Alejandra abrió la puerta de la casa y se encontró con el habitual aroma de los lugares cerrados a lo largo de unos días o semanas. Dentro, además, el frío casi era más ostensible que en el exterior, así que tuvo un estremecimiento al dejar su bolsa de viaje en el suelo y dar los primeros pasos por el recibidor. Caminó hasta el conmutador general de la luz, lo conectó, y ya no perdió ni un solo segundo en disquisiciones o suspiros inútiles. Había que ponerse manos a la obra para tenerlo todo a punto en el menor tiempo posible.
Así que se aplicó a ello, aunque disponía del suficiente. Por algo había querido llegar la primera.
Procedió con orden, como había visto hacer a su madre otras veces, cuando las dos subían hasta allí a pasar un fin de semana. Fue a su habitación, dejó la bolsa en la cama, abrió el armario, se puso cómoda y acto seguido empezó su tarea. Primero, conectar la calefacción para que se caldease el ambiente; segundo, entrar algunos troncos de la leñera para el caso —y siempre acababa presentándose— de que se quisiera pasar la velada en torno al fuego del hogar; tercero, abrir las contraventanas exteriores de todas las habitaciones, la cocina, la sala, los baños y demás; cuarto, dar el agua y el gas; quinto, comprobar que todo funcionase correctamente, es decir, que no hubiese ningún escape fortuito o una avería imprevista motivada por la puesta en marcha de los sistemas; sexto, examinar en la habitación de la entrada, la destinada a los utensilios de esquí, que no faltase nada —había seis pares de esquís, y ellos serían diez, así que habría que alquilar el resto, o turnarse—; y sexto y último, ponerse a quitar el polvo y pasar un paño húmedo por algunos suelos que lo necesitasen y examinar que las sábanas de las camas estuviesen limpias y...
Era un buen trabajo, sobre todo para ella sola. Claro que el fin de semana tenía que valer la pena, y puesto que la idea había sido suya —feliz y ferozmente aceptada por el resto—, lo justo era que hiciera lo posible para que la cosa funcionase, y funcionaría. En lo único que no hacía falta pensar era en la comida, porque bastaría con lo imprescindible, para desayunar o tomar algo de noche si les apetecía. El resto lo harían fuera, en los restaurantes próximos a la estación de esquí. En cuanto acabase con el aseo general iría a comprar bebidas y lo más esencial.
Iba a poner música, para que la ayudara con el resto, cuando sonó el teléfono.
—¿Sí? —preguntó, dejándose caer en la butaca contigua al aparato.
—¿Alejandra? Soy yo.
Alicia. Seguía siendo la única duda, aunque ella siempre había estado segura de que al final no se perdería el fin de semana.
—Hola, ¿dónde estás?
—En mi casa. Sólo llamo para decirte que finalmente subiré, ¿vale?
Alejandra sonrió.
—Ya contaba contigo —aseguró.
—Pues contarías tú, ya ves. Yo hasta hace un rato no lo he tenido claro.
—A lo mejor es porque te conozco mejor que tú misma.
—¿Tú crees?
Se la imaginó, preocupada, reflexionando, colgada del auricular como si en lugar de hablar a través de él estuviese sujetándose al mismo. Todas las del grupo eran distintas, muy distintas, pero Alicia era la más distinta de todas ellas: bajita, regordeta, tímida, insegura. Quizá por ello le tenían un afecto especial.
Ni siquiera era un peligro.
—¿Con quién vas a subir?
—Con Irene. Ya he quedado con ella.
—Perfecto —asintió Alejandra, sabiendo que el peor problema para llegar hasta allí siempre era el de los transportes—. ¿Sabes algo de Regina?
—No, ¿por qué? —repuso Alicia.
—Porque es la única que aún no sé cómo ni con quién subirá.
—Puede que haya telefoneado a Sagrario y a Pablo. Ellos vienen con Jorge y con Borja, ¿no?
Era una forma de asegurarse de que Borja, en efecto, iba a estar presente durante el fin de semana.
—Sí, ellos vienen juntos, los cuatro —dijo Alejandra—, pero que yo sepa no se ha puesto en contacto con ninguno. Bueno, no sé, teniendo en cuenta que Regina ha estado toda la semana de baja y no ha ido a trabajar... Desde luego en su apartamento no contesta y tiene el móvil desconectado.
—Si estuviera enferma, estaría ahí, en cama, ¿verdad?
—Puede que esté peor y haya ido a casa de sus padres —vaciló Alejandra.
—¿Estás segura?
No, era algo improbable. Más aún: del todo absurdo. Y hubiera llamado para avisarla en caso de no poder subir. Regina no faltaría. Era otra de las que, por diversas razones, no se perdería un fin de semana en la nieve. Para ella, simplemente, se trataba de apurar la copa de la vida al máximo.
—Bueno, no te preocupes. Es la única imprevisible, ya lo sabes —dijo Alejandra—. ¿Qué estás haciendo?
—La bolsa.
—Vale. Yo estoy limpiando todo esto.
—Menudo trabajo —se solidarizó Alicia.
—Os guardaré un poco, ¿de acuerdo?
—Vale, hasta luego.
Colgó el auricular y se levantó. Seguía pensando en Alicia, en su aspecto de buena chica pero infeliz, en su belleza real pero oculta por el peso y su inseguridad, cuando se vio a sí misma en el espejo de la sala, alta, la más alta de todas, todavía sobrada de peso, aunque todos insistieran en que estaba muy delgada, con su imagen serena, siempre apacible, reflexiva.
Entonces pensó en Damián.
E, inevitablemente, en Eduardo.
No le gustó el invisible triángulo, así que cerró los ojos, se apartó del espejo y volvió a su trabajo de puesta a punto de la casa.
Irene tenía la cara pegada al espejo de su habitación, examinándose con meticuloso cuidado todos y cada uno de los recovecos de su cara. Los ojos, la nariz, los labios, el mentón, los pómulos, la caída del cabello reforzando el oval de sus rasgos... Por momentos se sentía hermosa, segura, capaz de todo. Pero siempre cabía el resquicio de la desesperanza, y aquel pequeño gran fantasma oculto en su ser, y que reconocía, pero del que no podía sustraerse: el fantasma de los celos y la envidia por Alejandra, tan delgada y guapa, aunque ella insistiese en que estaba gorda; por Sagrario, tan perfecta en todo, desde su aspecto hasta su éxito como persona, y por Regina, tan exuberante y lanzada, tan fuerte e igualmente atractiva. Y aunque ninguna de ellas sería rival durante el fin de semana, lo que más deseaba era brillar, estar radiante. Sin Sixto, era su gran oportunidad para que Miguel...
Bajó la mirada hasta su pecho. Allí estaba su gran defecto. Regina se quejaba de su abundancia, al igual que Alicia... En cambio ella, tan plana. Por mucho que dijeran que era elegante y que su silueta la hacía sofisticada, eso le importaba muy poco. Habría dado lo que fuera por un poco más de pecho, sólo un poco más, no aquellas dos tímidas elevaciones a modo de mesetas lunares. En cuanto pudiera...
Se puso de mal humor, como siempre que tropezaba con lo más odiado de sí misma, y ése era el estado en que se encontraba al abrir su madre la puerta de su habitación inesperadamente, sin llamar.
—Hija... —comenzó a decir la mujer.
Ella no la dejó formular una segunda palabra.
—¡Mamá, por favor, cuántas veces tengo que decirte que llames antes de entrar!
La mujer se quedó perpleja, no por la inesperada bronca, sino por el tono, más intenso que en otras ocasiones en las que su hija gritaba o las dos se peleaban.
—Pero si... —trató de decir inútilmente.
En esta ocasión tampoco logró culminar su defensa. El padre de Irene apareció por detrás de su esposa, en mitad del pasillo. Su voz ahogó las de ambas.
—¡La próxima vez que te oiga gritarle a tu madre te juro que te pongo la boca del revés de una bofetada! ¿Te enteras? Y además, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Es viernes, te vas y desaparecerás el fin de semana entero, y encima estás de mal humor! ¡Maldita sea!
Su padre parecía esperar una respuesta, o una defensa por parte de ella, para iniciar algo más que aquel inesperado conato de pelea. Irene se contuvo. Sabía que se jugaba también algo más que un mal rato. Para él, cosas como «mayoría de edad», o que ya fuese una persona adulta, no contaban. Sostuvo el brillo airado de sus ojos apenas cinco segundos, y luego soltó el aire retenido en sus pulmones y les dio la espalda a los dos, a su madre, ahora atribulada, sintiéndose culpable de lo que estaba pasando, y a su padre, aún rojo de ira.
Creyó que él, como otras veces, tendría bastante, pero se equivocó.
—¡Tú, que te estoy hablando! —le gritó el hombre.
—¿Y qué quieres que...?
—¿Que qué quiero? —la interrumpió una vez más—. Yo no quiero nada, pero te lo advierto: con tus notas de la última evaluación vas dada si crees que luego, estudiando en primavera, lo aprobarás todo.
—¿Y qué quieres que haga, que me quede en casa a estudiar el fin de semana?
—Hombre, Juan... —intentó defenderla su madre.
—¡Tú a callar! —volvió a mostrar su autoridad el cabeza de familia—. Ésta no hace más que divertirse, y lo de la dichosa carrera de Económicas, ya me dirás tú de qué va a servirle. Te lo tengo avisado. —Se dirigió de nuevo a su hija—: Como repitas un solo curso, se acabó. Yo no mantengo a inútiles. Y vas camino de suspender, porque sólo piensas en divertirte.
Irene apretó los puños. Se mordió la lengua. Cualquier otro día habría aceptado el cuerpo a cuerpo y no se habría mordido la lengua. Pero no en viernes, a punto de salir, y encima con el coche de su padre.
Como si entre los dos, padre e hija, existiera una asociación de pensamientos, el hombre la apuntó con un dedo furioso. Luego la amenazó en el mismo tono cargado de ira:
—Y algo más: tu última «hazaña» con el coche costó un huevo de plancha. Una sola rascada, una sola, y no lo ves más en tu vida. ¿Está claro?
Lo estaba. Muy claro. Tampoco era necesario que se lo dijera. De hecho, lo último que quería era pedirle el coche, pero no había tenido más remedio. La casa de montaña de la madre de Alejandra no estaba precisamente en un pueblo con tren o estación de autobuses. Y por si eso fuera poco, llegar en su propio coche tenía muchos más significados. Tal vez lo necesitara para llevar luego a Miguel a alguna parte.
Tal vez.
Su padre no esperó una respuesta. Tras la amenaza dio media vuelta y desapareció de su vista. Madre e hija se miraron una sola vez, ahora aliadas frente al infortunio.
Irene continuó con los preparativos de la marcha como si ella no estuviese allí.
El beso fue más allá de lo esperado, se hizo no sólo denso, sino turbulento. Regina tuvo que cerrar los labios, apartar su rostro, y hasta ayudarse con las manos, para lograr que Rodrigo se separara de ella. Cuando lo consiguió, el hombre se la quedó mirando con la respiración algo agitada y una mezcla de incomprensión y dolor en sus ojos. No había mucho espacio en el interior del coche, así que lo único que hizo la muchacha fue arreglarse la ropa, y después, tras bajar el protector solar de su lado, mirarse en el espejito inserto en él por la parte interior. Se llevó una mano al cabello revuelto, se lo atusó con coquetería y luego hizo que los dedos abiertos actuaran de peine, pasándoselos por la nuca y a ambos lados de dentro afuera. El agitarse de los rubios mechones hizo que él se sintiera de nuevo impulsado a querer cogerla.
Regina lo evitó.
—Basta, por favor —le pidió, molesta.
Rodrigo suspiró, dando muestras de cansancio.
—No vayas —dijo.
Ella ni siquiera le hizo caso. Continuó el arreglo de su imagen, algo descompuesta tras el escarceo sexual. Su bolsa estaba en el asiento trasero, y el coche aparcado en un lugar completamente vacío, por el que, pese a la hora temprana, no se veía un alma.
—Quédate —insistió él—. Lo arreglaré.
—No seas ridículo.
—Te lo prometo, lo arreglaré.
—¿Cómo? —le miró—. ¿Provocando una pelea para irte de tu casa esta noche, o mañana? ¡Por favor, Rodrigo, no seas estúpido! Y además, ni siquiera se trata de ti, sino de mí.
—¿Qué quieres decir?
—Está claro, ¿no? Quiero ir, pasar el fin de semana con mis amigas y amigos, no verte, ni pensar en ti. Nada. Es lo mejor para reflexionar en serio sobre lo nuestro.
—¿Y yo? —preguntó Rodrigo.
—Tú tienes a tu familia, no me vengas con historias.
—Vamos, no es lo mismo. Necesito...
—Tú necesitas tiempo, y yo aclararme, eso es todo, así que no me des el coñazo, por favor. ¿Por qué tienes que hacerlo tan complicado?
—¿Que yo lo hago complicado? —pareció saltar él—. ¡Eres tú la que de pronto...!
—Mira, será mejor que me baje o aún me quedaré aquí colgada porque no podré subir —le frenó ella—. No quiero discutir ni pelearme ni montar el número, ¿vale? Hablamos de eso ayer, y anteayer, y punto. Voy a llamar a Irene, y si ella ya ha salido, a Sagrario, así que haz el favor de...
—No seas tonta, va. —El hombre la retuvo, sujetándola por un brazo—. Te dije que te llevaría y te llevo. Por lo menos así estaremos juntos más tiempo, aunque sólo sea una hora.
Regina contuvo su gesto de ir a coger la bolsa. Le miró con fría serenidad, casi con dureza.
—¿Te portarás bien?
—Sí.
—Te juro que como me des la vara, me bajo donde sea y hago autoestop, ¿eh?
—Eres capaz —sonrió él sin ganas.
—¿Que si lo soy? Tú prueba y verás.
Rodrigo volvió la cabeza, dejó de mirarla, apartó los ojos de su cuerpo joven y excitante, sus formas generosas, su pecho, sus muslos, y puso las dos manos sobre el volante por espacio de unos segundos. Ella le vio apretar las mandíbulas.
Luego conectó el encendido del motor.
Ya no volvieron a hablar hasta algunos minutos después, y para entonces lo único que sabía él era que de nuevo estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de no perderla.
Llevaba demasiado tiempo buscándola.
Marcó el número de su casa sin estar muy segura de encontrarla. Su madre era una mujer de acción, y, dada la hora, lo más probable es que ya estuviese en marcha y con el móvil desconectado, pasando de todo y a tenor de sus propios planes, casi siempre muy poco proclives a quedarse en casa más tiempo del necesario; aunque también pudiera ser que, pese a tratarse de un viernes, hubiera llegado tarde, o su salida se hubiese retrasado. De todas formas tenía que intentarlo, o acabarían sufriendo las consecuencias.
Se alegró cuando al otro lado del hilo telefónico, al tercer zumbido, ella descolgó el aparato.
—Vamos, Jaime... —la oyó decir en tono sarcástico.
—Mamá, soy yo —le interrumpió.
—Oh, Alejandra —cambió al instante de voz—. ¿Qué pasa, algún problema?
—La calefacción. No se mantiene —suspiró la muchacha—. Cuando lleva un rato saliendo el gas y la aguja alcanza un tope, se apaga la llama.
—Bueno, es que hace días que no subía —le restó importancia la mujer—. Lo que tienes que hacer es no poner la calefacción al máximo, sino empezar por lo más bajo. Primero tenla un rato a uno, luego a dos, luego a tres... y cuando la casa esté ya caliente, no la mantengas en el cuatro, bájalo de nuevo al tres, y para que no os aséis, con que lo dejes a dos ya vale. ¿De acuerdo?
—Vale, lo probaré —dijo Alejandra.
—¿Cómo estaba todo?
—Bien. He ido a comprar bebida y algo de comida, por si las moscas. Bueno, cosas de picar, ya sabes.
—¿Cómo estaba el señor Ventura?
—Bien, mucho mejor.
—Oye, ¿y tú cómo te has ido tan temprano? —quiso saber la mujer de pronto.
—Quería arreglar esto —justificó Alejandra.
—¿Al final cuántos vais a ser?
—Ya te lo dije, media docena —mintió ella.
—Bueno, pero si hacéis el burro, recuerda que quiero que lo dejéis todo como estaba. No quiero encontrarme la casa...
—¡Mamá! ¿Otra vez? Si lo sé no monto este fin de semana.
—Que no, mujer, pero te lo digo por si acaso. Por lo demás, sabes que mi única manía son las camas. Cuando te vayas, retira todas las sábanas.
—No serán más que...
—Vamos, Alejandra, no me cuentes películas, ¿quieres?, que no me chupo el dedo. Y ya sabes que me da lo mismo quién duerma con quién, porque de todas formas no hay suficientes para «los que seáis» —remarcó esta última palabra—, y ya sois todas y todos mayorcitos. Pero como sé de qué va el paño, sólo te lo recuerdo para que luego no haya sorpresas, ¿entendido?
Sus amigas la envidiaban por tener una madre «moderna» y «abierta», y ella se escandalizaba siempre de oírla hablar así, tan llanamente. El mundo al revés.
Quiso cortar cuanto antes. Era su fin de semana, sin ella.
—Si sales deja el móvil abierto. Es por si el tema de la calefacción...
—Todavía estaré aquí un rato, media hora a lo sumo, pero el móvil lo desconecto cuando salga, ya me conoces. ¿Quieres que te telefonee antes de irme?
—No, no lo hagas. —Si había llegado ya alguien, no lo resistiría—. Si no te llamo yo en esta media hora es que todo va bien.
—De acuerdo, hija. Hasta el domingo por la noche.
—Adiós, mamá.
—Diviértete.
No le deseó lo mismo. No era necesario en su caso.
Alejandra
Desde que mis padres se separaron, o, mejor dicho, desde que ella le dio la patada a él, las cosas fueron tan diferentes, tan extrañas, especialmente para mí, que aún me costaba trabajo hablar con mamá. Aquel carácter fuerte, su manera de coger la vida por los cuernos, el hecho no sólo de sentirse joven, sino de serlo, y básicamente su energía vital, la convertían en una especie única, un ser todoterreno, un espejo en el que yo muy difícilmente podía verme reflejada. Ni siquiera es que por entonces fuera como mi padre, porque él tampoco tenía nada que ver conmigo o mi manera de ser. Por ello me sentía sola, perdida, apartada. Cuando era niña mi madre solía decirme en broma, pero pinchándome:
—Yo creo que te cambiaron de cuna al nacer, porque mira que eres rara, hija.
Crecí durante años sintiéndome rara, y eso aún me pesaba entonces, a los veinte años recién cumplidos. Ya no era una adolescente, pero de alguna forma los problemas de la adolescencia aún estaban pegados a mis suelas, como si se tratara de un sello indeleble. Me sentía frágil, reservada, con dificultades para abrirme a los demás, con la sensación de ser demasiado adulta para mi edad, pero también muy necesitada de mis amigas y amigos para sentirme protegida y arropada por un entorno en el que pudiera moverme sin problemas. Para mí, formar parte de algo, integrarme, era tan básico como el aire que respiraba.
No me creía guapa, pero sí atractiva. Hoy, cuando veo fotografías de entonces, creo con sinceridad que sí lo era, posiblemente la más guapa de todas, aún más que Regina, con su cabello teñido, o Irene, con su sofisticado pelo corto. Y mis complejos...
Cielos, ni siquiera sé cómo realmente no caí víctima de la anorexia, porque estaba muy delgada y yo en cambio me veía gorda, excesiva, aunque sin llegar a los extremos de Alicia. Aquella inseguridad, aquel sentido de inferioridad con respecto de mamá...
Mi madre, siempre ella. Un día se cansó de los cuernos, las borracheras, los malos modos y la forma de ser de papá, y le dio puerta. Así de sencillo. Mi padre siempre tuvo dinero, y mamá bien que se las arregló para quedarse con una buena parte, amén de las dos casas, la nuestra y la de la montaña, y por supuesto una pensión alimentaria considerable. Yo creo que por aquellos días mamá ya ganaba incluso más que papá, porque con su negocio de catering... Dueña y señora de su propio tinglado, y con todos los hombres que necesitaba zumbando a su alrededor. Dios, ¡Dios!, algunos estaban tan bien que no me habría importado que se fijaran en mí. Pero le pertenecían, besaban el suelo que pisaba mi madre, y ella les hacía bailar en la palma de su mano, o chasqueaba los dedos y les hacía saltar. Tenía donde escoger. El mercado estaba lleno de solteros maduros —y no tan maduros—, separados y divorciados. Incluso salió con algún viudo. Mamá era guapa, guapísima, y se cuidaba. Realmente no parecíamos madre e hija, sino hermanas, porque yo parecía mayor y ella haberse parado en los treinta y pocos.
A mí sólo me quedaba defender mis derechos, recordarle que era hija única, y buscarme mi propio espacio en la vida. Supongo que por eso me dio por estudiar Económicas, con Irene. Estábamos en segundo curso.
En cuanto a papá... apenas si le veía. Y eso que había cambiado bastante. Su nueva mujer era mucho más dulce, apacible y hogareña. O sea que también sabía llevarle mejor. Y no habían tenido hijos. Eso debió de ser crucial, tanto o más que los años. Papá nunca me vio como a una hija.
Yo tampoco me sentí como una hija. Nunca. Ni con los dos ni mucho menos por separado.
Ni siquiera sabía quién era yo.
Por esta razón creo que aquel fin de semana cambiaron muchas cosas, dimos el primer paso hacia... no, no creo que fuera la madurez, pero sí hacia el interior de cada una de nosotras.
Lo que vimos, y lo que sentimos, nos hizo diferentes.
Ni mejores ni peores, sólo diferentes.
Estuvo a punto de estrellar el fin de semana aun antes de empezarlo cuando en la primera esquina se vio obligada a frenar en seco para evitar al loco de la moto que pasó zumbando a escasos centímetros de ella y, por supuesto, del preciado automóvil de su padre.
El corazón se le disparó al instante, y cerró los ojos tan asustada como tensa. Luego descargó un golpe de ira sobre el volante y volvió a abrirlos al escuchar la protesta de un claxon impaciente detrás.
Irene continuó la marcha, despacio, medio atormentada por el miedo y medio furiosa con su progenitor, que la obligaba a vivir al filo del infarto. ¿Qué hubiera pasado si el loco de la moto se hubiese estampado contra el vehículo? Aunque la culpa no fuese suya, su padre primero la habría matado. Las preguntas las habría hecho después.
Se alegró al alejarse de la densidad del casco urbano en dirección a la casa de Alicia, y recobró poco a poco su seguridad, perdido el primer miedo por el incidente. Recordó que era una buena conductora pese a todo y que se había sacado el carnet a la primera. Se puso a buscar una cabina telefónica desde la que hacer la llamada que no había querido llevar a cabo desde su casa, donde todos tenían el oído fino, su padre, su madre y su hermano mayor, la copia, o mejor llamarlo fotocopia, de su propio padre. Si no hubiera perdido el móvil hacía dos días...
Encontró una con el teléfono arrancado, y otra con aparato pero estropeado, antes de que a la tercera fuese la vencida. Esta vez pudo introducir las monedas en la ranura, pulsar los nueve dígitos del número sin problemas, y mientras no perdía de vista el coche, aparcado en doble fila, esperó la respuesta del otro lado.
Fue casi inmediata.
—¿Sí? —inquirió una voz de mujer algo cascada.
—Hola, ¿está Sixto?
—No, aún no ha llegado del trabajo. Ha dicho que hoy acabaría tarde. ¿Quién le llama?
—Irene.
—Ah, sí. —La recordó, aunque, según pensaba Irene, desde hacía unas semanas no había ninguna otra que llamase a su hijo—. Le diré que has telefoneado, niña.
Cierto que su voz, y más a través del auricular, sonaba aguda, pero la molestaba oírse llamar niña.
—Que no me llame él. Dígale que he perdido el móvil. Y gracias —se despidió con corrección.
Bueno, se encogió de hombros. Tampoco era importante, por más culpable que se sintiese. Cada cosa a su tiempo, y el fin de semana era el fin de semana, y sus planes sus planes, y el lunes sería otro día, y otra semana, y otro mundo. A lo mejor el lunes nada era igual. Dependía de Miguel.
Se sintió perversa, así que sonrió malévola al abandonar la cabina. Entró de nuevo en el coche todavía envuelta en sus pensamientos, lo puso en marcha y se dispuso a sumergirse por segunda vez en el río circulatorio urbano, otra vez denso en las proximidades de la salida de la ciudad, con todos los que buscaban la evasión más allá de ella. En esta ocasión la culpa sí fue suya, porque no comprobó si alguien circulaba en su sentido. Apenas pisó levemente el pedal del gas y salió medio metro de donde estaba cuando escuchó el frenazo, el alarido de la bocina, y casi al instante la voz del conductor al que acababa de cortar el paso y que, milagrosamente, logró evitar la colisión.
—¡Idiota! ¿Por qué no miras antes de salir?
Le vio pasar, airado, rojo, agitando el puño por la ventanilla, y pensó que acababa de reforzar el convencimiento de otro imbécil masculino acerca de la temeraria, imprudente, loca y demencial conducción de las mujeres.
Esta vez, además, tuvo que esperar unos segundos antes de volver a ponerse en marcha, porque el susto todavía mantenía en alza la agitada carrera de su corazón.
Irene
Mi padre conseguía sacar siempre lo peor de mí, inseguridad, rabia, frustración, inferioridad... El hecho de ser un completo machista no le hacía mejor o peor que otros padres o, por lo menos, en mi caso, no tenía más puntos de referencia que el de mis amigas y amigos más directos, pero la forma de tratarme, a mí y a mi madre, la manera de ser y de pensar, era muy amarga como para resignarme. En casa papá era el Sumo Pontífice, el hacedor de nuestras vidas, con mamá resignada y sumisa en su papel de esposa y madre, y mi hermano mayor, que era el calco aún imperfecto —pero en vías de superarle con el tiempo— de nuestro padre.
La manera en que recuerdo a mi padre, durante la adolescencia y aquellos primeros años de juventud, es bastante difícil de explicar. Le quería, pero a veces creo que era tan sólo por el mero hecho de que eso fuera cómodo y se presentara como algo natural y real en mi existencia. Cuando oía decir a una chica que su padre era su mejor amigo, o que ella era «la niña de sus ojos», sentía envidia, mucha envidia. Para mi padre, las mujeres éramos seres inferiores, destinados a su servicio. Era negrero, facha, un triunfador que en ocasiones se me antojaba despiadado, y tenía las ideas muy claras en todo, así que él iba a lo suyo siempre, pasando de los demás. Lo que más me dolía es que tuviera razón, y la tenía en algo que me afectaba mucho: yo estudiaba Económicas solamente porque lo hacía Alejandra y porque no pensaba en buscarme un trabajo. Todavía no. Me gustaba la vida que llevaba, estudiar, tener tres meses de vacaciones, carecer de auténticas responsabilidades... Me gustaba y me creía con derecho a seguir así. Pero mi padre me amenazaba siempre, e insistía en que era estúpido que estudiara, porque un día me casaría y bla-blabla. Lo que más deseaba era vencerle, demostrarle que se equivocaba, acabar la carrera y ser libre e independiente. Aunque me daba cuenta de que para terminar la carrera tendría que poner un empeño del que carecía.
Mamá, en cambio, era una mujer frágil, nerviosa, sufridora, esclava sin darse cuenta o, si se daba cuenta, satisfecha de serlo porque se aplicaba a ello con verdadero ímpetu. A mí me daba un poco de pena, porque siempre estaba a la sombra de papá, y encima, con mi hermano mayor a modo de calco, lo tenía crudo. Yo trataba de que se rebelara, que dijera basta, pero mis maquinaciones en la sombra no servían de nada. Mamá me decía que yo no había visto los tiempos malos, la lucha del comienzo, lo mucho que había trabajado mi padre, el tal y el cual, el abecé de la historia familiar. O sea que de todas formas, hasta ella me recordaba lo bien que vivía, lo feliz que era, lo maravillosa que resultaba mi existencia gracias al esfuerzo de papá.
Loado fuera papá.
Creo que también le culpé a él en ese tiempo de haberme convertido en una... ¿pija? No sé si es ésta la palabra adecuada, porque vestir bien, estudiar, no querer trabajar y planear quedarme en casa a comer la sopa boba hasta los treinta, no era exactamente el retrato de la pija absoluta, aunque sí en parte. En este sentido envidiaba mucho a Regina. Ella tampoco aguantaba a sus padres, y había tenido el valor de irse de casa a los dieciocho y espabilarse. En aquel tiempo tenía ya los diecinueve, como yo, y la veía como una verdadera heroína. Alejandra era distinta, vivía con su madre porque no tenía problemas de libertad en relación a ella, y Alicia... la pobre Alicia estaba como yo, sólo que con más problemas, mientras que Sagrario...
Sagrario era un poco el espejo en el que nos mirábamos todas, o intentábamos mirarnos. Guapa, brillante, perfecta, buena estudiante, con novio de verdad, familia acomodada...
Yo era romántica, con un placer morboso por los ídolos caídos, como James Dean, John Lennon, Jim Morrison, Kurt Cobain y otros. Me hubiera gustado protagonizar una aventura mágica, vivir amores llenos de pasión, pero mi ansiedad me llevaba una y otra vez a preferir lo seguro, con sólo algunos pequeños toques de locura. Por ejemplo, tenía novio, o como lo llamara. Lo malo era que Sixto y yo... no teníamos nada que ver. Sixto era un año menor, trabajaba, tenía otro rollo mental, y estábamos juntos porque me gustaba mucho a pesar de que todas mis amigas me auguraban un rápido final. Así que, lo nuestro ¿era sólo físico?
Bien, tan físico como mi interés, aquel fin de semana, de ligarme a Miguel, como fuera, para tener una experiencia con él o... más que eso, para qué ocultarlo. Miguel estaba estudiando fuera, y después de verle la última vez que pasó un fin de semana en casa, pensé que estaba cada día mejor, y que tal vez, sólo tal vez, pudiéramos ver qué pasaba si disponíamos de la oportunidad, la ocasión, y lo hacíamos en el momento adecuado. Como aquellos dos días en la casa de Alejandra, él de vuelta y con la sangre caliente, porque eso se le notaba, y yo... dispuesta a lo que fuera.
Era un fin de semana interesante, prometedor, con muchas expectativas, y estaba dispuesta a ir a por todas.
Llevaba esperando cerca de diez minutos, dando vueltas, porque Irene llamaría desde abajo y tendría que movilizarse a toda prisa cuando lo hiciese. Su calle era bastante mala para aparcar, y en doble fila apenas si dejaba espacio para los otros vehículos. Pero no quería esperarla en el portal. Era algo que la incomodaba. Las comadres tenían veinte ojos y sin duda las de las tiendas de enfrente la verían y se despacharían a gusto con ella. Se les notaba tanto, ¡tanto! Después, cuando su madre bajase a comprar algo, la coserían a preguntas. ¿Adónde iba? ¿Por qué con una amiga? ¿Seguía sin novio? Y quizás en el fondo pensaran algo peor: No sería lesbiana, ¿verdad?
Alicia las odiaba aún más que a su aspecto.
Vivía en un piso de la parte de atrás del edificio, así que no podía esperar a Irene en un balcón o atisbando por una ventana. Se movió inquieta, dando pasos inseguros, hurtando su imagen al espejo pese a que se había arreglado a conciencia, en la medida de lo posible, y casi se asustó por el inesperado zumbido del teléfono, que estalló al pasar por su lado.
Ni siquiera pudo preguntar quién era. La voz de su padre le llegó desde el otro lado.
—¿Matilde?
—No, papá, soy yo.
—Ah. —Parecía tener prisa, y empezó a comprender el motivo—. Oye, dile a tu madre que llegaré tarde, que tengo un imprevisto.
—Está bien, papá. —Alicia cerró los ojos.
—Hasta luego —se despidió el hombre.
No le dijo que ya no estaría. No valía la pena. Su padre nunca se acordaba de esos detalles. Lo único que lamentaba era ver, día a día, la certeza de lo que sucedía. ¿Un imprevisto? Ni siquiera comprendía cómo su madre no se daba cuenta, aunque quizá sí lo sabía, a pesar de que prefiriera callar. Muchas mujeres lo hacían. Demasiadas todavía.
Iba a escribir una nota, para dejarla en la nevera, con un imán encima, cuando oyó el ruido de la puerta al abrirse. Salió al pasillo a tiempo de ver a su madre, atribulada y cargada de bolsas como siempre, esforzándose por cerrar, mantener el equilibrio y no perder el ritmo de sus movimientos supersincronizados. Alicia la ayudó, cogiéndole dos de las bolsas.
—Gracias, hija. ¿Cómo es que todavía estás aquí?
—Irene aún no ha llegado.
—Ya, ¿y tu padre?
Entraron en la cocina. Dejaron las bolsas sobre el mármol antes de que Alicia respondiera.
—Acaba de llamar. Ha dicho que vendrá más tarde, que tenía no sé qué lío.
—¡Vaya por Dios! —suspiró la mujer, sin dejar de moverse de arriba abajo y de un lado a otro, como si tuviera cuatro manos dada la forma de deshacer paquetes, guardar las cosas en la nevera o en los armarios y ponerlo todo en orden.
—Mamá...
—¿Sí, hija?
Si ella la hubiese mirado en ese momento, si se hubiese detenido un solo segundo, probablemente se lo habría preguntado, habría tenido el valor, o cuando menos... Pero no fue así. La mujer no la miró ni dejó de actuar bajo la rítmica precisión de sus movimientos. Alicia se quedó sin fuerzas antes de hora, vencida por el implacable estigma de sus limitaciones.
—No, nada —dijo—. Era una tontería.
Y fue en ese momento cuando el timbre de la puerta del edificio sonó con la vibrante estridencia de la prisa impuesta por parte de quien lo acababa de accionar.
Alicia
Lo que más deseaba en la vida era tener valor, seguridad, confianza en mí misma. Ya que no podía ser guapa ni delgada, aunque todos dijeran que al menos atractiva sí lo era, el valor, la seguridad y la confianza me habrían dado la fuerza que necesitaba. Pero era muy fácil ser valiente cuando se tienen las agallas y el carácter de Regina, y muy fácil sentir seguridad cuando se era como Sagrario, o muy fácil ver el mundo desde un pedestal cuando quienes lo veían eran Alejandra o Irene a través de sus ojos. En aquellos días yo era el patito feo, la gordita, la chica amiga de todas porque a todas les caía en gracia. ¿Y eso por qué? Pues porque yo no era rival para ellas. Conmigo se sentían cómodas y seguras. No existía peligro por mi parte.
Fueron tiempos difíciles, días duros, y aquel fin de semana...
Estaba segura de que mi padre, al que yo quería y por el que me sentía muy querida pese a todo, tenía un lío. Ignoraba si serio o fuerte, pero que lo tenía me parecía de lo más evidente. Mi padre trabajaba en una editorial, y siempre leía libros en casa, porque estaba más tranquilo que en el despacho. Desde hacía tres o cuatro meses, eso había cambiado, lo mismo que él. Mi madre vivía a su aire y por esta razón yo creía que no lo veía. Era una mujer hiperactiva, soñadora, con la vida llena de cosas que probablemente sustituían las faltas de otras mayores o más importantes. Por ejemplo: mamá había vuelto a trabajar por las mañanas, cuatro horas, con su antiguo jefe, un abogado bastante notable; pertenecía a la Asociación de Vecinos del barrio; se metía en campañas para ir al Ayuntamiento a tratar de tal o cual tema; era vicepresidenta de nuestra comunidad de vecinos y...
Mamá era un todoterreno social.
Y en medio, sin olvidar a mi hermano menor, el desastre de la casa, el viva la virgen por excelencia, estaba yo, tímida, siempre haciendo regímenes para perder unos kilos que se resistían a irse, frustrada, llena de miedos, temerosa de dar el sí al primero que llegara, pero también de quedarme colgada para siempre por esperar a alguien como Isma, mi primer novio, mi gran amor de adolescencia, del que seguía enamorada, aunque en aquellos días habría dado todo lo que tenía y más por Borja.
Por esa razón era tan importante aquel fin de semana. Borja estaría allí, y tal vez... sólo tal vez...
Lo peor de todo eso es que Isma me había hecho mucho daño y, aun así, era incapaz de odiarle. Yo tenía catorce años cuando empezamos, y durante casi dos me utilizó, me puteó —hablando en plata—, me pidió cuanto quiso y yo se lo di, y finalmente, cuando se cansó de mí, me dejó por otra, tan sencillo como eso. Y como dicen que el primer amor te marca, pues eso, que a mí me marcó, de una forma tan amarga que...
Ni siquiera era capaz de volver a hacer el amor, porque estaba cerrada, no ya de mente, sino de piernas. Cada semana me decía que tenía que ir al ginecólogo, o mejor aún: al psiquiatra. Me dolía tanto que...
Si he de ser sincera con mis recuerdos, no puedo ocultar que lo único, lo que más deseaba, era sentirme igual que ellas, y eso pasaba por tener novio, por compartir mi vida con alguien. Lo necesitaba. De las cinco, yo era la más pequeña, todavía con los dieciocho años a cuestas, aunque me faltaban pocos meses para los diecinueve. Encima, estaba repitiendo, así que mis planes de estudiar Psicología, aunque no por vocación, se habían paralizado un año, todo un año. Ni siquiera sabía qué me gustaba. Pensaba que si estudiaba eso me sería más fácil llegar al corazón y a la mente de los demás. Lo hacía por esta razón, como si con ello fuese a conseguir un día ser superior.
Todo era muy extraño.
Lo es aun hoy, pese a que el tiempo y la distancia le han dado un sentido a las cosas, al conjunto de sentimientos, realidades y vivencias de aquel momento único en mi vida. Hay siempre un día que marca el punto de inflexión, un día en el que cada ser humano, sea hombre o mujer, encuentra un camino, su camino, y para mí, fue aquel viernes, o mejor dicho aquella noche de viernes a sábado.
Entonces no me di cuenta, pero hoy sé que ahí acabó una parte esencial de mi existencia y empezó todo lo demás.
Se había ido nublando a lo largo del camino, de forma que al llegar a las primeras estribaciones montañosas, el cielo se hallaba ya completamente ennegrecido por la densidad nubosa y el frío no hacía presagiar precisamente lluvia, sino nieve. La blancura de las cumbres, ahora impresionantes por delante de ellos y a ambos lados de la carretera, ayudaba a reforzar la sensación de distanciamiento con relación a la ciudad y lo que habían dejado atrás una hora antes. El hombre se estremeció como si el frío exterior acabase de colarse dentro del coche por un resquicio del sistema calefactor.
—Nunca me ha gustado esquiar —comentó.
—¿Qué te crees, que yo sé algo? —repuso Regina—. De lo que se trata es de salir y pasarlo bien. Si me apetece, me deslizaré por alguna pista sencillita, y si no, con quedarme en la casa, o en el parador...
—¿Sola?
—O con quien sea —se encogió de hombros—. No creo que a todas y a todos les dé por esquiar.
—Os va a nevar de lo lindo —dijo él.
—Pues muy bien.
Apenas si habían hablado, y se adivinaba la tensión en ambos. Regina se mostraba distante y cauta. Su compañero, inquieto. Ella había notado en más de una ocasión las miradas silenciosas de Rodrigo, y él daba la sensación de haber estado buscando formas de conversación, apartadas de lo esencial, o tangenciales. Pero ahora se acercaba el momento de la verdad, la separación, y el vacío comenzaba a ser evidente.
—Éste es el pueblo —dijo Regina al doblar una curva y encontrarse de cara con las casitas, colgando entre las rocas y recortadas sobre los fondos blancos en número escasamente considerable.
—¿Por dónde...?
—Déjame en el pueblo, no te preocupes —le cortó ella.
—¿Y cómo llegarás hasta la casa? Me dijiste que estaba a unos tres o cuatro kilómetros —vaciló Rodrigo.
—Llamaré por teléfono a Alejandra y vendrá a buscarme, tranquilo.
—No seas absurda, mujer.
—Rodrigo, soy lo que soy y punto, ¿vale? ¿Qué quieres ahora?
—¡Maldita sea, no quiero nada! —Su grito la hizo agitarse—. Pero ¡me parece estúpido dejarte ahí y que tu amiga tenga que ir a por ti! ¿Qué le dirás? ¿Es que no ves que es absurdo? ¡Te preguntará igualmente quién te ha traído!
—Gira a la derecha —indicó Regina.
El hombre le lanzó otra mirada preocupada, pero obedeció. Se internaron por una especie de camino, asfaltado pero en mal estado, con paredes de nieve helada a los lados. Comprendió que se alejaban del pueblo al iniciar un pronunciado ascenso y quedar aquél más abajo, a la derecha.
—Ahora a la izquierda en el cruce —volvió a decirle ella.
Rodaron sin hablar por una planicie abierta entre las montañas, con apenas media docena de casas diseminadas a su alrededor. No parecía haber nadie por allí.
—Ya son ganas vivir aquí, o tener una casa sólo para pasar el verano o subir a esquiar en invierno —comentó él.
—Hay gente para todo, ya lo sabes.
Las palabras sonaban a doble intención, así que no le respondió. Quizás hubiera sido un error acompañarla, forzar la situación, provocar su enfado. Si algo le gustaba era su carácter. Ahora en cambio...
—Párate en esa plaza —volvió a hablar Regina.
No era exactamente una plaza, sino una rotonda desde la cual se accedía a dos o tres construcciones próximas. La obedeció y dirigió una curiosa mirada a las casas.
—¿Cuál es? —preguntó.
—Ésa. —Regina señaló la más cercana, un edificio de pizarra y piedra.
—Te dejaré en la puerta —insistió él.
—Para, por favor.
Demasiado seca. Demasiado directa. Apretó las mandíbulas y frenó sin insistir. Tal vez fuera mejor así de todas formas. Sus amigas no sabían...
—Regina...
—Ah, no hace falta que me llames al móvil —le cortó—. Aquí no hay cobertura. Me lo dijo Alejandra. Hasta el lunes, Rodrigo. Y gracias.
Ni siquiera pudo retenerla para besarla, y asistió hundido a su derrota, rindiéndose a la evidencia. Regina le dio un beso en la mejilla con la portezuela del coche abierta. Luego cogió la bolsa del asiento trasero y esperó a que él hiciera la maniobra de regreso.
—Hasta el lunes —prometió el hombre con voz aséptica.
Cuando sus ojos se encontraron, fríos como el ambiente los de la muchacha, doloridos como la inminente tormenta los de él, los dos supieron que eso podía estar tan lejos como la Tierra de la Luna.
Regina levantó su mano derecha a modo de despedida. Luego esperó a que él hubiera desaparecido por el sendero y, cuando tuvo el convencimiento de estar sola, echó a andar, no hacia la casa de piedra y pizarra, sino en dirección a otra, de madera, distante unos doscientos metros, justo al otro lado de la rotonda asfaltada.
El último signo de civilización visible allí, además de las casas.
Empezó a nevar antes de haber dado una decena de pasos.
Regina
Había estado enferma toda la semana, bueno, desde el martes por la mañana, y tenía la vaga sensación de no encontrarme lo suficientemente fuerte como para pasar un fin de semana en mitad de montañas nevadas y con toda la gente de juerga constante. Sin embargo, era fiel a mis ideas: mejor morir sonriendo que vivir llorando. Un fin de semana era un fin de semana, libres, sin problemas ni padres ni malos rollos... era demasiado como para dejarlo pasar.
Más en mi caso, porque necesitaba pensar.
Quería llegar pronto para hablar con Alejandra. Ni ella ni las otras sabían nada de Rodrigo, y me sentía culpable, no de haberme liado con él, sino de no haberlo compartido con ellas, aunque desde luego si no lo había hecho era por mi miedo y mi... ¿vergüenza? Nunca hubiera creído que yo pudiera tenerla. ¡Dios, siempre estuve segura de que la perdí al ser destetada!
Así que necesitaba aquel fin de semana, lejos de todos los rollos habituales y desconectada del mundo. Aislada.
Alejandra siempre me pareció diferente a nosotras, es curioso. Sagrario daba la impresión de ser la más fuerte, la segura, pero precisamente por ello no le habría confiado mi secreto como quería hacerlo con Alejandra, en privado, buscando un apoyo, un aliento, un consuelo o lo que fuera. De no haber sido yo, me habría gustado ser como Alejandra, a pesar de sus manías, sus complejos, sus reservas. Ella era adulta para su edad, pero llena de inseguridades, y por esta razón necesitaba más de las amigas que Irene o incluso Alicia. Lo curioso es que todas, incluida Sagrario, pensaban que la fuerte era yo, y la que tenía los ovarios mejor puestos y la que...
Era mi imagen, y me gustaba, pero sólo yo sabía lo vulnerable que me sentía, y más ahora que puedo ver aquello desde la distancia. ¡Jesús!
En aquellos días trabajaba en la boutique de Ana, como dependienta. Era la única que no estudiaba y la única que ya vivía sola, emancipada. Eso me convertía sin duda en una reina. Pero si lo había hecho no era por ganas de ser libre o de montarme la película a mi aire, sino porque ya no hubiera soportado el ambiente de casa ni un minuto más después de cumplir los dieciocho. Mi padre era tan poca cosa, tan sencillo, tan falto de energía que, pese a quererle, casi me sentía inclinada a despreciarle. ¿Demasiado? Tal vez, pero así es como me sentía. El pobre trabajaba de contable en una empresa, algo tan gris como siempre lo fue él. Mamá, con todo, era su muy digno apoyo y equilibrio. Su sombra. Mi madre nunca había parecido feliz, se había pasado la vida quejándose por todo y lamentándolo todo. Además, era posesiva, quería controlar la vida de los demás, de manera especial la de sus hijos. Mi hermana mayor —casada, veintitrés años y ya con una niña— y mi hermano mayor —veintiún años, estudiando fuera—, se habían dejado. Yo no. Por eso mi madre estaba orgullosa de ambos, mientras que de mí echaba pestes. Aseguraba que acabaría en la calle.
Siempre temí que pudiera tener razón.
Eran tan normales, y yo odiaba tanto la normalidad, que por ello no tuve más remedio que abrirme, pasar, y por lo menos durante aquel año de independencia no me había arrepentido de nada, o casi.
Estaba Rodrigo, el follón que ello significaba, y encima uno de los que pasaría el fin de semana en la casa era Jorge, que estaba enamorado de mí, y que todas mis amigas insistían en que era el chico adecuado para alguien como yo.
Alguien como yo.
También Alejandra tenía novio, Damián, pero nosotras sabíamos que en el fondo sentía algo por Eduardo. Sólo que Alejandra era lista, sabía lo que le convenía, y lo que le convenía era Damián.
Fuera como fuese, para una apasionada de la vida como yo, el fin de semana prometía, y ni siquiera la presencia de aquellas nubes tan negras y amenazadoras, la nieve que empezó a caer mientras caminaba hacia la casa o el frío que calaba hasta los huesos, lograron amedrentar mi ánimo.
Irene y Alicia vieron las nubes cerrándose por delante de ellas y a lo lejos, sobre las montañas, e intercambiaron una rápida mirada de miedo e inquietud.
—Espero que no llueva —dijo la primera—. Odio conducir sobre mojado.
—¿Y si nieva? ¿Llevas cadenas? —quiso saber la segunda.
Por la expresión de Irene comprendió que no, y la acompañó secundándola con su propia cara de incertidumbre, alargando los labios hacia los lados en clara muestra de terror. Luego ambas se echaron a reír.
—¡Sólo faltaría que nos quedáramos colgadas! —se estremeció Irene—. ¡A mi padre le daba un ataque!
—No sería culpa tuya, mujer.
—¡No, si lo decía por el coche!
Volvieron a reír, liberándose de la tensión que la situación les producía, y al acabar, roto el breve silencio con el que se habían rodeado a lo largo de los últimos kilómetros, fue Alicia la que hizo aquella pregunta personal.
—¿Cómo es que has dejado a tu novio solo el fin de semana?
—Hija, sólo faltaría que por el hecho de tener novio no pudiera pasarlo bien con mis amigos.
—Si yo tuviera novio y estuviese enamorada... —calculó Alicia.
—Puede que sea eso —reconoció libremente Irene.
—¿Qué?
—Que tenga novio, pero no esté enamorada.
—¡Anda ya! —se negó a creerlo Alicia.
—Este fin de semana quiero montármelo con Miguel.
Logró lo que pretendía: sorprenderla. O más aún: dejarla boquiabierta.
—¿Miguel y tú...? —balbuceó Alicia.
—No, Miguel y yo nada, pero de eso se trata, de ver si pasa algo —le guiñó un ojo—. ¡Y ahora no vayas a pregonarlo!, ¿vale?
—Ostras... es que me dejas...
—¿Porque me interese Miguel o porque quiera montármelo con él pasando de Sixto?
—Por todo... no sé. —Alicia daba la impresión de no entenderlo, o de buscar mayores premisas y consecuencias a la situación—. Creía que te gustaba Sixto.
—Y me gusta, pero como todas decís que es un año más joven que yo, y que eso se nota, y que somos de mundos distintos, y que yo soy universitaria mientras que él es un currito y...
—¿Desde cuándo haces caso a los demás? —se extrañó Alicia.
—No les hago caso, pero a lo peor tenéis razón. Yo misma pienso que... bueno, quizá sea algo físico y nada más, porque desde luego es monísimo, pero... Miguel tampoco está mal, y si como pienso llega quemado porque allí no se come una rosca, tal vez sea mi oportunidad. Por mí no va a quedar.
—Pero ¿piensas hacértelo con él?, o sea...
—De todas, todas, hija. Faltaría más. Puede que no sea esta noche, que es la primera, pero mañana... En fin —se encogió de hombros—, ya se verá. Igual no pasa nada.
—¿Cuándo has descubierto que te gusta Miguel?
—Oh, llevo ya algún tiempo dándole vueltas al tema, y la última vez, cuando vino a pasar el fin de semana, pensé que había dado un cambiazo total. ¿Te has fijado en el subidón de cachas que le ha dado, lo macizo que se ha puesto? Se me ocurrió que valía la pena y eso es todo.
Alicia bajó los ojos y apoyó la mirada de su pesadumbre en su regazo.
—Ojalá yo pudiera escoger y... ¡hala, así de fácil! —suspiró.
—Pues es porque no quieres, y no me vengas con malos rollos, por Dios. A ti te gusta Borja, ¿no?
—Sí.
—Y Borja estudia Económicas con Alejandra y conmigo, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Pues ya está, le preguntas cosas de los estudios, del futuro, que es su tema favorito, y mientras te suelta la paliza, tú le pones ojitos tiernos, o te insinúas y le haces ver que, si se lanza, lo tiene bien. ¡Debes poner algo de tu parte, chica, porque los tíos como Borja no caen del cielo! Si no te lo trabajas... Venga, ¿qué quieres saber de él? Conociendo los puntos débiles de los demás, juegas con ventaja.
—Es que yo no quiero un revolcón —se defendió Alicia.
—Tampoco te digo que te lo des, sin más, porque a un tío eso no le retiene. Se pega el lote y luego puerta. Pero por algo hay que empezar, y si haces ver que ha sido él el que te ha conquistado a ti...
—Ya me fijaré en cómo te ligas a Miguel.
—¡Ah, eso no!, ¿eh? —protestó Irene—. Si sé que me estás mirando me pondré nerviosa, no fastidies. ¡Y es en serio!
Alicia se rió de nuevo, aunque esta vez fuese sin ganas.
—Todos los tíos van a lo mismo —lamentó desde lo más profundo de su ser mientras miraba por el cristal de su ventanilla—. Lo único que quieren es poner una muesca más en su revólver.
—¿Y a nosotras qué?, ¿acaso a algunas no les gusta coleccionar revólveres? Mira Regina.
—Bueno, ella es...
—Ella es nada, Alicia. Quiere vivir y vive. Lo absurdo es plantearse algo serio a nuestra edad, porque ya no funciona, cada día lo tengo más claro. ¿O me dirás que ahora no es mejor plantearse las cosas a corto plazo, y lo que dure, dura? Y por supuesto, si llega el día en que dura más y sale bien, pues incluso vale la pena plantearse lo de casarse y tal. No sé, ¿tú cómo lo ves?
¿Cómo lo veía?
Miró el cielo, y sintió la oscuridad en su interior, y el frío exterior dentro de su cerebro. ¿Cómo podía decirle que esperaba casarse, y tener hijos, y que no deseaba hacerlo a los treinta, sino antes, mucho antes, para así, de paso, largarse de su casa?
—Está empezando a nevar —dijo de pronto, envuelta en un susurro lleno de dolorosas reflexiones.
Alejandra jugó con un mechón de su cabello, haciendo que el dedo índice de su mano derecha formara un bucle con él, mientras apoyaba la cabeza en el auricular del teléfono, comprimido entre ella y el respaldo de la butaca. Lo que más le encantaba de su tía Asun, la hermana menor de su padre, era que tuviera sólo cinco años más que ella. Odiaba no verla más a menudo, y estar separadas por el ambiente y sus relaciones antes que por esa diferencia de edad. Además, era una perfecta cotilla. Juntas podían pasarse horas despellejando al mundo entero. Y les encantaba.
—No, Asun —dijo en ese momento Alejandra—, en realidad seremos diez, cinco y cinco, y todo está muy bien pensado.
—Venga, cuenta, dímelo todo —le pidió la voz al otro lado del hilo telefónico—. Estaréis Damián y tú, Irene, Sagrario y su novio, tu primo Pablo, Regina, Alicia...
—Espera, espera, que dicho así suena a mogollón sin sentido —la detuvo Alejandra—. Primero, Damián, que vendrá con su coche y solo, y yo. Segundo, Sagrario y Pablo, que vendrán con Jorge y Borja. Tercero, Irene, que está dispuesta a ligarse a Miguel...
—¿Qué dices? ¿Irene?
—Pero ¿te quieres callar, pesada? Irene sale con ese tal Sixto, pero es que no tienen nada que ver el uno con el otro, así que este fin de semana quiere ver si logra algo con Miguel, que como está fuera y viene de uvas a peras...
—¿Y Borja y Jorge tienen a alguien? Porque entonces, Regina y Alicia están desparejadas.
—Regina ya sabes cómo es. Tiene a Jorge bebiendo los vientos por ella, pero parece que pasa. Hace unos días que está muy misteriosa. Y Alicia sigue enamorada de Borja, pero tal como es ella, lo tiene crudo.
—Y es guapa, lástima lo gordita que está.
—Eres muy amable por llamarla gordita. La verdad es que, o hace algo pronto, o va a pasar de ese punto sin retorno. Aunque tal como es Borja, si viera claro el plan, a lo mejor...
—¡Qué bruta eres!
—Si es que a lo mejor lo que necesita es eso, ¡un buen polvo! Desde que rompió con su primer novio, y de ello hace ya más de dos años, no creo que se haya comido una rosca, aunque es muy reservada en eso y lo mismo me equivoco.
—Total, que Damián y tú, Sagrario y Pablo, Irene a por Miguel, Jorge intentándolo con Regina, y Alicia de culo por Borja —calculó Asun—. Pues no están las cuentas tan claras. ¿Cuántas habitaciones tenéis ahí?
—Suficientes, no seas mal pensada. Y hay sofás.
—A doña Perfecta y a Pablo dales la de tu madre, ¿eh?
—Lo tenía pensado —se rió Alejandra—. Y Damián y yo en la mía. Para los otros seis, si es que duermen desparejados, hay dos habitaciones más y el sofá. Una habitación para ellos y otra para ellas. Si pasa algo... Aunque no creo que todos traguen. Lo de Irene me parece fácil, pero lo de Borja con Alicia, y lo de Regina con Jorge... Eso está crudo, tía.
—Oye, me lo contarás, ¿vale? ¡Menudo serial! Y lo tuyo con Damián... ¿Qué hay de aquel tal Eduardo?
—Nada.
—¿Nada? ¡Vamos, mujer! ¿Aún te gusta?
—Sí, supongo que sí, pero también me gusta Tom Cruise y ya ves, no tendré ninguna oportunidad con él.
—Mira, Alejandra —el tono de Asun se hizo más serio—, será que yo soy de las románticas, pero por mucho que Damián estudie para abogado y sea o parezca maravilloso, si acabas enamorándote de ese tal Eduardo, aunque no tenga un duro, tendrás que escoger, ¿vale?
—Es que no es que no tenga un duro: es que tampoco tiene futuro.
—¿Y tú cómo lo sabes? La gente cambia, y el amor hace milagros. Por lo menos deberías salir con él, y probar. Puede que un día te arrepientas de esto. Por lo menos...
No quería hablar del tema, ni ahora, ni por teléfono ni con ella. Ni siquiera sabía por qué le contó lo que sentía por Eduardo, en un momento de debilidad, cuando se suponía que ella y Damián eran una pareja perfecta, tanto como Sagrario y Pablo. Por esta razón agradeció el súbito sobresalto que le produjo el timbre de la puerta, audible hasta para su tía Asun.
—¡Oh, vaya, lo siento, tengo que colgar! —anunció—. ¡Ya están aquí los primeros! ¡Adiós, Asun!
—¡Llámame el lunes, sin falta!
Colgó el auricular y echó a correr en dirección a la puerta.
—¿Cómo has llegado?
Desvió los ojos de la dueña de la casa y los paseó por el lugar, que ya conocía de un par de veces anteriores. Su respuesta estuvo revestida de indiferencias.
—Me ha traído un amigo —dijo.
—¿Hasta aquí? Pues vaya amigo, ¿quién es?
—Uno que también iba a esquiar, del barrio —volvió a evadir sus ojos, todavía incapaz de confesarle lo que deseaba.
—Vale, vale. —Alejandra no insistió.
—¿Dónde dormiré? —quiso saber Regina.
—No sé —le sonrió con malicia—. De momento deja las cosas ahí, en la habitación del fondo. Se supone que las chicas solas dormirán juntas y los chicos solos lo mismo, aunque... habrá que ser flexibles.
—¿Realmente esperas novedades este fin de semana? —se interesó la recién llegada.
—Quién sabe. Si Irene realmente decide atacar a Miguel como parece, todo es posible, y a lo mejor tú le haces un favor a Jorge.
—Oye, para ya. —Regina puso cara de fastidio—. ¡Qué perra os ha dado a todas con lo de Jorge!
—Venga, mujer, que es un buen tío.
—¡Jo, pues para ti, rica! ¿Y desde cuándo sois todas tan amigas de Jorge? ¿Os ha sobornado o qué?
—No seas boba. Y no te enfades, va. —Alejandra y ella regresaron a la sala después de que Regina dejara la bolsa en la habitación. Cambió de tema al notar que su amiga se sentía extrañamente incómoda. Eso le hizo recordar algo que podía justificarlo—. ¿Cómo te encuentras después de tu trancazo?
—Así, así —reconoció la rubia—. Ya no tengo fiebre ni nada, pero las piernas me las noto un poco débiles, o sea que para lo que no creo que esté muy dispuesta es para esquiar. Encima, sólo faltaría que me rompiera algo. La gracia que le haría a la dueña de la boutique saber que me he puesto bien justo para el fin de semana. ¿A qué hora llegan los demás?
—Irene y Alicia ya deben de estar en camino. Miguel tiene setecientos kilómetros en coche, así que es el más imprevisible. Damián ya me ha dicho que llegaría más o menos a la hora de cenar y los otros cuatro cuando acabe Sagrario, que hoy tenía prácticas o no sé qué rollo.
—¿En qué coche vienen?
—En el de Pablo, claro.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Regina de pronto.
—No, yo ya llevo aquí un par de horas y lo he hecho todo. Podemos sentarnos, oír música y despellejar a alguien.
Regina sonrió, pero no se sentó. De repente tenía incluso reservas para confiarse a Alejandra. No lo entendía pero así era. Después de todo, había ya tomado una decisión, ¿no? Pues entonces, ¿para qué contarlo?
La decisión.
Se acercó a la ventana, desde la cual se divisaba la impresionante cadena de montañas nevadas, y entonces reparó en la cortina de nieve que estaba cayendo, muy superior al tímido goteo con el que ella había llegado no hacía ni tres minutos.
—¿Has visto lo que está cayendo? —se alarmó.
El limpiaparabrisas se movía rítmicamente, a derecha e izquierda, apartando los pequeños copos de nieve antes de que formaran una película helada sobre el cristal, aunque en los ángulos su presencia ya resultaba evidente. Desde que la nevada se había ido haciendo más intensa, Irene conducía con el cuerpo echado hacia adelante, y sujetaba el volante con cierta rigidez. Sus ojos escrutaban la carretera y más allá de ella, circulando a una velocidad en extremo reposada que hacía que, de vez en cuando, algún conductor agresivo las adelantase protestando a golpes de claxon.
—¿Cuánto falta? —se interesó Alicia.
—No sé —reconoció Irene—. Calculo que unos quince o veinte kilómetros, pero...
—Pues esto se pone cada vez peor.
—No temas —quiso tranquilizarla la conductora—. Mientras pueda ver lo tengo todo controlado, y además, en la carretera no cuaja, ¿ves? Voy despacio por si acaso. No me fío de un patinazo o de frenar en mojado y que se me vaya el coche. Ya sabes cómo es mi padre.
—Va a caer una buena —aseguró Alicia.
—Se supone que vamos a esquiar.
—Sí, ya.
—¿Quieres que pare en el primer pueblo para tomar algo caliente?
—No, no, sigue. Cuanto antes lleguemos, mejor.
Un nuevo coche las adelantó por la izquierda, aprovechando que acababan de entrar en una larga recta. Las dos volvieron la cabeza y vieron el sonriente rostro de un par de muchachos de más o menos su edad, o tal vez un par de años mayores. Llevaban los esquís sujetos a la baca, así que su destino era inequívoco. El que iba al lado del asiento del conductor levantó una mano y las saludó. Luego el coche aceleró dejándolas atrás.
—¿Los conoces? —preguntó Alicia.
—No, qué va. Estaban bien, ¿eh?
—Sí —reconoció su amiga.
—Igual van al mismo lugar que nosotras y a lo mejor mañana nos los encontramos.
—Tienes una moral...
—Chica —dijo Irene—. ¡Hay que confiar en los hados! ¿O no?
Irene
Pensé que los hados de Alicia no estaban para confianzas. En su caso, tendría que hacer algo más. Fue entonces cuando me di cuenta de las diferencias que, poco a poco, iban formándose entre nosotras. Dos años antes, un año antes, incluso unos meses antes, en el verano pasado, éramos distintas. Salvo Sagrario, que ya lo tenía muy claro con Pablo, el resto iba a la deriva. Yo conocí a Sixto en otoño, Alejandra se hizo novia de Damián en los mismos días, y Regina por entonces salía con un imbécil que trabajaba de disc-jockey en una disco de moda. Por lo menos nos dejaba entrar gratis, y fue un ahorro, aunque duró muy poco. Pensaba que Regina llevaba una temporada calmada.
Pero, sin duda, la que peor lo pasaba era Alicia, y todas éramos conscientes de ello. Lo triste era que cada vez que Alejandra decía que se veía gorda, la pobre Alicia no sabía dónde mirar. No sé qué hubiera hecho yo de tener su problema, porque por más regímenes que hiciera, le bastaba con respirar para recuperar los kilos perdidos, y cada vez iba a peor. Nosotras teníamos con ella ese problema añadido, y aunque queríamos ayudarla... no era fácil. Por un lado, lo que necesitaba estaba a la vista: enamorarse. Ella sí, más que ninguna otra. Su soledad se percibía lo mismo que una radiación. Por el otro, su presencia nos obligaba siempre a eludir según qué temas. Una semana antes le había dicho que me sentía ridícula por mi falta de pecho, y ella me dijo que si hubiera trasplantes de eso, me daba los suyos, aunque entonces ya vería lo que era aguantar «aquello». Pero no fue una broma, fue una cerrada descarga de odio hacia sí misma, y yo entendía lo duro que debía de ser eso.
Egoístamente, lamenté que Alicia hubiera podido pasar el fin de semana con nosotras.
No me gustó sentirlo, pero era verdad.
Alicia
De todas nosotras, yo sentía envidia de Sagrario, porque era algo así como un cúmulo de perfecciones reunidas, de Alejandra por su inteligencia, y de Regina por su desparpajo. En cambio, lo que sentía por Irene era una mezcla de resquemor e inquietud, o tal vez deba resumirlo todo en una palabra: rabia. Odiaba su frivolidad, distinta a la de Regina, porque Regina iba a saco con los tíos y punto, pero Irene se las daba de mosquita muerta, y en cambio... Salía con un chico más joven que ella sólo por lo físico, ya que no podía haber nada más, y aquella noche, con lo de que trataría de hacérselo con Miguel... me había puesto a mil. Así de fácil. Y casi podía asegurar ya que lo conseguiría. Si encima Regina aparecía con alguien, cosa de la que era muy capaz, o decidía hacerle «el favor» a Jorge, me dio por pensar que la única que no compartiría su cama con un ente del sexo opuesto sería yo. Siempre yo. Y eso me produjo una depresión absoluta, unida a lo mal que estaba el tiempo y al miedo que sentía por si nos quedábamos en el camino.
Irene en el fondo era una pija, aún más que Alejandra, porque Alejandra tenía el sello del dinero ya impreso en su piel, mientras que Irene se las daba de sofisticada, de romántica. No le gustaba lo que estudiaba, pero estudiaba. No le gustaba su padre, pero iba a quedarse en casa aguantando, y en eso la diferencia conmigo era que yo no estaba realmente mal en casa, aunque también me hubiera gustado irme. Y era envidiosa y celosa.
Pero de todas ellas, por la única que me habría cambiado en lo físico, era por ella, con su cabello corto, su cara de ángel, su pecho plano...
La cabeza de Alejandra, el carácter de Regina, la suerte de Sagrario y la imagen de Irene. Un sueño.
Tenía que resignarme a ser yo, Alicia, metro sesenta y setenta kilos de peso. Casi tantos como traumas.
Hubiera dado media vuelta, de haber podido, y habría regresado a casa.
Cuando llegasen los demás, ya no podría hablarle de Rodrigo. Miró la hora, y por segunda vez en los últimos cinco minutos lo intentó.
Sin éxito.
Se oyó a sí misma decir aquello en lugar de lo que deseaba.
—La semana próxima van a llegar unas cosas monísimas a la boutique.
Era una estupidez, porque Alejandra no había ido nunca a la tienda, ni siquiera a probarse ropa. No era su estilo.
—¿Quién te ha suplido estos días?
—Nadie.
—Pues Ana se habrá puesto contenta.
—Es una bruja.
—Vaya, creía que os llevabais bien.
—Nos llevamos bien, pero es una bruja. Si la cosa fuera más fácil, me buscaría otra tienda.
—¿Otra tienda u otro trabajo?
—No, el trabajo me gusta, es lo mío. Hablo de otra boutique.
—Si te pones a buscar, seguro que encuentras algo.
—Ya, pero no puedo jugar con el trabajo, ¿sabes? Si ella lo descubriese... Vas a una tienda, te piden referencias, y son capaces de llamar para preguntar, así que Ana se entera y me pone en la calle. Todavía estoy en la cuerda floja, y no tengo ninguna reserva. He de pagar cada mes el alquiler del apartamento y comer. Sólo faltaría que tuviera que regresar a mi casa con el rabo entre las piernas.
—¿Regresarías?
—¡No! —dijo terminante Regina—. Por eso mismo.
Alejandra la cubrió con una mirada de respeto no exenta de admiración.
—Te envidio —reveló—. Eres independiente, vives tu vida, trabajas...
—¡Anda ya! —protestó Regina—. Yo te envidio a ti. Estudias porque te gusta, tienes una madre que vive su vida y te deja vivir la tuya, no tienes malos rollos ni broncas, eres hija única, tenéis casas como ésta y dinero... ¿Y dices que me envidias? ¡Y un jamón!
—En serio —sonrió Alejandra—. De entrada tuviste el valor de cumplir los dieciocho y largarte, y el día de mañana, cuando tengas tu cadena de tiendas, valorarás tu decisión. Eso es lo que cuenta.
—Cuando tenga mi cadena de tiendas, ¿serás mi directora comercial?
—No, ya sabes que lo mío es ser ministra de Economía.
—¡Dios, y lo serás, seguro! —Regina se llevó una mano a la cabeza—. Tú ministra. Irene con la jet en Marbella, porque acabará casándose con uno bien forrado, Sagrario de congreso médico en congreso médico, convertida en una cirujana famosa, y Alicia...
—¿Alicia qué? —se interesó Alejandra.
—No sé —reconoció Regina—. Alicia no sé. Supongo que casada y madre. Y al paso que voy, la verdad es que yo tampoco sé dónde estaré.
—¿Por qué lo dices? —se interesó Alejandra al ver su cambio de ánimo.
Había algo más, aparte del problema de Rodrigo.
—Mi compañera de apartamento se larga, y yo no puedo pagarlo sola —dijo Regina a modo de abatida descarga.
Regina
Tal vez aún estuviese débil, porque era el primer día que me levantaba y salía de casa, pero lo cierto es que me sentí extrañamente dolida, incómoda. Y era algo inexplicable. Ni en mis peores reglas me sentía triste o alicaída, como les sucedía a otras. Traté de ver qué me pasaba, si era a causa de lo de Rodrigo, o si era por el problema añadido de lo de mi compañera de apartamento, pero lo cierto es que me di cuenta de que no se trataba de nada de eso. Acababa de decir algo que era más cierto que lo del Sol y la Luna: algún día Sagrario sería una eminencia de la medicina; Alejandra, muy capaz de cumplir su amenaza de ser ministra de Economía; Irene acabaría colgada del brazo de un gilipollas rico, y Alicia se contentaría con ser una señora casada y madre feliz.
¿Y yo?
Sí, a veces hablaba de mi sueño: tener mi propia cadena de tiendas de moda, pero para eso hacía falta pasta, mucha pasta, y una mezcla de suerte, fuerza, jeta, labia, saber qué hacer, dónde y cuándo. Como no me ligase al director de un banco, o a uno que fuera primo del de Irene, con dinero para tenerme contenta y montarme el capricho.
Ya sabía lo que era tener un amante, o mejor dicho, ir de amante, así que...
Alejandra
Siempre me había caído bien Regina, supongo que por el hecho de ser tan distintas una de la otra, tan opuestas que, en cierta forma, nos complementábamos. Las demás eran otra cosa, hasta Irene, que pasaba por ser mi mejor amiga por el hecho de que las dos estudiáramos lo mismo y estuviésemos en el mismo curso, pero Regina... Desde el comienzo la relación se hizo fuerte, y fui yo la que la incorporó a la pandilla, si es que en algún momento puede decirse que integrábamos una. Para mí, Regina era lo que yo nunca sería, y sin embargo no me molestaba no serlo, todo lo contrario. Era sexy, llena de desparpajo para con la vida y las personas, directa y ambiciosa con los chicos, y vestía siempre a su aire, que desde luego no era el mío. Solía decir que yo vestía un poco «carca», y yo pensaba que ella era algo hortera. Pero...¡qué caramba!, en nuestro caso no nos importaba.
Aquel día, desde que llegó tan temprano gracias al hecho de no haber ido a trabajar, yo sabía que le sucedía algo, pero decidí no forzarla, dejar que fuera ella la que, si quería, me lo contase. La conocía bien. Pensé que era aquello, lo de quedarse sin su compañera de apartamento. Regina no sabía disimular los contratiempos.
Todavía no me daba cuenta de que la noche no había hecho más que empezar.
—¡Qué barbaridad! —exclamó—. ¡Esto es muy fuerte!
—Ya estamos cerca, no te preocupes —la tranquilizó Irene.
—¿Y los demás? Como siga así, van a cerrar el puerto, y a medida que pase el tiempo la nieve acabará cuajando en la carretera, ya lo verás.
—No sufras. Doña Perfecta es capaz de conseguir que pare de nevar.
—Yo lo decía por Miguel.
—Ah, sí, claro —convino Irene.
—Un día se os escapará lo de doña Perfecta y Sagrario se enfadará —dijo Alicia.
—¿Qué te crees, que no sabe que la llamamos así? Pero si le gusta, mujer.
—¿Cómo me llamáis a mí?
—Nada, ¿por qué?
—En el colegio solían decirme cosas como «sandía» o «bollo».
Captó el tono de tristeza, de melancolía, y miró hacia ella. Alicia fingía observar la nevada al otro lado de su ventanilla.
—No seas masoca —protestó Irene—. No estás tan mal. Te sobran sólo unos kilos y nada más. Los mismos que le faltan a Sagrario, o a mí, ya ves tú. Además, el otro día leí que las gorditas son muy sensuales.
—¿Quién lo dijo, un hijo de Rubens?
—Me parece que no estás tú muy fina para el weekend —repuso Irene—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Oh, muy bien.
—No seas paliza, ¿quieres? Bastante voy a tener que aguantar a Regina y sus rollos eróticos —protestó Alicia.
—No te cae bien Regina, ¿verdad?
—Tampoco es eso. Es sólo que... —hizo un gesto vago— contigo o con Alejandra estoy bien, y hablamos con naturalidad; pero Sagrario, con su carrera de Medicina, que parece que no tenga otra cosa en la cabeza, y Regina con su... bueno, ya sabes. Parece un kamikaze.
—Va a por todas y quiere vivir al límite, nada más.
—Ella puede hacerlo, otras no.
—Y eso que no es guapa —dijo Irene—. Resultona y sexy sí, pero guapa no. Siempre he pensado que tú sí lo eres.
—Oye. —Se encontró con los ojos implorantes de Alicia—. No me hagáis bromas con Borja, ¿vale? Nada de insinuaciones, comentarios y chorradas de crías. Y por favor, tampoco le digáis nada a él.
—Tranquila, tía.
—En serio, Irene. Si veo que...
—Tranquila —insistió Irene—. Somos amigas, ¿no?
Alicia se relajó. A la derecha de la carretera vieron el cartel anunciando que ya estaban llegando al pueblo.
—¿Quieres que te diga una cosa? —Regina continuó sin esperar la respuesta de Alejandra—. A veces no sé cómo Sagrario y tú sois amigas.
—¿No eres tú también amiga suya? —se extrañó Alejandra.
—Es distinto. Cuando estamos todas juntas hay un equilibrio, pero con ella a solas no estaría como estoy contigo o como pueda estar con Irene y Alicia. Sagrario es... excesiva, no sé si me explico.
—Bueno, cuando ella y Pablo hablan de medicina, sí —reconoció Alejandra.
—No es sólo eso —insistió Regina—. Es... —Hizo un gesto con ambas manos, sin encontrar las palabras precisas—. Se lleva bien con sus padres, es brillante, tiene seguridad, y hasta podría presentarse a un concurso de Misses y ganarlo. Ella y yo somos los polos opuestos del grupo.
—¿Y qué me dices de Alicia?
—Es buena tía. Si no fuera por sus traumas y el hecho de sentirse inferior a causa de su aspecto...
—¿Crees que Alicia se siente inferior?
—¿No te lo sentirías tú si estuvieses como ella?
—Al paso que voy... —Alejandra paseó una fugaz mirada por su cuerpo.
—¡No seas tonta, puñeta! ¡Te llevo por lo menos cinco kilos, y de pecho... no digamos! ¡Tengo más que Alicia! ¡A veces me dan ganas de estrangularte!
—Vale, vale, cómo vienes hoy.
—Si es que hablamos de Sagrario o de Alicia y siempre sales tú. Yo sólo te decía que Sagrario es... —Volvió a quedarse sin palabras y agregó—: Bueno, tú ya me entiendes, y que Alicia es una tía muy maja en el fondo, a la que sólo le falta un poco de reafirmación personal.
—¿Y de Irene qué tal? Nunca me has dicho qué piensas de ella.
—Lo mismo que de ti, aunque Irene sea un poco más engañosa.
—¿En qué sentido?
—Tiene una pose, y se escuda en ella. Es elegante y se las da de sofisticada, pero en el fondo te envidia a ti, y envidia a Sagrario, y puede que hasta me envidie a mí. Querría tener tu seguridad, mi desparpajo, y por supuesto ser como Sagrario.
—Es curioso cómo ve cada una a las demás —dijo Alejandra, reflexiva—. Yo pienso que Irene es muy insegura, y trata de superarlo a base de echarle cara al asunto. No tiene tu aplomo. En cuanto a Sagrario... claro, es tan difícil congeniar cabeza con cuerpo, que nadie entiende que esté buena y encima sea lista. Pero es una tía legal, nunca traicionaría a una amiga, y eso la hace estupenda.
—¿Hablas en serio? —vaciló Regina.
—Sí, ¿por qué no iba a hacerlo?
—Por nada. —Volvió a encogerse de hombros, como si de pronto la conversación se le antojara irrelevante—. De todas formas, cada cual es como es y punto, ¿no? Y tienes razón cuando dices que todas nos vemos diferentes las unas a las otras. El mundo no es el mismo para las personas, y si fuésemos iguales sería un coñazo. —Acabó poniéndose en pie, haciendo un gesto de cansancio, y volvió a la ventana, inquieta, desde donde cambió el tono de sus pensamientos para decir—: Se hace tarde, ¿verdad? ¿Les habrá pasado algo a los demás?
—¿Tú ves algo?
—No —reconoció Irene, y buscando una forma de relajar la tensión agregó—: Pero el coche se sabe el camino.
—¿Seguro que has tomado bien el desvío?
—Que sí, mujer. Debemos de estar prácticamente encima. En cuanto dé con esa plaza...
—¡Dios, qué nevada! —gimió Alicia.
La cortina helada era impresionante, y allí, donde no había tráfico, la nieve ya estaba cuajando a gran velocidad. En las curvas, Irene extremaba aún más las precauciones, a pesar de no rodar a más de diez o quince kilómetros por hora. Las luces del coche apenas si podían adentrarse unos metros en el espeso manto que las envolvía.
—¡Por fin! —cantó de pronto. Y en su voz hubo un inequívoco tono de alivio—. ¡La placita!
Alicia expulsó un chorro de aire, como si lo hubiera llevado almacenado en los pulmones desde hacía rato.
—Menos mal —suspiró.
—¡La última cuesta y en casa! —dijo Irene, soltando los nervios finales—. En cinco minutos algo caliente y un buen fuego en el hogar. ¡Espero que hayan encendido el fuego, me encanta!
Rodearon la placita asfaltada en mitad de la nada blanca, y enfilaron la cuesta que conducía hasta la casa de Alejandra. Primero, ni siquiera la vieron. Después, cuando apenas si les restaban ya veinte metros, divisaron su forma oscura, sepulcral, con sólo un par de ventanas levemente iluminadas, por entre la negrura taladrada por los faros del coche y la cortina de nieve.
—¡Ahí llega alguien! —gritó Regina con un cierto descargo emocional—. ¡Se acerca un coche!
—Deben de ser Irene y Alicia —manifestó Alejandra acercándose a su amiga para mirar por la ventana.
—Pues los demás no sé cómo van a llegar, porque lo que está cayendo es de aúpa.
—Venga, vamos a ayudarlas.
Se apartaron de la ventana y se encaminaron a la puerta. Primero Alejandra, después Regina. La rubia cerró los ojos como si venciera algún tipo de fantasma interior, o cerrara una guerra que había estado atenazándola durante los minutos precedentes.
¿Una guerra? Tal vez sí pudiera llamarlo de esa forma.
Una guerra sin sentido.
Iba a contarle a Alejandra lo de Rodrigo.
Iba a hacerlo, en serio.
Pero, entonces, ¿por qué se sentía aliviada ante la irrupción del coche de Irene?
Reaccionó, volvió a abrir los ojos y se dio cuenta de que Alejandra sólo le había tomado tres pasos de ventaja. Toda aquella descarga de emociones la había experimentado en apenas una fracción de segundo.
Atrapó a su amiga mucho antes de que ésta llegara a la puerta, y juntas se asomaron al frío exterior, azotadas por la primera ráfaga de aire y un alud de copos de nieve que casi las cegó.
—¡Irene! ¡Alicia!
—¡Eh, chicas! ¡Qué odisea!
—Alejandra, ¿ha llegado alguien más?
—No.
—¡Venga, ayudadnos!
—Ya lo hago yo, Regina. Tú mantén la puerta entornada, para que no se vaya el calor.
—¿El calor? Lo haré para que no se inunde la casa de nieve, ¡por Dios! ¿Seguro que no estamos en el Polo Norte?
Regina se quedó arriba. Alejandra bajó la breve escalinata de madera, abrazándose a sí misma para resguardarse del frío. Alicia ya había descendido del vehículo con las dos bolsas, la suya y la de Irene. La conductora sacó la cabeza por la ventanilla.
—¿Dónde lo dejo?
—¡Te abro el garaje, mételo dentro! Los demás tendrán que dejarlo fuera.
Todo se hizo rápido, sin pérdidas de tiempo. Coche en el garaje, carreras, jadeos, hasta que la puerta de la casa se cerró y las cuatro se quedaron mirándose unas a otras; para las recién llegadas con el amparo del primer calor y la sensación de confort hogareño; para las que habían estado esperando, con la alegría de que, por lo menos ellas, estuviesen ya allí.
Luego se echaron a reír y se abrazaron, formando una piña en mitad del recibidor de la casa, ajenas a la tempestad de la naturaleza y por un largo instante liberadas de todo.