CAPÍTULO 4
Lo inevitable

La Academia de Danza Claudine, donde mi madre y mi hermana continúan hoy impartiendo clases, está en una plazuela situada en una de las esquinas de la plaza Mayor de Medina del Campo. El 10 de marzo de 1995 era para mi madre una jornada más de trabajo, un viernes que acaso esperase con impaciencia porque su hija Sandra, que vivía en Madrid desde hacía más de un año, viajaría a casa para pasar el fin de semana.

Yo había dejado por unas horas la clínica Ruber, tras el acuerdo que le arranqué con gran esfuerzo al doctor Valdivieso, para recoger en mi domicilio algunas pertenencias. Varios de mis tíos que residían en Madrid habían venido a recogerme y me llevaron a almorzar al hotel Meliá Castilla. Ellos sabían lo que yo ignoraba, pero no hubo apenas referencias al obligado regreso a la clínica sólo unas horas después.

Ya de retorno al centro médico y acompañada por alguno de mis familiares pude comprobar el llamativo contraste entre diferentes significados de la palabra «ingreso», en particular para la medicina privada. El doctor Valdivieso había insistido en la urgencia de empezar el tratamiento, pero cuando regresamos nos informaron de que previo a ese ingreso era imprescindible otro: el de un millón de pesetas en metálico (seis mil euros al cambio actual). La urgencia de la economía se sobreponía a la urgencia de la medicina. Era viernes por la tarde y los bancos ya estaban lógicamente cerrados, pero en la clínica Ruber se mostraron inflexibles.

—Pero, por Dios, por supuesto que les vamos a pagar. Sacaremos el dinero de donde haga falta, pero ¿cómo van a impedir el ingreso si además el doctor lo considera urgente?

Eran las normas y no valía el compromiso de hacer la transferencia el lunes. Sin «un ingreso» no se produciría «el otro ingreso», por mucho que se tratase de una gravísima enfermedad. Son las reglas de la medicina privada, y yo había acudido a ella, así que las tenía que aceptar o marcharme.

Durante tres larguísimas horas mis familiares y yo estuvimos sentados en el hall de la clínica Ruber, junto a mi maleta y a todas las bolsas, esperando reunir el dinero —nos lo exigieron en metálico—, algo que finalmente conseguimos a eso de las siete de la tarde en que ingresé, por fin y agotada, en la habitación 301.

Mientras tanto, mi tío Fernando había emprendido viaje a Medina del Campo para comunicarle a mi madre la noticia y regresar con ella a Madrid. Antes de llegar la telefoneó diciéndole que me estaban haciendo unas pruebas médicas muy importantes en una clínica y que debía estar conmigo. Mi madre se iba asustando poco a poco, y al terminar de impartir las clases de baile se fue a su casa para preparar el equipaje sin saber muy bien para qué ni por cuánto tiempo.

Ya en el camino de regreso a Madrid, Fernando le empezó a contar por primera vez lo que le había dicho el doctor Valdivieso en privado en su consulta y que yo todavía desconocía.

—Lo cierto es que es muy grave, por eso te he venido a buscar. No te lo quería decir por teléfono, Malús, pero tu hija Sandra... tiene leucemia.

Mi madre... Mariluz, Malús, la mediana de los Callejo de Medina del Campo, la madre coraje que supo sacar adelante y sola a cuatro críos después de que su marido, mi padre, nos abandonara; la madre que nos enseñó a vivir y a pelear, que nos educó supliendo con sacrificio, disciplina y toneladas de cariño la brutal e inexplicable ausencia del marido y padre; la estudiante que lo dejó todo y apoyada en aquellos años duros por mis abuelos se dedicó en cuerpo y alma a nosotros...

Mi madre, Mariluz López Callejo, estaba estudiando en Madrid cuando conoció al que sería mi padre, Alexis, un dominicano guapo y culto, educado en Boston, de buena familia —los Ibarra Fort, diplomáticos y banqueros del presidente del país, el dictador Rafael Leónidas Trujillo, a quien Vargas Llosa inmortalizaría en su novela La Fiesta del Chivo—, y que sedujo a la hermosa muchachita de Valladolid y la enamoró hasta tal punto que la convenció para abandonar los estudios, casarse con él y trasladarse a su país, la República Dominicana, donde tenía negocios empresariales y donde yo nací y viví mis dos primeros años. El suyo fue un amor ciego, como de película, intenso y arrebatado. Ella tenía veinte años y de su capacidad de sacrificio y generosidad —de la que yo ya sabía, pero que muy pronto llegaría a conocer hasta extremos insospechados— da cuenta el hecho de que estuviera dispuesta a dejar por él su país para formar una familia al otro lado del océano. Sólo un año después de la boda nací yo, un 8 de abril de 1974, y un año más tarde mi hermana Claudine. Después, en 1976, el matrimonio regresó a España, a Medina, donde se instalaron y él comenzó nuevos negocios. A su vuelta, mi madre estaba de nuevo embarazada de mi hermana Beatriz, que nació en verano, y un año después, en 1977, tuvieron a César, mi único hermano varón.

Una mañana, a finales de los setenta, nos despertamos y mi padre ya no estaba. Malús, mi madre, se quedaba con sólo veintiséis años en una pequeña ciudad castellana al cuidado de cuatro hijos, y no le quedó más remedio que salir adelante.

Por aquel entonces residíamos en un edificio que pertenecía a mi familia materna en la calle Toledo, una bocacalle de la calle principal, la calle Padilla. Las yayas —mi bisabuela y su hermana— vivían en la primera planta, mis adorados abuelos en la segunda y mi madre y nosotros en la última, la buhardilla. Gracias a su apoyo mi madre pudo con todo. Poco a poco comenzamos a acostumbrarnos a bajar a casa de los abuelos, primero para comer, después para hacer los deberes y, al final, hubo un momento en que mis abuelos pensaron que lo mejor era bajar definitivamente una planta y vivir los cinco con ellos. Mi madre nos cuidaba y trabajaba en lo que salía y podía compaginar con la atención que nunca, jamás, nos escatimó a nosotros; de secretaria, echando una mano en un bar de mis tíos y, fundamentalmente, en lo que a ella en realidad más le gustaba: dando clases de baile.

Ella siempre ha dicho que en realidad a lo que le hubiera gustado dedicarse de haber podido hubiera sido al baile. Siempre quiso ser bailarina y, por ello, dando clases en su infancia después del colegio, formándose en academias en la adolescencia y haciendo cursos de perfeccionamiento después había conseguido una formación al margen de los estudios oficiales. Como siempre había enseñado a sus amigas y en los años ochenta se habían puesto de moda las sevillanas, poco a poco fueron ofreciéndole dar clases, primero a un grupo de mujeres, luego en un colegio, más tarde en otros centros... hasta que, junto con mi hermana Claudine, consiguieron montar su propia academia.

Y así vivía, feliz pero entregada, sin un solo rato libre ni un capricho para ella, dándolo todo por sus hijos y saliendo adelante sin victimismos, organizando la ropa que unos hermanos heredábamos de otros, teniéndolo todo ordenado, porque aquél era el único modo de criar a cuatro críos pequeños y hacer de ellos personas formales y educadas, anotando cada gasto y, pese a todo, disfrutando con nosotros y con la música, el baile y la vida. Hasta que sonó el teléfono.

Qué poco imaginaba mi madre lo que estaba a punto de empezar y cuánto le debo de salud, de energía y de esperanza. Ni la enfermedad, ni la lucha, ni mi vida, ni estas líneas serían lo que son sin ella y sin su valor. Estuvo conmigo todas y cada una de las noches y los días de mi enfermedad, cada minuto, cada segundo, cada analítica. Tan cerca de mí que llegó a hacerse una misma persona conmigo. Las dos nos volvimos una. Ella me dio su salud, su fuerza, su confianza y así compartimos la enfermedad. Yo pondría el dolor y ella la alegría; yo el cansancio y ella las ganas; yo la sonrisa desfallecida y ella la risa franca. «¿Cuándo ingresamos? ¿Cuándo nos hacemos los análisis?», recuerdo que me decía.

Y tanto tiene que ver mi madre en esta historia, tanto me ha dado y ha compartido conmigo, tanto empeño le puso a resistir una enfermedad que es tanto suya como mía que, de hecho, fue la primera en escuchar aquella frase que numerosas veces se ha repetido, nos hemos repetido, desde aquella llamada: «Si Sandra supera este primer fin de semana podremos empezar a hablar de tratamiento.»

Porque eso fue lo que le dijeron los médicos aquel viernes de marzo nada más llegar a Madrid. Y a su dolor tuvo que sumar el esfuerzo de ocultármelo, de hacer de tripas corazón y ponerme la mejor cara ante aquella adversidad sobrevenida y cruel que todos hacían esfuerzos por esconder.

Ese primer fin de semana de ingreso, esas horas y esos días que los médicos consideraban cruciales para determinar mi presente y, sobre todo, mi futuro, yo me encontraba completamente desconcertada. Esa incuestionable verdad de un ingreso cuyas causas reales no conocía y que, por tanto, me superaban, me provocaba un desasosiego del que no sabía muy bien cómo escapar. Me animaba al pensar que por fin iban a hacer algo para aliviar mis dolores, pero al mismo tiempo me sentía incómoda por esa falta de precisiones, por ese extraño silencio.

Si preguntaba me respondían con evasivas, si bromeaba me encontraba risas forzadas, si miraba a la cara descubría gestos huidizos. Era una inexplicable sensación de irrealidad de la que recuerdo con especial viveza aquellas miradas que pretendían ser gratas y me llegaban como inquietantes y temerosas. No casaban la aparente calma de gestos y palabras con aquellos ojos clavados incesantemente en mí.

Supongo que la conspiración del silencio era fruto del miedo ante una situación verdaderamente grave. ¿Qué se le dice a una chica de veinte años sobre cuyo futuro la apuesta puede no llegar a lo que dura un fin de semana? ¿Cómo reaccionar a los estímulos de alguien que ignora esa espantosa predicción y bromea sobre las razones de su estancia en el hospital? ¿Qué decir ante una enfermedad que entonces era asociada automática e indiscutiblemente a la muerte?

Porque lo que desde hacía meses me tenía agotada y febril, con aquel eterno cansancio del cuerpo y del alma, lo que se diagnosticó aquella mañana de invierno de 1995 era un «cáncer de sangre», una leucemia linfoblástica aguda que había dañado casi completamente mi médula ósea.

Y si hoy la enfermedad sigue agitando fantasmas a pesar de lo que frente a ella se ha avanzado, en aquella época era la pura representación del horror, la enfermedad innombrable: «el Cáncer», el Final.

Todo esto sobrevolaba la habitación 301 de la clínica Ruber de Madrid sin que yo llegara a saberlo, o digamos sin ser plenamente consciente, porque algo sí percibía. Y es que a pesar de que la desinformación y el desconcierto —con la inestimable ayuda de la medicación— contribuían a descentrarme, era imposible no notar un extraño matiz en esa intención coral de ocultar la verdad que daba miedo. Era muy difícil que no me llegara alguna vibración sospechosa cuando había tanto contraste entre dichos y miradas, entre gestos y palabras. ¿Por qué vienen tantas personas a visitarme? ¿Por qué me administran tantas medicinas?

Al día siguiente del ingreso, una luminosa mañana de sábado del mes de marzo, me hicieron algo que me sorprendió sin alarmarme, aunque debí haber sospechado. Dos seres encantadores, sor Angélica y sor Amparo, dos religiosas que me cuidaron como si de su hija se tratara, entraron de buena mañana en la habitación y con la ayuda de Piedad, la enfermera, me colocaron mi primer catéter. Ambas irrumpieron abriendo la puerta cordiales, casi alegres, empujando un carrito con el instrumental.

—Buenos días, Sandra. ¿Qué tal has pasado la noche? —preguntó sor Angélica.

—Bien, muy bien. —Con su alegría consiguieron que me contagiara de su ánimo.

—Bueno, pues ahora te vamos a poner un tubo para darte la medicación.

—¿Y por qué? ¿Y qué me vais a hacer?

(Preguntar. Preguntar. Tratar de saber. Cuestionar todo. Siempre lo había hecho y ahora —como con Valdivieso— volvía a hacerlo. Como persona, como estudiante y esta vez como paciente. Procuraba y procuro no dar nada por sabido ni quedarme con dudas o inquietudes. Qué útil me iba ser esa actitud en el futuro para todo lo que me esperaba.)

—Es que vamos a darte una mayor cantidad de medicación y, para no tener que pincharte cada vez, mejor te colocamos este tubito por dentro del brazo y ya está.

La colocación del catéter fue muy desagradable. Era un tubo largo y estrecho que me metieron poco a poco por el antebrazo hasta el pecho, y aquello resultó realmente insufrible.

—Pero es necesario, mi niña... —me calmaban ante mis mudos gestos de dolor.

Todo ese día y el siguiente se produjo el incesante goteo de visitas, tan constante como la entrada de fármacos en mi cuerpo. Recuerdo a mi madre mirándome con ternura y la imagino contando en silencio las horas, rezando para que «superase este primer fin de semana». Tampoco ella me decía nada, también evadía mis preguntas, pero cómo aguantaba el tipo.

El domingo ya empecé a alarmarme: todo lo que estaba viviendo y lo que estaba sintiendo no me enviaba precisamente un mensaje tranquilizador. Esa indescriptible atmósfera de reserva y miedo unida a ciertas indiscreciones de alguna visita inoportuna aguijonearon a la Sandra más curiosa y exigente hasta que, finalmente, no pude aguantarme más:

—Mamá, quiero que me digas lo que está pasando. De verdad, de una vez.

Estupor, dolor, desesperación, miedo. Yo qué sé todo lo que le puede llover a una madre que sacó adelante casi sola a sus hijos cuando le dicen que su niña de veinte años padece esa enfermedad.

—¡Pero qué dices, Fernando! ¡Eso es imposible! ¿Cómo va a tener eso mi hija? No puede ser verdad, Dios mío. Mi niña no.

Cáncer: la palabra maldita, la enfermedad incurable. Mi madre lloró durante todo el camino hacia Madrid. Fue uno de los momentos más duros de su vida: sus hijos eran y han sido su lucha y su motivo, y, sin embargo, entró en la habitación con una sonrisa.

—¿Cómo está mi niña?

—¡¡¡Mamáaa!!!

Qué alegría me llevé al verla. Nos abrazamos y sentí que con ella se encendía alguna luz. Mi madre se estaba tragando su miedo, su dolor, su angustia. Pasó por encima de la peor noticia de su vida porque allí, entonces, tocaba arrimar el hombro y su hija tenía que salir adelante. Y el vigor que ella pudiera contagiarle era vital en aquel momento. Bueno, en realidad, en todos, porque aquella entrada en la habitación 301 de la clínica Ruber de Madrid no fue más que el comienzo de todo. Y Malús, mamá, estuvo conmigo, insisto, todas las horas de todos los días de mi enfermedad regalándome la vida, aunque ella sintiera que se le escapaba a cada instante. Yo fui su vida... y ella fue la mía.

Su entrada, valiente y decidida, me causó una enorme ilusión y me dio la seguridad que a su lado nunca me ha faltado. Jamás.

Lo que en aquel momento ella ignoraba es que ese mismo día todavía iban a hacerle más daño, todavía le esperaba —a ella y a todos los míos— una dramática vuelta de tuerca.

Yo apenas era consciente de nada cuando los médicos les anunciaron que me iban a dar una quimioterapia muy agresiva. Y añadieron esa frase terrible que yo sólo escuché mucho tiempo después de labios de mi madre, cuando ya todo había pasado: «Si supera este fin de semana podremos empezar a hablar de un tratamiento.»

Y pasé el fin de semana. Y apenas transcurrido ese primer plazo, ese dramático crono contra el que todos menos yo sentían que estaban luchando, mi madre buscó las respuestas a mis dudas y preguntas y rompió la conspiración del silencio. Se apoyó para ello en el doctor José María Fernández Rañada, uno de los hematólogos más reconocidos de España, que compartía consulta en la Ruber y la dirección del servicio de Hematología en el hospital de La Princesa, un centro público situado a sólo una manzana de la clínica. El azar me había colocado ante uno de los mejores equipos posibles: reverenciado por todos, Fernández Rañada se iba a convertir en mi médico durante todo el largo proceso de lucha contra el cáncer.

—Sandra, tienes leucemia linfoblástica aguda —me dijo mirándome fijamente en presencia de mi madre—, y te vamos a dar varios ciclos de quimioterapia.

Me lo soltó sin apenas preámbulos y de una forma tan directa que en un principio no reaccioné, como si no fuera capaz de digerir a la velocidad normal una noticia de semejantes dimensiones. Cuanto pude haber especulado en ese fin de semana de desconcierto nunca se acercó siquiera a la sospecha de que lo que tenía era un cáncer. «¿Leucemia?, ¿cáncer en la sangre? ¿Y por qué?»

Por qué. La vieja pregunta, la pregunta sin respuesta que nos hacemos todos los pacientes. Todos. ¿Por qué a mí? No existe respuesta, no la hay para cada enfermo en concreto. Y quizá sea mejor así para no añadir la culpa al miedo. Mejor. Y mejor aún no insistir en hacérnosla.

Entonces como ahora, la medicina no tenía respuesta, sólo la capacidad para detectar y atajar el mal, y eso era lo que los médicos iban a hacer. Sólo añadió un último detalle más:

—Con la quimioterapia se te caerá el pelo. Pero no te tienes que preocupar, te volverá a crecer después —terminó por añadir el doctor.

O sea, que había un tratamiento y, por tanto, existía un futuro. En ese instante quise entender que lo que tenía se iba a curar, que iba a ser cuestión de tomar unas medicinas y salir adelante. Durante un tiempo, no recuerdo cuánto, me dejé llevar por ese inteligente proceso de la sabia naturaleza que consiste en negar la realidad, en agarrarse a los clavos ardiendo que sujetan el horror para no bajar la mirada y enfrentarme a ese destino incierto y terrible. Clavos que te ayudan a encajar el primer golpe: estaba enferma, pero me curaría. Aunque tuviera cáncer, aunque el 95 por ciento de mi médula estuviera dañada.

Con el tiempo aprendería el valor del optimismo, la fuerza que tiene la fe en uno mismo y en su capacidad de lucha para curar la enfermedad. Pero la esperanza de entonces no era fruto de la información y el coraje, sino de la ignorancia y el miedo. Y no es lo mismo avanzar decidido desafiando el camino que seguir adelante tapándote los ojos: en ambos casos vences al miedo, pero sin mirar adelante nunca vences para siempre.

Aterradas, mi madre y yo nos abrazamos llorando en cuanto el doctor Fernández Rañada abandonó la habitación. Supongo que a todos los que vivimos una experiencia similar nos pasa lo mismo. Primero, la negación. Era imposible, completamente imposible, que yo, una chica de veinte años sana, vital, con una ración de vida tan corta, con mil proyectos que cumplir, empezando a trabajar como modelo, estudiando para ser comunicadora, con tanta energía, tuviera la sangre contaminada y caminase hacia la destrucción. No podía ser que no tuviera futuro, que me resignase a renunciar a lo que según Paulo Coelho hace que la vida sea interesante: los sueños y la posibilidad de cumplirlos.

Pero con el tiempo la realidad se abre paso y te coloca ante lo inevitable. Estás enferma: sí; y te pongas como te pongas tu enfermedad es grave, tanto como para acabar contigo. Entonces es el turno de las preguntas sin respuesta: «¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho para merecerlo? ¿Por qué sin haber fumado, bebido y habiendo practicado deporte toda mi vida tengo yo esta enfermedad? ¿Dónde está el error? ¿Tengo yo alguna culpa?...» Sientes que es injusto, que no puede pasarte a ti, y que estas cosas sólo le pasan a la «gente», a los otros.

Ninguno de nosotros está preparado para ser protagonista de historias desdichadas que les pasan a los demás. No vamos a tener un accidente de coche, ni vamos a perder al ser más querido, ni vamos a enfermar, ni a perder un brazo... nunca pensamos que nos vamos a morir, todo esto les pasa a los otros, a los que salen en las noticias o en las páginas de sucesos, pero no a nosotros. No a mí. Pero pasa, y aquellos a quienes esto sucede son iguales que nosotros. Vulnerables somos todos, y algún día sin pretenderlo podemos también protagonizar estas noticias y la única forma de entenderlo es cuando te toca ser la triste estrella de la historia que no tenía que haber pasado. En esta ocasión le había tocado a Sandra Ibarra, a mí. Sin saber por qué, ni cómo, pero me había tocado. Frase esta, la de «te ha tocado», que llegas a aborrecer porque no te sirve de explicación, porque no te conformas con la situación.

Y tras la negación y las preguntas sin respuesta, llega el aterrizaje propiamente dicho. Un aterrizaje duro, muy duro.

Existía la posibilidad de que mis sueños ya no se realizaran nunca, de que el destino me traicionara, y por primera vez lo estaba contemplando. Dejé de hacerme preguntas cuando me di cuenta de que era un ejercicio inútil que sólo me conducía a la frustración y a la melancolía porque nada podía hacerme entender la razón de mi «mala suerte», de mi «fatal destino», de mi... eran demasiados calificativos para tanta incertidumbre.

Con veinte años lo único que tienes es futuro y con veinte años tuve que empezar a mirar la vida a través de la visión de un futuro incierto porque ésa era mi verdad. No sé si maduré entonces, pero debí de experimentar algo parecido al equilibrio entre lo que piensas y lo que sientes que se supone que es la madurez, porque comencé a acompasar el impulso de mi corazón y los deseos de mi cabeza. Estaba enferma y tenía que curarme, y era complicado porque tenía prácticamente toda la médula dañada, pero había posibilidades y debía aprovecharlas. Haría lo que me dijeran los médicos y me animaría a tener fe en mis posibilidades. Aprovecharía ese optimismo vital que siempre me acompañó para no dejarme vencer por el miedo. No me iba a permitir —y ahí estaba mamá para impedirme flojear— caer en la angustia y la desesperación.

El problema era cómo. Porque el trecho del dicho al hecho es aquí mucho mayor: levantarte por la mañana y pensar «tengo cáncer» no ayuda precisamente al optimismo vital o a la alegría mañanera.

Pero ese optimismo estaba ahí y en algún momento se manifestó. Lo hizo de manera intuitiva, inconsciente, sin que yo me lo propusiera. Salió y actuó. Todos lo tenemos dentro y es fascinante comprobar cómo en la adversidad —estímulo contundente como pocos— se hace presente lo mejor de nosotros mismos, y por el contrario cómo puede aflorar lo peor si nos abandonamos. De modo que el optimismo y sus derivadas acudieron en mi ayuda.

Para no pensar, para no dibujar horizontes inquietantes, empecé consciente y deliberadamente a actuar disfrutando de todo lo hermoso que tenía alrededor: emociones, momentos, personas, objetos, canciones... Me empeñé en gozar de todo lo que la vida pusiera a mi alcance. Y entonces me encontré con un paisaje en el que jamás me había detenido, al menos de forma consciente: el paisaje de las cosas cercanas, del presente en el que vives; cuánto quiero a mi madre, qué rico está el café por la mañana, quiero terminar mi carrera de Publicidad, qué ilusión me hace que me llamen mis amigos... Mi única posibilidad de futuro pasaba por apoyarme en el presente. Me tenía que curar ahora, tenía que luchar ahora, tenía que vivir ahora. Jamás había leído nada de budismo o de autoayuda, pero ya entonces otorgué, intuitivamente, el valor que esa religión o la búsqueda interior le dan a vivir el momento presente.

Así, la angustia, el golpe de saber que debía empezar a luchar por mi propia vida, se amortiguó con la conciencia de lo que más cerca tenía, la pequeña rutina de mi mundo próximo era lo más hermoso que podía encontrar. No sé si fue suerte o lucidez, pero esta nueva visión de las cosas me enseñó a vivir, porque se convirtió en el sustento de mi filosofía de vida, prendió en mi interior como un motivo para seguir adelante, el motivo para seguir adelante.

Cambié mi horizonte y ya no tenía sólo como único objetivo cumplir mis sueños lejanos, sino vivir buscando disfrutar de lo que la vida me ofrecía cada día, cada instante, aun sabiendo que tenía una enfermedad. Aprendí a ser la protagonista de mi vida, aunque tuviera cáncer. No quería que pasaran los días esperando a estar mejor para hacer las cosas, para seguir viviendo.

El futuro incierto me enseñó el valor del presente, y así empecé a alimentar mi optimismo de siempre con energías renovadas, las que iba a necesitar para enfrentarme a mi nueva vida. En medio del dolor encontraba un camino. Y justo aquí comenzó el sufrimiento y el nacimiento de una nueva Sandra, la paciente Sandra Ibarra.