la especial situación de los pueblos ibéricos, en parte también por el contrafuerte político que Europa encontró en el sudeste, con las constantes oleadas de los otomanos. No eran estos los únicos problemas que preocupaban a Europa. En aquellos inciertos años de los principios de la Edad Moderna estaba aún por dilucidar, entre tantas cosas, cuál sería la estructura política del nuevo Estado. Pues una cosa era clara: había que salir de la débil armazón del Estado feudal. Los pueblos precisaban, ante el mayor esfuerzo competitivo que se les exigía, estructuras políticas más eficaces que las que había proporcionado, hasta la fecha, el Estado medieval. En Italia proliferaba el tipo de ciudad-Estado, donde una urbe de relieve imponía su ley y sus necesidades dentro de un ámbito reducido, a escala regional. En Alemania, la ambiciosa fórmula imperial dejaba traslucir la impotencia de un emperador frente a la fuerza creciente del colegio de príncipes electores. En los países escandinavos y en el este polaco, la fórmula política albergaba pueblos distintos: en el norte, daneses, noruegos y suecos se agrupaban bajo la Unión de Kalmar, mientras en el este polacos y lituanos aunaban sus esfuerzos por el acuerdo de Lublín. De modo que la fórmula nacional solo apuntaba, de momento, dentro del área occidental, en la Europa que se había visto más afectada por los duros tiempos de la guerra de los Cien Años.

Así pues, era una Europa que se hallaba a la defensiva en el sudeste, en expansión hacia el oeste, que en el centro del Mediterráneo, a lo largo de la península italiana, había amontonado sus riquezas en una serie de Estados minúsculos, incapaces de una seria resistencia, y que pronto se verían amenazados por parte de franceses, de alemanes, de aragoneses, de castellanos y hasta de turcos.

Objetivo, Italia: esa era una de las metas que pronto se plantearon las más pujantes cancillerías europeas. Otra fue la de buscar el camino del oro. Europa conseguía el oro nigeriano a través de las caravanas que enlazaban los centros productores con los puertos de la costa norteafricana. Para ello tenía que utilizar a los intermediarios árabes, que se hacían pagar bien caros sus servicios. La cuestión estribaba, por lo tanto, en conectar directa mente con el corazón del África negra para conseguir más oro y más barato; esto es, lo importante era que las naos europeas bordeasen con fortuna la costa atlántica africana, penetrando más allá del mundo conocido. Tal sería la tarea a la que lanzó Enrique el Navegante al pueblo portugués, como ya hemos visto. Sin olvidar que esa tierra del oro africano era lugar propicio para obtener esclavos, señuelo que también apreciamos en las navegaciones de castellanos hacia las islas Canarias.

Aun así, con estas alternativas políticas y con tales tensiones sociales, lo más característico del tiempo viene dado por las inquietudes culturales. Los descubrimientos de los eruditos estaban presentando ante la asombrada Europa el mundo espiritual grecolatino. Era como una mansión magnífica cuyas habitaciones habían sido cerradas casi por completo en los siglos del largo Medievo, y que ahora se abrían de par en par para delicia de los visitantes. El entusiasmo que tal acontecimiento estaba produciendo solo puede medirse diciendo que únicamente los descubrimientos geográficos le llegaban a la par. Y para comprenderlo hay que tener bien presente todo el fabuloso legado cultural del mundo antiguo, en especial de Grecia. En la poesía épica como en el teatro, en la filosofía como en las matemáticas, en la arquitectura como en la escultura, las obras maestras producidas por el genio griego se contaban por docenas. Y en su mayoría habían desaparecido, conociéndose a lo sumo sus títulos por referencias de autores posteriores. Ese era el caso del grandioso Platón y, por lo tanto, de Sócrates; la figura mejor conocida, aunque no desde luego en su totalidad, era Aristóteles. Ahora los descubrimientos de los eruditos ponían en circulación los escritos de los sabios antiguos. Precisamente cuando a poco una técnica afortunada deparaba, con la imprenta de Gutenberg, la posibilidad de hacer cientos y cientos de ejemplares a precios módicos. Todo el mundo culto podía leer a los antiguos. Se revivían sus hazañas y sus avatares, toda su prodigiosa historia, a través de sus poetas y de sus historiadores, de sus dramaturgos y de sus pensadores; de Homero como de Esquilo, de Herodoto como de Platón. Las audaces teorías sobre la forma y composición de la Tierra volvían a circular. Se repetía, con la escuela pitagórica, que el libro de la Naturaleza estaba escrito en caracteres matemáticos, y se volvía a pensar, con Aristarco de Samos, que la Tierra podía ser que fuese la que diera vueltas alrededor del Sol, y no a la inversa; de hecho, en los escritos de Copérnico aparece la cita de Aristarco de Samos. Esto es, la cultura antigua volvía a manar, como una fuente preciosa de la que todo el mundo quería beber. Los sabios se dedicaban afanosos a profundizar sus conocimientos sobre la Antigüedad, cuyo brillo les cegaba, y alcanzaban fama por sus descubrimientos y sus comentarios; así se hizo famoso Poggio, cuando en un viaje hecho por fines eclesiásticos, como legado de Roma en el Imperio, encontró al paso en un convento suizo un manuscrito de Quintiliano.

Los poderosos de la Tierra —reyes como príncipes de la Iglesia, nobles y mercaderes— protegían con magnificencia a esos eruditos y estudiosos de la Antigüedad. Las cortes de Roma, Florencia, Nápoles y Milán, o las más pequeñas de Mantua y Ferrara, así como las de Francia, Inglaterra y España, acogían espléndidamente a los fomentadores de los nuevos estudios. La gloria de Lorenzo el Magnífico se ponía de manifiesto ante toda Europa porque amparaba una nueva Academia que agrupaba a figuras como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. La fama de la imprenta veneciana de Aldo Manuccio se cimentaba, sobre todo, en su cuidadosa edición de textos clásicos con comentarios críticos de los mayores sabios. Y todo venía de bastante atrás, pues baste recordar que Petrarca estaba más orgulloso de su obra latina que de sus escritos italianos, y que si algo lamentaba era que en su formación faltara el conocimiento de la lengua griega. Y no es que la cultura gótica no hubiese dado obras maestras en las artes y en las letras. En realidad, ya entonces había empezado su admiración sin límites por la Antigüedad, a través de Aristóteles, si bien con tan estrecho dogmatismo que pronto vino a frenar la evolución del pensamiento.

¿Qué es lo que de más singular trae consigo la cultura antigua? El desarrollo de la personalidad, en contraste con las masas uniformes de las civilizaciones del antiguo Oriente, sean los egipcios de las pirámides o los sumerios y acadios de Mesopotamia. También contrastaba con la Edad Media europea, época de artistas anónimos. Pues el Renacimiento rinde culto a la personalidad al admirar la prodigiosa galería de personajes que le ofrece el mundo antiguo. Estaba, además, el sentimiento entre heroico y trágico que de la existencia tenía el hombre de la Antigüedad grecorromana: aquel valorar lo heroico como el esfuerzo del hombre por alcanzar la plenitud de sus posibilidades, por escalar la cima de su humanidad, aunque tras la grandeza acechase una suerte adversa. Lo cual podía ocurrirle a un personaje de leyenda y a una figura histórica, a Aquiles como a Alcibíades; y no solo a soldados o a políticos, puesto que de igual forma se había enfrentado Sócrates con su trágico destino.

Pues bien, a esas grandes personalidades del pasado pronto fueron incorporándose las de la Europa renacentista.

Y entre ellas, una mujer cabe destacar, una mujer nacida para la política y para alentar grandes empresas; pero también una Reina protectora de las artes y de las letras, que no en vano su efigie, junto a la de su marido Fernando, está en el medallón que adorna la fachada de la Universidad de Salamanca, con este lema en su orla:

La Universidad para los Reyes

y los Reyes para la Universidad.