Pongámonos en situación: estamos a finales de 1991, Luis Guerra, el dueño del gimnasio Holiday Gym donde Richy trabajaba como relaciones públicas, le había propuesto llevar a su gimnasio a clientes famosos y él aceptó. Pero poco después se dio cuenta de que tenía famosos, pero aún no famosos «de confianza»: sus amigos, como Diego el Cigala o Joaquín Cortés, todavía no habían saltado a la fama, y Ana Obregón era su vecina pero, a pesar de que se lo había ofrecido con anterioridad, ella no le prestaba ninguna atención o tal vez, debido a su legendaria miopía, lo que ocurría simplemente era que no lo veía. Sin embargo, Richy se había comprometido con su jefe y tenía que cumplir. Salió a la calle y empezó a caminar; a él le gusta mucho andar, primero porque es un deportista nato, después porque así se ahorraba el dinero del transporte y por último porque está habituado a pensar mientras camina y además así no pierde el tiempo. Sabía que se enfrentaba a una gran oportunidad o a un gran fracaso. «¿De dónde voy a sacar a un famoso, que no me conoce de nada, para decirle que venga al gimnasio del que soy relaciones públicas?», se preguntaba, mientras recordaba cuando hacía la mili en Melilla y se pasaba el día cantando canciones de Los Chunguitos con su gran amigo el moro Hussein Mohamed.
Por la calle abajo pasa cada día
la mujer que quiero.
Por la calle abajo y al mirar sus ojos
yo de amor me muero.
Richy caminaba y cantaba por lo bajini cuando, al fondo de la calle, una imagen llamó su atención. Eran tres jóvenes, inequívocamente flamencos y gitanos: Manuel, Juan y José Salazar, de la misma familia a la que pertenecen los artistas Porrina de Badajoz y las Azúcar Moreno. Mucha gente los miraba al pasar. Richy no se lo podía creer, pensaba que era una ilusión suya, como un espejismo ante la ansiedad de llevar a un famoso al gimnasio. Se frotó los ojos y, al abrirlos, la imagen de los tres se fue acercando y descubrió que se trataba, ni más ni menos, que de Los Chunguitos. ¡No se lo podía creer! Eran sus ídolos. Una chispa de luz se encendió en su cerebro y, con cierta cautela y mucha decisión, se plantó delante de ellos con una sonrisa y empezó a cantarles con esa voz suya:
Si me das a elegir
entre tú y la riqueza,
con esa grandeza
que lleva consigo, ay amor,
me quedo contigo.
Los Chunguitos lo tomaron por un fan auténtico y fervoroso y aplaudieron la canción que tanta fama les había dado. Aún no habían terminado de aplaudir cuando Richy se arrancó con Dame veneno, otro éxito de las estrellas de la rumba flamenca:
Dame veneno que quiero morir, dame veneno,
que antes prefiero la muerte
que dormir contigo, dame veneno, ay para morir.
A Richy se le da muy bien el flamenco: tiene voz, tiene tempo, chispa, quiebro, quejío; nunca llegará a ser una estrella en ese campo, pero yo disfruto mucho cuando le oigo cantar. Los Chunguitos también habían apreciado que era un payo flamenco. Richy no quería darles tiempo a pensar y, antes de recibir nuevos aplausos, se puso a hacer pitos con los dedos combinándolos con palmas, con un ritmazo flamenco que les entusiasmó. Ya los había seducido. Más tarde comenzaron a hablar y les dijo que era el relaciones públicas de un gimnasio y que los invitaba a disfrutar gratis de las instalaciones. Esa noche quedó con ellos y, antes de su encuentro, se dirigió al gimnasio, les hizo una tarjeta a cada uno para pasar el control de entrada y les dijo que podían ir cuando quisieran.
Al día siguiente Richy se estaba entrenando en el gimnasio cuando lo llama la recepcionista y le dice que es urgente que acuda a la entrada. Allá que se va y en la recepción ve a Los Chunguitos con quince gitanos más. En un concierto flamenco, esa escena pasaría desapercibida, pero en el gimnasio de un barrio de clase media alta chocaba un poco, para qué engañarnos. Pero Richy asume el problema con rapidez y busca una solución que satisfaga a las dos partes: no podía quedar mal con Los Chunguitos y tampoco con el gimnasio, por lo que se acercó sonriendo con los brazos abiertos y dijo:
—Hombre, Los Chunguitos en persona, ¡bienvenidos al Holiday Gym! —y entonces se dirigió a la recepcionista—: Te presento a los más grandes, Los Chunguitos, millones de discos vendidos... Dame veneno que quiero morir, dame veneeeeeno... Y ahora vamos a hacernos una foto para que quede constancia de la presencia de unos grandes de la rumba flamenca.
La determinación de Richy hizo que todo el mundo siguiera sus instrucciones. Separó a Los Chunguitos del resto de los gitanos flamencos y la recepcionista les hizo varias fotos con el nombre del gimnasio de fondo. Richy había conseguido su primer objetivo: captar a unos famosos y hacerles una foto para que constara que habían estado en el gimnasio. Ahora tenía que resolver el tema de los primos. Eran quince, gitanos de raza, piel de bronce, flamencos, que es una forma de ser con todas las consecuencias; los colores de sus ropas eran muy vivos, quiero decir que cantaban, y no en el sentido de cantar Dame veneno sino de dar el cante; no eran colores cantarines, eran colores cantaores; pelos largos, muy largos, estilo Camarón, algunos con sombrero, otros con barba; elegancia gitana que transgredía sin proponérselo los trajes grises o azul oscuro, clonados unos de otros, que vestía la mayoría de los clientes que llegaban al elegante gimnasio con su ropa desde la oficina, clientes que entraban y, aunque lo intentaran, no podían evitar que la escena les llamara la atención. Tras sacar la foto, Richy llevó a Los Chunguitos con el resto de los primos y les dijo:
—Si me llegáis a avisar de que sois tantos, os habría hecho una tarjeta a cada uno.
Y responde uno de Los Chunguitos:
—Para qué queremos tantas tarjetas, si con una sola nos la vamos pasando y entramos todos.
Richy se hizo cargo y accedieron a las instalaciones. La escena era absolutamente surrealista: los gitanos flamencos, vestidos ya con ropa de deporte con pantalón corto y camiseta —pero ojo, algunos de ellos no se habían quitado el sombrero—, no entendían por qué había que hacer tanto esfuerzo con el único fin de cansarse. El resto de los clientes los miraban de reojo, y algunos reconocían a Los Chunguitos. Estoy seguro de que no olvidarán nunca esa escena, pues no sé qué es más raro, si un flamenco con partituras o un gitano en un gimnasio pedaleando en una bicicleta que no va a ninguna parte.